V

Amotape, vaya nombre -se burló el Teniente Silva-. ¿Será cierto que viene de la historia ésa del cura y su sirvienta? ¿Usted qué cree, Doña Lupe?

Amotape está a medio centenar de kilómetros al Sur de Talara, en medio de pedregales calcinados y dunas ardientes. En el contorno hay matorrales secos, bosquecillos de algarrobos y alguno que otro eucalipto, manchas de pálido verdor que alegran la monótona grisura del paisaje. Los árboles se han encogido, alargado y enrevesado para absorber la escasa humedad de la atmósfera y, a la distancia, parecen brujas gesticulantes. Bajo la sombra bienhechora de sus copas retorcidas hay siempre rebaños de escuálidas cabras, mordisqueando las vainas crujientes que se desprenden de las ramas; también, soñolientos piajenos; también, algún pastor, generalmente un churre o una churre de pocos años, piel requemada y ojos vivísimos.

– ¿Usted cree que esa historia del cura y su sirvienta sobre Amotape será cierta, Doña Lupe? -repitió el Teniente Silva.

El poblado es un revoltijo de cabañas de barro y caña brava, con corralitos de estacas, y alguna que otra casa de rejas nobles, aglomerado en torno a una antigua placita con glorieta de madera, almendros, buganvilias y un monumento de piedra a Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar, que murió en esta soledad. Los vecinos de Amotape, gentes pobres y polvorientas, viven de las cabras, los algodonales y de los camioneros y autobuseros que se desvían de la ruta entre Talara y Sullana para tomarse en el pueblo un potito de chicha o comerse un piqueo. El nombre del lugar, dice una leyenda piurana, viene de la Colonia, cuando Amotape, pueblo importante, tenía un párroco avaro, que odiaba dar de comer a los forasteros. Su sirvienta, que le amparaba las tacañerías, al ver asomar un viajero lo alertaba: Amo, tape, tape la olla que viene gente.» ¿Sería cierto?

– Quién sabe -murmuró, al fin, la mujer-. A lo mejor, sí. A lo mejor, no. Dios sabrá.

Era muy flaca, de piel olivácea y apergaminada que se le hundía entre los huesos salientes de los pómulos y los brazos. Desde que los vio llegar, los miraba con desconfianza. «Con más desconfianza todavía de la que nos mira normalmente la gente», pensó Lituma. Los escrutaba con unos ojos profundos y asustadizos, y, a ratos, se sobaba los brazos como sorprendida por un escalofrío. Cuando su mirada se cruzaba con la de uno de ellos, la sonrisita que intentaba le salía tan falsa que parecía morisqueta. «Qué miedo tienes, comadre», pensaba Lituma. «Tú sí que sabes cosas.» Los había mirado así mientras les servía de comer unos «chifles» de plátano frito y salado y un seco de chabelo. Así los miraba cada vez que el Teniente le pedía que les renovase la calabaza de «clarito». ¿A qué hora iba a empezar su jefe a hacerle preguntas? Lituma sentía que la chicha comenzaba a embotarle el cerebro. Era mediodía, hacía un calor de los mil diablos. Él y el Teniente eran los únicos parroquianos. Desde el local veían, sesgada, la iglesita de San Nicolás resistiendo heroica el paso del tiempo, y, más allá, a través del arenal, a unos cientos de metros, los camiones que iban rumbo a Sullana o a Talara. A ellos los había traído un camión que. cargaba jaulas de pollos. Los dejó en la carretera. Mientras atravesaban el pueblo, habían visto brotar caras curiosas de todas las chozas de Amotape. Varias cabañas tenían pendones blancos, flameando en el tope de una estaca. El Teniente preguntó cuál de esas casas en que servían chicha era la de Doña Lupe. El corro de churres que los rodeaba señaló al instante la cabañita donde estaban ahora. Lituma suspiró, aliviado. Vaya, por lo menos la mujer existía. El viaje no había sido en vano, pues. Habían venido a la intemperie, oliendo cagarrutas de pollos, apartando las plumas que se les metían a la boca y a las orejas, ensordecidos por el cloqueo de sus compañeros de viaje. La asoleadera le había dado dolor de cabeza. Ahora, al regresar, tendrían que caminar de nuevo hasta la carretera, pararse allí y estirar el brazo hasta que un conductor se comidiera a regresarlos a Talara.

– Buenos días, Doña Lupe -había dicho el Teniente Silva, al entrar-. Venimos a ver si su chicha, sus chifles y su seco de chabelo son tan buenos como se comenta. Nos los han recomendado. Espero que no nos defraude.

A juzgar por la manera como los miraba, la dueña de la fonda no se había tragado el cuento del Teniente. Y, sobre todo, pensó Lituma, considerando lo ácida que era su chicha y lo insípido que sabían las hebras de carne de su seco. Al principio, los churres de Amotape estuvieron merodeando alrededor de ellos. Poco a poco, se fueron aburriendo y yendo. Ahora sólo quedaban en la choza, en torno al fogón, a las tinajas de barro, al camastro y a las tres mesitas chuecas plantadas sobre la tierra, unas criaturas semidesnudas, jugando con unas calabazas vacías. Debían de ser hijas de Doña Lupe, aunque parecía difícil que una mujer de su edad tuviera hijas tan chiquitas. ¿O, a lo mejor, no era tan vieja? Todos los intentos de entablar conversación con ella habían sido inútiles. Le hablaran del tiempo, la sequía, la cosecha de algodón de este año o del nombre de Amotape, contestaba siempre igual. Con monosílabos, silencio o evasivas.


