1

Un invierno, poco antes de la Guerra de Seis Semanas, mi gato —Petronio el Arbitro— y yo vivimos en una vieja granja de Connecticut. Dudo de que la granja siga allí, ya que se hallaba situada cerca del área de tiro cercana a Manhattan, y esas construcciones de viejo armazón arden como papel de seda. Pero aunque siguiera en pie no sería utilizable como vivienda, debido a los derribos. Pero a Pet y a mí nos gustaba. La falta de agua corriente hacía que el alquiler fuese bajo, y lo que antes había sido el comedor tenía una buena luz del norte para mi mesa de diseño.

El inconveniente residía en que el lugar tenía once puertas que daban al exterior. Doce, si contamos la de Pet. Yo siempre procuraba una puerta para Pet — en este caso un tablero ajustado a la ventana de un dormitorio que no se utilizaba, y en el cual había cortado una gatera justo para que pasaran los bigotes de Pet —. He pasado gran parte de mi vida abriendo puertas para gatos… Una vez calculé que, desde el comienzo de la civilización, se han empleado de esta manera novecientos setenta y ocho siglos. Puedo enseñaros los cálculos.

Pet solía utilizar su propia puerta salvo cuando conseguía que yo le abriese una de las que utilizaban las personas, lo cual era de su preferencia. Sin embargo, nunca utilizaba su puerta cuando había nieve en el suelo.

Cuando Pet era muy pequeño, todo pelusa y ronroneos, ya había adquirido una sencilla filosofía: yo me ocupaba de la vivienda, del racionamiento y del tiempo, y él se ocupaba de todo lo demás; pero me hacía especialmente responsable del tiempo.

Los inviernos de Connecticut sólo son adecuados para las tarjetas de Navidad; aquel invierno, Pet observaba regularmente su propia puerta, negándose a salir debido a aquella desagradable sustancia blanca que había en el exterior (no era ningún tonto), y luego me hostigaba para que abriese una de las puertas para personas. Estaba convencido de que al menos una debía conducir a un tiempo de verano. Eso significaba que en cada ocasión tenía que ir con él a cada una de las once puertas, mantenerla abierta hasta que sé convenciera de que también allí era invierno, y luego pasar a la puerta siguiente mientras sus críticas a mi mala administración crecían en acritud con cada decepción.

Luego permanecía en el interior hasta que la presión hidráulica materialmente le obligaba a salir. Cuando regresaba, el hielo de sus patas resonaba como zuecos sobre el suelo de madera, y me miraba y se negaba a ronronear hasta que se lo había arrancado todo…, después de lo cual me perdonaba hasta la próxima ocasión.

Pero nunca abandonó su búsqueda de la Puerta al Verano.

Y el 3 de diciembre yo también la estaba buscando.

Mi pesquisa era casi tan desesperada como lo había sido la de aquel invierno en Connecticut. La poca nieve que había en el sur de California la guardaban en las montañas para los esquiadores, no en Los Ángeles, donde probablemente tampoco hubiera podido pasar a través de la contaminación. Pero el tiempo invernal estaba en mi corazón.


No me encontraba enfermo (aparte de una resaca acumulativa), aún me faltaban unos cuantos días para llegar a los treinta años, y estaba lejos de no tener dinero. La policía no me buscaba, ni tampoco ningún marido, ni ninguna citación judicial. No había nada en mí que una leve amnesia no hubiera podido curar. Pero en mi corazón había invierno y estaba buscando una puerta que diese al verano.

Si les parezco un hombre que padece un caso agudo de autocompasión, están en lo cierto. Sobre el planeta debía haber dos mil millones de hombres en peor estado y, no obstante, yo estaba buscando la Puerta al Verano.

La mayoría de las puertas que he comprobado últimamente han sido basculantes, como las que tenía frente a mi: SANS SOUCI Bar-Grill, anunciaba el letrero. Entré, escogí un compartimento hacia el medio, puse cuidadosamente sobre el asiento el maletín que llevaba, me instalé junto a él, y esperé al camarero.

