2

Mi automóvil estaba aparcado en la Plaza de Pershing, donde lo había dejado temprano aquel día. Puse dinero en el contador del aparcamiento, coloqué el chisme en la arteria Oeste, saqué a Pet, lo puse en el asiento, y me relajé.

Mejor dicho, intenté relajarme. La circulación en Los Ángeles era demasiado rápida y demasiado criminal para que me sintiera verdaderamente feliz con el control automático. Hubiera querido volver a diseñar toda su instalación, pues no era verdaderamente uno de esos modernos «Falle Sin Temor».

Cuando llegamos al Oeste de la Avenida Occidental y pude volver al control manual, estaba nervioso y tenía ganas de echar un trago.

—Allí hay un oasis, Pet.

—¿Rrrrect?

—Delante mismo.

Pero mientras buscaba un sitio donde aparcar —Los Ángeles no corría peligro de invasión: los invasores nunca encontrarían aparcamiento— me acordé de la orden del médico de no tomar alcohol.

De modo que le dije enfáticamente qué podía hacer con sus órdenes.

Luego me pregunté si él sería capaz de averiguar, casi un día más tarde, si yo había bebido o no. Creía recordar cierto artículo especializado, pero no me había interesado tanto como para echarle más que una ojeada.

¡Maldita sea! Era capaz de prohibirme el sueño frío. Sería mejor que me calmase y dejara de lado la bebida.

—¿Ahorrra? —preguntó Pet.

—Luego. De momento tenemos que encontrar un restaurante para automóviles.

De pronto me di cuenta de que en realidad no quería beber; necesitaba comida y una noche de sueño. El doctor tenía razón: estaba más sobrio y me sentía mejor de lo que me había sentido desde hacia semanas. Aquel pinchazo en el trasero no había sido quizás más que B1, pero, en tal caso, era de propulsión a chorro. Así que buscamos restaurante, pedí pollo asado para mí y un bistec ruso y un poco de leche para Pet, al que saqué a dar una vuelta mientras preparaban la comida. Pet y yo comíamos a menudo en los restaurantes porque así no tenía que meterlo de contrabando.

Media hora más tarde saqué al coche del círculo de mayor tránsito, lo paré, encendí un cigarrillo, rasqué a Pet bajo la barbilla, y pensé…

Dan, querido, el doctor tenía razón: pretendías deslizarte por el cuello de una botella, lo cual está bien para el tamaño de tu cabeza, pero era demasiado estrecho para tus hombros. Ahora estás sobrio, te has llenado la barriga de comida, y estás descansando cómodamente por vez primera desde hace días. Te sientes mejor… ¿Y qué más? ¿Tenía razón el doctor sobre lo demás? ¿Eres un niño mal criado? ¿Te falta valor para enfrentarte con un contratiempo? ¿Es el espíritu de aventura? ¿O sencillamente te escondes de ti mismo, como una de la Sección Octava que intenta volver a meterse en el seno de su madre?

Pero si quiero hacerlo, me respondí. El año 2000… ¡Muchacho!

Está bien, de acuerdo. Pero, ¿es necesario escaparse sin antes ajustar cuentas por aquí?

Bueno, bueno…, pero ¿cómo ajustarlas? No quiero otra vez a Belle, después de lo que me ha hecho. ¿Y qué otra cosa puedo hacer? ¿Demandarles? No seas idiota, no tienes pruebas… Además, nadie gana un pleito sino los abogados.

Pet me miró.

Miré su cabeza llena de cicatrices. Pet no demandaría a nadie: si no le gustaban los bigotes de otro gato, sencillamente le invitaba a salir y a pelear como un gato.

—Creo que tienes razón, Pet. Voy a ir en busca de Miles, le arrancaré un brazo y le daré con él en la cabeza hasta que hable. Luego podremos tomar el Largo Sueño. Pero tenemos que saber qué es exactamente lo que nos hicieron y de quién fue la idea.

Detrás de la parada había una cabina telefónica. Llamé a Miles, le encontré en casa, le dije que se quedara allí, que iba a visitarle.

Mi padre me llamó Daniel Boone Davis, lo cual fue su manera de declararse en favor de la libertad personal y de la confianza en si mismo. Nací en 1940, año en que todo el mundo andaba diciendo que el individuo estaba en sus últimas y que el futuro pertenecía al hombre de la masa. Papá se negó a creerlo: ponerme aquel nombre fue una nota de desafío. El murió durante un lavado de cerebro en Corea del Norte, intentando probar su tesis hasta el fin.

Cuando tuvo lugar la Guerra de las Seis Semanas yo poseía un título de ingeniería mecánica y estaba en el Ejército. No había utilizado mi título para intentar conseguir un mando, pues lo que papá si me había legado era un deseo arrollador de ir por cuenta propia, sin dar órdenes, sin recibir órdenes, sin atenerme a horarios: lo único que quería era servir lo estipulado y marcharme. Cuando la Guerra Fría entró en ebullición, era sargento técnico en el Centro de Armamentos de Sandia, en Nuevo México, y me dedicaba a rellenar bombas atómicas y a pensar en lo que iba a hacer cuando terminara mi plazo. El día que Sandia desapareció yo estaba en Dallas, para recibir una nueva partida de Schrecklichkeit. La caída de aquello fue hacia Oklahoma City, de modo que viví para recibir mi paga de soldado.

Pet sobrevivió por la misma razón. Yo tenía un compañero. Miles Gentry, un veterano que había sido llamado para el servicio. Se había casado con una viuda que tenía una hija, pero su mujer había muerto por la época en que lo llamaron de nuevo. Vivía fuera del puesto con una familia en Alburquerque, para que su hijastra Federica tuviese un hogar. La pequeña Ricky (nunca la llamábamos «Federica») se cuidaba de Pet. Gracias a Bubastis, diosa de los gatos, Miles, Ricky y Pet estaban fuera aquel espantoso fin de semana. Ricky se había llevado consigo a Pet porque yo no podía llevármelo a Dallas.

A mí me sorprendió tanto como a los demás cuando resultó que teníamos divisiones almacenadas en Thule y en otros lugares que nadie había sospechado. Desde los años 30 se había sabido que era posible enfriar el cuerpo humano, retardándolo, hasta casi cero. Pero hasta la Guerra de Seis Semanas había sido un truco de laboratorio, o una terapia de última Instancia. Hay que reconocer esto a la investigación militar: si es posible hacer algo con dinero y con hombres. lo consiguen. Emiten otros mil millones, contratan a otros mil científicos e ingenieros. y entonces, de alguna manera increíblemente tortuosa e ineficiente, aparecen las respuestas. Estasis, sueño frío, invernada, hipotermia, metabolistno reducido, llámenlo como quieran, los equipos de investigación de medicina logística habían encontrado la manera de almacenar gente como leña, y de utilizarlos cuando los necesitaban. Primeramente se droga al sujeto, luego se le hipnotiza, después se le enfría y se le mantiene a precisamente cuatro grados centígrados, es decir, a la densidad máxima del agua sin cristales de hielo. Si se le necesita urgentemente se le puede reavivar con diatermia y mando posthipnótico en diez minutos (en Nome lo hicieron en siete), pero tal velocidad tiende a envejecer los tejidos y a hacer que desde entonces en adelante sea un poco estúpido. Si no hay prisa es mejor un mínimo de un par de horas. El método rápido es lo que los soldados profesionales llaman «un riesgo calculado».

En conjunto, aquello fue un riesgo con el que el enemigo no había contado, de modo que cuando la guerra terminó me despidieron pagándome, en vez de liquidarme o de enviarme a un campamento de esclavos. Y Miles y yo comenzamos juntos un negocio hacia la época en que las compañías de seguros comenzaban a vender el sueño frío.

Fuimos al Desierto de Mojave, instalamos una pequeña fábrica en un edificio sobrante de las Fuerzas Aéreas, y comenzamos a fabricar la Muchacha de Servicio, a base de mi ingeniería y de la experiencia de Miles en leyes y en negocios. Sí, yo inventé la Muchacha de Servicio y todos sus parientes —Willie Ventanas y los demás— a pesar de que ahora no encuentren ustedes en ellos mi nombre. Mientras estaba en el servicio militar había pensado mucho sobre lo que puede hacer un ingeniero. ¿Trabajar para Standard, DuPont o General Motors? Treinta años después le dan a uno un banquete de despedida y una pensión. No le ha faltado a uno ninguna comida, se han hecho muchos viajes en los aviones de la compañía, pero nunca se ha sido su propio dueño. El otro gran mercado para ingenieros es el servicio del Estado, con buena paga inicial, buenas pensiones, pocas preocupaciones, treinta días de vacaciones anuales, beneficios generosos. Pero yo acababa de disfrutar de una larga vacación estatal y quería ser mi propio jefe.

