10

Incluso en el mismo instante en que pulsó el botón intenté gritarle para que no lo hiciese. Pero ya era demasiado tarde: estaba cayendo. Mi último pensamiento fue de terror; no quería hacerlo. Lo había echado todo a perder y había atormentado casi mortalmente a un pobre hombre que no me había hecho daño alguno; ni siquiera sabía en qué dirección iba. Y, peor aún, tampoco sabía si llegaría.

Sentí un golpe, pero no creí haber caído de más de un metro y medio, no estaba preparado para el golpe. Me sentí algo mareado y me hundí como un trapo.

—¿De dónde diablos ha salido usted? —oí que decían. Era un hombre de unos cuarenta años, calvo, pero delgado y con buena figura. Estaba de pie ante mi, con los puños apoyados en las caderas. Tenía un aire competente y astuto, y el aspecto de su cara no era desagradable, salvo que en aquel momento me estaba mirando con enojo.

Me senté en el suelo y descubrí que estaba sobre gravilla de granito y agujas de pino. Junto al hombre había una mujer: una mujer bonita, de aspecto agradable, algo más joven que él. Me miraba con los ojos muy abiertos, pero no decía nada.

—¿Dónde estoy? —pregunté tontamente.

Lo mismo podía haber preguntado: ¿Cuándo estoy?, pero eso hubiese parecido todavía más absurdo, y además no se me ocurrió Con sólo mirarles me di cuenta de cuándo no estaba. Tenía la seguridad de que no era en 1970. Ni tampoco seguía siendo 2001 en 2001 dejaban aquello para playas solamente. De manera que debía haberme desplazado en sentido opuesto…

Porque ninguno de los dos llevaba encima más que una lisa capa de bronceado. Ni siquiera Juntafuerte. Pero parecía que les bastaba. Desde luego no se sentían embarazados por ello.

—Vamos por partes —objetó—. Le he preguntado cómo llegó hasta aquí. Y en todo caso ¿qué está usted haciendo aquí? Esto ~ propiedad particular; ha infringido usted los límites. ¿Y qué hace usted en este disfraz de Carnaval?

No me pareció que mis ropas estuviesen nada mal, especialmente en vista de la manera en que ellos estaban vestidos. Pero no respondí. Otros tiempos, otras costumbres. Me di cuenta de que iba a tener dificultades.

La mujer tocó al hombre del brazo:

—No, John —dijo con gentileza—. Me parece que está herido. El hombre la miró, luego se volvió hacia mi:

—¿Está usted herido?

Intenté levantarme y lo conseguí.

—No creo. Unos rasguños quizás. Ah, ¿qué día es hoy?

—¿Cómo?… Pues es el primer domingo de mayo. Creo que es el tres de mayo. ¿Es cierto Jenny?

—Si, cariño.

—Mire —dije apresuradamente—. He recibido un terrible golpe en la cabeza. Estoy confuso. ¿Qué fecha es? La fecha completa.

—¿Qué?

Debía haberme callado hasta que lo hubiese podido averiguar por medio de algo así como un calendario o un diario. Pero necesitaba saberlo en seguida. No podía esperar.

—¿Qué año?

—Pues sí que te han dado, amigo. Estamos en 1970.

Me di cuenta de que estaba nuevamente mirando mis ropas. Mi alivio fue mayor de lo que podía soportar. Lo había conseguido. ¡Lo había conseguido! No era demasiado tarde.

—Gracias —dije —. Muchísimas gracias.

Parecía como si aquel hombre aún siguiese teniendo ganas de llamar a las reservas, de modo que añadí nerviosamente:

—Padezco de ataques repentinos de amnesia. Una vez perdí… cinco años completos.

—Me imagino que eso debería ser muy desagradable —dijo lentamente—. ¿Se siente usted lo bastante bien para responder a mis preguntas?

—No le acoses, cariño —dijo la mujer con suavidad—. Parece una buena persona. Creo que sencillamente se ha equivocado.

—Ya lo veremos. ¿Bueno?

—Me encuentro bien ahora… Pero por un momento me sentí bastante confuso.

—Está bien. ¿Cómo llegó hasta aquí? ¿Y por qué va usted vestido de esta manera?

—Si quiere que le diga la verdad, no estoy seguro de cómo llegué hasta aquí. Y desde luego no sé dónde estoy. Estos ataques me dan de repente. Y en cuanto a la manera de ir vestido… me figuro que podría usted llamarlo una excentricidad personal. Algo así como la manera en que usted precisamente va vestido… o no vestido.

Se miró a si mismo y sonrío.

—¡Ah, sí! Me doy perfecta cuenta de que la manera en que mi mujer y yo vamos vestidos… o no vestidos… debería ser explicada, si las circunstancias fueran diferentes. Pero preferimos que sean los que nos invaden los que se expliquen. La verdad es que usted no encaja aquí; ni vestido de esa manera ni de ninguna otra. En cambio, nosotros sí encajamos tal como vamos. Estos terrenos pertenecen al Club Solar de Denver.

John y Jenny Sutton pertenecían a esas gentes sofisticadas que no se escandalizan por nada, capaces de invitar a un terremoto a tomar el té.

Era evidente que a John no le satisfacían mis turbias explicaciones y que quería volver a interrogarme, pero Jenny se lo impidió. Me aferré a mi historia de los «ataques de mareo» y dije que lo último que recordaba era ayer por la tarde, y que había estado en Denver, en el New Brown Palace. Por fin dijo:

—Bueno, pues es bastante interesante, hasta apasionante, y me figuro que alguien que vaya a Boulder podrá dejarle allí, y podía tomar un autobús hasta Denver. —Me volvió a mirar—. Pero si le llevo conmigo a la caseta del club, la gente sentirá mucha, muchísima curiosidad.

