CAPÍTULO IV

1

Tenía ante mí una lista de tres nombres, a la que había llegado, partiendo de la treintena inicial, tras sucesivas eliminaciones aligeradas al aplicarle un corto número de criterios, inicialmente sencillos, cuya acumulación, sin embargo, bien pudiera haber resultado demasiado compleja. Contaba, en primer lugar, la facha, y fue ésta la que me sirvió para redondear el primer acopio, el de los treinta. Era evidente que a Irina le gustaban los hombres atractivos, ya por un físico espléndido, como el de Etvuchenko, ya distinguido, como el de De Blacas. Pero si, comparando sucesivamente con el uno y con el otro los treinta candidatos, se me quedó la lista reducida en doce, a la totalidad de los elegidos la tuve en consideración cuando lo que comparé fueron las cualidades morales, y aquí quedó de manifiesto la complejidad subyacente, porque nada había más opuesto a la ingenuidad encantadora de Yuri que la encantadora sabiduría de De Blacas: uno iba, otro venía, y lo único común a entrambos era el encanto. De haberme guiado sólo por esa cualidad, no hubiera eliminado en la segunda ronda a Erik Gustavson, nombre de saga antigua que tenía, yo le llamaba Erik el Rojo; fue uno de los hombres que más me hubiera gustado ser, pero tenía el defecto de sentirse comunicativamente vanidoso en el transcurso de ciertas intimidades, y es probable que eso hubiera obligado a Irina a rechazarlo. Estoy hablando como si de verdad fuese él el destinado a Irina, y no yo en su lugar: esa clase de confusiones puede evitarse con vigilancia y ascesis, pero también a mí me agrada abandonar alguna vez la guardia y dejarme correr con todo lo que corre en libertad, y, sobre todo, ignorando que corre.

De aquellos tres candidatos que me quedaban, uno, Blaise Sanders, era inglés, jugador de «criquet»: tenía un mediano pasar y un cottage en algún lugar de los Siete Reinos. Desde la fronda de sus robles, me había contado, Robin Hood acostumbraba a vigilar al enemigo, raza esta última a la que, sin embargo, Blaise pertenecía sin haber entrado en conflicto con su roble, y de tal modo consciente y satisfactorio, que mantenía relaciones de parentesco, cultivado durante siglos, con algunos normandos de la costa de enfrente, y, por propia decisión, en vez de estudiar en Oxford, lo había hecho en la Sorbona. El cottage de Blaise Sanders era un lugar excepcionalmente discreto para esconder a Irina, caso de que yo lograse arrebatársela al engranaje implacable y, sobre todo, inhumano del Servicio. A Sanders correspondía el treinta y tres por ciento de mis preferencias: ignoraba el dolor, incluso el de la derrota en el deporte.

Ernst von Bülov reclamaba con toda justicia otro treinta y tres con treinta y tres. Tenía tan buena facha como Sanders, pero de estilo opuesto: donde aquél excedía un pelín de la disciplinada flexibilidad deportiva, Bülov excedía idéntico pelín de la disciplinada rigidez castrense. Había sido militar muy joven; había conocido el campo de concentración, la enfermedad y ese desamparo del vencido a quien la guerra ha dejado sin nadie y sin nada, así, radicalmente. Sin embargo, andaba por el mundo desprovisto de rencor, había rehecho su vida, se había dedicado a la Historia, tenía algunos folletos publicados y, a mi juicio, entendía como nadie lo que pasa en el mundo. Si yo me apropiaba de todas aquellas cualidades, saberes y propósitos, a costa de dejarlo arrumbado para siempre en un rincón del bosque, si sabía mantener como cualidad dominante la absoluta naturalidad de Von Bülov, sin duda que a Irina y a mí nos esperaba una vida sencilla de profesor de provincias que pretende mantener oculto su valor, pero que tiene a su lado a quien lo estima y lo comprende. Ernst von Bülov era tímido con las mujeres, si bien, en su ánimo, la timidez quedase superada por su honda experiencia del sufrimiento.

El tercer treinta y tres con treinta y tres había recaído jubilosamente en la persona de Pat D'Omersson, un genio que se ignoraba, porque lo más probable era que, desde el momento en que pudo pensar, lo hizo por y para los otros, y quizás, a las alturas de mi relato, no hubiera descubierto aún que se podía también pensar en uno mismo. Pat había hecho una revolución, había liberado un país, lo había organizado, y el país se lo había agradecido con el destierro a regañadientes, cuando lo que les hubiera gustado a los últimos triunfadores (que en este momento ya no lo son), cuando lo que se proponían, era mantenerlo indefinidamente, ya que infinitamente no les era dado, en prisión, acaso en una jaula, para mayor inri, y lo hubiesen hecho, sin las protestas firmadas de media Humanidad. Durante su encierro, Pat había compuesto los «Cantos de un prisionero», y ahora, de vez en cuando, las revistas político-literarias publican algún que otro «Canto del destierro». Pat liberó a su país con entera independencia de lo que acerca de eso pensasen los del Este y los del Oeste, casi diría que con indiferencia, y eso siempre se paga: como los que lo encadenaron se apoyaban ya en una potencia del Oeste, insensiblemente Pat se vio empujado hacia el Este, en lo que yo veía precisamente una dificultad para entrar en el corazón de Irina, que era rusa y patriota, pero no comunista; que ahora estaba seguramente intentando ayudar a la señora Fletcher a reunirse con su marido, no a pasar al Este contrabando estratégico. Se me olvidó decir que Pat era ligeramente moreno, y que se le suponía nacido en Martinica. En todo caso, era también de cultura francesa. Su experiencia del dolor superaba a la de cualquiera, pero no se había dado cuenta, en el sentido de que el dolor no había dejado huella en su alma: ¡así era de puro!

He aquí mi situación sentimental formulada en números:


Blaise Sanders…… 33,33

Ernst von Bülov… 33,33

Pat D'Omersson… 33,33

____________________


99,99


Aquella brizna de parcialidad, aquel 0,01 del que yo podía disponer libremente, o al menos eso debería ser, iba a decidir mi Destino, probablemente el de Irina, y quizás el de Eva Gredner, que hallaría mi rastro entre millones de rastros, podenco artificial y demoníaco, y me descubriría allí donde fuese a esconderme. Obsérvese, sin embargo, la inutilidad de las soluciones matemáticas, y, en general, racionales: todo depende, como al principio, de una corazonada o de un capricho, cuando no de un azar. Mi deseo de jugar, en aquel momento, había mermado considerablemente. La carta de Irina había operado dentro de mí algo semejante a una transformación, y no me atrevo a decir que una metamorfosis porque ésta es la palabra que vengo utilizando para indicar mis cambios de residencia. Con la brizna en la mano, lanzándola al futuro como se lanza al aire un yo-yo, y recogiéndolo luego, estuve a punto de arrojársela a Pat, y casi lo había acordado ya después de releer uno de esos poemas en que el amor a los hombres se transfigura en ritmo antillano donde todo resuena y baila, huracán, palmeras y maracas. Pero me estremecí al pensar que yo proyectaba firmemente, para Irina y para mí, un destino estrictamente privado en el caso de que lográsemos salir indemnes de la aventura, lo cual llevaba consigo la desaparición inexorable de Pat del mundo en que era feliz, aquél en que se pelea por la libertad de los hombres, aunque sea sin esperanza. ¡Y yo, que ya me había imaginado provisto de sus grandes ojos oscuros, de su voz cadenciosa, del tacto como de gato, como de tigre, de su piel! Por otra parte, aunque su presencia hubiera sido bien vista en Berlín Este, no así en el Oeste, ni siquiera con el pretexto o la justificación de escuchar a Von Karajan. «¿Lo ha oído ya? ¡Pues márchese!» Este posible exabrupto policiaco podía recibirlo uno de los más grandes poetas del mundo libre, un hombre que, hasta ahora, no se había replegado jamás sobre sí mismo: la operación precisamente cuyo comienzo le reservaba a Irina.

