9

Pude haber ahorrado tiempo tomando un taxi para ir a Riverside, pero me perjudicaba la falta de efectivo. Yo vivía en West Hollywood; el banco más cercano que permaneciese abierto toda la noche estaba en la ciudad, en el Gran Círculo de los Caminos. De modo que primero fui a la ciudad en los Caminos y al banco en busca de dinero. Una ventaja que hasta entonces no había apreciado era el sistema de talonario de cheques universal; con una sola central cibernética de banco para toda la ciudad y un código radiactivo en mi talonario de cheques conseguí efectivo tan rápidamente como lo hubiera podido obtener de mi propio banco frente a Muchacha de Servicio, Inc.

Luego tomé el exprés para Riverside. Cuando llegué al Santuario, estaba amaneciendo.

Allí no había nadie más que el técnico nocturno con quien había estado hablando y su mujer, que era la enfermera de noche. Pienso que no causé buena impresión. No me había afeitado, tenía los ojos fuera de las órbitas probablemente me olía el aliento, y no había preparado una serie de mentiras plausibles.

No obstante, la señora Larrigan, la enfermera de noche, se mostró dispuesta a colaborar. Sacó una fotografía del archivador y dijo:

—¿Es ésta su prima, señor Davis?

Era Ricky. No había duda alguna. ¡Era Ricky! Oh, no la Ricky que yo había conocido tiempo atrás pues allí no había una niña, sino una joven madura de unos veinte años o algo más, con el peinado de una persona mayor y una cara muy bonita. Estaba sonriendo.

Sus ojos no habían cambiado, y aquella expresión de duendecillo en su rostro que la había hecho tan deliciosa cuando era niña, seguía estando allí. Era la misma cara madura, llena, hermosa, pero inconfundible.

La estéreo se nubló: mis ojos habían conseguido llenarla de lágrimas…

—Sí —conseguí articular—. Sí, es Ricky.

—Nancy, no debiste habérselo mostrado —dijo preocupado el señor Larrigan.

—Vamos a ver, Hank, ¿qué hay de malo en enseñar una fotografía?

—Ya conoces el reglamento. —Se volvió hacia mí—. Señor; ya le dije por teléfono que no proporcionamos información sobre los clientes. Vuelva a las diez, que es cuando se abre la oficina de la administración.

—O bien podría usted volver a las ocho —añadió su mujer—. El doctor Bernstein estará entonces aquí.

—Mira, Nancy, haz el favor de estarte quieta. Si desea información, la persona a quien tiene que ver es el director. Bernstein tampoco tiene por qué contestar preguntas. Además, ni siquiera fue dienta del doctor Bernstein.

—Hank, eres demasiado quisquilloso. Vosotros los hombres hacéis reglamentos solamente por el gusto de hacerlos. Si tiene prisa por verla, podría estar en Brawley a las ocho. —Se volvió hacia mi—: Vuelva usted a las ocho; es lo mejor. De todos modos ni mi esposo ni yo podemos decirle a usted nada.

—¿Qué es esto de Brawley? ¿Es que fue a Brawley?

Si su marido no hubiese estado allí creo que me hubiese dicho más. Pero vaciló y él la miró con severidad. La mujer respondió:

—Vaya usted a ver al doctor Bernstein. Si no ha desayunado aún hay un sitio que está muy bien un poco más abajo, en esta misma calle.

Fui a aquel sitio que «estaba muy bien» (realmente lo estaba), comí y utilicé el lavabo y me compré un tubo de Sacabarba de una máquina y una camisa de otra máquina y tiré la que había estado llevando. Cuando volví estaba bastante respetable.

Pero Larrigan ya debía haber hablado de mi al doctor Bernstein. Era un hombre muy inflexible:

—Señor Davis, usted dice que también ha sido un Durmiente. Sin duda debe usted saber que hay criminales que se dedican a explotar la credulidad y la falta de orientación de los Durmientes recién despertados. La mayoría de los Durmientes tienen capitales considerables, todos ellos se encuentran desorientados en el mundo en que se encuentran, y generalmente están solos y un poco asustados, una combinación perfecta para los que abusan de la confianza ajena.

