41

Aparecimos bajo una bóveda brillante, nos libramos de las polucionadas vestimentas y salimos purificados, desinfectados y mejorados por todo lo que habíamos visto. Pero los recuerdos de Pulcheria me obsesionaban todavía. Nervioso, atormentado, debía seguir luchando contra la tentación.

Volver a 1105. ¿Permitir que Metaxas me presentase en casa de los Ducas? ¿Acostarme con Pulcheria y calmar mis deseos?

No. No. No. No.

Combatir la tentación. Sublimarla. Mejor follarse a una emperatriz.

Volví apresuradamente a Estambul y descendí por la línea hasta 537. Me encaminé a Santa Sofía para encontrarme con Metaxas en la ceremonia de la consagración.

Metaxas estaba allí, en muchos sitios entre la multitud. Pude contar al menos diez. (También vi a dos Jud Elliott sin ni siquiera buscarlos.) Los dos primeros intentos fueron muestras de la paradoja de la Discontinuidad; ninguno de los dos Metaxas me conocía. Uno de ellos me apartó con un irritado gruñido; el otro se contentó con decir:

—Seas quien seas, todavía no nos conocemos. Lárgate.

Al tercer intento, encontré a un Metaxas que me conocía, y decidimos vernos aquella misma noche en el albergue en que se alojaba el Guía con su grupo. Pasaba la noche en 610 para enseñar a sus clientes la coronación del emperador Heraclio.

—Bien —me dijo—. ¿Cuál es tu base de tiempo actual?

—A primeros de diciembre de 2059.

—Voy por delante de ti —me contestó Metaxas—. Yo me encuentro a mediados de febrero de 2060. Estamos en discontinuidad.

Aquello me asustó. Aquel hombre conocía dos meses y medio de mi futuro. Las convenciones sociales pretendían que no debía decirme nada; era muy posible que yo hubiera/estuviera muerto en enero de 2060 y que Metaxas conociera todos los detalles de mi fallecimiento, pero no podía decirme absolutamente nada. Y aquello era lo que más me aterraba.

Se dio cuenta.

—¿Quieres irte y encontrarte con otro Metaxas? —me preguntó.

—No. Así vale. Creo que aguantaré.

Su rostro era una máscara inmóvil. Seguía las reglas; en ningún caso, ni por la inflexión de su voz ni por la expresión de sus facciones, debía reaccionar a mis palabras en modo alguno que pudiera dejarme adivinar lo más mínimo de mi futuro.

—Me dijiste una vez que me ayudarías a conocer a la emperatriz Teodora.

—Sí, lo recuerdo.

—En ese caso, ha llegado la ocasión de que cumplas tu promesa. Quiero probar.

—No hay problema —me dijo Metaxas—. Remontemos a 535. Justiniano está muy atareado con la construcción de Santa Sofía. Teodora estará disponible.

—¿Será fácil?

—Muy fácil —replicó.

Saltamos. Envueltos en una fresca jornada de 535, me dirigí en compañía de Metaxas al Gran Palacio, donde buscó y encontró a un gordo eunuco, llamado Anastasio, con el que mantuvo una larga y animada conversación. Anastasio era, naturalmente, el ojeador principal de la emperatriz durante aquel año, y tenía por misión buscar uno o dos jóvenes por noche para ella. La conversación se desarrolló en voz baja, puntuada por irritadas exclamaciones, aunque, por lo que llegué a comprender, Anastasio me proponía pasar una hora con Teodora cuando Metaxas pretendía que me pasase la noche completa. Aquello me puso un poco nervioso. Yo era bastante viril, es cierto, ¿pero sería capaz de satisfacer hasta el alba a una de las ninfómanas más célebres de la historia? Intenté hacerle a Metaxas una seña para que aceptase cualquier oferta menos grandiosa, pero él insistió, y Anastasio, finalmente, aceptó que pasara cuatro horas con la emperatriz.

—Si está cualificado —agregó.

