Ninguna razón se me alcanza para explicar el hecho matutino, coincidente más o menos con la ducha, de que el recuerdo del coronel Wieck, a quien tenía que visitar, según convenio, a las nueve y media en punto, me viniera acompañado, con prolongada insistencia, de una pieza de Tellemann para flauta y clavecín, ejecutada por Rampal principalmente, y escuchada por mí alguna vez, en una sala de París, en ocasión en que usurpaba, por pura diversión, la personalidad de un poeta norteamericano, revolucionario, pero simpático. (Conviene, sin embargo, registrar la presencia, en la mesa de Wieck, de una cajita de música.) Aunque quizá resulte más inexplicable el que, estando constituido el recuerdo de Wieck por una imagen visual, el de la flauta fuera también visible, especie de serpiente frágil que se enroscaba en el cuerpo enhiesto del coronel sin otra finalidad que hacerlo, al menos aparentemente. Por fortuna, cuando me recibió, no quedaban en su despacho rastros de la serpiente, menos aún restos perdidos de Tellemann, sino sólo un olor a tabaco bastante fuerte, ese que deja el que fuma todo el día y que la ventilación ordenada por la higiene y prescrita en los reglamentos más estimados, no es capaz de eliminar, habida cuenta de que el resto inexpulsable del olor de cada día se incrementa con el del día siguiente y forma una aparente unidad olfativa, aunque no compacta, ya que es posible que, dotados de instrumental idóneo, pudiéramos establecer, por vía empírica, el descubrimiento, y proclamar la convicción de que el olor a tabaco se organiza en estructuras foliáceas, según aromas, sin descartar la posibilidad de que sean precisamente hojaldradas. No creí discreto exponer al coronel estas sospechas personales, aunque científicas, y habida cuenta de que Herr Wieck conservaba un apreciable sentido del humor que, en trabazón profunda con sus enmascaradas discrepancias políticas, y, sobre todo, estratégicas, con el mando supremo, le llevaba a contar, una vez pasada la etapa de los saludos, los últimos chistes llegados a Berlín Oriental desde Moscú, desde Washington, desde París y desde el Vaticano, estos últimos especialmente dilectos por ser Wieck antipapista: los contaba intercalando carcajadas de resonancias diabólicas, y advertencias al auditorio de este desacostumbrado jaez: «¡Escuche, escuche, ya verá qué gracia tiene!» Cuando se le agotó el repertorio, cuando tampoco supo qué decir acerca de la niebla, que, al parecer, asombraría a los berlineses de ambas zonas durante todo el día; cuando, por último, hubimos bebido el té que me ofreció, me dijo de repente:
– Bueno, ¿y qué es eso tan importante de que quiere hablarme? ¿No se me habrá metido en algún lío, Von Bülov? ¡Piense que, sin usted, mucha gente de allá y de aquí no sabría a qué atenerse acerca de este mundo en que vivimos! Las cosas nos las presentan cada vez más ininteligibles, y sería cuestión de desear que un cuerpo de expertos como usted explicara a la gente, no ya a nosotros solos, cómo deben leerse las noticias. Aunque, si lo consideramos bien, es conveniente sospechar que las noticias son así porque no quieren que nadie las entienda. Espero que el hecho de que usted esté en el secreto y haya aprendido a leer más allá de los textos, no lo haya puesto en peligro.
– No, coronel. Si estoy en peligro, que lo estoy, la culpa es mía, primero, por meter las narices donde no me llaman; segundo, por haberme enamorado.
El monólogo fue largo, y, por el hecho de discurrir entreverado de mentiras con verdades, ni se puede decir que fuera del todo falso ni del todo verdadero, sino, con toda exactitud, fantástico. Consistió principalmente en descubrir a Herr Wieck la existencia de Eva Gradner, noticia que le dejó estupefacto y razonablemente incrédulo; en describirle, una por una, todas sus cualidades, cosa que le dejó más asombrado todavía; en comparar con una mantis religiosa a la susodicha Eva, asesina de amantes transitorios, lo cual causó a Herr Wieck idéntica impresión que si hubiera leído una novela negra de fuerte componente erótico y no pudiera ahuyentar las más terribles, si bien fascinantes, de sus imágenes; por último, en contarle una historia protagonizada a partes proporcionales a su importancia social, por la señora Fletcher y su hijo, por la agente soviética en ejercicio Irina Tchernova (de quien me confesé enamorado), y por la recientemente descrita muñeca demoníaca Eva Gradner, que los perseguía con saña, y también con riesgo de sus vidas en el caso más extremo que yo pretendía evitar, o con pérdida de la libertad, sin esperanzas de recobrarla, por lo a Irina respective, a quien, con toda evidencia, la Prensa internacional no prestaría la menor atención y de cuya prisión nadie protestaría ni pediría firmas a los Premios Nóbel. Por lo a mí concerniente, si la posible muerte de Irina amenazaba mi propia existencia, ante lo cual las Potencias del Este no podían permanecer indiferentes, dada mi intervención activa y más bien creadora del equilibrio informativo entre los bandos rivales, el riesgo de una prisión prolongada me amenazaba más espantosamente todavía, pues si bien pudiera ser cierto que, en la locura, hallase un refugio para mi dolor, no parece verosímil que un alienado, por muy historiador que sea, pueda seguir prestando a las potencias contendientes esos servicios que, por lo menos, ayudan a que nadie dispare el primero. Creo que le razoné al coronel, no sólo con rigor dialéctico, sino con todo el patetismo compatible con el modo de hablar susurrante que tenía Von Bülov, y, aunque no lo recuerdo bien, sospecho haber citado en mi apoyo algún verso de Rilke, de esos que clavan en el corazón la idea de muerte con su implacable irreversibilidad; pero, tal vez por ser Rilke un poeta tenido por burgués, idea falsa, ya que tiraba a aristocrático, no gozaba de especial devoción por la parte de Wieck, al menos pública. Fue curioso lo de la cita, pues advertí la contradicción, bastante radical, entre la expresión muda del coronel, que se hubiera interpretado como de admiración estremecida, y las palabras desdeñosas con que la recibió: me hizo recordar a mi antiguo General Segundo jefe y su manifiesto, confesado temor a los micrófonos ocultos.
– Es una historia interesante, Von Bülov, y le confieso que el comportamiento lúbrico-asesino de esa muñeca me sume en siniestras perplejidades y, lo que es más extraño, en peligrosas curiosidades; pero, hasta ahora, no acierto a averiguar qué relación tiene con nosotros, sobre todo dada la sospechosa apariencia de pertenecer a la ciencia ficción más que a la Historia Política. ¿Por qué espera que la posesión de esa muñeca importe al alto mando? Aunque jamás he tratado con sus componentes, se me ocurre que no todos ellos desearán morir amando.
– En alguna oficina de ese alto mando que usted menciona, hay una carpeta donde dice: JAMES BOND, y a los responsables de esa oficina les conviene saber hasta qué punto y en qué aspectos el primer robot-agente fue superado: como que por los Estados Unidos anda un par de comandos que esa oficina envió a la busca y captura de Eva Grodner. A este lado y al otro del muro, hay mucha gente que, como usted y como yo, no desea que estalle el primer misil, pero esa gente sabe, como usted y como yo, que a las ganas de vencer al contrario, alimentadas sistemáticamente por la propaganda, hay que darles salida. Las guerras laterales sirven de desahogo a nuestra necesidad de matar en nombre del bien, y lo más deportivo de semejante competición, lo que nos queda todavía de humanos y de alegres, se contenta con la rivalidad en el dominio del espacio. La lucha de los Servicios Secretos, en otro sentido, tal y cómo la dejan traslucir los novelistas especializados, iba satisfaciendo, mal que bien, nuestra apetencia de melodrama, pero se ha escrito tanto, que ya no quedan sorpresas. ¿Imagina usted el momento en que el espionaje en su totalidad estuviera encomendado a robots? De una parte, ese racionalismo norteamericano, completado con los datos estéticos que suministran las computadoras, y que haría de cada robot un personaje de cine; de la otra, la alianza de la técnica alemana con la imaginación rusa. ¡Pondríamos en juego nada menos que a Iván Karamazovi y a Ana Karenina! ¡Imagínelos, coronel, en trance de apoderarse de las cintas en que quedó grabada la última reunión del Pentágono al más alto nivel! ¿Y el staretz Zósima enseñando ruso litúrgico en una universidad americana mientras seduce a la esposa del que custodia los planos de los últimos misiles, del no va más definitivo y todos a morir? ¡Ponga usted en juego a Oblomov, desparrame por el mundo millares de almas muertas y organice la gran partida de ajedrez entre el racionalismo tecnicista de los americanos y el superracionalismo arrebatado y enigmático de los rusos! ¿No cree que nos distraería a todos de esa otra guerra que nadie quiere? Por todo esto, estoy persuadido de que, en cuanto el alto mando del Pacto de Varsovia se entere de la posibilidad de poseer a Eva Gradner, le darán a usted carta blanca, y a Irina Tchernova, la libertad que solicito.
El coronel Wieck había encendido la pipa. Echó una bocanada que me hizo toser, me pidió perdón y me rogó que continuase.
– Mi propuesta es que usted telefonee, en cuanto yo me vaya, a ese lugar donde alguien, que está al tanto, pueda tomar una decisión sin demoras, o, al menos, relacionarse inmediatamente con quien pueda tomarla. Ya sé que se consumirá más tiempo en esos trámites que el que yo tarde esta mañana en salir de Berlín Este, pero no hay inconveniente, al menos a mi juicio, para que no convengamos un acuerdo. No sé a qué hora ni qué día, si hoy, o mañana, la señora Fletcher y su hijo se acercarán a alguno de los controles con la pretensión de pasar la barrera, pero los controles pueden estar advertidos, y el profesor Fletcher también. Lo más seguro es que, después de ellos, no sé cuánto tiempo después, aunque no mucho, Eva Gredner se acerque asimismo a la barrera, quizá con su coche colorado, pero esto no lo hará si no va provista de un pase en regla, pues anoche intentó entrar con su mera documentación americana y no se lo permitieron. Eva Gredner viaja con el nombre de Miss Mary Quart, y el pase tiene que dármelo usted ahora mismo, extendido a este nombre. La señorita Irina Tchernova les entregará a la señora Fletcher y a su hijo, y sería muy bonito que la Prensa estuviera presente y que se sacasen fotografías de la familia feliz, para repartir por todo el mundo y demostrar a los incrédulos que, en los países del Este, se protege a la institución de la familia, pero este reencuentro emocionante, por el que suspiran tantas madres atribuladas, no tiene por qué ser presenciado por la señorita Tchernova, a quien yo esperaré impaciente al otro lado de la barrera, ese que, por alguna razón controvertida, llamamos el mundo libre. Y, a partir de ese momento, querido coronel, las cosas volverán a su cauce. El profesor Von Bülov dejará de estar en peligro, y, reintegrado a su casa y a su cátedra, lo hará también a sus estudios de historia contemporánea, pues Irina Tchernova no parece de esas mujeres absorbentes que le impidan continuarlos. Quiere decir que nos veremos con la misma frecuencia que hasta aquí, sólo que, en lo sucesivo, cuando me invite a comer, tendrá que contar con otro comensal, lo cual sin duda alegrará mucho a su esposa, que encontrará con quien hablar mal de las modas occidentales, tan poco austeras.
Desde hacía unos minutos, la serpiente de Tellemann, olvidada, había reaparecido en mi conciencia, y la veía ascender después de haberse enderezado como si oyese la flauta del fakir. Allí quedó vibrante la cabeza, en mi menor sostenido, mientras el coronel, tras haber redactado él mismo el pase de frontera para Mary Quart, americana, regresaba a su mesa y cogía el teléfono. Salí de Berlín Este por la barrera más alejada de aquélla por la que había entrado, pero, aun así, caminé persuadido de que alguien provisto de un olfato excepcional había recuperado mi rastro y me seguía. No pude, sin embargo, verificarlo. La niebla se agarraba a las calles, como si saliese del asfalto, y no se podía correr demasiado. No dejé de pensar en las ventajas de quien se guía por radares sobre el que atiende a las meras sensaciones visuales, tan anticuadas. Hallé el parque y busqué a Irina. Eran las doce y cuarto. Se levantó y me besó.
