8

La mañana siguiente era viernes, 4 de mayo. En vez de ir a la oficina fui a la Sala de Archivos del condado. Estaban haciendo reformas, por lo que me dijeron que volviera al cabo de un mes. Así que me fui a la oficina del Times, donde cogí tortícolis a consecuencia de usar un microexplorador. Pero lo que pude averiguar fue que si Miles había fallecido entre los doce y los treinta y seis meses después de que me hubiera metido en la heladera, no había muerto en el Condado de Los Ángeles, si las noticias necrológicas eran correctas.

Claro que no había ninguna ley que le obligara a morirse en el Condado de Los Ángeles. Uno puede morirse en cualquier parte. Todavía no han logrado reglamentar eso.

Probablemente en Sacramento hubiera archivos del estado; pensé que tendría que ir a investigar algún día. Di las gracias al bibliotecario del Times, me fui a almorzar, y finalmente volví a Muchacha de Servicio.

Había dos llamadas telefónicas y una nota, todo ello de Belle. De la nota leí hasta «Queridísimo Dan», la rompí y advertí a recepción que no aceptaran llamadas para mí de parte de la señora Schulz. De allí me fui al departamento de contabilidad y pregunté al contable si había alguna forma de comprobar la antigua propiedad de acciones retiradas de la circulación. Dijo que lo intentaría, y le di, de memoria, los números de las acciones de Muchacha de Servicio que me habían pertenecido originalmente. Para ello no fue necesario ningún alarde de memoria; al principio habíamos emitido exactamente mil acciones, de las cuales había conservado las primeras quinientas diez, y el «regalo de compromiso» a Belle procedía del principio.

Regresé a mi madriguera y encontré que McBee me estaba esperando.

—¿Dónde ha estado? —preguntó.

—Por ahí. ¿Por qué?

—Eso no es contestación suficiente. El señor Galloway ha estado hoy aquí dos veces preguntando por usted. Me vi obligado a decirle que no sabía dónde estaba.

—¡Qué tontería! Si Galloway me necesita, acabará por encontrarme. Si emplease en tratar de vender su mercancía anunciando sus verdaderos méritos la mitad del tiempo que se pasa pensando en algo nuevo, la casa se beneficiaría más.

Galloway empezaba a molestarme. Estaba encargado de las ventas, pero a mí me parecía que en realidad se ocupaba más de hacer propaganda de la agencia anunciadora que se encargaba de nuestros intereses. Pero soy persona de prejuicios; lo único que a mí me interesa es la ingeniería. Todo lo demás me parece puro papeleo, generalidades.

Conocía el motivo por el cual me buscaba Galloway, y la verdad era que me había estado haciendo el remolón. Quería vestirme en traje del 1900 y sacar fotografías. Le había dicho que podía hacerme todas las fotografías que quisiese en trajes del 1970, pero que 1900 era doce años antes de haber nacido mi padre. Contestó que nadie se daría cuenta de la diferencia, y le mandé a paseo.

Esas gentes que se dedican a fantasear para engañar al público se imaginan que nadie más que ellos sabe leer ni escribir.

—Su actitud no es correcta, señor Davis —dijo McBee.

—¿De veras? Lo siento.

—Su situación es algo rara. Está usted a cargo de mi departamento, pero tengo que prestarle a usted a los departamentos de ventas y de propaganda cuando le necesitan. Desde ahora en adelante valdrá más que utilice el reloj para registrar su entrada, como todos los demás… y valdrá más que me comunique cuando salga de la oficina durante las horas de trabajo. Haga el favor de tenerlo ~ cuenta.

Conté lentamente hasta diez.

—Mac, ¿usted utiliza el reloj registrador?

—¿Eh? Naturalmente que no. Soy el ingeniero jefe.

—Desde luego. Así lo dice encima de la puerta. Pero fijese, Mác en que yo era ingeniero jefe de este lugar antes de que usted hubiera empezado a afeitarse. ¿Es que ha creído usted en serio que voy inclinarme ante un reloj registrador?

Mac se sofocó.

—Es posible que no. Pero lo que puedo decirle es esto: si no hace, no cobrará su paga.

—¿De veras? No fue usted quien me contrató, de modo que puede despedirme.

—Mmmm… ya lo veremos. Por lo menos puedo transferirle mi departamento al de propaganda, al que usted pertenece. Si que usted pertenece a alguna parte. —Echó una ojeada a mi máquina de dibujar—. Y evidentemente usted aquí no produce nada. No me interesa tener ocupada más tiempo esa máquina tan cara. —Hizo una rápida inclinación de cabeza y dijo—: Buenas tardes.

Salí tras él. Un Chico oficinista entró rodando y colocó en 1 cesta un gran sobre, pero no esperé a ver lo que era, sino que b~ furioso al café-bar de los empleados. Lo mismo que muchos otros cabezotas, Mac se figuraba que el trabajo creador podía ser efectuado por la masa. No era sorprendente que la firma no hubiera producido nada nuevo desde hacía años.

Bueno, que se vaya al diablo. Tampoco yo había tenido la intención de quedarme mucho tiempo más.

Más o menos una hora más tarde regresé y encontré un sobre d correo interno de la oficina en mi cesta. Lo abrí, pensando que Mac habría decidido sacudírseme de encima enseguida.