—¡Pero si lo único que quiero es saber adónde fue! Soy su primo. Pero yo tomé el sueño antes que ella, de modo que no sabía que ella también lo iba a hacer.

—Generalmente dicen que son parientes. —Me miró detenidamente—. ¿No le he visto a usted antes?

—Lo dudo mucho. A menos de que se haya cruzado conmigo en los Caminos yendo a la ciudad, todo el mundo se figura que me ha visto antes; tengo una de las Doce Caras Standard, tan difícil de identificar como un cacahuete en un saco lleno. Doctor, ¿y si telefonease al doctor Albrecht del Santuario de Sawtelle?

El doctor Bernstein asumió un aire judicial:

—Vuelva y vea al director. El podrá llamar al Santuario Sawtelíe… o a la policía, según le parezca mejor.

De modo que me marché. Entonces cometí un error. En lugar de volver y quizá seguir exactamente la información que necesitaba (con la ayuda de Albrecht que respondiese de mi), alquilé un taxi y me fui directamente a Brawley.

Tardé tres días en encontrar trazas de Ricky en Brawley. Sí, había vivido allí, lo mismo que su abuela; y eso lo averigüé pronto. Pero la abuela había muerto hacía veinte años y Ricky había tomado el Sueño. Brawley solamente tiene cien mil habitaciones, en lugar de los siete millones del Gran Los Ángeles; los archivos de hacía veinte anos no fueron difíciles de encontrar. Era la pista de hacía menos de una semana la que presentaba dificultades.

Parte de la dificultad era que estaba con alguien: había estado buscando una muchacha que viajaba sola. Cuando descubrí que había un hombre con ella pensé con ansiedad en los estafadores que acechan a los Durmientes, sobre los que había estado hablando Bernstein, y me afané más que nunca.

Seguí una falsa pista hasta Calexico, luego volví a Brawley, comencé de nuevo, volví a cogerla, y la seguí hasta Yuma.

En Yuma abandoné la persecución, pues Ricky se había casado. Lo vi allí en el registro de la oficina del condado. Me asombró tanto que lo dejé todo y salí corriendo hacia Denver, deteniéndome tan sólo para escribir una postal a Chuck diciéndole que vaciara mi escritorio y que pusiera todos los chismes en mi habitación.

En Denver me detuve sólo el tiempo necesario para visitar una casa de artículos dentales. No había estado en Denver desde que se había convertido en la capital —después de la Guerra de Seis Semanas, Miles y yo nos habíamos ido directamente a California—, y aquel sitio me dejó estupefacto. ¡Si ni siquiera pude encontrar la Avenida Colfax! Tenía entendido que todo lo esencial para el Gobierno había sido enterrado en las Rockies. Si eso era cierto, entonces todavía debían quedar muchas cosas no esenciales en la superficie. Aquel sitio me pareció aún más congestionado que el Gran Los Ángeles.

En la casa de suministros dentales compré diez kilogramos d‹ oro, isótopo 197, en forma de alambre número catorce. Pagué por él 86,10 dólares por kilogramo, lo cual era manifiestamente excesivo, puesto que el oro de calidad para la ingeniería se vendía alrededor de 70 dólares por kilogramo, y aquella transacción lesionó mortalmente mi único billete de mil dólares. Pero el oro de ingenie ría viene en aleaciones que no se encuentran nunca en la naturaleza o bien con isótopos 196 y 198, o bien ambas cosas a la vez, según su aplicación. Para mi objeto necesitaba oro puro, que no pudiese ser distinguido del oro obtenido por refinación de mineral natural y no quería oro que me pudiese quemar los calzoncillos si me 1‹ acercaba demasiado; la excesiva dosis que recibí en Sandia me había inculcado un saludable respeto al envenenamiento por radiación

Me arrollé el alambre alrededor de la cintura y me fui a Boulder Diez kilogramos es aproximadamente el peso de un maletín lleno para un fin de semana, y esa cantidad de oro abulta casi lo mismo que un litro de leche. Pero en forma de alambre parecía abultar más que si hubiese estado compacto; no puedo recomendarlo como cinturón. Pero en forma de lingotes hubiese sido aún más difícil di transportar, y de aquella manera lo tenía siempre encima de mi

El doctor Twitchell vivía todavía allí, si bien ya no trabajaba; en profesor emérito y pasaba la mayor parte de las horas en que estaba' despierto en el bar del club de la Facultad. Tardé cuatro días en poderle encontrar en otro bar, ya que el club de la Facultad estaba cerrado para extraños como yo. Pero cuando le encontré resultó fácil invitarle a tomar algo.

