La noticia de los escándalos que el tenientito estaba haciendo en el bulín de Talara llegó a la Comisaría por boca de una de las polillas. La Loba Marina vino a quejarse de que su macró le daba últimamente más palizas que de costumbre:
– Con los moretones que me deja en el cuerpo, no consigo clientes. Entonces no le llevo plata y entonces me pega de nuevo. Explíqueselo usted, Teniente Silva. Yo trato y es por gusto, no entiende.
La Loba Marina les contó que la noche anterior se había presentado el tenientito en el bulín, solo. Se pegó una tranca con una seguidilla de mulitas de pisco que se empujó como si fueran vasos de agua. No se tomaba los piscos como alguien que quiere divertirse sino buscando emborracharse rápido. Cuando estuvo borracho se abrió la bragueta y orinó a las polillas que tenía más cerca, a clientes y a macrós. Luego, se trepó al mostrador y estuvo haciendo un show hasta que la Policía Aeronáutica vino a llevárselo. El Chino Liau calmaba a la gente para que no le fueran a hacer nada: «Si le pegan me friegan a mí y se friegan ustedes, porque me cerrarán el negocio. Ellos ganan siempre.»
El Teniente Silva no pareció darle importancia al cuento de la Loba Marina. Al otro día, mientras almorzaban en la fonda de Doña Adriana, un parroquiano contó que la víspera el aviador había repetido las gracias, aumentadas, pues esta vez le dio por romper botellas con el cuento de que quería ver las estrellitas de vidrio volando por el aire. También había tenido que venir a sacarlo la Policía de la Base. Al tercer día, el propio Chino Liau se presentó en el Puesto, lloriqueando:
– Anoche batió su record. Se bajó los pantalones y quiso hacerse la caca en la pista de baile. Está loco, Teniente. Viene sólo a provocar, como si quisiera que lo enfríen. Haga algo, porque, si no, le juro, alguien se lo va a cargar. Y no quiero que me metan en líos con la Base.
– Anda a hablar con el Coronel Mindreau, Chinito -le aconsejó el Teniente Silva-. Es problema de él.
– Yo no voy a hablar con el Coronel por nada del mundo -le contestó el Chino-. A Mindreau yo le tengo un miedo del carajo, dicen que es rectísimo.
– Entonces te has jodido, Chino. Porque yo no tengo autoridad sobre los aviadores. Si fuera un civil, con mucho gusto.
El Chino Liau miró a Lituma y al Teniente consternado:
– ¿No van ustedes a hacer nada?
– Rezaremos por ti -lo despidió el oficial-. Chau, Chino, salúdame al mujerío.
Pero cuando Liau partió, el Teniente Silva se volvió hacia Lituma, quien, tecleando con un solo dedo en la vieja Remington, redactaba el parte del día, y, con una vocecita que al guardia le dio cosquillas, le comentó:
– Eso del aviador se pasa de oscuro, ¿no te parece, Lituma?
– Sí, mi Teniente -asintió el guardia. Hizo una pausa, antes de preguntar-: ¿Y por qué se pasa de oscuro?
– Nadie va a matonear así en el bulín, donde están los tipos más peligrosos de Talara, sólo por hacerse el gracioso. Y cuatro días seguidos. Algo me huele raro. ¿A ti no?
– Sí, mi Teniente -aseguró Lituma. No entendía la insinuación de su jefe pero estaba ansioso, puro oídos-: ¿O sea que usted cree que?
– Que tú y yo nos deberíamos tomar una cerveciola donde Liau, Lituma. Por cuenta de la casa, claro está.
El bulín del Chino Liau había deambulado por medio Talara, perseguido por el párroco. El Padre Domingo, apenas lo detectaba, lo hacía clausurar por la Alcaldía. Pocos días después de la clausura, el bulín volvía a resucitar en una cabaña o casita, tres o cuatro manzanas más allá. El Chino Liau ganó, al fin. Ahora estaba a la salida del pueblo, en un almacén de tablones acondicionado de cualquier manera. Era primitivo y endeble, con su suelo de tierra regado a diario para que no hubiese polvo y un techo de calaminas sueltas, que chirriaban con el viento. Los cuartitos de las polillas, al fondo del local, estaban llenos de rendijas por donde los churres y los borrachos venían a espiar a las parejas.
El Teniente Silva y Lituma se fueron al bulín andando despacio, después de ver una película de vaqueros en el cine al aire libre del señor Frías (la pantalla era la pared Norte de la Iglesia, lo que daba al Padre Domingo derecho a censurar las películas). Lituma arrastraba sus botines por la tierra blanda casi sin levantarlos. El Teniente fumaba.
– Dígame al menos qué se la ha ocurrido, mi Teniente. ¿Por qué cree que las locuras de ese aviador tienen que ver con la muerte del flaquito?
– No se me ha ocurrido nada -echó una bocanada de humo el Teniente Silva-. Sólo que, como en este asunto no damos pie con bola, hay que pegar manotazos a todos lados a ver si achuntamos aunque sea de casualidad. Si no, por lo menos habrá sido un pretexto para echar una ojeada al bulín y pasar revista al material. Aunque sé que no encontraré ahí a la mujer de mis sueños.
«Ya me va a hablar de la gorda», pensó Lituma. «Qué manía.»
– Ayer en la noche se la mostré -recordó el Teniente Silva, con melancolía-. Cuando salí a mear, al corral. Ella vino trayéndole agua a la chancha. Me miró y se la mostré. Cogida con las dos manos, así. «Esto es para ti, mamacita. Hasta cuándo la vas a tener al hambre, pues.»