Pero era del servicio de contaduría, y decía:


Querido señor Davis:

Referencia: acciones sobre las que nos ha consultado

Los dividendos correspondientes al paquete mayor fueron abonados desde el primer trimestre de 1971 al segundo trimestre de 1980 a cargo de las acciones primitivas, a un depósito mantenido a favor de un interesado llamado Heinecke. Nuestra reorganización se produjo en 1980, y el resumen de q disponemos es algo confuso, pero parece ser que las acciones equivalentes (después de la reorganización) fueron vendidas al Grupo de Seguros Cosmopolita, quienes las conservan aún. Por lo que se refiere al paquete de acciones menor, estaba a nombre (según usted presumía) de Belle D. Gentry hasta 1972, fecha en que fue atribuido a Corporación Financiera Sierra, quienes lo fragmentaron y lo vendieron separadamente. La historia subsiguiente exacta de cada una de las acciones y de su equivalente después de la reorganización podría ser trazada, pero para ello se necesitaría más tiempo.

Si este departamento puede serle útil en alguna otra cosa, le rogamos se dirija a nosotros sin ningún reparo.

Y. E. Reuther, Contable.


Llamé a Reuther, le di las gracias y le dije que aquello era todo cuanto necesitaba. Sabia entonces que mi adjudicación a Ricky no había sido nunca efectiva. Puesto que la transferencia de mis acciones que figuraba en el archivo era evidentemente fraudulenta, aquello me olía a Belle, y los terceros podían haber sido o bien sus hombres de paja o quizás una persona ficticia; probablemente ya entonces estaba proyectando estafar a Miles.

Por lo visto, después de la muerte de Miles se había vendido la partida pequeña. Pero no me importaba lo que hubiese podido ocurrir con ninguna de las acciones una vez habían salido del control de Belle. Me había olvidado de pedir a Reuther que me siguiese la pista del paquete de Miles… podría conducirnos a Ricky, aunque ya no lo tuviese en su poder. Pero era ya la tarde del viernes; se lo pediría el lunes. Lo que de momento me interesaba hacer era abrir aquel gran sobre que me esperaba, pues había visto el membrete.

A principios de marzo había escrito a la oficina de patentes sobre las patentes originales de Castor Servicial y de Dan Dibujante. Mi convicción de que el primitivo Castor Servicial no era sino otro nombre de Frank Flexible había quedado algo quebrantada después de mi primera y perturbadora experiencia con Dan Dibujante. Se me había ocurrido la posibilidad de que el mismo genio desconocido que había concebido a Dan Dibujante de una manera tan semejante a la que yo había imaginado, podía también haber desarrollado un equivalente paralelo de Frank Flexible. Esa teoría venía apoyada por el hecho de que ambas patentes habían sido sacadas el mismo año y ambas patentes estaban en manos de (o habían estado hasta que expiraron) la misma compañía, Aladino.

Pero quería saberlo. Y si aquel inventor vivía aún, quería conocerlo. Me podría enseñar algunas cosas.

Primeramente había escrito a la oficina de patentes de donde recibí como respuesta un impreso diciendo que todos los archivos de las patentes que habían expirado se conservaban en los Archivos Nacionales de las Cavernas de Carísbad. Así pues escribí a los Archivos, quienes respondieron con una lista de precios. De modo que escribí por tercera vez remitiendo un giro postal (se ruega no envíen cheques personales) solicitando copias de todo el mecanismo de las dos patentes: descripciones, títulos, dibujos, historias.

Aquel grueso sobre parecía ser la respuesta.

La de encima era la de 4.307.909, la patente básica de Castor Servicial. Me puse a mirar los dibujos, dejando de lado momentáneamente tanto los títulos como las descripciones. Los títulos carecen de importancia, salvo ante los tribunales; la idea principal al redactar los títulos justificativos al solicitar una patente consiste en reclamar todo el universo en los términos más amplios posibles, ya que luego los examinadores de patentes reducen las pretensiones de uno; para eso están los abogados de patentes. Las descripciones tienen que ser exactas, pero a mí me es más rápido ver dibujos que leer.

Tengo que admitir que no se parecía mucho a Frank Flexible. Era mejor que Frank Flexible; podía hacer más cosas, y algunas de las conexiones eran más sencillas. La noción fundamental era la misma —pero eso era forzoso, puesto que una máquina controlada por medio de los tubos de Thorsen y anterior a Castor Servicial tenía que estar basada en los mismos principios que yo había utilizado en Frank Flexible.

Casi podía imaginarme a mí mismo desarrollando un artefacto de aquel tipo… algo así como la segunda etapa de un modelo de Frank. Una vez había pensado en ello —un Frank sin las limitaciones domésticas de Frank.

Por fin llegué a lo de mirar el nombre del inventor en la relación de títulos y hojas de descripciones.

Lo reconocí sin dificultad. Era D. B. Davis.

Me quedé mirándolo durante un rato mientras silbaba «El Tiempo en Mis Manos», lentamente y desafinando. De modo que Belle había mentido una vez más. Me pregunté si habría algo de cierto en todo aquel torrente de palabras que me había lanzado. Sin duda, Belle era una embustera patológica, pero yo había leído en algún lugar que los embusteros patológicos acostumbran a seguir un plan, comenzando por la verdad y embelleciéndola, más bien que gozarse en una fantasía absoluta. Era evidente que mi modelo Frank no había sido nunca «robado», sino que lo habían pasado a algún otro ingeniero para que lo afinase, y luego habían solicitado la patente en mi nombre.

No obstante, el convenio de Mannix nunca se había llegado a concretar; eso era cierto, puesto que ya sabía por la historia de la compañía misma. Pero Belle había dicho que la imposibilidad de presentar Frank Flexible era lo que había hecho fracasar el convenio.

