Barbara terminó de atender a sus clientes y en cuanto éstos salieron por la puerta corrió al cuarto del personal y encendió un cigarrillo. La agencia de viajes había estado muy concurrida todo el día y había tenido que trabajar sin descanso, saltándose la pausa para almorzar. Melissa, su compañera, había llamado a primera hora para informar de que estaba enferma, aunque Barbara sabía de sobra que había salido de marcha la noche anterior y que si se encontraba mal la culpa era sólo suya. Por eso había tenido que pasar sola toda la jornada en aquel empleo tan aburrido. Y para colmo no habían tenido un día de tanto trabajo desde hacía siglos. En cuanto noviembre traía las noches oscuras, horribles y deprimentes, las mañanas encapotadas, los vientos cortantes y la lluvia a cántaros, todo el mundo entraba corriendo a la agencia para reservar unas vacaciones en bellos países cálidos y soleados. Barbara se estremeció al oír el viento repiquetear en las ventanas y tomó nota de buscar alguna oferta especial para sus propias vacaciones.
Ahora que su jefe por fin había salido a hacer unos recados, Barbara se moría de ganas de fumar un pitillo. Pero claro, para variar, justo entonces sonó la campanilla de la puerta y Barbara maldijo al cliente que entraba en la agencia por echar a perder su tan ansiada pausa. Dio unas furiosas caladas al cigarrillo, por lo que casi se mareó, se retocó los labios y echó ambientador por la habitación para que su jefe no notara el humo. Salió del cuarto de los empleados esperando encontrar a un cliente sentado detrás del mostrador, pero en cambio el anciano aún estaba avanzando lentamente hacia los asientos. Barbara procuró no mirarlo y se puso de cara a la pantalla del ordenador, pulsando teclas al azar.
– Disculpe -oyó que la reclamaba una voz débil. i -Buenas tardes, caballero, ¿qué desea? -dijo Barbara por enésima vez aquel día. No quería resultar grosera mirándolo más de la cuenta, pero se sorprendió al ver lo joven que era aquel hombre en realidad. De lejos, su maltrecha figura hacía que pareciera mayor. Caminaba encorvado y daba la impresión de que si no llevara bastón podría desplomarse delante de ella en cualquier momento. Estaba muy pálido, como si hiciera años que no viera la luz del sol, pero sus grandes ojos castaños parecían sonreírle. Barbara no pudo por menos de devolverle la sonrisa.
– Me gustaría reservar unas vacaciones -susurró el hombre-, y me preguntaba si usted podría ayudarme a elegir dónde.
Normalmente Barbara habría gritado en silencio al cliente por obligarla a efectuar una tarea del todo imposible. La mayoría de sus clientes eran tan quisquillosos que a menudo se pasaba horas enteras sentada con ellos estudiando catálogos y tratando de convencerlos de que fueran a tal o cual sitio cuando en realidad le importaba un bledo adónde fueran. Pero aquel hombre parecía agradable y Barbara se dio cuenta de que le apetecía echarle una mano, cosa que la sorprendió.
– No faltaría más, señor. Si tiene la bondad de sentarse, consultaremos unos cuantos folletos.
Le indicó la silla y desvió la mirada otra vez para no ver los esfuerzos que tenía que hacer para sentarse.
– Veamos -prosiguió Barbara con la mejor de sus sonrisas-. ¿Hay algún país en concreto al que le gustaría ir?
– Sí… España… Lanzarote, creo.
Barbara se alegró, aquello iba a ser mucho más fácil de lo que había pensado.
– ¿Y serían unas vacaciones de verano? Él asintió con la cabeza.
Compararon las ofertas de distintos catálogos y finalmente el hombre encontró un lugar que le gustó. Barbara se sintió complacida de que tomara en consideración sus consejos a diferencia de algunos de sus clientes, quienes simplemente obviaban cualquier información contrastada que tuviera a bien facilitarles. Esa actitud siempre la sacaba de quicio, pues al fin y al cabo parte de su trabajo consistía en saber qué era lo mejor para ellos.
– Muy bien, ¿qué mes prefiere? -preguntó Barbara, estudiando la lista de precios.
– ¿Agosto? -aventuró él, y sus grandes ojos castaños penetraron en el alma de Barbara, que sintió el impulso de saltar el mostrador y darle un fuerte abrazo.
– Agosto es un mes fantástico -convino Barbara-. ¿Le gustaría tener vistas al mar o la piscina? Las vistas al mar tienen un suplemento de treinta euros -agregó enseguida.
Con la mirada perdida, el hombre sonrió como si ya estuviera allí. -Con vistas al mar, por favor.
– Buena elección. ¿Puede darme su nombre y dirección, por favor?
– Verá, en realidad no es para mí… Es una sorpresa para mi esposa y sus amigas.
De pronto aquellos ojos castaños reflejaron tristeza. Barbara carraspeó nerviosa.
– Vaya, es todo un detalle por su parte, señor -comentó sin saber muy bien por qué-. ¿Me da entonces sus nombres, por favor?