Se rió, nervioso, como cada vez que hablaba de Doña Adriana.
– ¿Y ella qué hizo, mi Teniente? -le siguió la cuerda Lituma. Sabía que hablarle de Doña Adriana era darle en la yema del gusto.
– Se escapó corriendo, por supuesto. Y haciéndose la enojada -suspiró el Teniente-
Pero me la vio. Estoy seguro que se quedó pensando y a lo mejor hasta se soñó con ella. Compararía con la de Don Matías, que la debe tener muerta, un puro pellejo. Eso la ablandará, Lituma. Terminará aflojándomelo. Y ese día te invitaré una borrachera con trago fino, te prometo.
– La verdad que es usted perseverante, mi Teniente. Merece que Doña Adriana le haga caso, aunque sea como premio a su constancia.
Había poca gente en el bulín. El Chino Liau salió a recibirlos, encantado.
– Cuánto le agradezco que venga, Teniente. Ya sabía que usted no me fallaría. Pasen, pasen. ¿Por qué cree que está el local así de vacío? Por el loquito, por qué va a ser. La gente viene a divertirse, no a que la insulten o la meen. Se ha corrido la voz y nadie quiere líos con un aviador. No hay derecho ¿no es cierto?
– ¿No ha llegado todavía? -preguntó el Teniente.
– Se cae a eso de las once, por lo general -dijo el Chino Liau-. Vendrá, espérenlo.
Los sentó en una mesita del rincón más apartado y les sirvió un par de cervezas. Varias polillas se les acercaron a meterles conversación, pero el Teniente las despachó. No podían atenderlas, esta vez habían venido a resolver un asunto de hombres. La Loba Marina, agradecidísima de que Lituma hubiera amenazado a su macró con meterlo en el calabozo si le seguía pegando, besó al guardia en la oreja «Cuando quieras venir conmigo, vienes nomás», le susurró. Hacía tres días que no le pegaba, les dijo.
El tenientito cayó al bulín cerca de la medianoche. Lituma y su jefe se habían despachado ya cuatro cervezas. Antes de que el Chino Liau los previniera, Lituma, que había examinado las caras de todos los recién llegados, supo que era él. Bastante joven, delgado, moreno, el pelo cortado casi al rape. Vestía la camisa y el pantalón caqui del uniforme, pero sin insignias ni galones. Entró solo, sin saludar a nadie, indiferente al efecto que su presencia causó -codazos, miradas, guiños, cuchicheos entre las polillas y los escasos comensales- y fue derecho a acodarse en el bar. «Un corto››, ordenó. Lituma se dio cuenta que el corazón se le había apurado. No le quitaba los ojos. Lo vio tomarse la copita de pisco de un trago y pedir otra.
– Así es todas las noches -les susurró la Loba Marina, que estaba en la mesa contigua, con un marinero-. A la tercera o cuarta comienza el show.
Esta noche comenzó entre la quinta y la sexta. Lituma le había llevado la cuenta cabalito de las mulitas de pisco. Lo espiaba por sobre las cabezas de las parejas que bailaban a los compases de una radiola a pilas. El aviador estaba con la cabeza apoyada en las manos, mirando fijamente la copa que tenía entre los brazos, como protegiéndola. No se movía. Parecía concentrado en una meditación que lo aislaba de las polillas, de los macrós y del mundo. Sólo se animaba para llevarse la copa a la boca, con un movimiento automático, e inmediatamente volvía a convertirse en estatua. Pero entre la quinta y sexta copa, Lituma se distrajo y cuando lo buscó de nuevo, ya no estaba en el mostrador. Miró en todas direcciones y lo encontró en la pista de baile. Avanzaba, resuelto, hacia una de las parejas: la Pelirroja y un hombre bajito y encorbatado, pero sin saco, que se movía muy a conciencia, prendido de ella como si se fuera a ahogar. El tenientito lo cogió de la camisa y lo apartó de un jalón, diciendo en voz tan alta que lo oyó todo el bulín:
– Permiso; ahora me toca a mí la señorita.
El encorbatado dio un respingo y miró a todos lados como pidiendo que le explicaran qué ocurría o le aconsejaran qué hacer. Lituma vio que el Chino Liau le indicaba con las manos que se quedara tranquilo. Es lo que el parroquiano optó por hacer, encogiéndose de hombros. Fue hasta la pared de las polillas y sacó a bailar a la Pecosa, con aire compungido. Entretanto, el tenientito, disforzado, daba saltos, movía las manos, hacía muecas. Pero no mostraba la más mínima alegría en sus payasadas. ¿Quería llamar la atención solamente? No, también joder. Esos saltos y cimbreos, esas figuras paroxísticas eran un pretexto para dar codazos, hombrazos y caderazos a los que se le ponían al alcance. «Qué concha de su madre», pensó Lituma. ¿Cuándo intervendrían? Pero el Teniente Silva fumaba, muy tranquilo, mirando al aviador con expresión divertida a través de las argollas de humo, como si le festejara las gracias. Qué paciencia se gastaba la gente. Los parroquianos que recibían los encontronazos del aviador se hacían a un lado, sonreían, se encogían de hombros con cara de estar pensando «cada loco con su tema, tranquilos nomás». Al terminar la música, el tenientito volvió al bar y pidió otro pisco.
– ¿Sabes quién es, Lituma? -oyó decir a su jefe.
– No. ¿Usted lo conoce?
El Teniente Silva asintió, con un tonito malicioso.