¿Sería que Miles se había apropiado de Frank haciendo creer a Belle que había sido robado? O, mejor dicho, vuelto a robar.

En tal caso… dejé de intentar adivinar, pues me pareció algo imposible, más imposible aún que mi búsqueda de Ricky. Quizá tendría que aceptar un empleo en Aladino para poder llegar a averiguar dónde había adquirido la patente básica y quién se había beneficiado con la transacción. Probablemente no valía la pena puesto que la patente había expirado, Miles había muerto, y Belle, si es que había ganado algo con ello, hacía ya tiempo que lo había perdido. Me había satisfecho acerca del único punto que me importaba, lo que había querido demostrar; es decir, que el inventor original era yo mismo. Mi orgullo profesional estaba a salvo, ¿y quién se preocupa por el dinero, cuando el problema de las tres comidas diarias está resuelto? Yo no, desde luego.

De modo que me volví a la patente 4.307.910, Dan Dibujante.

Los diseños eran una verdadera delicia. Ni yo mismo lo hubiese podido proyectar mejor; aquel individuo verdaderamente sabía lo que se hacía. Admiré la economía de las conexiones y la ingeniosa manera en que se habían utilizado los circuitos para reducir las partes móviles a un mínimo. Las partes móviles son algo así como el apéndice vermicular; una fuente de perturbaciones que deben ser suprimidas en cuanto es posible.

Incluso había utilizado una máquina de escribir eléctrica para el armazón del teclado, atribuyéndolo en el dibujo a una serie de patentes de IBM. Aquello si que era ingenioso, verdadera ingeniería: no inventar nunca nada que se pueda comprar en el mercado corriente.

Quise saber quién había sido aquel chico tan cabezota: miré los papeles.

Era D. B. Davis.


Al cabo de un rato telefoneé al doctor Albrecht. Fueron a buscarle y le dijeron quién era yo, puesto que el teléfono de mi oficina no tenía visual.

—Reconocí su voz —respondió—. Hola, muchacho; ¿cómo le v en su nuevo empleo?

—No del todo mal. Todavía no me han ofrecido parte en c negocio.

—Deles tiempo. Por lo demás, ¿está contento? ¿Encuentra que encaja?

—Sin duda. Si hubiese sabido qué gran sitio es éste ahora, hubiese tomado el Sueño antes. No me podrían convencer para que volviese a 1970.

—¡Vamos, vamos! Recuerdo aquel año bastante bien. Era entonces un muchacho en una granja de Nebraska. Cazaba y pescaba. M‹ divertía. Más de lo que me divierto ahora.

—Bueno; a cada cual lo suyo. A mí me gusta ahora. Pero mire Doctor; no le llamé solamente para hablar filosofías; tengo UE pequeño problema.

—Pues veámoslo; será un descanso; la mayor parte de la gente tienen grandes problemas.

—Doctor: ¿es posible que el Gran Sueño cause amnesia?

Vaciló antes de responder.

—Es concebible. No puedo decir que haya visto nunca un case como tal. Quiero decir, independientemente de otras cosas.

—¿Cuáles son las cosas que ocasionan amnesia?

—Muchas cosas. La más corriente es, probablemente, el propio deseo subconsciente del paciente. Se olvida de una serie de acontecimientos, o los modifica a su manera, porque los hechos le resultan insoportables. Eso es una amnesia funcional cruda. Luego hay la amnesia debida al antiguo método del golpe en la cabeza, amnesia debida a un trauma. También puede tratarse de amnesia debida a sugestión… bajo la acción de drogas o de hipnosis. ¿Qué le ocurre amigo? ¿Es que no encuentra su talonario de cheques?

—No se trata de eso. Al contrario, me parece que me voy desenvolviendo muy bien ahora. Pero no acabo de recordar algunas cosas que ocurrieron antes de que tomase el Sueño… y eso me preocupa.

—Mmmm, ¿alguna posibilidad de las causas que he citado?

—Sí —dije lentamente—. Sí, todas ellas, salvo quizá la del golpe en la cabeza, y aun eso pudo haber ocurrido cuando estaba borracho.

—Me olvidé de citar —dijo secamente—, la amnesia temporal más corriente… correr una cortina bajo la influencia del alcohol. Chico, ¿por qué no viene a verme y hablaremos de todo eso con detalle? Si no consigo averiguar qué es lo que ocurre, ya sabe que no soy psiquiatra, puedo ponerle en manos de un hipnoanalista que le pelará la memoria lo mismo que si fuese una cebolla, y le dirá por qué llegó usted tarde a la escuela el 4 de febrero del año de su segundo grado. Pero es bastante caro, de modo que ¿por qué no me da primero una oportunidad?

—La verdad doctor, ya le he molestado bastante; y le molesta tanto aceptar dinero…

—Chico, mi gente siempre me interesa: no tengo otra familia.

Le dejé diciendo que si no lo había solucionado, le llamaría a principios de semana. En todo caso, querría pensar yo mismo sobre ello.

La mayor parte de las luces se habían apagado, salvo en mi oficina; una Muchacha de Servicio, del tipo de la mujer de hacer faenas, entró, registró que la habitación estaba todavía ocupada y salió rodando silenciosamente. Yo seguí allí sentado.

Al cabo de un rato Chuck Freudenberg metió la cabeza y dijo:

—Creía que te habías ido hace rato. Despierta y acaba tu sueño en casa.

Levanté la mirada.

—Chuck, tengo una idea estupenda. Comprémonos un barril de cerveza y dos pajas.

