VII

– Se me han endurecido los dedos, qué desastre -rezongó el Teniente Silva-. Cuando cadete, podía sacar cualquier tonada con oírla una vez. Y ahora ni La Raspa, carajo.

En efecto, había estado intentando varias melodías y siempre desafinaba. A veces, las cuerdas de la guitarra chirriaban como gatos bravos peleándose. Lituma oía a medias a su jefe, concentrado en un pensamiento fijo. Qué carajo iba a pasar, después de semejante parte. Estaban en la playita de pescadores, entre los dos muelles, y era más de la medianoche pues acababa de silbar la sirena de la refinería anunciando el cambio de turno. Muchas barcas habían zarpado ya, hacía rato, y, entre ellas, El León de Talara. Lituma y el Teniente Silva se fumaron un cigarrillo con el viejo Matías Querecotillo, mientras los dos ayudantes botaban la embarcación al mar. También el marido de Doña Adriana quiso saber si era cierto lo que se decía en todo Talara.

– ¿Y qué se dice en todo Talara, Don Matías?

– Que ya descubrieron ustedes a los asesinos de Palomino Molero.

El Teniente Silva le respondió lo que respondía a todo el que le hacía la pregunta. (Desde la mañana, quién sabía cómo, se había corrido la voz y la gente los paraba en la calle a preguntarles lo mismo.)

– No se puede decir nada todavía. Prontito se sabrá, Don Matías. A usted le puedo adelantar que el destape está muy cerca.

– Ojalá sea verdad, Teniente. Que por una vez se haga justicia y no resulten ganando los que siempre ganan.

– ¿Quiénes, Don Matías?

– Quiénes van a ser. Usted lo sabe tan bien como yo. Los peces gordos.

Se marchó, bamboleándose como un bote en aguas movidas, y trepó ágilmente a su barca. No parecía un hombre que tose escupiendo sangre; se lo veía robusto y parejo, para su edad. Tal vez eso de que estaba enfermo era pura aprensión de Doña Adriana. ¿Sabía Don Matías que el Teniente Silva andaba a la caza de su mujer? Nunca lo había demostrado. Lituma había advertido que el pescador trataba siempre a su jefe con amabilidad. Tal vez con los años un hombre dejaba de ser celoso.

– Los peces gordos -reflexionó el oficial, colocando la guitarra sobre sus piernas-. ¿Tú crees que los peces gordos nos dejaron esta guitarra de regalo en la puerta del Puesto?

– No, mi Teniente -contestó el guardia-. Fue la hija del Coronel Mindreau. Usted la oyó cuando nos dijo que ella tenía la guitarra del flaquito.

– Si tú lo dices… -repuso el Teniente-. Pero a mí no me consta. Yo no vi ninguna carta ni tarjeta ni nada que me pruebe que ella fue la que llevó la guitarra al Puesto. Y tampoco tengo pruebas de que ésta sea la guitarra de Palomino Molero.

– ¿Me está usted tomando el pelo, mi Teniente?

– No, Lituma. Estoy tratando de distraerte un poco, porque te veo demasiado asustado. ¿Por. qué estás tan asustado? Un guardia civil debe tener unas bolas de toro, hombre.

– Usted también anda saltón, mi Teniente. No me lo niegue.

El oficial se rió sin ganas.

– Claro que ando saltón. Pero yo disimulo, a mí no se me nota. Tú, en cambio, tienes una cara que da pena. Parece que cada vez que eructa una mosca te cagaras en los pantalones.

Quedaron callados un rato, oyendo el débil chasquido del mar. No había olas pero sí tumbos, muy altos. La luna alumbraba la noche de tal modo que se veía, muy claro, el perfil de las casas de los gringos y de los altos empleados de la International, allá en la cumbre del peñón, junto al faro pestañeante, y las faldas del promontorio que cerraba la bahía. Todo el mundo hablaba maravillas de la luna de Paita, pero lo cierto es que la luna, aquí, era la más redonda y luminosa que Lituma había visto nunca. Debían hablar de la luna de Talara, más bien. Se imaginó al flaquito, en una noche como ésta, cantando en esta misma playa, rodeado de avioneros conmovidos:


Luna, lunera

Cascabelera

Ven dile a mi chinita

Por Dios que me quiera…


Lituma y el Teniente habían estado en el cine, viendo una película argentina de Luis Sandrini, que hizo reír mucho a la gente, pero no a ellos. Luego, habían tenido una conversación con el Padre Domingo, en la puerta de la parroquia. El párroco quería que un guardia civil viniera a espantar a los donjuanes que se metían a la iglesia a fastidiar a las talareñas del coro los días de ensayo. Muchas mamás habían retirado a sus hijas del coro por culpa de esos frescos. El Teniente le prometió que lo haría, siempre que hubiera un guardia disponible. Al regresar al Puesto, encontraron la guitarra que ahora tenía el Teniente en las rodillas. La habían dejado apoyada en la puerta. Cualquiera hubiera podido llevársela, si ellos, en vez de volver a la Comisaría, se hubieran ido primero a la fonda, a comer. Lituma no vaciló un segundo en interpretar lo que significaba esa guitarra ahí:

– Quiere que se la devolvamos a la madre del flaquito. La muchacha se apiadó tal vez por lo que yo conté de Doña Asunta, por eso nos la trajo.

