Irina, de repente, apagó la lámpara y quedamos envueltos en el resplandor suave, casi cómplice, que venía del salón, las velas encendidas de los iconos, de las que también llegaba un remoto olor a miel. No me cuesta trabajo reconocer que me hallaba, más que tranquilo, sosegado, y que el silencio en cuyo centro reposábamos, tenía límites lejanos, ese tráfago amortiguado de la noche tan difícil de reconocer: si un automóvil que corre por el asfalto, si un incendio que fulgura y cruje, o el alarido de una mujer asesinada no se sabe hacia dónde. También, el llanto súbito de un niño, pero eso no se escucha nunca lejos, sino en la casa de al lado, casi pared por medio. Fue lo que distrajo a Irina, el llanto:
– Siempre se despierta a esta hora, pero le dura poco. Su madre sabe callarlo.
E inmediatamente volvió a lo nuestro:
– ¿Una muñeca? ¿Qué quieres decir?
No sé si involuntariamente o con intención de bruja, se había acurrucado junto a mí y había apoyado la cabeza en mi brazo.
– Nos falta aún el pacto de la paz -le respondí.
– Hecho.
– ¿Te devuelvo el puñal, entonces?
Apareció en mi mano un rebrillo alargado y débil. Ella tendió la suya y lo recibió, sin arrebato, sin crispación: su cuerpo no se movió. Sobrevino un silencio, breve, pero de hondura incalculable, que lo hizo casi eterno. Yo, aunque apercibido para estorbar en el aire mi muerte, no sé por qué confiaba en la palabra de Irina. Ella, entonces, arrojó el arma contra la pared, la arrojó diestramente, sin esfuerzo, y allí quedó clavado, cerca del techo. Se apretó un poco más, escondió la cabeza entre mi brazo y mi cuerpo, y le oí decir, con voz menuda:
– Tú ganas.
Aquella confesión tan elegante y valerosa la situaba tan por encima de mi poder, que creí necesario ofrecerle mi reconocimiento, y lo hice del modo al que había descubierto que era sensible Irina. Esto demoró mi cuento durante un rato, silencioso, pero entrecortado por algunas palabras rusas. ¡Es asombrosa la perfección en la entrega de algunas mujeres inteligentes, porque ellas solas saben anular la inteligencia y meterla en la carne en el momento preciso! Aunque quizás en aquella sabiduría erótica de Irina interviniese la intuición musical que le decía el lugar donde poner a los verbos el acento. Yo no me envanecí, porque la amaba con el cuerpo de Etvuchenko, pero, a partir de aquel momento, la admiré bastante más.
– Quiero que me hagas una promesa -me dijo, casi transida aún.
– ¿Antes de saber quién es Eva Gradner?
– Sí. Quiero que me permitas ayudarte contra ella.
– ¿Ayudarme?
– A impedir que te mate.
La acaricié en silencio.
– Correrás el mismo riesgo que yo.
– Con eso cuento.
– ¿Crees que vale la pena?
– No olvides que eres mi presa -y riéndose, señaló el rincón donde había ido a clavarse el puñal-. Tengo ciertos derechos sobre tu vida, entre ellos el de defenderla.
– Antes de cualquier otra palabra, debo decirte que mañana devolveré su cuerpo al coronel Etvuchenko, y que, cuando recobre el que me cobija desde hace algunos meses, a lo mejor no te encuentras tan cómoda junto a él.
Me besó, de repente.
– Te confieso que me gusta Yuri, pero no estoy enamorada. Espero que la sustitución no me defraude.
– Insisto, sin embargo, en prevenirte de que la personalidad en que me encontrarás mañana no es imposible que te desagrade.
– ¿Tu voz será la tuya, por lo menos?
– Sólo será mío lo que la otra voz te diga.
– Espero no ofenderte si te confieso que no sé si me encuentro a punto de verme envuelta en una burla o de pisar las sombras de un misterio.
– Si ambos sobrevivimos, ¿no crees apasionante que lo indaguemos juntos?
– Acabamos de pactar una explicación inmediata. No olvides que mi curiosidad te salvaguarda.
– Hasta donde es posible, hasta donde yo mismo tenga que detenerme, hasta allí llegará mi explicación. Después no sé si lo que realmente empieza es el vacío. Pero eso se refiere sólo a mí. En lo que respecta a Eva Gradner, no hay misterio, sino sólo un secreto de Estado en el que tuve cierta participación, aunque clandestina, pues por aquellos días andaba por los laberintos del Pentágono en la persona del general Gray. (Sentí que el cuerpo de Irina se estremecía.)
Busqué cigarrillos en la mesa de noche, encendí dos. Para fumar, Irina cambió de postura.