Lo pensó unos instantes:

—Bueno, es viernes… y siempre me gusta que me duela la cabeza los lunes; así sé qué día de la semana es.

—Aprobado, y por lo tanto ordenado. Espera un segundo mientras meto algunas cosas en esta cartera.

Bebimos unas cuantas cervezas, luego comimos algo, después bebimos otras cervezas en un sitio donde la música era buena, de allí nos fuimos a otro sitio donde no había música y donde los compartimentos tenían paredes revestidas de material amortiguador de sonido, y donde no le molestaban a uno mientras pidiese alguna cosa aproximadamente cada hora. Hablamos y le enseñé las copias de las patentes.

Chuck examinó el prototipo del Castor Servicial.

—Bonito trabajo, Dan. Me siento orgulloso de ti, muchacho. Me gustaría tener tu autógrafo.

—Pero fíjate en éste. —Y le di los documentos de la patente de la máquina de diseñar.

—En cierto sentido éste es aún mejor. Dan ¿te das cuenta de que probablemente has tenido más influencia en el estado actual del arte de la que… bueno, de la que Edison tuvo en su época? Eso ya lo sabes, ¿verdad, muchacho?

—Déjalo correr, Chuck; eso es serio. —Señalé abruptamente e montón de fotóstatos—. Está bien. De modo que soy el autor d uno de ellos; pero no puedo serlo del otro. No lo hice yo… a menos de que me haya armado un completo lío sobre mi vida antes de que tomase el Sueño. A no ser que padezca amnesia.

—Has estado diciendo esto durante los últimos veinte minutos Pero no me parece que tengas ningún circuito abierto. No estás más loco de lo que es corriente en un ingeniero.

Di un puñetazo en la mesa haciendo bailar los vasos.

—¡Es preciso que lo sepa!

—Cálmate ¿Qué piensas hacer?

—¿Cómo? —Lo pensé—. Voy a pagar a un psiquiatra para que me lo extraiga.

Chuck suspiró:

—Ya me imaginaba que dirías eso. Mira, Dan; supongamos que pagas a ese mecánico del cerebro para que lo haga y que te dice que no hay nada que funcione mal, que tu memoria está bien, y que todas tus conexiones están en buen estado. ¿Entonces, qué?

—Es imposible.

—Eso es lo que dijeron a Colón. Ni siquiera has mencionado la explicación más probable.

—¿Cuál?

Sin responderme hizo una seña al camarero y le pidió que trajese la guía de teléfonos de todo el distrito. Yo dije:

—¿Qué ocurre? ¿Vas a pedir que me vengan a buscar con la vagoneta?

—Aún no. —Rebuscó por el enorme libro, se detuvo y dijo—: Dan, mira eso.

Miré. Tenía su dedo en los «Davis». Había columnas enteras de Davis. Pero allá donde tenía el dedo había una docena de «D. B. Davis», desde »Dabney» a «Duncan».

Había tres «Daniel B. Davis». Uno de ellos era yo.

—Eso es entre siete millones de personas —prosiguió diciendo—. ¿Quieres que probemos suerte entre doscientos cincuenta millones?

—Eso no prueba nada —dije débilmente.

—No —asintió—, no lo prueba. Desde luego estoy de acuerdo en que sería una coincidencia que dos ingenieros de talento semejante estuviesen trabajando sobre la misma cosa al mismo tiempo, y que diese la casualidad de que su nombre y sus iniciales fuesen los mismos. Por las leyes estadísticas podríamos calcular exactamente cuán improbable es que tal cosa ocurra. Pero las gentes se olvidan, especialmente las que deberían saberlo, como tú, de que mientras que las leyes estadísticas indican precisamente lo improbable que es que se presente determinada coincidencia, también indican con igual precisión que tales coincidencias se presentan en efecto. Me parece que aquí nos encontramos con una de ellas. Prefiero mucho más eso que la teoría de que mi compañero de cervezas ha descarrilado. No se encuentran con facilidad buenos compañeros de cervezas.

—¿Qué crees que debería hacer?

—Lo primero, no malgastar tu tiempo y tu dinero en un psiquiatra hasta que hayas intentado lo segundo. Lo segundo es averiguar el primer nombre de ese «Daniel B. Davis» que presentó esta patente. Debe haber alguna manera fácil de hacerlo. Lo más probable es que su primer nombre sea «Dexter» o quizá «Doroty». Pero no te alarmes si es «Daniel», porque el nombre de enmedio puede ser «Berzowski» y tener un número de seguridad social diferente del tuyo. Y lo tercero que hay que hacer, y que en realidad es lo primero, es olvidarlo por ahora y pedir otra ronda.

Así lo hicimos y hablamos de otras cosas, especialmente de mujeres. Chuck tenía una teoría de que las mujeres eran muy semejantes a las máquinas, pero por completo impredecibles lógicamente. Para probar su teoría dibujó con cerveza unos esquemas sobre la mesa.

Algo más tarde dije de repente:

—Si realmente existiese el viajar por el tiempo, yo ya sé lo que haría.

—¿Eh? ¿De qué estás hablando?

—Me refiero a mi problema. Mira, Chuck, llegué hasta aquí, llegué hasta «ahora», quiero decir, gracias a una especie de viaje por el tiempo primitivo. Pero la dificultad es que no puedo regresar. Todas las cosas que me preocupan sucedieron hace treinta años. Volvería y averiguaría la verdad… si existiese algo semejante al verdadero viaje por el tiempo.

Chuck se quedó mirándome:

—¡Pues sí que existe!

—¿Qué?