– Así será si tú lo dices, Lituma. Pero a mí no me consta.

¿Por qué se empeñaba el Teniente en bromear? Lituma sabía muy bien que su jefe no tenía ninguna gana de reírse, que estaba inquieto y receloso como él mismo, desde que envió ese parte. La prueba es que estuvieran en este sitio, a esta hora. Después de comer, el Teniente le había propuesto estirar las piernas. Se habían venido sin hablar, cada uno sumido en su preocupación, hasta la playita de los pescadores. Vieron a los hombres de las barcas preparar las redes y aparejos y hacerse a la mar. Habían visto, en la oscuridad de las aguas, encenderse las lamparitas lejanas de los que tiraban las redes. Al quedarse solos, al Teniente se le ocurrió rasguear las cuerdas de la guitarra del flaquito. Quizá no había podido sacar una sola melodía de puro asustado. Claro que lo estaba, aunque tratara de ocultarlo diciendo chistes. Acaso por primera vez desde que servía a sus órdenes, el guardia no lo había oído esta noche mencionar una sola vez a la gorda de la fondita. Iba a preguntar a su jefe si le permitiría llevarle la guitarra a Doña Asunta la próxima vez que fuera a Piura -«Déjeme, darle ese consuelo a la pobre señora, mi Teniente»- cuando se dio cuenta que no estaban solos.

– Buenas noches -dijo la sombra.

Había comparecido de repente, como salida del mar o del aire. Lituma dio un respingo, sin atinar a decir nada, sólo a abrir mucho los ojos. No soñaba: era el Coronel Mindreau.

– Buenas noches, mi Coronel -dijo el Teniente Silva, incorporándose del bote en que estaba sentado. La guitarra rodó a la arena y Lituma vio que su jefe hacía con la mano derecha un movimiento que no llegaba a culminar: como de coger el revólver, o, por lo menos, desabotonar la cartuchera que siempre llevaba al cinto, en la cadera derecha.

– Siéntese, nomás -dijo la sombra del Coronel-. Lo estaba buscando y tuve el pálpito de que el guitarrista nocturno era usted.

– Estaba viendo si todavía me acordaba de cómo tocar. Pero, la verdad, se me ha olvidado por falta de práctica.

La sombra asintió.

– Es usted mejor policía que guitarrista -murmuró.

– Gracias, mi Coronel -repuso el Teniente Silva.

«Viene a matarnos», pensó el guardia. El Coronel Mindreau dio un paso hacia ellos y su cara invadió un espacio mejor iluminado por la luna. Lituma distinguió su ancha frente, esas dos entradas profundas en las sienes y el bigotito milimétrico. ¿Estaba tan pálido las otras veces que lo había visto en su despacho? Quizá era la luna la que lo empalidecía así. Su expresión no era de amenaza ni de odio, sino, más bien, de indiferencia. El tonito de su voz tenía la misma altanería de aquella entrevista, en la Base. ¿Qué iba a pasar? Lituma sentía un hueco en el estómago.

«Esto era lo que estábamos esperando», pensó.

– Sólo un buen policía podía aclarar tan rápido el asesinato de ese desertor -añadió el Coronel-. Apenas dos semanas, ¿no, Teniente?

– Diecinueve días, para ser exactos, mi Coronel.

Lituma no apartaba un instante los ojos de las manos del Coronel Mindreau, pero el resplandor de la luna no llegaba hasta ellas. ¿Tenía el revólver listo para disparar? ¿Amenazaría al Teniente, conminándolo a desdecirse de lo que escribió en el parte? ¿Le descargaría súbitamente dos, tres balazos? ¿Le dispararía a él también? Tal vez había venido sólo a arrestarlos. Tal vez una patrulla de la Policía Aeronáutica estaría rodeándolos mientras el Coronel los entretenía con este diálogo tramposo. Aguzó los oídos, miró alrededor. No se acercaba nadie ni se oía nada, fuera del chapaleo del mar. Frente a él, el viejo muelle subía y bajaba, con los tumbos. En sus fierros musgosos dormían las gaviotas y había en ellos, incrustados, innumerables conchas, estrellas de mar y cangrejos. La primera misión que le encargó su jefe, al llegar a Talara, fue espantar a los churres que se trepaban al muelle por esos fierros, para balancearse en él como en un subibaja.

– Diecinueve días -repitió, como un eco tardío, el Coronel.

Hablaba sin ironía, sin furia, con frialdad glacial, como si nada de eso tuviera importancia ni lo afectara a él en lo más mínimo, y, en lo hondo de su voz, había algo -una inflexión, una pausa, una manera de acentuar ciertas sílabas, que a Lituma le recordaba la voz de la muchacha. «Los inconquistables tienen razón», pensó. «Yo no nací para esto, yo no quiero pasar estos sustos.»

