– Sí, sí, las casas de los aviadores -repitió el Teniente Silva-. Es una pista. Ahora el puta no podrá decir que vamos a hacerle perder tiempo.
Pero Lituma se dio cuenta que el Teniente, aunque le seguía la conversación y hablaba de la cita con el jefe de la Base Aérea, tenía cuerpo y alma concentrados en el revoloteo de Doña Adriana, que barría la fonda. Sus movimientos, rápidos y despercudidos, levantaban a veces el ruedo de la falda por sobre sus rodillas, dejando entrever el muslo grueso y aguerrido, y, cuando se inclinaba a recoger la basura, descubrían el comienzo de sus pechos, sueltos y altaneros bajo el ligero vestido de percala. Los ojitos del oficial no perdían un movimiento de la dueña de la fondita y brillaban con luz codiciosa. ¿Por qué Doña Adriana lo ponía tan arrecho al Teniente Silva? Lituma no lo entendía. El Teniente era blanquiñoso, joven y pintón, con un bigotito rubio y unos anteojos de sol que se quitaba rara vez; a cualquier chica talareña se la hubiera metido al bolsillo. Pero a él sólo le interesaba Doña Adriana. Se lo había confesado a Lituma: «Esta gorda me tiene con garrotillo, carajo.» ¿Quién lo entendería? Tenía años como para ser su madre, lucía canas entre los pelos lacios, y, además, era una gorda con redondeces por todas partes, una de esas que llamaban «cintura de llanta». Estaba casada con Matías, un pescador que pescaba de noche y dormía de día. La trastienda de la fonda era su hogar… Tenían varios hijos, ya grandes, que vivían por su cuenta y dos de ellos trabajaban como obreros dé la International Petroleum Company.
– Si sigue mirando así a Doña Adriana se le van a gastar los ojos, mi Teniente. Póngase los anteojos, siquiera.
– Es que cada día está más buena moza -murmuró el Teniente, sin apartar la vista de las maromas de la escoba de Doña Adriana. Se frotó el anillo dorado del anular contra el pantalón y añadió-: No sé qué hace, pero la verdad es que cada día está más rica y más hembra.
Habían tomado un tazón de leche de cabra y un sandwich de queso mantecoso mientras esperaban al taxista. El Coronel Mindreau les había dicho a las ocho y media. Eran los únicos parroquianos de la fondita, una débil armazón de cañas, esteras y calaminas, con estanterías llenas de botellas, cajas y latas, unas mesitas chuecas y, en un rincón, el primus donde Doña Adriana cocinaba para sus pensionistas. Por una abertura en la pared sin puerta, se veía, al fondo, el cuartito donde dormía Matías, después de la noche en altamar.
– No sabe las flores que le ha estado echando el Teniente mientras usted barría, Doña Adriana -dijo Lituma, con sonrisa melosa. La dueña de la fonda regresaba cadereando, la escoba en alto-. Dice que, a pesar de sus años y sus quilitos, es usted la mujer más tentadora de Talara.
– Lo digo porque lo creo -susurró el Teniente Silva, poniendo cara de conquistador-. Y, además, es la verdad. La Doña lo sabe de sobra.
– En vez de esas majaderías con una madre de familia, dígale a ese Teniente que haga su trabajo -suspiró Doña Adriana, sentándose en un banquito, junto al mostrador, y poniendo cara de pésame-. Dígale que, en vez de estar fastidiando a señoras casadas, busque a los asesinos de ese muchacho.
– Si los encuentro ¿qué? -El Teniente chasqueó la lengua con obscenidad-. ¿Me premiará con una nochecita? Por ese premio los encuentro y se los pongo esposados a sus pies, le juro.
«Lo dice como si la tuviera al palo», pensó Lituma. Se había estado divirtiendo con los juegos del Teniente, pero se acordó del flaquito y se le acabó la diversión. Si ese malagracia del Coronel Mindreau cooperara, sería más fácil. Si él, que debía tener informaciones, antecedentes, que podía interrogar al personal de la Base, quisiera meter el hombro, alguna pista aparecería y echarían mano a esos conchas de su madre. Pero el Coronel Mindreau era un egoísta. ¿Por qué se negaba a ayudarlos? Porque los aviadores se creían unos príncipes de sangre azul. A la Guardia Civil la choleaban y miraban por sobre el hombro.