– En este momento, le dije, una estación de radio instalé da debajo del peluquín de Humphrey Bogart, congrega en este parque a sus noventa y nueve semejantes y al mecanismo que los manda. Tenemos poco tiempo.
– Hablemos de nosotros.
Me senté a su lado. El niño de Fletcher, aquella mañana, había preferido hojear un libro de gran formato y coloreadas representaciones de enanos y de bosques, a jugar sobre la arena: y, de los otros niños que concurrían a aquella placita, dos recorrían círculos, de radio cada vez más corto, en torno al libro y a las ilustraciones. Irina se apoyó en el respaldo del banco y se agarró a mi brazo.
Incluso los personajes trágicos hablan a veces de bagatelas. Lo que sucede es que el poeta encargado de comunicarnos sus coloquios, suele atenerse a lo más altisonante, a lo trascendental, a lo estentóreo, y lo demás lo confía a la curiosidad, si es imaginativo, del auditorio, al cual, por su parte, no se le ocurre nada a este respecto, apabullado como está por lo que acaba de oír, pues da por sentado que el personaje trágico está milagrosamente exento de la cotidianeidad tanto como de la vulgaridad. Sucedió, sin embargo, que nuestra historia, la de Irina y la mía, no había sido aún confiada a ningún poeta, y es de esperar que no lo sea, pues carece de los requisitos indispensables para que las mujeres se identifiquen con Irina, y los varones, conmigo, gracias a ser inverosímiles, como espero que llegue a comprenderse irreversiblemente a partir de cierto punto al que aún no hemos llegado. Podría reproducir aquí lo que, durante más o menos media hora, nos dijimos, cogidos de la mano alguna vez (aunque no muy a la vista), y en juego la mejor de nuestras voces: esas nadas verbales en las que, sin embargo, palpita, oculta, la pasión: que es, por otra parte, siempre la misma, pero que vive cada pareja como si fuera, además de distinta, inventada por ellos desde el momento mismo en que empezaron a amarse. ¿Y no tendrán razón? De acuerdo en que las palabras son siempre las mismas, pero la pasión que les infunden, no sólo es nueva, sino que restaura el encanto prístino de las palabras. Estoy por eso persuadido de que algún que otro «Te quiero», intercalado en la conversación, nos sonó como nuevo, e incluso comunicó al Universo, en su incontenible totalidad, bastante de su calor, aunque no tanto que el Universo quedase calcinado y vagase por los espacios como anillos de fuego, que se extinguen parsimoniosamente milenio tras milenio: debo portarme como un amante normal y admitir que, oído por un tercero, nuestro coloquio resultaría sencillamente tópico, pueril, archisabido. ¡Pese a la niebla azul, a los tilos desnudos, al niño que jugaba y a la hojilla rojiza del tilo que había volado hasta el regazo de Irina! (que el tal niño, por cierto, se hallaba acompañado ya de otros dos, y contemplaban el libro abierto, él en inglés, los otros en alemán). ¡Qué humanos, qué verosímiles, qué tontos habríamos resultado de transcribir aquí aquella sarta de bobadas casi sublimes! Redimidos así de la inverosimilitud, tanto como de la singularidad, las mujeres se sentirían Irinas y los hombres, algo sin nombre, que siempre añade cierto misterio del que se puede envanecer, aunque algunos prefieran atenerse a lo de Eric von Bülov, que, si no da misterio, da distinción. ¿No os dije aún que, en mi actual avatar, resulto emparentado con aquel que se casó con la que fue después Cósima Wagner? «La tía Cósima», se decía en mi casa, cuando yo era pequeño, a pesar de todo. Al saber esto, algunos lamentarán la imposibilidad real de cualquier identificación. ¡Pues, qué diablo! Irina era más bonita que tía Cósima, y mucho menos mandona, y, sobre todo, ¡cómo movía las manos, Irina! Las había sentido acariciarme la noche, ya casi lejana, de nuestro amor; habían temblado entre las mías en el salón de té; pero aquella mañana en el parque, mientras hablábamos, no sabía si escucharla a ella o contemplarle las manos. Y si, de pronto las retuvo, sujetó la una con la otra, como a una tórtola que quisiera huir, le pregunté por qué lo hacía. Me respondió:
– Tengo que sujetarlas alguna vez. Si quedan sueltas, dicen más de lo que yo quiero que digan.
Sin embargo, las manos de Irina ponían al diálogo la armonía y las flores, y, cuando se aquietaban, era como cuando el sol se oculta. Sin duda, el tema de los poemas hubiera podido sustituirlas: deliberadamente dejé de referirme a ellos, si bien su recuerdo persistiera en mi memoria como cosa aún inexplicada, pero que pugnaba por olvidar, y a la que había hecho el propósito de no referirme. Ella fue la que los trajo a colación:
__¿Qué piensas después de haber leído los poemas? O, mejor dicho, ¿qué esperas?
Había aclarado la niebla, pero repentinamente: más que como una luz, como un amago que se pierde en su propio esfuerzo. Estábamos en el centro mismo de una fantástica, tenue claridad, que, a veces, dejaba entrever vagas siluetas inmóviles, no se sabía de qué, quizá condensaciones inestables de la niebla misma. La nurse que leía el periódico y la que escuchaba música de un magnetófono, desaparecían detrás de una ráfaga gris, reaparecían luego, ¿las mismas? Los niños, más próximos, comentaban los grabados del libro en dos idiomas.
Le respondí sinceramente:
– Todavía no he logrado encajarlos en tu personalidad.
– Tampoco yo -me dijo, y me sentí repentinamente aliviado-. Como que he llegado a pensar que esas experiencias no me pertenecen, que estaban destinadas a otra persona y me alcanzaron, pero esto no es más que un subterfugio para engañarme. Yo estuve muchas veces en las iglesias de Moscú, cuyo interior se apodera del ánimo con más fuerza que el de Nôtre Dame; conozco muchas otras, más ricas en misterio, que me han causado impresiones más o menos profundas, pero siempre de naturaleza estética, sin que Dios anduviese por medio. ¿Por qué aquella mañana en París, lo sentí allí, que me envolvía, que me oprimía, y le encendí una vela, quizá para librarme de Él? Un Dios en el que jamás había creído, pues soy una muchacha rusa educada en el más escrupuloso marxismo-leninismo.
– Pero tu mundo ya no es ése.
– En cierto modo, no. Voluntariamente, no; pero en mi manera de entender la realidad, de andar por ella, quedaban rastros de lo creído antes, de manera que, al menos hasta aquella mañana, era materialista. Creí que escribiendo el poema me libraría de los efectos de lo que puede llamarse una revelación, y así llegué a esperarlo, pero, en el fondo de mí misma, alguien había sembrado un germen que crecía y destruía al crecer. Así: destruía ideas, imágenes, recuerdos, me destruía a mí misma, y dejaba un vacío ávido no sé de qué. El libro que publiqué, más o menos pasado un año de esa experiencia, fue juzgado por un crítico inteligente como muestra de que las más nihilistas de mis convicciones se tambaleaban, sin dejar, en su lugar, otra cosa que la nada. Yo no lo declaraba, ni siquiera lo dejaba traslucir, pero el acento de mis versos me traicionaba. El crítico tenía razón y lo admití, pero sin referirlo a mi experiencia mística. No sé si seguí engañándome inocentemente, o si el engaño era mi defensa inconfesada. También pudiera interpretarse como una huida de mí misma, pues en el espacio de lo que el Germen aquel había destruido, empezaba ahora a escuchar los coros de los ángeles, lejanamente, como un susurro. ¡No me mires así y no sonrías! Quedaba sola, se me cerraban los ojos, y esa música emergía de mi interior, envuelta en claridades, y no era como una felicidad que se me ofreciera, sino como un terror del que tenía que huir. Aquella noche en que tú dormías a mi lado trasmudado en Etvuchenko, aquella noche en que, por primera vez en mi vida había ascendido, en tus brazos, del eros al amor, cuando te contemplaba a la luz tenue que llegaba, ¿recuerdas?, de mis iconos, me sentí otra vez envuelta, pero de otra manera: arrebatada como si un vacío iluminado tirase de mí hacia arriba sin moverme, o como si aquellos coros y aquellas luces me levantaran. Me sentí encendida, pero no con el calor del deseo, y, por un instante infinito, recibí el efecto del Amor. Después sentí verdadero espanto al comprender que lo que había sentido por ti, y tú mismo, no erais más que los peldaños por donde había huido hacia arriba. MÁS ARRIBA, ¿entiendes? ¡Más arriba, pero sin ti; más arriba, pero sin tu participación, casi sin tu presencia! Y todo esto que te expreso en términos de luz y de ascensión, pudiera describírtelo también en términos de oscuridad y de hundimiento, porque los sentí como iguales, o, acaso, porque las luces fueron oscuras y, al ascender, descendiese. ¡Sólo contradiciéndome puedo aclarar un poco lo que me sucedió! Y, cuando pasó, me eché a llorar encima de tu cuerpo, de miedo de que Dios nos separase. Y lo que sucedió después lo interpreté así. Habrás visto que el poema escrito en el avión no expone el triunfo del que se siente elegido, sino el dolor de quien teme perder al hombre amado. Raro, ¿verdad?
Mientras Irina hablaba, yo me sentía intelectualmente seguro, al enterarme de que su incomprensión coincidía, más o menos, con la mía, aunque yo me la hubiera explicado a mí mismo en términos de estricta crítica literaria. (¿Y por qué no? ¿No es un procedimiento tan válido como cualquier otro?) Sin embargo, no hubiera sido correcto decirle: «Tus poemas me parecieron simplemente los actos incoherentes de un personaje literario mal hecho», por la razón, nada sencilla, de que, aun incoherentes, podían tener sentido, y que quizá yo me hubiera equivocado. Me lo preguntaba ahora, después de oírla, en un momento en que la niebla había oscurecido, y las voces de los niños llegaban como a través de una pared de guata.
– Dijiste algo así como que tú misma habías rechazado cualquier explicación. ¿Qué sabemos de Dios? ¿Podemos imponer a su conducta las leyes de nuestra lógica? Hay quienes lo entienden como Razón, pero también quienes lo temen y acatan como Capricho. Probablemente, ambos aciertan, aunque no enteramente; pero no debemos descartar el hecho posible de que Dios se haya manifestado como Azar. ¿Tendría sentido decir que ciegamente? No, no tiene sentido, pero eso, la ceguera, la oscuridad, quizás el azar infalible, fíjate bien, el azar cuyo secreto sólo conoce el que lo crea, pueden servirnos de metáfora. El azar infalible ¿por qué no? La explicación, acabas de decirlo, hay que buscarla en lo contradictorio.
¿No he hablado hasta ahora de la garganta de Irina? Le había caído la bufanda y la garganta le quedaba libre. Me pareció que se doraba un poco su palidez, pero esta sensación tiene que haber sido ilusoria, ya que la luz seguía gris, y nada se doraba en ella, sino algunas hojas olvidadas, que también rojeaban por los bordes.
– Yo ya no quiero explicar, sino precaverte. Te hice esa confesión como hubiera podido descubrirte que padezco ataques epilépticos: algo que debe saber quien va a convivir conmigo. Si un día, transfigurada, me escapo de tus brazos al infinito, no deberá sorprenderte, y hasta es posible que… -se interrumpió, ocultó la mirada-. Bueno, no hablemos de eso. Dime, ¿cuál es nuestra situación? ¿Qué cambió, qué permanece desde que ayer nos separamos?