– Si quieres, traigo algo de beber.
– ¿Vodka?
– También whisky.
– Tráeme un whisky.
Se echó a reír.
– ¿Envenenado?
Pero terminó la risa con un beso y yo le devolví una bocanada de humo. El hecho de que esté escribiendo estas páginas prueba que había renunciado a matarme. Bebí un trago largo. Ella, entonces, cogió el vaso y bebió también.
– Ahora cuéntame.
Y me miró de esa manera que miran los niños cuando esperan que alguien los meta con la palabra en el meollo mismo de lo increíble.
El relato que siguió fue muchas veces interrumpido: preguntas, interjecciones, exclamaciones de asombro. Yo, sin embargo, voy a reunir, en uno o varios párrafos largos, la sustancia de mi revelación. Comencé por donde ella menos lo esperaba, por una pregunta acerca de James Bond. Irina lo había visto alguna vez, le había parecido un petulante encaramado en una técnica que él no había inventado y en el permiso para matar.
– Tú sabes perfectamente que ese permiso lo tenemos todos.
– ¿Y su capacidad sexual no te sorprendió nunca?
– Es evidente que un garañón le supera, y no digamos un toro semental. Los hombres nunca me han interesado solamente por eso. A James Bond le imagino incapaz de ternura. Cuando conquista a una mujer no se conmueve, tan sólo se envanece.
– También es un muñeco -le dije de repente; y ella se echó a reír: al principio con risa incontrolada, esas carcajadas en tumulto con las que se responde a lo que no se entiende, no por ininteligible, sino acaso por inesperado, acaso por abrupto: carcajadas que emergen de ignoradas honduras. Después se sosegó, y acabó preguntándome, pero ya como quien tiene perdida la esperanza de entender: fue entonces cuando empecé a explicarle el plan americano de producción en serie limitada, aunque con algunos arquetipos diferenciados, de robots que sustituyesen a ciertos agentes secretos, de cuyo rendimiento estaban descontentos; robots éstos de la experiencia, incapaces de traición, carentes de ideas propias, obedientes a las consignas, valerosos, y, de ser indispensable, excepcionalmente aptos para el ejercicio del sexo, si bien el puritanismo bostoniano, excelentemente representado en el Comité, sintiese escrúpulos al poner en circulación aquella especie de fornicadores infatigables que la Naturaleza, o quizás el protón primigenio, no habían previsto, pues aunque en Boston ya nadie cree en Dios, se experimenta lo mismo que antes el horror al pecado, singularmente al de la carne, y cuando no los libera la orgía, cuando las teorías permisivas no los tranquilizan, siguen engendrando en la oscuridad, con conciencia de culpa; James Bond resultó de la gran experiencia, fue el arquetipo y la cúspide, a cuya excepcionalidad se habían agregado particularidades que, en cierto modo, lo completaban, paradigma quizás irrepetible de la futura aristocracia de los Agentes Secretos made in Texas y quién sabe si de los mismos hombres: estaba, como todos los arquetipos, destinado, desde su propia concepción, a protagonista de una epopeya o de una saga, que se hubiera escrito de todos modos, aunque el proyecto no pasase de tal, aunque fuese un James Bond imaginario: pues así comenzó, como pura imaginación confiada a un novelista. No fue, curiosamente, el producto fulgurante de un solitario genial, sino el de largas investigaciones en las que colaboraron sin saberlo (lo ignoran todavía) profesores de varias universidades americanas, verdadera obra maestra creada por un equipo cuyos componentes se desconocían, coordinados por un Supervisor al que, con un poco de buena voluntad, pudieran atribuirse las cualidades de Dios. El secreto lo fue hasta tal punto que, no ya la NATO, sino los mismos gobiernos asociados, ignoran no sólo que Bond haya sido un robot, sino que algunos otros de su calaña, aunque con menos fortuna literaria, andan sueltos por el mundo, abandonados ya a su suerte, como coches usados. El éxito de Bond fue tan espectacular que surgió en seguida el mito, como estaba previsto, y se le consideró modelo irrepetible e instrumento insuperable, pero el perfeccionamiento posterior de las computadoras, imprevisto, obligó a retirarlo del servicio y, en cierto modo, a reciclarlo. Volvió al trabajo, dio de sí lo que se esperaba; sin embargo, pronto se encontraron con que Bond estaba prisionero de su historia y de su reputación, y, sobre todo, con que envejecía, no su piel, sino su mecanismo, y que en cuanto sex symbol del machismo anglosajón, las mujeres empezaban a apetecer otra cosa. No se les ocurrió, por ejemplo, que Bond cantara a veces una canción de amor, ¿y a qué mujer no le gusta escuchar la voz del hombre que ama, escuchar su guitarra? Pero acaso Bond habría sobrevivido como un viejo Don Juan, al