Un razonamiento parecido me obligó a recoger en el aire la brizna de destino cuando ya la había adjudicado al nombre de Sanders: teníamos que esconder a Irina, y eso no nos permitiría seguir jugando al criquet. Ignoro la fuerza que sobre mi voluntad podrían hacer los hábitos y las aspiraciones deportivas de Sanders, pero fácilmente imaginaba lo que harían los periódicos, los aficionados y los clubs. Llegué, en el mismo momento, a la conclusión de que la única persona cuyo destino aparente no se vería alterado por mi intervención y mis proyectos era Von Bülov, ya que nada procedente de Irina, menos aún su compañía, le impediría enseñar Historia e ir aclarando algunas confusiones universales con la publicación de breves folletos periódicos, que casi no se leían más que en los Estados Mayores, en los Ministerios de Asuntos Exteriores y en la Bolsa de Londres. A las Universidades no habían llegado todavía, pero no porque esas gloriosas instituciones careciesen de curiosidad, sino porque a Von Bülov se le había olvidado enviarles alguno de sus cuadernos (brochures, solía llamarles De Blacas), y su modestia le impedía recordar siquiera que si Einstein había revolucionado la Física con apenas una página, él podía revolucionar la Historia con unas pocas más. La brizna del Destino, el 0,01 estaba ante mí como una bolita de marfil que pudiera empujar con el dedo, o, mejor, como una bola de golf a la que basta ya una ligera caricia del stick para hundirse en el hoyo. Se la hice. Entonces, cogí el teléfono para encargar un pasaje para Berlín Oeste. No a nombre de Maxwell, por supuesto: Maxwell estaría siendo buscado por todos los lugares de París, exceptuando quizás el barrio en que yo me refugiaba. Hice, primera vez en mi vida, una pequeña trampa: utilicé los recursos del C. G. para que el pasaje lo reservaran a un número y a una clave. Todo fue bien. Ahora me faltaba metamorfosearme en mi portero, único modo de salir de París sin ser inmediatamente detenido. Mi portero había combatido con Leclerc y solía llevar en la solapa una medalla muy ostentosa. No tuve más remedio que aceptarlo. «¿Quiere subir a mi departamento, Paul?»

2

No dejó de divertirme su intimidad, golfo parisino ya en situación de reserva, más memoria que acción, pero mi atención a sus recuerdos y deseos fue meramente informativa y por razones de seguridad. Aunque, desde un principio, acepté como indispensable (era casi su seña de identidad) la condecoración en la solapa, prescindí con la más absoluta falta de respeto a su modo de vestir e incluso a su modo de moverse, hábitos y movimientos que conculcaban mis convicciones más impepinables y que, en otras circunstancias, hubiera tenido que aceptar, pero no en ésta, cuando pensaba que mi tránsito por la personalidad de Paul sería menos duradero que por otras. Así, me vestí correctamente y me puse una corbata neutra: ¡nada de patriotismo en la corbata! Aunque quizá convenga dejar constancia aquí de que el de Paul se extendía también a los tirantes, a la camiseta y a los calzoncillos, prendas en que se combinaban, con cierta monotonía, los colores nacionales: con ellos quedó, con ellos lo metí en una maleta preparada para estos casos, que facturé con destino a Berlín Oeste: pensaba devolver a Paul sus pertenencias en cuanto me fuera posible, aun a riesgo de recuperar lo de Maxwell. El espejo me convenció de que mi aspecto era bastante aceptable, aquel espejo de mi cuarto de baño, tan superficial, tan sin historia: era un espejo brillante, incompatible con cualquier misterio, incluido el de quien se mira en él. No retenía la imagen, no la profundizaba, no la ponía en relación con imágenes perdidas o vagabundas, sino que casi la arrojaba de su espacio, como si quisiera quedar a solas con su propia vaciedad. Yo lo usaba para ejercicios de ascesis.

Me acerqué a la casa donde Irina había vivido: no esperaba hallarla todavía vigilada, ni por los suyos ni por los míos, pues, tras su marcha, unos y otros se habrían apresurado a registrarla y quizás a despojarla. De todas maneras, me tomé un café en un bar de enfrente, cuyo propietario resultó ser también secuaz de Leclerc, si bien, por fortuna, en brigada distinta de la de Paul. Tuve que escuchar el relato breve de sus hazañas, pero le hago el honor de reconocer que en ningún momento dijo «yo», sino «nosotros». Me limité a citar vagamente la entrada en París, aunque hubiera podido relatarle la campaña entera, no gracias a los recuerdos de Paul, sino a mis propios saberes. En resumen, ¿qué más da? La portera de la casa de Irina carecía, lamentablemente, de recuerdos bélicos, y tuve que abordarla derecho y por las buenas. Me referí, arriesgándome, a ciertas visitas llegadas durante las horas anteriores, e hice recaer sobre aquella gente brusca y bastante ineducada, las más siniestras sospechas por el procedimiento de revelar a Madame Jeanne, ése era su nombre, que se trataba, uno de los grupos, de la KGB, y, el otro, de la CÍA. Como Madame Jeanne era furiosamente chauvinista, denostó de ellos equitativamente, pero no por eso se mostró dispuesta a facilitarme la entrada. Entonces, le supliqué:

– Suba al departamento de la señorita Tchernova; si tiene usted alguna dificultad de visión, lleve las gafas consigo. En el ángulo superior derecho de su dormitorio, verá un puñal clavado, y, de paso, se dará cuenta de que las velas de los iconos se han apagado o quizá consumido. Mi única misión es recobrar el puñal y encender las velas. Ya sé que usted puede hacerlo también, pero la señorita Tchernova me suplicó que lo tomase a mi cargo personalmente. Suba, pues, y compruebe, y si miento, écheme del portal.

Madame Jeanne me miró con desconfianza, pero, de repente, dejó de desconfiar.

– Usted no es su novio, ¿verdad?

– No, señora. No soy más que un mandado.

– ¿Sabe dónde está la señorita?

– En Berlín Occidental.

– ¿Y piensa verla pronto?

– Lo espero, al menos, y hasta podría decirle que ella lo necesita.

Echó a andar hacia la escalera:

– Le daré también la correspondencia que ha llegado estos días.

Arrimado a la puerta de entrada, me entretuve en ver pasar modistillas que salían de un taller vecino: pimpantes, pero un poco apresuradas bajo la lluvia. Entraban casi todas en alguno de los tres bares y restaurantes a la vista. Madame Jeanne no tardó en regresar: traía el puñal bien envuelto, y me lo entregó con un par de revistas literarias y unos sobres que contenían anuncios, de esos que vienen dirigidos «Al ocupante del piso tal de tal casa».

– A esas velas les queda poca vida.

La escuché con un escalofrío inesperado y no reprimido: me había alterado el espíritu aquella frase, se me ocurrió entenderla como una premonición de amenaza a Irina. Saqué dinero del bolsillo, dinero suficiente.

– Le ruego que acepte este anticipo, Madame. Cuídese de comprar las velas necesarias en la sacristía de cualquier iglesia ortodoxa, y de tenerlas siempre encendidas. Se lo ruego de todo corazón: que no se apaguen.

Le di las gracias, y ella me respondió con un beso para la señorita. Si alguna vez tuviera que volver a aquella casa, Madame Jeanne me dejaría entrar y estar en ella. Pero, ¿se acordaría de encender las velas todos los días?

Mi avión tardaría en salir. Preferí, sin embargo, marchar al aeropuerto y almorzar allí. Aproveché la soledad del restaurante (quiero decir la mía) para leer los diarios. Cerca de mí, azafatas en grupo reían y bromeaban: descubrí entre ellas a Solange, llamada también Felicia, y no sé si otras veces Suzy. Era una mujer esbelta, de elevada estatura, muy hermosa. Había trabajado para los japoneses contra los rusos, con los rusos contra los americanos, y ahora parecía servir a una vaga Tercera Fuerza, tras la cual no sabe si se esconde la Primera o la Segunda. De haberme presentado como De Blacas, me hubiera reconocido, pero al ex combatiente Paul ningún Agente se dignaría mirarlo. Fue conmigo en el avión. Tuve ocasión de preguntarle su nombre, y me respondió que Mary; le pedí una coca y me trajo un cubalibre (mientras me lo servía, me costó un gran esfuerzo contener a Paul, cuya mano buscaba unas pantorrillas): también me ofreció una estilográfica a precio de aeropuerto. Volábamos por encima del Rin cuando me preguntó:

– Esa cartera que usted lleva, ¿se la vendió un caballero llamado Franz Kristel?

¡Oh, me había traído conmigo la cartera de mano usada durante la operación de los príncipes laosianos, aquella que tuvo a su cargo, aunque conmigo dentro, el agente bisoño Franz Kristel!

– No, señorita. Alguien me la vendió, pero sospecho que fue robada.

– Pues cámbiele las iniciales, porque esas que lleva pueden atraer mil males sobre usted.

Le di las gracias y empecé a temer que esté haciéndome viejo.

Por fortuna, Miss Mary no me acompañaba cuando mi maleta apareció entre otras y empezó a girar, a girar. Dejé que pasara dos o tres veces por delante de mí. A la cuarta, ya quedaba poca gente: la recogí y marché. Aquella maleta había pertenecido a Arnaldo Pope, el investigador, de origen desconocido, que me había prestado bastante de su ser para rescatar del Kremlin al general Gekas, chipriota.