Barbara terminó de anotar los datos y emitió la factura. Comenzó a imprimir la documentación desde el ordenador para entregársela.
– ¿Sería posible que usted guardara aquí la documentación? Quiero sorprender a mi esposa y me da miedo guardar papeles en casa, no vaya a ser que los encuentre.
Barbara sonrió; su esposa era una mujer muy afortunada.
– No le diré nada hasta julio. ¿Cree que podemos mantenerlo en secreto hasta entonces?
– No hay ningún problema, señor. Normalmente los horarios de los vuelos no se confirman hasta unas semanas antes de la fecha, de modo que no deberíamos tener ninguna razón para llamarla. Daré instrucciones estrictas al resto del personal de no llamar a su casa.
– Muchas gracias por su colaboración, Barbara erijo él, sonriendo con tristeza.
– Ha sido un placer, señor… ¿Clarke? -Gerry.
– Pues ha sido un placer, Gerry. Estoy segura de que su esposa lo pasará de maravilla. Una amiga mía estuvo allí el año pasado y le encantó. -Por algún motivo, le pareció necesario asegurarle que su esposa estaría bien.
– En fin, mejor será que vuelva a casa antes de que piensen que me han secuestrado. Se supone que ni siquiera debería levantarme de la cama, ¿sabe?
Gerry volvió a sonreír y a Barbara se le hizo un nudo en la garganta. La muchacha se apresuró a levantarse y salió de detrás del mostrador para abrirle la puerta. Gerry sonrió agradecido al pasar junto a ella. Barbara se quedó observando cómo subía trabajosamente al taxi que había estado esperándolo.; Justo cuando Barbara comenzaba a cerrar la puerta entró su jefe y se dio un golpe en la cabeza. Barbara miró de nuevo a Gerry, que aún esperaba a que el taxi arrancara y que, riendo, le hizo una seña levantando el pulgar.
El jefe lanzó una mirada furibunda a Barbara por dejar desatendido el mostrador y se dirigió resueltamente al cuarto del personal.
– Barbara -gritó-, ¿has vuelto a fumar aquí dentro? Barbara puso los ojos en blanco y se volvió hacia él.
– Dios santo, ¿qué te pasa? Parece que estés a punto de echarte a llorar.
Era 1 de julio y Barbara estaba sentada, hecha una furia, detrás del mostrador de la agencia de viajes Swords Travel Agents. Todos los días de aquel verano habían sido espléndidos, excepto sus dos días de fiesta, que había llovido a mares. Para variar, hoy volvía a hacer buen tiempo. De hecho, era el día más caluroso del año, como sus clientes se jactaban de recordarle al entrar en la agencia vestidos con pantalones cortos y camisetas ajustadas y apestando a loción solar de coco. Barbara se retorcía en la silla, incómoda con aquel uniforme que picaba tanto. Tenía la sensación de estar otra vez en la escuela. El ventilador se paró una vez más y Barbara le arreó un buen golpe.
– Déjalo estar, Barbara -se quejó Melissa-. Así sólo conseguirás estropearlo del todo.
– Como si eso fuese posible -masculló Barbara, y giró la silla para situarse de nuevo frente al ordenador y comenzar a teclear sin ton ni son. -¿Qué te pasa? -preguntó Melissa.
– Nada --dijo Barbara, apretando los dientes-, sólo que es el día más caluroso del año y estamos aquí atrapadas en este trabajo de mierda, en este ambiente tan cargado sin aire acondicionado y con estos uniformes que pícan -dijo, alzando la voz hacia el despacho del jefe para que la oyera-. Eso es todo. Melissa rió por lo bajo.
– Oye, ¿por qué no sales fuera un rato a que te dé el aire? Ya atenderé yo al próximo cliente -dijo señalando con el mentón a la mujer que estaba a punto de entrar.
– Gracias, Mel -respondió Barbara aliviada de poder escapar. Cogió los cigarrillos-. Bien, voy a tomar un poco de aire fresco.
Melissa miró la mano de Barbara y puso los ojos en blanco. -Buenos días, ¿qué desea? -saludó Melissa, sonriente.
– Verá, me gustaría saber si Barbara sigue trabajando aquí.
Barbara se paró en seco justo antes de abrir la puerta y dudó entre salir corriendo o regresar al trabajo. Finalmente suspiró y volvió a su puesto. Miró a la mujer del otro lado del mostrador. Era guapa, decidió, pero los ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas mientras los miraba alternativamente. -Sí, yo soy Barbara.
– ¡Ah, bien! -Al oírlo, la mujer se mostró aliviada y se dejó caer en la silla-. Temía que ya no trabajara aquí.
– Eso quisiera ella-murmuró Melissa entre dientes, y Barbara le dio un codazo en la barriga.
– ¿Qué desea?
– Oh, espero que pueda ayudarme -dijo la señora un tanto histérica mientras revolvía en su bolso. Barbara arqueó las cejas y miró a Melissa. Ambas se esforzaron por aguantarse la risa.
– Verá -dijo la clienta cuando por fin sacó un sobre arrugado del bolso-, hoy he recibido esto de parte de mi marido y me preguntaba si usted podría explicármelo.