– El enamorado de la hija de Mindreau. Como lo oyes. Los vi de la mano en la kermesse, el Día de la Aviación. Y varios domingos, en misa.
– Será por eso que el Coronel le aguanta estas matonerías -murmuró Lituma-. A cualquier otro lo hubiera puesto en el calabozo, a pan y agua, por desprestigiar a la institución.
– Hablando de matonerías, no te pierdas ésta, Lituma -dijo su jefe.
El tenientito estaba encaramado en el mostrador, con una botella de pisco en la mano, en actitud de quien va a pronunciar un discurso. Abrió los brazos y gritó: «¡Seco y volteado por la puta que los parió!» Se llevó la botella a la boca y bebió un trago tan largo que a Lituma le ardió el estómago de sólo pensar lo que sería recibir en las tripas semejante fuego. Al tenientito también le debió arder pues hizo una mueca y se encogió como si hubiera recibido un derechazo. El Chino Liau se le acercó, todo venias y sonrisas, tratando de convencerlo de que se bajara del mostrador y no hiciera más escándalo. Pero el aviador le mentó la madre y le dijo que si no se metía la lengua al culo iba a pulverizar todas las botellas del local. El Chino Liau se apartó, con expresión filosófica. Vino a acuclillarse junto a Lituma y el Teniente Silva.
– ¿No van ustedes a hacer nada?
– Que se emborrache un poco más -decidió el Teniente.
El aviador desafiaba ahora a macrós y parroquianos -que evitaban mirarlo y seguían bailando, conversando y fumando como si él no estuviera allí- a que se encalataran, si eran hombres. ¿Por qué andaban vestidos?, gesticulaba. ¿Les daba vergüenza que les vieran los huevos? ¿O no los tenían? ¿O los tenían tan chiquitos que con razón se avergonzaban de ellos? El estaba orgulloso de sus huevos, más bien.
– ¡Vean y aprendan! -rugió. En un dos por tres se desabrochó la correa y Lituma vio que el pantalón caqui se le resbalaba, descubriendo unas piernas flacuchentas y peludas. Lo vio patalear para zafar los pies, atrapados en el pantalón, pero, o porque ya estaba muy borracho o porque hacía esos movimientos con demasiada cólera, se enredó más, trastabilleó y se vino de bruces desde lo alto del mostrador a la pista de baile. La botella que tenía en la mano se hizo trizas, su cuerpo rebotó como un costal de papas. Hubo una salva de risas. El Teniente Silva se puso de pie:
– Ahora es cuando, Lituma.
El guardia lo siguió. Cruzaron la pista de baile. El tenientito permanecía de espaldas, con los ojos cerrados, las piernas desnudas, el pantalón enroscado en sus tobillos, en medio de un círculo de pedazos y astillas de vidrio. Resoplaba, atolondrado. «Se ha pegado un coritrazuelazo de la puta madre», pensó Lituma. Lo cogieron de los brazos y lo incorporaron. Comenzó a manotear y a decir lisuras, a media lengua. Babeaba, hasta el cien de borracho. Le subieron el pantalón, le sujetaron la correa, y, pasándole los brazos por las axilas, cada uno de un lado, lo arrastraron hasta la salida. Polillas, clientes y macrós, aplaudieron, felices de que se lo llevaran.
– ¿Qué hacemos con él, mi Teniente? -preguntó Lituma, en el exterior. Hacía viento, las calaminas del bulín brillaban y había más estrellas que antes. Las luces de Talara parecían, también, estrellitas que hubieran bajado hasta el mar aprovechando la oscuridad.
– Llevémoslo a la playita ésa -dijo su jefe.
– Suéltenme, perros -articuló el tenientito. Pero se mantuvo tranquilo, sin hacer el menor intento de zafarse de sus brazos.
– Ahorita te soltamos, mi hermano -le dijo el Teniente, con cariño-. Tranquilo nomás, no te calientes.
Lo arrastraron unos cincuenta metros, por un arenal con matas de hierba reseca, hasta una playa de grava y arena. Lo reclinaron en el suelo y se sentaron a sus lados. Las cabañas de la vecindad se hallaban a oscuras. El viento se llevaba mar adentro la música y los ruidos del bulín. Olía a sal y a pescado y el runrún de la resaca adormecía como un somnífero. A Lituma le vinieron ganas de acurrucarse en la arena, taparse la cara con el quepis y olvidarse de todo. Pero había venido a trabajar, carajo. Estaba ansioso y atemorizado, pensando que ese cuerpo semitendido a sus pies les haría, una revelación terrible.
– ¿Te sientes mejor, compadre? -dijo el Teniente Silva. Levantó al aviador hasta sentarlo y lo apoyó contra su cuerpo, -pasándole el brazo por los hombros, igualito que si fuera su compinche del alma-. ¿Sigues borrachito o se te está pasando?
– ¿Quién chucha eres tú y quién chucha es tu madre? -balbuceó el aviador, recostando la cabeza en el hombro del Teniente Silva. Lo agresivo de su voz no congeniaba para nada con la docilidad de su cuerpo, blando y sinuoso, apoyado contra el jefe de Lituma como en un espaldar.
– Yo soy tu amigo, mi hermano -dijo el Teniente Silva-. Agradéceme que te sacara del bulín. -Si seguías mostrando los huevos, te los iban a cortar. Y qué ibas a hacer por la vida capadito, piensa nomás.
Se calló porque al aviador lo había sacudido una sucesión de arcadas. No llegó a vomitar pero, por si las moscas, el Teniente le apartó la cabeza y se la mantuvo inclinada contra el suelo.