El maletín dijo:

—¿Uaaarrr?

—Estate quieto, Pet —dije.

—¡Miauuu!

—Tonterías, acabas de ir. Cállate, que viene el camarero.

Pet se calló. Yo levanté la mirada al acercarse el camarero y le dije:

—Un whisky doble, un vaso de agua corriente y una ginger ale.

El camarero se quedó perplejo:

—¿Ginger ale, señor? ¿Con whisky?

—¿La tiene o no la tiene?

—Sí, claro que sí, pero…

—Pues tráigala. No voy a beberla; sólo quiero reírme de ella. Y traiga también un platillo.

—Como usted diga, señor. —Dio lustre al tablero de la mesa—. ¿Y un pequeño bistec, señor? ¿O un escalope, que están muy bien hoy?

—Mire, amigo, le daré propina por los escalopes si me promete que no me los servirá. Lo único que necesito es lo que he pedido… Y no se olvide del platillo.

Se calló y se marchó. De nuevo dije a Pet que se calmara, que había desembarcado la Infantería de Marina. El camarero regresó, satisfecho su orgullo al traer la ginger ale sobre el platillo. Hice que la abriera mientras yo mezclaba el whisky con el agua.

—¿Desea otro vaso para la ginger ale, señor?

—Soy un buen cowboy; la bebo directamente de la botella.

Se calló y dejó que pagase y le diese propina, sin olvidar la correspondiente a los escalopes. Cuando se hubo ido puse un poco de ginger ale en el platillo, y golpeé el maletín:

—La sopa está servida, Pet.

El maletín no estaba cerrado; nunca lo cerraba cuando él estaba dentro. Lo acabó de abrir con sus patas, sacó la cabeza y miró rápidamente alrededor, luego alzó su pecho y colocó las garras sobre el borde de la mesa. Yo levanté mi vaso y nos miramos el uno al otro:

—Brindemos por la raza femenina, Pet… ¡Encuéntralas y olvídalas!

Pet asintió; aquello estaba de acuerdo con su filosofía. Inclinó gentilmente la cabeza y comenzó a sorber su ginger ale.

—Si es que puedes, claro está —añadí, bebiendo un trago largo.

—Pet no respondió. Olvidar una hembra no suponía ningún esfuerzo para él; era un tipo nacido para soltero.

Frente de mí, y a través de la ventana del bar, había un anuncio luminoso que variaba constantemente. Primero se podía leer: TRABAJE MIENTRAS DUERME. Y luego: Y DISIPE SUS PREOCUPACIONES DURANTE EL SUEÑO. Después, en letras de doble tamaño, resplandecientes:


COMPAÑÍA DE SEGUROS MUTUOS

Leí varias veces los tres anuncios sin pensar en ellos. Sabía tanto, o tan poco, sobre la animación interrumpida, como todo el mundo.

Cuando fue anunciada por vez primera había leído un artículo divulgativo al respecto, y dos o tres veces por semana me llegaba en el correo de la mañana propaganda de una compañía de seguros, generalmente la tiraba a la papelera sin ni siquiera mirarla, pues no creía que me pudiera interesar más que la de lápices para labios.

En primer lugar, hasta hacía poco, no hubiera podido pagar un sueño en frío: era demasiado caro; en segundo lugar, ¿por qué un hombre a quien interesaba su trabajo, que ganaba dinero y esperaba ganar más, estaba enamorado y a punto de casarse, iba a querer suicidarse?

Si un hombre padecía una enfermedad incurable, o en todo caso esperaba morirse, pero creía que los doctores de una generación su siguiente serían capaces de curarle, y podía permitirse pagar el sueño frío mientras la ciencia médica buscaba solución a su caso, entonces el sueño frío era una decisión lógica. O si su ambición consistía en hacer un viaje a Marte y pensaba que suprimiendo una generación de su película personal podría conseguir un billete para el viaje, me figuro que entonces también era lógico… Se había publicado la historia de una pareja de buena sociedad que se casó y se fue directamente de la alcaldía al santuario del sueño de la Compañía de Seguros del Mundo Occidental, dejando instrucciones para que no se les despertara hasta que pudieran pasar su luna de miel en un transatlántico interplanetario…, aunque yo sospeché que se trataba de una propaganda organizada por la compañía de seguros, y que habían salido por la puerta trasera con nombres falsos. Eso de pasar la noche de bodas tan en frío, como un pescado congelado, no me parece a mí que sea muy creíble.