Había decidido alojarme en la pensión de Frau Ulrika Haeckel, nacida Simmel, quien me había conocido como Arnold Virza, un emigrante de Riga de paso para los Estados Unidos, donde le esperaba una cátedra de lenguas eslavas: fueron aquellos días gratificantes en que el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla utilizó el mismo juego de espejos y de metáforas para humillar a los Unos y a los Otros, y, al mismo tiempo, poner a salvo a Marina Stampa, perseguida por Ambos con idéntica furia: por lo que me fue transferido el odio que Unos y Otros le tenían: pues la traición puede llegar a perdonarse, jamás la burla. No era de creer que los gustos culinarios de Paul coincidiesen con los de Arnold, único modo de que Frau Ulrika pudiese sospechar; pero, en cambio, resultaba bastante probable que el paladar de Paul rechazase las salchichas de Frau Ulrika y la presencia insistente de su marido, Klaus, tan ex combatiente profesional como el propio Paul, tan vociferante patriota como él, pero con la ventaja de que tenía quien le hiciese la comida sin dar gran cosa a cambio. Había, sin embargo, que arriesgarse. La época era de las que los touroperators califican de «baja», de manera que hallé habitación. No la de otros tiempos, sino precisamente la que caía encima, en el piso superior. Un poco más de sol cuando lo hubiese, algún que otro tejado: eso saldría ganando. Pagué anticipada una semana, Frau Ulrika sonrió, Klaus ingresó en caja casi todo el dinero, y a Gerda, la criada para todo, no la dejó descontenta mi propina: excesiva, según la mirada de Klaus, y tal vez prematura; pero, ¿cómo hubiera podido sustraerme, si Gerda estaba presente cuando entregué el dinero y su mirada iba insistentemente de mis ojos a los reichmarks? Este anticipo me permitió cogerla aparte y rogarle que cuidase de que a mi habitación no llegase jamás el olor a coles cocidas, y que, si alguna vez entraba por alguna rendija, que la ventilase bien. Después me fui a comer a un restaurante francés, no fuera el diablo que Paul se me recrestase ante las patatas con perejil. Hallé un vino de su gusto, y, mientras lo bebía, me permitió abstraerme y pensar cuándo y por dónde empezaría mi búsqueda de Irina: si antes que nada, o tras haber despojado al profesor Von Bülov de su nombre y de su misma persona. Mi único dato seguro era la dirección de la señora Fletcher, un número bajo de la Grossalmiralprinz Frederikstrasse. Llegué hasta allí, caminando bajo la lluvia menuda que a veces se embarullaba en la niebla emergente del canal, con colores tan hermosos que me obligaba a detenerme y aspirarla hasta lo hondo, si bien Paul lo protestase con todas las toses posibles. La casa donde vivía la señora Fletcher era un edificio de dos plantas y probablemente sótano, de piedra gris y grandes vidrieras pintadas de blanco; databa seguramente del tiempo de Guillermo I, pero sin duda había sido reconstruido después de las últimas destrucciones. Un mero paso delante de la casa, el ala del sombrero caída, las solapas del abrigo alzadas, me permitió descubrir al menos tres vigilantes, sin poder, de momento, averiguar, no quiénes eran, sino a qué bando pertenecía cada cuál. Uno de ellos me pareció inglés. Pero en la parte de Hamburgo hay muchos alemanes de facha anglosajona; el moreno, con aire de italiano, podía lo mismo pertenecer a un bando que a otro; al tercero no le vi la cara porque la escondió a mi paso. ¿Quién o quiénes de ellos aguantarían la lluvia, sorberían la niebla para proteger a Irina, quién o quiénes para vigilarla? No había en los contornos un solo bar, una sola tienda de delikatessen en que guarecerme y desde la que observar. Tampoco parecía fácil interrogar a nadie, porque a nadie se veía, más que a los supuestos espías. Pasé de largo. La lluvia me resbalaba por el impermeable, el sombrero empezaba a calárseme. A mi vehemente deseo de hallar a Irina se unía la impaciencia de Paul por meterse en una tasca y tomarse lo más parecido a un pernod que pudiera hallarse, y mi propia satisfacción de sentirme envuelto en la niebla y tentado de fundirme en ella. No lo hice, por supuesto. ¿Para qué volver a explicarme las razones?

3

La primera verdad que me saltó a la conciencia fue la de que mis maravillosas facultades de transformación no me servían de nada, ya que a nadie conocía en cuyo pellejo convenientemente instalado pudiera penetrar en la casa de Grossalmiralprinz-Frederikstrasse; y este conocimiento me situó, en mi propia estimación, muy por debajo de Irina, que, a aquellas horas, con toda seguridad, habría entrado ya en relación con la señora Fletcher, y hasta me atreví a pensar que, en caso de buen tiempo, le sacaría a pasear el niño. Esto lo digo, no por creer que tal fuese mi obligación, sino por dar una idea de la escasa capacidad de maniobra de un Agente extraordinario cuando sus dotes excepcionales son de utilización imposible: pues si bien es cierto que podía mudarme en viento, las ventanas estaban cerradas, y si en la lluvia, ¿quién me garantizaba la existencia de una gotera por la que pudiera entrar? Habida cuenta además de que en seguida secan el agua de las goteras. Aquellos tres sujetos que vigilaban pertenecían a organizaciones definidas de las que recibían instrucciones y ayuda. ¡Ah, si se hallase conmigo, o al menos cerca, mi fiel X9, que no me era fiel a mí, sino al capitán de navío De Blacas, con el que había corrido fortuna por los Siete Mares…! Pero yo, en tanto súbdito francés llamado Paul, por mucho que hubiera colaborado con la Legión Leclerc, carecía de relaciones en Berlín, y no podía acudir a ninguna organización especializada en las que sin embargo, en cuanto agente Maxwell, era de sobra conocido.

No había una segunda o tercera calle a la que abriese la casa alguna puerta secundaria, pero seguramente en algún lugar oscuro de las vecinas ventanas de buhardilla o tragaluz de sótano, se escondían agentes de bandos en aquel caso beligerantes y en todo caso contendientes. Cuando me detuve, en medio de la lluvia delicada y azul, y contemplé alguno de aquellos posibles escondites, pensé que muy probablemente alguien se había fijado ya en mí y se preguntaba por las razones por las que me había detenido en una esquina a encender un cigarrillo. Ningún agente avezado se apoya en una esquina para semejante operación, porque la llama de la cerilla, o del mechero, es el blanco mejor, y si una bala hubiera silbado junto a mis oídos o me hubiera perforado la piel, yo sería el responsable. Bueno. Semejante deducción no pasaba de escapatoria, de máscara verbal para disimular mi incapacidad, aquella convicción de que no podía hacer nada, que era lo que, de momento, me había paralizado en una esquina vulnerable. Más fue el instinto que mi clarividencia lo que me hizo buscar refugio en una sombra, pero sólo para quedar a cubierto de una agresión que bien podía ser meramente imaginaria, producto mental del miedo que no me atrevía a confesarme.

Había un número de teléfono, ¿quién lo duda? Figuraba en mi agenda, con los restantes datos indispensables para situar a la señora Fletcher en algún lugar concreto de Berlín Oeste: un teléfono intervenido al menos por dos potencias, o más exactamente por los Estados Mayores de sus Servicios Secretos, sucursales de Berlín. Pero, se me ocurrió de pronto que, a ese teléfono, en la guía, vendría asociado un nombre, supongo yo, o al menos unas siglas. Detrás de un nombre, hay casi siempre un hombre (la restricción obedece solamente a mi caso); detrás de unas siglas, Dios sabe cuántos, pero, en la mayor parte, alguno. Y lo que yo necesitaba era precisamente eso, un hombre, único cauce para entrar en la casa de Grossalmiralprinz- Frederikstrasse, ya que las puertas, las ventanas, e incluso las alcantarillas me estaban vedadas.

En mi cuartito de la pensión, pedí el volumen correspondiente de la Guía, pedí dos, más bien, el de la calle primero y después, el de los nombres que empezaban por W. En la casa en que vivía la señora Fletcher figuraban dos teléfonos, uno de Wolf y otro de Wagner, ¡vaya nombres singulares! Ninguno de ellos era el que yo tenía de referencia. ¡Pues también es casualidad! Detrás de Wolf había dos iniciales: P. S. Detrás de Wagner, otras dos: G. S. No había adelantado mucho, pero sí algo. En el volumen de profesiones, que requerí al devolver los otros, la cantidad de los Wolf igualaba a la de los Wagner, pero, con bastante paciencia, conseguí llegar, primero, al G. S. de los Wagner, y, después, al P. S. de los Wolf. Había siete G. S. Wagner, y diecinueve P. S. Wolf: entre los primeros figuraba Gunter S. Wagner, profesor de Física; entre los segundos, Peter S. Wolf, profesor de Física. Y ambos vivían en el mismo número de GrossalmiralprinzFrederikstrasse. Uno en la planta baja y otro en el piso alto. Mi computadora de París me hubiera dado inmediatamente los datos que necesitaba, pero yo ya no estaba en París y la computadora caía ya muy lejos de mis jurisdicciones posibles, y no digamos de las reales. En el caso de que X9 se sintiese capaz de atender a un requerimiento del Agente Maxwell, quedaba una esperanza. Pero yo no sabía lo que había sucedido en París con la señorita Gradner, con el capitán de navío, con el coronel Peers y con el agente Maxwell, tras el que andarían inútilmente todos, menos la citada señorita, que no distinguía entre Maxwell y Paul, pero que iría derecha al bulto, sin error.