Era un personaje trágico, en el sentido clásico griego, era u' gran hombre, verdaderamente un muy gran hombre, deshecho. Debía haber estado ahí arriba como Einstein, Bohr y Newton; pero, en vez de eso, solamente algunos especialistas en la teoría del campo conocían verdaderamente la magnitud de su obra. Y entonces, cuan do le conocí, su brillante inteligencia estaba agriada por la desilusión, nublada por la edad y empapada de alcohol. Era algo as como visitar las ruinas de lo que había sido un magnífico templo después de que se hubiese hundido el techo, la mitad de las columnas estuviesen rotas y la maleza lo hubiese cubierto todo.

No obstante, aun así tenía más talento del que yo he tenido en el mejor de los casos. Soy lo suficientemente inteligente para apreciar al verdadero genio cuando me encuentro con él.

La primera vez que le vi alzó la vista, me miró fijamente y dijo:

—Otra vez usted.

—¿Perdón?

—Usted había sido uno de mis estudiantes, ¿verdad?

—Pues, no, señor; nunca tuve ese honor. —En general, cuando alguien me dice que ya me ha visto antes, no hago ningún caso, pero esta vez decidí explotarlo si era posible—. Quizás estaba usted pensando en mi primo, doctor, de la promoción del 86. Estudió un tiempo con usted.

—Es posible ¿cuál fue su sujeto principal?

—Tuvo que dejarlo sin haber alcanzado un título, señor. Pero era un gran admirador de usted. Nunca dejaba pasar la oportunidad de decir que había estudiado con usted.

No se puede ser un enemigo diciéndole a una madre que su hijo es hermoso. El doctor Twitchell me hizo sentar y pronto permitió que le invitase a una copa. La mayor debilidad de aquella gloriosa ruina era su vanidad. Yo había empleado parte de los cuatro días transcurridos antes de que consiguiese hacer amistad con él en aprenderme de memoria todo lo que sobre él había en la biblioteca de la universidad, de modo que sabía los trabajos que había escrito, dónde los había presentado, qué títulos profesionales y honoríficos tenía y qué libros había escrito. Había intentado leer uno de estos últimos, pero me había perdido ya al llegar a la página nueve, si bien conseguí adquirir allí algo de la jerga.

Le hice saber que yo también era un seguidor de las ciencias; en aquel preciso momento estaba investigando para escribir un libro:

Genios Olvidados.

¿De qué va a tratar?

Admití con cierto reparo que me parecía adecuado comenzar el libro con una relación popular de su vida y sus trabajos… siempre y cuando estuviese dispuesto a abandonar un poco su bien conocida costumbre de evadir toda publicidad. Naturalmente, tendría que obtener de él mismo buena parte del material que necesitaba.

Dijo que pensaba que era necedad y que no haría tal cosa. Pero le hice observar que tenía ciertos deberes para con la posterioridad y accedió a reconsiderarlo. Al día siguiente sencillamente dio por sentado que yo iba a escribir su biografía, no solamente un capítulo sino todo un libro. A partir de aquel momento habló y habló y habló, y yo fui tomando notas… verdaderas notas. No intenté engañarle haciendo trampas, pues a veces me pedía que le leyese lo que había escrito.

Pero no habló para nada del viaje por el tiempo.

Por fin, dije:

—Doctor, ¿no es cierto que de no haber sido por cierto coronel que estuvo destinado aquí no le hubiese sido a usted difícil conseguir el Premio Nobel?

Durante tres minutos estuvo echando maldiciones con magnífico estilo:

—¿Quién le habló a usted de eso?