Le conté, sin excursos humorísticos, mi entrevista de aquella mañana con el coronel Wieck. Dio por sentado, quizá porque yo la hubiera convencido, que todo iba a salir, no sólo de acuerdo con nuestros proyectos, sino con nuestras esperanzas. Convinimos la barrera a la que se acercaría con la señora Fletcher y su hijo en cuanto recibiera el aviso, la de la Puerta de Brandeburgo, donde yo la esperaría.
– Si no estoy allí, llegaré; si no llego, a la misma hora acudiré al salón donde ayer hemos merendado. En el peor de los casos, nuestro lugar de referencia será Grossalmiralprinz-Frederikstrasse, que duermas allí una noche más no creo que interfiera gravemente en los solaces del profesor con la doctora Grass.
¿Fue en aquel momento cuando otra vez se encendió la niebla con una luz fugaz, casi sólo un asomo, que aclaró de repente y oscureció en seguida a la nurse lectora y a la melómana? Pareció que un resplandor efímero descubría a los niños jugando, y, un poco alejado de nosotros, la estructura de hierro del cenador: un resto guillermino que la guerra había desdeñado. También clareó un poco el rostro de Irina.
– ¿Has visto alguna vez que los árboles caminen? -me preguntó de repente, y su brazo apretó el mío con más fuerza-. The wood began to move.
No el bosque entero, sí un centenar de sombras, distribuidas en círculo, convergían lentamente hacia la placita donde nos encentrábamos. Se confundían con los troncos quietos, sólo por instantes, pues pronto se discernían, de los inmóviles, los que avanzaban. No tardó en verse que no eran árboles, sino hombres, todavía en la etapa de siluetas oscuras, hombres con gabardinas ceñidas, con el ala del sombrero baja, con las manos en los bolsillos. Se movían con la precisión y la regularidad de quien obedece a una orden y no halla estorbos.
– Ponte a salvo con el niño.
– ¿Tienes pistola?
– No pienso usarla.
Me abrazó, llevó una mano a la boca, emitió un silbido largo. De alguna parte, surgieron dos que se acercaron de prisa.
– Al coche. Cubridme la retirada si hace falta. Entrad conmigo.
Se volvió hacia mí.
– Si no vuelvo a verte, tendré que pensar en Dios de otra manera.
Cogió al niño por el brazo. Los otros la siguieron. Pronto oí el motor del coche; me pareció que, desde otro lugar, alguien iba en su seguimiento. Los que venían por mí se habían aproximado, casi codo con codo, pero llegó un momento en que se detuvieron. Entonces, por la vereda que estaba frente a mí, apareció un cochecillo rojo que se detuvo al borde de la plazoleta. Eva Gredner descendió. Llevaba puesto un abrigo, como correspondía a aquella mañana de niebla fría. ¿Es que sentía la niebla la piel suave de Eva Gradner? Caminó con aplomo y la habitual provocación de las caderas.
– ¿Es usted el agente Maxwell? -me dijo.
– Soy el profesor Von Bülov, ciudadano libre de un país libre.
– Es igual. Venga conmigo.
La mano izquierda la llevaba suelta y al aire, con ella me ordenaba; la diestra la guardaba en el bolsillo y seguramente apretaba una culata.
No es de creer que el sobrecogimiento fuese una de las respuestas a la realidad programada por los constructores de Eva Gradner a aquella impecable, impasible y sandunguera muñeca que caminaba a mi lado y, en cierto modo, bastante peligroso, me conducía: habituada como estaba a transitar por pasillos más imponentes que los del Cuartel General (por los que yo no sabía bien si buscábamos un despacho, un jefe o una mazmorra), parecía mirarlo todo desde arriba, pero sin engallarse, sin necesidad de encaramarse más que a su propia prestancia. Algún soldado de origen visiblemente mediterráneo chasqueó los dedos al pasar, y un marinero francés se le cuadró: no sé si alguien me habrá envidiado durante aquella caminata. Después de varias idas y venidas, subidas en ascensores sospechosos y descensos por escaleras resabiadas, resultó que nuestra meta era una habitación fríamente decorada y deliberadamente incómoda, algo así como el vestíbulo de la cámara de tortura psicodélica. Allí la Espía Prodigiosa me dejó de momento, encerrado, sin decirme palabra, ni un mal «¡Espere!», menos aún «¿Quiere usted un cigarrillo?» ¡Y menos mal que había ceniceros! Tenía fumado ya el segundo de los míos, había comprobado varias veces, a través de una ventana con rejas, que la niebla persistía, y empezaba ya a pensar si debía empezar a maldecir, cuando entró un oficial de uniforme y me rogó, en alemán, que le siguiese. Fuera, esperaban dos soldados que nos escoltaron (espero que con pistolas amartilladas) a través de más pasillos, de nuevas escaleras, de disimulados ascensores, todo igualmente funcional, pero menos amenazante que lo anterior. En su conjunto, no me causaba ya sorpresa, menos aún molestia, porque aquéllos, u otros semejantes de aquel mismo edificio, los había recorrido varias veces, en compañía siempre de un uniforme, si bien fuera ésta la primera vez que, además, me vigilaban. Algunas puertas estaban abiertas, y, por el olor a tabaco que salía de ellas, se podía conjeturar la nacionalidad del ocupante, francés, inglés o norteamericano. Alguna de las personas con la que nos cruzamos me saludó sin sorpresa: «¡Buenos días, profesor! ¡Adiós, profesor!»: tal vez había tenido con ellos trato profesional, tal vez sólo hubiéramos tomado algo en la cafetería. El oficial que me conducía, y que marchaba delante, se volvió una de aquellas veces, me examinó de arriba abajo e hizo un gesto que podía ser de incomprensión, pero también de estar en el secreto. La capacidad gestual de nuestro rostro es inferior al número de expresiones que le están encomendadas, y de ahí tantos errores, sobre todo en materia de espionaje, si bien pudiera entenderse precisamente lo contrario, que siendo escaso lo que se tiene que decir, y tantos los posibles movimientos de la cara, un mismo sentimiento se puede comunicar de mil maneras diferentes, lo que también engaña. Por una razón o por la otra, no alcancé a averiguar lo que el oficial quiso comunicar con su gesto, ni si me lo dirigía a mí.
Llegamos a una rotonda de la que arrancaban media docena de crujías mucho más familiares. El oficial se detuvo ante una puerta por la que Von Bülov había entrado algunas veces: solemne en bronces y barnices, mayor de lo necesario, imponente. El salón que cerraba había sido concebido como una desgarrada imitación americana de la petulancia nazi, en altura, en mármoles, en desnudeces casi inabarcables, y a Von Bülov, siempre que entraba allí, le sucedía como si entrase en un barco, él, que no había navegado nunca más que en las barcas del lago: que todo se estremecía y meneaba como un barco sacudido en la mar, cuando nada en el mundo era menos parecido a un barco que aquel salón; pero todos tienen sus rarezas y ésta era una de las de Von Bülov, de modo que yo me encontré, por una parte, como en el combés de un paquebote, y, por la otra, en aquel inmenso, frío salón, corregido en los detalles por los ingleses, que habían amenguado la desolación de las paredes con grabados de caza y de diligencias, y, el conjunto, con unos cuantos asientos de la mejor línea anticuada y, sobre todo, de la mejor calidad: sus tonos rojizos de cuero de buey teñido suavizaban el conjunto y permitían recuperar la idea de que aquel vasto espacio estaba destinado para hombres, no para führers. No creo que procediera de ellos, de los ingleses, la ocurrencia de hacer monumental la chimenea, y de decorarla ostentosamente con el escudo norteamericano; pero quizá lo de que el fuego fuese proporcionado a aquel enorme hogar, y de que estuviese encendido, pertenecía al repertorio de las decisiones británicas. Por último, los mandos franceses habían exigido la presencia ostensible de búcaros floridos, todos los días distintos, según un orden registrado en alguna parte en que las flores se enumeraban con los días, rosas y petunias, los lunes; lilas y claveles, en primavera. Pero como los franceses, una vez reconocida la espiritualidad de su exigencia, no habían vuelto a ocuparse de las flores, y les bastaba con verlas, cada día distintas, el encargado de cambiarlas, un sargento de intendencia con fama de espabilado, había decidido que fueran artificiales, verdaderos primores de flor realizados en material plástico: no les faltaba más que oler. No creo que nadie le hubiera descubierto aquel gato por liebre: si yo llegué a darme cuenta, se debe a que habiéndome cambiado en flor infinidad de veces, me siento tan afín a ellas, que las presiento en la íntima realidad de su ser bello.
El oficial se apartó a un lado, se cuadró sin taconazo.
– Buenos días, señores.
Fue un verdadero revuelo. Yo creo que hasta las llamas de la chimenea, habitualmente mansas, se alborotaron al oír mi saludo.
– ¡Von Bülov!
– ¡Pero si es Von Bülov!
– ¡Profesor…!
Me rodearon en seguida tres o cuatro militares de distinta lengua y equivalente graduación, de uniforme, condecorados. Sólo mi antiguo conocido, mi compañero del C. G. A., coronel Peers, en nada semejante a Zeus, pero sí a Winston Churchill, no se había movido del lugar que ocupaba junto a la larga mesa de los consejos, donde también permanecía, sobre sus largas piernas, Eva Grodner. El rostro coloradote de Peers expresaba posible incomprensión y un seguro principio de enfado; el de la Espía Arquetípica, nada.
– Éste no es Maxwell, señorita. Lo conozco muy bien.
Peers lo afirmó con bastante energía, aunque no toda la esperable de quien había ofrecido a su pueblo, en un momento grave, sangre, sudor y lágrimas.
– Lo que yo dije fue que les traería al que robó el Plan Estratégico y lo entregó a los soviets. Ahí lo tienen.
– ¿El conde Von Bülov? ¡Imposible!
Me sentí solidariamente apoyado por aquellas manos tendidas y vibrantes, tres parejas de manos como protestas vivas. Peers, recién llegado, las manos quietas, hacía el papel de intruso, aunque con elevadas representaciones y graves responsabilidades. Me sentí cálidamente arropado por aquellos uniformes, con los que había bebido muchas cervezas, algún que otro whisky, y que conmigo habían estudiado la situación mundial, a la vista de datos subterráneos, no de noticias de Prensa ni de declaraciones de jefes de gobierno.
– Usted había nombrado al agente Maxwell, señorita. ¿Dónde está?
Hacía la pregunta el norteamericano, Malcolm Preston, un pícaro simpático de California, gran jugador de ajedrez y, por temporadas, borracho moderado.
– ¿Qué nos importa el nombre? Yo les traigo a la persona.
– Mais c'est stupide! Von Bülov es nuestro amigo. Todos los aquí presentes respondemos de su honradez. ¿No es así, caballeros?
– Por supuesto, dijo «Long John», el inglés; le llamaban Largo por su escasa estatura y su aguda inteligencia, o quizá más exactamente, instinto, en modo alguno por sus relaciones con el whisky, su homónimo, comedidas y ceremoniosas. Tenía una larga cara caballuna, «Long John», algo coloradita y centelleante de viveza en los ojos.
– ¡Pues no faltaba más! -corroboró el norteamericano Preston, que había recobrado la cerveza y acababa de echar un trago; era algo bajo, medianamente arrebolado y sosegado de modales; pero el coronel Peers alzó la diestra: ¿dudosa, disconforme?