– Suelte, so atrevido, o despierto a Matías -se enfureció Doña Adriana, jaloneando. Le había alcanzado una cajetilla de Inca al Teniente Silva y éste le tenía cogida la mano-. Vaya a sobar a su sirvienta, so fresco, no a una madre de familia.
El Teniente la soltó, para prender su cigarrillo, y a Doña Adriana se le fue el enojo. Siempre era así: se ponía como un fosforito con los piropos y las manos largas, pero, en el fondo, a lo mejor hasta le gustaba. «Todas son un poco putas», pensó Lituma, deprimido.
– En el pueblo no se habla de otra cosa -dijo Doña Adriana-. Yo vivo aquí desde que nací y nunca jamás, en todos los años que tengo, se ha visto en Talara matar a nadie con esa maldad. Aquí la gente se mata como Dios manda, peleando de iguales, de hombre a hombre. Pero así, crucificando, torturando, jamás de la vida. Y ustedes no hacen nada, qué vergüenza.
– Estamos haciendo, mamacita -dijo el Teniente Silva-. Pero el Coronel Mindreau no nos ayuda. No me deja interrogar a los compañeros de Palomino Molero. Ellos tienen que saber algo. Andamos perdidos por su culpa. Pero la verdad se descubrirá, tarde o temprano.
– Pobre la madre de ese muchacho -suspiró Doña Adriana-. El Coronel Mindreau se cree el rey de Roma, basta verlo cuando viene al pueblo con su hija del brazo. Ni saluda ni mira. Y ella es peor todavía. ¡Qué humos!
No eran aún las ocho y ya el sol quemaba. Rayos dorados atravesaban las esteras y se filtraban por las junturas de las cañas y las calaminas. La fonda parecía alanceada por esas jabalinas luminosas en las que flotaban corpúsculos de polvo y revoloteaban decenas de moscas. No había mucha gente en la calle. Lituma podía oír, bajito, la rompiente de las olas y el murmurar de la resaca. El mar estaba cerquita y su olor impregnaba el aire. Era un olor rico, que hacía bien, pero tramposo, pues sugería playas acicaladas, de aguas transparentes, y el mar de Talara andaba siempre impregnado de residuos de petróleo y de las suciedades de los barcos del puerto.
– Dice Matías que el muchacho tenía una voz divina, que era un artista -exclamó Doña Adriana.
– ¿Don Matías conocía a Palomino Molero? -preguntó el Teniente.
– Lo oyó cantar un par de noches, mientras preparaba las redes -dijo Doña Adriana.
El viejo Matías Querecotillo y sus dos ayudantes se hallaban cargando las redes y el cebo en El León de Talara, cuando, de repente, los distrajo el bordoneo de una guitarra. La luna estaba tan clara y lúcida que no hacía falta encender la linterna para ver que ese grupito de sombras en la playa eran media docena de avioneros. Fumaban sentados en la arena, entre los botes. Cuando el muchacho empezó a cantar, Matías y sus ayudantes dejaron las redes y se acercaron. El muchacho tenía una voz cálida, de reverberaciones que hacían sentir ganas de llorar y electrizaban la espalda. Cantó Dos almas y, cuando terminó, lo aplaudieron. Matías Querecotillo pidió permiso para estrechar la mano del cantante. «Me ha recordado usted mi juventud -lo felicitó-. Me ha puesto triste.» Ahí se había enterado que era Palomino Molero, uno de la última leva, un piuranito. «Tú podrías cantar en Radio Piura, Palomino», oyó Matías que decía uno de los avioneros. Desde entonces, el marido de Doña Adriana lo había visto un par de veces más, en la misma playa, entre los botes varados, a la hora de ir a alistar El León de Talara. Cada vez, había hecho un alto en la faena para oírlo.
– Si Matías hizo eso y le dijo eso, no hay duda que el muchacho tenía una voz de ángel -aseguró Doña Adriana-. Porque Matías no se emociona así nomás, él es más bien frión.
«Se la sirvió en bandeja», pensó Lituma, y, en efecto, el Teniente se relamió los labios como un gato:
– ¿Quiere decir que ya no sopla, Doña Adrianita? Yo la podría calentar, si quiere. Yo más bien soy un carbón ardiendo.
– No necesito que me calienten -se rió Doña Adriana-. Cuando hace frío, entibio mi cama con botellas de agua hirviendo.
– El calor humano es más rico, mamacita -ronroneó el Teniente Silva, inflando los labios hacia Doña Adriana, como si fuera a succionarla.