¿Qué había que fuera lo suficientemente pequeño para un ingeniero y que no requiriera seis millones de horas-hombre antes de que apareciese el primer modelo en el mercado? Ingeniería de taller de bicicletas con cacahuetes por capital, del modo como Ford y los hermanos Wright habían comenzado: se decía que aquellos días habían terminado para siempre; yo no lo creía.

El automatismo florecía: plantas de ingeniería química que solamente requerían dos observadores de instrumentos y un vigilante, máquinas que imprimían billetes en una ciudad y marcaban el espacio «vendido» en otras ciudades distintas, topos de acero que extraían carbón mientras los muchachos del sindicato de mineros los contemplaban. Así fue que mientras estaba al pago del tío Sam me empapé de toda la electrónica, uniones y cibernética que permitía una categoría «Q».

¿Cuál fue la última cosa que se hizo automática? Respuesta: la casa de cualquier señora. No intenté diseñar una casa científicamente lógica; no era lo que querían las mujeres: sencillamente deseaban una caverna mejor tapizada. Pero las amas de casa seguían quejándose del Problema Doméstico mucho después de que los criados hubiesen seguido el camino de los mastodontes. Rara vez me había encontrado con una ama de casa que no tuviese algo de ama de esclavos; parecía como si realmente creyesen que tenía forzosamente que haber robustas muchachas campesinas que agradeciesen la oportunidad de fregar suelos catorce horas diarias y comer restos de la mesa por un sueldo que un aprendiz de lampista despreciaría.

Por eso fue que llamamos Muchacha de Servicio a aquel monstruo: evocaba el recuerdo de la muchacha emigrante semiesclava a quien la abuela abroncaba. Fundamentalmente no era sino un aspirador mejor, y teníamos la intención de venderlo a un precio competitivo de las escobas de succión ordinarias.

Lo que la Muchacha de Servicio hacía (el primer modelo, no el robot seminteligente en que lo transformé) era limpiar suelos; toda clase de suelos, todo el día y sin vigilancia. Y nunca existió un suelo que no necesitase ser limpiado.

Barría, o fregaba, o limpiaba aspirando, o pulía, consultando cintas en su memoria idiota pala decidir qué era lo que tenía que hacer. Todo lo que fuese mayor que un perdigón BB lo recogía y lo colocaba sobre una bandeja en la superficie superior, para que alguien más inteligente decidiese si había que conservarlo o tirarlo. Se pasaba todo el día buscando suciedad, moviéndose infatigablemente según curvas que no dejaban nada por barrer, pasando de largo sobre los pisos limpios, en su incansable búsqueda por los sucios. Se marchaba de las habitaciones donde hubiese gente, lo mismo que una doncella bien educada, a menos de que la señora de la casa lo alcanzase e hiciese accionar un interruptor para indicar a la pobre infeliz que era bien recibida. Hacia la hora de comer se iba a su puesto y se tragaba una carga rápida —eso antes de que le instalásemos la carga permanente.

No había mucha diferencia entre la Muchacha de Servicio, Marca Uno, y un aspirador doméstico. Pero la diferencia —que podía limpiar sin vigilancia— fue suficiente; se vendió.

Me apropié del esquema básico de las «Tortugas Eléctricas» descritas en el Scientific American hacia fines de 105 anos cuarenta, saqué un circuito de memoria del cerebro de un proyectil dirigido (eso es lo que tienen de bueno los trastos ultrasecretos; que no los patentan) y tomé los artificios de limpieza del conjunto de una docena de otros aparatos, incluso de un pulidor de suelos que se utilizaba en los hospitales del ejército, de un suministrador de bebidas no alcohólicas, de aquellas «manos» que utilizan en las plantas atómicas para manipular todo lo que es «caliente». No había en realidad nada nuevo en ello; era solamente la manera de juntarlo. La «chispa de genio» requerida por nuestras leyes consistía en encontrar un buen abogado de patentes.

El verdadero genio se requería para la ingeniería de producción; era posible construir todo aquel trasto con partes standard pedidas por medio del Catálogo de S'veet, salvo por dos letras tridimensionales y un circuito impreso. El circuito lo obteníamos por subcontrato; las levas las construí yo mismo en el cobertizo que llamábamos nuestra «fábrica», utilizando herramientas automáticas procedentes de excedentes de guerra. Al principio Miles y yo éramos toda la línea de montaje, desde el principio al fin. El modelo piloto costó 4.317,09 dólares. Los primeros cien aparatos costaron justo por encima de 39 dólares cada uno y se los entregamos a una casa de ventas de Los Ángeles a 60 dólares y ellos los revendían por 85 dólares. Tuvimos que dejárselos en consignación para poderlos sacar todos, puesto que no podíamos impulsar las ventas, y casi morimos de hambre antes de empezar a recibir el importe de las ventas. Luego Life dedicó dos páginas a las Muchachas de Servicio… y desde entonces el único problema fue tener bastante personal para montar el monstruo.

Belle Darkin se nos unió poco después de aquello. Miles y yo habíamos estado escribiendo cartas con una Underwood de 1908; la contratamos como mecanógrafa y tenedora de libros, y alquilamos una máquina eléctrica con tipo de letra alto, jefe ejecutivo y cinta carbónica, y yo diseñé un membrete para las cartas. Todos los beneficios los invertíamos en el negocio y Pet y yo dormíamos en el taller mientras Miles y Ricky ocupaban un cobertizo próximo. Nos asociamos en defensa propia. Para asociarse son necesarios tres; dimos a Belle parte de las acciones y la nombramos secretaria-tesorera. Miles era presidente y gerente general; yo era jefe técnico y presidente del consejo de administración con un 51 por 100 de las acciones.

Quiero explicar la razón por la cual me quedé con el control. No es que fuese un tragón; sencillamente quería ser mi propio jefe. Miles trabajaba como una mula; debe hacerse justicia. Pero más del 60 por 100 de los ahorros que habían servido para lanzarnos eran míos y el 100 por 100 de la inventiva y de la ingeniería eran míos. Miles no pudo nunca haber construido la Muchacha de Servicio, mientras que yo la podía haber construido con cualquiera de entre una docena de compañeros, o posiblemente sin ninguno —si bien quizás hubiese fallado al intentar hacer dinero con ella; Miles era hombre de negocios, mientras que yo no lo soy.

Pero quería tener la seguridad de que conservaba el control del taller, y concedí a Miles una libertad igual en lo referente a la parte comercial… demasiada libertad, según pude ver luego.

La Muchacha de Servicio, Marca Uno, se vendía como pan bendito, y yo estuve ocupado durante algún tiempo mejorándola e instalando una verdadera línea de montaje, y poniendo al frente de ella un jefe de taller, y luego me dediqué alegremente a idear nuevos artefactos para el hogar. Era asombroso lo poco que se había pensado en el trabajo doméstico, a pesar de que constituye por lo menos el 50 por 100 de todo el trabajo del mundo. Las revistas para mujeres hablan de «ahorro de trabajo en el hogar» y de «cocinas funcionales», pero no es más que cháchara; sus bonitos diseños no mostraban más que unas combinaciones de trabajo y vida que esencialmente no eran mejores que los de los tiempos de Shakespeare; la revolución del caballo al avión a chorro no había alcanzado el hogar.

Seguí aferrado a mi convicción de que las amas de casa eran reaccionarias. Nada de «máquinas para vivir» —sino solamente artificios para sustituir la extinguida especie de doncellas de servicio, es decir, para cocinar, limpiar y cuidar a los niños.

Empecé a pensar en las ventanas sucias y en aquella marca alrededor del baño que tan difícil es de limpiar, pues hay que doblarse por el medio para alcanzarla. Resultó que cierto artificio electrostático podía hacer saltar la suciedad de cualquier superficie silícea pulimentada, de los cristales de las ventanas, de los baños, de las palanganas —de cualquier cosa semejante. Aquello fue Willie Ventanas, y era extraño que nadie hubiese pensado en él antes. Lo aguanté hasta que pude rebajar su precio a un nivel que la gente no podía rehusar. ¿Se acuerdan de lo que costaba la hora de limpieza de ventanas?

