VIII

Doña Adriana se rió de nuevo y a Lituma le pareció que, en tanto que todo Talara chismeaba, lloriqueaba o especulaba sobre los grandes acontecimientos, la dueña de la fondita no hacía más que reírse. Estaba igual hacía tres días. Así los había recibido y despedido a la hora del desayuno, el almuerzo y la comida, trasantesdeayer, antes de ayer, ayer y hoy mismo: a carcajada limpia. El Teniente Silva, en cambio, andaba enfurruñado e incómodo, ni más ni menos que si se hubiera comido el pavo más grande de la vida. Por decimaquinta vez en tres días, Lituma pensó: «¿Qué chucha ha pasado entre este par?» Las campanas del Padre Domingo repicaron en el pueblo, llamando a misa. Sin dejar de reírse, Doña Adriana se persignó.

– ¿Y qué cree que le harán al tenientito ése, al Dufó ése? -carraspeó Don Jerónimo.

Era la hora del almuerzo y, además del taxista de Talara, el Teniente Silva y Lituma, también se hallaba en la fonda una pareja joven que había venido desde Zorritos para asistir a un bautizo.

– Lo juzgará el fuero privativo -repuso de mal modo el Teniente Silva, sin levantar los ojos de su plato semivacío-. Es decir, un Tribunal militar.

– Pero, algo le harán ¿no? -insistió Don Jerónimo. Iba comiendo un saltadito con arroz blanco y abanicándose con un periódico; masticaba con la boca abierta y regaba el contorno de residuos-. Porque se supone que un tipo que hace lo que dicen que hizo ese Dufó con Palomino Molero no se puede ir tan tranquilo a su casa ¿no, Teniente?

– Se supone que no se puede ir tan tranquilo a su casa -asintió el Teniente, con la boca llena y un disgusto evidente de que no lo dejaran comer en paz-. Algo le harán, supongo

Doña Adriana volvió a reírse y Lituma sintió que el Teniente se ponía tenso y que se hundía en su asiento al ver acercarse a la dueña de la pensión. Cómo estaría de muñequeado que ni espantaba las moscas de su cara. Ella llevaba un vestidito floreado, de escote muy abierto, y venía braceando y moviendo pechos y caderas con mucho ímpetu. Se la veía saludable, contenta de sí misma y del mundo.

– Tome un poquito de agüita, Teniente, y no coma tan rápido que el bocado se le puede ir por otro lado -se rió Doña Adriana, dando unas palmaditas aún más burlonas que sus palabras en la espalda del oficial.

– Qué buen humor se gasta usted últimamente -dijo Lituma, mirándola sin reconocerla. Era otra persona, se había vuelto una coqueta, qué mosca le había picado.

– Por algo será -dijo Doña Adriana, recogiendo los platos de la pareja de Zorritos y alejándose hacia la cocina. Se iba moviendo el trasero como -si les estuviera haciendo adiós, adiós. «Jesucristo», pensó Lituma.

– ¿Usted sabe por qué está así, tan reilona, hace tres días, mi Teniente? -preguntó.

En vez de contestar, el oficial le lanzó una mirada homicida, desde detrás de sus gafas oscuras, y se volvió a contemplar la calle. Allá, en la arena, un gallinazo picoteaba algo con furia. Súbitamente aleteó y se elevó.

– ¿Quiere que le diga una cosa, Teniente? -dijo Don Jerónimo-. Espero que no se enoje.

– Si me puedo enojar, mejor no me la diga -gruñó el Teniente-. No estoy de humor para huevadas.

– Mensaje recibido y entendido -gruñó el taxista.

– ¿Va a haber más muertos? -se rió Doña Adriana, desde la cocina.

«Hasta se ha puesto ricotona», se dijo el guardia. Pensó: «Tengo que ir a visitar a las polillas del Chino Liau. Me estoy ahuesando.» La mesa del oficial y Lituma y la del taxista estaban separadas y sus voces, para llegar a sus destinatarios, tenían que pasar sobre la pareja de Zorritos. Eran jóvenes, estaban emperifollados y se volvían a mirar a unos y otros, interesados en lo que se decía.