Y en eso se apareció Don Jerónimo a buscarlos. No podía llegar con el taxi hasta la fonda, pues la calle era un arenal donde se hubiera atollado, así que había dejado su Ford en la pista, a unos cien metros. El Teniente Silva y el guardia firmaron el vale por el desayuno y se despidieron de Doña Adriana. Afuera, el sol los golpeó sin misericordia. Pese a ser las ocho y cuarto, había un calor de mediodía. En la luz cegadora, parecía que las cosas y las personas irían en cualquier momento a disolverse.
– Talara está llena de murmuraciones -dijo Don Jerónimo, mientras andaban, los pies hundiéndose en el suelo blando-. Encuentre a esos asesinos o lo lincharán, Teniente.
– Que me linchen -se encogió de hombros el Teniente-. Juro que yo no lo maté.
– Andan diciendo cosas -escupió Don Jerónimo, cuando llegaron al taxi-. ¿No le han ardido las orejas?
– No me arden nunca -repuso el Teniente-. ¿Qué, por ejemplo?
– Que están tapando la vaina porque los asesinos son peces gordos. -Don Jerónimo le daba a la manivela para encender el motor. Repitió, guiñando un ojo-: ¿Cierto que hay peces gordos, mi Teniente?
– No sé si gordos o flacos, no sé si peces o tiburones. -El Teniente se instaló en el asiento de adelante. Pero se joderán igual. El Teniente Silva se caga olímpicamente en los peces gordos, Don Jerónimo. Y, ahora, apúrese, no quiero llegar tarde donde el Coronel.
Cierto, él Teniente era hombre recto y, por eso, Lituma le tenía, además de aprecio, admiración. Era bocón, lisuriento, algo chupaco, y, cuando se trataba de la gorda cantinera, perdía la chaveta, pero Lituma, en todo el tiempo que llevaba trabajando a, sus órdenes, lo había visto esforzarse siempre, en todas las denuncias y querellas que llegaban a la Comisaría, por hacer justicia. Y sin preferencia por nadie.
¿Hasta ahora qué han descubierto, Teniente? -Don Jerónimo tocaba bocina, pero los churres, los perros, los chanchos, los piajenos y las cabrás que se cruzaban delante del taxi no se apresuraban lo más mínimo.
– Ni mierda -admitió el Teniente, con una mueca.
– No es mucho -se burló el taxista. Lituma oyó que su jefe repetía lo que le había dicho esa mañana:
– Pero hoy descubriremos algo, se huele en el aire.
Ya estaban en los confines del pueblo, y, a derecha y a izquierda, se veían las torres de los pozos petroleros, erizando el terreno pelado y pedregoso. A lo lejos, titilaban los techos de la Base Aérea. «Ojalá que siquiera algo», se dijo Lituma, como un eco. ¿Sabrían alguna vez quién y por qué habían matado al flaquito? Más que una necesidad de justicia o de venganza, sentía una curiosidad ávida por ver sus caras, por escuchar los motivos que habían tenido para hacer lo que habían hecho con Palomino Molero.
En la Prevención de la Base, el oficial de servicio los examinó de arriba abajo, como si no los conociera. Y los tuvo esperando bajo el sol candente, sin ocurrírsele hacerlos pasar a la sombra de la oficina. Mientras esperaban, Lituma echó una ojeada al contorno. ¡Puta, qué lecheros! ¡Vivir y trabajar en un sitio así! A la derecha se alineaban las casas de los oficiales, igualitas, de madera, empinadas sobre pilotes, pintadas de azul y de blanco, con pequeños jardines de geranios bien cuidados y rejillas para los insectos en puertas y ventanas. Vio señoras con niños, muchachas regando las flores, oyó risas. -¡Los aviadores vivían casi tan bien como los gringos de la International, carajo! Daba envidia ver todo tan limpio y ordenado. Hasta tenían su piscina, ahí, detrás de las casas. Litúma nunca la había visto pero se la imaginó, llena de señoras y chicas en ropa de baño, tomando el sol y remojándose. A la izquierda estaban las dependencias, hangares, oficinas, y, al fondo, la pista. Había varios aviones formando un triángulo. «Se dan la gran vida», pensó. Como los gringos de la International, éstos, detrás de sus muros y rejas, vivían igual que en las películas. Y gringos y aviadores podían mirarse la cara por sobre las cabezas de los talareños, que se asaban de calor allá abajo en el pueblo, apretado a orillas del mar sucio y grasiento. Porque, desde la Base, sobrevolando Talara, se divisaban en un promontorio rocoso, detrás de rejas protegidas día y noche por vigilantes armados, las casitas de los ingenieros, técnicos y altos empleados de la International. También ellos tenían su piscina, con trampolines y todo, y en el pueblo se decía que las gringas se bañaban medio calatas.