– De todos modos, no está mal -prosiguió el Coronel-. A veces, estos crímenes no se resuelven en años. O quedan en el misterio para siempre.

El Teniente Silva no respondió. Hubo un largo silencio, durante el cual ninguno de los tres hombres se movió. El muelle se mecía muchísimo: ¿habría algún churre allí, columpiándose? Lituma oía la respiración del Coronel, la de su jefe, la suya. «Nunca he tenido tanto miedo en la vida», pensó.

¿Espera usted que lo asciendan, en premio? -oyó decir al Coronel Mindreau. Se le ocurrió que debía tener frío, vestido con esa ligera camisa sin mangas del uniforme de diario de los aviadores. Era un hombre bajito, al que Lituma le llevaba por lo menos media cabeza. En su tiempo no habría requisito de altura mínima para ingresar a los Institutos Armados, pues.

– Estoy apto para el ascenso a capitán sólo a partir de julio del próximo año, no antes, mi Coronel -oyó decir a su jefe, despacio. Ahora. Alzaría la mano y reventaría el disparo: la cabeza del Teniente se abriría como una papaya. Pero en ese momento el Coronel levantó la mano derecha, para pasársela por la boca, y el guardia vio que no iba armado. ¿A qué había venido, a qué?-. Respondiendo a su pregunta, no, no creo que me asciendan por haber resuelto el caso. Hablando francamente, creo que esto más bien me traerá muchas neuralgias, mi Coronel.

– ¿Tan seguro está de haberlo resuelto definitivamente?

La sombra no se movía y a Lituma se le ocurrió que el aviador hablaba sin abrir los labios, con el estómago, como los ventrílocuos.

– Bueno, lo único definitivo es la muerte -murmuró el Teniente. No notaba en las palabras de su jefe la menor aprensión. Como si a él tampoco le concerniera personalmente esta charla, como si ella versara sobre otras gentes. «Le sigue la cuerda», pensó. El Teniente se aclaró la garganta con una tosecita, antes de proseguir-: Pero, aunque algunos detalles estén todavía oscuros, creo que las tres preguntas claves están resueltas. Quiénes lo mataron. Cómo lo mataron. Por qué lo mataron.

Un perro ladró y sus ladridos, desafortunados y frenéticos, se fueron convirtiendo en un aullido lúgubre. El Coronel había retrocedido o la luna avanzado: su cara estaba de nuevo a oscuras. El muelle subía y bajaba. El cono luminoso del faro barría el agua, dorándola.

– He leído su parte a la superioridad -lo oyó decir Lituma-. La Guardia Civil informó a mis jefes. Y ellos tuvieron la amabilidad de sacarle una fotocopia y enviármelo, para que me enterara de su contenido.

No se había alterado, no hablaba más rápido ni con más emoción que antes. Lituma vio que una brisa súbita agitaba los ralos cabellos de la silueta en sombra; el Coronel se los alisó, de inmediato. El guardia seguía tenso y asustado, pero, ahora, nuevamente tenía en la cabeza las dos imágenes intrusas: el flaquito y Alicia Mindreau. La muchacha, paralizada por la sorpresa, veía cómo lo subían a empujones a una camioneta azul. El motor arrancaba, ruidoso. En el trayecto hacia el pedregal, los avioneros, para halagar a su jefe, apagaban sus puchos en los brazos, el cuello y la cara de Palomino Molero. Al oírlo aullar, lanzaban risotadas, codeándose. «Que sufra, que sufra», tremaba el Teniente Dufó. Y, de repente, besando sus dedos: «Te arrepentirás de haber nacido, te lo juro.» Vio que el Teniente Silva se incorporaba del canto del bote en el que estaba sentado y, con las manos en los bolsillos, se ponía a contemplar el mar.

– ¿Significa eso que van a enterrar el asunto, mi Coronel? -preguntó, sin volverse.

– No lo sé -repuso el Coronel Mindreau, secamente, como si la pregunta fuera demasiado banal o estúpida y le hiciera perder un tiempo precioso. Pero, casi de inmediato, dudó-: No lo creo, no a estas alturas. Es muy difícil, sería… No lo sé. Depende de muy arriba, no de mí.

«Depende de los peces gordos», pensó Lituma. ¿Por qué hablaba el Coronel como si nada de esto le importara? ¿A qué había venido, entonces?

– Necesito saber una cosa, Teniente. -Hizo una pausa, a Lituma le pareció que le echaba una mirada veloz, como si sólo ahora lo descubriera y decidiera que podía seguir hablando delante de ese don nadie-. ¿Vino mi hija a decirle que yo abusé de ella? ¿Le dijo eso?

Lituma vio que su jefe, sin sacar las manos de los bolsillos, se volvía hacia el Coronel.