– Yo no, caballeros. Yo no afirmo ni dejo de afirmar. Yo no garantizo nada, y no doy la razón a Miss Gradner, pero tampoco a ustedes. ¿Quién es el profesor Von Bülov? Dígame algo. Hay errores…
Le interrumpió Martin Garnier, el coronel francés: su gran pasión, fuera del Servicio Secreto, del que sabía más que nadie, le inclinaba al ocultismo, en el que, sin embargo, no creía. En tanto yo aparecía como Eric von Bülov, Garnier era mi amigo, pero me había combatido durante el tiempo de mi actuación como De Blacas, y no sin razón, pero no a causa de la razón, sino de la diferencia de clase: él era un burgués. No llegó a exaltarse, pero alzó el tono de voz.
– ¡Ya lo creo, coronel! Hay los errores garrafales, y también lo que se llama vulgarmente metedura de pata. ¿Imagina la que nos armaría el Gobierno Alemán si detuviéramos al conde Von Bülov? ¿Y las protestas de los intelectuales? ¿Cómo respondería, coronel, a las comisiones universitarias que vinieran a pedirle explicaciones?
– ¡Por lo pronto, coronel, yo no se las daría! Después…
«Long John» había encendido un cigarrillo y parecía absorto en la contemplación de la punta encendida. Fue el momento en que, en la chimenea, un leño enorme resbaló de los morillos, con estrépito de chispas y llamaradas súbitas.
– Nuestro colega de la NATO… hum… padece de momento… hum… determinada confusión que pudiéramos llamar de tiempo… salvo si alguno de ustedes prefiere que la llamemos de espacio… No se trata del «después», coronel Peers, sino precisamente del «ahora».
– Ahora soy yo quien tiene la palabra -intervino, con voz endurecida y gesto displicente, Eva Grodner-. Y yo propongo que ese hombre permanezca detenido e incomunicado hasta que la superioridad decida. La superioridad, en este caso, es Washington.
El coronel Garnier no era tan alto como De Gaulle, pero alzaba la cabeza como De Gaulle, y lo mismo que De Gaulle, oponía el sistema completo de Descartes a los ímpetus americanos, y yo, personalmente, le tenía por capaz de oponerles también el sistema completo de Sorel, si llegaba el caso. Pero esto último no pasa de conjetura, por la que se descubre mi buena opinión de Garnier.
– No sin antes discutirlo -le dijo a Eva, encarándola.
– ¿Debo entender que se opone a las órdenes de Washington?
– Por lo pronto, siempre que no me lleguen a través de mi propio gobierno. Las que usted trae no están debidamente refrendadas.
– Vengo provista de poderes personales. Considéreme como un embajador volante.
– No sé qué pensarán el coronel Peers y el coronel Preston, a quienes afecta directamente su autoridad. Yo, desde luego, y en estas condiciones, no obedezco.
– Y yo -sugirió Preston, conciliador, y quizás algo seducido ya por las caderas de Eva-, me inclino por que lo discutamos. Siempre existen razones de una parte y de otra, siempre hay pruebas y contrapruebas, y hasta existen situaciones en que una tercera opinión no sólo puede justificarse por su peso, sino triunfar por su evidencia. En cuanto a esto de las razones, lo que aprendí en la Universidad me causó tales perplejidades que, para no perder la cabeza, me metí en el ejército, donde no te dejan pensar, sino sólo obedecer. Pero llevo ya tanto tiempo aquí dentro, que al ascender, ya no obedezco, ahora me toca mandar, y las perplejidades renacen, o quizá más bien resurjan. Señorita, deseo escuchar sus explicaciones. Coronel Peers, siento verdadero deseo de sopesar sus dudas. A los demás no me refiero porque se qué piensan. Lo que sí conviene tener en cuenta es que nosotros, los de aquí, hemos pasado un rato esta mañana en la cafetería, y no sería imposible que a la señorita Gredner y, por supuesto, al profesor, les apetezca un sandwich, un café o una cerveza.
A Eva no le apetecía nada, sino sólo seguir fumando, pero yo acepté el sandwich y el café. Llamaron a un ordenanza que los trajese.
Eva Gradner no parecía muy sosegada. Jugaba con un lapicero, su mirada iba del coronel Preston al coronel Peers. Cualquiera que no estuviera en el secreto, la creería nerviosa. Quiero decir que todos la creían nerviosa menos yo, que la sabía sólo desorientada por la elocuencia de Preston, quien inició un movimiento lleno de rectificaciones y pasos falsos para acercarse a ella sin que lo pareciese, lo que acaso contribuyó a aquietarla, pues sus palabras inmediatas fueron menos agresivas:
– ¿Debo entender entonces que no obedecen a Washington? -casi dulces.
– No, señorita, ¡Dios nos libre! Debe entender solamente que, por tratarse de un caballero amigo nuestro al que, además, debemos grandes servicios profesionales, nos parece oportuno discutir antes el caso. ¿Verdad, Peers?
– Perhaps!
«Long John» señaló el fuego: llamas anchas y altas, rojizas, amarillas, violetas, multiformes e inquietas como el mar.
– ¿Qué mejor que esa lumbre para congregar a un círculo de amigos? Propongo que nos sentemos alrededor y que nos presida Miss Gradner: cuando entregue en Washington ese informe que sin duda tendrá que redactar, y del que acaso dependa el porvenir de Europa (incluyo a las Islas Británicas, si ustedes me lo permiten), a aquellos caballeros les agradará, sin duda, saber que nos ha presidido. Es como si nos presidieran ellos.
– No se ría, «Long…»
– ¡Dios lo haga mejor, coronel! De todos modos, le invito a sentarse a la derecha de Miss Gradner: ése es mi sillón favorito, y le garantizo su comodidad: está copiado, pieza por pieza, de un morris Victoriano del que fue mi castillo y que ahora es asilo de ancianos subnormales aficionados a la literatura caballeresca. Ese sillón es el no va más de la poltronería, tal y como la entendemos los ingleses, que varía un poco de cómo la entienden nuestros amigos franceses.
– No tanto, «Long John» -le respondió Garnier-; no olvide mi opinión de que el Canal, en vez de separar, nos une. -Y añadió-: Rien de plus, messieurs et mesdames!, usted a mi lado, Von Bülov. No sé si es en virtud de la amistad francoalemana o de mi admiración personal, pero me siento dispuesto a defenderlo hasta la muerte.
Me ofreció un cigarrillo.
– ¿Cuál es el orden? -preguntó «Long John»-. ¿La acusación o la defensa?
Estábamos en semicírculo frente a la chimenea: su fuego, al alumbrarnos, humanizaba nuestras caras, demasiado blancas a la luz del neón. Todos habían empezado a fumar, y Eva Gradner lo hacía de un cigarrillo ofrecido por Preston ya encendido. Ella se lo había rogado en voz casi inaudible, aunque mimosa: «¡Enciéndamelo usted! Soy muy torpe fumando.» Pero cogía el pitillo con seguridad graciosa y, después de expulsar el humo, lo sorbía con mohín burlesco. ¿Quién la habría adiestrado en aquellas monerías, en qué noche tropical de orgía, en qué isla del Caribe, por cuál de sus inventores?
– La acusación, por supuesto. Debe empezar la señorita Gradner.
Eva sacudió una brizna de ceniza. Me señaló desdeñosamente con el cabo del cigarrillo, y empezó a hablar con voz tan pastosa y mesurada, que un ámbito castrense limitado por tan altas techumbres como aquél, pareció como si se redujera, como si se humanizase y se aviniese a razones. Su dicción bostoniana no alcanzaba, en perfección fonética, la de «Long John», pero la superaba en musicalidad, y movía las manos de tal modo que parecían ser ellas las que sacaban las palabras de la mente y las dejaban caer. Las espirales azules que, al mover de la mano, el cigarrillo esparcía, estremecían, como un desliz barroco, el impecable razonamiento.
– Ese hombre, a quien ustedes llaman el conde Von Bülov, que antes se llamó sargento Maxwell, y antes fue el capitán de navío De Blacas, pero que no es ninguno de ellos, aunque el quién es ya lo veremos más tarde, tendrá que responder ante un Consejo de Guerra de varias operaciones lesivas de nuestra seguridad y de nuestros intereses, la última de ellas, el robo del Plan Estratégico y su entrega a los soviets.
– ¿Cómo lo sabe?
– Mero razonamiento sobre datos contrastados de los que todos ustedes han sido, a su tiempo, informados, pero en cuya interpretación nos hemos equivocado, sin excepción, durante cierto tiempo, yo la primera, a causa, indudablemente, de nuestras ideas limitadas acerca de lo que no es posible y acerca de lo que lo es. Llegué a París convencida de la culpabilidad del capitán de navío De Blacas, y en esta idea me mantuve hasta el momento en que se puso en claro que el verdadero De Blacas no era la persona que había ocupado su puesto y usurpado su nombre durante dos meses decisivos. ¿Tendré que confesarles mi perplejidad inicial, mi humillante convicción de hallarme obligada a desbaratar un vulgar juego de suplantaciones? Alguien que se disfraza de otro, al fin y al cabo, con más o menos éxito; un truco anticuado y sin crédito. Pero, inesperadamente, el coronel Peers, aquí presente, nos suministró, sin quererlo, pruebas de que, durante un tiempo breve, ese sujeto llamado Maxwell había ocupado su personalidad y su puesto sin que mediara disfraz, sino sustitución inexplicable.
Peers asintió. Fue el momento en que el camarero de la cafetería pidió permiso para entrar y me sirvió el sandwich y el café. Pero Peers no le prestó atención.
– Es cierto. No puedo comprender cómo, pero es lo cierto.
Eva Gradner hablaba con monótona seguridad: había dejado de mirarme, y sus bellos, inútiles y grandes ojos verdes se habían clavado en un lugar elevado, quizás el remate del águila, que decoraba exuberante la chimenea: ¿allí donde resplandecía de oros el pico macizo, o donde exhibían su éxtasis cruel las broncíneas garras? Ni se sabe. Escuché con sorpresa, casi con estupefacción admirativa, mi propia historia reducida a entimemas sólidamente trabados, aunque interpolados de ingredientes narrativos; y el proceso mental que le había permitido el brinco del error a la verdad, quedó de manifiesto, desplegado en toda su singularidad, en todo su heroísmo intelectual, ante cinco espectadores asombrados.
– Yo me encontraba, como todos, ante una doble evidencia la de que alguien había expulsado de su ser, como se desahucia a un inquilino que no paga, a De Blacas y al coronel Peers, y la de que no era posible que una persona pudiera sustituir a otra en esas condiciones más que físicas. Esto, singularmente, ponía en un brete a mi razón: ¿existe alguien dotado de un poder ilimitado de metamorfosis? Sobre todo, ¿de un poder que implica la subversión del orden material del Universo? Fue la pregunta que planteé a los presentes, el coronel Peers lo recordará, y a la que todos respondieron que no, que la razón, lo mismo que la ciencia, lo rechazaba. «Caballeros, ¿se dan ustedes cuenta de que, si lo admitimos, no sólo queda este caso resuelto, sino todos los demás?» Y referí en sus detalles esenciales las Diez Famosas Operaciones que habían traído de cabeza a los Servicios Secretos de todas las potencias, esas que se estudian como ejemplos insolubles en las escuelas de espionaje, de Occidente lo mismo que de Oriente. «Pero, señorita -me dijeron-, ¿se da cuenta de que nos propone aceptar algo tan irracional que casi parece milagroso?» «Pues piensen lo que más les acomode, caballeros, porque yo, no sólo lo acepto, sino que mi conducta inmediata lo tendrá principalmente en cuenta. Quiero decirles con eso que voy a perseguir a una persona, o lo que sea, capaz de metamorfosearse, pero incapaz de destruir su propio olor corporal.» De modo que si he perseguido a Maxwell llamándole De Blacas, y a un tal Paul llamándole Maxwell, ahora encontré lo que buscaba en la persona del profesor Von Bülov. El nombre es lo de menos. Pero, si ustedes necesitan uno para no volverse locos, no tengo inconveniente en ofrecérselo: el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla.