Por fin, después de una larga espera, el Coronel Mindreau los hizo pasar a su despacho. Mientras iban hacia las oficinas, entre oficiales y avioneros, a Lituma se le ocurrió: «Algunos de éstos saben lo que ha pasado, carajo.»
– Adelante -les dijo el Coronel, desde su escritorio.
Hicieron chocar sus tacones, en el umbral, y avanzaron hasta el centro de la pieza. En el escritorio había un banderín peruano, un calendario, una agenda, expedientes, lápices, y varias fotografías del Coronel Mindreau con su hija y de ésta sola. Una joven de carita larga y respondona, muy seria. Todo estaba ordenado con manía, igual que los armarios, los diplomas y el gran mapa del Perú que servía de telón de fondo a la silueta del Jefe de la Base Aérea de Talara. El Coronel Mindreau era un hombre bajito, fortachón, con unas entradas, que avanzaban por ambas sienes hasta media cabeza y un bigotito entrecano, milimétricamente recortado. Daba la misma impresión de pulcritud que su escritorio. Los observaba con unos ojitos grises y acerados, sin el menor asomo de bienvenida.
– ¿En qué puedo servirlos? -murmuró, con una urbanidad que su expresión glacial contradecía.
– Venimos otra vez por el asesinato de Palomino Molero -repuso el Teniente, con mucho respeto-. A solicitarle su colaboración, mi Coronel.
– ¿No he colaborado ya? -lo atajó el Coronel Mindreau. En su vocecita había como un sedimento de burla-. ¿No estuvieron en este mismo despacho hace tres días? Si perdió el Memorándum que le di, conservo una copia.
Abrió rápidamente un expediente que tenía frente a él, sacó un papelito y leyó, con voz átona:
«Molero Sánchez, Palomino. Nacido en Piura el 13 de febrero de 1936, hijo legítimo de Doña Asunta Sánchez y de Don Teófilo Molero, difunto. Instrucción primaria completa y secundaria hasta tercero de Media en el Colegio Nacional San Miguel, de Piura. Inscrito en la clase de 1953. Comenzó a servir en la Base Aérea de Talara el 15 de enero de 1954, en la Compañía tercera, donde, bajo el mando del Teniente Adolfo Capriata, recibió instrucción junto con los demás reclutas que iniciaban su servicio. Desapareció de la Base en la noche del 23 al 24 de marzo, no reportándose a su compañía luego de haber gozado de un día de franco. Se le declaró desertor y se dio parte a la autoridad correspondiente.»
El Coronel carraspeó y miró al Teniente Silva:
¿Quiere una copia?
«¿Por qué nos odias», pensó Lituma. «¿Y por qué eres tan déspota, concha de tu madre?»
– No hace falta, mi Coronel -sonrió el Teniente Silva-. El Memorándum no se ha perdido.
– ¿Y entonces? -enarcó una ceja el Coronel, con impaciencia-. ¿En qué quiere usted que colabore? El Memorándum dice todo lo que sabemos de Palomino Molero. Yo mismo hice la investigación, con oficiales, clases y avioneros de su compañía. Nadie lo vio y nadie sabe quién pudo haberlo matado ni por qué. Mis superiores han recibido un informe detallado y están satisfechos. Usted no, por lo visto. Bueno, es problema suyo. La gente de la Base está limpia de polvo y paja en este asunto y no hay nada más que averiguar aquí adentro. Era un tipo callado, no se juntaba con nadie, no hacía confidencias a nadie. Por lo visto, no tenía amigos ni tampoco enemigos, en la Base. Algo flojo para la instrucción, según los partes. Desertó por eso, tal vez. Busque afuera, averigüe quién lo conocía en el pueblo, con quién estuvo desde que desertó hasta que lo mataron. Aquí pierde su tiempo, Teniente. Y yo no puedo darme el lujo de perder el mío.
¿Intimidaría a su jefe el tonito perentorio, sin concesiones, del Coronel Mindreau? ¿Lo haría retirarse? Pero Lituma vio que su jefe no se movía.