– Te voy a decir una cosa que te va a sorprender, Lituma. ¿Tú también crees que Doña Adriana es una gorda, no es cierto? Te equivocas. Es, una mujer bien despachada,- lo que es muy distinto.

¿A qué hora iba a comenzar el Teniente? ¿Cómo iba a hacerlo? Lituma se sentía sobre ascuas, escindido entre la sorpresa y la admiración que le provocaban las astucias de su jefe. A él le constaba que el Teniente Silva estaba tan ávido como él por desenredar el misterio de la muerte de Palomino Molero. Había sido testigo de la excitación que, la noche anterior, le provocó el anónimo. Olfateando el papel como un sabueso la presa, sentenció: «No es una pasada. Trae un hedor de cosa cierta. Habrá que ir a Amotape.»

¿Sabes cuál es la diferencia entre una gorda y una mujer bien despachada, Lituma? La gorda es fofa, chorreada, blanduzca. Tocas y la mano se hunde como en un queso mantecoso. Te sientes estafado. La mujer bien despachada es dura, llenita, tiene lo que hace falta y más. Todo en el sitio debido. Está bien distribuida y proporcionada. Tocas y resiste, tocas y rebota. Hay siempre de más, de sobra, para hartarse y hasta para regalar.

En el camino hacia Amotape, mientras el sol del desierto les taladraba los quepis, el Teniente había venido monologando sin cesar sobre el anónimo, especulando sobre el Teniente Dufó, sobre el Coronel Mindreau y su hija. Pero, desde que entraron a la choza de Doña Lupe era como si al Teniente Silva se le hubiera eclipsado la curiosidad por Palomino Molero. Toda la comida no había hecho otra cosa que hablar del nombre de Amotape, o, claro está, de Doña Adriana. A voz en cuello, sin importarle que la señora Lupe oyera sus arrechuras

– Es la diferencia entre la grasa y el músculo, Lituma. La gorda es grasa. La mujer bien despachada, una canasta de músculos. Unas tetas musculosas es lo más rico que hay en el mundo, más rico todavía que este seco de chabelo de Doña Lupe. No te rías, Lituma, es así mismito como te lo digo. Tú no sabes de esas cosas, yo sí. Un poto grande y musculoso, unos muslos musculosos, unas espaldas y unas caderas de mujer con músculo, son manjares de príncipes, reyes y generales. ¡Uy, Dios mío! ¡Uy, uy, uy! Así es mi amorcito de Talara, Lituma. No gorda sino bien despachada. Una mujer con músculo, carajo. Y eso es lo que a mí me gusta.

El guardia se reía, por disciplina, pero Doña Lupe oía todas las habladurías del oficial, muy seria, escrutándolos. «Esperando», pensaba Lituma, seguramente tan en pindingas como él mismo. ¿Cuándo se decidiría el Teniente a empezar? Parecía no tener el menor apuro del mundo. Dale que dale con el tema de la gorda.

– Tú dirás: ¿cómo es que el Teniente sabe que Doña Adrianita es bien despachada y no gorda? ¿La ha tocado, acaso? Es verdad que apenas, Lituma. Apenas, apenitas, una tocadita aquí, de paso, un roce a la apuradita. Cojudeces, ya lo sé, tienes razón en lo que estarás pensando. Pero es que yo la he visto, Lituma. Ya está, ya te conté mi secreto. La he visto bañándose en fustán. Allá en la playita adonde van a bañarse las viejas de Talara para que no las vean los hombres, esa que está detrás del faro, esa de piedras y rocas, junto al peñón de los cangrejos. ¿ Para qué crees que me desaparezco siempre a eso de las cinco, con mis prismáticos, contándote el cuento de ir a tomarme un cafecito en el Hotel Royal? ¿Para qué crees que me trepo al peñón que está sobre esa playita? Para qué va a ser, Lituma. Para mirar a mi amorcito mientras se baña con su fustán rosado. Una vez que el fustán se moja es como si estuviera calata, Lituma. ¡Dios mío, écheme agua, Doña Lupe, que me quemo! ¡Apágueme este incendio! Ahí es cuando se ve lo que es un cuerpo bien despachado, Lituma. Las nalgas duras, las tetas duras, puro músculo de la cabeza a los pies. Un día te llevaré conmigo y te la mostraré. Te prestaré mis prismáticos. Te quedarás bizco, Lituma. Verás que tengo razón. Verás el cuerpo más sabroso de Talara. Sí, Lituma, yo no soy celoso, por lo menos con mis subordinados. Si te portas bien, un día te treparé al peñón de los cangrejos. Te dará un patatús de felicidad al ver a ese hembrón.

