CAPÍTULO II

1

Tuve que abandonar de madrugada el cuerpo cálido y el escondrijo de Irina, la suave luz del dormitorio en uno de cuyos ángulos permanecía un puñal. No me preguntó nada; me besó y me dijo: «Adiós, Yuri. Hasta luego.» Persistía la niebla, la calle estaba oscura y pude deslizarme sin sombra, arrimado a las paredes, tiempo y tiempo, hasta que columbré en una esquina la lucecita verde de un taxi. No estaba exactamente cerca, pero tampoco lejos, y la distancia que hube de recorrer, guiado por el farolillo y entre inmensas oscuridades, que lo mismo podían ser de casas que de elefantes gigantescos, me dio ocasión de apetecer una de aquellas metamorfosis en otro tiempo frecuentes, cambiarme en silueta de paquidermo sin medida, o en niebla espesa de París. Hubiera sido, verbigracia, una bonita manera de escapar a cualquier persecución, pero había podido comprobar que no me seguía nadie, y, así, di al conductor tranquilamente la dirección del piso en que solía refugiarme cuando me apetecía estar a solas, alguna de esas tardes en que hurgaba en mí mismo a ver si me encontraba, o cuando cualquier peligro me acuciaba; un departamento suficiente en un barrio de la alta burguesía por donde no solían merodear colegas, aunque a este respecto uno nunca pueda fiarse. Allí, defendido de cualquier inconveniencia por un sistema bien calculado, guardaba los objetos que mi peregrinación, ya entonces larga, a través de distintos gustos y aficiones, me había permitido acumular. Estaban ordenados y no creo que ninguno fuese especialmente repugnante, pero, a pesar de todo, quizás el salón resultase abigarrado o de algún modo excesivo, aunque en cierto sentido amanerado; no faltaban, sin embargo, recovecos amables de sencilla y cómoda contemplación. Si, como esperaba, Irina sería aquella tarde mi huésped, confiaba en que, en cualquiera de esos rincones, holgase complacida. Reconozco, sin embargo, que algo faltaba en mi casa que había hallado en la suya, algo desconocido que no sabría definir, y que empecé a percibir precisamente al hallarme entre la niebla, al hundirme en el asiento del taxi y escuchar el roce de las ruedas en el asfalto: cuando llegué, no amanecía aún, ni la niebla había perdido espesor. Aquel piso mío tenía la ventaja de que sus comunicaciones con el exterior estaban a cubierto de intromisiones, y yo necesitaba comunicar con alguien que sacase a Etvuchenko de donde estaba y lo volviese al chalecito de la banlieu. Ese alguien no tardó en escucharme. Calculamos que la operación consumiría al menos una hora, de modo que a las ocho de la mañana, ya en mi coche privado (un «Volkswagen» modesto, chapa y vidrios antibalas), me detuve en una esquina propicia, la misma que la noche anterior había acogido a un par de metralletas que, en algunos momentos, me apuntaban. ¿Y si alguno de los que las sostenían no hubiera podido refrenar el deseo de apretar el gatillo? ¿O si lo hubiera hecho obedeciendo una orden? Vi cómo sacaban a Etvuchenko de una ambulancia militar y cómo lo introducían en la casa. Se fueron. Dejé pasar unos minutos. Había aparecido un flic por la esquina de enfrente, y le vi encender un cigarrillo con un mechero de gas. Dejé el coche en la parte trasera, junto a la puerta de servicio, y entré. Hallé en seguida a Etvuchenko, o más bien a lo que de él quedaba: una piltrafa que hubiera destrozado el corazón de Irina, que hubiera devuelto a sus manos el puñal. Ni siquiera me miró. Lo primero que hice fue ponerme las ropas de De Blacas. Después, regresé a la habitación donde estaba el coronel. Le relaté en voz baja lo que tenía que creer que había hecho la tarde anterior, durante el tiempo largo de mi usurpación. Incluía, claro está, la compañía de Irina, aunque no algunos de sus incidentes. Sólo cuando quedó bien informado y, al mismo tiempo, bien engañado, le tomé de las manos y le miré a los ojos. La vida entraba en él como la lluvia en la tierra seca, y le esponjaba. Cuando alcanzó a ser el que era, se puso en pie, se cuadró con excesivo rigor.

– No entiendo -me dijo-, por qué le debo mi libertad.

Le tendí la mano.

– ¿Acaso no es posible cierta solidaridad entre colegas?

– Somos enemigos.

– Puede haber un tercero en discordia.

Sonrió.

– No lo entiendo, pero, de todos modos, gracias.

– Hace frío en la calle, coronel, y está usted desabrigado. Tengo mi coche fuera. ¿A dónde quiere que le lleve?

Me dio la dirección de Irina.

– No sé por qué, coronel, en esa calle andan sueltas las balas. Quizá le conviniera esperar a que fuese de día.

– ¿Es que no lo es aún? Si no recuerdo mal, me raptaron hacia las doce, y no pasó tanto tiempo.

– Recuerda mal, coronel, y espero que tarde algunas horas en recordar correctamente. Lo dejaré en su embajada, y quizá tenga tiempo de reconstruir lo sucedido desde ese momento de ayer en que sitúa su rapto. En cuanto a que lo entienda, tardará un tiempo más.

– En cualquier caso, estoy confuso.

– Es natural. Sin embargo, quiero que reciba mi felicitación más sincera de colega a colega, por esa operación que ha llevado a buen término en las últimas horas.

Pareció ahumársele la mirada.

– Pero, ¿usted ya sabe…?

– ¡Naturalmente!

– ¿Y no me mata?

– ¿Por qué, si ya no tiene remedio?

– Sigo sin entender.

Le cogí del brazo y le empujé suavemente hacia la puerta.

Me hubiera gustado poderle enterar de que le estaba agradecido por los servicios que, sin quererlo, me había prestado su cuerpo.

– No es imposible que entre Irina y usted lleguen a esclarecer la cuestión.

– ¿Tendré tiempo de verla? Mi avión sale al mediodía para Moscú.

– La niebla levantará hacia las nueve. De todas maneras, vaya usted con cuidado.