– No hubiéramos venido a molestarlo si no tuviéramos un motivo, mi Coronel. -El Teniente seguía en posición de firmes y hablaba tranquilo, sin apresurarse.
Los ojitos grises pestañearon, una vez, y hubo en su cara un amago de sonrisa.
– Había que empezar por ahí, entonces.
– El guardia Lituma ha hecho unas averiguaciones en Piura, mi Coronel.
Lituma tuvo la impresión de que el Jefe de la Base se sonrojaba. Sentía una incomodidad creciente y le pareció que nunca conseguiría dar un informe bien dado, a una persona tan hostil. Pero, casi atorándose, habló. Contó que, en Piura, había sabido que Palomino Molero se presentó al servicio sin tener obligación de hacerlo, porque, según le dijo a su madre, era de vida o muerte para él salir de la ciudad. Hizo una pausa. ¿Lo estaba escuchando? El Coronel examinaba, entre disgustado y benevolente, una foto en la que aparecía su hija rodeada de dunas de arena y algarrobos. Por fin, lo vio volverse hacia él:
– ¿Qué quiere decir eso de vida o muerte?
– Pensamos que tal vez lo había explicado aquí, al presentarse -intervino el Teniente. Que a lo mejor aclaró por qué tenía que salir de Piura con tanta urgencia.
¿Se hacía el cojudo, su jefe? ¿O estaba tan nervioso como él por las maneritas del Coronel?
El Jefe de la Base paseó sus ojos por la cara del oficial, como contándole los barritos. Al Teniente Silva le arderían las mejillas con semejante mirada. Pero no demostraba la menor emoción; esperaba, inexpresivo, que el Coronel se dignara hablarle.
– ¿No se le ocurrió que si nosotros supiéramos semejante cosa, lo habríamos dicho en el Memorándum? -deletreó, como si sus interlocutores desconocieran la lengua o fueran tarados-. ¿No pensó que si nosotros, aquí en la Base, hubiéramos sabido que Palomino Molero se sentía amenazado y perseguido por alguien, se lo hubiéramos comunicado en el acto a la policía o al juez?
Debió callarse, porque comenzó a roncar un avión, muy cerca. El ruido creció, creció, y Lituma creyó que iban a reventarle los tímpanos. Pero no se atrevió a taparse los oídos.
– El guardia Lituma también averiguó otra cosa, mi Coronel -dijo el Teniente, al disminuir el ruido de las hélices. Imperturbable, parecía no haber oído las preguntas del Coronel Mindreau.
– ¿Ah, sí? -dijo éste, ladeando la cabeza hacia Lituma-. ¿Qué cosa? Lituma se aclaró la garganta antes de contestar. La expresión sardónica del coronel lo enmudecía.
– Palomino Molero estaba muy enamorado -balbuceó-. Y parece que,…
– ¿Por qué tartamudea? -le preguntó el Coronel-. ¿Le pasa algo?
– No eran amores muy santos -susurro Lituma-. Tal vez por eso se escapó de Piura. Es decir…
La cara del Coronel, cada vez más desabrida, hizo que se sintiera tonto y la voz se le cortó. Hasta entrar en el despacho, las conjeturas que había hecho la víspera le parecían convincentes, y el Teniente le había dicho que, en efecto, tenían su peso. Pero, ahora, ante esa expresión escéptica, sarcástica, del Jefe de la Base Aérea, se sentía inseguro y hasta avergonzado de ellas.
– En otras palabras, mi Coronel, podría ser que a Palomino Molero lo chapara en sus amoríos un marido celoso y lo amenazara de muerte -vino a ayudarlo el Teniente Silva-. Y que, por eso, el muchacho se enrolara aquí.
El Coronel los consideró a uno y a otro, callado, pensativo. ¿Qué majadería iba a soltar?
– ¿Quién es ese marido celoso? -dijo, al fin.
– Eso es lo que nos gustaría saber -repuso el Teniente Silva-. Si supiéramos eso, sabríamos un montón de cosas.
– ¿Y cree que yo estoy al tanto de los amoríos de los cientos de clases y avioneros que hay en la Base? -volvió a deletrear, con infinitas pausas, el Coronel Mindreau.
– Usted tal vez no, mi Coronel -se disculpó el Teniente-. Pero se nos ocurrió que alguien en la Base, tal vez. Un compañero de cuadra de Palomino Molero, algún instructor, alguien.
– Nadie sabe nada de la vida privada de Palomino Molero -lo interrumpió de nuevo el Coronel-. Yo mismo lo he averiguado. Era introvertido, no hablaba con nadie de sus cosa. ¿No está en el Memorándum, acaso?