– Nos lo dio a entender… -susurró, atracándose-. No lo dijo explícitamente, no con esas palabras. Pero nos dio a entender que usted… que ella era para usted no una hija sino una mujer, mi Coronel.

Se había turbado tremendamente y las palabras se le deshicieron en la boca. Lituma no lo había visto nunca tan confuso. Sintió pena. Por él, por el Coronel Mindreau, por el flaquito, por la muchacha. Tenía ganas de echarse a llorar de pena por el mundo entero, carajo. Se dio cuenta que temblaba de pies a cabeza. Sí, Josefino lo había calado bien, era un sentimental de mierda y no cambiaría.

– ¿Le dijo también que le besaba los pies? ¿Que, después de abusar de ella, me arrastraba por el suelo, implorándole perdón? -dijo el Coronel Mindreau. No estaba haciendo una pregunta, sino confirmando algo, de lo que parecía seguro.

El Teniente Silva balbuceó una frase que Lituma no entendió. Podía haber sido «Creo que sí» o «Me parece que sí». Tenía ganas de salir corriendo. Ah, que llegara un pescador, que algo interrumpiera esta escena.

– ¿Que yo, loco de remordimiento, le alcanzaba el revólver para que me matara? -proseguía, incansable, el Coronel. Había bajado la voz. Se lo notaba cansado y como lejanísimo.

Esta vez el Teniente no contestó. Hubo una larga pausa. La silueta del aviador estaba rígida y el muelle viejo subía y bajaba, columpiado por los tumbos. El murmullo del mar era más débil, como si empezara a bajar la marea. Un pájaro invisible graznó, cerca.

– ¿Se siente mal? -preguntó el Teniente.

– En inglés, la palabra es «Delusions» -dijo el Coronel, con firmeza, como si no se dirigiera a nadie ahora. En español no hay nada equivalente. Porque «Delusions» quiere decir, a la vez, ilusión, fantasía, y engaño o fraude. Una ilusión que es un engaño. Una fantasía dolosa, fraudulenta. -Suspiró, hondo, como si se hubiera quedado sin aire y se pasó la mano por la boca-. Para llevar a Alicita a Nueva York vendí la casa de mis padres. Gasté mis ahorros de toda la vida. Hasta empeñé mi pensión de retiro. En Estados Unidos curan todas las enfermedades del mundo, hacen todos los milagros científicos. ¿No es eso lo que dicen? Bueno, si es así, se justifica cualquier sacrificio. Salvar a esa niña. Salvarme yo, también. No la curaron.

Pero, al menos, descubrieron lo que tenía.

«Delusions.» No se curará nunca porque eso no se cura. Más bien, aumenta. Prolifera como un cáncer con el tiempo, mientras la causa esté allí, provocándolo. Me lo explicaron con la crudeza de los gringos. Su problema es usted. La causa es usted. Ella lo hace responsable de la muerte de esa madre que no conoció. Todo lo que inventa, esas cosas terribles que urde en contra de usted, eso que iba a contar a las Madres del Sagrado Corazón, en Lima, eso que contaba a las Madres del Lourdes, en Piura, a sus tías, a las amigas. Que usted la maltrata, que usted es avaro, que usted la atormenta, que la amarra a la cama, que la azota. Para vengar a su madre. Pero todavía no ha visto usted nada. Prepárese para algo mucho peor. Porque más tarde, cuando crezca, lo acusará de haberla querido matar, de violarla, de haberla hecho violar. De las cosas más terribles. Y ni siquiera se dará cuenta que inventa y que miente. Porque ella cree y vive sus mentiras ni más ni menos que si fueran verdad. «Delusions.» Así se llama en inglés. En español no hay palabra que lo explique tan bien.

Hubo un largo silencio. El mar apenas se sentía, susurrando muy bajito. «Tantas palabras que estoy oyendo por primera vez», pensó Lituma.

– Así es, seguramente -oyó decir al Teniente, de modo severo y respetuoso-. Pero… las fantasías o locuras de su hija no lo explican todo, si me permite. -Hizo un largo paréntesis, esperando acaso un comentario del Coronel o buscando las palabras apropiadas-. El ensañamiento contra el muchacho, por ejemplo.

Lituma cerró los ojos. Ahí estaba: abrasándose bajo el sol implacable, en el desierto pedregal, supliciado de los cabellos a las plantas de los pies, rodeado de cabras indiferentes y olisqueantes. Ahorcado, quemado con cigarrillos y con un palo ensartado en el culo. Pobre flaquito.

– Ése es otro asunto -dijo el Coronel. Pero, rectificó al instante-: No lo explica, es cierto.

– Usted me hizo una pregunta y yo respondí -oyó decir al Teniente Silva-. Permítame hacerle yo también una pregunta. ¿Había necesidad de ensañarse así? Se lo pregunto porque, sencillamente, no lo entiendo.