Era como si se hubiera olvidado qué habían venido a hacer a Amotape, carajo. Pero cuando la impaciencia ya comenzaba a desesperar a Lituma, el Teniente Silva, de pronto, enmudeció. Se quitó los anteojos oscuros -el guardia vio que su jefe tenía las pupilas brillantes e incisivas-, los limpió con su pañuelo y se los calzó de nuevo. Con mucha calma encendió un cigarrillo. Habló con una vocecita acaramelada:

– Una cosa, Doña Lupe. Venga, venga, siéntese con nosotros un ratito. Tenemos que hablar ¿no?

– ¿Y de qué? -murmuró la mujer, con los dientes chocándole. Se había puesto a temblar como si tuviera tercianas. Lituma se dio cuenta que él también temblaba.

– De Palomino Molero, pues, Doña Lupe, de qué va a ser -le sonrió el Teniente Silva-. De mi amor de Talara, de mi gordita rica, no voy a hablar con usted ¿no le parece? Venga, venga. Siéntese aquí:

– No sé quién es ése -balbuceó la mujer, transformada. Se sentó como una autómata en el banquito que el Teniente le señalaba. Se había demacrado de golpe y parecía más flaca que antes. Haciendo una mueca extraña, que le torcía la boca, repitió-: Juro que no sé quién es.

– Claro que sabe usted quién es Palomino Molero, Doña Lupe -la reprendió el Teniente Silva. Había dejado de sonreír y hablaba en, un tono frío-y-duro que sobresaltó a Lituma. Éste pensó: «Sí, sí, por fin sabremos qué pasó.»-. El avionero que asesinaron en Talara. El que quemaron con cigarrillos y ahorcaron. Al que le zambulleron un palo en el trasero. Palomino Molero, un flaquito que cantaba boleros. Estuvo aquí, en esta casa, donde estamos usted y yo. ¿Ya no se acuerda?

Lituma vio que la mujer abría mucho los ojos y también la boca. Pero no dijo nada. Permaneció así, desencajada, temblando. Una de las criaturas hizo un puchero.

– Le voy a hablar francamente, señora -el Teniente arrojó una bocanada de humo y pareció distraerse, observando las volutas. Prosiguió de improviso, con severidad-

Si usted no coopera, si no responde a mis preguntas, se va a meter en un lío de la puta madre. Se lo digo así, con palabrotas, para que se dé cuenta de lo grave que es. No quiero detenerla, no quiero llevármela a Talara, no quiero meterla en un calabozo. Yo no quiero que se pase, el resto de la vida en la cárcel, como encubridora y cómplice de un crimen. -Le aseguro que no quiero nada de eso, Doña Lupe.

La criatura seguía haciendo pucheros y Lituma, llevándose un dedo a los labios, le indicó silencio. Ella le sacó la lengua y sonrió.

– Me van a matar -gimió la mujer, despacito. Pero no lloraba. En sus ojos secos había odio y miedo animal. Lituma no se atrevía a respirar, le parecía que si se movía o hacía ruido ocurriría algo gravísimo. Vio que el Teniente Silva, con mucha parsimonia, abría su cartuchera. Sacó su pistola y la puso sobre la mesa, apartando las sobras del seco de chabelo. Le acarició el lomo mientras hablaba:

– Nadie le va a tocar un pelo, Doña Lupe. Siempre y cuando nos diga la verdad. Aquí está esto para defenderla, si hace falta.


El rebuzno enloquecido de una burra quebró, a lo lejos, la quietud del exterior. «Se la están cachando», pensó Lituma.

– Me han amenazado, me han dicho si abres la boca vas a morir -aulló la mujer, alzando los brazos. Se apretaba la cara con las dos manos y se retorcía de pies a cabeza. Se oía entrechocar sus dientes-. Qué culpa tengo, qué he hecho yo, señor. No puedo morirme, dejar abandonadas a estas criaturas. A mi marido lo mató un tractor, señor.

Los niños que jugaban en la tierra se volvieron al oírla gritar, pero, luego de un momento, se desinteresaron de ella y retornaron a sus juegos. La criatura que hacía pucheros había ido gateando hasta el umbral de la choza. El sol enrojeció su pelo, su piel. Se chupaba el dedo.

– Ellos también me mostraron sus pistolas, a quién hago caso, a ustedes o a ellos -aulló la mujer. Trataba de llorar, hacía muecas, se estrujaba los brazos, pero tenía los ojos siempre secos. Se golpeó el pecho y se santiguó.

Lituma ojeó el exterior. No, los gritos de la mujer no habían atraído al vecindario. Por el hueco de la puerta y los intersticios de las estacas se veía el portón cerrado de la iglesita de San Nicolás y la Plaza desierta. Los niños que, hasta hacía un momento, correteaban y pateaban pelotas de trapo alrededor de la glorieta de madera, ya no estaban allí. Pensó: «Se los han llevado, los han escondido. Sus padres los agarrarían del pescuezo y meterían a las chozas, para que no oyeran ni vieran lo que iba a pasar aquí.» Todos sabían, pues, lo de Palomino Molero; todos habían sido testigos. El misterio se iba a aclarar, ahora sí.

– Cálmese, vayamos pasito a paso, sin apurarnos -dijo el Teniente. Pero su tono, a diferencia de sus palabras, no quería tranquilizarla sino aumentar su miedo. Era frío y amenazador-: Nadie la va a matar ni a meterse con usted. Palabra de hombre. A condición de que me hable con franqueza. De que me diga toda la verdad.