A Lituma se le ocurrió que al Coronel le importaba un carajo la desgracia del flaquito. Ni ahora ni la vez pasada había traslucido la menor emoción por ese crimen. Ahora mismo se refería al avionero como a un don nadie, con mal disimulado desprecio. ¿Era por lo que había desertado tres o cuatro días antes de que lo mataran? Además de antipático, el Jefe de la Base tenía fama de ser un monstruo de rectitud, un maniático del Reglamento. Como el flaquito, seguramente harto de la disciplina y el encierro, se fugó, el Coronel lo tendría por un réprobo. Pensaría, incluso, que un desertor se merecía lo que le pasó.
– Es que, mi Coronel, hay sospechas de que Palomino Molero tenía amoríos con alguien de la Base Aérea de Piura -oyó que decía el Teniente Silva.
Vio, casi al mismo tiempo-, que las mejillas pálidas y bien rasuradas del Coronel enrojecían. Su expresión se avinagró y encendió. Pero no llegó a decir lo que iba a decir porque, de improviso, se abrió la puerta. y Lituma vio en el marco, recortada contra la luz nívea del pasillo, a la chica de la fotografía. Era delgadita, más aún que en las fotos, con unos cabellos cortos y crespos y una naricilla respingada y despectiva. Vestía una blusa blanca, una falda azul, zapatillas de tenis y parecía tan malhumorada como su propio padre.
– Me estoy yendo -dijo, sin entrar al despacho y sin hacer siquiera una venia al Teniente y a Lituma ¿Me lleva el chofer o me voy en bici?
Había en su manera de decir las cosas un disgusto contenido, como cuando hablaba el Coronel Mindreau. «De tal palo tal astilla, pensó el guardia.
– ¿Y adónde, hijita? -se dulcificó al instante el Jefe de la Base.
«No sólo no la riñe por interrumpir así, por no saludar, por hablarle con tanta grosería», pensó Lituma. «Encima le pone voz de paloma cuculí.»
– Ya te lo dije esta mañana -replicó con salvajismo la muchacha-. A la piscina de los gringos, la de aquí no estará llena hasta el lunes, ¿te has olvidado? ¿Me lleva el chofer o me voy en la bici?
– Que te lleve el chofer, Alicia -baló el Coronel-. Pero que venga pronto, eso sí, lo necesito. Dile a qué hora quieres que te recoja.
La muchacha cerró la puerta de un tirón y desapareció sin -despedirse. «Tu hija nos venga», pensó Lituma.
– O sea que -comenzó a decir el Teniente, pero el Coronel Mindreau le impidió proseguir.
– Eso que usted ha dicho es un disparate -sentenció, recobrando el rubor de las mejillas.
– ¿Perdón, mi Coronel?
– ¿Cuáles son las pruebas, los testigos? -El Jefe -de la Base se volvió a Lituma y lo escrutó como a un insecto-. ¿De dónde ha sacado usted que Palomino Molero tenía amores con una señora de la Base Aérea de Piura?
– No tengo pruebas, mi Coronel -balbuceó el guardia, asustado-. Averigüé que se iba a dar serenatas en secreto por ahí.
– ¿A la Base Aérea de Piura? -deletreó el Coronel-. ¿Sabe usted quiénes viven allá? Las familias de los oficiales. No las de los avioneros ni las de los clases. Sólo las madres, esposas, hermanas e hijas de los oficiales. ¿Está usted insinuando que ese avionero tenía amores adúlteros con la esposa de un oficial?
Un racista de mierda. Eso es lo que era: un racista de mierda.
– Podría ser con alguna sirvienta, mi Coronel -oyó Lituma que decía el Teniente Silva. Se lo agradeció con toda el alma, porque se sentía -acorralado y mudo ante el furor frío del aviador-. Con alguna cocinera o niñera de la Base. No estamos sugiriendo nada, sólo tratando de esclarecer este crimen, mi Coronel, Es nuestra obligación. La muerte de ese muchacho ha provocado malestar en todo Talara. Hay habladurías, dicen que la Guardia Civil no hace nada porque hay complicados peces gordos. Estamos algo perdidos y por eso exploramos cualquier indicio que se presente. No es para tomarlo a mal, mi Coronel.
El Jefe de la Base asintió. Lituma notó el esfuerzo que hacía para aplacar su mal humor.