– Tú debes ser un maricón -balbuceó, siempre rabioso, cuando se le pasaron las arcadas-. ¿Me has traído aquí para que te haga el favor de meterte la pichula?
– No, mi hermano -se rió el Teniente Silva-. Te he traído para que me hagas un favor. Pero no ése.
«Tiene su estilacho para sonsacar sus secretos. a las gentes», pensó Lituma, admirado.
– ¿Y qué favor quieres que te haga, chucha de tu madre? -hipó y babeó con furia el aviador, volviendo a apoyarse en el hombro del Ten¡ente Silva con la mayor confianza, como un gatito que busca el calor de la gata.
– Que me cuentes qué le pasó a Palomino Molero, mi hermano -susurró el oficial. Lituma se sobresaltó.
El aviador no había reaccionado. No se movía, no hablaba y hasta parecía, pensó Lituma, que se hubiera quedado sin respiración. Estuvo así un buen rato, petrificado. El guardia espiaba a su jefe. ¿Iba a repetirle la pregunta? ¿Había entendido o se hacía el que no?
– Que la chucha de tu madre te cuente qué le pasó a Palomino Molero -gimoteó, al fin, tan bajo que Lituma tuvo que estirar el pescuezo. Seguía acurrucado contra el Teniente Silva y parecía que temblaba.
– Mi pobre mamacita no sabe ni quién es Palomino Molero -repuso su jefe, con el mismo tono afable-. Tú, en cambio, sabes. Anda, mi hermano, dime qué pasó.
– ¡Yo no sé nada de Palomino Molero! -gritó el aviador y Lituma saltó sobre la arena-. ¡No sé nada! ¡Nada, nada!
Tenía la voz rota y temblaba de pies a cabeza.
– Claro que sabes, mi hermano -lo consoló el Teniente Silva, con mucho afecto-. Por eso vienes a emborracharte al bulín todos los días. Por eso andas medio loco. Por eso provocas a los macrós como si estuvieras harto de tu pellejo.
– ¡No sé nada! -aulló de nuevo el tenientito-. ¡Nada de nada¡
– Cuéntame lo del flaquito y te sentirás mejor -prosiguió el Teniente, como haciéndole rorró, rorró-. Te juro que sí, mi hermano, yo soy un poco psicólogo. Déjame ser tu confesor. Palabra que te hará bien.
Lituma estaba sudando. Sentía la camisa pegada a la espalda. Pero no hacía calor, más bien fresquito. La brisa levantaba unas olitas que rompían a pocos metros de la orilla, con un chasquido enervante. «¿Por qué te asustas, Lituma?», pensó. «Cálmate, cálmate:» Tenía en la cabeza la imagen del flaquito, allá en el pedregal, y pensaba: «Ahora sabré quién lo mató››.
– Ten huevos y cuéntame -lo animaba el Teniente Silva Te sentirás bien. Y no llores.
Porque el tenientito había comenzado a sollozar como un churre de teta, la cara aplastada en el hombro del Teniente Silva.
– No lloro por lo que tú crees -balbuceó, ahogándose, entre nuevas arcadas-. Me emborracho porque ese concha de su madre me clavó un puñal. ¡No me deja ver a mi hembra! Me ha prohibido verla. Y ella tampoco quiere verme, carajo. ¿Tú crees que hay derecho a hacer una cosa tan concha de su madre?
– Claro que no hay, mi hermano -lo palmeó en la espalda el Teniente Silva-. ¿El concha de su madre que te prohibió ver a tu hembra es Mindreau?
Ahora sí, el tenientito levantó la cabeza del hombro del jefe de Lituma. En el resplandor lechoso de la luna, el guardia vio su cara embarrada de mocos y babas. Tenía las pupilas dilatadas y brillantes, ebrias de desasosiego. Movía la boca sin articular palabra.
– ¿Y por qué te ha prohibido el Coronel que veas a su hija, mi hermano? -le preguntó el Teniente Silva, con la misma naturalidad que si le hubiera preguntado si llovía-. ¿Qué le hiciste? ¿La llenaste?
– Shit, shit, carajo -babeó el aviador-. ¡Carajo, carajo, no lo nombres! ¿Quieres joderme?
– Claro que no, mi hermano -lo calmó el Teniente-. Ayudarte es lo que quiero. Me preocupa verte así, tan jodido, emborrachándote, haciendo escándalos. Estás arruinando tu carrera ¿no te das cuenta? Okay, no lo nombraremos más, mi palabra.
– íbamos a casarnos apenas saliera mi ascenso el próximo año -gimoteó el tenientito, dejándose caer de nuevo sobre el hombro del Teniente Silva-. El concha de su madre me hizo creer que estaba de acuerdo y que cambiaríamos aros para Fiestas Patrias. Me metió el dedo ¿ves? ¿Acaso está permitido ser tan traidor, tan mañoso, tan canalla en la vida, carajo?
Se había movido y ahora miraba a Lituma.
– No, mi Teniente -murmuró el guardia, confuso.
– ¿Y quién es este huevón? -babeó el aviador, dejándose caer nuevamente contra el Teniente Silva-. ¿Qué hace aquí? ¿De dónde salió este otro concha -de su madre?
– No es nadie, mi adjunto, un tipo de confianza -lo tranquilizó el Teniente Silva-. No te preocupes por él. Ni por el Coronel Mindreau, tampoco.
– Shit, shit, shit, carajo, no lo nombres.