– Yo tampoco -repuso, en el acto, el Coronel-. O, mejor dicho, sí lo entiendo. Ahora. Al principio, no. Se emborrachó y emborrachó a sus hombres. Los tragos y el despecho hicieron que de pobre diablo se volviera también sádico. Despecho, amor herido, honor pisoteado. Esas cosas existen aunque un policía no las conozca, Teniente. Parecía sólo un pobre diablo, no un sádico. Un balazo en la cabeza bastaba. Y un entierro discreto. Eran mis órdenes. La estúpida carnicería, no, naturalmente. Ahora tampoco eso tiene la menor importancia. Ocurrió como ocurrió y cada cual debe asumir sus responsabilidades. Yo siempre he asumido las mías.

Volvió a tomar aire, a jadear. Lituma oyó decir a su jefe:

– Usted no estuvo presente, entonces. ¿Sólo el Teniente Dufó y un grupo de subordinados?

A Lituma le pareció que el Coronel chasqueaba la lengua, como si fuera a escupir. Pero no lo hizo.

– Le di ese premio consuelo, para que con ese balazo aplacara su orgullo herido -dijo, con frialdad-. Me sorprendió. No parecía capaz de tanto. También los avioneros me sorprendieron. Eran sus compañeros, después de todo. Hay un fondo bestial, en todos. Cultos o incultos, todos. Supongo que más en las clases bajas, entre los cholos. Resentimientos, complejos. Los tragos y la adulación al jefe harían el resto. No había necesidad de esa truculencia, por supuesto. No estoy arrepentido de nada, si eso es lo que quiere saber. ¿Se ha visto nunca que un avionero rapte y viole a la hija del Jefe de su Basé? Pero yo hubiera hecho eso de manera rápida y limpia. Un balazo en la nuca y punto final.

«Él también tiene lo de su hija, pensó el guardia. Elusiones, delusiones, eso.»

– ¿La violó, mi Coronel? -Lituma se dijo, una vez más, que el Teniente formulaba las preguntas que se le ocurrían a él-. Que se la robó, es un hecho. Aunque sería más justo decir que se escaparon. Los dos estaban enamorados y querían casarse. Todo el pueblo de Amotape podría dar testimonio. ¿Qué violación pudo ser ésa?

A Lituma le pareció oír, de nuevo, el chasquido de la lengua que anuncia el escupitajo. Cuando habló, el Coronel era el hombre déspota y cortante de la entrevista en su despacho:

– La hija del Jefe de la Base Aérea de Talara no se enamora de un avionero -explicó, fastidiado de tener que aclarar algo evidente-. La hija del Coronel Mindreau no se enamora de un guitarrista de Castilla.

«Le viene de él», pensó Lituma. De ese padre que supuestamente odiaba tanto le venía a Alicia Mindreau la manía de cholear y despreciar a los que no eran blancos.

– Yo no me lo inventé -oyó decir a su jefe, suavemente-. Fue ella, la señorita Alicia, la que nos lo hizo saber. Sin que se lo preguntáramos, mi Coronel. Que se querían y que, si el párroco hubiera estado en Amotape, se habrían casado. ¿Una violación, eso?

– ¿No se lo he explicado, acaso? -alzó la voz el Coronel Mindreau, por primera vez en la noche-. «Delusions, delusions.» Fantasías embusteras. No se enamoró ni podía enamorarse de él. ¿No ve que estaba haciendo lo mismo de siempre? Lo mismo que hizo cuando fue a contarles eso a ustedes. Lo mismo que cuando iba donde las Madres del Lourdes a mostrarles unas heridas que se había hecho ella misma, en frío, para hacerme daño con ellas. Estaba vengándose, castigándome, haciéndome pagar, en lo que más podía dolerme, la muerte de su madre. Como si… -suspiró, jadeó- esa muerte no hubiera sido ya bastante viacrucis en mi vida. ¿La mentalidad de un policía no da para entenderlo?

«No, conchetumadre», pensó Lituma. «No da.» ¿Por qué enredar de ese modo la vida? ¿Por qué no podía haberse enamorado Alicia Mindreau de ese flaquito que tocaba lindo la guitarra y cantaba con voz tierna y romántica? ¿Por qué era imposible que brotara el amor entre la blanquita y el cholito? ¿Por qué el Coronel veía en ese amor una tortuosa conspiración contra él?

– A Palomino Molero también se lo expliqué -oyó decir al Coronel, de nuevo con ese tono impersonal, que lo distanciaba de ellos y de lo que iba diciendo-. Como a usted. Más en detalle que a usted. Con más claridad todavía. Sin amenazas, sin órdenes. No de Coronel a avionero. De hombre a hombre. Dándole una oportunidad de portarse como un caballero, de ser lo que no era.

Se calló, para pasarse por la boca una mano rápida como un matamoscas. Lituma, entrecerrando los ojos, los vio: el oficial severo y pulcro, con su bigotito recto y sus ojos fríos, y el flaquito, embutido en su uniforme de recluta, seguramente flamante y con los botones brillosos, y el pelo recién cortado casi al rape, en posición de firmes. Aquél, muy seguro, pequeño y dominador, moviéndose por su despacho mientras hablaba, con un fondo de hélices y motores; y el avionero, muy pálido, sin atreverse a mover un dedo, a pestañear, a abrir la boca, a respirar.

