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Capistrano apareció por el albergue justo antes de medianoche. Bajo la capa llevaba una botella, que descorchó y me pasó.

—Es coñac —dijo—. De 1825, embotellado en 1775. Acabo de volver de buscarlo.

Tomé un trago. Capistrano se dejó caer al suelo. Su aspecto era lamentable: viejo, agotado, en los huesos. Tomó la botella de coñac y echó un buen trago.

—Antes de que me digas nada —declaré—, me gustaría saber cuál es tu base de tiempo actual. La discontinuidad me aterra.

—No hay discontinuidad.

—¿No la hay?

—Mi base es diciembre de 2059. La misma que la tuya.

—¡Imposible!

—¿Imposible? —repitió—. ¿Cómo dices eso?

—La última vez que te vi, no tenías ni siquiera cuarenta años. Ahora, tienes fácilmente más de cincuenta. No pretendas liarme, Capistrano. Tu base se encuentra por el 2070, ¿verdad? ¡Si es así, no me digas una palabra de los años que me esperan!

—Mi base es 2059 —insistió Capistrano con voz seca.

Comprendí, al oír su voz pastosa, que aquella botella de coñac no era la primera que abría durante la noche.

—No tengo más edad de la que debería tener, al menos en lo que a ti se refiere —añadió—. El problema es que soy un hombre muerto.

—No entiendo.

—El mes pasado te hablé de mi bisabuela, ¿verdad? La turca.

—Sí, en efecto.

—Esta mañana, he descendido por la línea hasta Estambul 1955. Mi bisabuela tenía diecisiete años y todavía no se había casado. En un momento de desesperación, la estrangulé y arrojé su cuerpo al Bósforo. Era de noche y llovía; nadie nos vio. Estoy muerto, Elliott ¡Muerto!

—¡No, Capistrano!

—Te dije que cuando llegara el momento, partiría de esta manera. Matando a una perra turca… la que engañó a mi bisabuelo, obligándole a casarse vergonzosamente. Y yo mismo he terminado. En cuanto vuelva al tiempo actual, cesaré de haber existido, ¿Qué debo hacer, Elliott? Dímelo. ¿Debo descender hasta el fin de la línea y terminar con toda esta comedia?

Sudando, tras engullir una buena dosis de coñac, le dije:

—Dame la fecha exacta de tu salto a 1955. Voy a descender por la línea y a impedirte que lo hagas.

—No harás eso.

—En ese caso, hazlo tú. Vuelve al momento y sálvala, Capistrano.

Me miró con tristeza.

—¿Para qué? La mataré de nuevo. Antes o después. Debo hacerlo. Es mi destino. Ahora voy a descender. ¿Te ocuparás de mis clientes?

—Ya tengo un grupo —le recordé.

—Claro. Claro. No puedes atender a más. Asegúrate, con eso basta, de que los míos sean atendidos. Debo irme… debo…

Deslizó la mano hacia el crono.

—Capis…

Agarró la botella de coñac mientras desaparecía.

¡Ido! ¡Desvanecido! Se suicidaba cometiendo un crimen temporal. Borrado de las páginas de la historia. No sabía qué hacer. Supongamos que volviera a 1955 para impedir el asesinato de su bisabuela. Él sería ya una no-persona en el tiempo actual; ¿podría devolverle la vida retroactivamente? ¿Cómo funcionaría la paradoja del Desplazamiento Transitorio en ese caso? No tenía ni idea. Quería hacer lo mejor para Capistrano; también debía pensar en los turistas abandonados.

Estuve meditando cerca de una hora. Al fin, llegué a una conclusión poco romántica, pero razonable: no es asunto mío, decidí, y lo mejor será que llame a la Patrulla Temporal. A disgusto, pulsé el botón de alarma del crono.

No tardó en materializarse un Patrullero. Dave Van Dam, aquel malparido al que me encontré el día que llegué a Estambul.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Suicidio por crimen temporal —le contesté—. Capistrano acaba de asesinar a su bisabuela antes de volver al tiempo actual.

—¡Hijo de puta! ¿Por qué tenemos que trabajar con chalados como ese?

No juzgué adecuado fatigarme diciéndole que todas aquellas groserías estaban fuera de lugar.

—Tiene un grupo de turistas por los alrededores —añadí—. Para eso he llamado.

Van Dam escupió despectivamente.

—¡Hijo de puta! —repitió—. De acuerdo, me ocupo de todo.

Desapareció de la habitación.

Me puse enfermo al pensar el modo en que se perdía una vida preciosa. Pensé en el encanto de Capistrano, en su gracia, en su sensibilidad: todo aquello desaparecía porque él mismo se quitó la vida en un momento de embriaguez. No me puse a llorar, pero me entraron ganas de patear los muebles… y lo hice. El ruido despertó a la señorita Pistil, que lanzó una suave exclamación y preguntó:

—¿Nos están atacando?

—A usted, sí —respondí. Para apaciguar mi angustia, mi cólera, me tiré en su cama y le eché un polvo.

Ella se quedó un poco extrañada, pero cooperó en cuanto entendió lo que pasaba. Terminé en treinta segundos y la dejé, jadeante, permitiendo que siguiera mi trabajo Bilbo Gostaman. De mal humor, desperté al posadero y le pedí el mejor vino que tuviera. Bebí hasta sumirme en la bruma del alcohol.

Mucho más tarde, descubrí que todos mis temores carecían de fundamento. Aquel cerdo de Capistrano cambió de opinión en el último minuto. En lugar de saltar a 2059 y aniquilarse, se aferró a la invulnerabilidad que le procuraba el Desplazamiento Transitorio y se quedó en la línea, en 1600, donde se casó con la hija de un pachá turco y tuvo tres hijos. La Patrulla Temporal le encontró, por fin, en 1607, deteniéndole por crímenes temporales, le devolvió a 2060 y le condenó a muerte. Desapareció, sí, pero no de un modo especialmente heroico. La Patrulla tuvo que impedir también el asesinato de la bisabuela de Capistrano, su matrimonio con la hija del pachá, borrar a sus tres hijos de la línea y encontrar a sus turistas y ayudarles, lo que causó muchos problemas a todo el mundo.

—Si alguien quiere suicidarse —declaró Van Dam—, ¿por qué no se limita a beberse un veneno y facilitar el trabajo de la gente?

Debo reconocer que tenía razón. En toda mi vida, sólo aquella ocasión la Patrulla Temporal y yo pensamos lo mismo.

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