Además, había también la incitación directamente financiera, aquella sobre la cual las compañías hacían más hincapié: «Trabaje él mientras duerme». Estáte quieto y deja que lo que hayas ahorrado se convierta en una fortuna. Si tienes cincuenta y cinco años y tu caja de pensiones te paga doscientos al mes, ¿por qué no dejar que vayan pasando los años, despertar todavía a los cincuenta y cinco, y dejar que te paguen mil por mes? Y eso por no mencionar lo que supondría despertarse en un mundo nuevo y mejor, que probablemente te ofrezca una vida más larga y más sana durante la cual disfrutar de tus mil al mes. Este último argumento era el que realmente utilizaban a fondo las compañías, todas las cuales probaban, con número indiscutibles, que su selección de acciones acumulaba dinero con más rapidez que las otras. «¡Trabaje mientras duerme!»

Eso nunca me había atraído. No tenía cincuenta y cinco años, no quería retirarme, y no veía nada malo en mi época.

Es decir hasta hace poco. Ahora estaba retirado, tanto si me gustaba como sino (no me gustaba): en vez de estar en mi luna de miel me encontraba en un bar de segunda clase; en vez de mujer tenía un gato con muchas cicatrices y un gusto morboso por la ginger ale; y en cuanto a lo de gustarme mi época la hubiese cambiado por un cajón de botellas de ginebra, y las hubiese roto una tras otra.

Pero no estaba arruinado.

Metí la mano en mi americana, saqué un sobre y lo abrí, había en él dos cosas. Una era un cheque certificado, por una cantidad superior a la que nunca había tenido; la otra era un certificado de acciones en Muchacha de Servicio. Los dos documentos empezaban a estar un poco arrugados, pues los había llevado encima desde que me los entregaron.

¿Y por qué no?

¿Por qué no esconderme y dejar que mis preocupaciones se desvanecieran durante el sueño? Siempre sería mejor que alistarse en la Legión Extranjera, menos sucio que el suicidio, y me disociaría por completo de las personas y de los acontecimientos que me habían amargado la vida. Así que, ¿por qué no?

No me interesaba excesivamente la posibilidad de enriquecerme. Claro que había leído Cuando el dormido despierte — de H. G. Wells, no sólo cuando las compañías de seguros comenzaron a regalar ejemplares, sino antes, cuando no era más que una novela clásica; sabía de lo que eran capaces el interés compuesto y la plusvalía de las acciones. Pero no estaba seguro de disponer de suficiente dinero para comprar el Sueño Largo y al mismo tiempo efectuar un depósito lo bastante importante para que mi interés valiera la pena. El otro argumento me atraía más: meterme en la cama y despertar en un mundo diferente. Quizás en un mundo mucho mejor, según las compañias de seguros querían hacernos creer…, o quizá peor, aunque, desde luego, diferente.

Sin embargo, podía tener la seguridad de una diferencia importante: podía dormir lo suficiente para tener la certeza de que sería un mundo sin Belle Darkin, y sin Miles Gentry; pero sobre todo sin ha Belle. Si Belle estaba muerta y enterrada, podría olvidarla y olvidar lo me de lo que me había hecho, en vez de amargarme pensando en que sólo se encontraba a unos cuantos kilómetros de distancia.

Veamos, ¿cuánto tiempo sería necesario para eso?

Belle tenía veintitrés años, o así. Bueno, de todos modos tendría menos de treinta. Si yo dormía setenta años, ella estaría muerta y enterrada. Digamos setenta y cinco, para estar seguros.