Fui a la estación de la Plaza Bávara; recogí las maletas con los restos de Paul; la dejé en la consigna. En un taxi, llegué a la pensión, y le dije al señor Klaus que tenía que salir inmediatamente de Berlín, aunque sólo por unos días, y que, durante mi ausencia, que siempre sería menor de una semana, ocuparía mi lugar un caballero norteamericano llamado Maxwell, y, después de decir este nombre, acerqué al oído de Herr Klaus mis palabras, y le añadí que el señor Maxwell pertenecía a la CIA como miembro activo, y que no convenía que lo supiese nadie, ni siquiera Frau Ulrika. Herr Klaus no había experimentado jamás especial simpatía hacia los americanos, pero, como odiaba a los alemanes del Este a causa de un pariente que se le había escapado allí con su primera mujer, los prefería a la gente de más allá de un muro. Miró a Paul, hizo sobre los labios la señal que sellaba y añadió:

– Explíquele que, si alguna vez viene borracho, que no llame a la puerta, sino que tire de la falleba, usted ya sabe

– Sí.

La maleta con el gurruño de Paul empezaba a pesarme, porque, en la otra mano, llevaba también la mía. Saqué un pasaje para París, alquilé un servicio de aseo, me encerré con las maletas, dejé a disposición de Paul las ropas que con su personalidad había usado, y yo recuperé las de Maxwell. Después de esto, redacté una nota, en francés, para Paul: «En el bolsillo de la chaqueta, hallará usted un pasaje para París en el avión de las seis treinta, y un buen montón de dinero alemán y francés. Le recomiendo que no se emborrache hasta hallarse en el avión, pues no es lo mismo que le dejen tirado a uno en algún lugar de Berlín Oeste que en una sala de espera de Orly (al menos para un francés tan patriota como usted). También le aconsejo que no intente entender lo que le sucedió, porque se volvería loco o tendría que emborracharse demasiadas veces sin sacar nada en limpio. Sin embargo, si lo considera indispensable, vaya a la Comisaría (de París, de su barrio) y cuente lo que pueda, con la sospecha (que yo le infundo) de que se ve metido, sin quererlo, en un asunto de espionaje. Este papel le valdrá de mucho, sobre todo por la firma. El Maestro de las huellas que se pierden en la niebla. P. S. - Le pido mil perdones por el uso y abuso de su tiempo y de su personalidad: verá que le devuelvo la medalla.» No esperé a que se espabilase del todo; allí quedó abandonado, en pernetas y sin sus colores nacionales. «Lea esto», le dije, señalando la nota, y me fui. Cogí por los pelos un autobús para Berlín. Antes de volver a la pensión, pasé por unos almacenes, compré una maleta y metí en ella mis enseres: la otra la arrojé al canal, y allí quedó flotando y navegando hasta inundarse y hundirse. Me hubieran multado, probablemente, de haberme visto, pero la niebla oscurecía a Berlín, fantasmeaba las cosas y las personas, y permitía pensar que nada es lo que parece, doctrina que, aplicada a mí mismo, me daba pie para afirmarme en la creencia de que soy el que soy y no el que parezco. Lo cual, sin embargo, no me libraba de la molestia de parecer Maxwell, de estar vinculado a Maxwell mientras no encontrase el remedio. Un taxi me llevó a casa. Durante el camino (bastante largo), una especie de revelación, o de inspiración, o como quiera llamarse el recuerdo súbito de lo que se necesita recordar y remolonea, me juntó los nombres de Gunter S. Wagner y de Peter S. Wolf: me los juntó en la memoria porque, antes, habían andado emparejados en bocas de la gente y en titulares de la Prensa: a Gunter S. Wagner y a Peter S. Wolf les había correspondido conjuntamente el Premio Nóbel de Física dos o tres años atrás, por alguna clase de investigaciones, de posible valor estratégico, llevadas en colaboración. Ambos trabajaban en una institución berlinesa, no sabía bien si en la Universidad o en otra parte. Ya era algo, ya era un punto de partida. Desde el fondo del coche, envié mi gratitud al genio, al dios o al ángel que me había inspirado.

Ni Herr Klaus ni Frau Ulrika me pusieron dificultades, sobre todo a partir del momento en que les pagué, sin discutir, el precio de una botella de whisky escocés falsificado, pero aceptable. Eché a cara o cruz si telefoneaba a Gunter S. Wagner o a su vecino, y me salió el vecino. No dejé de lamentarlo, pues si de metamorfosis acabaría por tratarse, prefería llamarme Gunter durante una temporada que Peter un solo día. Gunter es un nombre con resonancias poéticas y musicales. No yo, criado en la selva sin otras sinfonías que las del huracán, pero sí cualquier niño occidental, se sentiría feliz de llevar ese nombre, porque es como llevar una espada, y estoy seguro de que muchos, en el fondo de los deseos inconfesados, echan de menos la espada y un nombre así. Telefoneé, pues, a Peter Wolf como quien telefonea a un lugar abstracto de abstracta arquitectura, con espacios abstractos en que, lejano, se multiplica el sonido del timbre. Me dijeron que no había regresado del laboratorio, pero que, aunque hubiera regresado, no acostumbraba a responder personalmente a las llamadas imprevistas; de modo que si quería dejar un nombre, un número y un motivo… Le di los datos que pedía, y, como razón, un nombre, un nombre nada más: me lo jugaba todo.

– Fletcher. Dígale eso sólo.

Colgué. El espacio desde el que se me había hablado era probablemente, reducido y quizás insonorizado: el espacio de un vestíbulo o de un cuarto de estar bien repleto.

Aún no habían pasado cinco minutos cuando se oyó mi timbre.

– Soy el profesor Wolf -dijo alguien al otro lado del hilo. Y tampoco entonces tuve la sensación de los espacios inmensos, soñados, sino quizá, todo lo más, de un despacho de Universidad, con muchos libros en que el sonido choca y se apaga. ¡Ni siquiera un laboratorio donde el vuelo de una mosca saca a un cristal música breve!

¡Trasss…!

– ¿Podía concederme una entrevista?

– ¿Quién es usted?

– Max Maxwell, agente secreto.

– ¿Al servicio de quién?

– Del que me convenga o de quien me pague mejor. En esta ocasión, al de usted, si lo acepta.

En aquel mismo momento, la radio, en mi habitación, largaba al aire una serie de valses de Chopin, versión de las registradas por famosos maestros cuando todavía la técnica dejaba un poco que desear. Pero no formaba, aquella suite, parte de ningún concierto, sino que parecía más bien uno de esos rellenos habituales cuando al programa le faltan unos minutos para colmar ese «espacio», que debería llamarse «tiempo», al ser un «tiempo» al que se llama injustamente «espacio».

– Esa respuesta le hace sospechoso.

– Prefiero jugar a cartas vistas.

– ¿Dónde pretende verme?

– Donde usted se considere más seguro.

El silencio de la duda (o de la vacilación) volvió a llenarlo Chopin.

– ¿Va usted a ofrecerme unos servicios que me costarán dinero?

– No, profesor. Me lo están costando a mí, pero no lo escatimo. Mi trabajo en este asunto no es precisamente profesional, andan muy por el medio una persona y unas ideas. ¿Me entiende?

– Sí.

– Pues usted dirá.

– Le recibiré en mi laboratorio.

– Desconozco la dirección.

– ¿Sabe la de mi casa?

– Sí, pero está vigilada al menos por cuatro agentes, dos por cada bando. Alguna vez, también los del Tercer Mundo deben sentir curiosidad por lo que pasa. Usted se lo explicará mejor que nadie, profesor: también a los del Tercer Mundo les huele la cabeza a pólvora.

– Señor Maxwell, no deseo verle en absoluto -me dijo entonces Wolf con sequedad de tono, inesperada y sobre todo innecesaria, pero quizás explicable, y colgó.