– No sé si usted sabe que yo he sido jefe de la Base Aérea de Piura hasta hace tres meses -dijo, casi sin abrir la boca-. Serví allá dos años. Sé la vida y milagros de esa Base, porque ha sido mi hogar. Que un avionero haya podido tener amores adúlteros con la esposa de uno de mis oficiales es algo que nadie va a decir en mi presencia, a no ser que pueda probarlo.
– No he dicho que sea la esposa de un oficial -se atrevió a musitar Lituma-. Podría ser una sirvienta, como dijo el Teniente. ¿No hay sirvientas casadas en la Base? Iba a dar serenatas allá, a ocultas. De eso sí tenemos pruebas, mi Coronel.
– Bueno, encuentren a esa sirvienta, interróguenla, interroguen a su marido sobre las supuestas amenazas a Molero y, si confiesa, tráiganmelo. -La frente del Coronel brillaba con un sudor que había brotado desde la fugaz irrupción de su hija en el despacho-.
No vuelvan más aquí, en relación a este asunto, a no ser que tengan algo concreto que pedirme.
Se puso de pie, con rapidez, dando por terminada la entrevista. Pero Lituma advirtió que el Teniente Silva no saludaba ni pedía permiso para retirarse.
– Tenemos algo concreto que pedirle, mi Coronel -dijo, sin vacilar-. Quisiéramos interrogar a los compañeros de cuadra de Palomino Molero.
De encarnada, la tez del Jefe de la Base Aérea de Talara pasó otra vez a pálida. Unas ojeras violáceas circundaron sus ojitos. «Además de conchesumadre, es medio loco», pensó Lituma. ¿Por qué se ponía así? ¿Por qué le daban esas rabietas interiores?
– Se lo voy a explicar de nuevo, ya que, por lo visto, no lo entendió la vez pasada. -El Coronel arrastraba cada palabra como si pesara muchos kilos Los Institutos Armados gozan de fueros; tienen sus tribunales donde sus miembros son juzgados y sentenciados. ¿No le enseñaron eso en la Escuela de la Guardia Civil? Bien, se lo enseño yo ahora, entonces. Cuando se suscitan problemas de índole delictiva, las investigaciones las hacen los propios Institutos Armados. Palomino Molero murió en circunstancias no aclaradas, fuera de la Base, cuando se encontraba en condición de prófugo del servicio. Ya he elevado el informe debido a la superioridad. Si la jefatura lo considera oportuno, ordenará una nueva investigación, a través de sus propios organismos y trasladará todo el expediente al Poder Judicial: Pero mientras no venga una orden de este tipo, del Ministerio de Aviación o del Comandó Supremo de las Fuerzas Armadas, ningún guardia civil va a violar los fueros castrenses en una Base a mi mando. ¿Está claro, Teniente Silva? Contésteme. ¿Está claro?
– Muy claro, mi Coronel -dijo el Teniente.
El Coronel Mindreau señaló la puerta con ademán terminante:
– Entonces, pueden ustedes retirarse.
Esta vez, Lituma vio que el Teniente Silva hacía chocar los tacos y pedía permiso. Lo imitó y salieron. Afuera, se calaron los quepis. A pesar de que el sol golpeaba más fuerte que cuando llegaron y que la atmósfera era más opresiva que en el despacho, a Lituma le pareció refrescante, liberador, estar al aire libre. Respiró hondo. Era como salir de la cárcel, carajo. Cruzaron los patios de la Base hacia la Prevención, callados, ¿Se sentía el Teniente Silva tan abatido y maltratado como él por la forma como los había recibido el Jefe de la Base?
En la Prevención, los esperaba una nueva contrariedad. Don Jerónimo se había marchado. No tenían más remedio que regresar al pueblo a patita. Una hora de caminata, por lo menos, sudando la gota gorda y tragando tierra.
Echaron a andar por el centro de la carretera, siempre mudos, y Lituma pensó: «Después del almuerzo, dormiré una siesta de tres horas.» Tenía una capacidad ilimitada para dormir, a cualquier hora y en cualquier postura, y nada lo curaba mejor de esos estados de ánimo como un buen sueño.
La carretera serpenteaba lentamente, descendiendo a Talara por un terreno ocre, sin una sola mata verde, entre pedruscos y rocas de todas las formas y tamaños.
El pueblo era una mancha lívida y metálica, allá abajo, junto a un mar verde plomizo, sin olas. En la intensa resolana apenas se distinguían los perfiles de las casas y los postes del alumbrado.