Luego recordé los progresos de la geriatría: se hablaba de los ciento veinte años como una duración «normal». Quizá tuviese que dormir cien años. No tenía la seguridad de que ninguna compañía de seguros llegase a ofrecer tanto.

Luego me vino una idea levemente diabólica, inspirada por el calorcillo del whisky. No hacía falta dormir hasta que Belle hubiese muerto: era más de lo necesario —y una venganza adecuada contra una hembra — ser joven cuando ella fuese vieja. Lo bastante para fastidiaría; algo así como unos treinta años.

Sentí una pata, suave como un copo de nieve, sobre mi brazo:

—¡Msss.! —anunció Pet.

—Tragón —le dije, y le serví otro platillo de ginger ale. Me dio las gracias con una cortés espera, y luego comenzó a lamerlo.

Pero había interrumpido mí placentera y perversa meditación. ¿Qué diablos iba yo a hacer con Pet?

No se puede regalar un gato lo mismo que se regala un perro; no lo soportan. A veces continúan en la casa, pero no en el caso de Pet; para él yo era la única cosa estable en un mundo cambiante desde que lo habían separado de su madre, hacía nueve años… Incluso había conseguido conservarlo junto a mí en el Ejército, y eso sí que era difícil.

Él disfrutaba de buena salud, y probablemente continuaría así a pesar de que era una masa de cicatrices. Si conseguía corregir cierta tendencia a atacar con la derecha, seguiría ganando batallas y engendrando gatitos durante otros cinco años por lo menos.

Podía pagar para que lo mantuvieran en un hogar hasta que muriese (¡ni pensarlo!), o hacer que le dieran cloroformo (igualmente inimaginable), o abandonarlo… A eso es a lo que uno se ve reducido en el caso de un gato: o bien se sigue cumpliendo con la obligación que se ha asumido, o bien se abandona al desgraciado, se le deja en estado salvaje y se destruye su fe en la justicia eterna.

Del mismo modo que Belle había destruido mi fe.

Así pues, amigo Danny, vale más que lo olvides. Tu vida puede haberse agriado tanto como unos pepinillos, pero eso no te libera en lo más mínimo de cumplir tu obligación con este gato malcriado.

Apenas llegué a esa verdad filosófica, Pet estornudó: las burbujas se le habían subido a la nariz:

Gesundheit! —dije— y acostúmbrate a no beberlo tan rápido.

Pet no me hizo caso. En conjunto, sus modales eran mejores que los míos, y él lo sabía. Nuestro camarero había estado dando vueltas alrededor de la caja hablando con el cajero. Era la hora de poco trabajo después del almuerzo, y los otros clientes estaban en el bar. El camarero alzó la mirada cuando dije Gesundheit! y habló con el cajero. Los dos miraron hacia nosotros, el cajero levantó la portezuela del bar y se aproximó.

—Policías, Pet —dije en voz baja.

Miró alrededor y se escondió en el maletín y yo junté los bordes del cierre. El cajero se acercó y se inclinó sobre mi mesa, mirando rápidamente a los dos asientos.

—Lo siento, amigo —dijo tranquilamente—, pero tendrá que sacar ese gato.

—¿Qué gato?

—Ese al que estaba dando de comer en este platillo.

—No veo ningún gato.

Esta vez se inclinó y miró bajo la mesa.

—Lo tiene usted en ese maletín —dijo acusadoramente.

—¿Maletín? ¿Gato? —dije perplejo—. Amigo mio, supongo que estará usted empleando una figura retórica…

—¿Qué? No utilice usted palabras raras. Tiene un gato en ese maletín. Ábralo.

—¿Tiene un mandato judicial?

—¿Cómo? No diga tonterías.

—Es usted quien dice tonterías al pedirme que le enseñe el interior de mi maletín sin un mandato judicial. Enmienda cuarta. Además, hace ya años que terminó la guerra. Y ahora que nos hemos puesto de acuerdo, haga el favor de decir al camarero que traiga lo mismo. O tráigamelo usted…

Se entristeció.