que todavía se le encargan misiones delicadas, si no fuese porque una mujer especialmente ávida descubrió que no eyaculaba, y como además de ávida era inteligente, varias experiencias complementarias le permitieron averiguar la verdadera naturaleza de Bond. Lo supo la KGB, y ese conocimiento repercutió naturalmente, en el Pentágono. Se le retiró inmediatamente. Hoy está almacenado como un trasto viejo, algún día pasará a un museo, y esos que te dije que andan por el mundo sueltos no son superiores a él, pero se les puede utilizar aún en menesteres menores, aunque poco a poco se les va abandonando: acaso alguno de ellos se haya cruzado en tu camino y lo hayas desdeñado como enemigo. Alguien sin embargo, pensó que el modelo de Bond, verdadero punto de partida de una operación audaz, podía ser superado; que, habida cuenta de su experiencia, se llegaría a fabricar el muñeco perfecto que fuera, al mismo tiempo, el perfecto agente. Pensaron en proceder a la inversa, no pidiendo la colaboración de sabios que se ignoraban entre sí, sino reuniendo en un sólo comité a especialistas ilustres a los que se propuso un problema parecido a un enigma: «Necesitamos el robot que haga olvidar a Bond. Invéntenlo ustedes.» Inventarlo quería decir que preparasen un proyecto, que lo imaginasen sobre el papel, al margen de las cuestiones prácticas, el costo y la misma posibilidad de que el proyecto fuese realizable. ¡Con qué elocuencia les encorajiné, les metí en aquella vereda que parecía ciega! Tardaron, si se compara el tiempo empleado con el que consumió la invención de los ejemplares aún en servicio. Se llegó a desesperar. En el corro de los especialistas figuraban, amén de varios ingenieros, un profesor de literatura, un fisiólogo, un psicólogo, un profesor de ética. El robot deseado tenía que realizar todas las funciones humanas incluidas las fisiológicas, y cuando alguien sugirió que fuera él de mujer el sexo elegido, ya que una mujer insensible al amor siempre es mejor agente, se le programó incluso la menstruación y ciertas cefalalgias concomitantes, sensibles a la aspirina. Su mente quedó constituida después de muchas discusiones entre el literato y los psicólogos, pero, ¿cómo dudar de que el conductismo resolvía cualquier problema? Aquel robot sabía responder adecuadamente a cualquier estímulo; sus actos, incluidos los mínimos, expresarían su mente. Aquellos sabios, sin saberlo, al crear la fuerza del robot, crearon su debilidad, porque no sabe mentir, porque siente ante la mentira el mismo horror que sus inventores puritanos. Sin darse cuenta, más que el perfecto Agente Secreto, intentaron crear la americana perfecta. Le inculcaron el sistema de valores de la sociedad a la que iba a servir, desde la caza de brujas hasta los siete tragos. Podía aprender diez idiomas y hablarlos, y almacenar en su memoria lo necesario para moverse en un mundo de máquinas y de personas; en algún lugar de su cerebro, quizás en ése en que los filósofos antiguos decían que se asentaba el alma, le instalaron una célula capaz de emitir mensajes que inmediatamente reciben los cien agentes similares que obedecen a Eva. Pero quizá lo más original haya sido la construcción de su personalidad, para lo cual se le inventó una infancia, aunque bastante tópica, en la que no faltaron el complejo de Electra y los conflictos habituales, desde el trauma del nacimiento hasta el disgusto que causa una sociedad injusta, si bien la moral desde la que juzgaba era la norteamericana, y la sociedad juzgada, la rusa: de lo cual se deduce que su conducta se mueve entre el apostolado redentor y la acción heroica, según convenga. Eva Gradner resultó una mujer de veinticinco años, graduada de master en Harvard, un master en Ciencias Políticas, por supuesto, así como la iniciación de un Ph. D. que se interrumpió al ser reclamada por el Servicio. Se la empleó en un principio en tareas de propaganda… Ella sola, durante una gira de dos meses, puso en pie a las clases dominantes del Caribe, a las que convenció finalmente de que el catolicismo tradicional favorecía al pueblo y de que convenía abandonarlo e inscribirse en cualquiera de las religiones exportables para países tercermundistas de que siempre se dispone, por lo que fue felicitada y creo que condecorada, pues, fuera de unos cuantos dirigentes, nadie conoce su verdadera identidad. Eva Gradner es una excelente oradora de mitin, reduce a fórmulas fácilmente inteligibles, que se pueden repetir hasta el infinito, los ideales políticos y económicos de su pueblo, y, en este momento, dirige una escuela de formación de agentes humanos, asombrados todos ellos de la ciencia y de la astucia que muestra poseer una maestra tan linda.