Contuve la producción de Willie mucho más tiempo de lo que le convenía a Miles. Quería venderlo tan pronto como fuese lo bastante barato, pero yo insistí además en otra cosa: Willie tenía que ser fácil de reparar. El gran inconveniente de la mayoría de los aparatos domésticos es que cuanto mejores eran y más cosas hacían, con más facilidad se estropeaban, precisamente en el momento en que más falta hacían; y luego necesitaban un experto a cinco dólares por hora para hacerlas funcionar de nuevo. Luego volvía a suceder lo mismo a la semana siguiente, si es que no ocurría al lavaplatos, luego al acondicionador de aire… y generalmente el sábado por la tarde en medio de una tormenta de nieve.

Lo que yo quería era que mis aparatos funcionasen y siguiesen funcionando, y no causasen úlceras a sus propietarios.

Pero todos los aparatos se estropeaban incluso los míos. Hasta que llegue el gran día en que todos los artefactos sean diseñados sin partes móviles, las máquinas continuarán averiándose.

Pero la investigación militar verdaderamente consigue resultados, y los militares habían ya resuelto este problema. No se puede perder una batalla, perder miles o millones de vidas, quizás incluso la misma guerra, solamente porque un aparato del tamaño de tu dedo pulgar se estropea. Con fines militares se utilizaron una serie de recursos: «fallo con seguridad», circuitos de reserva, «dígamelo tres veces», y lo demás. Pero uno de los que utilizaron y que era viable para utensilios domésticos era el basado en el principio del componente enchufable.

Se trata de una idea sencillamente morónica; nada de reparar, sino de sustituir. Quería hacer que todas las partes de Willie Ventanas que podían averiarse fuesen unidades enchufables, y luego incluir un juego de recambios con cada Willie. Algunos de los componentes se tirarían, pero el mismo Willie nunca estaría fuera de uso más tiempo del necesario para enchufar la parte de recambio.

Miles y yo nos peleamos por primera vez. Yo afirmaba que la decisión acerca de cuándo se debía pasar del modelo piloto a la producción correspondía al ingeniero; él afirmaba que se trataba de una decisión comercial. Si no hubiese retenido mi control Willie hubiese salido al mercado sujeto a apendicitis aguda de manera tan irritante como todos los demás artefactos para «ahorrar trabajo», enfermizos y a medio desarrollar.

Belle Darkin calmó la tormenta. Si hubiese presionado quizás hubiese permitido que Miles empezase a vender, pues yo estaba tan embobado con Belle como pueda llegar a estarlo cualquier hombre.

Belle no solamente era una perfecta secretaria y gerente de oficina, sino que tenía características personales que hubiesen deleitado a Praxiteles, y una fragancia que me afectaba de la misma manera que el olor a gata afecta a Pet. Con lo escasas que estaban las oficinistas de primer orden, cuando una de las mejores se prestaba a trabajar para una compañía de juguete, a un sueldo por debajo de lo corriente, realmente uno debía preguntarse «¿por qué?» Pero ni siquiera le preguntamos dónde había estado trabajando antes, tan contentos estábamos de que nos salvara de la inundación de papeles que había producido la puesta en el mercado de la Muchacha de Servicio.

Más tarde yo hubiese rechazado con indignación cualquier sugerencia de investigar el pasado de Belle, pues para entonces las dimensiones de su busto habían ya afectado seriamente mi juicio. Me permitió que le explicase lo solitaria que había sido mi vida hasta que había aparecido ella, y ella respondió con suavidad que tendría que conocerme mejor, pero que se sentía inclinada a pensar lo mismo.

Poco después de haber suavizado la disputa entre Miles y yo, consintió en compartir mis fortunas:

—Dan, querido, tienes lo necesario para llegar a ser un gran hombre… y creo que yo soy el tipo de mujer que puede ayudarte a serlo.

—¡Desde luego que lo eres!

—¡Calla, querido! Pero no voy a casarme contigo precisamente ahora y cargarte de chiquillos y crearte toda clase de preocupaciones. Primero voy a trabajar contigo y a establecer el negocio. Luego nos casaremos.

Yo objeté, pero se mostró firme:

—No, querido. Tú y yo iremos muy lejos. La Muchacha de Servicio será un nombre tan grande como General Electric. Pero cuando me case quiero olvidarme de los negocios y dedicarme exclusivamente a hacerte feliz, y primero tengo que dedicarme a tu bienestar y tu futuro. Ten confianza en mí, amor mío.

La tuve. No permitió que le comprase el costoso anillo de prometida que quería comprarle; en lugar de ello le transferí parte de mis acciones personales como regalo de compromiso. Continué votando por ellas, naturalmente. Cuando pienso en aquello, no estoy seguro de quién fue el que pensó en tal regalo.

Después de aquello trabajé aún más que antes, pensando en papeleras que se vaciarían solas, y en un artefacto para guardar los platos en su sitio después de terminar el lavado. Todo el mundo se sentía feliz… Es decir, todo el mundo menos Pet y Ricky. Pet no hacía caso de Belle, lo mismo que de cualquier otra cosa que no le gustaba y que no podía alterar, pero Ricky se sentía verdaderamente desgraciada.

La culpa era mía. Ricky había sido «mi chica» desde que tenía seis años, allá en Sandia, con sus lazos en el cabello y sus grandes ojos solemnes. Yo iba a «casarme con ella» cuando fuese mayor, y los dos juntos cuidaríamos de Pet. Yo me figuraba que estábamos jugando y quizá si fuese un juego, y que Ricky solamente lo tomaba en serio por lo que se refería a su eventual plena custodia de nuestro gato. Pero ¿quien puede saber lo que pasa por la cabeza de un niño?

No Soy un sentimental con los niños. La mayor parte son como monstruos que no se civilizan hasta que crecen, y a veces ni entonces.

Pero la pequeña Federica me recordaba a mi propia hermana a aquella edad y, además, quería a Pet y lo trataba bien. Creo que yo le gustaba porque nunca le hablaba solemnemente (cuando yo era pequeño me molestaba que lo hicieran conmigo) y además me tomaba en serio sus actividades de Exploradora. No podía uno quejarse de Ricky; era de una reposada dignidad y ni alborotaba, ni chillaba, ni se subía las faldas. Eramos amigos, compartiendo la responsabilidad de Pet y por lo que a mí se refería, aquello de ser «mi chica» no era sino un juego algo mundano.

Dejé de jugarlo el día que mi hermana y mi madre murieron en un bombardeo. No fue una decisión consciente, sencillamente no me sentía con ganas de bromas y nunca lo volví a empezar. Ricky tenía entonces siete años; tenía diez cuando Belle se nos unió, y probablemente unos once cuando Belle y yo nos prometimos, odiaba a Belle con una intensidad de la que creo que solamente yo me daba cuenta, puesto que sólo se manifestaba en una falta de ganas de hablarle —Belle le llamaba «timidez», y creo que Miles también lo creía así.

Pero yo sabia la verdad y traté de hacer variar de actitud a Ricky. ¿Han tratado ustedes alguna vez de hablar con un subadolescente de algo de lo cual el niño no quiere hablar? Les será más satisfactorio gritar en el Cañón de los Ecos. Yo me decía que aquello pasaría cuando Ricky se diese cuenta de lo adorable que era Belle.

Pet era otra cosa, y si no hubiese estado enamorado lo hubiese interpretado como una señal clara de que Belle y yo no nos entenderíamos nunca. A Belle «le gustaba» mi gato. ¡Oh! ¡Desde luego, desde luego! Adoraba a los gatos y le encantaba mi incipiente calva y admiraba mi elección de restaurantes, y le gustaba todo lo que tenía que ver conmigo.

Pero el gusto por los gatos es algo difícil de asimilar frente a una persona aficionada a ellos. Hay gentes de gatos, y hay otros, probablemente más que una mayoría, que «no pueden soportar un gato inofensivo y necesario». Si lo intentan sea por cortesía o por cualquier otra razón, se nota porque no comprenden cómo se debe tratar a los gatos; y el protocolo de los gatos es más rígido que el de la diplomacia.

Se basa en el respeto de sí mismo y en el mutuo respeto, y tiene el mismo matiz que la «dignidad del hombre», que solamente puede ofenderse a riesgo de la vida.

Los gatos no tienen sentido del humor, sus egos son terriblemente hinchados, y son muy susceptibles. Si alguien me preguntase por qué valía la pena que nadie perdiese el tiempo ocupándose de ellos, me vería forzado a responder que no hay ninguna razón lógica. Preferiría explicar a alguien a quien no gusten los quesos fermentados por qué «debería gustarle» el Limburger. No obstante, simpatizo con aquel mandarín que se cortó una manga llena de inestimables bordados porque sobre ella estaba durmiendo un gatito.