Le di un pitillo y casi no hablamos hasta que me detuve frente a la Embajada rusa, al otro lado de la calzada. Etvuchenko había recobrado a medias la conciencia, aunque sí el dominio sobre sí mismo.

– Si alguna vez nos encontramos frente a frente, monsieur De Blacas, antes de matarle, le haré una reverencia.

– Pues le aconsejo que no se fíe del señor De Blacas que pueda tener enfrente: es muy posible que no comparta mis sentimientos.

Había abierto ya la portezuela y estaba casi fuera del coche.

– Otra cosa será si su enemigo es el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla.

Le dejé con la boca abierta, no le dio tiempo a recobrarse de la sorpresa. Esto que puede parecer un acto de petulancia no fue más que una precaución oportuna: como le contaría a Irina lo sucedido, como buscaría de ella una explicación, le evitaba a Irina la sorpresa de encontrarse aquella tarde con un enemigo conocido, aunque corriera también el riesgo de provocar un cambio en sus sentimientos. Ya en mi despacho, intenté averiguar quién y por qué se atrevían a disparar contra ella. La investigación duró al menos una hora, al cabo de la cual uno de mis mejores agentes me entregó un informe escueto del que se deducía que a Irina la controlaban desde el día anterior por suponérsela mezclada en el asunto del Plan Estratégico robado, y que el encargado de su vigilancia era uno de los robots secundarios de la serie James Bond, modelo III, de los llamados perros policías, que había yacido, desplomado, en un cajón del Cuartel General Americano: las cualidades atribuidas a este robot eran escasamente tranquilizadoras: respondía a los olores y su capacidad de rastreo superaba a los perros de olfato excepcional: salido del taller, hubiera descubierto a una persona entre un millón; reducidas o desgastadas sus facultades por el uso o la inacción, podía seguirla sin errar entre cincuenta mil. Mi agente me añadía los datos completos de sus otras propiedades y modo habitual de conducirse, que me inquietaron todavía más: su presumido envejecimiento, o al menos su anquilosamiento relativo (digamos su arteriosclerosis) hacían imprevisibles las respuestas de su mecanismo a estímulos no programados. Telefoneé a los americanos, pregunté por el Mayor Clay.

– ¿Por qué se vigila a Irina Tchernova?

– Son órdenes de Washington, señor.

– ¿Y por qué se dispara contra ella?

– Será la consecuencia de un exceso de celo, señor, porque las órdenes no son ésas. En cualquier caso, no parece que se perdiera mucho con la muerte de esa dama. Claro que en lo de sus poemas no me meto. A lo mejor…

– Mayor Clay, yo había ordenado la vigilancia de la señorita Tchernova, pero no por las razones de Washington, sino porque, ¿quién sabe si, en nuestras manos puede constituir un valioso rehén?

– ¿Para canjear por quién?

– ¿Quién lo sabe? A lo mejor por usted.

El Mayor Clay tardó en hallar un chiste, tardó tanto que le dije adiós y colgué el teléfono. Me sentía humillado por el hecho de que a Irina la siguiese, y pudiese matarla, un artilugio estropeado que en lo mejor de su existencia había actuado como can. Faltaba algún tiempo para poder intervenir y no se conocía, al menos yo lo ignoraba, el procedimiento normal para que el robot abandonase la vigilancia y regresase a su cajón. Me hallaba metido en esto cuando repiqueteó el teléfono, y la voz desagradable, pero leal, de H. 12 me dijo escuetamente, desde Nueva York: «Eva Gradner vuela ya hacia Europa y su propósito inmediato es interrogarle a usted. Existe la sospecha de que se congregue en París la mayor parte de sus colaboradores. Si hay alguna novedad volveré a telefonear.» Colgó. La noticia ni me sorprendía ni me alarmó. Disponía de tiempo suficiente, y por mucha prisa que se diera Miss Gradner o Grudner, o como fuese, en acudir a mi despacho, la prudencia le aconsejaba acomodarse antes en un hotel, darse una ducha y comerse un bocadillo; eso era al menos lo que hubiera hecho cualquier muchacha normal en funciones de Agente Secreto. Para que se me informase de estas operaciones previas di ciertas órdenes a un magnetófono.

A las once se reunió el Consejo. Nerviosismo evidente, y un complejo de culpa difícilmente disimulado: llamo así, no al que les creaba su responsabilidad, sino a la conciencia que tenían de que, desde la Cúspide, descargaría la tormenta en forma de acusaciones generales. Lo que se les había ocurrido, como remedio urgente, era impedir la salida de Francia de los textos del Plan, y dando por seguro que se valdrían de la valija diplomática, las propuestas para evitar la catástrofe fueron originales y variadas, aunque la más inteligente de ellas implicase la voladura de todos los aviones despachados para Rusia en los días inmediatos, incluidos los de pasajeros. Conseguí persuadirlos de que la misma preocupación había congregado a aquellas horas al Embajador soviético y a sus adláteres y colaboradores, entre los que se encontraban sin duda el admirable Iussupov y cierto general nada tonto, de cuya llegada a París estábamos advertidos. Cabalmente, interrumpió mi información una llamada telefónica que me permitió anunciar a los reunidos que el coronel Etvuchenko acababa de llegar al aeropuerto, aunque escaso de equipaje. No dejó de sorprenderme, si bien por razones privadas, que aquellos inteligentísimos directores del Cotarro Occidental no estaban en condiciones de comprender, ni yo de explicar. Divagué durante un rato, expuse mis suposiciones de lo que, en aquellos momentos y con la misma perplejidad que nosotros, pensaba el Consejo Subordinado del Cotarro Oriental en el que quizá figurase Irina, y llegué a convencerlos de que también los otros andarían buscando modos insospechados de sacar el material de Francia y hacerlo llegar a la Unión Soviética.

– No sería imposible que la totalidad del texto tuviese finalmente que ser puesta en clave y dictada a una emisora de radio de las que conocemos y controlamos, o de alguna desconocida. En cuanto a los planos y demás material gráfico, no es indispensable que haga el viaje por el aire. ¿Están ustedes en situación de registrar todos los vehículos que salgan de Francia en los próximos días? ¿Pueden inspeccionar todos los barcos que zarpen de nuestros puertos?

El General segundo jefe exclamó que, desde luego, tendría que dimitir.