Aquí Irina me preguntó si me había enamorado de ella.
– No. Ciertos aspectos, quizá manías, de mi mentalidad, se hubieran opuesto con energía, pero puedo asegurarte que, de los diecisiete especialistas que colaboraron en su invención, dieciséis la llevaron a la cama, y el otro, el profesor de ética, no lo hizo porque es homosexual pasivo. Quizá sea por eso por lo que inculcó a Eva un desprecio total por las personas que se acuestan con ella, aunque convenga hacer aquí la salvedad de que semejantes escrúpulos se los programó después de que sus dieciséis colegas la hubieran llevado a otras tantas playas y hoteles de placer, con el pretexto, bastante plausible, de aumentar su experiencia social. Como resultado de esta intervención del profesor de ética, Eva está persuadida de que el mayor de sus sacrificios por la Humanidad es admitir en su cama a cualquiera que pueda darle informes sobre el sistema de defensa ruso, sobre el estado de las cosechas o sobre el tema, cualquiera que sea, que interese políticamente. Estoy seguro de que, desde hace un par de semanas, el tema que interesa a Eva Gradner es la desaparición del Plan Estratégico, quizá incluso un poco más que la desaparición del profesor Flechter. Puedes imaginar que ha recibido, a estas alturas, muchas proposiciones matrimoniales, una de ellas de un almirante de la flota del Pacífico. Se pensó alguna vez en si convendría permitirle que se casara, quizá para reforzar su realidad o la realidad de su instalación en la sociedad normal, pero alguien advirtió que su esterilidad podría hacerla sospechosa o provocar la intervención de un ginecólogo, lo cual sería siempre catastrófico. La cuestión ésta de su esterilidad no ha podido resolverse, y todo el mundo lo lamenta, porque un parto feliz, aunque un poco largo, colaboraría brillantemente en la verosimilitud de Eva. Además, Eva desaparece durante algunas temporadas. Dicen que va a descansar a cualquier isla del archipiélago de Honolulú, pero la verdad es que la envían a algún lugar del mundo con una misión que sólo un par de personas, a veces una sola, sabe en qué consiste. Su eficacia es incalculable. La vez que se la encargó de suprimir a un jefe de Estado asiático que resultaba algo molesto, llevó la operación a buen término tan limpiamente y con tanta naturalidad, que regresó a casa cargada de souvenirs, como una turista cualquiera, aunque de oro macizo y de esmeraldas gigantes, y se empezaron a recibir cartas y tarjetas postales de admiradores, una de ellas del primer ministro del gobernante asesinado: había tenido relaciones amorosas con los dos, y el superviviente le ofrecía un matrimonio monógamo, previo despido de las concubinas legales.
Irina insultó en francés a Eva Gradner; después dijo algo en ruso, traducción de lo anterior, probablemente, aunque reforzado: condena moral de un ser, después de todo irresponsable. Me quedé un rato silencioso, calibrando en cuál de los dos idiomas resultaba más intolerable el insulto, pero pensé inmediatamente que a Eva no le habían programado cierta clase de sensibilidad ante vocabularios imprevisibles, y que oírse insultar la habría dejado indiferente. Así se lo dije a Irina.
– Pues me siento frustrada, te lo confieso.
E inmediatamente me preguntó por qué razón, o razones, Eva Gradner tenía programada mi persecución a muerte. Yo le respondí riendo:
– Un día de éstos, acaso haya pasado ya, Eva se habrá encontrado con que una orden imperativa se levanta, inesperadamente, del fondo del artilugio oscuro que constituye su conciencia: «Mata al Maestro de las huellas que se pierden en la niebla.» Un nombre que no ha oído jamás, porque ella no almacena lo que oye sino en la medida en que lo necesita, y si alguien lo ha pronunciado antes en su presencia, le ha resbalado. Pero esta orden va seguida de ciertas instrucciones: la primera, la de informarse de quién soy. Eva habrá leído ya el dossier que contiene todo lo que se sabe de mí en cualquier parte del mundo, e, inmediatamente, su cerebro habrá empezado a funcionar, especializado por algún tiempo en un solo tema: la necesidad de matarme, aunque su deducción implacable la convenza de que mis nombres son muchos, y me mate con otro. Después será como cuando, en el cine, termina una película y empieza otra. Sé que vas a preguntarme quién programó esa orden, pero sospecho que ya has averiguado que fui yo.
Irina se limitó a preguntar por qué, sin énfasis, sin dramatismo.