Belle intentaba demostrar que Pet «le gustaba» tratándolo como si fuese un perro…, de modo que recibió un arañazo. Luego, como era un gato razonable, se fue, y no volvió en mucho tiempo; y fue mejor así, pues le hubiese pegado, y a Pet yo no le he pegado nunca. Pegar a un gato es peor que inútil, la única manera de disciplinar a un gato es por medio de paciencia, nunca a fuerza de golpes.

De modo que puse yodo en las heridas de Belle, y luego traté de explicarle en qué se había equivocado.

—Siento que haya ocurrido, ¡lo siento muchísimo! Pero volverá a suceder si vuelves a hacer aquello.

—¡Pero si solamente le estaba acariciando!

—Pues, sí… pero no le acariciabas como a un gato, sino como a un perro. No debes nunca dar palmaditas a un gato, sino pasarle la mano por encima. No debes hacer movimientos repentinos cuando estés al alcance de sus garras. No debes nunca tocarle sin darle la oportunidad de que vea lo que estás haciendo… y tienes siempre que procurar que sea algo que le guste. Si no tiene ganas de que le acaricien, lo soportará un poco por cortesía, pues los gatos son muy corteses, pero es posible darse cuenta de que lo está sencillamente soportando, y hay que pararse antes de que se acabe la paciencia.

—Vacilé un momento—. ¿No te gustan los gatos, verdad?

—¿Cómo? ¡Pues claro que sí, qué tontería! —Pero añadió—: La verdad es que no los he tratado mucho. Es una gata muy susceptible, ¿verdad?

—Gato. Pet es un gato macho. No, la verdad es que no es susceptible, puesto que siempre ha sido bien tratado. Pero tienes que aprender a tratarlos. Ah, no tienes nunca que reírte de ellos.

—¿Cómo? ¿Qué razón puede haber?

—No es porque no sean divertidos; son muy cómicos. Pero no tienen sentido del humor y les ofende. Oh, un gato no te arañará porque te rías; lo único que hará es marcharse y te será difícil volver a hacerte amigo de él. No es que eso sea importante. Mucho más importante es saber cómo se tiene que levantar a un gato. Cuando Pet vuelva te enseñaré cómo debe hacerse.

Pero Pet no volvió entonces, y nunca se lo enseñé. Belle no volvió a tocarlo después de aquello. Le hablaba y se portaba como si le gustase, pero se mantenía a distancia, y lo mismo hacía Pet. Me olvidé de ello; no iba a permitir que una cosa tan trivial me hiciese dudar de la mujer que para mí representaba más que ninguna otra cosa en la vida.

Pero la cuestión de Pet casi llegó a tina crisis algo más tarde. Belle y yo estábamos discutiendo dónde íbamos a vivir. Todavía no quería fijar el día de la boda, pero pasábamos mucho tiempo con esos detalles. Yo quería un pequeño rancho cerca de la planta; ella prefería un piso en la ciudad hasta que pudiésemos permitirnos una finca en Bel-Air.

—Querida —le dije—, no es práctico; tengo que estar cerca de la planta. Y además, ¿se te ha ocurrido a ti alguna vez cuidar de un gato macho en un piso?

—¡Oh, eso! Mira, cariño, me alegro de que lo hayas mencionado. He estado estudiando gatos, de verdad… liaremos que lo modifiquen; entonces será mucho más afectuoso y estará feliz en un piso.

La miré fijamente, incapaz de creer mis oídos. ¿Convertir al viejo guerrero en un eunuco? ¿Transformarle en una decoración hogareña?

—Belle, no sabes lo que estás diciendo…

Me reprendió con el familiar «Mamá tiene razón», utilizando los argumentos corrientes de la gente que cree que los gatos son una propiedad…, que no le harían daño, que en realidad era por su propio bien, que sabía lo mucho que yo le apreciaba y que nunca se le ocurriría privarme de él, y que era en realidad algo muy sencillo e inofensivo, y lo mejor para todos.

La interrumpí:

—Y por qué no lo organizas para los dos?

—¿El qué, cariño?

—Yo también. Sería mucho más dócil y me quedaría por las noches en casa, y nunca discutiría contigo. Corno tú has dicho, no hace daño, y me sentiría probablemente mucho más feliz.

Se sofocó.

—Te pones absurdo.

—Lo mismo que tú.

No volvió nunca más a hablar de ello. Belle nunca dejaba que una diferencia de opinión degenerase en una pelea; se callaba y esperaba su momento. Pero tampoco lo dejaba nunca correr. En cierto sentido había en ella mucho de gato…, y es posible que ésa fuese la razón por la cual yo no podía resistirla.

Me alegré de dejar correr el asunto. Estaba ocupado hasta la coronilla con Frank Flexible. Willie y la Muchacha de Servicio forzosamente nos iban a hacer ganar mucho dinero, pero yo tenía la obsesión de un autómata perfecto para todos los trabajos domésticos, un sirviente para todo. Está bien, llámenlo un robot, a pesar de que se abusa de esta palabra y de que yo no tenía intención de construir un hombre mecánico.

Lo que quería era un aparato que hiciese todo el trabajo de la casa: limpiar y guisar, naturalmente, pero al mismo tiempo también trabajos difíciles, como cambiar los pañales de un niño, o la cinta de una máquina de escribir. En lugar de tener una cuadra de Muchachas de Servicio Nani Niñeras, Harry Botones y Gus Jardinero quería que un matrimonio pudiese comprar una máquina por el precio de, bueno, digamos de un buen automóvil, la cual fuese el equivalente del sirviente chino sobre el que se leen historias, pero al cual nadie de mi generación había llegado a ver.

Si conseguía hacerlo, seria la Segunda Proclamación de Emancipación, que liberaría a las mujeres de su esclavitud atávica. Quería abolir el antiguo dicho de que «el trabajo de la mujer no se termina nunca». El trabajo doméstico es una pesadilla innecesaria y monótona; en mi capacidad de ingeniero me ofendía.

Para que el problema entrase dentro de las posibilidades de un solo ingeniero, casi todo el Frank Flexible tenía que consistir en partes standard y no debía incluir ningún principio nuevo. La investigación fundamental no es trabajo para un solo hombre; tenía que ser un desarrollo de lo ya conocido, o no podía ser.

Afortunadamente había ya mucho hecho en ingeniería y yo no había perdido el tiempo mientras esperaba mi licencia «Q». Lo que requería no era tan complicado como lo que se espera que haga un proyectil dirigido.

¿Y qué era lo que quería que hiciese Frank Flexible? Respuesta: todo el trabajo que un ser humano hace por la casa. No tenía que jugar a las cartas, hacer el amor, comer, o dormir, pero sí tenía que limpiar después de una partida de cartas, guisar, hacer camas y cuidar de niños; por lo menos tenía que vigilar la respiración de un niño y llamar a alguien si se alteraba. Decidí que no tendría que contestar al teléfono, puesto que A.T.T. ya alquilaba un aparato que lo hacía. Tampoco era necesario que atendiese la puerta, ya que la mayor parte de las casas nuevas estaban provistas de contestadores.

Pero para que hiciese la multitud de cosas que yo quería que hiciese, necesitaba manos, ojos, oídos y un cerebro… un cerebro lo bastante bueno.

Las manos podía encargárselas a las compañías de equipos de ingeniería atómica que suministraban las de la Muchacha de Servicio, si bien en este caso iba a requerir las mejores, con servos de largo alcance y con el delicado retorno que se necesita para manipulaciones para pesar isótopos radiactivos. Las mismas compañías podían suministrar ojos; si bien podrían ser más sencillos, puesto que Frank no tendría que ver y manipular desde detrás de metros de espesor de una coraza de hormigón, como ocurre en las plantas de reactores.

Los oídos podía comprarlos a cualquiera de entre una docena de firmas de TV —si bien tendría probablemente que idear un diseño para controlar sus manos por sonido, vista, y retorno de tacto, de la misma manera que pueden ser controladas las manos humanas.

Pero con transistores y circuitos impresos es posible hacer muchas cosas.

Frank no tendría que usar escaleras de mano. Haría que su cuello se estirase como el de un avestruz y que sus brazos se alargasen como unas tenacillas. ¿Debería hacerlo de manera que pudiese subir y bajar escaleras?