Se calmó instantáneamente:

—No debía haber dicho eso.

Respondí:

—Quizá no, pero ya lo has dicho. Y ahora valdrá más que me expliques lo que has querido decir antes de que te vacíe este vaso e la cabeza.

—Olvídate, Dan. Me escurrí.

—¡Habla!

—Eso es precisamente lo que no puedo hacer. —Miró en rededor. No había nadie cerca de nosotros—. Está clasificado.

—¿Clasificado, el viajar por el tiempo? Pero… ¿y por que?.

—¡Hombre! ¿Es que no has trabajado nunca para el Gobierno Si pudiesen clasificarían hasta el sexo. No es necesario que exista una razón; se trata de una política. Pero está clasificado, y yo estoy ligado por ello. De modo que déjalo correr.

—Mira… Deja de decir tonterías, Chuck; eso es muy importan para mí. Terriblemente importante —dije—. Me lo puedes decir mi. Yo tenía una categoría «Q». Y nunca me la suspendieron. L único que ocurre es que ya no estoy con el Gobierno.

—¿Qué es la categoría «Q»?

Se lo expliqué y acabó por asentir:

—Quieres decir, una situación «Alfa». Debes haber sido algo serio, muchacho; yo solamente llegué a ser «Beta».

—Entonces, ¿por qué no me lo puedes decir?

—¿Eh? Ya lo sabes. Prescindiendo de tu categoría, no esta calificado con la requerida «Necesidad de Saberlo».

—¡Cómo que no! «Necesidad de Saberlo» es precisamente lo que más tengo.

Pero no quería variar de criterio, hasta que dije, molesto.

—No creo que exista tal cosa. Creo que lo que te ocurrió fue que te tragaste un eructo.

Me miró solemnemente durante un momento, y luego dijo

—Danny.

—¿Eh?

—Te lo voy a decir. Pero recuerda tu categoría «Alfa» chico. Ti lo voy a decir porque no puede hacer ningún daño, y quiero que ti des cuenta de que no te serviría de nada en tu problema. Es e~ realidad viajar por el tiempo, pero no es práctico. No puede utilizarlo.

—¿Por qué no?

—Déjame hablar ¿quieres? Nunca acabaron de perfeccionarlo, no es ni tan sólo teóricamente posible que lo consigan nunca. No tiene ningún valor práctico, ni siquiera para investigación. Se trata sencillamente de un producto secundario de Gravicero, y es por eso que lo clasificaron.

—Pero, ¡diablos!, la Gravicero está desclasificada…

—¿Y eso qué tiene que ver? Si lo otro fuese comercial, quizá sí que lo soltasen. Pero cállate.

Me temo que no me callé, pero valdrá más que esto lo cuente como si efectivamente me hubiese callado. Durante el último año de Chuck en la Universidad de Colorado, es decir, de Boulder, había ganado dinero suplementario como ayudante de laboratorio. Tenían un gran laboratorio criogénico y al principio había trabajado allí. Pero la universidad disfrutaba de un suculento contrato de defensa relacionado con la teoría de Edimburgo sobre el campo, y habían construido un gran laboratorio nuevo de física en las montañas de los alrededores de la ciudad. A Chuck lo destinaron allí, bajo el profesor Twitchell, el doctor Hubert Twitchell, al que poco le faltó para obtener el Premio Nobel, y que se lo tomó tan mal.

Twitchell pensó que si polarizaba alrededor de otro eje podría invertir el campo gravitatorio en lugar de solamente nivelarlo, pero no ocurrió nada. Luego conectó lo que había hecho en dirección inversa, hacia el contador, y se quedó asombrado de los resultados. Naturalmente, nunca me los enseñó. Puso dos dólares de plata en la jaula de ensayos, todavía usaban dinero sólido por allí en aquellos tiempos, después de hacérmelos marcar. Oprimió el botón del solenoide, y desaparecieron.

—Pues bien, eso no es gran cosa —prosiguió Chuck—. Lo que debía haber hecho entonces era hacerlos volver a aparecer bajo la nariz de uno de los niños que se prestan a subir al escenario. Pero él pareció satisfecho con el resultado, y yo también lo estuve; me pagaban por horas.

»Una semana después desapareció una de aquellas ruedas de carro. Solamente una. Pero antes, una tarde, mientras estaba limpiando el laboratorio después de que él se hubiese ido a su casa, apareció un conejo de indias en la jaula. No pertenecía al laboratorio de biología. Contaron los suyos y vieron que no les faltaba ninguno, si bien siempre es difícil asegurarlo cuando se trata de conejos de indias, de modo que me lo llevé a casa y me lo quedé.

»Después de aquel dólar de plata solitario volvió, Twitchell se puso tan frenético que dejó de afeitarse. La vez siguiente utilizó dos conejos de indias del laboratorio de biología. Uno de ellos me pareció un antiguo conocido, pero no lo vi mucho rato, porque el profesor oprimió el botón y los dos desaparecieron.

»Cuando uno de ellos volvió al cabo de diez días, el que no se parecía al mío, Twitchell tuvo la seguridad de que había dado en el clavo. Entonces vino el Comandante en jefe Presidente del departamento de defensa, un coronel del tipo de los de butaca, que a su vi había sido profesor de botánica. Un tipo muy militar… a Twitchel no le gustaba nada. El coronel me hizo jurar el secreto más absoluto, mucho más solemne que el juramento correspondiente a nuestra «categoría». Parecía creer que había encontrado lo más sensacional en logística militar desde que Cesar inventó el papel carbónico. Su idea era que sería posible enviar divisiones hacia delante hacia atrás a una batalla que ya estuviese perdida, o a punto perderla, y ganarla. El enemigo nunca se daría cuenta de qué era que había ocurrido. Estaba completamente loco, como es natural, y no consiguió nunca la estrella que perseguía. Pero la clasificación de «Críticamente Secreto» que te dio ha quedado desde entonces, subsiste, según creo, hasta la fecha. Nunca he leído nada sobre ello.