– Tienes razón, me olvidé -lo palmeó el Teniente Silva-. A todos los padres les duele que sus hijas se les casen. No quieren perderlas. Dale tiempo al tiempo, al final se ablandará y te casarás con tu hembra. ¿Quieres un consejo? Llénala. Cuando la vea embarazada, el viejo no tendrá más remedio que autorizar el matrimonio. Y, ahora, cuéntame lo de Palomino Molero.
«Este hombre es un genio», pensó Lituma.
– Ése no se ablandará nunca porque no es humano. No tiene alma ¿ves? -gimoteó el aviador. Tuvo otra de esas arcadas que se le mezclaban con los hipos de la borrachera y a Lituma se le ocurrió que la camisa de su jefe debía estar una mugre-. Un monstruo que ha jugado conmigo como su cholito ¿ves? ¿Ya entiendes por qué estoy hasta el cien? ¿Ya entiendes por qué no me queda más que emborracharme hasta las cachas todas las noches?
– Claro que entiendo, mi hermano -dijo el Teniente Silva-. Estás templado y te friega que no te dejen ver a tu hembra. Pero a quién se le ocurre templarse de la hija de Mindreau, perdón, quise decir de ese déspota. Anda, mi hermano, cuéntame de una vez lo de Palomino Molero.
– ¿Te crees muy vivo, no? -balbuceó el tenientito, enderezando la cabeza. Era como si se le hubiese pasado la borrachera. Lituma se aprestó a sujetarlo pues le pareció que iba a agredir a su jefe. Pero, no, estaba demasiado borracho, no podía tenerse erecto, se había desmoronado otra vez sobre el Teniente Silva.
– Anda, hermano -lo consoló éste-. Te hará bien, te distraerá de tu problema. Te olvidarás de tu hembra por un rato. ¿Lo mataron porque se metió con la mujer de un oficial? ¿Fue por eso?
– Yo a ti no te voy a contar un carajo de Palomino Molero -rugió el tenientito, aterrado-. Si quieres, mátame primero.
– Eres un malagradecido -lo reprendió el Teniente, con suavidad-. Yo te he sacado del bulín, donde te iban a cortar los huevos. Yo te he traído aquí para que se te quite la tranca y vuelvas a la Base sanito y no te castiguen. Yo te estoy sirviendo de pañuelo, de almohada y de paño de lágrimas. Mira nomás cómo me has puesto con tus babas. Y tú ni siquiera quieres contarme por qué mataron a Palomino Molero. ¿Tienes miedo de algo?
«No le va a sacar nada, se desmoralizó Lituma. Habían perdido el tiempo y, lo peor, él se había hecho absurdas ilusiones. Este borrachín no los libraría de las tinieblas››.
– Ella también es una grandísima mierda, hasta peor que su padre -se quejó entre dientes. Tuvo una arcada y, atorándose, continuó-: Y, a pesar de todo lo que me ha hecho, la quiero. ¡Quién comprende eso! Sí, carajo. La tengo aquí, en el corazón. Y qué chucha.
– ¿Y por qué dices que tu hembra también es una mierda, mi hermano? -preguntó el Teniente Silva-. Ella tiene que obedecer a su papá ¿no? ¿O es que ya no te quiere? ¿Te ha largado?
– Ella no sabe lo que quiere, ella es la voz de su amo, RCA Víctor, el perro del disco, eso es lo que es. Sólo hace y dice lo que manda el monstruo. El que me largó fue él, por boca de ella.
Lituma trataba de recordar a la muchacha, tal como la había visto, en la breve aparición que hizo en el despacho de su padre. Tenía presente el diálogo entre ambos pero le costaba recordar si era bonita. Entreveía una silueta más bien menuda, debía tener mucho carácter por la manera como hablaba, y seguro era engreidísima. Una carita de mirar a todo el mundo desde un trono ¿no? Habría barrido el suelo con el pobre aviador, en qué estado lo había dejado.
– Cuéntame lo de Palomino Molero, mi hermano -repitió el Teniente Silva una vez más-. Por lo menos, algo. Por lo menos, si lo mataron por enredarse, allá en Piura, con la mujer de un oficial. Anda, siquiera eso.
Estaré borracho pero no soy ningún cojudo, a mí tú no me vas a tratar como a tu cholito -balbuceó el aviador.
Hizo una pausa y añadió, con amargura:
– Pero, si quieres saber una cosa, lo que le pasó se lo buscó.
– ¿Palomino Molero, quieres decir? -susurró el Teniente.
– Dirás el concha de su madre de Palomino Molero, más bien.
– Bueno, el concha de su madre de Palomino Molero, si prefieres -ronroneó el Teniente Silva, palmeándolo-. ¿Por qué se las buscó?
– Porque picó muy alto -carraspeó el tenientito, con ira-. Porque se metió en corral ajeno. Esas cosas se pagan. Él las, pagó y bien hecho que las pagara.
Lituma tenía la piel de gallina. Éste sabía. Éste sabía quiénes y por qué mataron al flaquito.
– Así es, mi hermano, el que pica alto, el que se mete en corral ajeno, generalmente las paga -le hizo eco el Teniente Silva, más amistoso que nunca-. ¿Y en qué corral se metió Palomino?
– En el de la puta que te parió -dijo el aviadorcito, separándose de su espaldar. Hacía esfuerzos por incorporarse. Lituma lo vio gatear, ponerse de pie a medias, derrumbarse y quedar a cuatro patas.
– No, en ése no fue, mi hermano, y tú lo sabes prosiguió el Teniente Silva, incansable y cordial-. Fue allá, en Piura, en una casa de la Base Aérea. En una de ésas junto al aeropuerto. ¿No es verdad?