– Esa niña no es lo que parece. Esa niña, aunque hable, ría y haga lo que hacen las otras niñas, no es igual a ellas. Es frágil, un cristal, una flor, un pichoncito indefenso -se dio cuenta Lituma que estaba diciendo el Coronel-. Yo podría decirle a usted, sencillamente: «Un avionero está prohibido de poner los ojos en la hija del Coronel de la Base; un muchacho de Castilla no puede aspirar ni en sueños a Alicia Mindreau. Sépalo y sepa también que no debe acercarse, ni mirarla, ni soñar siquiera con ella, o pagará ese atrevimiento con su vida.» Pero, en vez de prohibírselo, se lo expliqué, de hombre a hombre. Creyendo que un guitarrista de Castilla podía ser, también, alguien racional, tener reflejos de persona decente. Me dijo que lo había entendido, que no sospechaba que Alicita fuera así, que nunca volvería a mirarla ni a hablarle. Y esa misma noche, el cholito hipócrita se la robó y abusó de ella. Creía ponerme entre la espada y la pared, el pobre. Ya está, la violé. Ahora, usted tendrá que resignarse a que nos casemos. No, muchacho, a mí, mi hija, esa niña enferma, puede hacerme todos los chantajes, todas las infamias, y yo no tengo más remedio que cargar con esa cruz que me ha impuesto Dios. Ella sí, a ella yo… Pero no tú, pobre infeliz.

Se calló, respiró hondo, jadeó, y, de pronto, en alguna parte maulló un gato. Se oyó una carrera de muchas patas. Luego, de nuevo, el silencio entreverado con la sincrónica resaca. El muelle había dejado de mecerse. Y una vez más oyó Lituma que su jefe hacía la pregunta que a él le comía la lengua:

– ¿Y por qué, entonces, Ricardo Dufó? ¿Por qué él sí podía ser el enamorado, el novio, de Alicia Mindreau?

– Porque Ricardo Dufó no es un pata pelada de Castilla, sino un oficial. Un hombre de buena familia. Pero, sobre todo, porque es un débil de carácter y un tonto -disparó el Coronel, como harto de que el mundo fuera tan ciego de no ver la luz del sol-. Porque con el pobre diablo de Ricardo Dufó yo podía seguirla cuidando y protegiendo. Como juré a su madre que lo haría cuando estaba muriendo. Y -Dios y Mercedes saben que he cumplido, a pesar de lo que me ha costado.

Se le fue la voz y tosió, varias veces, disimulando esa irreprimible debilidad. A lo lejos, varios gatos maullaban y chillaban, frenéticos: ¿estarían peleándose o cachando? Todo era confuso en el mundo, carajo.

– Pero no he venido a nada de eso y no voy a seguir hablando de mi familia con usted -cortó bruscamente el Coronel. Cambió de voz una vez más, suavizándola-: Tampoco quiero hacerle perder su tiempo, Teniente.

«Yo no existo para él», pensó Lituma. Era mejor: se sentía más seguro, sabiéndose olvidado, abolido, por el Coronel. Hubo una pausa interminable en la que el aviador parecía estar afanosamente luchando contra la mudez, tratando de pronunciar algunas palabras rebeldes y huidizas.

– No me lo hace usted perder -dijo el Teniente Silva.

– Le agradezco que no mencionara el asunto ése en el parte -articuló, por fin, con dificultad.

– ¿Lo de su hija, quiere decir? -oyó que murmuraba el Teniente-. ¿Que ella nos insinuó que usted había abusado de ella?

– Le agradezco que no lo mencionara en el parte -repitió el padre de Alicia Mindreau, con voz más segura. Se pasó la mano por la boca y añadió-: No por mí, sino por esa niña. Eso… hubiera sido el festín de los periodistas. Ya veo los titulares, toda la pus y la pestilencia del periodismo lloviendo sobre nosotros. -Tosió, jadeó e hizo un esfuerzo por parecer sereno antes de murmurar-: Una menor de edad debe ser protegida siempre contra el escándalo. A cualquier precio.

– Tengo que advertirle algo, mi Coronel -oyó Lituma decir al Teniente-. No mencioné el asunto porque era muy vago, y, también, poco pertinente respecto al asesinato de Palomino Molero. Pero, no se haga ilusiones. Cuando el asunto sea público, si se hace público, todo dependerá de lo que su hija diga. La acosarán, la perseguirán día y noche tratando de sacarle declaraciones. Y mientras más sucias y escandalosas, más las explotarán. Usted lo sabe. Si es como usted dice, si ella padece alucinaciones, ¿«delusions» dijo que se llamaban?, sería mejor una clínica; o, tal vez, el extranjero. Perdóneme, me estoy entrometiendo en algo que no me incumbe.

Se calló porque la sombra del Coronel había hecho un movimiento de impaciencia.