– Aunque no le guste, se lo voy a decir nomás, para que usted lo sepa -decidió Don Jerónimo, golpeando la mesa con el periódico-. No hay un solo talareño, hombre, mujer o perro, que se trague el cuento ése. Ni el gallinazo que está ahí se lo traga.

Porque el ave rapaz había vuelto y ahí estaba, negruzco y torvo, encarnizándose contra una lagartija que tenía en el pico. El Teniente siguió comiendo, indiferente, concentrado en sus pensamientos y en su hosquedad.

– ¿Y cuál es el cuento ése, si se puede saber, Don Jerónimo? -preguntó Lituma.

– Que el Coronel Mindreau mató a su hija y que luego se mató -dijo el taxista, escupiendo residuos-. Quién va a ser el idiota que se crea semejante cosa, pues.

– Yo -afirmó Lituma-. Yo soy uno de esos idiotas que creo que el Coronel mató a la muchacha y que después se mató.

– No se haga usted el inocente, amigo Lituma -carraspeó Don Jerónimo, frunciendo la cara-. A esos dos se los cargaron para que no hablaran. Para poder achacarle el asesinato de Palomino Molero a Mindreau. No se haga, hombre.

– ¿Eso es lo que andan diciendo ahora? -levantó la cabeza del plato el Teniente Silva-. ¿Que al Coronel Mindreau lo mataron? ¿Y quiénes dicen que lo mataron?

– Los peces gordos, por supuesto -abrió los brazos Don Jerónimo-. Quién si no. No se haga usted tampoco, Teniente, que aquí estamos en confianza. Lo que pasa es que usted no puede hablar. Todo el mundo anda diciendo que a usted le han tapado la boca y no lo dejan aclarar las cosas. Lo de siempre, pues.

El Teniente se encogió de hombros, como si todas esas habladurías le importaran un pito.

– Si hasta le han inventado que abusaba de su hijita -salpicó arroces Don Jerónimo-. Qué cochinos. Pobre tipo. ¿No le parece, Adrianita?

– Me parecen muchas cosas, jajajá -se rió la esposa de Don Matías.

– O sea que la gente cree que todo eso es inventado -murmuró el Teniente, volviendo a su plato con una mueca agria.

– Por supuesto -dijo Don Jerónimo-. Para tapar a los culpables, para qué iba a ser.

Sonó la sirena de la refinería y el gallinazo alzó la cabeza y se agazapó. Unos segundos estuvo así, encogido, esperando. Se alejó, por fin, dando saltitos.

– Y entonces por qué cree la gente que mataron a Palomino Molero -preguntó Lituma.

– Por un contrabando de muchos millones -afirmó Don Jerónimo con seguridad-. Primero mataron al avionero, porque chapó algo. Y, como el Coronel Mindreau descubrió el pastel, o estaba por descubrirlo, lo mataron y mataron a la muchacha. Y como saben lo que le gusta a la gente, inventaron esa inmundicia de. que se había cargado a Molero por celos de una hija a la que dizque abusaba. Con esa cortina de humo consiguieron lo que querían. Que nadie hable de lo principal. Los milloncitos.

– Puta que son inventivos -suspiró el Teniente. Rascaba el tenedor contra el plato como si quisiera romperlo.

– No diga lisuras que se le va a caer la lengua -dijo Doña Adriana, riéndose. Se plantó junto al Teniente con un platito de dulce de mango, y, al colocarlo en la mesa, se pegó tanto que su ancho muslo rozó el brazo del oficial. Este lo retiró, rápido-. Jajajá…

«Qué disfuerzos», pensó Lituma. ¿Qué le pasaba a Doña Adriana? No sólo se burlaba del Teniente; lo estaba coqueteando de lo lindo. Su jefe seguía sin reaccionar. Parecía cohibido y desmoralizado con los desplantes y burlas de Doña Adriana. También él era otra persona. En cualquier otra ocasión, esos capotazos de la dueña de la fonda lo hubieran vuelto loco de felicidad y habría embestido a cien por hora. Ahora, nada lo sacaba de la apatía de rumiante triste en que estaba sumido hacía tres días. ¿Qué chucha había pasado esa noche, pues?