– ¡Un fantasma! -apostillé rápidamente, y creo que mi definición, no sólo fue exacta, sino oportuna, porque todos se habían estremecido a la mención del Maestro, como si alguien hubiera mentado al diablo, y algo diabólico parecía ir aconteciendo, por cuanto Eva, de espaldas a la chimenea, parecía envuelta en una mandorla flamígera.
Durante la perorata de Eva, yo había redactado una nota que pasé al coronel Garnier. Le pedía en ella que, cuando yo solicitase una entrevista a solas con Miss Gradner, me apoyase; que durante nuestra ausencia, anunciase a nuestros compañeros que, a mi regreso, hablaría largamente de la llamada «Operación Andrómaca», de nadie conocida y ni aun sospechada. Por último, que estuviera atento a las palabras «Drink to me only with thin eyes», que se pronunciarían en un momento inesperado e importante, o que quizá le pidiese a él que pronunciase.
– ¿Un fantasma? ¿Dice usted que un fantasma? ¿Se tiene usted por tal?
– Estos caballeros lo están pensando, o, al menos, así lo espero, dada la idea que tenemos todos de ese Maestro.
– De fantasmas entiendo algo -dijo «Long John»-; pues, aunque en mi castillo carecíamos de ellos, fue un lamentable descuido de mis antepasados, ni un mal soplo de muerte en lugares oscuros, en los alrededores había tres o cuatro que pude estudiar cómodamente durante los veranos, y que me permitieron llegar a la curiosa convicción de que los fantasmas existen y no existen al mismo tiempo. Quizás a ese Maestro aficionado a dejar sus huellas en lugares tan incómodos como la niebla, le sucede lo mismo.
– Pues yo, señor Von Bülov, empiezo a creer de verdad en lo que ha dicho Miss Gradner, y… por tanto, me da igual lo que sea ese Maestro.
– ¿Es la primera vez que oye hablar de él?
Se echó a reír, el coronel Peers, de un modo que W. CH. hubiese considerado excesivo.
– ¡Pues no lo mencionamos poco el señor De Blacas y yo…! -Se detuvo un instante, casi se avergonzó-. Bueno, ese que suplantaba al verdadero De Blacas…
– O sea, que hablaba usted muchas veces del Maestro de las huellas que se pierden en la niebla con el mismísimo Maestro, ¿no es así? Le daba usted ocasión de que se pavonease indirectamente, de que admirase sus propias hazañas y le obligase a usted a admirarlas. ¿Es un fantasma vanidoso? Porque usted, coronel Peers, no creo que hable siempre de Mr. Winston Churchill.
Tres coroneles del Servicio Secreto refrenaron unánimes, las manos en las bocas, tres risas simultáneas. Eva Gradner no pestañeó, y el coronel Peers emitió un leve, aunque audible, gruñido disconforme, seguido de silencio. Me dirigí a los otros.
– Tenemos trato, caballeros, desde hace algunos años, y lo tuve también con sus antecesores. Más o menos, todos ustedes saben dónde encontrarme, a qué teléfono llamarme, cuáles son mis costumbres y hasta el horario de mis cursos. Si hiciéramos ahora mismo el calendario de los hechos atribuidos a ese fantástico y todopoderoso Maestro, que por su capacidad de transformación debemos equiparar a Zeus, lo más probable es que algunas de sus actividades hayan coincidido con nuestras entrevistas o con nuestros solaces. Caballeros, esta misma mañana, el coronel Wieck, del ejército alemán del Este y tan amigo mío como lo son ustedes, y por idénticas causas, me confesó la alarma en que una sucesión de télex, dramáticos como gritos de socorro, mantienen estos días a todos los responsables del Servicio afectos al Pacto de Varsovia, a causa, precisamente, de que, no hace más que cinco días, alguien robó, no se sabe por qué o para qué, unos documentos elaborados por la NATO, y que se sospecha afectan a la seguridad del sistema de defensa oriental. ¿El Plan Estratégico que se ha nombrado aquí, robado por alguien que se hacía pasar por el capitán de navío De Blacas? Bien, caballeros, mis alumnos y mis colegas de la universidad en que trabajo pueden atestiguar que, hace cinco días, hace diez, no hace más que dos, yo me hallaba entre ellos, salvo en el caso poco probable, claro está, de que ocupase mi lugar un doble.
– Yo no dije que usted fuera el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla, sino que, ahora mismo, en este momento, ese Maestro es usted.
– ¿Y el profesor Von Bülov? ¿Dónde está el profesor Von Bülov? ¿Quién es el profesor Von Bülov?
Eva no respondió. Me dirigí a los presentes.
– Si yo no soy el profesor Von Bülov, sino su doble, el verdadero profesor debe estar, a estas horas, en el restaurante de la universidad. Pero, si alguno de ustedes quiere telefonear al Rector, le dirá que, hace dos días, me ausenté para resolver en Berlín unos asuntos. Y aquí estoy, en Berlín. El doble será el otro.
– No es un doble, sino un suplantador que elimina al suplantado.
El coronel Peers levantó la cabeza.
– Nada de lo que dice me convence, profesor. La existencia de esa serie de metamorfosis anula la validez de cualquier razonamiento, nos remite a los hechos. ¿Dónde estaba el capitán de navío De Blacas mientras alguien lo sustituía? Parece ser que en un sanatorio escasamente conocido y, además, ilegal, si bien afecto al servicio del espionaje. El verdadero Von Bülov puede también estar en un lugar semejante.
Todo lo que decía Peers, como lo que había dicho Miss Gradner, era irreprochablemente irrazonable, pero indiscutiblemente cierto, aunque también fuera increíble: por eso esperaba mi esperanza. Pero, de momento, carecía de hechos que oponer a hechos, aunque podía dilatar la situación con una fantasía verbal más o menos deslumbrante, dar tiempo a que cierta ocurrencia cuajase en decisión, a que sus líneas generales quedasen mentalmente establecidas y a que llegase un momento teatralmente efectista, la hora H de mi defensa, de mi salvación, de mi victoria: un germen como un relámpago había interrumpido un instante mi coloquio de amor en el parque, aquella mañana de niebla, y se me había clavado en la mente como una desesperada solución. En cierto modo era también una metáfora, no menos que otras veces, pero sólo en cierto modo no muy aproximado.
– Sus argumentos, coronel Peers, así como los de Miss Gradner, son tan sólidos como ese fantasma que viene desde hace tiempo alterando el statu quo del espionaje, tanto en el Este como en el Oeste; que viene vulnerando sus leyes tácitas, leyes que admiten la muerte y la traición, jamás el juego. Y lo que hasta ahora se sabe de ese Maestro, tan genial como fantástico, es que juega, pero sus juegos son, por lo pronto, sospechosamente inverosímiles. No voy a repetir los relatos tan cumplidos que hizo Miss Gradner de sus hazañas, porque coinciden ce por be con las versiones que todos conocemos; pero existe un aspecto del que no saben más que yo, aunque sepan mucho: el tema escueto del Maestro de las huellas que se pierden en la niebla, no en cuanto autor de esas hazañas, sino en cuanto personaje histórico. Vengo acopiando datos desde hace tiempo, con la intención de escribir uno de mis folletos acerca de esta cuestión: confío en que su lectura ayude a descubrir cierto tipo de realidades, que en el fondo no lo son, tanto a ustedes como a sus colegas del Este. Mis convicciones están hace tiempo establecidas. A mi sistema de pruebas, no obstante, todavía le falta algo para ser convincente. Les aseguro, caballeros, que no admito, en un sólo momento de mi razonamiento, la existencia de nada inexplicable, menos aún de nadie, y en esto me aparto, si bien respetuosamente, de Miss Gradner y del coronel Peers. Lo que pretendo demostrar con ese trabajo es, ante todo, que el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla no es más que un conjunto de palabras, quiero decir, una denominación en el vacío.
Garnier, después de leída mi nota, había doblado el papel, y ahora le daba vueltas en los dedos. La volvió a leer rápidamente, hizo una pelota y la arrojó al fuego con la elevación necesaria para que la mano de Eva no pudiera atraparla.
– Sea más explícito, Von Bülov, se lo ruego. Es mucho lo que nos estamos jugando.
– Coronel Garnier, lo que intento decir, de lo que quiero convencerles a ustedes, es de que no existe nada ni nadie en este mundo a quien se pueda llamar, con mínima propiedad, el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla. Pero no me detengo en eso. El razonamiento de Miss Gredner fue como una guirnalda de luces a la veneciana que se sostiene en postes de madera; pero, si esos postes pierden su consistencia, si se hunden o doblan, los farolillos caen, y no hay nada más grotesco que unos farolillos a la veneciana caídos y pisoteados. Pues bien: estoy en condiciones de afirmar que, por lo pronto, no hay una sola palabra de verdad en el asunto ese del Plan Estratégico robado, porque ese Plan no ha existido jamás. Si reúnen ustedes a cierto grupo de personas, todas ellas dirán que sí, que ellas lo han elaborado; pero, ¿dónde están las pruebas? ¡Dirán que lo han quemado! Pero, ¿por qué se quema un trabajo tan delicado y de tanta importancia para el porvenir de la paz o de la guerra? Y, en cuanto al robo, ¿de dónde salió ese bulo? ¿Tiene alguien pruebas de que haya sido copiado, de que lo hayan entregado a un destinatario que lo desconoce? ¡Una maniobra de desconcierto dirigida al enemigo, quiero decir, una falsa alarma ordenada por el mando! ¡Eso es, ni más ni menos, el asunto del Plan Estratégico! El primero que la dio fue, precisamente, el capitán de navío De Blacas. ¿No resulta sospechoso?
– ¡Un De Blacas que no lo era!
– ¿Qué sabe usted, coronel Peers? Más aún, ¿puede dar su testimonio personal, puede jurar sobre la Biblia, que el sargento Maxwell le haya suplantado, o lo sabe porque se lo dijeron? ¿Recuerda lo que fue de usted durante la suplantación? ¡Hasta ahora, caballeros, no hay más que palabras de unos y de otros, ni un solo hecho fiable!
– La hija de De Blacas testimonió cómo a su padre…
– ¿La hija? ¿Usted da por válido el testimonio de su hija? ¿Fue un testimonio tajante, o una serie de conjeturas, de suposiciones? Me gustaría que me lo dijese, coronel: es uno de los datos que me faltan, la declaración de la señorita De Blacas.
– No fue una declaración propiamente, fue…
Le interrumpió Eva Gredner.
– Yo estuve delante: dijo textualmente que sospechaba que su padre no era su padre.
– Miss Gradner, una hija de Madame De Blacas puede decir eso en cualquier ocasión con bastante fundamento.
Mientras los demás reían, Eva Gradner confesó:
– No lo entiendo.
– Carece de la información indispensable, que no viene en los boletines confidenciales, ni en las guías de la nobleza francesa, pero que puede obtenerse en cualquier salón distinguido de París. Para lo mío, no es menester que lo entienda. Prosigo, pues. Pieza importante del razonamiento de Miss Gradner son las diez hazañas del fantasmal Maestro, esas diez operaciones cuyo relato anonada y asombra, pero sólo por su inverosimilitud, por su imposibilidad material, por repugnar a la razón cuando no por su irresistible comicidad. Caballeros, sólo un estado de ánimo propicio, creado artificialmente, puede hacernos creer que el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla mantiene preso en un juego de palabras a un colega enviado en su persecución. Pero, señores, ¿es que a esa frase, preso en un juego de palabras, le corresponde algo verificable en la realidad? Se dice que al cerebro del espionaje japonés, complicado en el asunto de los príncipes laosianos, lo envió en busca de la Flor de loto Azul, convencido de que en ella hallaría al perseguido. ¿Se dan cuenta de que sólo son palabras, más o menos poéticas? Pero, además, ¿ignoran ustedes que el asunto de los príncipes laosianos es totalmente falso, una serie de noticias de Prensa organizadas como las peripecias de una novela, que los propios príncipes se cuidaron de no desmentir, porque les convenía? ¿Y el que llamamos «affaire» del general Gekas? ¿Se cuidó alguien de comprobar su existencia? ¿Tomó alguien en cuenta las protestas del Kremlin cuando se le acusaba de haberlo secuestrado? ¡El general Gekas no existió nunca, caballeros!