– No sé nada, no sé nada, tengo susto, Dios mío -balbuceó la mujer. Pero en su expresión, en su abandono, era visible que sabía todo y que no tenía fuerzas para negarse a contarlo-. Ayúdame, San Nicolás.

Se santiguó dos veces y besó sus dedos cruzados

– Empezando por el principio -ordenó el Teniente-. Cuándo y por qué vino aquí Palomino Molero. ¿Desde cuándo lo conocía usted?

Yo no lo conocía, no lo había visto en la vida -protestó la mujer: -Bajaba y subía la voz, como si hubiera perdido el control de su garganta, y revolvía los ojos-. Yo no le hubiera dado cama aquí, si no hubiera sido por la muchacha. Buscaban al párroco, al Padre Ezequiel. Pero no estaba. Casi nunca está, para viajando.

– ¿La muchacha? -se le escapó a Lituma.

Una mirada del Teniente le hizo morderse la lengua.

– La muchacha -tembló Doña Lupe-. Sí, ella. Me rogaron tanto que me compadecí. Ni siquiera fue por plata, señor, y Dios sabe la falta que me hace. A mi marido lo pisó el tractor. ¿No le he dicho? Por Nuestro Señor que nos está viendo y escuchando allá arriba, por San Nicolasito que es nuestro patrono. Si ellos ni siquiera tenían plata. Apenas para pagar la comida, nomás. La cama se las di de balde. Y porque iban a casarse. Por compasión, por lo tiernitos que eran, casi unos churres, por lo enamorados que se los veía, señor. Cómo iba a saber lo que pasaría. Qué te he hecho, Diosito, por qué me metes en una desgracia semejante.

El Teniente esperó, echando argollas de humo y fulminando a la mujer con la mirada a través de sus anteojos, que Doña Lupe se persignara, se restregara los brazos y se apretara la cara como si fuera a destrozársela.

– Ya sé que es usted buena gente, la calé ahí mismo -dijo, sin cambiar de tono-.

– No se preocupe, siga. ¿Cuántos días estuvieron aquí los tortolitos?

El rebuzno obsceno hirió de nuevo la mañana, más cerca, y Lituma oyó también un galope. «Ya se la tiró», dedujo.

– Sólo dos -respondió Doña Lupe-. Estuvieron esperando al párroco. Pero el Padre Ezequiel estaba de viaje. Siempre está. Dice que va a bautizar y casar gente de las haciendas de la sierra, que se va a Ayabaca porque es muy devoto del Señor Cautivo, pero quién sabe. Mil cosas se dicen de tanto viaje. Yo les dije no lo esperen más, puede tardar una semana, diez días, quién sabe cuántos. Iban a irse a la mañana siguiente a San Jacinto. Era domingo y yo misma les aconsejé que se fueran para allá. Los domingos un padre de Sullana va a San Jacinto a decir la misa. Él podía casarlos, pues, en la capillita de la hacienda. Era lo que más querían en el mundo, un padre que los casara. Aquí, era por gusto que siguieran esperando. Váyanse, váyanse a San Jacinto.

– Pero los tortolitos no llegaron a irse ese domingo -la interrumpió el Teniente.

– No -se aterró Doña Lupe. Quedó muda y miró a los ojos al oficial, luego a Lituma y de nuevo al Teniente. Temblaba y entrechocaba los dientes.

– Porque… -la ayudó el oficial, silabeando.

– Porque vinieron a buscarlos el sábado en la tarde -secreteó ella, desorbitada.


Todavía no había oscurecido. El sol era una bola de fuego entre los eucaliptus y los algarrobos, las calaminas de algunos techos espejeaban con el resplandor del crepúsculo, y, en eso, ella, que estaba cocinando, doblada sobre el fogón, vio el auto. Se salió de la carretera, enfiló hacia Amotape y, brincando, roncando, levantando un terral, se vino derechito hacia la Plaza. Doña Lupe no le quitaba los ojos, viéndolo acercarse. Ellos también lo sintieron y lo vieron. Pero no le hicieron caso hasta que frenó junto a la Iglesia. Estaban sentados ahí, besándose. Todo el día estaban besándose. Ya basta, ya basta, dan el mal ejemplo a los churres. Más bien conversen o canten.

– Porque él cantaba bonito ¿no? -susurró el Teniente, animándola a seguir-…¿Boleros, sobre todo?

– También valses y tonderos -asintió la mujer. Suspiró tan fuerte que Lituma dio un respingo-. Y hasta cumananas, ese canto en que dos se desafían. Lo hacía muy, bien, gracioso era.

– El carro llegó a Amotape y usted lo vio -le recordó el Teniente-. ¿Ellos se echaron a correr? ¿Se escondieron?

– Ella quiso que se escapara, que se escondiera. Lo asustaba diciéndole corre amor, escápate amor, corre, corre, no te quedes, no quiero que…

– No, amor, date cuenta, has sido mía, hemos pasado dos noches juntos, tú ya eres mi mujer. Ahora nadie podrá oponerse. Tendrán que aceptar nuestro amor. No me voy. Lo voy a esperar, le voy a hablar.