– Contamos con una posibilidad a nuestro favor -les dije-que consideren el Plan como un caballo de Troya.

– ¿Y eso qué es?

Los ingleses sonrieron sin demasiado disimulo, aunque también sin demasiada estridencia, y no mostraron oposición alguna a que yo explicase a alguno de los presentes el significado de la metáfora, con lo cual la cultura del capitán de navío De Blacas quedó en muy buena situación.

– De todas maneras, hay que poner en marcha el dispositivo.

– Lo está desde ayer mismo, mi General.

Antes de abandonar el castillo, dejé dispuesto y ordenado el secuestro del Mayor Clay: nada difícil dada su afición a las discotecas nocturnas.

2

Identifiqué el Robot en Decadencia gracias a la cerveza intacta y la mirada fija en la puerta como si esperase a alguien que no existe: una mirada ni siquiera de ciego, ni siquiera mirada, sino elemento indispensable de un mecanismo electrónico cuya eficacia se basa en el engaño y se ejerce como olfato y como muerte. Era un sujeto delgado, de un rubio casi albino, inexpresivo. Irina, en el lugar previsto, hojeaba el periódico. Busqué un teléfono, y hallé cerca una cabina. Rogué que le pasasen la llamada a tal cliente. Después de una corta espera, aquella voz de Irina, que parecía creada para recitar poemas de gran musicalidad y decir además, aunque de una manera algo compleja, un sencillísimo «Te quiero», preguntó:

– ¿Quién es?

– Escúcheme -le respondí-; ese sujeto de traje de color penicilina y rostro inmóvil que se sienta frente a usted, a la derecha, es el que quiso matarla anoche. Le daré luego instrucciones para que se convenza por usted misma de que es uno de los robots de que le hablé ayer, pero, antes, quiero advertirla de lo que importa más, es decir, la manera de librarnos de él. Si no lleva usted en el bolso el frasco del perfume que usa, compre uno al salir, en una perfumería que encontrará tres casas más allá del café, a la derecha. Al llegar a la esquina, deje caer el frasco al suelo, o arrójelo discretamente, de modo que se rompa. Esto es muy importante, de suerte que, si el vidrio no se quiebra, tendrá que pisotearlo con fuerza. Inmediatamente corra hacia un «Volkswagen» gris, parado en la misma esquina, y entre en él sin dilaciones. Desde su interior, si le interesa, podremos asistir a la respuesta del susodicho robot a nuestra estratagema. No descarto la posibilidad de que sea peligroso, pero el coche ofrece protección suficiente. Ahora bien, si le divierte comprobar la naturaleza mecánica de su perseguidor, al pasar por delante de él, deje caer el bolso. Cualquier persona normal, incluso cualquier Agente enemigo, se agacharía para recogerlo. Éste no se moverá, porque, para él, ni usted ni el bolso existen. Una advertencia más: consulte su reloj, deje pasar tres minutos, y sólo entonces levántese, pague al camarero y salga.

Me respondió con un «Está bien» bastante abstracto. Los tres minutos me daban tiempo de acercarme al café y de poder contemplar la salida de Irina, que aquella tarde se había puesto un traje sastre color gris que si no ayudaba a distinguir su figura entre la gente de la calle, ponía de relieve la delicada curva de sus caderas. Vi cómo dejaba caer el bolso, cómo no se movía el robot; cómo, en cambio, lo hacía un caballero entrado en años que, sin embargo, llegó tarde, aunque no para recibir las gracias de Irina, confiadas a una sonrisa. Pasó por mi lado sin reconocerme, y yo esperé a que el robot se levantase y saliese también: caminaba con naturalidad, e incluso con esa flexibilidad de movimientos que el anquilosamiento cerebral, cuando no pasa de los comienzos, permite mantener a los cuerpos ejercitados en el deporte. Irina no se detuvo en la perfumería; yo, entonces, corrí para alcanzar el coche a tiempo: me había instalado en él cuando Irina, en la misma esquina, pisoteó un frasquito y corrió hacia donde le esperaba la puerta entreabierta de mi «Volkswagen».

– Entre y no se mueva.

Ella me obedeció casi sin mirarme. El robot había llegado también a la esquina, se había detenido, olfateaba en todas direcciones, parecía un perro enloquecido, aunque silencioso: un algo de espantapájaros movido por un viento giratorio. Sus contorsiones llamaron la atención. Alguna gente se detuvo. De pronto, sacó una pistola del bolsillo y empezó a disparar al aire, dos disparos quizás: antes de disparar de nuevo, ya lo habían sujetado y arrebatado el arma, ya la capa de un flic se mezclaba a los trajes civiles. Irina había seguido la escena sin moverse. Conecté la emisora del coche, di la señal convenida con el C. G. A.: «Uno de sus agentes acaba de volverse loco en la Calzada de Antin. Lo más seguro es que lo lleven a la comisaría del distrito», y antes de que me preguntaran, colgué.

– En cualquier caso, no conviene que la Policía se entere de que estos muñecos andan sueltos por las calles de París. La Prensa podría armar un alboroto.

Irina, entonces, me miró de soslayo.

– ¿Quién es usted?

– ¿No se lo dijo Yuri?

– Desgraciadamente, no hemos podido hablar a solas. Nuestra despedida fue delante del Embajador, y, lo que es más molesto, delante de Iussupov.

Busqué en el bolsillo del chaleco mi credencial y se la entregué en silencio. Ella la contempló, primero con curiosidad, después con estupor, quizás incluso incrédulamente. Me miró…

– ¿Usted? ¿Es usted?

– Desde hace no mucho y quizá por poco más. ¿Quién sabe?

Quedó callada, inexpresiva. Yo había puesto en marcha el coche.

– ¿Adonde me lleva?

Por supuesto, no al Cuartel General, donde tengo mi despacho. Sería difícil justificar su presencia allí, donde mucha gente la conoce y a la que entraría de pronto la inexplicable comezón de detenerla e interrogarla. Hay un lugar en París donde se encierra, cuando lo necesita, el capitán de navío De Blacas, donde antes que él se encerraron otros nombres, y donde podremos hablar tranquilamente. Pero no la llevaré allí, si usted no lo desea.