– Pero todo eso, Von Bülov, habrá que demostrarlo. Hasta ahora, también son sólo palabras.
Había hablado el coronel Malcolm Preston, el jugador de ajedrez.
– Confío en poder hacerlo. Sin embargo, todavía me quedan algunas que decir. Ustedes fueron informados, con bastante puntualidad y con buen número de detalles, de esas supuestas hazañas, pero ignoran que, hace más o menos dos años, alguien publicó un libro titulado: Las Memorias del Maestro de las huellas que se pierden en la niebla; un libro escrito por una persona, o un diablo, que conocía al dedillo las interioridades de la política universal, lo que se sabrá algún día y lo que no se sabrá nunca. Publicarlo hubiera sido escandaloso. La edición desapareció antes de ponerse a la venta, y fue quemada. Pero siempre hay un ejemplar que se pierde…
– ¿Lo tiene usted?
– No, yo carecía de dinero suficiente… Ya sabe cómo se ponen en esos casos los propietarios. Lo adquirió una Universidad americana para su biblioteca, y sé que lo guarda en la más secreta de las cajas secretas, protegida por toda clase de combinaciones, puertas blindadas y artefactos explosivos. Su conocimiento haría imposible la convivencia universal, que está montada sobre falsedades. Ni el Pentágono, ni el Senado, ni la CIA conocen la existencia de ese ejemplar. Los compradores han apostado a favor de la verdad: pero dentro de años, quizá de siglos, ¿no será ese libro el que introduzca la duda, la perplejidad, el desbarajuste mental entre los que entonces crean conocer la Historia?
– Y usted, ¿cómo lo sabe? -preguntó Peers.
– Estos colegas suyos, señor Peers, están acostumbrados a recibir los informes que yo les proporciono sin preguntarme por las fuentes. Un día se conocerán, hoy son secretas. Pero puedo asegurarle que mis informadores pican bastante alto.
– Eso es cierto, Peers. Podemos dar testimonio.
– Sin embargo, ¿no encuentran sospechosa la sabiduría del profesor? Excesiva, pero, además, precisa.
– Yo responderé por ellos, coronel: altamente sospechosa, pero eso mismo que usted piensa, lo piensa el coronel Wieck, y son dos sospechas que se compensan, o que quizá se anulen.
– Nos estamos desviando de la cuestión -intervino Eva-. Este señor no ha dicho nada valioso, nada serio, en su defensa, y, aunque lo hubiera dicho, sería igual, porque yo tengo, ya se lo anuncié antes, la prueba indiscutible de su olor. No necesito razones.
¡La hora H, magnífico momento! Las llamas habían crecido y aureolaban a Eva como ciertos pintores aureolan a las vírgenes, pero, además, el resplandor, al envolverla, la desrealizaba, como si fuera a arder y a quedar hecha un ascua. Fueron unos instantes espléndidos, a cuyo sortilegio respondieron todos con el silencio, salvo Preston, que añadía el anhelo. Rompí el silencio, deshice el sortilegio.
– Desearía tener una entrevista a solas con Miss Gradner.
– ¿A solas? ¡Está usted loco! ¿Por qué a solas? ¡De ninguna manera!
– No estoy armado, coronel Peers: llevo encima de mí un puñalito con valor sentimental que no tengo inconveniente en entregarle, a condición de que después me lo devuelva. Puede usted, si lo desea, cachearme, pero tenga además en cuenta que Miss Gradner oculta una pistola en su bolso y que en su departamento de Nueva York guarda, entre otros talmente hermosos, varios trofeos de tiro.
– ¿Para qué quiere hablar conmigo a solas?
Si soy ese que usted sospecha, no será la primera vez, según usted misma ha relatado. Hace dos años, en Norteamérica; hace unos días en París. ¿No lo recuerda? Y no tuvo miedo.
– Yo no tengo miedo a nadie, pero aun así, no veo razón suficiente.
– ¿Por qué no accede, señorita? -intervino Garnier-. Después de todo, parece razonable que el acusado tenga que decir algo a solas a su acusador.
– Pero, antes, déme el puñal, Von Bülov.
Me aproximé a Peers con el puñal en la mano, el que una noche, ya casi remota, me había amenazado. Lo tomó Peers, lo puso encima de la mesa.
– Acérquese.
Me cacheó en un santiamén, hábilmente.
– Caballeros, si no estoy equivocado, aquella puertecilla conduce a una salita que no desconozco. La preside el retrato de Eisenhower, ¿verdad?, una fotografía que no le favorece. No tiene más salida que ésa. ¿Les parece el lugar adecuado?
Nos escoltaron hasta la puerta a Eva y a mí; comprobaron que por dentro no había llave ni pestillo. Antes de cerrar, les dije:
– Media hora, caballeros; todo lo más media hora.
Eva se movía con torpeza: su mecanismo no se había hecho cargo de la situación, quizá todo hubiera sido demasiado rápido. Esperé a que manifestara su habitual tranquilidad, y la muestra fue esta pregunta que me hizo:
– ¿Qué es lo que quiere decirme? ¿Para qué me ha traído aquí?
Me mantuve alejado. Incluso me senté.
– ¿Recuerda, Miss Gradner, que ayer me persiguió hasta una barrera de Berlín Este?
– Sí, claro.
– ¿Y que no la dejaron pasar?
– Es cierto, pero, ¿qué tiene que ver con usted?
Me levanté, me aproximé, le hablé amistosamente.
– Su pasaporte está extendido a nombre de Mary Quart. Y en este pase de fronteras que le entrego, válido para esta tarde, figura el mismo nombre. Mary Quart, americana. Le será necesario, Miss Gradner, cuando deje de pensar en mí y conceda a la señora Fletcher la debida atención. La señora Fletcher va a pasar a Berlín Este, y usted tendrá que seguirla, que perseguirla.
Las computadoras resuelven rápidamente los problemas aritméticos más arduos, pero las situaciones humanas tardan unos segundos más. Mary Quart, llamada realmente Miss Gredner, se mantuvo callada unos instantes más de los requeridos por la respuesta.
– ¿Qué sabe de la señora Fletcher?
– Que esta tarde, después de las cinco, pasará la barrera de la puerta de Brandeburgo. Nadie podrá evitarlo, salvo usted, si se encuentra allí a esa hora con su gente y le impide la entrada.
Alargó la mano.
– A ver ese papel.
El pase de fronteras estaba ya en mi derecha. Se lo tendí. Cuando iba a cogerlo, agarré su mano y le miré a los ojos. Yo sabía que no cumplían otra función que la de completar la semejanza de aquel artilugio con una figura humana, y, todo lo más, de cooperar en un sistema de seducción erótica. No obstante, le miré a los ojos, y sus ojos quedaron quietos. Empezó a decir:
– ¿Qué es lo que…?
No pasó de ahí. Y en seguida sentí que por mi mano penetraba un fluido y que mi cuerpo se trasmudaba difícilmente, como si la operación exigiese trámites de lentitud insólita, desconocidos engorros. El cuerpo de Eva Gredner no perdía el vigor, sino sólo el movimiento y quizá un poco de color. No se derrumbó, fláccida, en la alfombra, sino que quedó quieta y erguida. Cuando solté su mano, el brazo cayó, inerte. Tenía que desnudarme de mis ropas y vestir las de ella, pero tardé en hacerlo, no sé cuánto tardé; porque me dominaba una sensación extraña, indescriptible. ¿Con qué palabras podrá contarse, con qué imágenes describirse, la sensación de que las venas, los músculos, las vísceras, los nervios, se cambien en un sistema complejo de materia electrónica, que sustituye la conciencia de la vida por la de un artefacto? Me sentí mecanismo, fui mecanismo, perdí el calor y mi energía humana se trasmudó en mera fuerza motriz que iba y venía, como la sangre, desde el cerebro a las extremidades. Quizás hubiera debido conceder algún tiempo a vivir la experiencia de lo que sucedía, pero la transformación no me había obnubilado: detrás del mecanismo seguía siendo yo, y yo tenía que sustituir por poco tiempo, pero tiempo decisivo, a Miss Gredner. Me desnudé, la desnudé, me puse sus ropas, salí al salón. Los coroneles seguían reunidos junto a la chimenea, dos sentados, dos de pie. Se sorprendieron al verme. Me acerqué con mi mejor contoneo, hablé con la dulzura máxima compatible con una orden.
– Coronel Peers, con todo este jaleo, olvidé decirle que debe usted telefonear en seguida para que cese sin dilación la vigilancia de la señora Fletcher. Deben permitirle que se mueva libremente por Berlín… al menos durante veinticuatro horas a partir de ahora mismo.
– Pero… ¿en libertad? ¿La señora Fletcher sin vigilancia?
– Sin esos vigilantes, coronel; sin esos a los que usted puede dar órdenes. Agentes demasiado conocidos, trabajo inútil. El enemigo se emplea a fondo, pero equivocadamente: hay que engañarlo más aún. No pase cuidado porque, en realidad, la señora Fletcher seguirá vigilada. Acerca del asunto, traigo instrucciones concretas. ¿Ve esto, coronel?
Le mostré el pase, sin soltarlo. Peers lo leyó rápidamente.
– ¿Mary Quart? ¿Quién es Mary Quart?
– Yo soy Mary Quart. ¿No estaba usted informado? Guardé el papel en el bolso y, al retirarme, hice una cucamona al coronel Preston, algo más que una sonrisa, algo menos que un beso.
Eva Gredner había quedado oculta tras un sofá. Pasé más trabajos al vestirla que al desnudarla: imagino que otro tanto le sucederá a la mayor parte de los hombres. La levanté, la senté, y mientras mi mano derecha tomaba la suya, busque con la izquierda un botoncito oculto un poco más arriba de la nuca, entre el cabello. Se había discutido mucho entre los diecisiete sabios responsables de Eva Gredner, el lugar en que había de situarse el resorte que le permitiera recibir instrucciones. Alguien había propuesto que un pezón, mejor que el otro, el izquierdo, quizá por simpatía ideológica; pero esta propuesta, resueltamente parcial, había sido melancólicamente desestimada, habida cuenta de que si a cualquier amante de Eva se le ocurría apretárselo, lo más seguro sería que la muñeca se saliera repitiendo las palabras estúpidas del amor, si no le daba por descubrir algún secreto profesional. Prosperó la idea del occipucio, y allí estaba el lugar, más blando que el resto de la cabeza, un redondelito que se hundía al aplicarle un dedo. Eva recobraba la vida. Aproveché el espacio indeciso entre la inconsciencia y la clarividencia, para decirle:
– Esta tarde, a las cinco menos diez, la señora Fletcher y su hijo pasarán la barrera de la puerta de Brandeburgo. Tú estarás allí, con tu coche, a las cinco menos cinco, y sólo entonces, te darás cuenta de que has sido traicionada, porque tenías la obligación de evitar que la señora Fletcher se reuniera con su marido. Entonces, a las cinco en punto, pasarás la barrera gracias a ese papel que llevas en el bolso, extendido a nombre de Mary Quart. Debes presentarlo, juntamente con el pasaporte, y decir que deseas ver cuanto antes al coronel Wieck. El coronel Wieck es el jefe de los Servicios Secretos del sector y te recibirá en seguida…
Algo más le dije al oído, mientras oprimía la blandura redonda de su occipucio. El fluido trasvasado iba volviendo a Eva Gredner y su cuerpo rígido se flexibilizaba. Lo interrumpí, sin embargo, cuando aún me quedaba dentro un pequeño pedazo de su vida. Pronto Eva Gardner se vería obligada a repostar.