—Quizá tenga alguna utilidad militar —argúí—, me parece, fuese posible disponer la manera de llevar una división de soldados cada vez. No; espera un momento. Ya veo la objeción; se necesitarían dos divisiones, una para ir hacia delante, y la otra para ir hacia atrás. Se perdería por completo una división… Me imagino que sería más práctico tener una división en el lugar y al tiempo oportuno desde un principio.

—Tienes razón, pero tus argumentos son erróneos. No es necesario utilizar dos divisiones, ni dos conejos de indias, ni dos cosas nada. Lo único que tienes que hacer es equilibrar las masas. Podría utilizar una división y un montón de piedras que pesase lo mismo Es una cuestión de acción y reacción, corolario de la Tercera Ley c Newton. —Y comenzó de nuevo a dibujar con las chorreaduras de cerveza—. MV igual a mv… la fórmula básica de las naves cohete La fórmula análoga para el viaje por el tiempo es MT igual a mt.

—Sigo sin ver la objeción. Las piedras son baratas.

—Usa la cabeza, Danny. En el caso de una nave cohete es posible apuntarla. ¿Pero en qué dirección está la semana pasada? Apunta hacia allá… inténtalo. No tienes ni la más remota idea de cuál de las masas va hacia delante y cuál hacia atrás. No hay manera d orientar los dispositivos.

Me callé. Hubiese sido algo embarazoso para un general esperar una división de tropas de choque de refresco y no recibir sino un cargamento de gravilla. No es sorprendente que el viejo profesor no llegase a general de brigada. Pero Chuck seguía hablando:

—Se tratan las dos masas como si fuesen las placas de un condensador, llevándolas al mismo potencial temporal. Luego se la descarga según una curva amortiguadora que es efectivamente vertical. ¡Y ya está! Una de ellas se dirige hacia la mitad del año que viene, mientras que la otra es historia. Pero nunca sabes cuál de las dos será. Pero eso no es lo peor; lo peor es que no puedes volver.

—¿Eh? ¿Quién quiere volver?

—Bueno, ¿y de qué sirve como investigación si no puedes regresar? En cualquier dirección que vayas, no te sirve de nada, y no hay manera de que vuelvas a entrar en contacto con el punto de partida. No hay equipos… y créeme que se necesitan equipos y potencia. Utilizamos la potencia de los reactores de Arco. Y es caro… eso es otro inconveniente.

—Sería posible regresar —observé— por medio del sueño frío.

—¿Eh? Si es que ibas hacia el pasado. Pero a lo mejor ibas en la otra dirección; nunca se sabe. Si es que solamente ibas muy poco hacia el pasado, de modo que allá conociesen el sueño frío… no a un tiempo anterior a la guerra. Pero ¿para qué serviría eso? Si quieres saber algo sobre 1980, por ejemplo, se lo preguntas a alguien, o lo buscas en los periódicos. Ahora bien, si hubiese alguna manera de fotografiar la Crucifixión… pero no la hay. No es posible. No solamente no podrías volver, sino que no hay bastante potencia en el Globo. También interviene una ley según la inversa del cuadrado.

—No obstante, no faltaría quién lo intentase sólo por diversión. ¿Lo probó alguien?

Chuck volvió a mirar en derredor:

—Ya he hablado demasiado.

—Un poco más no hará ningún daño.

—Creo que tres personas lo probaron. Uno de ellos era un instructor. Yo estaba en el laboratorio cuando entraron Twitchell y aquel pájaro, Leo Vincent; Twitchell me dijo que podía irme a casa. Pero me quedé fuera. Al cabo de un rato Twitchell salió pero Vincent no. Que yo sepa, aún está allá. Desde luego, después de aquello no volvió a enseñar en Boulder.

—¿Y los Otros dos?

—Estudiantes. Entraron los tres, pero solamente Twitchell salió. Pero uno de ellos estaba en clase al día siguiente, mientras el otro estuvo ausente una semana. Calcúlalo tú mismo.

—¿No te sentiste tentado nunca?

—¿Yo? ¿Es que tengo cara de tonto? Twitchell sugirió casi que era mi deber, en interés de la ciencia, prestarse como voluntario. Le dije que no, que buenas… pero en cambio me complacería en apretar el interruptor en su lugar. Pero no aceptó mi oferta.

—Yo me arriesgaría. Podría indagar lo que me está preocupando… y luego volver por medio del sueño frío. Valdría la pena.

Chuck suspiró profundamente:

—No más cerveza para ti, amigo mío; estás borracho. No me has estado escuchando. Primero —y comenzó a hacer marcas sobre la mesa—, no tienes manera de saber que irías hacia atrás; lo mismo podría suceder que fueses hacia delante.

—Me arriesgaría. Me gusta ahora mucho más de lo que me gustaba antes; quizá me gustaría más aún dentro de treinta años.