Fue muy curioso, entonces, que la sensación inmediata de fracaso inmerecido me fuese compensada por la esperanza renacida de trasmudarme en Gunter y de pavonearme ante mí mismo con un nombre tan bonito; pero el entusiasmo me duró escasamente el instante de su aparición: pensé que mi coloquio telefónico con P. S. Wolf había inutilizado cualquier intento de relación con Gunter S. Wagner, a quien Wolf habría quizá prevenido, o prevendría en un plazo inmediato, ya en el supuesto de que la señora Fletcher fuera la protegida del uno, ya la del otro. Me dejé llevar por los hábitos yanquis de Maxwell, que tiraban de mí con tanta fuerza, y apoyé las piernas en la mesa; advertí que, además, quería ponerse el sombrero, y me lo puse encima de los ojos y con el ala bien baja, Humphrey Bogart de pacotilla. Faltaba para completar sus apetencias cierta música que, por fortuna, no había a mano, aunque sí la botella comprada a Herr Klaus y el vaso con que me la habían entregado. Me serví un whisky y mientras concedía al agente Maxwell (cuyo cuerpo yace todavía en cierto lugar de Córcega, si no se lo han comido los lobos) el solaz de un trago paladeado, sentí por segunda vez, pero más agudamente que la otra, mi soledad inútil, incapaz acaso, sin las ayudas de las organizaciones en que otras veces me había apoyado. ¿Sería posible que adivinasen los que me envidiaban, y quizá temían, mi presente impotencia? Precisamente ahora que no jugaba; precisamente en esta situación, en la que ponía, por encima de todo, mi sentimiento. Que la señora Fletcher lograse evadirse al otro lado del Telón me importaba todavía, pero más como pretexto que como razón. Y si mantenía la idea de favorecer, con aquella huida, el equilibrio del terror, no pasaba de justificación moral de unos futuros actos que no la necesitaban: yo estaba en Berlín para encontrar a Irina, y esto era todo. Mi personalidad actual, no sólo no servía para acercarme a ella, sino que ni siquiera me permitía descubrir su escondrijo, si es que se escondía.

Quizá Mathilde Werner me pudiera ayudar, sobre todo con dinero por delante, con bastante dinero si la cosa se presentaba ardua. Me habría sido fácil abordarla con otra personalidad, por ejemplo la de Paul, desconocida en el cabaret donde cantaba, pero no me hubiera hecho caso, quizá, como cliente; menos aún como cómplice. Me lo haría, en cambio, como Maxwell, a quien debía algunos servicios y a quien había acogido en su lecho con trato de favor; me atendería al menos, pero Max Maxwell no podía aproximarse al cabaret donde Mathilde cantaba, sin riesgo de que alguien inesperado y emboscado en las sombras le agujerease la piel. No me quedaba otra solución que arriesgarme a entrar en su piso y pedir a los dioses de la fortuna que no regresase acompañada. ¿De un militar, de un agente enemigo, de alguien vulgar o innominado? No lo pensé más. Corría el peligro adicional de que, al entrar en su casa, me hallase con cualquiera de sus protegidos, de los que huyen del Este hacia el Oeste o en dirección contraria. Cierto aspecto del comercio de Mathilde Werner no se paraba en barras: me refiero, como es obvio, a las de mi bandera.

Me tomé, en un establecimiento americano, una hamburguesa repugnante, quizá precocinada en Massachusetts y transportada a Berlín en un avión militar; la cerveza, en cambio, era alemana. La casa de Mathilde quedaba lejos, pero todo lo que fuese emplear tiempo en el camino lo ahorraba de espera. Elegí el Metro, y cuando llegué a una estación relativamente próxima, me eché a andar por la niebla, sombra entre sombras: con el paraguas al hombro no sé por qué, y un paso entre militar y gimnástico sin tener prisa y sin pretender con ello agilizarme, sino manifestar la naturalidad del que camina sin precauciones. El barrio en el que Mathilde vivía se anunció por el estrépito de músicas mecánicas, ligeramente suavizadas por la niebla y por los chillidos verdes o rojos de luces de neón que perforaban el aire gris. Después, fueron ojos en las esquinas, pintarrajeados y cínicos, o profundos y siniestros, y también vigilantes puntas de cigarrillos. Oí hablar inglés a una pareja de soldados, y protestar, borracho, a un solitario. Los golpes de un policía a un golfo, que devolvía insulto por sopapo, los presentí más bien que presenciarlos, en una esquina de luz cernida y algo irreal, donde las voces tenían más relieve que las móviles siluetas. El que estaba a la puerta de Mathilde me preguntó adonde iba. Le respondí con el billete que llevaba apercibido y con el nombre de ella: no hubo más. Aquellas escaleras las había frecuentado Maxwell; y yo en su pellejo, sólo una vez, y no las recordaba bien. Me equivoqué de puerta: una prostituta joven de mirada vulgar, acaso criada de otra de más viso, me guió amablemente y hasta me dio las buenas noches en alemán con acento del Sur. Entré sin dificultad en el piso de Mathilde. No había nadie, tampoco bebidas, al menos a la vista: sólo un tufo a perfume fuerte, no desagradable, sólo excesivo. Calculé media hora aproximada para el regreso de Mathilde, en el caso de que no la entretuvieran en un bar o en el mismo cabaret; pero solía ser puntual. En el fondo, si no era buena chica, era, al menos, formal, y solía tener en cuenta las impaciencias ajenas. Un visitante con llave llegó diez minutos más tarde que yo. Al verme, dijo algo en alemán. Le respondí en el inglés más americanizado que hallé en mi repertorio. Dio un bufido y se fue. Pero debió de esperar a Mathilde y prevenirla, o quizá lo hiciese el portero, porque, a su llegada, se hizo preceder de una versión silbada y aproximadamente exacta de «Barras y estrellas». Yo no me quité el sombrero, ni siquiera me moví. Sólo levanté la cabeza cuando ella abrió la puerta, para que me reconociera y tomase sus precauciones, o, al menos, preparase el ánimo.

– ¡Mira quién es! -exclamó por saludo-. Pues si el teniente Martín no llega a estar borracho y se viene conmigo, como quería, en vez de noche de amor en mis brazos, halla la causa de un ascenso. Te buscan, Maxwell.

– Hola, Mathilde.

Echó la llave a la puerta, y, después, el cerrojo.

Menos mal que Sigfrid no te conoce. Sigfrid es el portero nuevo.

– ¡Un caballero discreto! Se lo puedes decir de mi parte como elogio cuando yo me haya alejado.

– ¿Hacia dónde?

Me encogí de hombros.

– ¿Te has metido en un lío, Max?

Se había quitado los guantes y el gorrito. Aún estaba bonita, aunque con la colaboración de algún que otro potingue, de algún que otro tinte. Me dio un beso y se sentó, pero, puesta de pie inmediatamente, como si se hubiese equivocado, salió de la habitación hacia la cocina. Le oí decir algo de la bebida. Desde alguna parte, me preguntó: si alcohol, o meramente cola.

– Cualquier cosa que no sea menta. No estoy en forma.

– ¿Un jerez, por ejemplo? -como con un desencanto en la voz.

– Bueno.

El salón de Mathilde (alcoba aneja) mezclaba varios estilos, más sociales que estéticos: dentro de la fisonomía general correspondiente a su oficio y a su holgura económica (un tresillo excelente, dos canapés, televisión, alfombra persa, muñecos y cojines), había detalles de chica de provincias (una cajita de música) y de señora de su casa de la burguesía media, sobre todo en materia de tapetillos de crochet en los respaldos de los asientos y en un velador antiguo.

– ¿Sabes que te andan buscando?

– Si no lo sé, lo temo.

– Un centenar de los tuyos, más o menos, o han llegado o están llegando. No les pusieron un avión especial por no llamar la atención. El teniente Martín me dijo que te buscan a ti, pero con otro nombre. ¿Tienes problemas de personalidad, Max?

– ¿Y tú, Mathilde?

Apareció en la puerta con la bandeja, la botella, las copas.

– A mí, ya ves, me gustaría ser pura y virgen.

– ¿Para empezar otra vez?

– Sí, pero con experiencia.

Se sentó a mi lado y me ofreció la copa.

– Lo de pasar el muro está estos días difícil.

– No tengo el menor interés.

– ¿Entonces…?

Paladeé el jerez: como falsificación podía pasar, más o menos como el whisky de Klaus. ¡Todo era falso, hasta ahora, en aquella ciudad de niebla tan hermosa! Dejé la copa en la mesa y me volví a Mathilde.

– ¿Has oído hablar de la señora Fletcher?

– Lo que dicen los periódicos. ¿Te has pasado de bando?

– Siento la mayor simpatía por su desgracia conyugal, pero lo que yo busco es una agente soviética llamada Irina Tchernova, que debe de andar alrededor de esa señora. Lo demás sólo me importa de manera secundaria.

– ¿Te ama esa soviética?

– A mí, no, precisamente.

– ¿Y tú a ella?

– Sería difícil de explicar… Como insinuaste antes, ando metido en un lío de personalidades.

– La última vez que estuvimos aquí, ¿andabas ya liado?

– ¿Por qué me lo preguntas?

– Las veces anteriores, lo primero fue la cama, y ésta, a lo que parece…

Me levanté y apuré el jerez.

