II

– ¿Cantaba boleros? Entonces, tiene que ser el que te dije, primo -aseguró el Mono.

– Es -asintió Lituma-. Lo averiguamos y es Palomino Molero, de Castilla. Sólo que eso no resuelve el misterio de quién lo mató.


Estaban en el barcito de la Chunga, en las vecindades del Estadio, donde debía haber un match de box porque hasta ellos llegaban, clarito, los gritos de los hinchas. El guardia había venido a Piura aprovechando su día franco; un camionero de la International lo había traído en la mañana y lo regresaría a Talara a medianoche. Siempre que venía a Piura, mataba el tiempo con sus primos León José y el Mono, y con Josefino, un amigo del barrio de La Gallinacera. Lituma y los León eran de La Mangachería y había una rivalidad tremenda entre mangaches y gallinazos, pero la amistad entre los cuatro había superado esa barrera. Eran uña y carne, tenían su himno y se llamaban a sí mismos los inconquistables.

– Resuélvelo y te ascenderán a general, Lituma -hizo una morisqueta el Mono.

– Va a estar difícil. Nadie sabe nada, nadie ha visto nada, y, lo peor de todo, la autoridad no colabora.

– ¿Acaso la autoridad allá en Talara no es usted, compadre? -se sorprendió Josefino.

– El Teniente Silva y yo somos la autoridad policial. La que no coopera es la Aviación. Y como el flaquito era avionero, si ellos no cooperan, quién carajo va a cooperar. -Lituma sopló la espuma de su vaso y bebió un trago de cerveza abriendo la boca como un cocodrilo-. Jijunagranputas. Si ustedes hubieran visto cómo lo dejaron, no estarían tan felices, planeando ir al burdel. Y entenderían que yo no pueda pensar en otra cosa.

– Entendemos -dijo Josefino-. Pero aburre pasárselas hablando de un cadáver. No jodas más con tu muertito, Lituma.

– Eso te pasa por meterte de cachaco -dijo José-. Trabajar es enroncharse. Y, además, tú no sirves para eso. Un cachaco debe tener corazón de piedra, ser un conchesumadre si hace falta. Tú eres un sentimental de mierda, más bien.

– Es verdad, lo soy -admitió Lituma, abatido-. No puedo quitarme al flaquito de la cabeza. Tengo pesadillas, me parece que me jalan los huevos como a él. Pobrecito: los tenía hasta las rodillas y aplastados como huevos fritos.

– ¿Se los tocaste, primo? -se rió el Mono.

– A propósito de huevos, ¿el Teniente Silva se tiró ya a la gorda? -preguntó José.

– Ese polvo nos tiene a todos en pindingas -añadió Josefino-. ¿Ya se la tiró?

– Al paso que va, se morirá sin tirársela -suspiró Lituma.

José se levantó de la mesa:

– Bueno, vámonos al cine a hacer tiempo, porque antes de medianoche el bulín es un velorio. En el Variedades dan una de charros, con Rosita Quintana. El cachaco invita, por supuesto.

– No tengo plata ni para esta cerveza -dijo Lituma-.


¿Me vas a fiar, no, Chunguita?

– Que te fíe la que ya sabes -repuso la Chunga, desde el mostrador, con aire aburrido.

– Me imaginaba lo que me ibas a contestar -dijo Lituma-. Lo hacía por fregarte, nomás.

– Anda a fregar a la que ya sabes -bostezó la Chunga.

– Dos a cero -hizo una morisqueta el Mono-. Gana la Chunga.

– No te calientes, Chunguita -dijo Lituma-. Aquí tienes lo que te debo. Y no te metas con mi mamacita, que la pobre está muerta y enterrada en Simbilá.

La Chunga, mujer alta y desabrida, sin edad, cogió los billetes, los contó y le dio el vuelto cuando el guardia, los León y Josefino ya salían.