¡Oh, porque me pareció, de todos los juegos posibles, el más peligroso!
Sentí que su cuerpo se apartaba del mío, aunque no demasiado: por alguna parte, quizás a la altura de los tobillos, se mantenía la relación de un roce mínimo, que estimé suficiente.
– Nosotros tenemos nuestra moral -dijo Irina-. Consiste en supeditarlo todo a la seguridad de la URSS. Yo no soy comunista, pero tengo una patria amenazada: por eso ayudo. ¿Cuáles son tus razones?
– Las del jugador imaginativo.
– No lo entiendo.
– Lo puedo formular con palabras semejantes a las tuyas: supeditarlo todo al juego bien hecho.
– ¿Al triunfo del juego?
– Al jugador de gran clase, el triunfo no le importa, sino los caminos que llevan a él.
– Si no me equivoco, la diferencia entre nosotros consiste en que, a mí, me justifican los fines, y a ti los medios.
Alargué mi mano hasta acariciarla.
– Eres muy inteligente, Irina.
– Dame otro cigarrillo.
Lo encendió, fumó unos instantes con la avidez del que le va la vida en ello.
– ¿Qué te propones al jugar con Eva Gradner?
– Ante todo, que no me mate, lo cual equivale a una difícil plusmarca.
– ¿Y no matarla a ella?
– Reconoce que la palabra matar, aquí, no es la más apropiada.
– Dejarla fuera de combate, quizás.
– Yo diría humillarla, pero no a ella, sino a quienes la inventaron. Me gustaría hacerle cruzar el muro de Berlín, y que los del otro lado descubrieran su condición de robot y llegasen a averiguar su secreto.
Sentí que Irina volvía a acercarse. No me moví.
– ¿Te das cuenta de que, así, corres el riesgo de dejarme sin trabajo? Además, Irina Tchernova, de ser una muñeca, no hubiera firmado con amor un pacto de no agresión como el que hemos firmado. Aunque en mi conciencia hay algo que me acusa, me disculpo pensando que eres Yuri y que estás divirtiéndote conmigo. Sería mi respuesta a la acusación de Iussupov, si llegase a hacérmela delante de un tribunal: «Camarada, las mujeres del Servicio Secreto quedamos al margen de vuestro imperativo de castidad, sin obligación al respecto. Es cierto que me acosté con el coronel Etvuchenko, a quien, por otra parte, ninguna ley le impide hacerlo conmigo. Además, pensamos casarnos al terminar los respectivos compromisos. Las horas que hemos pasado juntos en mi dormitorio, ésta y otras veces, las hemos considerado como anticipo legítimo.»
– ¿Serías capaz de mentir?
– En este caso, sí
– ¿Por qué?
– ¿No te dije que soy curiosa?
– ¿Hasta dónde llega tu curiosidad?
– Hasta más allá de donde termina lo real y empieza lo verdadero. -Y añadió inmediatamente, más para completarse que para corregirse-: Me refiero, como habrás adivinado, a lo increíble.
La respuesta me dejó, de momento, perplejo, pero casi inmediatamente, recordé que Irina, entre sus poemas, contaba algunos de carácter marcadamente metafísico, aunque de una metafísica casi religiosa, inquietante por paradójica: aquéllos, precisamente, por los que sus compatriotas, no sabiendo cómo clasificarlos, la consideraban peligrosamente desviada.
– ¿Te estás refiriendo a Dios?
– No sé el nombre de lo que ahora mismo me atrae como una luz apagada que quisiera encender, o como un abismo inmediato cuya oscuridad me fascina. Lo que acabas de contarme de Miss Gradner, o Gardner, me da lo mismo su nombre, lo entiendo, finalmente: no es más que un sistema de ordenadores perfeccionados, y quizá diminutos, que rigen los movimientos de un mecanismo que copia el cuerpo y la conducta de una mujer americana. Es peligroso, pero inteligible. No me da miedo, porque a su astucia programada puedo oponer la mía, que aprendí en mi pelea diaria con el peligro. Tú, sin embargo, no eres todavía comprensible, y no sé por qué sospecho que jamás lo serás del todo, ya que, por algunas palabras tuyas, he llegado a entender que no sabes bastante de ti mismo como para poder explicarte, y hasta es posible que lo que sabes no lo hayas comprendido. Antes dijiste algo de un límite que juntos podíamos alcanzar, algo así como una pared contra la que tropezaríamos, o un abismo a cuyo borde tendríamos que defendernos. Pues es ahí adonde quiero llegar.
– A ti también, aunque te engañes a ti misma, te gusta el juego, pero confieso que tus naipes son sublimes, y por eso empiezo a admirarte.