– Como no sabía si lo encontraría, le dejé una nota en el Puesto, por debajo de la puerta -dijo, poniendo punto final a la conversación.

– Bien, mi Coronel -dijo el Teniente Silva.

– Buenas noches -se despidió el Coronel, cortante.

Pero no se marchó. Lituma lo vio volverse y dar unos pasos hacia la orilla de la playa, plantarse allí, cara al mar, y permanecer inmóvil ante la vasta superficie que la luz de la luna plateaba a trechos. El cono dorado del faro se iba y volvía, delatando al pasar frente a ellos, un segundo, la silueta menuda e imperiosa, vestida de caqui, que les daba la espalda, aguardando que se fueran. Miró al Teniente y éste lo miró, indeciso. Por fin, le hizo seña de que partieran. Sin decir una palabra, echaron a andar. La arena silenciaba sus pisadas y Lituma sentía que se le hundían los botines. Pasaron junto a la quieta espalda del Coronel -otra vez el viento movía sus escasos cabellos- y enrumbaron, por entre los botes varados, hacia las densas manchas que eran las viviendas de Talara. Cuando estuvieron ya en el pueblo, Lituma se volvió a mirar la playita. La silueta del Coronel parecía seguir en el mismo sitio, en el límite mismo del mar. Una sombra un poquito más clara que las sombras circundantes. Más allá, titilaban unos puntitos amarillos, desperdigados en el horizonte. ¿Cuál de esas lamparillas de pescadores sería la lancha del marido de Doña Adriana? Aunque aquí la noche estaba tibia, Don Matías decía que mar adentro hacía siempre frío, que ésa era la razón; no el aburrimiento ni el vicio, por la que los pescadores se llevaban siempre una botellita de pisco o de cañazo para aguantar la noche en altamar.


Talara estaba desierta y apacible. No se veía luz en ninguna de las casitas de madera que dejaban atrás. Lituma tenía tantas cosas que preguntar y comentar, pero no se atrevía a abrir la boca, paralizado por una sensación ambigua, de confusión y de tristeza. ¿Sería cierto lo que les había contado o una invención? Cierto, tal vez. Por eso la muchacha le había parecido chifladita, no se había equivocado. A ratos, miraba de reojo al Teniente Silva: llevaba la guitarra al hombro, como si fuera un fusil o una azada, y parecía pensativo, ausente. ¿Cómo podía ver en la penumbra, con esos anteojos oscuros?

Cuando estalló el ruido, Lituma dio un brinco; al mismo tiempo, fue como si lo hubiera estado esperando. Había quebrado el silencio, breve y brutal, con un eco apagado. Ahora todo estaba otra vez quieto y mudo. Se quedó inmóvil, se volvió a mirar a su jefe. Éste, después de haberse detenido un momento, echó de nuevo a andar.

– Pero, mi Teniente -trotó Lituma, hasta alcanzarlo-. ¿No ha oído?

El oficial siguió andando, con la vista al frente. Apuró el paso.

– ¿Oído qué cosa, Lituma?

– El tiro, mi Teniente -trotaba, se atolondraba Lituma, a su lado-. Allá en la playa. ¿No lo ha oído, acaso?

– He oído un ruido que podría ser mil cosas, Lituma -dijo su jefe, con tono de reprimenda-. El pedo de un borracho. El eructo de una ballena. Mil cosas. No tengo ninguna prueba de que ese ruido haya sido un tiro.

A Lituma el corazón le golpeaba en el pecho muy fuerte. Su cuerpo se había puesto a sudar y sentía húmeda la camisa y la cara. Caminaba al lado del Teniente, aturdido, tropezándose, sin entender nada.

– ¿No vamos a ir a verlo, entonces? -preguntó, sintiendo una especie de vértigo, unos metros después.

– A ver qué cosa, Lituma?

– Si el Coronel Mindreau se ha matado, mi Teniente -balbuceó-. ¿No era eso, pues, el tiro que hemos oído?

– Ya lo sabremos, Lituma -dijo el Teniente Silva, compadeciéndose de su ignorancia-. Si lo era o no lo era, se sabrá: Qué apuro tienes. Espérate a que venga alguien, algún pescador, algún vago, quien lo encuentre, a darnos la noticia. Si es cierto que ese señor se ha matado, como se te ha ocurrido. O, más bien, espérate a que lleguemos al Puesto. Puede que ahí se aclare el misterio que te atormenta. ¿No oíste al Coronel que nos había dejado una nota?

Lituma no dijo nada y siguió caminando junto a su jefe. De una de las desiertas callecitas transversales salió un estertor mecánico, como si alguien sintonizara una radio. En la terraza del Hotel Royal, el guardián dormía a pierna suelta, envuelto en una frazada y con la cabeza sobre la barandilla.

– ¿O sea que usted cree que esa nota es su testamento, mi Teniente? -musitó por fin, ya en la recta del Puesto-. ¿Que nos fue a buscar a sabiendas de que, después de hablar con nosotros, se iba a matar?