– Una pregunta, Chunguita -la desafió Josefino-. ¿Ningún cliente te ha roto una botella en la cabeza por contestar como contestas?

– De cuándo acá tan curioso -repuso la Chunga, sin dignarse mirarlo.

– Pues un día alguien te la va a romper, por ser tan simpática.

– Apuesto que no serás tú -bostezó la Chunga, acomodada de nuevo en el mostrador, una fila de barriles con un tablón encima.

Los cuatro inconquistables cruzaron el arenal hasta la carretera, pasaron frente al Club de los blanquitos de Piura y caminaron en dirección al Monumento a Grau. La noche estaba tibia, quieta y con muchas estrellas. Olía a algarrobos, a cabras, a caca de piajeno, a fritura, y Lituma, sin poder quitarse de la cabeza la imagen de Palomino Molero ensartado y despedazado, se preguntó si se arrepentía de haberse hecho cachaco y de no vivir ya en la bohemia de un inconquistable. No, no se arrepentía. Aunque fuera jodido trabajar, ahora comía todos los días y su vida estaba libre de la incertidumbre de antes. José, el Mono y Josefino silbaban un vals, haciendo contrapunto, y él trataba de imaginar el acento arrullador y la melodía envolvente con que, según todos, cantaba boleros el flaquito. En la puerta del Variedades se despidió de sus primos y de Josefino. Les mintió: el camionero de la International regresaría a Talara más temprano que otras veces y no quería quedarse sin movilidad. Trataron de sablearle unos soles, pero no les aflojó ni medio.


Echó a andar hacia la Plaza de Armas. En el trayecto, divisó en una esquina al poeta Joaquín Ramos, de monóculo, tirando a la cabra a la que llamaba su gacela. La Plaza estaba llena de gente, como si fuera a haber retreta. Lituma no prestó atención a los transeúntes y, de prisa, como quien va a una cita de amor, cruzó el Viejo Puente hacia Castilla. La idea había tomado cuerpo mientras bebía cerveza donde la Chunga. ¿Y si la señora no estaba? ¿Y si, para olvidar su desgracia, se había mudado a otra ciudad?

Pero encontró a la mujer en la puerta de su casa, sentada en un banquito, tomando el fresco de la noche mientras desgranaba unas mazorcas en una batea. Por la puerta abierta de la casita de barro se veía, en la habitación iluminada por una lámpara de querosene, el escaso mobiliario: sillas de paja, algunas desfondadas, una mesa, unos porongos, un cajón que debía hacer las veces de aparador, y una foto coloreada. «El flaquito», pensó.

– Buenas -dijo, deteniéndose frente a la mujer. Advirtió que estaba descalza y con el mismo vestido negro que tenía esa mañana, en la Comisaría de Talara.

Ella murmuró…«Buenas noches» y lo miró sin reconocerlo. Unos perros escuálidos se olisqueaban y gruñían alrededor. A lo lejos, había un bordoneo de guitarras.

– ¿Podría conversar un ratito con usted, Doña Asunta? -preguntó, con voz respetuosa-. Sobre su hijito Palomino.

En la media penumbra, Lituma alcanzó a ver la cara surcada de arrugas y sus ojitos casi cubiertos por los abultados párpados, escudriñándolo con desconfianza. ¿Habría tenido así los ojos siempre o se le hincharían en los últimos días de tanto llorar?

– ¿No me reconoce? Soy el guardia Lituma, del Puesto de Talara. El que estaba allá cuando el Teniente Silva le tomó la declaración.

La señora se persignó, gruñendo algo incomprensible, y Lituma la vio ponerse de pie, trabajosamente. Entró a la casa arrastrando la batea llena de granos de maíz y el banquito. La siguió, y, apenas estuvo bajo techo, se quitó la gorra. Lo impresionaba pensar que éste había sido el hogar del flaquito. Lo que estaba haciendo no era una diligencia ordenada por su superior sino una iniciativa propia; con tal que no le trajera dolores de cabeza.