Me miré. Me había sentido vagamente incómodo por el hecho de que yo iba vestido y ellos no; quiero decir que me parecía que era yo quien estaba en falta y no ellos.

—John… ¿Sería más sencillo si yo también me quitara la ropa?.

La idea no me turbaba; nunca había estado en uno de aquello campamentos de nudistas; no veía su objeto. Pero Chuck y yo habíamos pasado un par de fines de semana en Santa Bárbara y uno en Laguna Beach, y en las playas lo único que verdaderamente queda bien es la piel.

—Desde luego —asintió John.

—Cariño —dijo Jenny —, podría ser nuestro invitado.

—Pues… sí. Mira, querida, lo mejor que puedes hacer es volver a la caseta. Mézclate con la gente y procura que se enteren de que estamos esperando a un invitado de… ¿De dónde será, Dan

—Pues… de California; Los Ángeles. La verdad es que soy de allí

Casi dije «Gran Los Ángeles», y me di cuenta de que tendría que ir con cuidado con lo que decía. El «cine» ya no era los «táctiles»

—De Los Angeles. Eso y «Danny» es todo lo que hace falta; no utilizamos los apellidos, a menos de que se ofrezcan. De modo que amor mío, hazlo correr, como si fuera algo que ya sabía todo e mundo. Y dentro de media hora nos vas a buscar a la entrada. Pero en lugar de ir allí vienes aquí. Y tráeme mi maletín.

—¿Para qué el maletín, querido?

—Para esconder este disfraz. Es demasiado llamativo, incluso para alguien tan excéntrico como Danny dice que es.

Me levanté y me fui en seguida detrás de unos arbustos a desnudarme, puesto que una vez que se hubiese ido Jenny no hubiese tenido ya razón para sentir el pudor del vestido. Me era necesario hacerlo; no podía desnudarme y mostrar que llevaba veinte mil dólares en oro, al precio estándar de 1970 (sesenta dólares por onza) arrollados alrededor de mi cintura. No tardé mucho, pues con aquel oro me había hecho un cinturón, el lugar de un sencillo aro, y la primera vez que tuve dificultades con éste fue al sacármelo y ponérmelo para bañarme.

Cuando me hube quitado mis ropas envolví en ellas el oro e hice lo posible por pretender que todo aquello pesaba solamente lo que deberían haber pesado las ropas. John Sutton echó una ojeada al paquete, pero no dijo nada. Me ofreció un cigarrillo; los llevaba sujetos al tobillo. Eran una marca que ya creía que no iba a ver nunca más.

Lo agité, pero no se encendió. Luego dejé que me lo encendiese.

—Y ahora —dijo reposadamente—, que estamos solos, ¿hay algo que quieras decirme? Si tengo que responder por ti en el club, tengo que tener la seguridad, por lo menos, de que no crearás dificultades.

—John, no voy a crear dificultades. Es lo último que deseo.

—Hum… probablemente. Así pues, ¿solamente «ataques de mareo»?

Lo pensé. Era una situación imposible. Aquel hombre tenía derecho a saberlo. Pero era evidente que no creería la verdad… por lo menos, yo en su lugar no la hubiese creído. Pero sería peor si me creía; se armaría precisamente el jaleo que yo quería evitar. Me imagino que si hubiese sido un verdadero, honrado y legítimo viajero del tiempo, ocupado en investigación científica, hubiese buscado la publicidad, proporcionando pruebas indiscutibles, e invitando a los científicos a que efectuasen ensayos.

Pero no lo era; era un ciudadano particular y algo turbio, ocupado en un asunto sobre el cual no quería llamar la atención. No hacía sino buscar mi Puerta al Verano lo más discretamente posible.

—John… si te lo dijese no lo creerías.

—Hum… quizá. Pero en fin, vi caer a un hombre del espacio vacío… a pesar de lo cual no dio con suficiente fuerza en el suelo como para hacerse daño. Lleva unas ropas extrañas. Parece no saber dónde está, ni qué día es. Danny, he leído a Charles Fort, lo mismo que la mayoría de las personas. Pero nunca había esperado encontrarme con un caso. Y ahora que me lo he encontrado espero que la explicación sea tan sencilla como la de un juego de manos. ¿Así pues?

—John, algo que dijiste antes, la manera en que expresaste una cosa, me hace pensar que eres abogado.

—Sí, lo soy. ¿Por qué?

—¿Puedo hacerte una comunicación privada?

—Hum… ¿es que pides que te acepte como cliente?

—Si es que quieres expresarlo así, pues si. Es probable que necesite consejo.

—Venga, pues. Privado.

—De acuerdo. Vengo del futuro. Viajé por el tiempo.

No dijo nada durante unos instantes. Estábamos echados al sol. Yo lo hacía para mantenerme caliente; en mayo, Colorado es soleado pero fresco. John Sutton parecía estar acostumbrado, y no hacía sino pasar el rato, mordiendo una aguja de pino.

—Tienes razón —respondió—. No lo creo. Dejémoslo en lo de «ataques de mareo».

—Ya te dije que no lo creerías.

Suspiró:

—Digamos que no quiero creerlo. No quiero creer en fantasmas ni en la reencarnación y en nada de toda esa magia ESP. Me gustan las cosas sencillas que puedo comprender. Me parece que a la mayoría de la gente le ocurre lo mismo. De modo que mi primer consejo es que lo sigas considerando una comunicación privada. ~ lo hagas correr.