El examen de cualificación me fue administrado por una feroz doncella llamada Photia, una de las servidoras de la emperatriz, Anastasio nos vio follar con aspecto contento; Metaxas, al menos, tuvo el buen gusto de dejar la alcoba. Supongo que para Anastasio, mirar era su modo de pasar un rato entretenido.

Photia tenía el cabello negro, los labios delgados, el pecho generoso y un apetito voraz. ¿Ha visto alguna vez cómo una estrella de mar devora una ostra? ¿No? Bueno, puede imaginárselo de algún modo. Photia era una estrella marina del sexo. La succión era fantástica, Me quedé con ella, conseguí domarla y le provoqué el orgasmo. Y supongo que todavía me quedarían reservas por algún lado, pues Anastasio me dio el aprobado y anotó mi cita con Teodora. Cuatro horas.

Le di las gracias a Metaxas y se marchó a reunirse con su grupo en 610.

Anastasio se encargó de mí. Me bañaron, me peinaron, me restregaron bien y me pidieron que tragase una poción amarga y pastosa que afirmaron era un afrodisíaco. Una hora antes de la medianoche, me metieron en la habitación de la emperatriz Teodora.

Cleopatra… Dalila… Harlow… Lucrecia Borgia… Teodora…

¿Había existido alguna de ellas? ¿Era cierta su legendaria voracidad? Judson Daniel Elliott III, ¿podrá realmente mantener el tipo ante el lecho de la depravada emperatriz?

Me sabía todas las historias que Procopio hacía correr al particular. Las orgías en las cenas de Estado. Las exhibiciones en el teatro. Los embarazos repetidos e ilegítimos, y los anuales abortos. Los amigos y amantes traicionados y torturados. Hacía que les cortasen las orejas, o la nariz, los testículos, el pene, los miembros o los labios a los que no la complacieron. Ofrecía en el altar de Afrodita todos los orificios de su cuerpo. Si una sola de cada diez historias era verdad, su bajeza no tenía igual.

Tenía la piel clara, los senos firmes, la cintura delgada y era extrañamente baja; la punta de su cabeza apenas me llegaba por el pecho. Su piel brillaba a causa del perfume, pero yo podía percibir el aroma de su carne. Sus ojos se mostraban feroces, fríos, duros y ligeramente estrábicos: ojos de ninfómana.

No me preguntó el nombre. Me ordenó que me desvistiera, me inspeccionó y asintió con la cabeza. Una joven nos acercó un ánfora llena de un vino tinto y pesado. Bebimos mucho; Teodora, a continuación, se frotó lo que quedaba sobre el cuerpo, de la cabeza a los pies.

—Lame —ordenó.

Obedecí. Y obedecí igualmente a sus otras órdenes. Sus gustos eran notablemente variados, y satisfice casi todos ellos durante las cuatro horas. No fueron, quizá, las cuatro horas más locas de mi vida, pero estuvieron a punto de serlo. Sin embargo, su juego me provocó cierto rechazo. Se detectaba algo mecánico y vacío en el modo en que Teodora mostraba esto, luego aquello, para que me ocupase de saciarla. Era como si la emperatriz representase una escena que interpretaba desde siempre.

Fue intenso, pero no agotador. Quiero decir que esperaba algo más, en cierto sentido, al acostarme con una de las más célebres pecadoras de la Historia.

Cuando yo contaba con catorce años, un anciano que me enseñó muchas cosas acerca de por qué da vueltas el mundo, declaró:

—Muchacho, cuando te has tirado a una tía, te las has tirado a todas.

Pese a que en aquella época yo acababa de perder la virginidad, me atreví a refutar la afirmación. Sigo refutándola, en cierta medida, pero cada año que pasa lo hago menos. Las mujeres varían: su cuerpo, su pasión, su técnica, su modo de enfocar el asunto. Pero me acababa de acostar con la emperatriz de Bizancio: con Teodora en persona. Después de lo que pasó con Teodora, empiezo a pensar que el viejo tenía razón. Cuando uno se ha tirado a una tía, se las ha tirado a todas.

Загрузка...