– ¿La encontraron? -musitó la mujer, con la misma voz temblorosa que en Talara, mientras hacía la declaración. Se dejó caer en una silla y como Lituma la miraba sin comprender, alzó la voz-: La guitarra de mi hijo. ¿La encontraron?

– Todavía no -dijo Lituma, recordando. La señora Asunta había insistido muchísimo, mientras hipaba y respondía a las preguntas del Teniente Silva, en que le entregaran la guitarra del flaquito. Pero, después que la señora partió, ni él ni el Teniente se acordaron del asunto-. No se preocupe. Tarde o temprano la encontraremos y se la traeré personalmente.

Ella volvió a santiguarse y a Lituma le pareció que lo exorcizaba. «Le recuerdo su desgracia», pensó.

– El quiso dejarla aquí y yo le dije llévatela, llévatela -la oyó salmodiar, con su boca en la que apenas sobrevivía uno que otro diente-. No, mamacita, en la Base no tendré tiempo de tocar, no sé si habrá un ropero para guardarla. Que se quede aquí, tocaré cuando venga a Piura. No, no, hijito, llévatela, para que te entretengas, para que te acompañes cuando cantes. No te prives de tu guitarra que te gusta tanto, Palomino. Ay, ay, ay, pobre mi hijito.

Arrancó a llorar y Lituma lamentó haber venido a traer malos recuerdos a la mujer. Balbuceó algunas palabras de consuelo, rascándose el pezcuezo. Para hacer algo, se sentó. Sí, la fotografía era de él, haciendo su primera comunión. Contempló largo rato la carita alargada y angulosa del niño moreno, con el pelo bien asentado, vestido de blanco, un cirio en la mano derecha, un misal en la izquierda y un escapulario en el pecho. El fotógrafo le había enrojecido las mejillas y los labios. Un churre enclenque, de carita arrobada, como si estuviera viendo al Niño-Dios.

– Ya en esa época cantaba lindísimo -gimoteó Doña Asunta, señalando la fotografía-. El Padre García lo hacía cantar en el coro a él solito y en la misma misa lo aplaudían.

– Todos dicen que tenía una voz regia -comentó Lituma-. Que hubiera sido un artista, uno de esos que cantan por la radio y hacen giras. Todos lo dicen. Los artistas no deberían hacer servicio militar, deberían estar exceptuados.

– Palomino no tenía que hacer el servicio militar -dijo la señora Asunta-. Estaba exceptuado.

Lituma le buscó los ojos. La señora se santiguó y se puso a llorar de nuevo. Mientras la oía llorar, Lituma observaba los insectos que revoloteaban en torno a la lámpara. Eran decenas, se precipitaban zumbando contra el vidrio una y otra vez, tratando de alcanzar la llama. Querían suicidarse, los brutos.

– El brujo ha dicho que cuando la encuentren, los encontrarán a ellos -gimoteó Doña Asunta-. Los que tienen su guitarra son los que lo mataron. ¡Asesinos! ¡Asesinos!

Lituma asintió. Tenía ganas de fumar, pero, prender un cigarro, ante el dolor de esta señora, le parecía una irreverencia.

– ¿Su hijito estaba exceptuado del servicio militar? -preguntó tímidamente.

– Hijo único de madre viuda -recitó Doña Asunta-. Palomino era el único porque los otros dos se me murieron. Es la ley.

– Es verdad, se cometen muchos abusos -Lituma volvió a rascarse el cuello, convencido de que iba a recomenzar el llanto-. ¿O sea que no tenían derecho a levarlo? Qué atropello. Si no lo levan, estaría vivo, seguro.

Doña Asunta negó, mientras se secaba los ojos con el ruedo de la falda. A lo lejos seguía oyéndose el bordoneo de guitarra y a Lituma le vino la fantástica idea de que quien tocaba, allá en la oscuridad, acaso a la orilla del río, mirando la luna, era el flaquito.