—Eso es lo que me conviene.

Dio la vuelta.

—Pero me parece que seria una buena idea quemar esas ropas Ya encontraré algo que te puedas poner. ¿Arderán?

—Pues no muy fácilmente. Se fundirán.

—Valdrá más que te vuelvas a poner los zapatos. Aquí acostumbramos a llevarlos, y ésos servirán. Si alguien te hace pregunta sobre ellos, di que han sido hechos a medida y que son ortopédicos

—Es precisamente lo que son.

—Está bien. —Empezó a desenvolver mis ropas antes de que pudiese detenerle—. ¡Qué diablos!

Era demasiado tarde, de manera que dejé que lo destapase

—Danny —dijo con voz extraña—, ¿es lo que parece?

—¿Qué es lo que parece?

—Oro.

—Sí.

—¿De dónde lo sacaste?

—Lo compré.

Lo tocó, probó la suavidad de aquella sustancia, sensual como la masilla, y lo sopesó.

—¡Diablos, Danny!… Escúchame con atención. Voy a hacerte una pregunta, y ten muchísimo cuidado en la manera de contestar la. Porque a mí no me sirve un cliente que no me diga la verdad Lo dejo. Y no me hago cómplice de un crimen. ¿Adquiriste legal mente esta sustancia?

—Si.

—¿Acaso no has oído hablar de la Ley de Reserva del Oro de 1968?

—He oído hablar de ella. Lo he adquirido legalmente, y tengo IE intención de venderlo a la Casa de la Moneda en Denver, a cambio de dólares.

—¿Acaso tienes licencia de joyero?

—No, John. Sencillamente, he dicho la verdad, tanto si me crees

como si no. Allá de donde vengo lo compré en la tienda, tan legalmente como lo es respirar. Ahora quiero convertirlo en dólares, en cuanto me sea posible. Sé que conservarlo es contrario a la ley. ¿Qué pueden hacerme silo pongo sobre el mostrador de la Casa de la Moneda y les digo que lo pesen?

—Nada, a la larga…, si te aferras a lo de los «ataques de mareo». Pero entre tanto te pueden molestar de lo lindo. —Lo miró—. Será mejor que lo ensucies un poco.

—¿Enterrarlo?

—No hace falta ir tan lejos. Pero, si lo que me dices es cierto, encontraste este oro en las montañas; es allí donde los mineros acostumbran a encontrar oro…

—Bueno… como tú digas. No me importan algunas mentiras inocentes, puesto que en todo caso me pertenece legítimamente.

—Pero, ¿es que es una mentira? ¿en qué fecha viste por primera vez este oro? ¿Cuándo entró en tu posesión por vez primera?

Intenté pensarlo. Fue el mismo día que salí de Yuma, o sea, un día de mayo de 2001. Hacía unas dos semanas…

—Pues, ya que lo preguntas así, John… La fecha en que vi por vez primera este oro fue… hoy, tres de mayo de 1970.

Asintió con la cabeza.

—De modo que lo encontraste en las montañas…

Como los Suttons se quedaban hasta el lunes por la mañana, yo también me quedé. Los demás miembros del club eran corteses, pero notablemente discretos en lo que respecta a los asuntos personales de uno, mucho más que ningún otro grupo en el que yo hubiese estado antes. Desde entonces me he enterado de que eso es costumbre corriente de los clubs de piel, pero entonces hizo que me pareciesen las gentes más discretas y más corteses que nunca haya conocido.

John y Jenny tenían su propia cabina, y yo dormí en una litera en el dormitorio de la caseta del club. Hacía un fresco excesivo. A la mañana siguiente, John me dio una camisa y un par de pantalones azules. Envolvimos mis propias ropas alrededor del oro y las pusimos dentro de una bolsa en la caja de su coche, que era un Jaguar Imperator, lo cual era suficiente para indicar que no se trataba de un insignificante abogado. Yo ya me había dado cuenta de eso por sus modales.

Me quedé con ellos por la noche, y el martes ya tenía algo de dinero. Nunca volví a ver aquel oro, pero en el curso de las siguientes semanas John me entregó su valor exacto como lingote en 1' Casa de la Moneda, menos la comisión corriente de los comprado res de oro autorizados. Sé que no se entendió directamente con I¡Casa de la Moneda, pues siempre me entregaba talones de lo compradores de oro. Nunca dedujo nada por sus servicios, ni ~ prestó a darme detalles.

No me importaba. En cuanto volví a tener dinero comencé actuar. Aquel primer martes, 5 de mayo de 1970, Jenny me acompañó, y alquilé un pequeño ático en el viejo distrito comercial. L amueblé con una mesa de dibujo, otra de trabajo, una litera di ejército y bien poca cosa más; ya tenía 120, 240, gas, agua corriente y un retrete que se atrancaba con facilidad. No necesitaba más, tenía que vigilar cada uno de mis céntimos.

Tener que dibujar por medio del viejo método del compás y d la T resultaba aburrido y lento, y no tenía ni un minuto que perder de manera que construí a Dan Dibujante antes de volver a montar a Frank Flexible. Con la diferencia de que esta vez Frank Flexíble se convirtió en Pet Proteico, el autómata para todo uso, conectado de tal manera que podría hacer casi todo lo que un hombre puede hacer, siempre y cuando se instruyese adecuadamente a sus tubo Thorsen. Sabía que Pet Proteico no quedaría así, sino que en sus descendientes se desarrollarían una multitud de dispositivos especializados, pero quería establecer mis derechos de la manera más amplia posible.