Pues bien, había una silla de ruedas mecánica que podía hacerlo. Podría probablemente comprar una de ellas y utilizarla como armazón, limitando así el modelo piloto a un espacio no mayor que una silla de ruedas y no más pesado que lo que tal silla puede llevar. Eso me daría un juego de parámetros. Conectaría su potencia y su dirección con el cerebro de Frank.

El cerebro era la verdadera dificultad. Es posible construir un artefacto unido como un esqueleto humano o incluso mucho mejor. Es posible proporcionarle un sistema de retorno lo bastante bueno para que clave clavos, friegue suelos, rompa huevos —o no los rompa—. Pero a menos de que entre las orejas contenga una sustancia como la que tiene un hombre, no es hombre, ni tan sólo un cadáver.

Afortunadamente no necesitaba un cerebro humano: solamente quería un morón dócil, capaz principalmente de trabajos domésticos de repetición.

Aquí es donde entraban en juego las válvulas de memoria Thorsen. Gracias a las válvulas Thorsen habíamos provisto de pensamiento a los 1jroyectiles intercontinentales, y los sistemas de control de tránsito en sitios como Los Ángeles utilizan una de sus formas idiotas. No es necesario entrar en la teoría de una válvula electrónica que incluso los Laboratorios Bell no acaban de comprender bien, sino que la cuestión es que se puede conectar una válvula Thorsen a un circuito de control, hacer que la máquina efectúe una operación por medio de control manual, y el tubo «recordará» lo que hizo y puede a su vez dirigir aquella operación sin vigilancia humana una segunda vez, o un número indefinido de veces. Para herramientas mecánicas automáticas basta con eso; para los proyectiles dirigidos y para Frank Flexible se añaden circuitos que dan «juicio» a la máquina. En realidad no se trata de juicio (yo opino que una máquina nunca puede tener juicio); el circuito lateral es un circuito especial cuyo programa dice: «busca tal y cual entre los límites tales y cuales; cuando lo encuentres ejecuta tus instrucciones básicas». La instrucción básica puede ser tan complicada como sea posible comprimir en una válvula de memoria Thorsen —¡limite que es en verdad muy amplio!— y se puede establecer el programa de tal manera que vuestros circuitos de «juicio» (que son en realidad conductores morónicos) pueden interrumpir las instrucciones básicas todas las veces que el ciclo no corresponda a lo originalmente impreso en la válvula Thorsen.

Eso significa que solamente es necesario hacer que Frank Flexible quite la mesa, rasque los platos y los cargue en el lavaplatos solamente una vez, pues a partir de aquel momento se las podrá entender con cuantos platos sucios se encuentre. Mejor aún, se le podría meter en la cabeza una válvula Thorsen copiada electrónicamente y podría manipular platos sucios desde la primera vez que los tuviese a su alcance… sin nunca romper ni uno.

Póngase otra válvula «memorizada» a su lado y podrá cambiar de ropa a un bebé mojado desde la primera vez, sin nunca, nunca, clavarle un alfiler.

La cuadrada cabeza de Frank podía fácilmente contener un centenar de válvulas de Thorsen, cada una de ellas con una «memoria» de una tarea doméstica diferente. Luego instalemos un circuito de protección alrededor de todos los circuitos de «juicio», circuito que le requiera que se esté quieto y pida ayuda Si se llega a encontrar con algo que no esté comprendido en sus instrucciones —de esta manera se evitará gastar bebés y platos.

Así fue que construí a Frank sobre la armazón de una silla de ruedas mecánica. Parecía un perchero haciendo el amor a un pulpo. ¡Pero hay que ver lo bien que limpiaba la plata!

Miles contempló al primer Frank, observó cómo preparaba un martini y lo servía, y luego iba dando vueltas vaciando ceniceros (sin tocar los que estaban limpios) vio cómo abría una ventana y la dejaba sujeta abierta, luego iba a mi librería y ordenaba los libros que en ella había. Miles probó su martini y dijo:

—Demasiado vermut.

—Es así como me gustan a mí. Pero podemos decirle que prepare el tuyo de una manera y el mío de otra; le quedan aún muchas válvulas en blanco. Es flexible.

Miles tomó otro sorbo:

—¿Cuándo estará a punto para entrar en producción?

—Pues me gustaría entretenerme con él otros diez años. —Y antes de que pudiese protestar añadí—: Pero quizá sea posible producir un modelo limitado antes de cinco.

—¡Tonterías! Te daremos toda la ayuda necesaria y tendremos a punto un Modelo T dentro de seis meses.

—Ni hablar. Ésta es mi magnus Opus. No voy a soltarla hasta que sea una obra de arte… aproximadamente un tercio de su tamaño actual, y con todas sus partes sustituibles por sencillo enchufe, salvo los Thorsen, y tan flexible que no solamente pueda sacar a paseo el gato y lavar al crío, sino que incluso pueda jugar al pingpong si el comprador está dispuesto a pagar el costo del programa extra.

Me quedé mirándole; Frank estaba tranquilamente sacando el polvo a mi mesa y dejando todos los papeles exactamente donde los había encontrado.

—Pero no sería muy divertido jugar al ping-pong con él; nunca fallaría. No; me figuro que podríamos enseñarle a fallar al azar. Sí… podríamos hacerlo. Y lo haremos. Será una buena exhibición para la venta.

—Un año, Dan, y ni un día más. Voy a tomar a alguien de Lowy para que te ayude.

—Miles, ¿cuándo vas a darte por enterado de que soy yo quien manda en la parte de ingeniería? Cuando te lo entregue, te pertenece…, pero ni una fracción de segundo antes.

Miles contestó:

—Aún le sobra mucho vermut.

Con la ayuda de los mecánicos del taller continué trabajando hasta que conseguí que Frank se pareciera menos a un triple choque de automóviles y m~ a algo de lo que uno se siente inclinado a alabar delante de los vecinos. Mientras tanto, fui resolviendo una serie de pegas de sus circuitos de control. Incluso le enseñé a acariciar a Pet y a rascarle bajo la barbilla de tal manera que a Pet le gustase, y pueden creer que eso es algo que requiere un retorno tan exacto como cualquier operación en un laboratorio de atomística. Miles no me apresuró, si bien venia de vez en cuando a observar los adelantos. Hacía de noche la mayor parte de mi trabajo, al volver después de cenar con Belle y de dejarla en su casa. Luego dormía la mayor parte del día, me retrasaba al llegar por la tarde, firmaba los papeles que Belle me tenía preparados, veía lo que habían hecho en el taller durante el día, volvía otra vez a sacar a Belle a cenar. No intentaba hacer gran cosa antes de eso, porque el trabajo de creación le hace a uno oler como una cabra. Después de una noche de trabajo intenso en el laboratorio sólo Pet podía soportarme.

Un día, precisamente cuando acabábamos de cenar, Belle me dijo:

—¿Vuelves al taller, cariño?

—Desde luego; ¿por qué?

—Bien, porque Miles va a reunirse con nosotros allí.

—¿Cómo?

—Quiere celebrar una junta de accionistas.

—¿Una junta de accionistas? ¿Para qué?

—No será larga. La verdad es, cariño, que en estos últimos tiempos no te has preocupado mucho de la parte comercial de la compañía. Miles quiere atar algunos cabos sueltos y concretar ciertas políticas.

—Me he dedicado intensamente a la ingeniería. ¿Qué otra cosa crees que tengo que hacer para la compañía?

—Nada, querido. Miles dice que no será largo.

—Pero ¿qué ocurre? ¿Es que Jack no es capaz de manejar la línea de montaje?

—Miles no dijo de qué se trataba.

Miles nos estaba esperando en la planta y me dio la mano como si no nos hubiésemos visto desde hacía un mes. Dije:

—¿Miles, de qué se trata?

—Trae el programa, ¿quieres? —le dijo a Belle.

Eso solo debería haber bastado para hacerme comprender que Belle había mentido al decirme que Miles no le había dicho de qué se trataba. Pero no se me ocurrió… Diablos, ¡me fiaba de Belle!… y mi atención fue requerida por otra cosa, pues Belle se dirigió a la caja, hizo girar el botón y la abrió.

Dije:

—Y de paso, cariño, anoche intenté abrirla, y no lo pude conseguir. ¿Has cambiado la combinación?

Estaba manipulando papeles, y no se volvió:

—¿No te lo dije? La patrulla me pidió que la modificase, después de aquella alarma de robos que hubo la semana pasada.

—Ah… Pues me tendrás que dar los números, o de lo contrario a lo mejor una de estas noches tendré que llamaros por teléfono a una hora absurda.