Tengo que referirme a mi infancia al lado de Yajñavalkya, el santo, en el fondo de la selva: hasta ahí, sólo hasta ahí, alcanzan mis recuerdos. ¿Por qué, más allá del gurú, más allá de los árboles inmensos contra una nube de niebla, pelea vanamente mi memoria? ¿Existe acaso un más allá que me empeño en recobrar? Si me considerase a mí mismo como un robot al modo de Eva Gradner, tendría que reprochar a mis inventores el haber olvidado inculcarme el recuerdo de mi primera infancia, de la que me privaron radicalmente. Carezco, pues, de la experiencia de la piel de mi madre, y no sé cómo mi padre me miraba. ¿Existieron? Razonablemente, tengo que admitirlo. ¿Fui un niño robado, un niño perdido, un niño abandonado? ¿Por qué no me quedaron en la memoria las angustias del robo, del abandono, del extravío o del desamparo? ¿Hambre, miedo, soledad? La más antigua de mis imágenes de infancia es la mano del gurú que se posa en.mi cabeza rubia, en mi cabeza de niño extranjero, y me protege. Me siento cobijado como debajo de un techo caliente y protector, estoy arrodillado ante él, feliz, seguro de mí mismo porque siento el roce de su mano. Y, a partir de ese recuerdo, es la palabra del santo, que me guía y aumenta mi saber. Yajñavalkya me recitaba los poemas antiguos y las leyes eternas, y me enseñaba a defenderme de las fieras y de las serpientes, a conocer las yerbas que curan, las que causan ensueños largos, las que enloquecen y las que matan. Cuando venían otros discípulos a escucharlo, yo me sentaba a su lado, y todo el mundo pensaba que yo le sucedería, heredero de la sabiduría, de la choza y de la inmensa reputación. A veces parecía cansarse, y si había que cantar a los presentes un pedazo de una vieja canción, me decía: «Cántalo tú.» Cuando empezaban las lluvias que quieren inundar el mundo, el gurú me explicaba que todos los años sucedía lo mismo: el cielo se vaciaba sobre la selva días y noches que parecían no acabar nunca; que no tuviera miedo; y se escondía conmigo en una cueva hasta que regresaba el sol: entonces, orábamos juntos al dios de la lluvia y de la luz. En mis paseos por la selva y por las aldeas, la gente me daba de comer y me enseñaba las cosas de la vida que a Yajñavalkya no le habían hecho falta: a causa de mis cabellos rubios me protegían como a un dios prometido al que hay que ayudar a crecer. Lo importante aconteció aquella vez que me quedé mirando a un arbolito que me había gustado, quizá por su tronco esbelto, quizá por el color plateado de sus flores: me quedé mirándolo hasta que dejé de verlo, y entonces me pareció que era yo mismo el árbol, y que aquellas flores tan hermosas salían de mis brazos. Me estuve quieto y feliz, me parecía sentir cómo la savia del árbol subía por mis venas, cómo me sacudía la brisa, hasta que vino el gurú y me llamó por mi nombre (entonces tenía un nombre). «¿Dónde estás que no te veo?» «¡Aquí, a tu lado: mis piernas rozan tu manto!» Pero no eran mis piernas, sino el fuste del árbol en que me había trasmudado. Yajñavalkya descubrió que yo era el arbolito, o quizá viceversa, y entonces me reveló que yo había recibido de los dioses el don divino de la metamorfosis, y que podía cambiarme en lo que quisiera, con sólo mirarlo, a condición de que tuviera vida, pero, según me había enseñado el gurú, las mismas piedras están vivas, con esa vida propia de las piedras, y no digamos los seres transeúntes, como las nubes, los aires y las sombras. Acerca del sol y de la luna, me dijo que no intentase cambiarme con ellos, si no quería morirme de frío o de calor, y que me estaba vedado transformarme en un dios, salvo si el dios se me aparecía y me dejaba mirarlo, pero, entonces, no sería propiamente una transformación, sino la muerte misma por asimilación de mi sustancia a la del dios. No necesito decirte que hasta ahora no he hallado a ninguno.
No sé si a estas alturas de mi relato hice un alto para respirar, o si el silencio sobrevino exigido por el impulso de la narración misma. Irina había permanecido inmóvil y callada: sentía su respiración, no por el ruido, sino porque sus pechos se elevaban y descendían con un ritmo sosegado y atento. Pero, durante ese silencio, lo interrumpió y dijo (¿A mí? ¿A quién?):
– Encima de una roca descubrirás la huella de los pies del Señor, ése cuya frente adorna una media luna: allí los Siddha llevan incesantes ofrendas. -Y calló.