Ella, asustadísima, corre, corre, te van a, te pueden no sé qué, escápate, yo los entretengo, no quiero que te maten amor. Estaba tan asustada que Doña Lupe se asustó, también:

– ¿Quiénes son? -les preguntó, señalando el auto embadurnado de tierra, las siluetas que descendían y se recortaban, oscuras, sin cara, contra el horizonte incendiado-. ¿Quién viene ahí? Dios mío, Dios mío, qué va a pasar.

– ¿Quiénes venían, Doña Lupe? -echó una hilera de argollas de humo el Teniente Silva.

– Quién iba a ser -susurró la mujer, casi sin separar los dientes, con una furia que borró su miedo-. Quién, sino ustedes.

El Teniente Silva no se alteró:

– ¿Nosotros? ¿La Guardia Civil? Querrá usted decir la Policía Aeronáutica, gente de la Base Aérea de Talara. ¿No?

– Ustedes, los uniformados -susurró la mujer, de nuevo empavorecida-. ¿No es la misma cosa?

– En realidad, no -sonrió el Teniente Silva-. Pero, no importa.

Y, en ese momento, sin distraerse un ápice de las revelaciones de Doña Lupe, Lituma los vio. Ahí estaban, protegiéndose del sol bajo la techumbre de esteras, sentados muy juntos y con los dedos entrelazados, un instante antes de que les cayera encima la desgracia. Él había inclinado su cabeza de rizos negros y cortitos sobre el hombro de la muchacha y, rozándole el oído con los labios, le cantaba, Dos almas que en el mundo, había unido Dios, dos almas que se amaban, eso éramos tú y yo. Conmovida por la ternura y la delicadeza de la canción, ella tenía los ojos aguados y, para oír mejor el canto o por coquetería, encogía un poco el hombro y fruncía su carita de muchacha enamorada.


No había rastro de antipatía, ni de arrogancia, en esas facciones adolescentes dulcificadas por el amor. Lituma sintió que lo embargaba una desoladora tristeza al divisar, por donde sin duda aparecería y vendría, precedido por el trueno de su motor, entre nubarrones de polvo amarillento, el vehículo de los uniformados. Recorría el caserío de Amotape al promediar el día, y, luego de unos minutos atroces, venía a detenerse a pocos metros de, la misma choza sin puerta en la que ahora se encontraban. «Por lo menos, en esos dos días que pasó aquí, debió ser muy feliz», pensó.

– ¿Sólo dos? -preguntó el Teniente. Lituma se sorprendió al ver a su jefe tan sorprendido. Evitaba mirarlo a los ojos, por una oscura superstición.

– Sólo dos -repitió la mujer, asustada, dudando. Entornó los párpados, como si repasara su memoria para desentrañar en qué se había equivocado-. Nadie más. Se, bajaron los dos y el jeep quedó vacío. Porque el carro era un jeep, ahora se veía. No eran más que dos hombres, -estoy segura. ¿Por qué, señor?

– Por nada -dijo el Teniente, pisoteando la colilla de su cigarro-. Me imaginé que habría salido a buscarlos al menos una patrulla. Pero, si usted vio dos, eran dos, no hay problema. Siga, señora.

Otro rebuzno interrumpió a Doña Lupe. Se elevó en la caldeada, atmósfera del mediodía de Amotape, largo, lleno de altibajos, profundo, jocoso, seminal, y, al instante, las las criaturas que jugaban en el suelo, se pusieron de pie y salieron, corriendo o gateando, muertas de risa y de malicia. Iban en busca de la burra, pensó Lituma, iban a ver cómo se la montaba el piajeno que la hacía rebuznar así.

– ¿Estás bien? -dijo la sombra del más viejo, la sombra del que no tenía un revólver en la mano-. ¿Te hizo daño? ¿Estás bien?

Había oscurecido en pocos segundos. En el escaso tiempo que había tomado a la pareja de hombres recorrer el tramo entre el jeep y la choza, la tarde se había vuelto noche.

– Si le haces algo, me mataré -dijo la muchacha, sin gritar, desafiante, los talones bien plantados sobre la tierra, los puños cerrados, el mentón vibrante-. Si le haces algo, me mataré. Pero, antes, le contaré todo al mundo entero. Todos se morirán de asco y vergüenza de ti.

Doña Lupe temblaba como una hoja de papel:

– Qué pasa, señor, quiénes son ustedes, en qué puedo servirlos, ésta es mi modesta casa, yo no hago mal a nadie, yo soy una pobre mujer.

El que tenía el arma, la sombra que echaba fuego cada vez que miraba al muchacho -porque el más viejo sólo miraba a la muchacha- se acercó a Doña Lupe y le puso la pistola entre las escurridas tetas:

– Nosotros no estamos aquí, nosotros no existimos -ordenó, borracho de odio y de ira-. Si abre la boca, morirá como una perra con rabia. La mataré yo mismo. ¿Entendido?

Ella se dejó caer de rodillas, implorando. No sabía nada, no entendía. ¿Qué había hecho, señor? Nada, nada, recibir a dos jóvenes que le pidieron pensión. Por Dios, por su santa madrecita, señor, que no fuera a disparar, que no hubiera ninguna desgracia en Amotape.