Para las patentes no se necesitan modelos que funcionen, sino sencillamente dibujos y descripciones. Pero yo necesitaba buenos modelos, modelos que funcionasen perfectamente y que cualquiera pudiese maniobrar, puesto que esos modelos tendrían que venderse a si mismos, demostrar lo prácticos que eran y que habían sido diseñados con una economía tan evidente en su eventual producción en ingeniería, que no solamente funcionaban, sino que representarían una buena inversión; la oficina de patentes está atiborrada de cosas que funcionan, pero que carecen de valor comercial.

El trabajo avanzaba lenta y rápidamente al mismo tiempo: rápidamente porque sabía con exactitud lo que hacía, y lentamente porque carecía de taller adecuado y de ayuda. Por fin, y con gran pesar, eché mano de mi preciosa reserva en efectivo para alquilar algunas herramientas, y a partir de entonces las cosas fueron mejor. Trabajaba desde el desayuno hasta quedar agotado, siete días por semana, salvo por cosa así como un fin de semana por mes con John y Jenny en el club del trasero-al-aire cercano a Boulder. A principios de septiembre tenía ya los dos modelos en funcionamiento satisfactorio y estaba a punto de comenzar con los dibujos y las descripciones. Diseñé, y encargué la fabricación de bonitas placas de cobertura para ambos, e hice que me cromasen las partes externas movibles; ésos fueron los únicos trabajos que di a hacer fuera y me dolió gastar el dinero, pero me pareció necesario. Desde luego, había utilizado en todo lo posible los componentes estándar que podían conseguirse; de otro modo no hubiese podido construir los modelos, ni hubiesen sido comerciales al ser terminados. Pero no me gustaba gastarme el dinero en embelecamientos hechos por encargo.

No tuve tiempo de salir, y fue mejor así. Una vez, cuando estaba comprando un servomotor, me encontré con un tipo a quien había conocido en California. Me habló, y le contesté antes de haberlo pensado.

—¡Hola, Dan! ¡Danny Davis! ¡Qué casualidad encontrarte aquí! Creía que estabas en Mojave.

Nos dimos la mano.

—Es solamente un breve viaje de negocios. Vuelvo dentro de pocos días.

—Yo vuelvo esta tarde. Llamaré a Miles y le diré que te he visto.

Puse cara de preocupado, y la verdad es que lo estaba.

—Por favor, no hagas eso.

—¿Por qué no? ¿Es que Miles y tú no sois ya aquellos amigos entrañables de siempre?

—Pues… mira, Mort, Miles no sabe que estoy aquí. Debería estar en Alburquerque en asuntos de la Compañía. Pero en vez de ir allí me vine aquí en avión para un asunto estrictamente personal. ¿Comprendes? No tiene nada que ver con la Compañía. Y no tengo ganas de discutirlo con Miles.

Puso cara de enterado.

—¿Cosa de mujeres?

—Pues… sí.

—¿Casada?

—Algo así.

Me dio un codazo en las costillas y guiñó el ojo.

—Comprendo. El viejo Miles es un puritano, ¿verdad? bueno, esta vez te haré de pantalla, y otra vez lo podrás hacer tú por mi. ¿Está buena?

Lo que sí estaría bueno seria darte en la cabeza, asqueroso sinvergüenza… Mort era uno de esos vendedores a comisión que se pasan más tiempo intentando seducir camareras que cuidándose de sus clientes, y, además, los géneros que llevaba eran siempre de la peor especie.

Pero le invité a una copa y le llené los oídos de fantástica¡historias sobre la «mujer casada» que había inventado, mientras ¿1 se jactaba de una serie de proezas sin duda igualmente ficticias, Luego me lo quité de delante.

En otra ocasión intenté invitar a una copa al doctor Twitchefl1 pero fracasé.

Me había sentado junto a él en el mostrador del restaurante de un drugstore en la calle Champa, cuando vi su cara reflejada en el espejo. Mi primer impulso fue meterme debajo del mostrador a esconderme.

Pero luego me vi a mí mismo en el espejo y me di cuenta de que1 de entre todas las personas que vivían en 1970, él era de quien menos tenía que preocuparme. No podía suceder nada malo, por. que nada había… quiero decir «nada habría». No… Por fin desistí de ponerlo en palabras, y me di cuenta de que si el viajar por e tiempo llegaba a extenderse, a la gramática inglesa tendría que añadirse toda una serie de nuevos tiempos para describir situaciones reflexivas conjugaciones que harían que los tiempos literarios franceses y los tiempos latinos pareciesen sencillos.

Pero de todos modos, pasado o futuro, o lo que fuese, Twitcheli no tenía por qué preocuparme ahora. Podía estar tranquilo.

Estudié su cara en el espejo, preguntándome si sería solamente un parecido casual. Pero no lo era. Twitchell no tenía una cara tan corriente como la mía; sus rasgos eran severos, confiados, algo arrogantes y elegantes, y se hubiesen encontrado en Zeus como en su casa. Solamente recordaba aquella cara en ruinas, pero no habla duda; me retorcí por dentro cuando pensé en el viejo y en lo m~ que le había tratado. Me preguntaba cómo le podría compensar

Twitchell se dio cuenta de que le estaba mirando.

—¿Ocurre algo?

—No… Ah, usted es el doctor Twitchell, ¿verdad? ¿De la Universidad?

—Sí, Universidad de Denver. ¿Nos conocemos?