Entonces, le respondí con otros versos:
– …Un estrecho camino fue preparado desde el origen: yo lo he descubierto. Por él, los sabios que conocen el brahmán, ascienden, desde aquí, liberados, al mundo del suarga.
Y nos echamos a reír: creo que nuestras risas gemelas expresaban con suficiencia las razones, o por lo menos las causas, por las que lo mismo ella que yo nos hallábamos tan apartados del camino, tan lejos del suarga, y que si alguna vez habíamos entrevisto al Dios de la Media Luna, había sido sesgado y al correr.
Me cambié en tigre, en serpiente, en elefante, y me sentí cruel, poderoso y malvado. Fui fuerte con el viento, duro con la piedra, humilde con el polvo del camino y con la lluvia indiferente y tenaz. Quise, una vez, ser estrella, pero quedaba tan lejos que mi cuerpo no se movió, ni tampoco el del astro. Pude explorar, sin embargo, la tierra, los cielos y el fondo de la mar, de modo que mi conocimiento es superior al de todos los gurús, al menos en lo que a la realidad del mundo atañe. Podría escribir poemas desvelando los secretos del cosmos si existieran las palabras necesarias. Pero, ¿con qué palabras puedes describir la conciencia que tiene de sí mismo el plenilunio? Hubo un tiempo en que Yajñavalkya me inició en los secretos del verso para que yo pudiera expresar mis experiencias, pero cambió de opinión y pensó para mí un porvenir de libertador, o quizá de redentor. Y como de lo que tenía que liberar o redimir a mi pueblo era del mundo occidental, consideró indispensable que aprendiera el inglés y todo lo que se aprendía en ese mundo que no era el nuestro. Me encaminó al palacio de un maharajá, me dio instrucciones para cambiarme en cierto príncipe que iban a enviar Cambridge: vi, por primera vez, cómo una persona se arrugaba como el tronco de un árbol seco, y tuve la sensación de que le iba quitando la vida con mi mirada. Viví un tiempo como príncipe, un príncipe joven y hermoso, aunque un poco oscuro de tez, en cuya habitación introdujeron una noche a una mujer bellísima de la que recibí enseñanzas que el gurú me había ocultado, por lo que mi corazón se puso contra él: lo había olvidado ya cuando me trajeron a Europa, y, como había querido Yajñavalkya, aprendí el inglés, y muchas cosas más, que él, por cierto, nunca hubiera aprobado; pero sobre todo me transformé, no en un verdadero occidental, sino en un ser mixto que él hubiera repudiado, pero que a mí me mantuvo con una puerta del alma metida en las honduras, no sé si luminosas o lóbregas, de la selva y su dios multiplicado al infinito, y por la otra en los vericuetos inacabables de la razón, con sólo un dios, y éste, discutido. Pero quizá lo más radical del cambio haya sido el disgusto que me causaban mis recuerdos de semidiós rubio y desnudo que se duerme en la selva, y el placer de contemplar, de recorrer, de vivir el paisaje de Cambridge, y aquellos otros que hallaba parecidos: con la corbata puesta y una toga colgándome por la espalda. Al llegar el momento en que tenía que regresar al palacio y, lógicamente, a la choza del gurú para empezar a hacerme cargo de mi destino glorioso, Rama de los nuevos tiempos, abandoné al príncipe y asumí la personalidad y la figura de un compañero anodino, al que en seguida sustituí por otro, y éste por un tercero, hasta engolfarme en el placer peligroso de ser alguien distinto cada día, de estrenar cuerpos y personalidades: un señor que se encuentra en la calle y que cae en gracia, un atleta que se ve correr, ¡yo qué sé!, desde un miembro de la Cámara Alta hasta un estibador del Támesis. Fue un arriesgado juego frenético, el entusiasmo de descubrir que podía jugar con algo que era yo y que podía no serlo, acaso que corría el riesgo de llegar a no ser nada. Una vez, sentí fatiga de mis insensatas, pero ilusionadas, metamorfosis, como creo que se cansará ese que va detrás de las mujeres sin detenerse en ninguna, y un día se da cuenta de que, sentado en Saint James Park, las ve pasar sin experimentar deseo. Debo decirte que, durante ese tiempo, traté a muchas mujeres y ninguna me retuvo. Después, tampoco.