—Desde luego.

Cerró la caja y puso una carpeta sobre la mesa que utilizábamos para las conferencias.

Miles carraspeó:

—Empecemos.

—Está bien —contesté—. Querida, puesto que se trata de una reunión oficial, puedes empezar a tomar notas… Bueno… Miércoles, dieciocho de diciembre, 21 horas veinte minutos, presentes todos los accionistas… Pon nuestros nombres. Bajo la presidencia de D. B. Davis, presidente del consejo de administración. ¿Queda algún asunto pendiente?

No quedaba ninguno.

—Bien, Miles; es cosa tuya. ¿Algún asunto nuevo?

Miles carraspeó:

—Deseo revisar la política de la compañía, presentar un programa para el futuro, y hacer que el consejo considere una propuesta de financiación.

—¿Financiación? No digas tonterías. Tenemos excedente en efectivo, y cada mes nos va mejor. ¿Qué ocurre, Miles? ¿Es que no estás contento con lo que sacas? Podríamos aumentarlo.

—Con el nuevo programa pronto no nos quedaría efectivo sobrante. Necesitamos una estructura financiera más amplia.

—¿Qué nuevo programa?

—Por favor, Dan. Me he tomado el trabajo de escribirlo detalladamente. Deja que Belle nos lo lea.

—Bueno… Está bien.

A semejanza de todos los abogados, a Miles le gustaban las palabras polisilábicas. Miles quería tres cosas: a) Quitarme Frank

Flexible, entregárselo a un equipo de ingenieros productores, y sacarlo al mercado sin más demora; b)… Pero yo le interrumpí ahí:

—¡No!

—Espera un momento, Dan. Como presidente y gerente general tengo sin duda derecho a exponer ordenadamente mis ideas. ahórrate tus comentarios y deja que Belle acabe de leer.

—Bueno… está bien; pero la respuesta sigue siendo que no.

El punto b) trataba en realidad de que dejásemos de ser una empresa de un caballo. Teníamos algo muy grande, tan grande como lo había sido el automóvil, y habíamos entrado en el asunto al principio; por lo tanto teníamos que ampliarnos en seguida y montar una organización para la venta y distribución en el país y en el extranjero, con una producción correspondiente.

Empecé a tamborilear sobre la mesa. Podía verme jefe de ingenieros de una empresa semejante. Probablemente ni siquiera me dejarían tener un tablero de dibujo, y si agarraba una lámpara soldadora el sindicato se declararía en huelga. Tanto valdría que me hubiese quedado en el ejército y que hubiese intentado llegar a general.

Pero no interrumpí. El punto c) decía que no era posible hacer tal cosa a base de céntimos; se necesitarían millones. Empresas Mannix estaban dispuestas a aportar el capital, lo cual en realidad significaba que venderíamos cuerpo y alma y Frank Flexible a Mannix, y que nos convertiríamos en una corporación afiliada. Miles se quedaría de gerente de división y yo como ingeniero jefe de investigaciones, pero los días de libertad habrían terminado: los dos estaríamos a sueldo.

—¿Es eso todo? —dije.

—Pues sí… Discutámoslo y pongámoslo a votación.

—Debería haber ahí algo que nos concediese el derecho a sentarnos por la noche a la puerta de la cabaña y cantar canciones espirituales.

—No se trata de un chiste, Dan. Así tiene que ser.

—No me burlaba. Un esclavo necesita ciertas libertades para que esté tranquilo. Bueno, ¿me toca a mí, ahora?

—Di lo que quieras.

Hice una contrapropuesta, que hacía algún tiempo había ido formándose en mi cabeza. Quería que abandonásemos la producción. Jake Smith, nuestro jefe del taller de producción, era una persona competente; no obstante, continuamente me tenía que alejar de mi cálido centro creador para resolver dificultades de producción, lo cual era algo así como ser sacado de un lecho caliente para ser sumergido en un baño helado. Esa era la verdadera razón por la cual había estado haciendo tanto trabajo nocturno y me había mantenido alejado del taller durante el día. Ahora que estábamos montando más edificios con excedentes de guerra, y se estaba pensando en un turno de noche, veía llegar el momento cuando me faltaría paz y tranquilidad para crear, aun cuando rechazásemos ese desagradable plan de ponernos a la altura de General Motors y de Consolidated. Desde luego, yo no era un par de gemelos, y no podía ser al mismo tiempo gerente de producción e inventor.

De modo que propuse que en vez de ampliarnos nos redujésemos: otorgar licencias para Muchacha de Servicio y Willie Ventanas, y dejar que otros los construyesen y los vendiesen, mientras nosotros cobrábamos nuestro porcentaje. Cuando Frank Flexible estuviese a punto también lo otorgaríamos bajo licencia. Si Mannix quería las licencias y pagaba más que los demás, ¡magnifico! Entre tanto adoptaríamos el nombre de Corporación de Investigaciones Davis y Gentry, y la mantendríamos limitada a nosotros tres, con un mecánico o dos para ayudarme con los nuevos modelos. Miles y Belle podrían limitarse a contar el dinero a medida que iba entrando.

Miles movió lentamente la cabeza:

—No, Dan. Admito que otorgar licencias nos produciría algo de dinero, pero no tanto, ni mucho menos, como ganaríamos si lo hiciésemos nosotros mismos.

—Pero Miles, la cuestión es que no lo haríamos nosotros. Sería vender nuestra alma a los de Mannix. En cuanto a dinero, ¿cuánto quieres? Solamente se puede utilizar un yate o nadar en una sola piscina en un momento dado… y antes de terminar el año puedes tener ambas cosas, si es que las quieres.

—No las quiero.

—Pues, ¿qué es lo que quieres?

Alzó la vista:

—Dan, tu quieres inventar cosas. Este plan te deja que lo hagas, con todas las facilidades y toda la ayuda y todo el dinero del mundo. Yo, lo que quiero es dirigir un gran negocio. Una empresa verdaderamente grande. Tengo talento para ello. —Lanzó una mirada a Belle—. No tengo ganas de pasarme aquí la vida en medio del Desierto de Mojave, como gerente comercial de un inventor solitario.

Me quedé mirándole:

—No hablabas así en Sandia. ¿Quieres salirte, Pappy? Belle y yo, lamentaremos mucho que te vayas… pero si eso es lo que deseas, supongo que podría hipotecar esto, o buscar alguna otra solución, y comprar tu parte. No quisiera que nadie se sintiese atado.

Yo estaba verdaderamente asombrado, pero si Miles se sentía inquieto, no tenía derecho a sujetarle.

—No, no quiero irme. Lo que quiero es que crezcamos. Ya has oído mi propuesta. Es una propuesta en serio para decidir por parte de la corporación. Así lo propongo.

Me imagino que debí poner cara de asombro.

—¿Te empeñas en hacerlo en serio? Bueno, Belle, mi voto es «no». Anótalo. Pero no voy a presentar mi contrapropuesta esta noche. Quiero que te sientas contento, Miles.

Miles dijo con testarudez:

—Hagámoslo en regla. Llama por los nombres, Belle.

—Está bien, señor. Miles Gentry, vota por las acciones, números… —Leyó los números de las series—. ¿Qué dice usted?

—En favor.

Belle lo anotó en el libro.

—Daniel D. Davis, vota por las acciones… —Nuevamente leyó una serie (le números; ni siquiera la escuché—. ¿Qué dice usted?

—En contra.

Y esto cierra la cuestión. Lo siento, Miles.

—Belle S. Darkin prosiguió—, vota por las acciones… Y volvió a recitar números—. Voto en favor.

La boca se me abrió de golpe; luego conseguí cerrarla y decir:

—Pcro, chiquilla, ¡no puedes hacer eso! Es verdad que esas acciones son tuyas, pero sabes perfectamente que…

—Anuncia el resultado— gruñó Miles.

—Los votos en favor ganan. La propuesta es aceptada.

—Hágalo constar.

—Sí, señor.

Los siguientes minutos fueron confusos. Primero le grité; luego razoné con ella, después rugí que lo que había hecho no era decente… que era cierto que le había puesto las acciones a su nombre, pero ella sabía también como yo que era siempre yo el que votaba, que nunca había tenido intención de abandonar el control de la compañía, que no era sino un regalo de compromiso, pura y sencillamente. Diablos, si hasta había pagado el impuesto a la renta el mes de abril anterior. Si era capaz de hacer una cosa así cuando estábamos prometidos, ¿qué iba a ocurrir en nuestro matrimonio?