– ¿Me puedes ayudar en lo de Irina? No te pido también que me escondas porque sería inútil: esos que me vienen siguiendo no miran con los ojos, huelen y te siguen el rastro aunque escapes por el aire. Yo lo hice ayer, y ya ves…

Mathilde se había levantado.

– ¿Sabes que me gustas más ahora que antes?

– ¿Por qué?

– Pareces más amable.

Me cogió del brazo y me empujó hacia la puerta. Me ayudo a ponerme la gabardina y me entregó el paraguas.

– Siento que sea tan breve la visita. No te conviene venir por aquí, pero, si quieres algo, telefonea al cabaret por la tarde y di que de parte de Richard. Richard no existe, es solo un nombre que se me acaba de ocurrir. Procuraré averiguar algo de esa Irina.

– ¿No podría ser esta misma noche? Estoy en condiciones de pagar cualquier servicio o cualquier sacrificio. Pero esos cien lobeznos sueltos por esas calles te explicarán mi prisa.

Me puso las manos en los hombros.

– Este teléfono está intervenido.

– ¿Por qué no me llamas a mi pensión desde una cabina pública? Apunta el teléfono, y nada de Richard: aún me conocen por Max.

– ¿Me dejas que te dé un beso? De dinero ya hablaremos.

Se me pegó a la boca durante más de un minuto. Después, ella misma me limpió el rouge de los labios.

– Apúntame el nombre entero de la rusa. Con lo de Irina sólo, no basta.

Ya en el descansillo, al soltarle la mano, le dije:

– En el caso de que venga a visitarte una agente americana, una mujer bonita y fría, con aire virginal, pero que mata a los hombres con los que se acuesta, le cuentas que tenía prisa y que mi estancia aquí fue breve. Por tu parte, meramente profesional. Puedes añadirle que soy, hace tiempo, tu cliente, y que sabes vagamente que pertenezco al servicio, pero ni una palabra más.

– Ya.

Había llegado al portal. Iba a marcharse cuando la agarré del brazo.

– Ven conmigo -le dije-; vas a telefonear desde cualquier cabina, a mi teléfono, pero preguntas solamente si hay alguien en la habitación de Max.

No dijo nada. Se echó el abrigo por los hombros, se agarró a mí, recorrimos sin prisa, pero en silencio, un pedazo de noche. Para llegar a la cabina tuvimos que pasar junto a dos puntas de cigarrillo, junto a unos ojos azules, junto a unos ojos garzos y envejecidos, dar la vuelta a la esquina, ser mirados por un guardia que se detuvo, tropezar con dos americanos borrachos y con un francés blasfemo: Mathilde se santiguó.

– Quédate a la puerta. Si llevas pistola, agárrala.

No pasó nadie, ni se acercó nadie. A lo lejos, la sirena de una ambulancia. Encendí un cigarrillo sin soltar la pistola. Mathilde salió de la cabina.

– Me dijo solamente: sí. ¿Qué vas a hacer?

– ¿Podemos volver a tu casa?

No me lo aconsejaba, pero sabía de un bar cercano con entrada trasera donde podríamos pasar un rato sin que nos molestasen.

– ¡A no ser -añadió-, que esos cien que te siguen hayan dado con tu pista! ¿Quiénes son esos cien? ¿No te parecen muchos?

Los describí desparramados por Berlín Oeste, las narices al aire, como podencos que ventean la liebre. No le dije que, probablemente no en la nariz, pero quizá en otro lugar del cuerpo, llevaban una célula que les permitía descubrir mi rastro y seguirlo.

– Inexorablemente llegarán a tu casa, husmearán el barrio hasta los últimos recovecos por donde yo haya pasado, registrarán aquí, esta noche o mañana, no sé, no tienen prisa, porque el olor de mi cuerpo, que para el perro más fino se desvanecería con el viento, para ellos permanece como un trazo fuerte pintado en el asfalto. No hay más que una manera de escaparles y no definitiva, pero sí momentánea, lo suficiente como para poder dormir un poco y hacer algunas cosas tranquilamente: Meterme en un canal, o en un lago, hundirme, y surgir en un lugar alejado. Pero no tengo más ropas que éstas. Necesitaría otras, y alguien que me esperase y me ayudase, quizá también que me guiase. Lo que conozco de Berlín no basta para esa huida.

– ¿Y mañana?

– Darán pronto conmigo. Cuando la señora que espera en mi cuarto del hotel se impaciente, sus cien agentes, si están ya todos aquí, recibirán órdenes para buscarme por la ciudad, y me hallarán; suceda lo que suceda, tarde o temprano. Necesito que sea lo más tarde posible.

Cien hombres sin datos para identificarlos, inspirado su aspecto en el modelo del hombre gris, del transeúnte anónimo, que no existe más que en algunas mentes, pero que puede, de pronto, realizarse en cien figuras que no comen ni beben ni fornican; que no tienen ideales, ni siquiera ideas, sino un receptor de radio que los guía, y la orden de buscar una fuente de energía eléctrica en cuanto ciertos síntomas programados revelen que se agota la batería. Llevan, probablemente, gabardinas «London Fogg», sombreros grises y las manos en los bolsillos: el paso regular, baja el ala del sombrero. A veces fuman un cigarrillo: no lo advierte nadie.

– Pero, ¿van a venir los cien al barrio? Sería escandaloso, cien hombres nuevos en seguida se descubren.

– No. Todos juntos, no. A lo mejor parten de un punto y se desparraman como radios de una circunferencia, pero también es posible que se muevan en espiral, de fuera a dentro, y que, una vez, coincidan en el lugar en que me escondo: una muchedumbre de narices contra un hombre solo, y Eva Gredner preguntando:

– Monsieur De Blacas, ¿me recuerda?

Mathilde se quedó pensando.

– Quizá pueda ayudarte -murmuró, y me preguntó la talla de mis ropas y lo que necesitaba para vestirme de los pies a la cabeza.

Le dije que lo normal.

– Creo recordar que antes llevabas faja para los riñones.

– Tienes buena memoria, Mathilde. Entonces me dijo que si alguna de las cien narices que recorrían Berlín tardaba en llegar algo más de media hora, la cuestión estaría resuelta de momento. Llamó al del bar y le indicó que me trajera cierta clase de whisky, y que si alguien preguntaba por mí, que lo entretuviese hasta que ella regresase. Me dejó con el whisky, con los cigarrillos, con la impaciencia, con el miedo y con el recuerdo súbito de Irina, inmediatamente trasmudado en nostalgia, en temor de no verla más, en seguridad de muerte. A la media hora justa, volvió con una maleta. No me dio explicaciones. Trazó en la mesa un esquema de calles, puentes, canales, con varias flechas.

– Llegar hasta este punto es fácil. Aquí te arrojas al canal y nadas hacia la derecha. Tienes que pasar el primer puente. Antes de llegar al segundo, hallarás una escalera. Sube. Te estaré esperando arriba. Fíjate en que está a este lado del canal, no en el de enfrente. Pensé que si sospechan que te arrojaste a él para despistarlos, buscarán la huella al otro lado, y lo que se demoren es tiempo que ganamos.

Saqué todo cuanto llevaba en los bolsillos: dinero, documentos, la pistola. También la sortija de Irina y el puñal.

– Guárdame esto.

El dinero lo contó temblando.

– Es mucho. ¿No tienes miedo a que te lo robe?

– No.

– Te has vuelto un tío estupendo, Max.

Salimos. Ella se fue con la maleta, después de encaminarme a un punto del canal. Me sentí, durante unos minutos, más solo y más desamparado que nunca, y hasta la niebla que me difuminaba me parecía hostil. Ni una mala pistola para defenderme, sólo mis puños y mi miedo. Llegué al pretil. El aire del canal venía fresco. Dejé en el suelo la gabardina y la chaqueta, me quité los zapatos y, sin pensarlo, me arrojé a las aguas: estaban frías, aunque no paralizantes. Pude bucear unos metros a la derecha, saqué luego la cabeza, me orienté. El puente próximo distaba unos cien metros, acaso menos, pero resultó luego algo más alejado, porque la niebla alteraba la sensación de la distancia. Al pasarlo, empecé a sentir cansancio, y, un poco más allá, frío. Los últimos cincuenta metros me costaron un esfuerzo agotador. Me fue difícil, dramáticamente difícil, agarrarme al peldaño de la escalera, en cuya arista resbalaban los dedos, en cuya dura superficie fracasaban las uñas. Llevaba, cuando la encontré, un buen rato tanteando el muro, porque la niebla había espesado y sólo se veían vagamente, como ampollas de luz que se degradan en el aire hasta morir, las farolas de otro puente. Debió de oír Mathilde mi pelea, o quizá sólo el chapoteo de mis brazos, porque bajó unos peldaños y me pasó un frasco.

– Toma, bebe.