– No lo levaron, fue de voluntario -gimoteó Doña Asunta-. Nadie lo obligó. Se hizo avionero porque quiso. Él mismo buscó su desgracia.

Lituma se la quedó observando, en silencio. Era una mujer bajita, sus pies descalzos apenas rozaban el suelo.

– Tomó su ómnibus, se fue a Talara, se presentó en la Base y dijo que quería hacer su servicio militar en la Aviación. ¡Pobrecito! Buscó su muerte, señor. Él solito, él solito. ¡Pobre Palomino!

– ¿Y por qué no le contó eso al Teniente Silva, allá en Talara? -dijo Lituma.

– ¿Acaso me preguntó? Yo contesté todo lo que me preguntaron.

Era cierto. Si Palomino tenía enemigos, si lo habían amenazado, si lo había oído discutir o pelearse con alguien, si sabía de alguno que tuviera motivo para querer hacerle daño, si le había dicho que pensaba escaparse de la Base. La señora respondió dócilmente a todas las preguntas: no, nadie, nunca. Pero, era verdad, al Teniente no se le había ocurrido preguntarle si el flaquito entró al servicio porque salió sorteado o como voluntario.

– ¿O sea que le gustaba la vida militar? -se asombró Lituma. La idea que se había hecho del cantante de boleros era, pues, falsa.

– Eso es lo que no entiendo -sollozó Doña Asunta-. ¿Por qué has hecho eso, hijito? ¿Tú de avionero? ¡Tú, tú! ¿Y allá, en Talara? Los aviones se caen, ¿quieres matarme a sustos? Cómo has podido hacer una cosa así, sin consultarme. Porque si te consultaba me hubieras dicho que no, mamacita. Pero entonces por qué, Palomino. Porque necesito irme a Talara. Porque es de vida o muerte, mamacita.

«Más bien de muerte», pensó Lituma.

– ¿Y por qué era de vida o muerte para su hijito irse a Talara, señora?

– Eso es lo que nunca supe -se santiguó por cuarta o quinta vez doña Asunta-. No me lo quiso decir y se ha llevado su secreto al cielo. ¡Ay, ay! ¿Por qué me hiciste esto, Palomino?

Una cabrita parda, con pintas blancas, había metido la cabeza en la habitación y miraba a la mujer con sus ojos grandes y piadosos. Una sombra se la llevó, tirando de la soga que la sujetaba.

– Se arrepentiría al poco tiempo de enrolarse -fantaseó Lituma-. Cuando descubrió que la vida militar no era pan comido y hembritas para regalar, como tal vez se creyó. Sino algo muy, muy fregado. Por eso desertaría. Eso, al menos, lo entiendo. Lo que no se comprende es por qué lo mataron. Y de esa manera tan bárbara.


Había pensado en voz alta, pero Doña Asunta no parecía haberlo advertido. O sea que se enroló para salir de Piura, porque eso era para él de vida o muerte. Alguien lo habría amenazado aquí en la ciudad y pensó que estaría seguro en Talara, en el interior de una Base Aérea. Pero no pudo resistir la vida militar y desertó. Aquel o aquellos de quienes huía lo encontraron y lo mataron. ¿Pero por qué así? Hay que estar locos o ser monstruos para torturar de ese modo a un muchacho que apenas había dejado de ser churre. Muchos se metían al Ejército por penas de amor, también. Pudo ser por una decepción amorosa, tal vez. Estaría muy enamorado de una chica que le dio calabazas, o lo engañó, y, amargado, decidió irse lejos. ¿Adónde? A Talara. ¿Cómo? Metiéndose de avionero. Le parecía posible y a la vez imposible. Volvió a rascarse el cuello, nervioso.

– ¿A qué ha venido usted a mi casa? -lo encaró de pronto Doña Asunta, con brusquedad.