—Amigo, no se trata de nada personal, pero tengo que pensar en la licencia. «Ni perros ni gatos», lo dice en la pared. Nuestro objetivo es mantener un establecimiento en condiciones higiénicas.

—Pues han fracasado. —Levanté mi vaso—. ¿Ve usted las marcas de lápiz de labios? Debería vigilar a su lavaplatos, en vez de dedicarse a registrar a sus clientes.

—No veo ninguna marca…

—Porque la he limpiado casi del todo. Pero llevémoslo al Departamento de Sanidad y que revisen la cuenta de bacterias.

—¿Tiene usted insignia? —suspiró.

—No.

—Pues estamos a la par. Yo no registro su maletín y usted no me lleva al Departamento de Sanidad. Y, si desea usted otra bebida, vaya al bar y que le sirvan… a cuenta de la casa. Pero no aquí. —Se volvió e indicó el camino.

Me encogí de hombros.

—En todo caso, ya nos marchábamos.

Cuando pasé por delante de la caja, el cajero levantó la mirada.

—¿No estará molesto, verdad?

—No. Pero tenía la intención de traer más tarde a mi caballo para que echara un trago; ahora ya no lo haré.

—Como quiera. Las ordenanzas no dicen nada acerca de caballos. Pero… otra cosa: ¿ese gato verdaderamente bebe ginger ale?

—Cuarta enmienda, ¿recuerda?

—No quiero ver al animal, sólo saberlo.

—Pues bien —adrnití—, le gusta más con un poco de angostura, pero lo bebe sin ella si no tiene más remedio.

—Le estropeará los riñones. Mire eso, amigo…

—¿Qué debo mirar?

—Echese hacia atrás, de manera que su cabeza quede cerca de la mía. Ahora mire al techo, sobre cada uno de los compartimentos… A los espejos de los decorados. Se que allí había un gato porque lo vi.

Me incliné hacia atrás y miré: el techo estaba decorado con muchos espejos; entonces vi que algunos de ellos estaban orientados de manera que permitían que el cajero los utilizase como periscopios sin moverse de su sitio.

—Necesitamos eso —dijo, como excusándose—. Le escandalizaría saber lo que pasa en esos compartimentos… Si no les tuviésemos vigilados… El mundo está perdido.

—Amén, amigo. —Y me marché.

Una vez hube salido, abrí el maletín y lo llevé colgado de un asa. Pet sacó la cabeza.

—Ya has oído lo que ha dicho ese hombre, Pet. «El mundo está perdido.» Más que perdido cuando dos amigos no pueden echar un trago juntos sin que les espíen. Esto lo prueba.

—¿Ahorrra? —preguntó Pet.

—Puesto que lo dices… Y si vamos a hacerlo no hay motivo para demorarlo.

—¡Ahorrra! —respondió Pet, enfáticamente.

—Hay unanimidad. Está aquí mismo, al otro lado de la calle.

La recepcionista de la Compañía de Seguros Mutuos era un buen ejemplo del diseño funcional. A pesar de sus formas aerodinámicas, exhibía por el frente espacios para el radar y todo cuanto se necesitaba para su misión fundamental. Me tranquilicé pensando que para cuando yo saliese ella seria ya una marmota, y le dije que quería ver a un vendedor.

—Siéntese, por favor. Veré si alguno de nuestros ejecutivos para clientes está libre. —Antes de que pudiera sentarme, añadió—: Nuestro señor Powell le verá. Por aquí, por favor.

Nuestro señor Powell ocupaba un despacho que me hizo pensar que a Seguros Mutuos no le iban mal las cosas. Me dió un húmedo apretón, me hizo sentar, me ofreció un cigarrillo e intentó coger mi maletín, pero yo me aferré a él.

—Y bien señor, ¿en qué podemos servirle?

—Deseo el Largo Sueño.

Arqueó las cejas, y sus modales se hicieron más respetuosos. Sin duda Seguros Mutuos no volvería la espalda a siete billetes, pero el Largo Sueño les permitía meter mano a todos los intereses del cliente.