Por poco hago una plancha, pues me había olvidado de que aquel año enseñaba en la Universidad de la ciudad. Recordar en dos direcciones es difícil.

—No, doctor, pero le he oído en alguna de sus conferencias. Podría decir que soy uno de sus admiradores.

Su boca se curvó en una media sonrisa, que no acabó de formarse. Por aquello, y por otros detalles me di cuenta de que no había adquirido aún el voraz deseo de ser adulado; a aquella edad estaba seguro de si mismo y solamente necesitaba su propia aprobación.

—¿Está usted seguro de que no me ha confundido?

—Oh, no…, usted es el doctor Hubert Twitchell. … el gran físico.

—Digamos sencillamente que soy un físico. O que procuro serlo —dijo desmañadamente.

Charlamos durante un rato, e intenté quedarme con él cuando hubo acabado su bocadillo. Le dije que seria para mí un honor si me permitía que le invitase a una copa. Pero él meneó la cabeza:

—Apenas bebo, y desde luego nunca después que ha anochecido. De todos modos, muchas gracias. Me he alegrado de conocerle. Si va usted por la Universidad, venga a verme algún día al laboratorio.

Le dije que lo haría.

Pero no cometí muchos errores en 1970 (la segunda vez que llegué allí) porque lo comprendía, y, además, la mayor parte de los que podrían haberme reconocido estaban en California. Tomé la resolución de que si me encontraba con alguna otra cara conocida haría ver que no sabía quiénes eran, y pasaría de largo; no me arriesgaría.

Pero hay cosas de poca importancia que también pueden ocasionar dificultades. Como aquella vez en que me enredé con un cierre cremallera, sencillamente porque me había acostumbrado a los cierres Juntafuerte, tanto más cómodos y seguros. Había otras muchas cosas por el estilo que eché mucho de menos después de haberme acostumbrado en solamente seis meses a aceptarlas como cosa natural. Y afeitarme… ¡tener que volver a afeitarse! Una vez incluso me resfrié. Aquel horrendo espectro del pasado se debió a haberme olvidado de que las ropas pueden llegar a empaparse bajo la lluvia. Me hubiese gustado que esos preciosos estetas que se ríen del progreso y que hablan de la superior belleza del pasado pudiesen haber estado conmigo: platos que dejan que la comida se enfríe, camisas que hay que lavar en la colada, espejos de los cuartos de baño que se empañan con el vapor, precisamente cuando se necesitan, narices que gotean, suciedad por el suelo y suciedad en los pulmones; me había acostumbrado a una vida mejor y 1970 fue una sucesión de pequeñas frustraciones hasta que volví a adaptarme.

Pero un perro se acostumbra a sus pulgas, y lo mismo me ocurrió a mi. Denver en 1970 era un lugar muy extraño, con un delicioso sabor pasado de moda; llegó a gustarme mucho. No era nada parecido al estilizado laberinto que el Nuevo Plan había sido (o seria) cuando había llegado (o llegaría) desde Yuma; tenía todavía menos de dos millones de habitantes, había aún autobuses y otros vehículos por las calles, todavía había calles; no me fue difícil encontrar la Avenida Colfax.

Denver estaba todavía acostumbrándose a ser la sede del gobierno nacional, y el papel no le acababa de satisfacer, lo mismo que un muchacho en su primer traje de etiqueta. Su espíritu suspiraba todavía por las botas de altos tacones y su sabor del oeste, a pesar de que sabía que tenía que crecer y ser una metrópoli internacional, con embajadas y espías y restaurantes famosos para gourmets. Por todas partes en la ciudad estaban construyendo viviendas para alojar a burócratas, intermediarios, mecanógrafas y lacayos; los edificios se alzaban con tanta rapidez que en cada uno de ellos se corría el peligro de encerrar una vaca entre sus paredes. A pesar de todo1 la ciudad solamente se había extendido unos cuantos kilómetros más allá de Aurora por el Este, hasta Henderson por el Norte, y Littleton por el Sur; había todavía campo abierto antes de llegar á la Academia del Aire. Y hacia el Oeste, naturalmente, la ciudad se extendía hasta el campo y las oficinas federales estaban perforando túneles en las montañas.

Me gustaba Denver durante la expansión federal. No obstante, tenía unas ganas desesperadas de volver a mi propio tiempo.

Siempre se trataba de pequeñeces. Me había hecho arreglar completamente los dientes poco después de haber entrado a trabajar en Muchacha de Servicio, en cuanto pude permitírmelo. No creía que nunca más fuera a tener que ver a un dentista. No obstante, en 1970 no tenía píldoras anticaries, de modo que se me produjo un agujero en un diente, y, además, doloroso, pues de lo contrario no hubiese hecho caso. De modo que fui a un dentista. La verdad era que me había olvidado de lo que él vería cuando me mirase la boca. Parpadeó, hizo girar su espejo, y dijo:

—¡Por todos los…! ¿Quién era su dentista?

—¿Ka hu hank?

Quitó las manos de mi boca.

—¿Quién lo hizo? ¿Y cómo?

—¡Ah! ¿Quiere usted decir mis dientes? Es un trabajo experimental que están haciendo en… India.

—¿Cómo lo hacen?

—¿Y cómo quiere que lo sepa?

—Hummm… espere un momento. Tengo que hacer unas cuantas fotos de eso. —Y comenzó a manipular su aparato de rayos X.

—Ah, no… —objeté yo—. No haga más que limpiar esa bicúspide, llenarla de cualquier cosa y dejarme salir de aquí.

—Pero…

—Lo siento, doctor, pero tengo muchísima prisa.