– ¿Qué hace tan cerca de mí? -me preguntó.
– Acabo de entregarle un papel… y no tengo nada más que decirle… a solas. Pero le ruego que, antes de tomar una determinación contra mí, escuche la historia que voy a contar a mis amigos, los coroneles. Usted también debe saberla.
Me levanté y abrí la puerta. Salió tranquilamente. Quizá mis manipulaciones le hubieran alterado en algo el sistema motriz, porque no contoneó las caderas, sino que caminó con relativa majestad, con indudable altivez. Los coroneles no me miraron en absoluto: ella robó las miradas y las admiraciones secretas, probablemente también los deseos. Al que más se le notó fue al coronel Preston, en el modo de saltarle los ojos, de sujetar las manos. Duró el tiempo necesario para que yo pudiera escabullirme, pero no se me ocurrió. Además, ¿para qué? ¡Nadie sabe en qué infierno se convierte el C. G. cuando suenan los timbres de alarma!
– La reunión -les dije-, fue un fracaso. Conseguí, sin embargo, que se retrase mi detención el tiempo necesario para que les informe de la operación Andrómaca.
Me volví a Peers.
– ¿Le suena, coronel?
– En absoluto. ¿Qué pretende?
– De momento, sólo que me presten atención, que se sienten, que enciendan sus cigarrillos. Miss Gredner puede presidirnos otra vez, pues es aquí la excepción. También Miss Gerdner ignora lo concerniente a la Operación Andrómaca, a pesar de sus elevadas, inaccesibles relaciones. Y tampoco ha oído hablar de la Operación Héctor, que la precedió. La Operación Héctor, caballeros, se remonta a décadas ya olvidadas, cuando los planteamientos estratégicos eran distintos y las necesidades del Servicio Secreto más espectaculares que las de hoy, pero tan acuciantes. Coincidían, sin embargo, en la necesidad de que se delimitasen claramente las fronteras del Bien y las del Mal, a condición de que el Bien fuésemos nosotros. Se supone que son buenos todos los actos del bando bueno, y los de los ministros y ejecutores que obran a su servicio. Pero, alguna vez, aparece gente con problemas de conciencia, por exceso o por defecto, que causa sinsabores, que estorba o entorpece el ejercicio normal del sistema. Se pensó, entonces, en un ser obediente que pudiera, además, llegar a símbolo. Se inventó a James Bond, que podía matar y fornicar según las necesidades del Servicio, pero nada más.
Apunté a Preston con el cabo del pitillo, como había visto hacer a Eva.
– Coronel Preston, si no recuerdo mal, era usted capitán cuando tuvo que vérselas con él. Me lo contó usted no hace demasiado tiempo, me lo contó como una de sus experiencias excepcionales, porque, a pesar de todo, James Bond resultaba muy norteamericano. ¿No fue esto lo que me dijo?
– Sí, profesor. Pero…
– Evidentemente, era un cacharro muy norteamericano, y, como muchos de sus congéneres, hoy yace en un cementerio de cacharros norteamericanos.
– ¿Un cementerio de coches?
«Long John» pidió una tregua.
– Les ruego que me perdonen, caballeros. Yo no sé adonde irá a parar el profesor Von Bülov por el camino que ha escogido, o, dicho de otra manera, ni barrunto el cuento que nos va a contar ni cómo va a acabar la historia. En cualquier caso, por desacostumbrada. Lo es también la situación. Y ése es el motivo por el que les suplico otra vez perdón, porque, siendo la hora que es, voy a pedir el whisky más viejo que tengan en el bar. Salvo en casos excepcionales como éste, los británicos no podemos beber whisky hasta pasadas las cinco.
– Se ha puesto usted pesado, «Long». Pida el whisky y déjenos en paz.
Pidió el whisky, y ahora no recuerdo en qué momento de mi relato se lo trajeron, pero sí que se lo vi beber solemnemente, con la misma seriedad que si estuviera escuchando el «God save the Queen», aunque, sentado y cruzado de piernas.
– El coronel «Long John» no sabe adonde voy a parar. Sin embargo, la primera etapa está a la vista. El secreto de la Operación Héctor es, ni más ni menos, que éste: James Bond era un robot casi perfecto, que, sin embargo, envejeció y fracasó, porque su personalidad había adquirido, a lo largo de su historia y como consecuencia de ella, graves limitaciones funcionales, se había anquilosado, o, si quieren que se lo diga de una manera más humana, le habían salido manías de viejo. No obstante, en su conjunto, fue una experiencia positiva que convenía repetir, aunque perfeccionada.
– ¡Váyase al diablo, Von Bülov! James Bond comió conmigo, bebió conmigo y nos corrimos una juerga juntos. Todavía recuerdo que se fue con tres chicas y que las cansó a las tres. Algo increíble.
– ¿Y no se le ocurrió pensar en las razones por las que aquella juerga, todavía hoy, le resulta increíble? Todo lo increíble es, por lo menos, sospechoso.
– De acuerdo, y hasta puede ser inverosímil, pero nada de eso impide que sea cierto. Las chicas no tenían por qué mentir. Además se les notaba.
Las chicas decían la verdad, coronel: James Bond las había cansado, y hasta es posible que las hubiera hastiado. Y, él, tan campante.
– Eso. Tan campante. ¡Como si nada, Von Bülov! Lo estoy viendo.
– ¿Le cuesta un gran esfuerzo aceptar provisionalmente que James Bond haya sido un muñeco? Esto, por lo menos, justifica su incansabilidad sexual.
– Me cuesta tanto que, si lo acepto, me avergonzaré de mí mismo.
– Esta dama, estos caballeros y yo, le guardaremos el secreto.
– ¿Adónde va a parar, Von Bülov? -insistió «Long John», y vi que el coronel Garnier empezaba a ponerse nervioso y a mirarme de soslayo.
– De momento, a una pregunta que les ruego tomen por su lado paradójico, o al menos humorístico, y no por lo que pueda tener de ofensiva. ¿Están ustedes seguros de no ser robots?
– ¡Von Bülov!
– Yo no lo estoy de mí, señores. Al robot le caracteriza el no saber que lo es, pero tampoco sabe lo que aparenta ser. Le programan un sucedáneo de conciencia, una biografía completa, un sistema de valores, una moral. James Bond se creía simplemente superior, pero jamás se preguntó por qué podía cansar a tres mujeres y seguir tan campante. Tampoco se preguntó por qué podía matar sin escrúpulo. Pero si el robot no sabe que lo es, nosotros tampoco lo sabemos. Vamos por la calle. ¿Será un robot este que nos tropieza? Vamos en el autobús. ¿Será un robot la muchacha que se sienta a nuestro lado? Estamos en el salón más importante del Cuartel General de las tropas aliadas en Berlín, donde se toman las grandes decisiones y se encierran los grandes secretos. Caballeros, el gran secreto está delante de nosotros: Eva Gradner. ¿Lo sabían ustedes?
Me levanté y la apunté con el dedo.
– Señorita, ¿tiene usted conciencia de ser el resultado asombroso de la Operación Andrómaca?
Me miró perpleja. Miró a su alrededor. (Quiero decir que orientaba sus radares.)
– ¿Qué dice? ¿Qué es lo que me pregunta?
– Se lo diré de otra manera, Miss Gardner. ¿Ha sido usted informada alguna vez de que es un robot, un mecanismo, que anda por el mundo obediente a un programa recibido por la computadora que lleva en la cabeza, aunque con una sucursal minúscula a la altura del corazón? Y si no fue informada, ¿lo ha descubierto acaso por su propio raciocinio?
– ¡Está loco, Von Bülov -gritó Peers; e intentó levantarse. Pero «Long John» le retuvo.
– Se lo ruego, coronel. No estropee el final. El público no debe intervenir en lo que pasa en escena.
– Gracias, «Long John», en nombre de Shakespeare.
Eva permanecía quieta, con la mirada estúpida de quien ha cambiado de mundo y carece de instrumentos para andar por el nuevo. Ni siquiera movía las manos, pero, en su interior, indudablemente algo funcionaba a una velocidad incalculable, algo quería ponerla otra vez en situación. Me dirigí a Garnier:
– Coronel Garnier, si recuerda las palabras inglesas que antes le escribí en un papel, no las diga, ni siquiera las piense, se lo ruego, hasta que yo se lo indique. El coronel «Long John» las reconocerá en seguida y hasta es posible que, al recordar esta escena, alguna vez las cante. Pero no ahora mismo, Garnier. Dentro de unos segundos… Miss Gradner.
Eva alzó la cabeza.
– Antes, nos ha contado que, la tarde de su llegada a París, el falso De Blacas, no sólo la invitó a merendar, sino que intentó seducirla. ¡En su propio despacho!
– Es cierto.
– ¿Recuerda las palabras con las que le propuso el brindis?
– No.
– ¿Quiere usted recitarlas, Garnier? No le dé reparo su inglés afrancesado: «Long John» es tolerante con los acentos.
Garnier dudó. ¡Cómo se oía el suave rumor de los leños ardiendo! Las llamas habían menguado y ya no arrebolaban a Miss Gradner, que ahora se destacaba, oscura, sobre un fondo de fuego suave: sólo brasas, y, a veces, unas leves llamitas azules. Garnier vaciló nada más que un instante.
– Drink to me only with thin eyes -y «Long John» aprobó el acento con un movimiento del vaso.
Eva, entonces, se levantó, estiró los brazos hacia el techo como el que se despereza, pero todos comprendieron que eran movimientos de intención erótica, primicias, tal vez, de un proceso de seducción incomprensible. Se alertó, sobre todo, Preston, que cerró los ojos cuando Eva, después de quitarse las horquillas, dejó caer sobre sus hombros, sobre su espalda, un chorro largo de cobre y seda. Se despojó luego del suéter, parsimoniosamente, y, cuando lo tuvo quitado, se acarició los pechos hacia arriba, igual que aquella tarde, en mi despacho. Dejó pasar unos segundos antes de aflojarse la falda, que cayó a sus pies. La miraban hipnotizados. El propio «Long John» parecía perder la calma.
– Von Bülov, ¿qué es esto?
Llevé el dedo a la boca. Eva se desnudaba de la blusa, se la quitó, le quedó al extremo de la mano estirada, balanceando un poco, como un delicado pingajo de encajes, y fue a parar a la alfombra, a los pies de Garnier. Quedaron los hombros al descubierto, los largos brazos, y sacudió la cabeza hasta medio velarse con el cabello. El sujetador rosado transparentaba los pechos y, la combinación sutil, los muslos. También se la soltó de un tironcito, y no de cualquier modo, bruscamente, sino como si sus movimientos los guiase una música que le viniese del interior y de la que nosotros percibíamos, en sus movimientos, el ritmo y la cadencia. Las bragas eran escuetas; las ligas, de las más acreditadas por su poder estimulante; llevaba las medias negras de las castigadoras. Pareció que nos mirase con súbito pudor, sus manos extendidas jugaron a tapar y destapar, pero armoniosamente, con movimientos medidos, con abrir y cerrar de ojos que parecía escandido, como un verso. Y no sabíamos lo que iba a durar aquel juego, si caerían los últimos velos, o si la danza delante de las llamas duraría eternamente. Hasta que, de pronto, el ritmo se alteró, le dio como una sacudida súbita, y empezó a mirar a todas partes, agitada.
– Detrás de usted. La lámpara -le dije.
Se arrodilló en la alfombra, arrancó de un tirón el cable de la lámpara, aplicó dos de sus dedos a los orificios oscuros. Y así quedó un buen rato, centro de un círculo estupefacto, las ancas hacia arriba.
– Pero, ¿qué hace? -preguntó, tartamudeando, Preston.
– ¿No lo ve, coronel? Está cargando la batería.