—Una decisión muy acertada —dijo con reverencia—. Es lo que yo querría hacer si pudiera. Pero las responsabilidades familiares… ¿sabe? —Extendió la mano y cogió un formulario—. Los clientes para el sueño suelen tener prisa. Permítame que le ahorre tiempo y molestias llenando esto en su nombre… Haremos lo necesario para que el examen físico se haga de inmediato.

—Un momento.

—¿Qué?

—Una pregunta. ¿Están ustedes en condiciones de organizar sueño frío para un gato?

Pareció sorprendido, y luego molesto:

—¿Está bromeando? Abrí el cierre del maletín y Pet sacó la cabeza.

—Le presento a mi compañero. Le ruego que conteste a mi pregunta. Si la respuesta es «no», entonces me dirigiré a la Obligación del Valle Central. Sus oficinas están en este mismo edificio, ¿verdad?

Esta vez se horrorizó:

—Señor… ¡Oh! No entendí bien su nombre…

—Dan Davis.

—Señor Davis, cuando alguien entra por nuestra puerta está bajo la benevolente protección de la Mutua de Seguros. No podría permitir que usted se fuera a Valle Central.

—¿Y de qué manera piensa impedírmelo? ¿Judo?

—¡Por favor! —Echó una ojeada alrededor con aire preocupado—. Nuestra compañía es ética.

—¿Quiere decir que Valle Central no lo es?

—No dije eso; fue usted, señor Davis, no deje que le influya…

—No lo conseguiría.

—…pero examine usted el contrato de cada una de las compañías. Consulte con un abogado o, mejor aún, con un asesor oficial. Averigüe lo que le ofrecemos, y actualmente entregamos, y compárelo con lo que Valle Central pretende ofrecer. —Miró nuevamente a su alrededor y se inclinó hacia mí—. No debería decirlo, y confío en que usted no lo repetirá, pero ellos ni siquiera utilizan las tablas oficiales.

—Quizá tratan mejor al cliente.

—¿Cómo? Mi querido señor Davis, nosotros distribuimos todos los beneficios sobrantes. Nuestros estatutos nos lo imponen… Mientras que Valle Central es una compañía por acciones.

—Quizá debiera comprar algunas de las suyas… Mire señor Powell, estamos perdiendo el tiempo. ¿Seguros Mutuos aceptará a mi compañero aquí presente o no? Si es que no, entonces llevamos aquí demasiado rato.

—¿Quiere decir que está dispuesto a pagar para conservar viva a esa criatura en hipotermia?

—Quiero decir que deseo que los dos tomemos el Largo Sueño. Y no le llame usted «criatura»; su nombre es Petronius.

—Usted perdone. Expresaré mi pregunta de otro modo: ¿Está usted dispuesto a pagar dos cuotas de custodia, para mantener a ustedes dos, a usted y a… bueno a Petronius, en nuestro santuario?

—Si, pero no dos cuotas corrientes; algo extra sí. Pueden ustedes meternos a los dos en el mismo ataúd… Honestamente no pueden cargar lo mismo por Pet que por un hombre.

—Esto es muy poco corriente…

—Desde luego. Pero ya discutiremos el precio luego… o lo discutiré con Valle Central. De momento, lo que necesito saber es si ustedes pueden hacerlo.

—Bueno… —Tamborileó sobre su mesa—. Un momento. —Cogió el teléfono y dijo—: Opal, póngame con el doctor Berquist.

No oí el resto de la conversación, pues colocó la protección para conversación secreta. Pero, al cabo de un rato, dejó el teléfono y sonrió como si se le hubiese muerto un tío rico:

—¡Buenas noticias, señor! De momento había olvidado el hecho de que los primeros experimentos que tuvieron éxito, se efectuaron con gatos. Las técnicas y factores críticos para gatos han sido establecidos en su totalidad. Incluso hay un gato en el Laboratorio de Investigaciones Navales de Annapolis que, desde hace más de veinte años, se encuentra vivo en hipotermia.

—Yo creía que el LIN había sido destruido cuando se apoderaron de Washington.