¿El más joven le decía al más viejo «Mi Coronel?»- -la interrumpió el Teniente Silva.

– Yo no sé, señor -repuso ella, buscando. Trataba de adivinar lo que le convenía saber, decir ¿Mi Coronel? ¿El más joven al más viejo? A lo mejor sí, a lo mejor no. Yo no me recuerdo de eso. Yo soy pobre e ignorante, señor. Yo no me busqué nada de esto, la casualidad nomás. El de la pistola me dijo que si abría la boca y contaba lo que le estoy contando, volvería a meterme un balazo en la cabeza, otro en la barriga y otro en las partes. Qué hago, qué voy a hacer. He perdido a mi marido, lo destrozó el tractor. Tengo seis hijos y apenas puedo darles de comer. Tuve trece y se me murieron siete. Si me matan, se morirán los otros seis. ¿Es justo eso?

– ¿El que tenía el revólver era un alférez? -insistió el Teniente-. ¿Tenía un galón en la hombrera? ¿Una sola insignia en la gorra?

Lituma pensó que había transmisión de pensamiento. Su jefe hacía las preguntas que se le iban ocurriendo a él. Estaba acezante y con una especie de vértigo.

– Yo no sé esas cosas aulló la mujer-. No me confunda, pues, no me haga preguntas que no comprendo. ¿Qué es alférez, qué es eso?

Lituma la oía pero, los estaba viendo de nuevo, nítidos, a pesar de las sombras azules que habían envuelto a Amotape. La señora Lupe, de rodillas, lloriqueaba ante el joven frenético y gesticulante, ahí, en la frontera entre la choza y la calle; el viejo. miraba con amargura, dolor, despecho, a la desafiante muchacha, que protegía con su cuerpo al flaquito y no lo dejaba avanzar ni hablar a los recién llegados. Estaba viendo que, como ahora, la llegada de los forasteros había borrado de las calles y sepultado en sus casas a los niños y viejos y hasta los perros y cabras de Amotape, temerosos de verse envueltos en un lío.

– Tú cállate, tú no hables, quién eres tú, con qué derecho, tú qué haces aquí -decía la muchacha, tapándolo, alejándolo, conteniéndolo, impidiéndole avanzar, hablar. Y, a la vez, seguía amenazando a la sombra del más viejo-: Me mataré y diré todo a todos.

– Yo la quiero con toda mi alma, yo soy honrado, dedicaré mi vida a adorarla y a hacerla feliz -balbuceaba el flaquito. No podía, pese a sus esfuerzos, sortear el escudo que era el cuerpo de la muchacha y adelantarse. La sombra del viejo tampoco ahora se volvió hacia él; siguió concentrada en la muchacha como si en el mundo, no existiera nadie más que ella. Pero, el joven, al oírlo, dio media vuelta y se precipitó hacia él, maldiciendo entre dientes, con el revólver levantado como para incrustárselo en la cabeza. La muchacha se interpuso, forcejeando, y, entonces, la sombra del más viejo, seca y tajante, ordenó, una sola vez: «Quieto.» El otro obedeció en el acto.

– ¿Dijo sólo «Quieto»? -preguntó el Teniente Silva-. ¿O, «Quieto, Dufó»? ¿O, «Quieto, Alférez Dufó»?

Más que transmisión de pensamiento, era milagro. Su superior hacía las preguntas usando las mismas palabras que se le ocurrían a Lituma.

– Yo no sé -juró Doña Lupe-. No oí ningún nombre. Yo sólo supe que él se llamaba Palomino Molero cuando vi las fotos en El Tiempo de Piura. Lo reconocí ahí mismito. Se me quebró el corazón, señor. Es él, el churre que se robó a la muchacha y se la trajo a Amotape. Ni entonces supe ni ahora sé tampoco cómo se llamaba ella o los señores que vinieron a buscarlos. Y no quiero saberlo, tampoco. No me lo diga, por favor, si usted lo sabe. ¿Acaso, no estoy cooperando con usted? ¡No me diga esos nombres!

– No te asustes, no grites, no digas esas cosas -dijo la sombra del más viejo-. Hijita, hijita querida. ¿Cómo va a ser posible que me amenaces? ¿Matarte tú, tú?

– Si le haces algo, si le tocas un dedo -lo desafió la muchacha. En el cielo, detrás de un velo azuloso, las sombras se adensaban y habían brotado las estrellas. Algunos candiles empezaban a titilar entre las cañas, los adobes y las rejas de Amotape.

– Más bien le doy la, mano y de todo corazón le digo: «Lo perdono» -murmuró la sombra del más viejo. En efecto, alargó el brazo, aunque todavía sin mirarlo. Doña Lupe sintió que resucitaba. Vio que se daban la mano. El muchacho apenas podía hablar.

– Yo le juro que, yo haré todo -se ahogaba de la emoción-: ella es la luz de mi vida, lo más santo, ella…

– Y, ustedes dos, también, estréchense la mano -ordenó la sombra del más viejo-. Sin rencores. Nada de jefes y subordinados. Nada de eso. Sólo dos hombres, tres hombres, arreglando sus asuntos, de igual a igual, como deben hacerlo los hombres. ¿Estás contenta ahora? ¿Estás tranquila por fin? Ya está, ya pasó el mal rato para todos. Ahora, vámonos de aquí.