– Qué mal rato nos hizo pasar ¿no, mi Teniente? -dijo, secándose la frente con un pañuelo-. Nunca he conocido a un tipo tan malagracia. ¿Usted cree que odia a la Guardia Civil de puro racista o por alguna cosa en especial? ¿O tratará con esa patanería a todo el mundo? Le juro que nadie me ha hecho tragar tanta saliva amarga como este calvito.
– Huevadas, Lituma -dijo el Teniente, frotándose en la camisa el anillo de oro macizo, con una piedra roja, de su promoción-. Para mí, la entrevista con Mindreau fue cojonuda.
– ¿Me está tomando el pelo, mi Teniente? Qué bueno que le queden ánimos para bromear. Lo que es yo, me quedé con el alma en los pies por culpa de esa entrevista.
– Eres pichón en estas lides, Lituma -se rió el Teniente-. Tienes mucho que aprender. Fue una entrevista de la puta madre, te aseguro. Utilísima.
– Entonces, no entendí nada, mi Teniente. A mí me pareció que el Coronel nos basureaba a su gusto, que nos trató peor que a sus sirvientes. ¿Acaso aceptó lo que fuimos a pedirle?
– Ésas son las puras apariencias, Lituma -volvió a soltar la carcajada el Teniente Silva-. Para mí, el Coronel habló como una lorita borracha.
Se volvió a reír, con la boca abierta, e hizo sonar los nudillos, aplastándoselos.
– Antes, yo creía que él no sabía nada, que nos jodía la vida por el cuento ese de los fueros, por susceptibilidad castrense -explicó el Teniente Silva-. Ahora, estoy seguro que sabe mucho y tal vez todo lo que pasó.
Lituma se volvió a mirarlo. Adivinó que, bajo los anteojos oscuros, los ojitos del oficial estaban, como su cara y su voz, hechos unas pascuas.
– ¿Que sabe quiénes mataron a Palomino Molero? -preguntó-. ¿Cree usted que el Coronel lo sabe?
– No sé qué sabe, pero sabe un chuchonal de cosas -asintió el Teniente-. Está tapando a alguien. ¿Por qué se iba a poner tan nervioso, si no? ¿No te diste cuenta acaso? Qué poco observador, Lituma, no mereces estar en la Benemérita. Esas rabietas, esas majaderías ¿qué crees que eran? Pretextos para disimular lo mal que se sentía. Así es, Lituma. No fue él quien nos hizo cagar parados. Fuimos nosotros los que le hicimos pasar un rato horrible.
Se rió, feliz de la vida, y todavía estaba riéndose cuando, un momento después, oyeron un motor. Era una camioneta con los colores azules de la Base Aérea. El chofer paró sin que ellos se lo pidieran.
– ¿Van a Talara? -los saludó, desde la ventanilla, un Suboficial jovencito-. Suban, los jalamos. Usted acá, conmigo, Teniente. El guardia puede ir atrás.
En la parte de atrás, había dos avioneros que debían ser mecánicos, engrasados hasta las narices. -La camioneta estaba llena de latas de aceite, botes de pintura y brochas.
– ¿Y? -dijo uno de ellos-. ¿Van a descubrir el pastel o enterrarán el crimen para proteger a los peces gordos?
Había en su pregunta un gran rencor.
– Lo descubriríamos si el Coronel Mindreau nos ayudara un poco -respondió Lituma-. Pero no sólo no nos ayuda, encima cada vez que venimos a verlo nos trata como a perros con rabia. ¿Es así con ustedes, en la Base?
– No es mala gente -dijo el avionero-. Es rectísimo y hace andar la Base como un cañón. La culpa del mal humor que se gasta la tiene su hija.
– Lo trata con la punta del pie ¿no? -refunfuñó Lituma.
– Es una malagradecida -dijo el otro avionero-. Porque el Coronel Mindreau ha sido su padre y también su madre. La vieja se murió cuando ella era churre. Él la ha criado, solito.
La camioneta frenó junto a la Comisaría. El Teniente y Lituma se bajaron.
– Si no descubren a los asesinos, todo el mundo va a pensar que han recibido platita de los peces gordos -se despidió el Suboficial jovencito.
– No te preocupes, chiquillo, estamos por el buen camino -oyó Lituma que mascullaba entre dientes el Teniente Silva, cuando la camioneta se perdía ya en una polvareda color cerveza.