—Solamente los edificios de superficie, señor, pero no las cámaras profundas. Lo cual es un tributo a la perfección de la técnica; el animal permaneció sin cuidados, excepto los de la maquinaria automática, durante más de dos años… Y, sin embargo, vive aún, sin alterarse ni envejecer. Lo mismo que usted vivirá, cualquier período de tiempo que decida encomendarse a nuestra compañía, señor.

Creí que iba a santiguarse.

—Está bien, está bien. Ahora discutamos el precio.

Rabia que tener el cuenta cuatro factores: primero cómo pagar por nuestros cuidados mientras estábamos hibernando; segundo, cuánto tiempo quería yo que durmiésemos; tercero, cómo quena invertir mi dinero mientras estaba en la nevera, y, finalmente, que ocurriría si estiraba la pata y no me despertaba más.

Finalmente me decidí por el año 2000, que era un número redondo y solamente a treinta años de distancia. Me temía que si lo prolongaba más me encontraría por completo fuera de contacto. Los cambios durante los últimos treinta años (mi vida) habían sido suficientes para que se le saliesen a uno los ojos de la cara —dos grandes guerras y una docena de pequeñas, el hundimiento del comunismo, el Gran Pánico, los satélites artificiales, el paso a la energía atómica…

Quizás el año 2000 me pareciese muy confuso. Pero, si no saltaba hasta allí, Belle no habría tenido tiempo de adquirir un elegante conjunto de arrugas.

A la hora de considerar cómo invertir mi dinero no tomé en consideración los valores del Estado ni otras inversiones conservadoras; nuestro sistema fiscal lleva consigo la inflación. Decidí quedarme con mis acciones de Muchacha de Servicio e invertir el efectivo en otras acciones ordinarias, poniendo especial atención en ciertas tendencias que creía subirían de valor. Era forzoso que el automatismo aumentase. Escogí también una firma de abonos de San Francisco que había experimentado con levaduras y algas comestibles: cada vez había más gente, y los filetes no iban a bajar de precio. Le dije que pusiera el saldo del dinero en el fondo administrado por la compañía.

Pero la verdadera dificultad consistía en saber qué hacer si me moría durante la hibernación. La compañía aseguraba que las probabilidades eran de más de siete a diez de que viviría los treinta años de sueño frío… y la compañía estaba dispuesta a apostar en cualquiera de los dos sentidos. Pero las apuestas no eran recíprocas, ni tampoco esperaba que lo fuesen: en todo sistema de apuestas honesto hay una comisión para la casa. Solamente los jugadores deshonestos pretenden que la víctima tiene más probabilidades. La más antigua y más respetable firma de seguros del mundo, Lloyd's de Londres, no lo disimula: los asociados de Lloyd's aceptan apostar en cualquiera de los sentidos. Pero no había que esperar mejores condiciones que en las carreras: alguien debía pagar los trajes a medida del señor Powell.

Decidí que todo lo que tenía fuese a parar al fondo administrado por la compañía en caso de fallecimiento, lo cual hizo que el señor Powell intentara besarme, y me hiciese reflexionar sobre cuán optimistas eran aquellas siete de diez probabilidades. Pero me aferré a ello porque me convertía en heredero (si vivía) de todos los demás con la misma opción (si morían), especie de ruleta rusa en la que los supervivientes recogían las fichas… mientras la compañía, como de costumbre, se quedaba con el porcentaje de la casa.

Elegí todas la alternativas que proporcionaban el mayor rendimiento posible, sin solución si me equivocaba. El señor Powell me adoraba, de la misma manera que un croupier adora al ingenuo que juega siempre al cero. Cuando terminamos de disponer mis intereses, quise mostrarme razonable con lo de Pet: fijamos el pago de un 15 por 100 de la cuota humana por la hibernación de Pet, y redactamos para él un contrato por separado

Sólo quedaba el consentimiento del tribunal y el examen físico.