Hizo lo que le indicaba, deteniéndose de vez en cuando para mirarme los dientes. Pagué al contado y no dejé mi nombre. Me imagino que podría haberle dejado hacer las fotos; pero escabullirme se me había convertido en un reflejo. No podía haber perjudicado a nadie dejárselas hacer. Ni tampoco hubiese servido de nada, pues los rayos X no le hubiesen mostrado cómo se llevaba a cabo la regeneración, ni tampoco se lo hubiese podido explicar yo.

No hay tiempo como el pasado para hacer cosas. Mientras estaba sudando dieciséis horas al día con Dan Dibujante y Pet Proteico, con mi mano izquierda estaba haciendo otra cosa. Anónimamente y a través de la oficina legal de John, contraté a una agencia de detectives con sucursales nacionales para que esclareciese el pasado de Belle. Les di su dirección y su número de matrícula y modelo de su coche (puesto que los volantes son sitios adecuados donde encontrar huellas digitales) y sugerí que quizá se había casado algunas veces y que es posible que tuviese una historia criminal. Tuve que limitar mucho mi presupuesto; no me fue posible contratar el tipo de información de que a veces se oye hablar. Cuando al cabo de diez días no hube percibido contestación, me despedí de mi dinero. Pero unos cuantos días después llegó un grueso sobre a la oficina de John.

BeIle había sido una muchacha muy atareada. Nacida seis años antes de lo que afirmaba, se había casado dos veces antes de los dieciocho. Una de las veces no contaba, porque el hombre ya tenía esposa; si se había divorciado del segundo, era algo que la agencia no había averiguado.

Desde entonces, al parecer se había casado cuatro veces, si bien una de ellas era dudosa; quizás era el timo de la «viuda de guerra» con ayuda de un hombre que había muerto y que no podía objetar. La habían divorciado una vez (culpable) y uno de sus maridos había muerto. Podía todavía estar «casada» con los demás.

Su historial policiaco era largo e interesante, pero solamente había sido condenada una vez, en Nebraska, y puesta en libertad condicional. Todo había sido averiguado mediante sus huellas digitales, ya que había desaparecido durante su libertad condicional, había cambiado su nombre y adquirido un número nuevo de seguridad social.

La agencia preguntaba si debían notificarlo a las autoridades de Nebraska.

Les dije que no se preocuparan: hacía nueve años que habla desaparecido y la condena había sido sólo por servir de gancho en los juegos prohibidos. No sé lo que habría hecho yo si hubiese sido por traficar en drogas. Las decisiones excesivamente sopesadas tienen sus complicaciones.

Me atrasé con los dibujos y me encontré en octubre sin darme cuenta.

Tenía las descripciones a medio redactar, puesto que debían encajar con los dibujos, y no había hecho nada acerca de las reivindicaciones. Peor aún, no había hecho nada para organizar la transacción de manera que fuese válida; no podía hacerlo hasta tener el trabajo completado. Tampoco había tenido tiempo de establecer contactos. Comencé a pensar que había cometido un error al no pedir al doctor Twitchell que ajustase los controles para por lG menos treinta y dos años en lugar de treinta y un año y unas miserables tres semanas; había estimado en menos el tiempo que necesitaba y estimado en más mi capacidad.

No había enseñado mis juguetes a mis amigos, los Sutton, porque quisiera ocultárselos, sino porque no quería mucha cháchara y consejos inútiles antes de terminarlos. Había quedado en ir con ellos al campamento del club el último sábado de septiembre. Como estaba atrasado con mi trabajo, había estado trabajando hasta tarde la noche anterior y luego el ruido del despertador me había despertado temprano para tener tiempo de afeitarme y estar a punto de salir cuando llegasen. Paré aquel sadístico aparato y di gracias a Dios de que en 2001 se habían librado de tales horrendos artefactos; luego, medio mareado, bajé a la tienda de la esquina para llamarles y decirles que no podía ir, que tenía trabajo.

—Danny, estás trabajando demasiado. Un fin de semana en el campo te haría bien —respondió Jenny.

—No puedo evitarlo, Jenny. No me queda otro remedio. Lo siento.

John se entrometió en la conversación.

—¿Qué son esas tonterías?

—Tengo que trabajar John. Tengo que hacerlo por fuerza. Saluda a los amigos de mi parte.

Volví a casa, quemé unas tostadas y vulcanicé unos huevos, y volví a mi trabajo con Dan Dibujante.

Una hora más tarde estaban llamando mis amigos.

Ninguno de nosotros fue a la montaña aquel fin de semana. En vez de eso les estuve demostrando mis aparatos. A Jenny no le impresionó mucho Dan Dibujante (no es cosa para mujeres, a menos de que también sean ingenieros›, pero abrió un palmo los ojos ante Pet Proteico. A ella le ayudaba en la casa una Muchacha de Servicio Tipo II, y podía darse cuenta de cuánto más podía hacer aquella otra máquina.

Pero John pudo apreciar la importancia de Dan Dibujante. Cuando le enseñé cómo podía escribir mi firma, identificable con la mía propia, solamente con oprimir teclas, confieso que había estado ensayando; sus cejas se quedaron clavadas en lo alto.

—Amigo, vas a dejar a miles de dibujantes cesantes.

—No. La escasez de ingenieros es cada día mayor en este país; este aparato sencillamente contribuirá a suplir la deficiencia. Dentro de una generación verás este aparato en todas las oficinas de arquitectura y de ingenieros de la nación. Sin él se encontrarán tan perdidos como lo estaría un mecánico de hoy sin las herramientas.