Me miró de frente, y su cara me pareció completamente desconocida:

—Dan Davis, si después de lo que me has dicho te figuras que podemos seguir estando prometidos, es que aún eres más estúpido de lo que siempre había supuesto.

—Se volvió hacia Gentry—. ¿Querrás acompañarme a casa, Miles?

—Sin duda, cariño.

Comencé a decir algo, luego me callé y salí de allí sin sombrero. Hice bien en marcharme, pues de lo contrario hubiera probablemente matado a Miles, puesto que no podía tocar a Belle.

Naturalmente, no dormí. A eso de las cuatro de la madrugada me levanté, hice llamadas telefónicas, accedí a pagar más de lo que valía, y a las cinco y media estaba delante de la planta con un camión. Me dirigí a la verja de entrada con la intención de abrirla y de hacer entrar el camión hasta el andén de carga, a fin de poder sacar a Frank Flexible por la puerta trasera: Frank pesaba ciento ochenta kilos.

En la verja de entrada había un nuevo candado. Pasé por encima, cortándome con el alambre de espinos. Una vez estuviese dentro, la verja no me molestaría, ya que en el taller había cien herramientas capaces de entendérselas con un candado.

Pero la cerradura de la puerta delantera también había sido cambiada.

Estaba contemplándola, pensando si sería más fácil romper una ventana con uno de los hierros para los neumáticos o bien sacar el crick del camión y meterlo entre el marco de la puerta y el plomo, cuando alguien gritó:

¡Eh, ahí! ¡Manos arriba!

No levanté las manos, pero sí me volví. Un hombre de mediana edad me estaba apuntando con un armatoste lo bastante grande para bombardear una ciudad:

—¿Quién diablos es usted?

—¿Y usted, quién es?

—Soy Dan Davis, ingeniero jefe de este lugar.

—¡Ah! —se tranquilizó un poco, pero siguió apuntándome con su mortero de campaña—. Si, responde usted a la descripción. Pero si lleva usted algo que le identifique, valdrá más que me lo enseñe.

—¿Y por qué? Le he preguntado quién es usted.

—¿Yo? No soy nadie a quien usted conozca. Me llamo Joe Todd, y trabajo para la Compañía de Protección y Patrulla del Desierto. Licencia particular. Debería usted saber quiénes somos; ustedes han sido clientes nuestros desde hace meses, para la patrulla de noche. Pero esta noche estoy aquí cumpliendo un servicio de guardia especial.

—¿De veras? Entonces, si le han dado a usted una llave de este lugar, utilícela. Quiero entrar. Y deje de una vez de apuntarme con ese arcabuz.

Siguió apuntándome con él:

—No podría hacer eso, aunque quisiera, señor Davis. En primer lugar, no tengo llave. En segundo lugar, me han dado órdenes especiales respecto a usted. No puedo dejarle entrar; le abriré la verja para que salga.

—Desde luego quiero que abra la verja, pero voy a entrar.

Miré alrededor en busca de una piedra con que romper una ventana.

—Por favor, señor Davis.

¿Qué?

—Lamentaría mucho que usted insistiese. De veras que lo sentiría. Porque no podría arriesgarme a tirar a las piernas; no tengo buena puntería. Tendría que tirar a la barriga. Este trasto está cargado con balines de punta blanda; lo que sucedería seria bastante desagradable.

Supongo que fue eso lo que me hizo variar de opinión, a pesar de que me gustaría pensar que fue otra cosa, a saber, que cuando volví a mirar a través de la ventana vi que Frank Flexible no estaba donde le había dejado.

Mientras me abría la puerta de la verja para que saliese, Todd me entregó un sobre:

—Me dijeron que le entregase esto si aparecía usted por aquí. Lo leí en la cabina del camión. Decía:


18 noviembre, 1970

Querido señor Davis:

Durante la reunión ordinaria del consejo de dirección, celebrado en el día de hoy, se acordó por votación dar por terminadas todas sus relaciones con la corporación (aparte su calidad de accionista), según lo previsto en el párrafo tercero de su contrato. Se le requiere para que se mantenga fuera del recinto de la compañía. Sus documentos personales y los artículos de su propiedad le serán enviados por medio seguro.

El consejo desea agradecerle a usted los servicios y lamenta que las diferencias de opinión en cuestiones de política le hayan obligado a la presente determinación.

Le saluda atentamente,

Miles Gentry

Presidente del Consejo y Gerente General, por B. S. Darkin, Tesorero-Secretario.


Lo tuve que leer dos veces antes de recordar que con la corporación nunca había tenido ningún contrato por el cual se pudiese invocar ni el párrafo tercero ni ningún otro párrafo.

Más tarde, aquel mismo día, un mensajero entregó un paquete certificado en el hotel donde guardaba mi ropa interior limpia. Contenía mi sombrero, mi pluma de escribir, mi otra regla de cálculo, una serie de libros y correspondencia personal, así como una serie de documentos. Pero no incluía mis notas y diseños sobre Frank Flexible.

Algunos de los documentos eran muy interesantes; mi «contrato», por ejemplo. Efectivamente, el párrafo tercero permitía que me despidiesen sin previo aviso, con solamente entregarme tres meses de sueldo. Pero el párrafo siete era aún más interesante. Era el último grado de la sumisión a la esclavitud, en virtud de la cual el empleado se compromete a no aceptar ninguna ocupación competitiva durante cinco años, a base de establecer que sus patronos le pagasen en efectivo la opción a sus servicios, corno derecho de tanteo a sus servicios; es decir, podía volver a ir a trabajar siempre que quisiese, sin más que ir, sombrero en mano, y pedirles un empleo a Miles y Belle; quizá fuese por eso que me devolvían el sombrero.

Pero durante cinco largos años no podía trabajar en artículos domésticos sin antes pedirles permiso. Antes me hubiese dejado degollar.

Había copias de todas las patentes, debidamente cedidas por mi a Muchacha de Servicio, Inc., referentes a la Muchacha de Servicio y Willie Ventanas y un par de cosas más de menor importancia. (Frank Flexible, corno es natural, no había sido nunca patentado: bueno, entonces no creía que lo hubiese sido; más tarde me enteré de la verdad).

Pero yo nunca había cedido ninguna patente, ni tan siquiera había cedido licencia oficial a Muchacha de Servicio Inc., para que las utilizase; la corporación era criatura mía, y no parecía que fuese necesario apresurarse mucho.

Los últimos tres documentos eran un certificado de mis acciones (las que no había dado a Belle), un cheque certificado y una carta que explicaba cada una de las partidas del cheque-salario «acumulado» menos desembolsos de la cuenta particular, tres meses de salario como plus en lugar de previo aviso, compensación para invocar el «párrafo séptimo»… y una bonificación de mil dólares para expresar su apreciación «por los servicios prestados». Esto último si que era amable de su parte.

Mientras estaba leyendo aquella extraordinaria colección me fui dando cuenta de que quizá no había sido demasiado inteligente al firmar todo lo que Belle me había puesto enfrente. No había duda alguna de que las firmas eran mías.

Me tranquilicé lo suficiente para hablar del asunto al día siguiente con un abogado, un abogado muy inteligente y muy ansioso para ganar dinero, uno a quien no le importaba patear, arañar ni morder en la lucha. Al principio se mostraba ansioso por aceptar a base de una comisión sobre las ganancias. Pero una vez hubo terminado de mirar mis papeles y de escuchar los detalles, se echó hacia atrás en un sillón, cruzó los dedos sobre su tripa y puso cara de mal humor.

—Dan, te voy a dar un consejo que no te va a costar nada.

—¿Y bien?

—No hagas nada; no tienes ninguna posibilidad.

—Pero dijiste…

—Ya sé lo que dije. Te han estafado. ¿Pero cómo vas a demostrarlo? Fueron demasiado listos para robarte tus acciones o dejarte sin un céntimo. Te han tratado exactamente como hubiese sido razonable esperar si todo hubiese estado en regla y te hubieses marchado, o te hubiesen despedido según ellos dicen por diferencias de opinión en la política. Te han dado todo lo que te correspondía y un millar más para demostrar que no te guardan rencor.

—¡Pero yo nunca tuve un contrato! ¡Y nunca firmé aquellas patentes!

—Estos documentos así lo dicen. Admites que son tus firmas. ¿Puedes probar lo que dices por otros testigos?

Lo pensé. Evidentemente, no. Ni siquiera Jake Smith sabía nada de lo que ocurría en la oficina de delante. Los únicos testigos que tenía eran… Miles y Belle.