Se sintió en una posición falsa. ¿A qué había venido, pues? A nada, por pura curiosidad malsana.

– A saber si usted podía darme alguna pista -balbuceó.

Doña Asunta lo miraba disgustada y el guardia pensó: «Se ha dado cuenta que le miento.»

– ¿Ya no me tuvieron como tres horas allá, diciéndoles lo que sabía? -murmuró, adolorida-. Qué más quieren. Qué más, qué más. ¿Creen que yo sé acaso quién mató a mi hijo?

– No se moleste, señora -se excusó Lituma-. No quiero incomodarla, ya me voy. Muchas gracias por recibirme. Le avisaremos, cualquier cosa.

Se puso de pie, murmuró «Buenas noches» y salió, sin darle la mano, porque temió que Doña Asunta se la dejara extendida. Se puso el quepis de cualquier modo.

A los pocos trancos que dio por la terrosa callecita de Castilla, bajo las estrellas nítidas e incontables, se serenó. Ya no se oía la remota guitarra; sólo voces hirientes de chiquillos, peleándose, o jugando, el parloteo de las familias que departían a las puertas de sus casas y algunos ladridos. ¿Qué te pasa?, pensó. ¿Por qué estás tan saltón? Pobre flaquito. No volvería a ser el mangache de antes, hasta que no entendiera cómo podía haber en el mundo gentes tan malvadas. Sobre todo que, por donde se le diera la vuelta, la víctima parecía haber sido un churre buena gente, incapaz de hacer daño a una mosca.

Llegó al Viejo Puente y, en lugar de cruzarlo, para volver a la ciudad, entró en el Ríobar, erigido con maderas sobre la misma estructura del antiquísimo puente que unía las dos orillas del río Piura. Sentía la garganta áspera como una lija. El Ríobar estaba vacío.

Apenas se sentó en el taburete, se le acercó Moisés, el dueño y cantinero, de largas orejas acampanadas. Le decían Dumbo.

– No me acostumbro a verte de uniforme, Lituma -se burló, alcanzándole un jugo de lúcuma-. Me pareces disfrazado. ¿Y los inconquistables?

– Se fueron a ver una de charros -dijo Lituma, bebiendo con avidez-. Yo tengo que regresar a Talara ahorita mismo.

– Qué jodido lo de Palomino Molero -dijo Moisés, ofreciéndole un cigarrillo-. ¿Cierto que le cortaron los huevos?

– No se los cortaron, se los descolgaron de un jalón -murmuró Lituma, disgustado. Era lo primero que todos querían saber. Ahora también Moisés se pondría a hacer bromas con los huevos del flaquito.

– Bueno, es lo mismo -Dumbo movió las enormes orejas como si fueran las alas de un gran insecto. Era también narigón y de barbilla protuberante. Todo un fenómeno.

– ¿Tú conociste a ese muchacho? -preguntó Lituma.

– Y tú también, estoy seguro. ¿No te acuerdas de él? Los blanquitos lo contrataban para dar serenatas. Lo hacían cantar en fiestas, en la procesión, en el Club Grau. Cantaba como un Leo Marini, te juro. Tienes que haberlo conocido, Lituma.

– Todos me lo dicen. Los León y Josefino cuentan que estábamos juntos una noche que lo hicieron cantar donde la Chunga. Pero yo no me acuerdo.

Entrecerró los ojos y, una vez más, pasó revista a esa serie de noches, tan parecidas, alrededor de una mesita de madera erizada de botellas, con humo que hacía arder los ojos, olor a alcohol, voces de borrachos, siluetas confusas y cuerdas de guitarra entonando valses y tonderos. ¿Distinguía, de pronto, en la turbamulta de esas noches la voz juvenil, templadita, acariciadora, que empujaba a bailar, a abrazar a una mujer, a susurrarle cosas bonitas? No, no aparecía en su memoria por ninguna parte. Sus primos y Josefino se equivocaban. Él no estaba ahí, él no había oído cantar jamás a Palomino Molero.