– En Zorritos también se ha sabido eso del contrabando -intervino de pronto el hombre que había venido al bautizo. Era joven, con el pelo engominado y un diente de oro. Tenía una camisa color lúcuma, tiesa de almidón, y hablaba atropellándose. Miró a la que debía ser su mujer-. ¿No es cierto, Marisita?

– Sí, Panchito -dijo ella-. Ciertísimo. -Parece que hasta se traían frigidaires y cocinas -añadió, el muchacho. Para haber cometido semejantes crímenes tenía que haber muchos millones de por medio.

– A mí la que me da pena es Alicita Mindreau -dijo la de Zorritos, entornando los ojos como si fuera a lagrimear-. La chiquilla es la víctima inocente de todo esto. Pobre niña. Qué abusos se cometen. Lo que da más cólera es que a los verdaderos culpables no les hagan nada. Se quedarán con la plata y libres. ¿No, Panchito?

– Aquí, los únicos que se friegan siempre somos los, pobres -rezongó Don Jerónimo-. Los peces gordos, jamás. ¿No, Teniente?

El Teniente se puso de pie tan bruscamente que su mesa y su silla se tambalearon.

– Bueno, me voy -anunció, harto de todo y de todos. Y, a Lituma-: ¿Tú te quedas?

– Ya voy ahorita, mi Teniente. Déjeme por lo menos tomarme mi café.

– Que te aproveche -gruñó el Teniente Silva, calzándose el quepis y evitando mirar a la dueña de la fonda, quien, desde el mostrador, lo siguió hasta la puerta de calle con una miradita burlona, haciéndole adiós.

Unos minutos después, cuando le trajo la taza de café con agua, Doña Adriana se sentó frente a Lituma, en la silla que había ocupado el Teniente.

– Ya no puedo más de la curiosidad -dijo el guardia, bajando la voz para que los otros parroquianos no lo oyeran-. ¿No me va a contar qué pasó la otra noche entre usted y el Teniente?

– Pregúntaselo a él -repuso la dueña de la fonda, la redonda cara refulgiendo de malicia.

– Se lo he preguntado más de diez veces, Doña Adriana -insistió Lituma, a media voz-. Pero se hace el tonto y no suelta prenda. Ande, no sea egoísta, cuénteme qué pasó.

– Ser tan curioso es de mujeres, Lituma -se burló Doña Adriana, sin que la sonrisita burlona que la adornaba hacía tres días se le fuera de la cara.

«Parece una churre que hubiera hecho una travesura», pensó Lituma. «Hasta se ha rejuvenecido y todo.»

– También se ha dicho que pudo ser algo de espionaje, más que de contrabando -oyó decir a Don Jerónimo, quien se había puesto de pie y conversaba con la pareja de Zorritos, apoyado en el respaldo de una silla-. Se lo he oído al dueño del Cine Talara. Y Don Teotonio Calle Frías es hombre serio, que no habla por hablar.

– Si él lo dice, por algo lo dirá -apuntó Panchito.

– Cuando el río suena, piedras trae -corroboró Marisa.

– En fin, Doña Adrianita, no se moleste por la pregunta, tengo que hacérsela porque me come -susurró Lituma, buscando las palabras-. ¿Se acostó con el Teniente? ¿Le dio gusto, al fin?

– Cómo te atreves a preguntarme eso, malcriado -susurró la dueña de la fonda, amenazándolo con el índice. Quería parecer enojada pero no lo estaba: la lucecita sardónica y satisfecha bullía siempre en sus ojitos pardos, y su boca seguía entreabierta en la sonrisa ambigua de quien se está acordando, entre feliz y arrepentido, de alguna maldad-. Y, por lo pronto, baja la voz, que Matías te puede oír.

– Que Palomino Molero descubrió que pasaban secretos militares al Ecuador y que por eso lo mataron -decía Don Jerónimo-. Que el jefe de la banda de espías era tal vez el mismísimo Coronel Mindreau.

– Carambolas, carambolas -comentaba el de Zorritos-. Una historia de película.

– Sí, sí, de película.