—Ah, doctor, cuando estaba haciendo investigaciones para el Departamento de Defensa… ¿ya lo he mencionado, verdad?

—No.

—Pues bien, cuando estaba allí, oí toda esa historia de boca de un joven, Ph. D., que trabajaba en otra sección. Había leído el informe, y dijo que era evidente que usted sería el hombre más famoso de la física contemporánea… si le hubiesen permitido publicar su trabajo.

—Hum… Eso es cierto.

—Pero deduje que estaba clasificado… por orden de ese coronel, ah… coronel Plushbottom.

—Thrushbotham, Thrushbotham… amigo. Un gordo, fatuo, flatulento, besapiés, necio, incapaz de encontrar su propio sombrero aunque lo tuviese clavado en la cabeza. Y así debería haber sido.

—Parece una lástima muy grande.

—¿Qué es una gran lástima, señor mío? ¿Que Thrushbotham fuese un mentecato? Eso era culpa de la naturaleza, no mía.

—Parece una lástima que el mundo sea privado de esa historia. Tengo entendido que no le permiten a usted hablar de ella.

—¿Quién se lo ha dicho? ¡Yo hablo de lo que me da la gana!

—Eso fue lo que yo entendí, señor… según mi amigo del Departamento de Defensa.

—Hum…

Eso fue todo lo que le saqué aquella noche. Le costó una semana decidirse a enseñarme su laboratorio.

La mayor parte del edificio era entonces utilizada por otros investigadores, pero su laboratorio del tiempo era cosa a la que no había renunciado nunca, si bien entonces no lo usaba; se amparaba en su caridad de clasificado y se negaba a que nadie más lo tocase, y tampoco había permitido que desmontasen los aparatos. Cuando me hizo entrar, aquel lugar olía como una cripta que no hubiese sido abierta desde hacía años.

Había bebido lo suficiente para que no le importase nada, pero no demasiado para no estar equilibrado. Su capacidad de bebida era considerable. Me dio una conferencia sobre las matemáticas de la teoría del tiempo y del desplazamiento temporal (no lo llamaba «viaje por el tiempo»), pero me advirtió que no tomase notas. No hubiese servido de nada que las hubiese tomado, pues acostumbraba a comenzar un párrafo con un «Es por lo tanto evidente…» y proseguir hablando de materias que podían haber sido obvias para él y para Dios, pero para nadie más.

Cuando se hubo sosegado algo, dije:

—Por lo que me dijo mi amigo deduje que lo único que no había usted conseguido fue calibrarlo. Que no le era a usted posible conocer exactamente la magnitud exacta del desplazamiento temporal.

—¿Cómo? ¡Estupideces! Joven… si no se puede medir, no es ciencia: —Murmuró unos instantes como una caldereta y prosiguió—: Mire, se lo voy a enseñar.

Se volvió y comenzó a hacer ajustes. Todo lo que se veía de su instalación era lo que él llamaba la «plataforma del locus temporal»: una sencilla plataforma con una jaula en derredor, y un tablero de control que podría haber servido para unas plantas de presión o para una cámara de bajas presiones. Estoy casi seguro de que hubiese podido averiguar cómo manejar los controles si me hubiese dejado solo para examinarlos, pero había advertido con dureza que me mantuviese alejado de ellos. Podía ver un registrador de Brown de ocho puntos, con interruptores muy macizos operados con solenoides, y una docena más de componentes igualmente familiares, pero que no significaban nada sin los diagramas del circuito.

—¿Tiene cambio en el bolsillo? —me preguntó.

Metí la mano en mi bolsillo y saqué un puñado de monedas. Les echó una ojeada y escogió dos piezas de cinco dólares, nuevas de cuño. Aquellos hexágonos de plástico verde que acababan de ser puestos en circulación aquel año. Me habría gustado más que hubiese escogido piezas de dos y medio, pues no andaba muy bien de fondos.

—¿Tiene usted un cuchillo?

—Sí, señor.

—Grabe sus iniciales en una de ellas.