Ella sonrió.

– Anoche, le dije a alguien que soy curiosa.

– Sí. A Yuri Etvuchenko. Y él le contó una historia increíble.

– Totalmente.

– Que, sin embargo continúa…

– Para justificarme ante mí misma, me considero en acto de servicio.

Irina abrió el bolso, sacó un cigarrillo y lo encendió con el mechero eléctrico del coche.

– Al menos de momento -dijo después.

Nos habíamos metido en un buen atasco de automóviles y empezaba a llover. A Irina pareció atraerle de repente el baile estúpido del limpiaparabrisas, indiferente a mis dificultades para sacar al coche del atolladero. Logramos salir, más por suerte que por habilidad. Di un rodeo para no meterme en nuevos berenjenales, y, sin mayor tropiezo, me hallé ante la puerta de mi garaje, que ascendía lentamente. Irina me siguió en el descenso a aquel almacén de automóviles tan parecido a un departamento cualquiera del infierno; me acompañó en el ascensor y esperó a que abriese la puerta, sin prestar atención a mis precauciones demasiado evidentes: cerrojos y dispositivo electrónico de la más alta precisión, que quizá no sirviesen de nada ante una carga de goma dos, pero que me divertían. ¡Cuántas veces en esas tardes de tedio, que no perdonan ni al que se juega la vida, me entretuve en burlarlos! Recuperé a Irina, parada en medio del salón, mirando los objetos colgados en las paredes, los dispuestos en mesas y vitrinas: esos testimonios que ya dije de mis metamorfosis, que, si no un museo importante, me servían al menos para acordarme de mí mismo y de mis casi incontables etapas.

– Me gusta más mi salón, aunque sea modesto. Éste parece la tienda de un proveedor de coleccionistas extravagantes.

– En cualquier caso -le dije-, es una caprichosa colección que no es indispensable contemplar y de la que se puede prescindir cuando se quiera. Venga.

La empujé hacia uno de los rincones favorecidos por la gracia.

– ¿Se encuentra mejor aquí?

– Por lo menos, hay libros.

– Si se entretiene en mirarlos mientras yo preparo algo de comer, descubrirá ciertas afinidades entre sus gustos poéticos y los del capitán de navío De Blacas.

– Por lo menos, le agradezco el ofrecimiento. Empiezo a tener hambre.

– ¿Algo ruso, o simplemente comida de París?

– Algo que justifique un beaujolais.

Yo creo que me demoré en la cocina poco más de media hora, y ya sacaba los manteles de su cajón, cuando entró ella.

– Déjeme, al menos, que prepare la mesa. ¿Aquí mismo, o también dispone de un rinconcito escogido para comer?

– En todo caso, en ese rinconcito será usted la primera mujer que se siente.

Me había quitado de las manos el mantel y las servilletas. Interpreté su mirada como la elemental interrogación acerca del lugar en que se iba a disponer la mesa, pero, al mismo tiempo, dijo:

– Quizá debiera usted reservarla para Eva Gradner.

Me eché a reír.

– ¿Sabe que, en estos momentos, está llegando al aeródromo de Orly y que viaja con el nombre de Mary Quart, enfermera? No creo que tarde muchas horas en buscarme. Al parecer, soy su primera meta.

– También la última, ¿no?

– Sí, pero eso no lo sabe ella.

Salió de la cocina, volvió a entrar, dispuso una mesa primorosa, y poco después le ofrecía una comida bastante razonable y, sobre todo, justificativa del beaujolais, como había deseado. No hablamos en serio hasta el momento del café.

Ella se había hundido, y en silencio, en un butacón que le venía grande. Ni siquiera para pedirme otra taza de café había hablado. De pronto, dijo:

Fue muy oportuno, y tengo que agradecérselo, que, al telefonearme, no me haya tuteado, como anoche, y que, hasta ahora mismo, haya mantenido cierta distancia…

– Ya le advertí ayer de que, posiblemente, mi nueva personalidad, mi mero aspecto, le serían desagradables.

Ella se incorporó en el sillón y dejó la taza en la mesita.

– Yo no diría tanto. Ahora me resulta usted un francés de clase privilegiada, cortés, probablemente buen compañero. Sin embargo, determinadas formas de intimidad quedan excluidas de nuestras relaciones inmediatas.

– ¿Se fía, al menos, de mí?

– Lo vengo haciendo desde hace un par de horas.

– Entonces, me permito aconsejarle que, de momento y hasta que yo lo considere oportuno, permanezca en esta casa, no digo que sin salir de ella, porque en este barrio no es de esperar que haya robots sensibles a su perfume, pero, al menos, sin alejarse mucho y, sobre todo, sin tardar. Quedaría, sin embargo, más tranquilo si me prometiese que no saldrá de casa sin saberlo yo. No pienso cerrarla, por supuesto, y antes de dejarla sola le revelaré todos los secretos de este refugio, que es tan inexpugnable como el bunker del Cuartel General, aunque menos aparatoso. Aún no le dije que la orden de su vigilancia vino directamente de Washington: esto quiere decir que acaso sea usted uno de los objetivos de Eva Gradner. Ignoro las razones y no pretendo que usted me las aclare, pero estoy seguro de que comprende mejor que yo el porqué los de Washington quieren tenerla bajo mano.

– Sí -dijo ella-; la causa es el teniente Coleman, de la tercera división, departamento nueve.

La emisora de radio quedaba lo suficientemente cerca como para que ella me pudiese escuchar.

– Averigua qué fue del teniente Coleman, de la tercera división, departamento nueve, del C. G. A. Queda conectado el altavoz. Limítate a dar la señal y emitir la respuesta.

Colgué el micrófono.

– ¿Siente hacia él algún afecto especial? Porque es bastante probable que no vuelva a verlo.

– Es simplemente un muchacho inofensivo, pero los de Washington deberían confiar algo menos en los oficiales aficionados a la literatura: París ejerce todavía sobre ellos la misma fascinación que sobre la Generación perdida. Cosa de las universidades, supongo.

– ¿Le fue muy difícil obtener la confidencia?