Barbara frunció el entrecejo al mirar el trozo de papel arrugado que la señora dejó encima del mostrador. Alguien había arrancado una página de un folleto de vacaciones y había escrito las palabras: «Swords Travel Agents. Attn: Barbara.»
Barbara volvió a poner ceño y observó la página con mayor detenimiento. -Una amiga mía estuvo ahí de vacaciones hace dos años pero aparte de eso no sé qué decirle. ¿No tiene más información?
La señora negó enérgicamente con la cabeza.
– Bueno, ¿y no puede pedirle a su marido que se lo aclare? -inquirió Barbara un tanto confusa.
– No, ya no está aquí -dijo la mujer con tristeza, y los ojos se le llenaron de lágrimas. A Barbara le entró el pánico; si su jefe veía que estaba haciendo llorar a una clienta, no dudaría en despedirla. Ya le había advertido que estaba hasta la coronilla de ella.
– Bien, pues tenga la bondad de darme su nombre a ver si aparece algo en el ordenador.
– Me llamo Holly Kennedy-dijo con voz temblorosa.
– Holly Kennedy, Holly Kennedy -repitió Melissa, que estaba pendiente de la conversación-. Este nombre me suena. Ah, espere un momento. ¡Iba a llamarla esta semana! ¡Qué curioso! No sé por qué, pero Barbara me dio instrucciones estrictas de no llamarla hasta julio…
– ¡Claro! -interrumpió Barbara, cayendo por fin en la cuenta de lo que estaba pasando-. ¿Es la esposa de Gerry? -preguntó esperanzada.
– ¡Sí! -Impresionada, Holly se llevó las manos al rostro-. ¿Estuvo aquí?
– Sí, en efecto. -Barbara sonrió alentadoramente-. Era un hombre encantador -añadió, estrechando la mano que Holly apoyó encima del mostrador.
Melissa las miró perpleja, sin entender qué estaba ocurriendo. El corazón de Barbara latió con fuerza. Aquella mujer tan joven parecía estar pasándolo mal… Por otra parte, ella se alegraba de ser portadora de buenas noticias.
– Melissa, ¿puedes darle unos pañuelos a Holly, por favor, mientras le explico a qué vino exactamente su marido? -Miró a Holly con una sonrisa radiante, le soltó la mano y se puso a teclear en el ordenador mientras su compañera buscaba una caja de pañuelos-. Muy bien, Holly-susurró-. Gerry encargó unas vacaciones de una semana en Lanzarote para usted, Sharon McCarthy y Denise Hennessey; salida el 28 de julio y regreso el 3 de agosto. Holly se tapó la boca con las manos, incapaz de contener el llanto.
– Estaba empeñado en encontrar el lugar perfecto para usted -prosiguió Barbara, encantada con su nuevo papel. Se sentía como una de esas presentadoras de televisión que dan sorpresas a sus invitados-. Aquí es adonde van a ir -dijo dando golpecitos a la página arrugada que Holly había traído-. Lo pasarán en grande, créame. Como ya le he dicho, una amiga mía estuvo allí hace dos años y volvió encantada. Hay un montón de bares y restaurantes en la zona y… -Se interrumpió al advertir que quizás a Holly le importaba un bledo si iba a pasarlo bien o no.
– ¿Cuándo vino? -preguntó Holly, todavía aturdida.
Barbara, dispuesta a seguir colaborando, pulsó unas cuantas teclas en el ordenador.
– La reserva fue hecha el 28 de noviembre.
– ¿Noviembre? -musitó Holly-. ¡Pero si entonces no podía ni levantarse de la cama! ¿Vino solo?
– Sí, aunque había un taxi esperándolo fuera todo el rato.
– ¿Qué hora era? -preguntó Holly de súbito.
– Lo siento, pero la verdad es que no me acuerdo. Ha pasado bastante tiempo y…
– Sí, claro, perdone -la interrumpió Holly.
Barbara la comprendió perfectamente. Si se tratara de su marido (si algún día conocía a alguien digno de casarse con ella, claro), también querría saber todos los pormenores. Así pues, le contó todo cuanto recordaba, hasta que a Holly ya no se le ocurrieron más preguntas que hacer.
– Oh, Barbara, gracias, muchas gracias.
Holly se acercó al mostrador y le dio un fuerte abrazo.
– No hay de qué -contestó Barbara, satisfecha de su buena obra del día-. Vuelva algún día a contarnos cómo le va -propuso con una sonrisa-. Aquí tiene su documentación.
Le entregó un sobre grueso y la siguió con la mirada hasta que salió de la agencia. Suspiró diciéndose que, después de todo, aquel trabajo de mierda quizá no fuera tan desagradable.
– ¿De qué diablos iba todo esto? -preguntó Melissa, intrigada. Barbara comenzó a referirle la historia.
– Bien, chicas, salgo a almorzar. Barbara, nada de fumar en el cuarto del personal. -Su jefe cerró con llave la puerta del despacho y se volvió hacia ellas-. Dios bendito, ¿por qué estáis llorando?