Me decidí a permanecer algún tiempo en el cuerpo de un joven poeta escocés que me pareció atractivo y sin la menor certidumbre de futuro, que era lo que me había aburrido de los otros, ese saber que mañana será lo mismo que hoy, y que si te portas bien como diputado laborista te harán conde. Bien sabes que el Servicio de Inteligencia experimentó siempre cierta debilidad por los escritores, desde Maugham a Graham Green. Me invitaron de la manera más natural del mundo, en el curso de una fiesta, a actuar como espía, una vez, nada más que una vez, una misión concreta que sólo podía llevar a término alguien que no fuera sospechoso, y acepté. Poco después, descubrí que el espionaje era también un juego, compatible con el mío habitual, del que incluso podía aprovecharme; que lo era también la Historia, aquella que me habían enseñado como un drama con escenas de tragedia, y en cuya trama, de pronto, me encontraba. Hice unos cuantos experimentos, y me salieron bien. Claro que tenía en mi mano una escalera de color servida, y que no podía perder. ¿A quién se le había dado alguna vez la facultad de poder convertirse en su propio perseguidor? A las tres o cuatro operaciones difíciles que conduje a mi manera con resultados que no esperaba nadie, con resultados realmente incalculables, empezó a correrse, entre los colegas de ambos bandos, la voz de mi existencia: un agente desconocido, difícilmente identificable, autor de esto y de lo otro, si asombroso lo otro, más asombroso aún lo uno. Se enviaron contra mí jaurías de especialistas y yo, en vez de defenderme matando, enviaba a cada uno a lugares increíbles, una ladera del Himalaya o un lago azul en la China Central, cuando no los dejaba enredados en situaciones imposibles, tan inaceptables por la Física como por la Lógica; al pobre Ian Valdorf, de quien seguramente sabes algo, ese pelirrojo simpático que traicionó a Rusia con los alemanes y a Inglaterra con los rusos, lo tuve durante un año largo encerrado en un juego de palabras, y cuando lo dejé en libertad, le fue imposible explicar dónde había estado y, sobre todo, cómo: No hay prisión menos explicable que la de las palabras.
Irina, entonces, sin moverse, sin dar apenas importancia a lo que iba diciendo, me preguntó:
– ¿Tú crees haberte librado de ellas?
Tardé en responderle. Estaba claro, incluso para mí, que aquel discurso con el que había pretendido explicarme, si en sí mismo no carecía de coherencia y estaba formado de materiales conocidos, como tal discurso quedaba tan alejado de lo real como de lo aceptable, no sólo para Irina, sino también para mí, que no había hecho más que ordenar mis recuerdos. Me lo había repetido otras veces, en ciertas soledades, con los mismos detalles o con otros, y lo había contemplado como una película en la que quisiera descubrir con imágenes fantásticas la realidad de los abismos mentales. Sin embargo, yo no disponía de otro discurso ni de otros recuerdos, aunque algunos de ellos me fuese dado ampliarlos, como las sensaciones experimentadas cuando se es vilano que el aire empuja, o ave roc que suba a las alturas donde la luz es fría.
La voz de Irina, siempre tan bien timbrada, adquirió de repente cierta sequedad profesional:
– Si hubieras sufrido un shock y perdido la memoria, alguien podría haberte imbuido de esos recuerdos y de esas fantasías, a fin de cuentas, de esa personalidad. Pero también pudieras ser un robot, como esa Gradner que va a venir a matarte: un robot a quien hubieran informado de que alguna vez había sido ave, y otras rayo de sol. En cualquiera de los casos, serías explicable. Pero es evidente que estás en el cuerpo de Yuri y que no eres Yuri, y al aceptar esa evidencia inaceptable, me siento inclinada a dar por bueno lo demás, algo más verosímil, o por lo menos más bello. Renuncié a matarte con la esperanza de saber quién eres. ¿Podrás decírmelo algún día?
– Probablemente, no -le respondí.
– Si te matase, no sabría a quién mataba.
– Al coronel Etvuchenko, no hay duda.
– De eso ya habíamos hablado.
– Pero no te expliqué que, si me matabas, matarías también a Yuri. Si no le devuelvo lo que le robé, será como una luz mortecina e inmóvil, una luz que agoniza.
Irina se irguió, alargó la mano, bebió un trago largo. Después quedó pensativa, o así me lo pareció, porque la luz no era mucha, como creo haber dicho ya. Por fin susurró:
– ¿Y mañana?
– Para que me reconozcas, tendremos que convenir en una contraseña.
– ¡También una palabra…!
– En el mismo café del Faubourg Saint-Honoré, a la misma hora que hoy, bajo las lágrimas de luz de la misma negrita. Yo te diré simplemente: «Buenas tardes, Irina.» Pero te lo diré en ruso, y, después, sonreiré. Nada de lo que ha sucedido hoy podré olvidarlo, y aunque tus caricias se las hayas hecho a Yuri, también me han llegado a mí, también son mías. Pregúntame por ellas.