– Qué me va a oír si hasta aquí se oyen los ronquidos, Doña Adrianita -susurró Lituma-. Es que, no sé, vea usted, todo es tan raro desde esa noche. Yo me las paso tratando de adivinar qué pudo ocurrir aquí para que usted esté desde entonces tan descocada y el Teniente tan chupado.

La dueña de la fonda soltó una carcajada y se rió un buen rato con tanta fuerza que los ojitos se le llenaron de lágrimas. Su cuerpo se remecía, las grandes tetas bailaban, libres y ubérrimas, bajo el vestidillo floreado.

– Claro que anda chupado -dijo-. Yo creo que le bajé los humos para siempre, Lituma. Tu jefe nunca más volverá a dárselas de violador, jajajá.

– A mí no me extraña nada lo que cuenta Don Teotonio Calle Frías -decía el de Zorritos, lamiéndose el diente de oro-. Yo, desde un principio, me las olí: detrás de esta sangre tiene que andar la mano del Ecuador.

– Pero qué hizo para bajarle los humos, Doña Adriana. Cómo pudo dejarlo tan aplatanado. No sea soberbia. Cuente, cuénteme.

– Además, seguro que a esa chiquilla Mindreau, antes de matarla la violarían -suspiró la de Zorritos. Era una morenita crespa y achispada, embutida en un vestido azul eléctrico-. Eso es lo que hacen siempre. De los monos se puede esperar cualquier cosa. Y eso que yo tengo parientes en el Ecuador.

– Entró con su revólver en la mano tratando de meterme miedo -susurró la dueña de la fonda, aguantándose la incontenible risa y entrecerrando los ojos como para ver, de nuevo, la escena que la divertía tanto-. Yo estaba dormida y me dio un susto tremendo. Creí que era un ladrón. No, era tu jefe. Entró rompiendo la chapa de esa puerta. El muy sinvergüenza. Creyendo que iba a asustarme. El pobre, el pobre.

– Yo no he oído nada al respecto -masculló Don Jerónimo, alargando la cabeza por entre el periódico con el que ahuyentaba a las moscas-. Pero, por supuesto, no me extrañaría que, además de matarla, la violaran. Varios, sin duda.

– Comenzó a decirme una serie de huachaferías -susurró Doña Adriana.

– ¿Cuáles? -la cortó Lituma.

– Ya no puedo seguir viviendo con tantas ansias. Me estoy rebalsando de deseo de usted. Este metejón no me deja vivir, ya alcanzó el límite. Si yo no la poseo, terminaré pegándome un tiro un día de éstos. O pegándoselo a usted.

– Qué cómico -se retorció de risa Lituma-. ¿De veras le dijo que se estaba rebalsando o se lo achaca usted de puro mala?

– Creyó que iba a conmoverme o asustarme, o las dos cosas -dijo Doña Adriana, palmoteando al guardia-. Qué sorpresa se llevó, Lituma.

– Seguro, seguro -dijo el de Zorritos-. Varios, por supuesto. Siempre es así.

– ¿Y usted qué hizo, Doña Adrianita?

– Me quité el camisón y me quedé en cueros -susurró Doña Adriana, ruborizándose. Sí, tal cual: se había quitado el fustán. Estaba en cueros. Fue algo súbito, un movimiento simultáneo de ambos brazos: levantaron la prenda de un golpe violento y la tiraron a la cama. En la cara que emergió por debajo de los pelos revueltos, sobre esas carnes rollizas que blanqueaban la penumbra, no había miedo sino furia indecible.

– ¿Calata? -pestañeó, dos, tres veces, Lituma.

– Y empecé a decirle a tu jefe unas cosas que nunca se soñó -explicó Doña Adriana-. Mejor dicho, unas porquerías que nunca se soñó.

– ¿Unas porquerías? -siguió pestañeando Lituma, puro oídos.

– Ya, pues, aquí estoy, qué esperas para calatearte, cholito -dijo Doña Adriana, con la voz vibrando de desprecio e indignación.