—Hablas como silo supieras.

—Lo sé.

John examinó a Pet Proteico —le había encargado que limpiase mi mesa de trabajo— y luego a Dan Dibujante.

—Danny… a veces creo que quizá sí que decías la verdad, aquel día en que nos encontramos por vez primera.

Me encogí de hombros:

—Llámalo clarividencia… pero el caso es que sí que lo sé. Tengo la seguridad de ello. ¿Es que tiene alguna importancia?

—Posiblemente, no. ¿Qué planes tienes para esas cosas?

Fruncí el ceño.

—Ahí está la dificultad, John. Soy un buen ingeniero y un mecánico aceptable, cuando me veo obligado a serlo, pero no soy

—hombre de negocios; ya lo he demostrado. ¿Te has ocupado alguna vez de las leyes patentes?

—Ya te he dicho antes que eso es trabajo para un especialista.

—-¿Conoces a alguno que sea honrado, y además agudo como una navaja? He llegado al punto en que necesito uno. También tengo que establecer una corporación para manejar el negocio. Y ocuparme de la financiación. Pero no tengo mucho tiempo; tengo una prisa verdaderamente terrible.

—¿Por qué?

—Vuelvo al lugar de donde vine.

John se sentó y no habló durante un buen rato. Por fin dije

—Pues, dentro de nueve semanas. Nueve semanas a partir de próximo jueves, para ser exacto.

Miró a las dos máquinas y luego volvió a mirarme:

—Más valdrá que revises tu programa. Yo diría que más bien ti quedan nueve meses de trabajo. Incluso para entonces no estaría en producción; si tienes suerte, estarás justo a punto de empezar moverte.

—John, ¡no me es posible!

—Desde luego que no te es posible.

—Quiero decir que no puedo alterar mi programa. Ahora, eso está fuera de mi alcance.

Hundí la cara entre las manos. Estaba muerto de cansancio, después de haber dormido menos de cinco horas, desde hacía días. Tal como entonces me encontraba, estaba dispuesto a creer que había algo de razón en eso de la «fatalidad», se podía luchar contra ella, pero nunca vencerla.

Alcé la vista.

—¿Quieres tú ocuparte?

—¿Cómo? ¿De qué parte?

—De todo. Yo ya he hecho todo lo que sé hacer.

—Es un encargo muy importante, Dan. Podría robarte el placer. Lo sabes, ¿verdad? Y es posible que esto sea una mina de oro.

—Sé que lo será.

—Entonces, ¿por qué fiarte de mí? Te valdría más conservarme de abogado, pagándome por la consulta.

Intenté pensar, mientras la cabeza me dolía. Otra vez, antes, había tomado un socio; pero, la verdad es que por muchas veces que se te quemen los dedos, no tienes más remedio que fiarte de la gente. De lo contrario te conviertes en un ermitaño que habita en una cueva, y que duerme con un ojo abierto. No había manera alguna de estar seguro; solamente estar vivo era ya algo terriblemente peligroso… fatal, al fin.

—Bueno. John, ya sabes mi respuesta a eso. Tú te fiaste de mi una vez. Ahora vuelvo a necesitar tu ayuda. ¿Quieres ayudarme?

—Claro que te ayudará —dijo Jenny con suavidad—, a pesar de que no he oído de qué estabais hablando. Danny, ¿puede lavar los platos? todos los platos que tienes están sucios.

—¿Cómo, Jenny? Pues sí, supongo que puede hacerlo. Sí, claro que sí.

Entonces dile que lo haga, por favor. Quiero verlo.

—Oh… nunca le he programado para que lo haga. Lo haré si quieres. Pero se tardará varias horas en hacerlo bien. Claro está que después ya será siempre capaz de hacerlo. Pero la primera vez… Verás, el lavado de platos incluye una serie de elecciones alternativas. Es un trabajo de «discernimiento», no es un trabajo rutinario relativamente sencillo como el poner ladrillos o conducir un camión.

—¡Cuánto me alegro de encontrar por lo menos un hombre que entiende lo que es el trabajo doméstico! ¿Oíste lo que dijo, querido? Pero no te entretengas en enseñarlo ahora, Danny. Yo misma lo haré. —Miró alrededor—. Danny, has estado viviendo como un cerdo, y eso es decir poco.

La sencilla verdad era que no se me había ocurrido que Pet Proteico pudiese trabajar para mí. Había estado preocupado planteando la manera de que trabajase para otros en tareas comerciales, y enseñándoselas a hacer, mientras que yo por mi parte me había contentado con barrer la porquería hacia los rincones, o sencillamente, sin preocuparme por ella. Entonces comencé a enseñarle las tareas domésticas que Frank Flexible había aprendido: tenía capacidad más que suficiente ya que había instalado en él tres veces más tubos Thorsen que en Frank.

Tuve tiempo para hacerlo puesto que John se hizo cargo de lo demás.

Jenny escribió a máquina las descripciones; John contrató un abogado de patentes para que me ayudase en lo de las reivindicaciones. No sé si John le pagó al contado o le dio participación; nunca le pregunté. Se lo dejé todo a él, incluso lo que deberían ser nuestras partes; eso no solamente me dejó en libertad para mi propio trabajo, sino que me imaginé que si le dejaba esas cosas a él no se podría nunca ver tentado de la manera que lo fue Miles. Y la verdad era que no me importaba; el dinero como tal no es importante. O bien John y Jenny era lo que creía que eran, o más valdría que fuese en busca de aquella cueva y me hiciese ermitaño.

Solamente insistí en dos cosas.