– Resultó involuntariamente del recitado de un poema. Por lo demás, su contenido sólo sirvió para ponerme sobre la pista del Plan Estratégico, o ni siquiera eso: sirvió para enterarme de su existencia. Lo demás me llegó a través de la Embajada.

El mínimo altavoz de la emisora envió al rincón donde tomábamos café unos ruidos de advertencia; después dijo:

– Fue inesperadamente devuelto a los Estados Unidos en un avión militar, pero sin grandes precauciones, aunque el hecho de haberlo enviado tan de prisa parezca en sí una precaución.

Irina murmuró:

– ¡Pobre muchacho! No le sucederá nada, ¿verdad?

Me encogí de hombros.

– Todo dependerá, probablemente, de la importancia que él mismo dé a su desliz cuando le tomen declaración. Los hay que cuentan una novela de espionaje totalmente imaginaria, de la cual, claro, son los protagonistas y las víctimas.

– Ese chico carecía del mínimo indispensable de sentido de la realidad para poder fantasear satisfactoriamente.

Me había levantado para apagar la emisora. Al regresar, advertí que el rostro de Irina había cambiado: no una verdadera transmutación, nada de eso, sino un gesto que le desconocía: quizás únicamente consistiese en una especial seriedad, suficiente, sin embargo, para aumentar la distancia, no sólo espiritual, sino física. Probablemente mi sorpresa valió como una interrogación.

– Puede usted sentarse -me dijo-, o permanecer de pie. Pero yo, en ciertas situaciones, estoy de acuerdo con Napoleón: hablar sentados las trivializa.

Le ofrecí un cigarrillo y me arrimé a un mueble próximo que ofrecía un punto de apoyo cómodo.

Anoche -continuó ella-, le pedí que me permitiese participar, junto a usted, en esa previsible guerra sorda, o quizá fría (sonrió) entre ése a quien llamamos los del oficio Maestro de las huellas que se pierden en la niebla, y cierto monstruo americano que, a estas horas, tiene que estar ya en suelo francés. Lo deseaba, en aquel momento, vehementemente. Y no me arrepentí durante toda la noche, ni tampoco esta mañana, cuando le dije adiós a Yuri, y acudí a nuestra cita en el café, convencida de que íbamos a emprender juntos una operación absolutamente inimaginable, al menos para mí, pero siempre fascinante. Mi propósito empezó a tambalearse en el momento justo en que usted me dijo quién era. Y fue precisamente entonces cuando me pregunté por la relación entre el hombre que conducía a mi lado el pequeño «Volkswagen» y ése con el que había compartido unas horas que no me atrevo a recordar.

– Yuri Etvuchenko -la interrumpí.

– Sí y no, pero finalmente no. En la palabra de Yuri, esta mañana, no temblaban la fantasía y el misterio. Era otra vez el querido, el buen Yuri, cuyo cuerpo alguien había usurpado.

– No -me apresuré a interrumpirla-; no quiero que entienda mal lo que ayer le expliqué sin la claridad suficiente; en todo caso, sin la claridad necesaria. No se trata de un caso excepcional de transmigración voluntaria, mi alma en el cuerpo de Yuri, o en el de cualquiera, nada de eso, pues lo más probable es que la naturaleza de las almas y su relación con los cuerpos les impida emigrar. Yo hablé de metamorfosis. Yo no le robé el cuerpo a Yuri, ni tampoco al capitán de navío De Blacas, sino sólo la forma. La materia de este cuerpo que ve, que le habla, es la mía. Eso inexplicable que ayer intenté aclararle, y que, por lo que veo, no la ha librado de la confusión, consiste ni más ni menos que en mi capacidad para robarle, ésta es la palabra justa, la forma a lo que no soy yo mismo. En modo alguno fue Yuri el que pasó junto a usted esas horas que no quiere recordar y que yo no he olvidado, sino yo. Lo de Yuri era mera apariencia.

– Y ese cuerpo de usted, ¿no tiene forma? Bueno, supongo que será el modo correcto de preguntarlo.

– La tuvo, una vez la perdí, no me considero capaz de recobrarla. Dejaré un día de éstos de ser De Blacas, no puedo predecirle quién voy a ser, y así una vez y otra… según las necesidades del Servicio o según mi propia necesidad.

– El cuerpo que una mujer abraza, la boca que una mujer besa, son formas de un cuerpo, pero, ¿cómo podría yo besar lo inmutable besando bocas cambiantes? Ahora mismo no me siento capaz de besarle, ni aún como acto de servicio.

– Ya lo sé.

Vertí coñac en las copas vacías, le ofrecí la suya.

– ¿Quiere, al menos, brindar conmigo por ese pasado efímero, con la esperanza de un futuro que dure un poquito más?

Pareció renacerle la sonrisa.

– Sí. Eso, sí. Aunque a nosotros, quiero decir a los Agentes, no nos sea conveniente pensar en el futuro.

3

Rompió el sopor de un descanso convenido el teléfono secreto: unos zumbidos que semejaban los ayes angustiosos de un barco que se hunde. Irina había escuchado mis instrucciones, y ahora recorría la casa y se familiarizaba con sus rincones. Acudió en seguida, algo de alarma en la mirada. Al verme con el teléfono en la mano, se tranquilizó. Le hice señal de que esperase. Me hablaba X9 desde mi propio despacho. Se había instalado en él, según sus irrespetuosas palabras, «una tía estupenda, pero antipática, llegada de Nueva York con plenitud de poderes», y exigía entrevistarse conmigo inmediatamente.

– Bueno. Pues dile que ya voy, y si quieres vivir tranquilo, piensa que es una mujer antipática y no una tía estupenda.

– ¿Cree usted, señor, que habrá entendido lo que dije?

– No estoy seguro de que domine el francés hasta ese extremo, pero lo de antipática sí lo habrá entendido.

– Tiene razón, señor: empiezo a notarlo.

Colgamos. Irina se había sentado y me miraba como quien espera los últimos consejos, quizá los últimos ruegos. Le dije que, si tenía que salir, parase el reloj de la chimenea en la hora exacta de su salida; pero que, si lo hacía para no volver, en el caso de que su decisión cambiase, que me dejase en el mismo lugar, como recuerdo, aquella sortija que eran dos manos enlazadas y que había advertido en su anular derecho. Podía, a cambio, llevar lo que quisiera.