– Puta que eres lento, hijo mío -suspiró su jefe. Y le dio un palmazo en el brazo, levantándole el ánimo-. Menos mal que, aunque te cuesta, al final como que empiezas a entender las cosas. ¿No, Lituma?

No hablaron más hasta llegar a la casita ruinosa y despintada que era la Comisaría. El Teniente mandaba oficio tras oficio a la Dirección General de la Guardia Civil, explicando que si no hacían algo pronto se les caería el techo encima y que los calabozos eran una coladera de donde los presos no se escapaban por conmiseración o cortesía, pues las tablas de las paredes estaban apolilladas y roídas por los ratones. Le contestaban que en el próximo presupuesto se incluiría una partida, tal vez. Una nube había ocultado la luna y el Teniente tuvo que encender un fósforo para dar con la cerradura.

Forcejeó un buen rato, como siempre, antes de que la llave girase. Encendiendo otro fósforo, buscó en el suelo de tablas, primero en el umbral, -luego más adentro, hasta que la llamita le chamuscó la punta de los dedos y tuvo que soplarla, maldiciendo. Lituma corrió a prender la lámpara de parafina; lo hizo con tanta torpeza que le pareció que le tomaba un siglo. La llamita brotó al fin: una lengua roja, de corazón azulado, que zigzagueó unos segundos antes de afirmarse. El sobre estaba semihundido en uno de los intersticios de las tablas y Lituma vio a su jefe, acuclillado, cogerlo y levantarlo con mucha delicadeza, como si se tratara de un objeto frágil y precioso. Intuyó todos los movimientos que haría y que, en efecto, hizo el Teniente: echarse el quepis atrás, quitarse los anteojos y sentarse en una esquina del escritorio, con las piernas bien abiertas, mientras, siempre muy cuidadosamente, desgarraba el sobre y con dos dedos extraía de él un papelito blanco, casi transparente. Lituma divisó unas líneas de letra pareja, que cubrían toda la página. Acercó la lámpara de modo que su jefe pudiera leer sin dificultad. Vio, lleno de ansiedad, que los ojos del Teniente se movían, despacio, de izquierda a derecha, de izquierda a derecha, y que su cara poco a poco se contraía en una expresión de disgusto o perplejidad o de ambas cosas.

– ¿Y, mi Teniente? -preguntó, cuando creyó que el oficial había terminado de leer.

– Carajo -oyó decir a su jefe, a la vez que lo veía bajar la mano: el papelito blanco quedó colgando, a la altura de su rodilla.

– ¿Se ha matado? -insistió Lituma. Y, estirando el brazo-: ¿Me la deja ver, mi Teniente?

– El puta se las traía -murmuró su jefe, entregándole el papel. Lituma se precipitó a cogerlo, a leerlo, y, mientras leía, creyendo y no creyendo, entendiendo y no entendiendo, oyó que el Teniente añadía No sólo se mató, Lituma. El puta mató también a la muchacha.

Lituma alzó la cabeza y miró a su jefe, sin saber qué decir ni hacer. Tenía la lámpara en la mano izquierda y esas sombras que se alargaban y movían significaban sin duda que estaba temblando. Una mueca deformó la cara del Teniente y Lituma lo vio pestañear y juntar los párpados como si lo cegara una luz hiriente.

– Qué vamos a hacer ahora -balbuceó, sintiéndose culpable de algo-. ¿Ir a la Base, a casa del Coronel, a ver si es cierto que mató a la muchacha?

– ¿Tú crees que puede no ser cierto, Lituma? -lo amonestó el Teniente.

– No sé -repuso el guardia-. Más bien dicho, sí, creo que es cierto que la mató. Por eso estaba tan raro, en la playa. Y también creo que es cierto que él se ha matado, que eso fue el tiro que oímos. Puta madre, puta madre.

– Tienes razón -dijo el Teniente Silva, unos segundos después-: Puta madre.

Estuvieron un momento callados, inmóviles, entre esas sombras que bailoteaban en las paredes, en el suelo, sobre los muebles y enseres destartalados del Puesto.

– ¿Qué vamos a hacer ahora, mi Teniente? -repitió, por fin, Lituma.

– Yo no sé qué vas a hacer tú -contestó el oficial, poniéndose de pie, con brusquedad, como acordándose de algo urgentísimo. Parecía poseído de una energía violenta-. Pero, te aconsejo que por el momento no hagas nada, salvo echarte a dormir. Hasta que alguien venga a despertarte con la noticia de esas muertes.

Lo vio, decidido, dirigirse a trancos hacia las sombras de la calle, haciendo los gestos característicos: acomodarse la cartuchera que llevaba a la cintura, pendiente del cinturón, y calarse los anteojos negros.

– ¿Adónde está usted yendo, mi Teniente? -balbuceó, espantado, adivinando lo que iba a oír.

– A tirarme de una vez a esa gorda de mierda -lo oyó decir, ya invisible.

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