Así lo hice. Entonces me las hizo poner en el escenario, una junto a otra:

—Observe el instante exacto. He calibrado el desplazamiento para exactamente una semana, más o menos seis segundos.

Miré mi reloj. El doctor Twitchell dijo:

—Cinco… cuatro… tres… dos… uno… ¡ahora!

Alcé la vista de mi reloj. Las monedas habían desaparecido. tuve que pretender que los ojos se me salían de la cabeza. Chuck había hablado de una demostración semejante, pero verla en re dad era otra cosa.

El doctor Twitchell dijo animadamente:

—Volveremos dentro de una semana a contar desde esta noche esperaremos que reaparezca una de ellas. En cuanto a la otra ¿usted mismo las vio a las dos en la plataforma? ¿Usted mismo puso allí?

—Sí, señor.

—¿Dónde estaba yo?

—Junto al tablero de control, señor.

Había estado a por lo menos cinco metros de la parte II próxima de la jaula y no se había acercado a ella desde entonces.

—Muy bien. Venga aquí. —Así lo hice; él se metió la mano su bolsillo—. Aquí tiene una de sus piezas. Tendrá la otra dentro una semana. —Y me entregó una moneda verde de cinco dólar sobre ella estaban grabadas mis iniciales.

No dije nada porque la verdad es que no puedo hablar muy bien cuando la mandíbula me cuelga. Prosiguió.

—Sus observaciones de la semana pasada me perturbaron. ~ fue que visité este lugar el miércoles, algo que no había hecho des hacía… bueno, más de un año. Encontré esta moneda en la plataforma, de modo que supe que había estado usando… que iba a usar nuevamente la instalación. Hasta esta noche no me decidí a hace funcionar para usted.

Miré la moneda, y la toqué:

—¿Esto estaba en su bolsillo cuando vinimos aquí esta noche?.

—Desde luego.

—¿Pero cómo podía haber estado en su bolsillo y en el mío mismo tiempo?

—¡Vaya por Dios! ¿Es que no tiene ojos para ver, ni cerebro para pensar? ¿No puede usted absorber un sencillo hecho solamente porque se encuentra fuera de su monótona experiencia? Usted trajo aquí esta noche, y lo enviamos a la semana pasada. Usted vio. Hace unos días lo encontré aquí, y me lo metí en el bolsillo. Lo traje conmigo esta noche. La misma moneda… o, para ser exacto un segmento posterior de su estructura del espacio-tiempo, usa‹ una semana más, un poco más gastado… pero lo que el vulgo llamaría la «misma» moneda. Si bien no es en realidad más idéntica de lo que un bebé es idéntico al hombre en que aquel bebé se convierte. Más viejo.

Le miré:

Doctor… hágame retroceder una semana… Me miró con enojo:

—¡ímposible!

¿Por qué no? ¿Es que eso no funciona con personas?

—¿Cómo? ¡Pues claro que funciona con personas!

—Entonces, ¿por qué no hacerlo? No tengo miedo. Imagínese qué cosa más maravillosa sería para el libro… que yo pudiese testificar por experiencia propia que el desplazamiento en el tiempo de Twitchell es una realidad.

—Ya puede usted informar por experiencia propia. Usted lo vio.

—Sí —admití lentamente—, pero no lo creerán. Esa historia de las monedas… y lo vi y lo admito. Pero cualquiera que no haga más que leer una descripción de ello deducirá que soy muy crédulo, y que usted se burló de mí gracias a un sencillo juego de manos.

—Maldita sea…

—Eso es lo que los demás dirán. No serían capaces de creer que yo verdaderamente vi lo que describí. Pero si usted me enviase al pasado, solamente una semana, entonces podría informar por experiencia propia…

—Siéntese y escúcheme. —El se sentó, pero no había sitio bastante para que yo pudiese sentarme, de lo cual él no pareció darse cuenta—. Hace tiempo experimenté con seres humanos y es por esa razón que resolví no volverlo a hacer nunca más.

—¿Por qué? ¿Es que los mató?

—¿Cómo? No diga tonterías. —Me miró fijamente y añadió—:

Esto no debe ponerlo en su libro.