—Bueno. Pues entonces vuelve a tomar el Sueño Frío; es más seguro. O bien quédate tranquilamente sentado y espera a que llegue, que es lo que voy a hacer yo. Segundo: incluso si fueses hacia atrás podrías equivocarte y fallar 1970 por un margen considerable. Por lo que sé, Twitchell no hacia sino disparar al azar; no creo que aquello estuviese calibrado. Aunque, naturalmente, yo no era sino el lacayo. Tercero: aquel laboratorio estaba en un bosque de pinos y fue construido en 1980. Supongamos que sales diez años antes de que se construyese y que apareces en medio de un pino amarillo… Sería una buena explosión, ¿verdad? Algo así como una bomba de cobalto… Lo único es que tú no te enterarías.

—Pero… la verdad es que no veo por qué tendrías que aparecer en ningún lugar cercano al laboratorio. ¿Por qué no en el lugar del espacio externo correspondiente adonde el laboratorio estaba…? Quiero decir ¿dónde se encontraba cuando…? Mejor dicho…

—No quieres decir nada. Sigues en la línea universal en que estabas. No te preocupes por las matemáticas; recuerda solamente lo que hizo en la práctica el conejo de indias. Pero si volvieses antes de la construcción del laboratorio, quizá sí que acabases en la copa de un pino. Cuarto; ¿cómo podrías regresar al ahora, incluso con el sueño frío, incluso si fueses en la dirección adecuada, si llegases en el momento exacto y lo sobrevivieses todo?

—¿Cómo? Si lo hice una vez, bien podré hacerlo dos.

—Sin duda. Pero, ¿qué te propones utilizar como dinero?

Abrí la boca y volví a cerrarla. Aquello si que me hizo sentir tonto. Antes había tenido el dinero necesario, pero ahora no lo tenía. Incluso lo que había ahorrado (que no era ni con mucho suficiente) no lo podía llevar conmigo; la verdad es que aunque robase un banco (arte del cual no sabía nada) y me llevase conmigo un millón de la mejor calidad, no lo podría gastar en 1970. Lo único que conseguiría seria acabar en la cárcel por tratar de pasar moneda falsa. Habían incluso cambiado la forma, por no citar los números de las series, las fechas, los colores y los dibujos.

—Quizá tendré que ahorrarlo.

—Buen chico. Y mientras lo estás ahorrando, probablemente acabarías aquí y ahora otra vez, sin poner nada por tu parte… pero al menos con tu cabello y todos tus dientes.

—Bueno, bueno. Pero volvamos a nuestro último punto. ¿Ocurrió alguna vez una explosión en aquel lugar donde estaba el laboratorio?

—No; creo que no.

—Pues entonces no acabaría en la copa de un pino… porque no fue así. ¿Me entiendes?

—Desde luego; voy muy por delante de ti. Es Otra vez la vieja paradoja del tiempo, pero no me convence. He pensado mucho sobre la teoría del tiempo, probablemente más que tú. No hubo ninguna explosión, y tú no vas a acabar en la copa de un pino, por la sencilla razón de que no vas a dar el salto. ¿Me entiendes?

—Pero supongamos que si que lo doy…

—No lo darás. Y la razón es mi quinto punto. Es definitivo, de manera que escúchame bien. No estás a punto de dar ningún salto de esa especie porque todo ello está clasificado, y no puedes hacerlo. No te lo permitirán. De modo que, olvidémoslo, Danny. Ha sido una velada intelectual muy interesante, y sin duda los del FBI estarán buscándome mañana por la mañana. Bebámonos otra ronda, y si el lunes por la mañana todavía estoy fuera de la cárcel llamaré al ingeniero jefe de Aladino y le preguntaré el nombre propio de aquel otro «D. B. Davis», y quién es o quién era. Quizás incluso esté trabajando allí, y de ser así, nos iremos a almorzar juntos y hablaremos de nuestras cosas. Tengo ganas de que conozcas a Springer, el jefe de Aladino; es buen muchacho. Y olvídate de esta tontería del viaje por el tiempo; nunca conseguirán allanar todas las dificultades. Nunca debí haberlo mencionado… y si alguna vez dices que te he hablado de ello, te miraré a la cara y te llamaré embustero. Quizás algún día vuelva a necesitar mi categoría clasificada.

Nos bebimos otra cerveza. Cuando llegué a casa, y después de ducharme y de eliminar de mi sistema parte de la cerveza, me di cuenta de que tenía razón. Viajar por el tiempo no era más solución de mis dificultades que el cortarse la cabeza para curarse una jaqueca. Y más importante aún, Chuck averiguaría por el señor Springer lo que yo deseaba saber, sencillamente, frente a unas costillas y una ensalada, sin esfuerzo, gasto ni riesgo. Y el año en que estaba viviendo me gustaba.

Al meterme en la cama extendí la mano y cogí el montón de diarios de la semana. Ahora que era un ciudadano substancial, el Times me llegaba cada mañana por tubo. No lo leía mucho, porque cuando tenía la cabeza saturada de algún problema de ingeniería, que era lo que acostumbraba a suceder, las necesidades diarias que uno encontraba en las noticias no hacían sino perturbarme, bien aburriéndome o, peor aún, por ser lo bastante interesante, distrayéndome de mi propio trabajo.

No obstante, nunca tiraba un diario sin antes haber por lo menos echado una ojeada a los titulares y revisado las columnas de estadísticas vitales, esto último no por los nacimientos, muertes y matrimonios, sino sencillamente por las «salidas», gentes que salían del sueño frío. Tenía la intuición de que algún día vería el nombre de alguien a quien había conocido antes, y entonces le iría a saludar y ver si podía serle útil en algo. Claro está que las posibilidades eran escasas, pero continuaba haciéndolo y me producía una sensación de satisfacción.