El tenientito levantó la cabeza, siempre a cuatro patas, y a Lituma le dio la impresión de que iba a ladrar. Los miraba con una mirada vidriosa y angustiada y parecía hacer grandes esfuerzos para dominar la borrachera. Pestañeaba sin tregua.
– ¿Y quién te contó eso, concha de tu madre?
– Ahí está el detalle, mi hermano, como diría Cantinflas -se rió el Teniente Silva-. No sólo tú sabes cosas. Yo también sé algunas. Yo te digo las que sé, tú las que sabes y resolvemos juntos el misterio mejor que Mandrake el Mago.
– Dime tú primero qué sabes de la Base de Piura -articuló el aviador. Seguía a cuatro patas y Lituma pensó que ahora sí se le había pasado la borrachera. Por la manera como hablaba y, sobre todo, porque parecía habérsele ido también el miedo.
– Con mucho gusto, mi hermano -dijo el Teniente Silva-. Pero, ven, siéntate, fúmate este pucho. Se te está pasando la tranca ¿no? Mejor.
Encendió dos cigarrillos y le alcanzó el paquete a Lituma. El guardia sacó uno y lo prendió.
– Mira, yo sé que Palomino tenía un amorcito allá en la Base de Piura. Le daba serenatas con su guitarra, le iba a cantar con esa linda voz que dicen que tenía. En las noches y a escondidas. Le cantaría boleros, parece que eran su especialidad. Ya está, ya te dije lo que sé. Ahora te toca. ¿A quién iba a darle serenatas Palomino Molero?.
– No sé nada de nada -exclamó el aviador. Estaba asustadísimo de nuevo. Los dientes le seguían castañeteando.
– Sí sabes -lo animó el jefe de Lituma-.
Sabes que el marido de esa a la que daba serenatas malició algo, o los pescó, y sabes que Molero tuvo que salir pitando de Piura. Por eso se vino aquí, por eso se enroló en Talara.
Pero el marido celoso lo descubrió, vino a buscarlo y se lo cargó. Por lo que tú dijiste, mi hermanó. Por picar alto, por meterse en otro corral. Anda, no te estés tan calladito. ¿Quién se lo cargó?
El aviador tuvo otra arcada. Esta vez vomitó, encogido, haciendo un ruido espectacular. Cuando hubo terminado, se limpió la boca con la mano y comenzó a hacer morisquetas. Terminó sollozando como un churre. Lituma tenía asco y también algo de pena. El pobre estaba sufriendo, se veía.
– Tú dirás por qué insisto tanto en que me digas quién fue -reflexionó el Teniente, haciendo argollas con el humo-. Curiosidad, mi hermano, nada más. Si el que se lo cargó fue alguien de la Base de Piura ¿qué puedo hacer yo? Nada. Ustedes tienen sus fueros, sus prerrogativas, se juzgan ustedes mismos. Yo no podría ni meter mi cuchara. Pura curiosidad ¿ves? Y, además, te voy a decir una cosa. Si yo estuviera casado con mi gorda y alguien viniera a darle serenatas, a cantarle boleritos románticos, también me lo cargaría. ¿Quién se enfrió a Palomino, mi hermano?
Hasta en este momento tenía que acordarse de Doña Adriana el Teniente. Era una enfermedad, pucha. El tenientito se ladeó, evitando el suelo ensuciado por sus vómitos, y se sentó en la arena, unos centímetros más adelante que Lituma y su jefe. Puso los codos sobre las rodillas y hundió la cabeza en las manos. Debía sentir los muñecos de la borrachera. Lituma recordó esa sensación de vacío con cosquillitas, el malestar inubicable, generalizado, que conocía muy bien de sus épocas de inconquistable.
– ¿Y cómo sabes que iba a dar serenatas en la Base de Piura? -preguntó el aviador, de pronto. A ratos parecía con miedo, a ratos con ira, y ahora con las dos cosas a la vez-. ¿Quién carajo te contó eso?
En ese momento, Lituma se dio cuenta que se acercaban unas sombras. Segundos después, las tenían junto a ellos, abiertas en medio círculo. Eran seis. Llevaban fusiles y varas, y en el resplandor de la luna, Lituma reconoció los brazaletes. La Policía Aeronáutica. En las noches, recorrían las cantinas, las fiestas y el bulín en busca de gente de la Base que estuviera haciendo escándalos.
– Soy el Teniente Silva, de la Guardia Civil. ¿Qué pasa?
– Venimos a llevarnos al Teniente Dufó -repuso uno de ellos. No se le veían los galones, debía ser un Suboficial.
– Para decir mi nombre, primero lávese la boca -rugió el aviador. Consiguió incorporarse y tenerse de pie, aunque se balanceaba como si fuese a perder el equilibrio en cualquier momento-. A mí nadie me lleva a ninguna parte, carajo.
– Órdenes del Coronel, mi Teniente -replicó el jefe de la patrulla-. Con su perdón, pero tenemos que llevarlo.
El aviador carraspeó algo y se deslizó al suelo, en cámara lenta. El que mandaba la patrulla dio una orden y las siluetas se acercaron. Cogieron al Teniente Dufó de brazos y piernas y se lo llevaron en peso. Él los dejó hacer, rezongando algo incomprensible.
Lituma y el Teniente Silva los vieron desaparecer en la oscuridad. Poco después, a lo lejos, arrancó un jeep. La patrulla había estacionado sin duda junto al bulín. Terminaron de fumar sus cigarrillos, absortos en sus pensamientos. El Teniente fue el primero en levantarse, para emprender el regreso. Al pasar cerca del bulín oyeron música, voces y risas. Parecía lleno.