Se apresuró a sacar su cartera, del bolsillo de atrás del pantalón. Doña Lupe sintió que le ponían unos billetes sudados en la mano y oyó una voz caballerosa agradeciéndole las molestias y recomendándole olvidarse de todo. Luego, vio que la sombra del más viejo salía y avanzaba hacia el jeep, todavía con las puertas abiertas. Pero el de la pistola, antes de partir, volvió a ponérsela en el pecho:

– Si usted abre la boca, ya lo sabe. Acuérdese.

– ¿Y el flaquito y la muchacha se subieron así nomás, tan mansitos, al jeep? ¿Y se fueron con ellos? -El Teniente no se lo creía, a juzgar por la cara que había puesto. Lituma tampoco.

– Ella no quería, ella desconfiaba y trató de atajarlo -dijo Doña Lupe-. Quedémonos aquí. No le creas, no le creas.

– Vamos, vengan de una vez, hijita -los animaba, desde el interior del jeep, la voz del más viejo-. Es un desertor, no lo olvides. Tiene que volver. Hay que arreglar eso cuanto antes, limpiar ese borrón en la foja de servicios. Pensando en su futuro, hijita. Vamos, vamos.

– Sí, amor, él tiene razón, él nos ha perdonado, vamos, hagámosle caso, subamos -porfiaba el muchacho-. Yo le tengo confianza. Cómo no se la voy a tener, siendo quien es.

«Siendo quien es.» Lituma sintió que una lágrima le rodaba por la mejilla hasta la comisura de los labios. Era salada, una gotita de agua de mar. Seguía oyendo, como un rumor marino, a Doña Lupe, interrumpida de cuando en -cuando por las preguntas del Teniente. Vagamente comprendía que la señora no contaba ya nada que no hubiera contado antes sobre lo que ellos habían venido a averiguar. Lamentaba su mala suerte, lo que le iría a pasar, preguntaba al cielo qué pecado había cometido para verse enredada en una historia tan horrible. A ratos, se le escapaba un sollozo. Pero nada de lo que ella decía le interesaba ya a Lituma. En una suerte de sonambulismo, una y otra vez veía a la pareja feliz, disfrutando de su luna de miel prematrimonial en las humildes callecitas de Amotape: él, un cholito del barrio de Castilla; ella, una blanquita de buena familia. Para el amor no había barreras, decía el vals. En este caso había sido cierto; el amor había roto los prejuicios sociales y raciales, el abismo económico. El amor que debían haber sentido el uno por el otro debía de haber sido intenso, irrefrenable, para hacer lo que hicieron. «Nunca he sentido un amor así», pensó. «Ni siquiera esa vez que me enamoré de Meche, la querida de Josefino.» No, él se había encamotado algunas veces, caprichos que se desvanecían una vez que la mujer cedía o resistía tanto que él se cansaba. Pero un amor jamás le había parecido tan imperioso como para arriesgar por él la vida, como lo había hecho el flaquito, o para desafiar por él al mundo entero, como lo había hecho la muchacha. «A lo mejor a mí no me ha tocado nacer para sentir lo que es el verdadero amor», pensó. «A lo mejor, por haberme pasado la vida yendo donde las polillas con los inconquistables, se me emputeció el corazón y me volví incapaz de querer a una mujer como el flaquito.»

– ¿Qué voy a hacer ahora, señor? -oyó implorar a Doña Lupe-. Aconséjeme, pues.

El Teniente, de pie, preguntaba cuánto eran los claritos de chicha y el seco de chabelo. Cuando la mujer dijo nada, nada, él insistió. De ninguna manera, señora, él no era uno de esos policías conchudos y gorreros, él pagaba lo que consumía, estuviera de servicio o no.

– Pero, dígame al menos qué tengo que hacer ahora -rogó angustiada Doña Lupe. Tenía las manos juntas, como rezando-. Me van a matar igual que al pobre muchacho. ¿No se da cuenta? No sé adónde ir, no tengo dónde. ¿Acaso no he cooperado, como me pidió? Dígame qué hago ahora.

Quédese callada, Doña Lupe -dijo el Teniente, afablemente, poniéndole el dinero de la cuenta junto al potito de chicha en que había bebido-. Nadie la matará. Nadie vendrá a molestarla. Siga su vida de siempre y olvídese de lo que vio, de lo que oyó y también de lo que nos ha contado. Hasta lueguito.