¿Averiguaron quiénes son los asesinos? -dijo Moisés, echando humo por la nariz y la boca.

– Todavía nó -dijo el guardia-. ¿Tú eras amigo de él?

– Venía a veces a tomarse un jugo -repuso Moisés-. No es que fuéramos grandes amigos. Pero conversábamos.

– ¿Era alegre, conversador? ¿O más bien seriote y antipático?

– Callado y timidón -dijo Moisés-. Un romántico, una especie de poeta. Lástima que lo levaran, debió sufrir con la disciplina del cuartel.

– No lo levaron, estaba exceptuado del servicio -dijo Lituma, saboreando las últimas gotas del jugo de lúcuma-. Se presentó voluntario. Su madre no lo entiende. Y yo tampoco.

– Esas son las cosas que hacen los amantes desengañados -movió las orejas Dumbo.

– Es lo que pienso yo también -asintió Lituma-. Pero eso no aclara quiénes lo mataron ni por qué.


Un grupo de hombres entró en el Ríobar y Moisés fue a atenderlos. Era hora de ir a buscar al camionero de la International que lo regresaría a Talara, pero sentía una gran flojera. No se movió. Veía al flaquito afinando la guitarra, lo veía en la penumbra de las calles donde vivían los blancos de Piura, al pie de las rejas y de los balcones de sus novias y enamoradas, hechizándolas con su linda voz. Lo veía, luego, recibiendo las propinas que le daban por la serenata. ¿Se habría comprado la guitarra juntando esas propinas a lo largo de muchos meses? ¿Por qué era de vida o muerte para él irse de Piura?

– Ahora me acuerdo que sí -dijo Moisés, abanicando con furia las orejas.

– ¿Que sí, qué? -Lituma puso sobre el mostrador el dinero por el jugo de lúcuma.

– Que estaba enamorado hasta las cachas. A mí me contó algo. Un amor imposible. Me dijo eso.

– ¿Alguna mujer casada?

– ¡Qué sé yo, Lituma! Hay muchos amores imposibles. Enamorarse de una monja, por ejemplo. Pero me acuerdo clarito que una vez le oí decir eso. ¿Por qué traes la cara tan amarga, flaco cantor? Porque estoy enamorado, Moisés, y mi amor es imposible. Por eso se metió de avionero, entonces.

– ¿No te dijo por qué era imposible su amor? ¿Ni quién era ella?

Moisés negó con la cabeza y las orejas al mismo tiempo:

– Sólo que la veía a escondidas. Y que le daba serenatas, de lejos, por las noches.

– Ya veo -dijo Lituma. Imaginó al flaquito huyendo de Piura por temor a un marido celoso que lo había amenazado de muerte. «Si supiéramos de quién estaba enamorado, por qué su amor era imposible, nos ayudaría mucho.» Tal vez la ferocidad con que lo habían maltratado tenía esa explicación: la rabia de un marido celoso.

– Si eso te ayuda, puedo decirte que su amorcito vivía por el aeropuerto -añadió Moisés.

– ¿Por el aeropuerto?

– Una noche estábamos conversando aquí, Palomino Molero sentado donde tú estás. Oyó que un amigo mío se iba a Chiclayo y le preguntó si podía jalarlo hasta el aeropuerto. ¿Y qué vas a hacer en el aeropuerto a estas horas, flaco cantor? «Voy a darle una serenata a mi amorcito, Moisés.» O sea que ella vivía por ahí.

– Pero por allá no vive nadie, allá sólo hay arena y algarrobos, Moisés.

– Piensa un poco, Lituma -agitó las orejas Dumbo-. Busca, busca.

– De veras -se rascó el pescuezo el guardia-. Ahí, al ladito, está la Base Aérea, las casas de los aviadores.

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