– Usted es una fiera para hacer hablar a la gente -dijo Lituma-. Qué bien lo fue llevando, llevando, hasta sonsacarle algunas cositas.
– No le saqué todas las que sabe -afirmó el Teniente-. Si hubiéramos tenido más tiempo, quizá hubiera desembuchado todo. -Escupió y respiró con apetito, como para llenarse los pulmones de aire marino Te voy a decir algo, Lituma. ¿Sabes qué me huelo?
– ¿Qué, mi Teniente?
– Que en la Base Aérea todo el mundo sabe lo que pasó. Desde el portero hasta Mindreau.
– No me extrañaría -asintió Lituma.
– Por lo menos, ésa fue la impresión que me dio el Teniente Dufó. Que él sí sabía muy bien quién mató al flaquito.
Caminaron un buen rato en silencio, por una Talara dormida. La mayoría de las casitas de madera estaban a oscuras; sólo en una que otra se veía chispear un candil. Allá arriba, detrás de las rejas, en la zona reservada, también era noche total.
De pronto, el Teniente habló con una voz distinta:
– Es una gauchada, Lituma. Date una vuelta por la playa de los pescadores. Mira si El León de Talara ya zarpó. Si ha salido, te vas a dormir nomás. Pero, si estuviera en la playa, anda a avisarme a la fonda.
– Cómo, mi Teniente -se asombró Lituma-. Quiere decir que…
– Quiere decir que voy a tratar -asintió el Teniente, con una semirrisita nerviosa-. No sé si ocurrirá el milagro esta noche. Puede que no. Pero nada se pierde intentando. Ha resultado mucho más difícil de lo que creía. Algún día será. Porque, ¿sabes una cosa?, este cristiano no se morirá sin tirarse a esa gorda y sin saber quiénes mataron a Palomino Molero. Son mis dos metas en la vida, Lituma. Más todavía que el ascenso, aunque no me lo creas. Anda, anda de una vez.
«Cómo puede tener ánimos en este momento para eso», reflexionó Lituma. Pensó en Doña Adriana, encogida en su camita, soñando, inconsciente de la visita que iba a recibir. Ah, caracho, vaya pinga loca que había resultado el Teniente Silva. ¿Se lo aflojaría esta noche? No, Lituma estaba seguro que Doña Adriana jamás le daría gusto. De entre las cabañas a oscuras salió un perro a ladrarle. Lo ahuyentó de un puntapié. Siempre olía a pescado en Talara, pero ciertas noches, como ésta, el olor aumentaba hasta volverse insoportable. Lituma sintió una especie de vértigo. Caminó un rato tapándose la nariz con el pañuelo. Muchas barcas habían salido ya a pescar. Apenas quedaban media docena en la playita y ninguna de ellas era El León de Talara. Las examinó una por una, para estar seguro. Cuando se disponía a irse, advirtió un bulto, recostado en uno de los botecitos de la arena.
– Buenas noches -murmuró.
– Buenas -dijo la mujer, como molesta por haber sido interrumpida.
– Pero, vaya, qué hace usted aquí a estas horas, Doña Adriana. -La dueña de la fondita llevaba una chompa negra sobre el vestido y andaba descalza, como siempre.
– Vine a traerle su fiambre a Matías. Y, después que partió, me quedé a tomar un poco de aire. No tengo sueño. ¿Y tú, Lituma? ¿Qué se te ha perdido por aquí? ¿Una cita de amor?
El guardia se echó a reír. Se puso en cuclillas, frente a Doña Adriana, y mientras se reía, en la escasa luz -una nube envolvía a la luna- examinaba esas formas abundantes, generosas, que tanto codiciaba el Teniente Silva.
– ¿De qué te ríes? -le preguntó Doña Adriana-. ¿Te has vuelto loco o estás un poco tomadito? Ah, ya sé, has estado donde el Chino Liau.
– Nada de eso, Doña Adriana -siguió riéndose Lituma-. Si se lo cuento, se va usted a morir de risa, también.
– Cuéntamelo, entonces. Y no te rías solo que pareces un cacaseno.
La dueña de la pensión estaba siempre de buen humor y animosa, pero Lituma la notó esta noche algo tristona. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y uno de sus pies escarbaba la arena.
– ¿Está usted molesta por algo, Doña Adriana? -preguntó, ya serio.
– Molesta, no. Preocupada, Lituma. Matías no quiere ir a la Asistencia. Es muy porfiado y no puedo convencerlo.
Hizo una pausa y suspiró. Contó que, desde hacía por lo menos un mes, a su marido no se le quitaba la ronquera, y que, cuando tenía accesos fuertes de tos, escupía sangre. Ella había comprado unas medicinas en la farmacia y se las había hecho tomar casi a la fuerza, pero no le habían hecho nada. A lo mejor tenía algo grave y no se podía curar con esos remedios de farmacia. De repente necesitaba radiografías o una operación. El terco no quería saber nada de la Asistencia y decía que se le iba a pasar, que ir a ver un médico por una tos era cosa de rosquetes. Pero a ella no le metía el dedo a la boca: se sentía peor de lo que aparentaba porque cada noche se le hacía cuesta arriba salir a pescar. Le había prohibido que les hablara a sus hijos de los escupitajos con sangre. Pero ella se los contaría el domingo, cuando vinieran a verla. A ver si ellos lo arrastraban al médico.
– Usted lo quiere mucho a Don Matías ¿no, Doña Adriana?