– Una sortija antigua, la heredé de mi madre. Tiene para mí un inmenso valor sentimental.

Le di a entender con el gesto, con el ademán, que deploraba aquella negativa.

– Sin embargo -continuó ella-, si decidiera marcharme, la dejaría ahí, donde usted desea.

– Si, cuando yo regrese, usted no está, y ninguna de esas señales me advierte de su intención, pensaré que la han robado, cosa teóricamente imposible, porque nadie sabe que existe este refugio, y nadie podrá entrar en él sin las previas informaciones que usted conoce. Claro que usted puede telefonear a Iussupov, decirle que está aquí y que venga, pero, lo mismo que anoche le devolví el puñal, le dejo ahora la llave con la esperanza de hallarla cuando vuelva.

– ¿Pronto? -me preguntó.

– A una hora imprevisible. En cualquier caso, la tendré advertida de cualquier novedad. La clave para entendernos es ésta: seven. Si sonara ese teléfono angustioso, diga lo mismo, escuche, aprenda de memoria lo que digan, o procure recordarlo de la manera más aproximada posible. Ahora, me marcho.

Me tendió la mano y me deseó suerte.


¿Se me creería si dijera que Eva Gradner había engordado un poco? Fue lo que me pareció a primera vista, lo que casi comprobé y de lo que casi me convencí durante el tiempo de nuestra conversación; y lo que me obligó a enviar, desde mi corazón, mis más entusiastas felicitaciones a los sabios que la habían construido. ¡Aquel robot casi sobrenatural, o, por lo menos, sobrehumano, ganaba y perdía peso! La habían construido algo escurrida de pecho, y ahora, en el suéter, le soplaban por dentro vientos gemelos y turbadores. Comprendí lo de «tía estupenda».

No se levantó ni me tendió la mano. Se había instalado en mi propia mesa, y, al entrar yo, hablaba por uno de los diez o doce teléfonos secretos, el de línea directa, precisamente, con el Centro de Decisiones Primarias, cuya existencia, cuya situación conocen, a lo sumo, cinco personas en el mundo: un robot privilegiado, pelirrojo y de nariz respingona, hablaba con toda seriedad, en un idioma cifrado cuya clave yo ignoraba, con alguna persona en cuyas manos pudiera estar el fin del mundo. La saludé desde lejos, encendí un cigarrillo y esperé. No se demoró hasta los límites de la descortesía, ésta es la verdad, pero no creo que se debiera a su buena educación, sino a que la charla cifrada había terminado. Colgó, me miró.

– Acérquese.

Lo hice hasta el borde mismo de mi mesa.

– Llámeme Mary Quart.

– Es un nombre precioso, bastante más que el de Eva Gradner. La felicito.

– ¿Por qué me dice eso?

– Es una conclusión de carácter estético, si bien ligeramente emocional, cuya expresión en voz alta autorizan las leyes francesas y también la mayor parte de las que no lo son. En consecuencia, vuelvo a felicitarla.

Algo así como una parálisis repentina, como una estupefacción, la dejó en silencio y quieta. Supuse que, en su intrincado interior, selva quizá de transistores mínimos y endiabladas conexiones, laberinto por fin incalculable de circuitos impresos, iba a producirse un colapso, pero inmediatamente reaccionó.

– Vengo bien pertrechada de advertencias contra la frivolidad y la irracionalidad de los franceses.

– ¡Oh, no se preocupe! La corrección de mis razonamientos queda convenientemente garantizada por Descartes.

– ¿Quién es?

– Una especie de matemático que pensaba, o un pensador aficionado a sacar cuentas, y, sobre todo, conclusiones inesperadas de las cuentas mismas. Conclusiones abstractas, por supuesto.

– Yo quiero hablar con el capitán de navío Gastón De Blacas. ¿Es usted?

– Según la documentación que obra en el Ministerio de Marina, sí; también lo soy según el registro civil, según las genealogías oficiales de la nobleza francesa y según los archivos del Jockey Club; pero, íntimamente, lo que se dice íntimamente, no estoy muy convencido. ¿Quién puede decir: soy éste? ¿Es usted Mary Quart o Eva Gradner? Yahvé se atrevió a afirmar: Yo soy el que soy, pero yo no lo osaría. ¡Hay demasiadas turbiedades, demasiados individuos en el fondo de mi espíritu para que pueda decir con mediana convicción soy éste o soy el otro, cuando lo aconsejable sería conjeturar que acaso sea los dos! Lo único que puedo responder es que, en este momento, parezco el capitán de navío De Blacas y me porto como tal; pero ¿y mañana?

¡Dios mío, nunca había dicho a nadie una verdad mayor, y nunca la verdad había sido peor entendida, a juzgar por los parpadeos de Eva Gradner en su interpretación de Mary Quart! Me senté. Quizá fuera esto lo único que entendió, lo único que respondió a sus expectativas.

– ¿Qué sabe usted del Plan Estratégico robado?

– Nada.

Señaló una especie de «dossier» que tenía junto a sí.

– Según mis papeles, todo menos el nombre del autor.

– No hay que fiarse de papeles, ¿no se lo han dicho aún? En los papeles se escribe lo que se quiere, y, además, hay demasiados en circulación para poder leerlos todos.

– Yo tampoco me fío de papeles, sino de deducciones sobre datos fidedignos. Cuatro horas de deducciones, lo que se tarda en llegar volando desde Nueva York a París, me han permitido alcanzar la conclusión de que no hay uno, sino dos responsables: el General en jefe, Mr. Perkins, hoy dimitido…

La interrumpí.

– Y yo mismo, ¿verdad?

– ¿Quién se lo ha dicho?

Me levanté, busqué en mi archivo dos sobres de considerable grosor y se los puse encima de la mesa, al lado de su «dossier».

– Confío en que los datos ahí contenidos coincidan con los que le permitieron concluir que el General Perkins y yo somos traidores. Examínelos, si quiere. Podrá entonces comprender que, unas horas antes que usted, yo había llegado a conclusiones semejantes, tan racionales como insostenibles. El general Perkins, más emocional que yo, dueño de esos informes, hubiera tenido tiempo de escapar, o quizá de suicidarse. Yo, sin embargo, estoy aquí.