Fue el alcohol lo que me impidió caer, lo que me permitió ascender el resto de las escaleras y cruzar una calle. Mathilde me metió en un portal, y, por una puertecilla, entramos en un lugar que parecía la trasera de un bar, porque llegaba, lejano, rumor de voces y música barata. Me metió en una habitación pequeña con una estufa encendida.

– Ahí tienes una toalla y ropa. Sécate y vístete. Yo vigilaré fuera.

No había luz en la habitación, sino el resplandor que entraba por un montante, pero, al tacto, los muebles parecían de buena calidad, y la toalla con que me sequé era suave y amplia. Tuve que echar otro trago, y, por fin, quedé vestido. Mathilde había tenido la precaución (o la cortesía) de meter en los bolsillos el dinero, los documentos, la pistola, todo aquello que yo me había despojado. Me preguntó, sin abrir la puerta, si estaba listo.

– Sí.

Abrió.

– Te conviene dormir un poco, Max. Va a ser la media noche. ¿Crees que los cien sabuesos te dejarán en paz durante cuatro o cinco horas? Mis amigos pueden despertarte de madrugada y darte un buen desayuno, y quizás una dirección, si sabes a esa hora adonde quieres ir. Corres un riesgo, por supuesto, pero me parece mejor que largarte, derrengado como estás, por esas calles, sin rumbo. El perseguido que huye siempre se hace la ilusión de que se aleja, pero no hace más que dar vueltas alrededor del punto en que lo van a encontrar. La habitación donde puedes dormir tiene puerta trasera y salida a un callejón. Si te decides, te acompañaré y te daré instrucciones.

Le dije que bueno y me puse en sus manos. No me costó más que otro beso y las lágrimas de quien sospecha que no volverá a verme.

4

A la sala de espera se entraba por una puerta giratoria, que a cada vuelta chirriaba como si entre metal y metal le hubieran encajado unas arenas. Yo intentaba dormitar, alejado, aunque junto a una ventana de acceso fácil: a cada chirrido, abría los ojos y examinaba al que llegase. Hombre o mujer, maleta o paraguas, se iban sumando a las sombras, esperaban también en un sofá aún vacante, en una silla. En el rincón opuesto al mío, cantaba un grupo de cuatro o cinco: uno, solista y guitarra; los demás, el coro. El solista no era muy alto, llevaba el pelo de esa longitud permitida a un caballero a la antigua, que, sin embargo, no está por las cabezas rapadas: un poco crespo, rubio ceniza, y unas gafas estrechas: la figura de un junker que se hubiera metido a intelectual y aceptado el derecho a expresarse en canciones melancólicas, si no tristes: canciones de nostalgia y de elegante desesperación; letra probablemente del cantor. Los otros se le parecían en el aspecto, como él distinguidos y algo bohemios, dos de ellos con pipas que embalsamaban el aire de olor meloso. No había más que una luz, allá arriba. La guitarra, a veces, se estremecía: la pulsaba con acuciante dramatismo: alguna de aquellas notas, aislada del compás, sonaba como un grito o un sollozo, parecía sacudir a las sombras y derramar poesía y quizá muerte en un lugar escasamente propicio. Yo había examinado ya, con cierta frialdad, la situación: Eva Gredner encima de mi rastro, el primero, el dejado al llegar a Berlín: de la pista del aeropuerto, a la consigna; de la consigna, al autobús; de una parada, a la pensión en un taxi. Pero, a partir de la pensión, mis idas y venidas, mis paseos sin rumbo, mis estancias en bares, hamburgueserías, alrededores de la casa donde vivía la señora Fletcher, en fin, las calles paseadas, los canales cruzados, las entradas y salidas, creaban una maraña zigzagueante, lenta y difícil de seguir, no imposible, para cualquiera de los cien Incansables Perseguidores, de los Olfateadores Mortíferos, mucho menos a todos juntos: monótona, implacable procesión. Incluso desde un automóvil, tragando por la nariz mi rastro, Eva Gredner tardaría unas horas en hallarme. Esto era lo razonable: pero un nuevo chirrido de la puerta me alertaba, me obligaba a montar la pistola: una señora aparentemente guapa, un poco grande, de buen porte. La canción triste que cantaba el solista hablaba entonces de árboles y de llanuras perdidas, de las ondas de un río que se van: el estribillo juntaba el nombre del río al de una mujer, y no se sabía bien si ambos se habían perdido o fundido, y por cuál de los dos era la pena. Me gustó, aquella canción. También las otras me habían gustado.

Enormemente alta de techos, aquella sala de espera, ¡tan oscura! Un cuadrilátero no demasiado grande. Las paredes, empapeladas hasta arriba, de ramas quizá verdes con algunas hojas rojas: no se veían bien, en la penumbra. Se veían, en cambio, las puntas de los cigarrillos esplender, oscurecerse, iluminar un instante el humo de una bocanada que quizá las soplase. El río y la moza de ojos oscuros en una tierra donde las mujeres los tienen claros. «¿Por qué son negros tus ojos Ute, por qué es tu luz oscura?», cantaba el de las coplas. Mi reloj marcó la hora del embarque. Mathilde me había dado una maletilla de cuero con algunas cosas: un cepillo de dientes, un peine, un pijama un poco grande…

Nadie sospechoso subió. Íbamos pocos, a aquella hora. Por la ventanilla veía insinuarse el alba de un día gris de cielos altos: las nubes nos quedaban encima (quizá volásemos bajo). Creo haberme dormido. En un momento, la azafata me sacudió:

– Hemos llegado, señor. Su viaje acaba aquí.

– Sí, gracias, perdón. ¡Tenía tanto sueño!

Deseché el autobús, preferí un taxi. «No conozco la ciudad: lléveme a un hotel decente.» Me dejó delante de una casa ancha, con pinturas en la fachada. La señora de recepción me habló en inglés. «Llévale al 17», dijo, en alemán, al mozo que me acompañó. El 17 era un cuarto empapelado de flores de oro, algo apagadas ya, pero con cierto empaque de un pasado glorioso: un cuartito de baño y un balcón a la calle. Tomé un baño caliente, apetecido por mi cuerpo, que me hubiera permitido pensar en mi situación, pero que yo aproveché, ocasión tranquila y cálida, para pensar en Irina; para pensar los mismos pensamientos, que ya no lo eran, sino imágenes tercas, invariables: ¿La habría involucrado en su búsqueda Eva Gredner? Mis últimas palabras ante los compañeros del Consejo, yo en la personalidad de Peers, habían anunciado aquel viaje a Berlín y una posible intervención en el asunto de la señora Fletcher. Lo más probable era que a Eva la hubiesen informado. No le sería difícil saber en seguida a qué atenerse: el Servicio de Berlín funcionaba para ella. ¡Traía, desde Washington, plenos poderes!, y los informes de dos vigilantes, al menos, pasarían por sus manos: «La señora Fletcher continúa en casa del doctor Wolf (o del doctor Wagner). En la casa hay una asistenta nueva que hemos identificado como agente de Moscú.» A lo mejor era así.

Me demoré en el desayuno: tenía hambre. Y en un par de cigarrillos que vinieron después. Cuando me pareció hora discreta, telefoneé al profesor Von Bülov. Le dije que era un colega americano y que me gustaría charlar con él acerca de algunos temas en que nuestras investigaciones coincidían. Tamban le di a entender que podía suministrarle datos que no le vendrían mal. En fin: mi alemán no me dejó desairado, a pesar de que Von Bülov me invitó un par de veces a hablar inglés, y él mismo lo hizo, con excelente acento de Dublín. Quedamos para una hora en el restaurante de la Universidad. Me describí, mejorando con palabras el aspecto de Maxwell: casi llegué a idealizarlo, pero, sin quererlo tal vez, o respondiendo a un querer más profundo que la conciencia, mis palabras trazaron un modelo al que yo debería procurar parecerme si no quería que Von Bülov sufriese los efectos de una desagradable presencia. Quizá fuese sólo cosa de estilo, de algo emergente de lo que yo, sin duda, no carecía, y podía esforzarme en transmitirle a aquel truhán de Maxwell, sin embargo capaz de enamorar mujeres y de dejarlas agradecidas.

Había convenido con Mathilde telefonearle a aquella hora. Tres timbrazos y corte. A la nueva llamada, ella cogería el auricular al segundo timbrazo y diría «sí» o «no». Pero alguien se hizo cargo de la llamada y preguntó «¿Quién es?», y en seguida, como viniendo de lejos, como saliendo de un potro de tortura, la voz de Mathilde, su fuerte acento alemán de Hamburgo:

– ¡Quieren matarme!

Y le taparon la boca.

– Señorita Gredner, no dé más pruebas de estupidez -dije-esa mujer no tiene nada que ver conmigo.

– ¿Quién es usted?

– El capitán de navío De Blacas. Y busco al hombre que pasó esta noche un rato ahí, al agente Max Maxwell, ese que usted persigue creyendo que soy yo. ¿Por qué pierde así el tiempo?