—Y sobre la cesión de aquellas acciones —prosiguió—, ahí está la única posibilidad de deshacer el atasco. Si tú…

—Pero ésa es la única transacción entre todas que es legítima. L hice donación de las acciones a ella.

—Sí, pero, ¿por qué? Dices que se las diste como regalo de compromiso en espera de matrimonio, y que ella lo sabía cuando aceptó, puedes obligarla a que se case contigo o a que las devuelva McNulty c. Rhodes. Entonces volverás a recuperar el control podrás echarles a ellos. ¿Puedes probarlo?

—La cuestión es que no me casaría con ella ahora.

—Eso es cuestión tuya. Pero vayamos por partes. ¿Tienes algo testigo o evidencia, cartas o lo que sea, que tiendan a demostrar que las aceptó, entendiendo que se las cedías en su calidad de futura esposa?

Lo pensé. Sin duda, tenía testigos… los mismos dos de siempre‹ Miles y Belle…

—¿Lo ves? Sin otra cosa más que tu palabra frente a la de ello dos, más un montón de evidencia escrita no solamente no sacaría nada, si no que quizás acabases en una fábrica de Napoleones bajo‹ un diagnóstico de paranoia Mi consejo es que te busques trabajo en algo diferente… o todo lo más que sigas adelante y te saltes si contrato de esclavitud montando un negocio en competencia. M gustaría ver aquella fraseología en prueba, siempre que no fuese y( quien tuviese que luchar contra ella. Pero no les acuses de conspiración. Ganarían ellos y se acabarían por quedar con lo que te han dejado. —Y se levantó.

Solamente acepté parte de su consejo. En la planta baja de mismo edificio había un bar: entré y tomé un par de copas o una docena…

Tuve el tiempo preciso para ir recordando todo eso mientras conducía el coche en busca de Miles. Cuando e1npezamos a gana dinero, él se había ido con Ricky a un bonito apartamento de Sal Francisco Valley para escapar del calor atroz de Mojave, y había comenzado a ir y venir por el Slot de las Fuerzas Aéreas. Ricky no estaba entonces allí, y me alegraba recordar que estaba en el Lago Big Bear, en un campamento de Exploradoras; no tenía ganas de que estuviera presente en una bronca entre su padrastro y yo.

Estaba en medio de una masa de coches, cruzando el túnel de Sepúlveda, cuando se me ocurrió que valdría más que me sacase de encima el certificado de mis acciones de Muchacha de Servicio antes de ir a ver a Miles. No esperaba violencia (a menos que yo lo iniciase), pero de todos modos parecía una buena idea… Como un gato a quien le han cogido una vez el rabo en la puerta, me sentía permanentemente suspicaz.

¿Dejarlo en el coche? Supongamos que me detenían por agresión; no sería muy inteligente que me lo encontrasen en el coche cuando se lo llevasen a remolque y lo sellasen.

Podía dirigírmelo a mí mismo por correo, pero en los últimos tiempos había hecho' dirigir mi correspondencia a Lista de Correos, mientras iba de un hotel a otro, con tanta frecuencia como descubrían que tenía un gato.

Más valdría que se lo dirigiese a alguien en quien pudiese confiar.

Pero la lista era para eso cortísima.

Y entonces recordé a alguien en quien sí podía confiar: Ricky.

Puede parecer que mi deseo era que me apaleasen de nuevo al decidirme a confiar en una hembra después de haber sido desplumado por otra. Pero los casos no eran comparables. Había conocido a Ricky a la mitad de su vida y si es que alguna vez ha existido un ser humano verdaderamente honrado, éste era Ricky… Y Pet era de la misma opinión. Además, las características de Ricky no eran como para perturbar el juicio de nadie: su feminidad estaba solamente en su cara, no había aún afectado a su figura.

Cuando conseguí salir del atasco del túnel de Sepúlveda me aparté de la carretera principal y me metí en un drugstore; compré sellos, un sobre grande y uno pequeño, y papel de escribir. Y le escribí:

Querida Rikki-tikki-tavi:

Espero verte pronto, pero hasta entonces, quiero que me guardes este pequeño sobre. Es un secreto, solamente entre tú y yo.

Me detuve y pensé. Diablos… si algo me ocurría a mi, aunque solamente fuese un accidente de carretera o cualquier otra cosa que paralice la respiración… mientras Ricky tenía eso en su poder, acabaría por ir a parar a Miles y Belle. A menos de que dispusiese las cosas para evitarlo. Mientras estaba pensando en ello me di cuenta de que había llegado subconscientemente a una decisión respecto a aquello del sueño frío; no lo iba a tomar. El volver a estar sobrio, y el discurso del doctor, me había enderezado la columna vertebral; no iba a escaparme, sino que me iba a quedar y pelear, y el certificado de mis acciones era mi mejor arma. Me daba el derecho de examinar los libros: me autorizaba a meter las narices en todos los asuntos de la compañía. Si intentaban otra vez sencillamente negarme la entrada por medio de un vigilante armado podía volver con un abogado, un policía y una orden del juzgado.

Con aquello podía también llevarles al juzgado. Es posible que no ganase, pero podía armar revuelo y quizá conseguir que los de Mannix se asustasen y no comprasen. Quizá fuese mejor no enviárselo a Ricky.

No; si me ocurría algo quería que todo fuese para ella. Ricky y Pet eran toda mi «familia». Seguí escribiendo:


Si, por el motivo que fuera no te viese durante un año, deberás entender que algo me habrá ocurrido. En tal caso, cuida de Pet, si es que puedes encontrarle… y, sin decir nada a nadie, lleva el sobre que te incluyo a una sucursal del Banco de América, entrégaselo al encargado de depósitos, y dile que lo abra.

Cariño y besos,

TÍO DANNY


Después cogí otra hoja de papel y escribí:


«3 Diciembre 1970, Los Angeles, California. —En pago de un dólar recibido y de otras diversas consideraciones de importancia, adjudico [ahí redacté una lista de la descripción legal y numeración de mis acciones de Muchacha de Servicio, Inc.] al Banco de América, en depósito para Federica Virginia Gentry, para que a su vez le sean adjudicadas a ella al cumplir los veintiún años»


Lo firmé. La intención quedaba clara, y era lo mejor que podía hacer sobre el mostrador de un drusgstore, con un altavoz que bramaba en mis oídos. Debía garantizar que Ricky recibiese las acciones si me ocurría algo a mí, asegurándome de que Miles y Belle no se las podrían arrebatar.

Pero, si todo iba bien, cuando volviera a ver a Ricky le pediría sencillamente que me devolviese el sobre. Al no utilizar el formulario para la adjudicación impreso al dorso del certificado, evitaba todos los trámites necesarios para que un menor de edad volviese a readjudicarme las acciones: me bastaría con destruir la hoja de papel separada.

En el sobre más pequeño puse el certificado de las acciones, junto con la nota que las adjudicaba. Lo cerré, y coloqué ese sobre y la carta para Ricky en el sobre mayor. Lo dirigí a Ricky, en el campamento de Exploradoras, le puse el sello y lo eché en el buzón del dragstore. Vi que sería recogido al cabo de unos cuarenta minutos y volví a subir al automóvil realmente aliviado… no porque hubiese puesto a salvo las acciones, sino porque había resuelto mis problemas más importantes.

Bueno, quizá no los había resuelto, pero había decidido enfrentarme a ellos en vez de escaparme y jugar a Rip Van Winkle… o de volverlos a disimular mediante etanol de diversos aromas. Claro que quería ver el año 2000, pero con estarme quieto lo vería… a la edad de sesenta años, lo bastante joven aún para guiñar el ojo a las muchachas. No había prisa. Saltar de una siesta al siglo siguiente probablemente tampoco sería satisfactorio para un hombre normal; seria algo así como ver el final de una película sin haber visto lo que ocurría antes. Lo que había que hacer con los próximos treinta años era disfrutarlos a medida que iban pasando. Así cuando llegara el año 2000 lo comprendería.

Entre tanto, me las iba a entender con Miles y Belle. Quizá no ganara, pero con seguridad les haría lamentar haber tomado parte en una pelea; como las veces en que Pet había vuelto a casa sangrando.

—¡Tendrías que ver al otro!

No esperaba gran cosa de la entrevista de aquella noche. Lo único que supondría era una declaración oficial de guerra. Tenía intención de estropearle el sueño a Miles…, y él podría telefonear a Belle y estropear el de ella.

Загрузка...