Sacaba el pecho, el vientre, y tenía los brazos en jarras-. ¿O te da vergüenza mostrármela? ¿Tan chiquita la tienes, papacito? Anda, anda, apúrate, bájate el pantalón y muéstramela. Ven, viólame de una vez. Muéstrame lo macho que eres, papacito. Cáchame cinco veces seguidas, que es lo que hace mi marido cada noche. El es viejo y tú joven, así que batirás su record ¿no, papacito? Cáchame, pues, seis, siete veces. ¿Crees que podrás?

– Pero, pero… -balbuceó Lituma, atónito-. ¿Es usted la que está diciendo esas cosas, Doña Adrianita?

– Pero, pero… -balbuceó el Teniente-. Qué le pasa a usted, señora.

– Yo tampoco me reconocía, Lituma -susurró la dueña de la fonda-. Yo tampoco sabía de dónde me salían esas lisurotas. Pero le agradezco al Señor Cautivo de Ayabaca que me diera esa inspiración. Yo hice la romería una vez, a patita limpia, hasta Ayabaca, en sus fiestas de Octubre. Por eso me iluminaría en ese instante. El pobre se quedó tan alelado como te has quedado tú. Anda, pues, papacito, sácate los pantalones, quiero verte la pichulita, quiero saber de qué tamaño la tienes y empezar a contar los polvos que vas a tirarme. ¿Llegarás a ocho?

– Pero, pero… -tartamudeó Lituma, la cara ardiéndole, los ojos como platos.

– Usted no tiene derecho a burlarse así de mí -tartamudeó el Teniente, sin cerrar la boca.

– Porque todo eso se lo decía de una manerita más cachacienta de lo que oyes, Lituma -explicó la dueña de la fonda-. Con una burla y una rabia tan grandes que le gané la moral. Se quedó turulato, si lo hubieras visto.

– No me extraña, Doña Adriana, cualquiera en su caso -dijo Lituma-. Si yo mismo estoy turulato, oyéndola. ¿Y él qué hizo, entonces?

– Por supuesto que ni se quitó el pantalón ni nada -dijo Doña Adriana-. Y todas las ganas que traía se le hicieron humo.

– No he venido a que se burle de mí -clamó el Teniente, sin saber dónde meterse-. Señora Adriana.

– Claro que no, concha de tu madre. Tú has venido aquí a meterme miedo con tu pistolita y a violarme, para sentirte muy macho. Viólame, pues, supermán. Anda, apúrate. Viólame diez veces seguidas, papacito. Así me quedaré contenta. ¿Qué esperas?

– Usted se volvió loca -susurró Lituma.

– Sí, me volví loca -suspiró la dueña de la fonda-. Pero me salió bien. Porque, gracias a mi locura, tu jefe se fue con la música a otra parte. Y con el rabo entre las piernas. Haciéndose el ofendido para colmo, el muy conchudo.

– Vine a confesarle un sentimiento sincero y usted se burla y me ofende -protestó el Teniente-. Rebajándose a hablar como una polilla, además.

– Y míralo cómo ha quedado. Por los suelos -añadió Doña Adriana-. Si hasta me da pena, ahora.

Se reía otra vez a carcajadas, feliz de ella y de sus gracias. Lituma se sintió inundado de solidaridad y simpatía hacia su jefe. Con razón andaba tan jodido, lo habían humillado en su dignidad de hombre. Cuando se lo contara, los inconquistables harían un gran alboroto. Dirían que Doña Adriana merecía, más todavía que la Chunga, ser la reina de los inconquistables y cantarían el himno en su honor.

– También se anda diciendo que podría ser cosa de mariconerías -insinuó el de Zorritos.

– ¿De mariconerías? ¿Ah, sí? -pestañeó Don Jerónimo, relamiéndose-. Podría, podría.

– Claro que podría -dijo el de Zorritos-. En los cuarteles abundan los casos de mariconería. Y las mariconerías, ya se sabe, tarde o temprano terminan en crímenes. Perdona que hablemos estas cosas en tu delante, Marisita.

– No tiene nada de malo, Panchito. La vida es la vida, pues.

– Podría, podría -reflexionaba Don Jerónimo-. ¿Quién con quién? ¿Cómo sería eso?

– Nadie se cree la historia del suicidio del Coronel Mindreau -cambió de tema, de pronto, Doña Adriana.