– He estado con él casi veinticinco años -sonrió la dueña de la pensión-. Parece mentira cómo se pasa, Lituma. A mí Matías me agarró tiernita, de quince añitos apenas. Yo le tenía miedo, por lo que era tan mayor. Pero me persiguió tanto que acabó por darse gusto. Mis padres no querían que me casara con él. Decían que era muy viejo, que el matrimonio no duraría. Se equivocaron, ya ves. Ha durado y, con todo, nos hemos llevado bastante bien. ¿Por qué me preguntas si lo quiero?
– Porque ahora ya me da un poco de vergüenza decirle lo que vine a hacer aquí, Doña Adriana.
El pie que jugaba en la arena se inmovilizó, a milímetros de donde estaba acuclillado el guardia.
– Déjate de misterios, Lituma ¿Estás haciéndome una adivinanza?
– El Teniente me mandó a ver si Don Matías había salido ya a pescar -susurró, bajando la voz y con tonito malicioso. Se quedó esperando y como ella no, hizo ninguna pregunta, añadió-: Porque se fue a hacerle una visita, Doña Adriana, y no quería que su marido lo fuera a pescar. Ahora mismo debe estar tocándole la puerta.
Hubo un silencio. Lituma sentía chasquear a las olitas que venían a morir en la orilla, cerca de él. Después de un momento, oyó que Doña Adriana se reía, despacito, con burla, conteniéndose, como para que él no la oyera. Él también volvió a reírse. Así estuvieron un buen rato, riéndose, cada vez más fuerte, contagiados.
– Qué maldad estar burlándonos así de la prendida del Teniente, Doña Adriana.
– Todavía debe estar tocando la puerta y rascando la ventana, rogando y rogando que lo deje entrar -habló entre risas la dueña de la pensión-. Prometiéndome el oro y el moro para que le abra. ¡Jajajá! ¡A los puros fantasmas! ¡Jajajá!
Todavía se rieron un rato más. Cuando se callaron, Lituma vio que el pie de la dueña de la fonda volvía a escarbar la arena, con método y obstinación. A lo lejos, silbó la sirena de la refinería. Estaban cambiando el turno, pues allí trabajaban de día y de noche. Oyó, también, ruidos de camiones en la carretera.
– La verdad es que lo tiene loco al Teniente, Doña Adriana. Si usted lo oyera. No habla de otra cosa. Ni siquiera mira a las otras mujeres. Para él, usted: es la reina de Talara.
Oyó que Doña Adriana se reía otra vez, complacida.
– Es un mano larga, un día de éstos se va a llevar un sopapo por las confianzas que se toma conmigo -dijo, sin el menor enojo-. ¿Loco por mí? Puro capricho, Lituma. Se le ha metido conquistarme y, como no le hago caso, está entercado. ¿Piensas que voy a creerme que un muchacho como él se ha enamorado de una mujer que podría ser su mamá? Ni tonta, Lituma. Un antojo, nada más. Si le diera gusto una sola vez, ya está, se le quitaría el enamoramiento.
– ¿Y usted le va a dar gusto aunque sea una vez, Doña Adriana?
– Por supuesto que ni la décima parte de una vez -respondió al instante la dueña de la pensión, haciéndose la molesta. Pero Lituma comprendió que fingía. Yo no soy una de ésas. Yo soy una madre de familia, Lituma. A mí no me pone la mano encima otro hombre que mi marido.
– Entonces, el Teniente se va a morir, Doña Adriana. Porque, le juro que no he visto a un hombre tan templado de nadie como él de usted. Hasta le habla en sueños, figúrese.
– ¿Y qué dice cuando me habla en sueños?
– No se lo puedo decir, porque son cosas cochinas, Doña Adriana.
Ella soltó la carcajada. Cuando terminó de reírse, se incorporó del botecito, y, siempre con los brazos cruzados, echó a caminar.
Tomó el rumbo de la fonda, seguida por Lituma.
– Me alegro de este encuentro contigo -dijo-. Me has hecho reír, me has quitado la preocupación que tenía.
– Yo también me alegro, Doña Adriana -dijo el guardia-. Gracias a nuestra charla, me olvidé del flaquito que mataron. Lo tengo metido en la cabeza desde que lo vi en el pedregal. A veces, me dan pesadillas. Espero que esta noche no.
Despidió a Doña Adriana en la puerta de la fonda y caminó hasta el Puesto. El y el Teniente dormían allí, el oficial en un cuarto amplio, contiguo a la oficina, y Lituma en una especie de despensa pegada al patiecito de los calabozos. Los otros guardias eran casados y vivían en casas del pueblo. Mientras recorría las calles desiertas, imaginaba al Teniente rascando los vidrios de la fonda y susurrando palabras de amor al puro viento.
En la Comisaría, vio un papel ensartado en la manija de la puerta. Había sido puesto allí exprofeso, para que lo vieran al entrar. Lo desprendió con cuidado y, adentro -un cuarto de tablas, con un escudo, una bandera, dos escritorios y un basurero- encendió la lámpara. Estaba escrito en tinta azul, por alguien que tenía una letra pareja y elegante, alguien que sabía escribir sin faltas de ortografía:
«A Palomino Molero, los que lo mataron lo fueron a sacar de casa de Doña Lupe, en Amotape. Ella sabe lo que pasó. Pregúntele.»
La Comisaría recibía anónimos con frecuencia, sobre todo por asuntos de cuernos y de negociados en la Aduana del puerto. Éste era el primero que se refería a la muerte del flaquito.