– ¿Por qué, entonces…?

– Porque todos estos datos son falsos. Fueron inventados, preparados y facilitados a nuestro Servicio por el verdadero autor del robo, ése al que, por llamar de alguna manera, llamamos los profesionales el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla.

Eva Gradner, conocida como Mary Quart en aquella ocasión, se echó a reír. ¿Por qué me habré empeñado en descubrir, en el fondo de aquella catarata de música, el mecanismo de un organillo? ¿Quizá porque lo había? Cogió del suelo una gruesa cartera que yo no había visto aún, y tomó de su interior otro fajo de papeles.

– Aquí figura todo lo que se sabe de ese imaginario personaje, sacado probablemente de una novela. El análisis racional de ese montón de informes, llevado a cabo con rigor y objetividad por nuestros medios científicos de investigación y de raciocinio, nos han conducido al convencimiento de que cada uno de los diez asuntos en que intervino el citado Maestro, tiene un nombre. Los puede usted ver en este papel escrito.

Me pasó una hoja: en ella, por orden cronológico, venían sintetizadas las fechas y las biografías profesionales de las diez personas o personalidades de que yo me había valido para las diez proezas de espionaje a las que debía mi reputación y mi leyenda. Esos nombres no habían figurado jamás entre los informes que yo mismo había preparado como base de la batalla prevista entre Eva Gradner y yo: tenía que reconocer, y un escalofrío inesperado no me dejó engañarme a mí mismo, que ella los había averiguado. Eva Gradner podía apuntarse la primera diana, aunque fuese, al mismo tiempo, incapaz de comprender su alcance emocional, menos aún de compartirlo. Eso, al menos, pensé en aquel momento, pero no descarté la posibilidad de equivocarme. Le devolví la hoja y, durante el tiempo mínimo que tardó mi mano en recorrer un espacio minúsculo del aire, tuve que decidirme entre permitir que me buscara a través de diez personas o que persiguiera a una sola.

– Esos diez hombres se resumen en uno.

Tengo la comprobación de que fueron, de que acaso sigan siendo, personas diferentes. Tres de ellas, rusas. La ambigüedad de los hechos que llevaron a cabo nos permite deducir que todas ellas trabajan al servicio del Pacto de Varsovia.

– El asunto de los submarinos nucleares favoreció más bien a la NATO; la favoreció de una manera indudable y le proporcionó la superioridad que aún conserva.

– Conviene desconfiar hasta de lo que nos favorece -dijo, y recordé que algo semejante había insinuado, o sugerido, o quizás expresado, no lo recuerdo ahora bien, Irina, la noche antes, en la Embajada.

– ¡Oh, señorita Quart, eso me parece un tópico indigno de una persona como usted!

– ¿Cómo dice?

– Que es una vulgaridad.

Repitió por lo bajo: «Una vulgaridad, una vulgaridad…» Me dio la impresión de que aquella palabra no pertenecía al vocabulario que sus constructores habían considerado indispensable o suficiente.

– ¿Una vulgaridad?

»He conocido -continué-, más o menos de cerca, como amigos o enemigos, a esas diez personas. Aparentemente, son irreductibles a una sola: los hay rubios o morenos, los hay altos y bajos, hay incluso un chepudo y un cojitranco. Pero una cosa les era común.

Mary Quart me escuchaba, me miraba con grandes ojos claros e inmóviles. Su mano derecha jugaba con un lápiz. Esperé a que me preguntase: «¿Cuál?» Pero no lo hizo. Yo agregué, pues:

– Todos eran endemoniadamente inteligentes, de una inteligencia que no puede repetirse tantas veces. La Naturaleza es muy ahorradora.

Dejó caer el lápiz y se le movieron los ojos.

– ¿Por qué dice endemoniadamente? ¿No le parece que esa palabra enturbia el contexto? No pertenece al orden de lo que estamos tratando. Más aún, ¿por qué menciona a la Naturaleza? No existe más que como abstracción.

– Endemoniadamente, señorita, quiere dar a entender que se trata de una inteligencia inexplicable.

– Ninguna inteligencia es inexplicable. Tampoco lo son esas diez proezas que usted atribuye a un fantasma: las he estudiado cuidadosamente, sin otros instrumentos que la razón, y desde un punto de partida indiscutible, puedo llegar a conclusiones irrefutables. Fueron el mismo camino y el mismo procedimiento que me permiten afirmar que el hecho de que el general Perkins haya pedido la dimisión y de que usted no haya huido, no constituyen razones suficientes para que yo deje de pensar que son ustedes responsables.

Yo espiaba los matices de su voz, en busca de una resonancia metálica que no llegó. Tampoco su piel, tampoco sus ademanes ágiles acusaban la menor señal de desgaste o de cansancio, ése del que no se libran, tarde o temprano, ni los más ilustres motores. Y su sintaxis quedaba aún lejos de la regularidad inflexible de los otros robots, del propio James Bond en sus mejores tiempos: ¡cortejaba a las mujeres con las mismas palabras, como un donjuán de barrio! Era casi perfecta, aquella Eva Gradner que me hablaba como una tal Mary Quart: la había enredado, eso sí, con ciertas pequeñas travesuras meramente verbales, como habría caído una mujer de verdad. Le repliqué:

– ¿Autores materiales del robo, por ejemplo? ¿Traidores al servicio del Pacto de Varsovia?

– Eso lo decidiremos de un careo entre el General y usted. Mañana por la mañana, delante del Consejo. Yo dirigiré el interrogatorio.

– Y, hasta entonces, ¿cuál será mi situación?

Mary Quart (Eva Gradner) sacó de su cartera un papel de apariencia respetable y me lo entregó: en él se ordenaba al capitán de navío De Blacas que se constituyera en arresto a partir de aquel momento y en su propio despacho; se le autorizaba a usar el dormitorio y los servicios anejos, y a pedir cena y bebidas al bar. Mientras recogía sus cosas, Mary Quart me previno:

– Delante de cada puerta está ya un centinela armado, con órdenes severas.