– Así estoy viendo -murmuró Lituma. -La verdad es que yo tampoco -añadió la dueña de la fonda-. En fin, cómo será.

– ¿Usted tampoco se la cree? -Lituma se puso de pie y firmó el vale por el almuerzo-.

Sin embargo, yo sí me creo la historia que usted me ha contado. Y eso que es más fantástica que el suicidio del Coronel Mindreau. Hasta luego, Doña Adriana.

– Oye Lituma -lo llamó ella. Puso unos ojos brillantes y pícaros y bajó mucho la voz-: Dile al Teniente que esta, noche le haré el tacu-tacu con apanado que tanto le gusta. Para que me quiera de nuevo un poquito.

Lanzó una risita coqueta y a Lituma se le salió también la risa.

– Se lo diré tal cual, Doña Adriana. Hasta lueguito.

Pucha, quién entendía a las mujeres. Avanzaba hacia la puerta cuando oyó a Don Jerónimo, a su espalda:

– Amigo Lituma, por qué no nos dice cuánto le pagaron al Teniente los peces gordos para inventar la historia ésa del suicidio del Coronel.

– No me gustan esas bromas -repuso, sin volverse-. Y al Teniente, menos. Si supiera lo que usted dice, le pesaría, Don Jerónimo.

Oyó que el viejo taxista murmuraba «Cachaco de mierda», y, un segundo, dudó si regresar. Pero no lo hizo. Salió al calor agobiante de la calle. Avanzó por el ardiente arenal, entre una algarabía de chiquillos que pateaban una pelota de trapo y cuyas sombras tejían una agitada geografía alrededor de sus pies. Comenzó a sudar; la camisa se le pegó al cuerpo. Increíble lo que le había contado Doña Adriana. ¿Sería cierto? Sí, debía ser. Ahora entendía por qué el Teniente andaba con el ánimo en las patas desde esa noche. La verdad, también el Teniente era cosa seria. Antojarse de su gorda en ese momento, en medio de la tragedia. Vaya antojo. Pero qué mal le salió la cosa. Doña Adrianita, quién se la hubiera creído, una mujer de armas tomar. La imaginó, calata, burlándose del Teniente, el robusto cuerpo vibrando mientras accionaba, y al oficial, alelado, no queriendo creer lo que oía y veía. Cualquiera hubiera perdido la viada y sentido ganas de salir corriendo. Le vino un ataque de risa.


En el Puesto encontró al Teniente sin camisa, en su escritorio, empapado de sudor. Con una mano se abanicaba y en la otra sostenía un telegrama, muy cerca de sus anteojos. Lituma adivinó, bajo los cristales oscuros, los ojos del oficial moviéndose sobre las líneas del telegrama.

– Lo cojonudo de todo esto es que nadie se cree que el Coronel Mindreau mató a la muchacha y luego se mató -dijo-. Hablan las cojudeces más grandes, mi Teniente. Que fue un crimen por el contrabando, que por espionaje, que metió la mano el Ecuador. Y hasta que fue por cosas de rosquetes. Figúrese la estupidez.

– Malas noticias para ti -dijo el Teniente, volviéndose hacia él-. Te han transferido a un puestecito medio fantasma, en el departamento de Junín. Tienes que estar allá en el término de la distancia. Te pagan el ómnibus.

– ¿A Junín? -dijo Lituma, mirando hipnotizado el telegrama-. ¿Yo?

– A mí también me trasladan, pero aún no sé adónde -asintió el Teniente-. A lo mejor allá, también.

– Eso debe estar lejísimos -balbuceó Lituma.

– Ya ves, pedazo de huevón -lo amonestó su jefe, con cierto afecto-. Tanto que querías aclarar el misterio de Palomino Molero. Ya está, te lo aclaré. Y qué ganamos. Que te manden a la sierra, lejos de tu calorcito y de tu gente. Y a mí tal vez a un hueco peor. Así se agradecen los buenos trabajos en esta Guardia Civil a la que tuviste la cojudez de meterte. Qué va a ser de ti allá, Lituma, dónde se ha visto gallinazo en puna. Me muero de pena sólo de pensar en el frío que vas a sentir.

– Jijunagrandísimas -filosofó el guardia.


Fin

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