Creo que de un modo subconsciente pensaba en todos los demás Durmientes como en «parientes» míos, algo así como cualquiera que haya hecho el servicio militar con uno es un compañero, por lo menos lo bastante para ofrecerle una bebida.

No había gran cosa en los diarios, excepto sobre la nave que aún faltaba entre aquí y Marte, y eso no era precisamente una noticia sino precisamente una triste falta de noticias. Tampoco encontré ningún antiguo amigo entre los Durmientes recientemente despertados. De modo que me acosté y esperé que se apagase la luz.

A eso de las tres de la madrugada me senté de repente, completamente despierto. Se encendió la luz, haciéndome parpadear. Acababa de tener un sueño muy extraño, no del todo una pesadilla, pero casi, el haber dejado de encontrar a la pequeña Ricky en las estadísticas vitales.

Sabía que no había sido así. Pero a pesar de ello cuando eché una ojeada y vi que aún estaba allí toda la pila de los diarios de la semana, me sentí aliviado.

Los volví a arrastrar hasta la cama y comencé a leer de nuevo las estadísticas vitales. Esta vez leí todas las categorías; nacimientos, muertes, matrimonios, divorcios, adopciones, cambios de nombre, depósitos y salidas, pues se me ocurrió que quizá mientras miraba la columna bajo el único encabezamiento en que estaba interesado, mi vista había captado el nombre de Ricky sin percibirlo conscientemente; a lo mejor Ricky se había casado o tenido un niño, o algo así.

Casi se me escapó lo que debió ser la causa de mi perturbador sueño. Estaba en el Times del 2 de mayo de 2001, entre las salidas del martes publicadas en el diario del miércoles: «Santuario de Riverside… F. V. Heinecke».

Heinecke era el nombre de la abuela de Ricky… lo sabia… estaba seguro de ello. No sabía cómo era que lo sabía. Pero tenía la sensación de que había estado metido en mi cabeza y de que no había salido a la superficie hasta que lo había vuelto a leer. Probablemente lo había visto o se lo había oído a Ricky o a Miles, o incluso era posible que hubiera conocido a la buena señora en Sandia. Sea como fuere, el caso era que al leer aquel nombre en el Times había encajado en una olvidada información almacenada en mi cerebro, y era entonces cuando lo había sabido.

Pero me faltaba aún probarlo. Tenía que asegurarme de que «F. V. Heinecke» quería decir realmente «Federica Virginia Heinecke».

Estaba temblando de excitación, ansia y miedo. A pesar de las nuevas costumbres ya bien establecidas, intenté cerrar mis ropas con cremallera en lugar de juntar los bordes, y me armé un lío al vestirme. Pero pocos minutos más tarde estaba ya en la entrada, donde se encontraba el teléfono, ya que en mi habitación no había aparato, pues de lo contrario lo hubiese utilizado; lo que tenía era sencillamente una extensión del teléfono de la casa. Y luego tuve que volver corriendo porque descubrí que me había olvidado mi tarjeta de crédito telefónico; la verdad es que estaba desatinado.

Cuando ya la tuve conmigo, temblaba de tal manera que apenas si pude meterla por la hendidura. Pero lo conseguí al fin y marqué «Servicio».

—¿Qué circuito desea?

—Ah… quiero el Santuario de Riverside. Está en el distrito de Riverside.

—Busco… tengo… circuito libre. Estamos llamando.

La pantalla se encendió al fin y un hombre me miró malhumorado.

—Se ha debido equivocar de línea. Aquí es el Santuario Riverside, y estamos cerrados por toda la noche.

Dije:

—No corte, por favor. Si es el Santuario Riverside, es precisamente lo que busco.

—Bueno, ¿qué desea a estas horas?

—Tienen ustedes ahí a un cliente, F. V. Heinecke, una salida reciente. Deseo saber…

El hombre meneó la cabeza.

—No damos información por teléfono acerca de nuestros clientes. Y desde luego en absoluto a medianoche. Valdrá más que llame después de las diez, o mejor aún que venga.

—Ya iré, ya iré. Pero quiero saber solamente una cosa. ¿Qué significan las iniciales F. V.?

—Ya le he dicho…

—¿Quiere hacer el favor de escucharme? No es que me esté entremetiendo; yo también soy un durmiente. De Sawtelle. He salido hace poco. De modo que ya conozco todo eso de la «relación confidencial» y lo que es correcto. Pero ustedes ya han publicado en el diario el nombre de este cliente. Usted y yo sabemos que los santuarios siempre dan a los diarios el nombre completo de los clientes depositados y salidos… pero los diarios los reducen a las iniciales para ahorrar espacio, ¿no es cierto?

Lo pensó un momento.

—Podría ser así.

—Entonces, ¿qué hay de malo en decirme qué significan las iniciales F. V.?

Todavía vaciló unos instantes.

—Supongo que ninguno, si eso es todo lo que desea. Es todo cuanto voy a decirle. Aguarde.

Salió de la pantalla, estuvo ausente un rato, que a mí me pareció una hora, y regresó con una tarjeta en la mano.

—Hay poca luz —dijo mirándola—. Francisca, no Federica. Federica Virginia.

Mis oídos zumbaron y casi me desmayé.

—¡Gracias a Dios!

—¿Se encuentra bien?

—Sí, gracias. Gracias, de todo corazón. Sí. Me encuentro bien.

—Bueno. Imagino que no hay nada malo en decirle otra cosa más. Quizá le ahorre un viaje. Ella ya se ha ido.

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