– ¡Usted estuvo aquí esta noche!

– Pregúntele, pregunte a Mathilde si me conoce, pero no obligue con torturas a decirle que sí. No oyó hablar de De Blacas en su vida.

Hice un ruido adrede con el teléfono. La oí gritar: «¡No corte, espere!»

Fue entonces cuando colgué y me metí en un jardín vecino, probablemente el parque de algún Príncipe soberano o de un Gran Duque que en aquella ciudad hubiera gobernado cuando todavía quedaban en Alemania Príncipes y Grandes Duques. Llovía un poco, y no duró aquel orvallo. Las emociones estéticas experimentadas durante el paseo, los pensamientos hermosos sugeridos por árboles y frondas, nada tenían que ver con mi preocupación inmediata. Creo que me partí otra vez, y que dejé que lo que todavía quedaba de mí en Maxwell educase su natural un poco tosco en la contemplación de los tilos enormes, de los esbeltos abedules, del césped que recorrían contados jinetes militares (a lo mejor sólo municipales: no paré mientes en los uniformes). Mientras, yo iba estableciendo las líneas generales de mi entrevista con Von Bülov, hacia quien sentía ya esa ternura inevitable que provoca la víctima de un mal sin solución: ternura, y una especie de odio hacia mí mismo.

Le vi llegar, a Von Bülov, entre las mesas de la cafetería, entre los estudiantes, no tan rígido como esperaba, discretamente sonriente. Le detuvieron dos o tres chicas, y contemplando a la última, se comprendía que no hubiera sido infeliz de quedarse con él toda la vida. Von Bülov se desembarazó de ella con palabras corteses (supongo) y señalándome a mí, con lo que me di por identificado ya, y me vi en la obligación de levantarme y de salir a su encuentro. Me recibió amablemente. Cuando estuvimos sentados, le dije:

– Profesor, le ruego que dé la menor importancia posible a los inconvenientes que se puedan derivar de mi aspecto y a cualquier gesto o ademán desagradables que puedan sobrevenir. No soy un caballero como usted, pero sí el profesor de Historia Contemporánea de una universidad modesta de Nevada, ese lugar donde son baratos los divorcios. Es probable que, en los medios universitarios, nadie haya prestado a sus trabajos más atención que yo. Si no le importa, vamos a conversar mientras tomamos algo. Si le interesa lo que pueda contarle, continuaremos dónde y cuándo usted diga, pero, en el caso contrario, me marcharé agradecido, aunque triste.

El profesor Von Bülov se echó a reír.

– ¿Verdad que es un bonito modo de presentarse? Me tendió la mano. Se la estreché con temblor: si las cosas seguían bien, un apretón como aquél me serviría para sorberle la vida y la personalidad, para ser él hasta la muerte, o para morir muy pronto de su nombre y figura revestido.

– Le doy las gracias.

Yo creo que el aspecto de Max Maxwell había mejorado, aunque mantenerlo digno me costase un esfuerzo de atención. La entrevista comenzó como charla veleidosa durante la cual Von Bülov me describió ciertas particularidades, interesantes o divertidas, de su ejercicio de la docencia, pero pronto pasamos a sus trabajos, y yo aproveché la mención que se hizo, él o yo, no lo recuerdo, del penúltimo de ellos, para advertirle que ciertas conjeturas, aunque bien encaminadas en su conjunto, no acertaban en los detalles, que yo conocía y que le relaté. O porque le interesaban, o porque yo acerté con las palabras oportunas, el caso fue que el profesor Von Bülov, de repente, se levantó y me dijo:

– Será mejor que vayamos a mi despacho. De estas cosas no puede hablarse entre el bullicio de los estudiantes.

Y durante el camino, sin preguntármelo directamente, aludió al modo cómo yo había llegado a tal grado de información, cuando en su mayor parte era secreta. Entonces, le inventé una relación de trabajo, intermitente, pero no por eso menos efectiva, con ciertos departamentos del Estado Mayor, quizá los más apegados a los modos antiguos, que preferían recibir determinadas opiniones de un profesional que de una computadora. Esto le hizo reír a Von Bülov, y confesarme que, si bien él no había jamás logrado mantener relaciones tan altas, la verdad era también que muchas veces sus informes le habían venido indirectamente de las Altas Instancias, aunque me llevase la ventaja de que también los del otro lado del telón de acero, por razones no explícitas, pero sí sospechables, le habían hecho llegar informes relativos a algún trabajo en el que estuviese empeñado. Fue muy divertido comprobar que mi conocimiento de las interioridades y el suyo de las apariencias, seguridades contra conjeturas, nos habían llevado a las mismas conclusiones, y yo creo que ese acuerdo influyó notablemente en la decisión de Von Bülov de invitarme a su casa: a quedarme en ella, como huésped, si lo estimase oportuno. Rechacé tal extremo de cortesía, charlamos toda la tarde, regresé al hotel, pero, antes de entrar, desde una cabina, telefoneé al cabaret donde Mathilde cantaba y pedí que la avisasen, de parte de Richard: esperaba la respuesta de que no había comparecido o de que estaba enferma en cualquier hospital, y me sorprendió que la telefonista me dijese:

– Un momento.

Y esperé. No demasiado. Oí un ruido, y la voz de Mathilde:

– Hay una mujer joven que saca a pasear, desde hace pocos días, al niño de esa señora. Aunque van solos, el niño y ella, hay gente que no les pierde de vista, de un lado y de otro. La de anoche acabó confundida y portándose mejor. Me dejó la impresión de ser una especie de autómata. ¡Qué pesadez de tía!

Aquella conversación quedaría registrada en una cinta magnetofónica, y sería descubierta algún tiempo después, acaso horas. También lo habría sido la de aquella mañana. Puestos a averiguar el origen de las llamadas, podían haber localizado ya la ciudad en que me hallaba. Entré en el hotel, dije que, inesperadamente, tenía que regresar a Berlín. La señorita de recepción me respondió que lo sentía, pero seguramente se trató de un cumplido. Arreglé la cuenta, recogí el equipaje y telefoneé a Von Bülov:

– Tengo que regresar inesperadamente. Si cojo el avión de medianoche, podemos charlar todavía alrededor de un par de horas. ¿Dónde quiere que nos veamos?

– Venga a mi casa. Yo mismo le llevaré al aeropuerto.

¿Sería en su casa al despedirme, o en el mismo aeropuerto, donde se operase la metamorfosis? Por el camino, iba recordando una escena de cierta película vista algunos años antes, una película de espionaje. Los paracaidistas volaban en el avión hacia Francia, el traidor entre ellos. Jugaban, para entretenerse, a las cartas, y apostaban cantidades imaginarias. Aquél por quien el traidor sentía más simpatía (también el espectador, por supuesto), penúltimo en tirarse, recibió el perdón de la deuda fabulosa antes de que la correa del paracaídas fuese cortada. El traidor quedó triste. Yo llevaba la intención de dejar a Von Bülov que se explayase, que se sintiese feliz explicándome su concepción de la Historia como expresión de la estupidez humana.

Elegí el momento de despedirme, a la puerta de su casa, después de haber rechazado el servicio, que reiteraba insistentemente, de conducirme al aeropuerto. Aquel cuerpo gallardo flaqueó y cayó a mis pies. La operación de cambiarle las ropas fue rápida. Al mirarme al espejo, sentí alegría y espanto. Después, llevé el cuerpo de Von Bülov al sótano, creí haberlo escondido en buen lugar. Sin prisas ya, organicé los trámites de un viaje a Berlín aquella misma noche, y el tiempo de que dispuse me bastó para enterarme de ciertos detalles prácticos, de algunos números de teléfono, que me permitieron dejar realizadas algunas advertencias y algunas prevenciones. Von Bülov disponía de un «Volkswagen» semejante al que yo solía usar en París en mis desplazamientos privados (el coche oficial era un «Peugeot»), de modo que lo manejé familiarmente. Mientras corría por el asfalto oscuro, me fui haciendo cargo del mundo de Von Bülov, y me encontré con una vida sencilla y honda, un hombre de anhelos frustrados que se consuela y olvida en el ejercicio de la ciencia y de la comprensión del mundo, lo cual oculta, pero no mata, el anhelo. Empezaba a sentirme cómodo en aquella personalidad, empezaba a hacer míos sus recuerdos e incluso sus deseos. Un pasado desfiló ante mí como la cinta blanca de un camino, y cuando, al llegar a la frontera, lo mismo los de este lado que los del otro, me trataron con simpatía y familiaridad, comprendí del todo a Von Bülov, y me hice la promesa de portarme de tal modo que si, alguna vez me juzgaba, no tuviera que avergonzarme de mí: lo mismo que había pensado, muchos años atrás, la vez que me cambié en una pantera.

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