Se encaminó lentamente a la salida: caminaba con buen aire, pero en exceso eficiente: algo de su poder la aislaba como una cápsula no sé si transparente o invisible. Al abrirse la puerta, vi, de espaldas y en posición reglamentaria, a un soldado con metralleta. Por un momento, el cuerpo de Eva Gradner se interpuso: fue cuando la llamé, con voz un poco tierna, la voz de un experimento de dudoso resultado.

– Eva, Eva Gradner.

Se detuvo, medio se volvió.

– Escúcheme -supliqué-; ¿le dije que está muy hermosa? -Cerró la puerta y algo así como una sonrisa amaneció en sus labios-. Me gustaría contemplarla un poco más, precisamente como ahora, sonriendo. -Se volvió por completo y rió francamente-. ¿Puedo acercarme a usted?

Fue ella quien lo hizo. Al parecer, yo había acertado con el estímulo, había puesto en funcionamiento uno de sus sistemas de respuesta, cuyo desarrollo, cuyo final, sin embargo, desconocía, aunque pudiera presentirlo.

– ¿Tiene algo que revelarme? -me preguntó mientras dejaba en una silla su importante cartera y su chaquetilla de lana.

Quedó en suéter, agresivamente erótica: alguno de los mecanismos que yo le atribuía le había puesto en punta los pezones al tiempo que trasmudaba en cadencia sensual la eficiencia burocrática de sus movimientos. Recordé al gobernante asiático víctima de su fascinación, y llegué a concluir, en aquellos instantes, que quien ignorase su verdadera condición, podía muy bien dejarse envolver por una especie de invisibles tentáculos emanantes de su cuerpo, la misma trampa de la araña que quiere cazar la mosca; pero también que quien, como yo, no ignoraba del todo su compleja contextura interior, bien pudiera cerrar los ojos y aprovechar la ocasión, única para cierta clase de exquisitos, si bien con precauciones, ya que, en todo caso previsible, la araña acabaría por hincar el diente en el cuerpo inmóvil de su presa. Pensé intensamente en Irina, sola en aquel momento, quizás inquieta, antes de responder a Eva:

– Si aceptase tomar el té conmigo, podríamos hablar de otra manera que como acabamos de hacerlo.

– ¿Tiene revelaciones importantes cuya transmisión exija un cambio en la naturaleza de nuestras relaciones actuales? -insistió, aunque con voz ya distinta: dulce y un poco temblorosa, pero aún profesional.

– Posiblemente sí.

– Hágamelas, y sabré después complacerle.

Sonreí.

– Ese después va a quedar un poco lejos. ¿Puedo pedir el té? ¿Lo prefiere de alguna clase especial? ¿Con tarta, con sandwichs, sólo con pan tostado? Dígame cuál es su gusto, su costumbre.

Rápidamente me contestó que tomaría lo mismo que yo tomase.

– Tiene que permitirme telefonear a la cafetería.

– Hágalo.

En principio, todo aquello constituía un sistema de dilaciones cuyas etapas podían preverse, pero no sus porqués o paraqués. Si, remotamente, me proponía iniciar un juego, que no lo sé, ignoraba en qué iba a consistir y cuáles iban a ser sus trámites. Mientras telefoneaba y pedía un té con acompañamiento complicado, entreví la necesidad de evadirme del arresto que Miss Gradner acababa de imponerme; pero sólo cuando ya habíamos empezado a merendar, sólo cuando yo había intercalado en una conversación gárrula unas cuantas insinuaciones posiblemente amorosas, o quizá pornográficas, recibidas por ella con toda naturalidad, algo semejante a un proyecto apareció, con sus líneas generales, en el trasfondo de mi conciencia. Un párrafo bastante largo, en el que comparaba la dulzura de la mermelada con lo que podía esperarse de un cuerpo tan cargado de promesas como el de Miss Gradner, permitió al proyecto afirmarse, a sus líneas (en un principio desvaídas) hacerse más visibles, y, a su conjunto, más convincente. Aquella repulsiva comparación de dulzuras no pareció disgustar a Miss Gradner: entraba, seguramente, en lo acostumbrado y lo previsto, y la respuesta fue la de pasar las manos por los pechos de abajo arriba, como dotando de su máximo relieve a aquella competición de mundos truncados; pero, cuando, inmediatamente, de sopetón, le recité el madrigal de Ben Johnson:


Drink to me only with thin eyes,


Se echó a reír y me reprochó el disparate de pensar que pudiera beber algo con los ojos.

– ¿Tiene usted autoridad -le dije de repente-, para sacarme de aquí y acompañarme, con las precauciones que quiera, a un lugar donde le mostraré algo importante?

– Tengo toda la autoridad necesaria, pero antes necesito saber qué se propone.

– ¿Desconfía de mí?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Me ha prometido ciertas revelaciones y me ha cortejado, aunque no con la pasión esperable. Sobre todo, ciertas palabras desentonaron del conjunto. Entendí que las revelaciones serían el resultado del cortejo llevado hasta sus últimas consecuencias: es lo acostumbrado y lo lógico; o bien que yo pusiera, como condición previa para irnos a la cama, que usted me revelase lo que sabe. Ahora bien: de repente, usted interrumpe el cortejo y me hace una proposición sin condiciones. ¿Debo interpretarlo como desprecio o como pago de su posible libertad?

– Me permito insinuarle que nada de lo que viene sucediendo desde hace un par de horas es acostumbrado. ¿Cómo no se ha dado cuenta antes?

– Justamente por eso es por lo que desconfío de usted.

– ¿No será porque no me entiende?

Miss Gradner, que se había sentado y continuaba acariciándose los pechos, quizá maquinalmente ya, se levantó ofendida:

– Señor De Blacas, yo lo entiendo todo, y por eso estoy aquí. Pero usted pretende engañarme.

Me levanté también.

– Lo único que pretendo, Miss Gradner, es traer a su presencia al Maestro de las huellas que se pierden en la niebla, pero eso sólo lo puedo hacer de una manera digamos bifurcante, o, si lo prefiere, bífida. Por eso piensa que la engaño.

Eva Gradner cambió de pronto de expresión.

– Señor De Blacas, usted y yo, ¿no nos habíamos visto antes? Exactamente un día de primavera, el seis de abril hará dos años. Usted me hablaba al oído…

Загрузка...