El examen no me preocupaba: una vez permitido que la compañía apostase a que me moría, me aceptarían aunque estuviese en la última fase de la Peste Negra. Pero sospechaba que conseguir que lo aprobase un juez sería más difícil, pero era necesario, ya que un cliente en sueño frío estaba legalmente en custodia, vivo pero impotente.

No tenía por qué haberme preocupado. Nuestro señor Powell hizo redactar, por cuadruplicado, catorce documentos diferentes, y fui firmando hasta que noté calambres en los dedos. Un mensajero salió corriendo con ellos mientras yo pasaba mi examen físico: ni siquiera llegué a ver al juez.

El examen físico consistió en la fatigosa rutina de costumbre, salvo por una cosa. Hacia el final el doctor que me estaba examinando me miró severamente y dijo:

—Muchacho, ¿desde cuando estás empinando el codo?

—¿El codo?

—El codo.

—¿Qué le hace pensar eso, doctor? Estoy tan sobrio como usted. «El cielo está enladrillado. ¿Quién lo desenladrillará…?»

—Deje eso y contésteme.

—Pues… desde hace un par de semanas.

—¿Bebedor compulsivo? ¿Cuántas veces lo ha precisado en el pasado?

—Pues, la verdad es que ninguna. Verá usted… —Comencé a explicarle lo que Belle y Miles me habían hecho, y por qué me sentía como me sentía.

Me enseñó la palma de la mano:

—Por favor. Tengo mis propios problemas y no soy un psiquiatra. En realidad, lo único que me interesa es averiguar si su corazón puede soportar que lo pongan a cuatro grados centígrados. En general, me tiene sin cuidado que haya gente tan chiflada que quiera meterse en un agujero y cerrarlo tras ella. Sencillamente, pienso que así habrá un idiota menos en la superficie. Pero cierto residuo de conciencia profesional me impide autorizar que ningún hombre, por desdichado ejemplar que sea, se meta en uno de esos ataúdes con su cerebro empapado en alcohol. Vuélvase.

—¿Cómo?

—Vuélvase. Voy a darle una inyección en la nalga izquierda.

—Me volví y me la dió. Mientras me estaba frotando, me dijo—: Y ahora empápese de esto: dentro de veinte minutos estará más sobrio de lo que ha estado desde hace un mes. Entonces, si le queda algo de sentido común, lo cual dudo, puede revisar su posición y decidir si quiere evadirse de sus dificultades… o enfrentarse a ellas como un hombre.

Me empapé.

—Eso es todo. Ya puede vestirse. Voy a firmar sus papeles, pero le advierto que puedo poner el veto en el último momento. No más alcohol para usted. En absoluto. Una cena ligera y nada de desayuno. Vuelva mañana a las doce para el último examen.

Dio media vuelta y salió sin despedirse siquiera. Me vestí y me marché de allí muy molesto. Powell tenía todos mis papeles a punto. Cuando los cogí, me dijo:

—Puede dejarlos aquí, si quiere, y recogerlos mañana al mediodía… Es decir, la copia que irá con usted a los sótanos.

—¿Y qué se hará de las otras?

—Nosotros guardamos una, luego, después de que usted haya sido depositado, enviamos otra a los tribunales, y otra a los Archivos de Carísbad. ¡Ah! ¿Le advirtió el médico acerca del régimen?

—Desde luego —respondí, y miré fijamente los papeles para ocultar mi desagrado.

Powell alargó la mano intentando cogerlos.

—Se los guardaré esta noche.

Los retiré de su alcance:

—Puedo guardarlos yo mismo. Puede que quiera modificar algunas de las disposiciones que he elegido.

—¡Oh! Es algo tarde para eso, mi querido señor Davis.

—No se apresure. Si hago algún cambio vendré temprano.

Abrí el maletín y metí los papeles en uno de los compartimentos junto a Pet. Otras veces ya había guardado allí papeles de valor. Si bien no era un sitio tan seguro como los Archivos de Carísbad, estaban más seguros de lo que podía parecer. Una vez un ladrón intentó robar algo de aquel mismo compartimento y a esas horas aún debe de llevar cicatrices de los dientes y las garras de Pet.

Загрузка...