—Como usted diga, señor.

—Ciertos pequeños experimentos demostraron que los sujetos vivos podían efectuar desplazamientos temporales sin sufrir daños. Había confiado en un colega, un joven que enseñaba dibujo y otras asignaturas en la escuela de arquitectura. Era en realidad más bien un ingeniero que un científico, pero a mí me gustaba: era de viva inteligencia. Ese joven, no puede hacer ningún daño decirle su nombre: Leonardo Vincent, estaba loco por probarlo… por probarlo en serio; quería sufrir un desplazamiento de gran alcance, de quinientos años. Fui débil y se lo permití.

—¿Y entonces qué ocurrió?

—¿Cómo puedo saberlo? ¡Quinientos años, amigo mio! No viviré para saberlo.

—¿Pero usted cree que está a quinientos años en el futuro?

—O en el pasado. Quizás haya ido a parar al siglo quince; o al veinticinco. La probabilidad es exactamente la misma. Hay una indeterminación; ecuaciones simétricas. A veces se me ha ocurrido… pero no, es solamente una semejanza de nombres.

No le pregunté lo que quería decir porque yo también me di cuenta de repente y se me pusieron los pelos de punta. Lo desplacé de mi mente; tenía otros problemas. Además, no podía ser sino una casualidad, no era posible que un hombre fuese de Colorado a Italia; no en el siglo XV.

—Pero resolví que no iba a ser tanteado otra vez. No era ciencia; no añadía nada a los datos conocidos. Si era desplazado hacia delante, bueno. Pero si era desplazado hacia atrás… entonces probablemente enviaba a mi amigo a ser asesinado por los salvajes. O a ser comido por las fieras.

O incluso, quizá, pensé yo, a convertirse en un «Gran Dios Blanco» Me guardé esa idea para mi.

—Pero conmigo no necesitaría usted utilizar un desplazamiento tan largo.

—No hablemos más del asunto, por favor. Pierde usted completamente el tiempo.

—Como usted quiera, doctor. —Pero no lo podía dejar correr—. Ah, ¿me permite hacer una sugerencia?

—Bueno. Hable.

—Podríamos obtener casi el mismo resultado sencillamente por medio de un ensayo.

—¿Qué quiere usted decir?

—Un ensayo en vacío, haciéndolo todo exactamente como si intentase usted desplazar un sujeto vivo; yo me prestaré a desempeñar el papel. Haremos todo exactamente lo mismo como si usted tuviese intención de desplazarme, hasta el punto en que usted apriete el botón. Entonces me haré cargo del proceso… que es lo que hasta ahora no he conseguido.

Gruñó un poco, pero la verdad es que tenía ganas de enseñar su juguete. Me pesó, y puso aparte pesos metálicos que igualaban exactamente mis setenta y seis kilos.

—Estas son las mismas balanzas que utilicé con el pobre Vincent.

—Entre los dos las colocamos a un lado de la plataforma.

—¿Qué ajuste temporal vamos a hacer? Se trata del experimento de usted.

—Ah… ¿usted dijo que se podría calibrar exactamente?

—Así lo dije, señor mío. ¿Es que lo duda?

—Oh, no, no… Bueno, veamos, hoy es el día 24 de mayo; supongamos que… ¿qué le parecería treinta y un años, tres semanas, un día, siete horas, trece minutos y veinticinco segundos?

—Una broma bien poco graciosa, señor. Cuando dije «exactamente» quise decir «con exactitud mayor que una parte de cien mil». No he tenido la oportunidad de calibrar a una parte en novecientos millones.

—Ah… Se ve, doctor, lo importante que es para mí un ensayo exacto, puesto que sé tan poco de todo esto. Bueno, digamos treinta y un años y tres semanas. ¿O eso es todavía demasiado preciso?

—En modo alguno. El error máximo no deberá exceder a dos horas. —Efectuó algunos ajustes—. Puede usted colocarse en su lugar en la plataforma.

—¿Es esto todo?

—Sí. Todo menos la energía. En realidad no me sería posible efectuar este desplazamiento con la línea de voltaje que utilicé para aquellas monedas. Pero puesto que no vamos a hacerlo en realidad, esto no importa.