Nadie supo qué hacer durante los minutos que tardó Eva en recobrarse. Ignoro qué pensaron aquellos cuatro amigos, pero puedo atestiguar que contemplaban, de soslayo, o descaradamente, aquella artificial versión del Gran Motor Semoviente, no el ombligo del mundo, sino el culo. Se levantó Eva como si nada hubiera sucedido: buscó sus ropas y empezó a ponérselas con la misma inocencia parsimoniosa con que se las había quitado, pero sin música ya. Al terminar preguntó por su abrigo y su bolso.
– Aquí están.
Preston la ayudó. Ella saludó con un sencillo «Buenos días, señores. Hasta mañana» y se marchó contoneándose. Preston parecía aún encandilado.
– Querido Preston -le dije-, cierto Jefe de Estado del Este asiático la miró como usted, y murió acogotado. Miss Gradner siente una invencible tendencia a acogotar a sus amantes.
– No irá usted a pensar, Von Bülov…
El coronel Peers dio una especie de bufido.
– ¡Déjense de frivolidades, caballeros! ¿Piensan que hemos terminado? ¡Pues yo estoy más confuso que antes, dispuesto a creerlo todo!
– Coronel Peers -le dije-, estos caballeros están confusos como usted, y, si yo no lo estoy, se debe a que, cuando esta mañana Miss Gradner me detuvo en el parque, pensé y me convencí inmediatamente de que me hallaba nada menos que en manos de la Nueva Espía Mecánica, catalogada como B3, de cuya existencia y cualidades ya tenía noticias. Una suerte increíble, una verdadera distinción del Destino. Pero también un raro peligro. Eva Gradner piensa como una máquina; luego, su pensamiento es rectilíneo y dogmático. Puede escuchar, si le han enseñado a hacerlo, pero no dejarse convencer, porque entonces sería inútil. Es lo más parecido que hay a una apisonadora entregada a sí misma.
– Es usted injusto con ella, Von Bülov. Concédale, al menos, cierto misterio.
– No, coronel Preston; no se deje alucinar por la apariencia. Miss Gradner no es un misterio, como ese Maestro imaginario de que aquí hemos hablado tanto, sino un secreto técnico que alguna gente conoce en sus más íntimos intríngulis y que, tal vez, sea políticamente útil, tal vez, no. Por lo pronto, ustedes acaban de verlo, no es infalible. Les sugiero que, en este sentido, redacten un informe. Eva Gradner puede ser todavía corregida, y, en el peor de los casos, reciclada.
– No obstante, trae órdenes de Washington -intervino Peers-, órdenes indiscutibles.
– ¿Quién lo duda? La primera de todas, la de razonar matemáticamente, como razona una máquina; pero el razonamiento matemático excluye los saltos cualitativos, y ella pudo llegar a la conclusión a que llegó, merced a uno de ellos. ¿Quién se lo programó? ¿Se debió a una deficiencia del mecanismo, de una aproximación inesperada y peligrosa a lo humano? No podemos saberlo, pero conviene que el dato figure en ese informe, ya que la excesiva aproximación a lo humano disminuye la utilidad del artefacto. Puedo, en cambio, revelarles que el strip-tease se lo programé yo: era el único modo de convencerles de que se trataba de una muñeca. Para eso, únicamente para eso, solicité que me autorizasen la entrevista privada. Les agradezco, pues, su confianza.
Peers continuaba desasosegado; en realidad, no conseguía conciliar los hechos con las razones.
– Profesor, algo queda aún sin entender. Ella dijo que no le reconocía a usted por el aspecto, sino por el olfato. ¿Cómo lo explica?
– ¿Y usted cree, coronel, que un mecanismo puede ser sensible al ajo? Pongamos, como complemento, a la cebolla. Aparte de que en ningún código del mundo se prescribe que una persona pueda ser detenida porque huela de esta manera o de la otra. Por lo demás, coronel, puede estar bien seguro de que cuido de la higiene de mi cuerpo, como es evidente.
– ¿Qué sabe uno lo que puede inventarse?
– En todo caso, espero que usted no ordene mi detención por el hecho de que a una muñeca electrónica se le haya ocurrido atribuirme el poder maravilloso de la metamorfosis. ¿Qué más quisiera yo, caballeros? ¿Me imaginan de cisne en el lecho de Leda, o me prefieren de toro con Europa a mis ancas? Tampoco me importaría mucho sustituir a Amphitrión, pueden creérmelo: cualquiera de esas ocupaciones sería más divertida que explicar Historia contemporánea a unas generaciones que ni creen en ella ni les importa.
Preston parecía preocupadamente triste. Garnier, divertido, pero inquieto. «Long John» no había dejado de sonreír, y, sin que viniera a cuento, e incluso sin que correspondiese enteramente a su papel, interrumpió:
– Es una guapa chica, esa Miss Gradner, y tiene un cuerpo pistonudo. Creo que se parece a alguien. Sí, creo que se parece a una artista de cine, una que lucía muy lindas piernas.
– Todos los que la hicieron, a juzgar por su edad, debieron de estar alguna vez enamorados de Marilyn Monroe, el arquetipo erótico de varias generaciones. ¿O prefiere que la llamemos sex-symbol, querido Preston?
– ¿Quiere callarse? -me respondió gritando; y sin decir palabra, salió.
No quedamos en nada. La reunión se deshizo por abandono y en silencio. «Long John» me dio la mano; Garnier me acompañó un buen rato. Ya habíamos salido del Cuartel General, ya empezaba a tragarnos la niebla, cuando me preguntó:
– Y, usted, Von Bülov, ¿cómo sabe tantas cosas?
– ¿No lo adivina? Porque soy el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla.
Se echó a reír, pero de pronto se le quebró la risa. Me buscó y no me halló ya. Se habían perdido mis huellas, en efecto.
Telefoneé a Irina.
– Estaba inquieta. ¿Qué sucedió?
– Ahora no puedo contártelo, pero todo va bien. A las cinco menos cuarto en punto, con la madre y el niño, sin precauciones. Ni un minuto después. Estaré allí.
Quedaba un tiempo hasta entonces: quise llenarlo. Fui a pie al hotel, pedí habitación para una profesora que llegaría aquella noche, y, como mínima cautela, aunque también por razones sentimentales, encargué dos pasajes para París en el primer avión del día siguiente.
– Estaré unos días fuera -comuniqué al rector-: algo inesperado que ha sucedido en Francia.
Conté el dinero que me quedaba y lo consideré suficiente: en París podría procurarme más. Después, tomé algo en un restaurante que Von Bülov frecuentaba, uno de esos rincones en que la vieja aristocracia se refugia a ciertas horas: subsistentes, a duras penas, durante el tiempo nazi, y también a duras penas decorados: anticuada, evocadoramente. Detrás de unas palmeras profusas, tocaban la Sonata a Kreutzer, y el camarero vestía frac color tabaco abotonado en oro. Me vino a saludar el patrón, me preguntó por mis viejas tías y por las viejas mansiones al otro lado del Telón.
– ¡Ya no quedamos más que nosotros! -suspiró en un momento.
El camarero dio por supuesto que lo de siempre: por fortuna, «lo de siempre» incluía media botella de vino del Rin, y, para hacer boca, rábanos, y la Prensa del día. Al pedir un segundo café, el camarero se sorprendió, pero me apresuré a justificarme con el frío, con la niebla y con que había dormido poco. Un taxista al que di instrucciones bastante vagas, encontró el lugar del parque en que había dejado mi coche aquella mañana. Tenía el papel de una multa debajo del limpiaparabrisas: corrí a hacerla efectiva, no fuera que una dilación mancillase el buen nombre de Von Bülov. De paso, pedí disculpas por haber abandonado mi automóvil durante tanto tiempo, y así entretuve otro pedazo de tiempo con la señorita que me cobró la multa, y a la que la conversación sobre la persistencia de la niebla no pareció fatigar. ¡Una hora todavía! Me daban ganas de telefonear otra vez a Irina, quizá de echar a perder lo que iba saliendo bien: me contuve, pero di una vuelta curiosa con el coche por los alrededores de Grossalmiralprinz-Frederikstrasse: dos vigilantes habían desaparecido, y los dos que quedaban podían ser protectores. Sin embargo, mi calma empezaba a naufragar en la impaciencia refrenada. Dejé el coche cerca de un cine, entré en la sala: proyectaban una película de guerra, en la que quedaban mal los alemanes del pasado, para masoquista fruición de los alemanes del presente. No puedo decir que Von Bülov participase de aquellos sentimientos, sino que se mantenía al margen y por encima, con algo de ironía y algo de pena. Pero de pronto, me sentí sacudido por el recuerdo de los iconos y de las velas de Irina. ¿Habría cumplido su compromiso Madame la concièrge, o lo habría olvidado y estarían a oscuras la estancia y las imágenes? Se me representaron el vago, dorado, tenue resplandor de aquella noche, y las palabras de Irina, escritas en su despedida, de que las velas encendían una oración. Yo no creía en nada, yo no podía orar, pero siempre había confiado en que las velas lo hicieran por los dos, voces mudas hacia el Dios que Irina había tenido cerca. Inquieto, con los ojos cerrados, repudiando la música que oía, permanecí un rato angustioso en el cine; hasta que no pude aguantar más, hasta que me levanté y salí, a sabiendas de que me sobraría tiempo, media hora, acaso menos. El camino hacia la Puerta de Brandeburgo fue difícil, había que conducir con precauciones, los coches eran fantasmas inesperados y efímeros; bulto informe y ruido. «¿No ve por dónde camina, imbécil?» ¿Y si Irina tenía un accidente? No de muerte, pero que la retrasase. ¡Qué difícilmente podía frenar mis imaginaciones desalentadas! Llegué después de dejar el coche bien parqueado, a las cinco menos veinte. El lugar donde me embosqué quedaba al lado del carril por donde Irina forzosamente tenía que pasar, y estaba seguro de verla en el interior del coche que la llevase. Fue puntual: me vio y me saludó; también me saludó la señora Fletcher, con el niño dormido en brazos. Se me sosegó el corazón, pero volví a inquietarme al pensar que, a lo mejor, Wieck, o alguien por encima de él, no hubiera aceptado mis condiciones, y al quedarse con la señora Fletcher y su niño, retuviesen a Irina. Miraba el reloj, miraba hacia el lugar por donde Irina tenía que volver: adiviné su figura a las cinco menos nueve minutos, la recibí en mis brazos a las cinco menos ocho, sólo me desasí al decirle:
– ¡Ahora va a pasar Eva Gradner! Cruzará la barrera. ¡Qué lástima que la niebla no nos permita contemplar nuestro triunfo!
La solté, pero no enteramente: quedábamos cogidos por la cintura, como las parejas jóvenes cuando pasean en primavera. Y cada uno sentía la palpitación del otro. Eva llegó a su hora. Había tres coches delante del suyo. La vimos al volante, con una boina negra y un pitillo en la boca. Ella también me vio, o fue su célula maldita la que sorbió mi rastro. Me miró. ¿Me miró? Al menos sus grandes ojos se posaron en mí. Le quedó el camino libre y arrancó. Al pasar delante de nosotros, sacó por la ventanilla la mano armada, disparó sobre mí y se la tragó la niebla. Irina se había interpuesto, y recibió el balazo. Gritó «¡Gospodi!», y resbaló por mi cuerpo.
Había gritado «¡Gospodi!», que en ruso quiere decir «Dios», o «Señor». No enteramente un grito, sino sólo el comienzo. Bajó el tono conforme iba muriendo, hasta acabar con un estertor áspero, casi inaudible. Así:
¡GOSPODI…!
Me agaché, la apoyé en mis rodillas, le desabroché el abrigo, rompí la blusa: la bala había rasgado la piel por encima del pecho izquierdo. De la brecha salía un humillo azul, y asomaban, enmarañados, unos cables sutiles.