Se llevó la punta de dos dedos a la visera de su quepis,- en un gesto de despedida que era frecuente en él: Lituma se puso de pie, apresurado, y, olvidando despedirse de la dueña del local, lo siguió. Salir a la intemperie, recibir el sol vertical directamente, sin el tamiz de las esteras y estacas, fue como entrar en el infierno. A los pocos segundos, sentía su camisa caqui empapada y la cabeza zumbándole. El Teniente Silva caminaba con aparente soltura; a él se le hundían los botines en la arena y andaba con esfuerzo. Recorrían una sinuosa calle, la principal de Amotape, rumbo al descampado y a la carretera. Al pasar, de soslayo, Lituma advertía los racimos humanos detrás de las estacas de las casitas, los ojos curiosos e inquietos de los vecinos. Al verlos llegar, se habían escondido, temerosos de la policía, y, estaba seguro, apenas hubieran salido ellos de Amotape, se precipitarían en tumulto a la choza de Doña Lupe a preguntarle qué había pasado, qué le habían dicho, hecho. Caminaban mudos, enfrascados en sus pensamientos, el Teniente dos o tres pasos adelante. Cuando cruzaban las últimas viviendas del caserío, un perro sarnoso salió a mostrarles los dientes. En el arenal, rápidas lagartijas aparecían y desaparecían entre los pedruscos. Lituma pensó que, por estos descampados, habría también zorros. El flaquito y la muchacha, los dos que estuvieron refugiados en Amotape, seguramente los oían ulular en las noches, cuando se acercaban, hambrientos, a merodear alrededor de los corrales de cabras y gallinas… ¿Se asustaría la muchacha al oír el aullido de los zorros? ¿Se abrazaría a él, temblando, buscando protección y él la tranquilizaría diciéndole cositas cariñosas al oído? ¿O, en su gran amor, estarían en las noches tan alelados, tan absortos, que ni siquiera escuchaban los ruidos del mundo? ¿Habrían hecho el amor por primera vez aquí en Amotape? ¿O Antes, acaso en el arenal que rodeaba la Base Aérea de Piura?


Cuando llegaron a orillas de la carretera, Lituma estaba mojado de pies a cabeza, como si se hubiera metido vestido en una acequia. Vio que también el pantalón verde y la camisa crema del Teniente Silva tenían grandes lamparones de sudor y que su frente estaba constelada de gotitas. No se veía ningún vehículo. Su jefe, con un gesto de resignación, levantó los hombros. «Paciencia», murmuró. Sacó una cajetilla de Incas, ofreció un cigarrillo a Lituma y encendió otro él. Durante un rato fumaron en silencio, abrasándose de calor, pensando, observando los espejismos de lagos y fuentes y mares frente

a ellos, en el interminable arenal. El primer camión que pasó rumbó a Talara no se detuvo, pese a los gestos frenéticos que le hicieron ambos con sus gorras.

– En mi primer destino, en Abancay, recién salido de la Escuela de Oficiales, tenía un jefe que no aguantaba pulgas. Un capitán que, en estos casos, ¿sabes lo que hacía, Lituma? Sacaba su revólver y le reventaba las llantas.-El Teniente miró con amargura al camión que se alejaba-. Le decíamos el Capitán Rascachucha, porque era muy mujeriego. ¿No te darían ganas de hacer lo mismo con este malagracia?

– Sí, mi Teniente -murmuró el inconquistable, distraído.

El oficial lo examinó con curiosidad.

– ¿Estás muy impresionado con lo que has oído, no es cierto?

El guardia asintió.

– Todavía no acabo de creerme todo lo que la señora nos ha dicho, Lo que pasó en este agujero infeliz.

El Teniente hizo volar la colilla de su cigarrillo al otro lado de la pista, y, con su pañuelo, ya empapado, se secó la frente y el cuello.

– Sí, nos ha dicho cosas cojonudas -reconoció.

– Nunca creí que ésta fuera la historia, mi Teniente -dijo Lituma-. Me había imaginado muchas cosas. Menos ésta.

– ¿Quiere decir que tú sabes todo lo que pasó con el flaquito, Lituma?

– Bueno, más o menos, mi Teniente -balbuceó el guardia. Y, con cierto temor, añadió-: ¿Usted no?

– Yo, todavía -dijo el oficial-. Es otra cosa que tienes que aprender. Nada es fácil, Lituma. Las verdades que parecen más verdades, si les das muchas vueltas, si las miras de cerquita, lo son sólo a medias o dejan de serlo.

– Bueno, sí, seguramente -murmuró Lituma-. Pero, en este caso ¿no está todo claro?

– Por lo pronto, aunque te parezca mentira, yo ni siquiera estoy totalmente seguro que los que lo mataron fueran el Coronel Mindreau y el Teniente Dufó -dijo el Teniente, sin la menor burla en la voz, como reflexionando en voz alta-. Lo único que me consta es que quienes vinieron a buscarlos aquí y se los llevaron fueron ese par.

– Le voy a decir una cosa -susurró el guardia, pestañeando-. No es eso lo que más me ha impresionado. Sino ¿sabe qué? Ahora sé por qué el flaquito se enroló como voluntario en la Base de Talara. Para estar cerca de la muchacha que quería. ¿No le parece extraordinario que alguien haga una cosa así? ¿Que un muchacho, exonerado del servicio, venga y se enrole por amor, para estar junto a la hembrita que quiere?

– Y por qué te admira tanto eso -se rió el Teniente Silva.

– Es fuera de lo común -insistió el guardia-. Algo que no se ve todos los días.

El Teniente Silva empezó a hacer alto con las manos a un vehículo que se aproximaba a lo lejos.

– Entonces, no sabes lo que es el amor -lo oyó burlarse-. Yo me metería de avionero, de soldado raso, de cura, de recogedor de basura y hasta comería caca si hiciera falta, para estar cerca de mi gordita, Lituma.

Загрузка...