Me sentí decepcionado.

—¿Entonces usted no dispone de lo que es realmente necesario para producir tal desplazamiento? ¿Hablaba usted en teoría?

—Maldita sea, señor. No hablaba en teoría.

—¿Pero si carece usted de energía…?

—Puedo obtener la energía si es que insiste. Espere.

Se fue a un rincón del laboratorio y cogió un teléfono. Debieron haberlo instalado cuando el laboratorio era nuevo; no había visto uno como aquél desde que me había despertado. Siguió una animada conversación con el superintendente nocturno de la central energética de la universidad. El doctor Twitchell no tenía necesidad de utilizar un lenguaje indecente; podía prescindir por completo de ello, y ser más incisivo que la mayoría de los verdaderos artistas pueden serlo utilizando palabras más expresivas.

—No me interesan lo más mínimo sus opiniones, señor mío. Lea sus instrucciones. Tengo derecho a toda clase de facilidades siempre que las solicite. ¿O es que no sabe usted leer? ¿Quiere usted que nos entrevistemos con el presidente mañana por la mañana a las diez, para que se las lea? ¡Ah! ¿De modo que sí que sabe usted leer? ¿Y sabe usted escribir también? ¿O hemos ya agotado sus aptitudes? Entonces escriba: Toda la potencia de emergencia a través de las barras del Laboratorio Conmemorativo Thornton exactamente dentro de ocho minutos. Repítalo.

Colgó el teléfono:

—¡Vaya gente!

Se dirigió al cuadro de control, efectuó diversas alteraciones y esperó. Pronto, incluso desde donde estaba yo, de pie en el interior de la jaula, pude ver las largas agujas de tres instrumentos dé medida que se desplazaban a través de sus esferas, y una luz roja que aparecía sobre la parte alta del cuadro.

—Energía —dijo.

—¿Y ahora qué sucede?

—Nada.

—Es lo que suponía.

—¿Qué quiere decir?

—Lo que dije. Que no iba a pasar nada.

—Me temo que no le comprendo. Confío en que sea así. Lo que quiero decir es que nada iba a pasar, a menos que cerrara el interruptor piloto. Si lo hiciese, usted sería desplazado exactamente treinta y un años y tres semanas.

—Y yo sigo diciendo que no sucedería nada.

—Me parece, señor mío, que trata usted de ofenderme deliberadamente —dijo, un tanto hosco.

—Llámelo como quiera, doctor. Vine aquí a investigar un notable rumor; pues bien, ya lo he investigado. He visto un tablero de control con unas bonitas luces, que parece una especie de escenario para un científico loco en un táctil espectacular. He visto un juego de manos realizado con dos monedas. Y, de paso, no se trata de un juego de manos puesto que usted mismo escogió las monedas y me indicó la manera de marcarías; cualquier mago de salón pudo haberlo hecho mejor. He oído muchas palabras, pero las palabras cuestan poco. Lo que usted pretende haber descubierto es imposible. Y, de paso, allá en el departamento ya lo saben. No es que eliminaran su informe; lo que hicieron fue sencillamente archivarlo entre los de los chiflados. De vez en cuando lo sacan y lo hacen circular, para reírse un rato…

Pensé que en aquel mismo instante el pobre viejo iba a sufrir un ataque de apoplejía. Pero no tenía más remedio que estimularle mediante el único reflejo que le quedaba: su vanidad.

Váyase de aquí, señor. ¡Váyase o le daré de bofetadas! Le castigaré con mis propias manos.

Con la furia que le dominaba quizá lo hubiera conseguido a pesar de su edad, su peso y su estado físico. Pero respondí:

—No me asustas, abuelo. Y ese botón de pacotilla tampoco me asusta. Apriétalo si te atreves.

Me miró y miró al botón, pero siguió sin decidirse. Me reí con sarcasmo.

—Es un embolado, como me dijeron. Twitch, eres un pomposo farsante, con una camisa rellena. El Coronel Thrushbotham tenía razón.

Aquello le decidió.

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