—John, creo que deberíamos llamar a la compañía Corporación de Autoingeniería Aladino.

—Suena un poco a fantasía. ¿Por qué no Davis y Sutton?

—Tiene que ser de aquel modo, John.

—¿Sí? ¿Es tu clarividencia que te lo indica?

—Bien pudiera ser. Usaremos un dibujo de Aladino frotando ~ lámpara como marca de fábrica, con el genio saliendo de la lámpara. Yo haré un dibujo esquemático. Y otra cosa: valdrá más que la casa central esté en Los Angeles.

—¿Cómo? Eso es ir ya demasiado lejos. Es decir, si es que si esperas que yo me ocupe de ello. ¿Qué tiene de malo Denver.

—Denver no tiene nada malo; es una bonita ciudad. Pero no sitio donde instalar la fábrica. Podrías escoger aquí un buen sitio y encontrarte una buena mañana al despertar con que el recinto federal se ha extendido por encima de ti, y que te quedas sin poder trabajar hasta que has podido volver a establecerte en otro sitio. Por lo además, la mano de obra escasea, las materias primas vienen por tierra, los materiales de construcción son todos carecimos. Mientras que en Los Ángeles hay una cantera inagotable de mano de obra especializada, y cada vez hay más… Los Ángeles es un puerto de mar, Los Ángeles es…

—¿Y la huminiebla? No vale la pena.

—Pronto habrán vencido la huminiebla… ¿Y es que no te has dado cuenta de que Denver se va haciendo la suya propia?

—Espera un momento, Dan. Has dicho claramente que yo tendré que ocuparme de este asunto mientras tú te vas por tu cuenta ~ algún asunto particular. Está bien, lo he aceptado. Pero bien debería tener cierta elección en las condiciones de trabajo.

—Es necesario, John.

—Dan, nadie que esté en sus cabales y que viva en Colorado se iría a vivir a California. Estuve destinado allí durante la guerra; y sé lo que es. Fíjate en Jenny; es natural de California, de lo cual esta secretamente avergonzada. No la podrías convencer para que volviese. Aquí tenemos inviernos, estaciones cambiantes, un aire fino de montaña, magníficas…

—Oh, no me arriesgaría a decir que nunca más volvería allí. —dijo Jenny, alzando la vista.

—¿Cómo, querida?

Jenny había estado tejiendo calladamente; nunca decía nada a menos de que realmente tuviese algo que decir. Pero entonces dejó su labor; señal segura.

—Si nos trasladáramos allí, querido, podríamos hacernos del Oakdale Club; tienen natación todo el año. Precisamente estaba pensando en eso el otro día, cuando vi hielo en la piscina de Boulder.

Me quedé hasta la tarde del 2 de diciembre de 1970, hasta el último minuto posible. Me vi obligado a pedir prestados tres mil dólares a John, los precios que había tenido que pagar por componentes eran escandalosos, pero le ofrecí valores en hipoteca. Me dejó firmar, luego lo rasgó y lo tiró a la papelera.

Págame cuando vuelvas.

—Serán treinta años, John.

¿Tanto tiempo?

Reflexioné unos instantes. John nunca me había invitado a que le contara toda la historia desde aquella tarde, seis meses antes, en que me había dicho con franqueza que no creía la parte esencial, pero que de todos modos respondería de mí ante el club.

Le dije que creía que había llegado la hora de contárselo.

—¿Despertamos a Jenny? tiene derecho a oírlo.

—Pues… no. Déjala dormir hasta que estés a punto de marcharte. Jenny es una persona poco complicada, Dan. No le importa quién seas ni de dónde vengas mientras le caigas simpático. Si me parece buena idea, se lo haré saber luego.

—Como quieras.

Dejó que se lo explicase todo, deteniéndome solamente para llenar los vasos. El mío con ginger ale; tenía mis razones para no tomar alcohol. Cuando llegué al punto de mi aterrizaje sobre una ladera de boulder, terminé diciendo:

—Y ésa es la historia. Aunque me confundí por un momento, luego estuve mirando el perfil y no creo que mi caída fuera desde una altura mayor de medio metro. Si hubiesen, quiero decir «si fueran a» excavar más profundamente el solar para el laboratorio, habría sido enterrado. vivo. Probablemente también os hubiese matado a vosotros dos. No sé lo que ocurre exactamente cuando una forma de onda plana se convierte en una masa en un punto donde ya hay otra masa.

John siguió fumando.

—¿Y bien? —dije —. ¿Qué opinas?

—Danny, me has contado muchas cosas acerca de lo que será Los Ángeles, quiero decir el «Gran Los Angeles». Cuando vea hasta qué punto has acertado, te daré mi parecer.

—Es exacto. Salvo por los posibles pequeños errores de memoria.

—Bueno… la verdad es que me hiciste que pareciera lógico. Pero, entre tanto, creo que eres el chiflado más simpático que he conocido; lo cual no te perjudica como ingeniero, ni como amigo.

—Te aprecio, amigo. Como regalo de Navidad te compraré una camisa de fuerza.

—Haz lo que quieras.

—No me queda otro remedio. La alternativa sería que soy y quien está loco de remate, y eso sería un problema muy grave para Jenny. —Miró el reloj—. Más vale que la despertemos; me arranca ría la piel si te dejara marchar sin despedirte de ella.

—No se me ocurriría una cosa así.

Me llevaron con su coche al Aeropuerto Internacional de Denver y Jenny me dio un beso de despedida a la entrada. Cogí el jet de la once para Los Angeles.

Загрузка...