INTRODUCCIÓN

1

Todos los que han leído mis falsas Memorias póstumas -funcionarios, si acaso, de algún Servicio Secreto; a otros no pudieron llegar-, recordarán aquella serie encadenada de metáforas, por llamar de algún modo medianamente inteligible a lo que sucedió, al final de las cuales el Capitán de Navío De Blacas, en cuyas manos había puesto la NATO lo más delicado de su Servicio de Inteligencia, fue desplazado de su puesto y sustituido en él por el Capitán de Navío De Blacas sin que ninguno de los caballeros con los que tenía diaria relación de inquietud y de trabajo se percatase del fraude, o tal vez de la burla. Necesito aclarar que el responsable de las dificultades surgidas, de las situaciones obscenas, de los obstáculos finalmente solventados fui yo, a causa de mi empeño en introducir algunas novedades en mi procedimiento usual de sustitución. Entre el guiñapo y el gurruño me incliné transitoriamente por el primero, con lo que intento dar a entender que, por lo general, la persona sustituida quedaba hecha un gurruño, y yo aspiré a que De Blacas, que bien se lo merecía, se inmovilizase en el estadio de guiñapo, menos desagradable a la vista, menos conmovedor para mi corazón. Yo me encontraba entonces instalado en la personalidad del sargento Maxwell, de espíritu poco delicado, y, aun así, acabé por decidirme. Como el Capitán de Navío sustituyente era yo, al Capitán de Navío sustituido no le quedó otro remedio que acomodarse, involuntaria, inconscientemente, a los hechos, que, por otra parte, nadie podía evitar, ni él mismo comprender. Su posterior condición aparente fue la de loco en coma profundo con efímeros resplandores oligofrénicos de carácter oscilante o de vaivén -ignoro cómo llamarán los psiquiatras a enfermedad tan atípica- que habían durado seguramente todo el tiempo que tardé en devolverle a su personalidad y a su legítima función, lo cual, por otra parte, no creo que le hubiera convenido antes del tiempo en que lo hice, o en que los hechos encadenados me aconsejaron que lo hiciera: habría tenido que afrontar la imputación de propugnar, defender e imponer al Occidente, en cuya defensa con el peso de su talento participaba, el Sistema Estratégico y Táctico elaborado por el Estado Mayor del Pacto de Varsovia con la colaboración de la KGB. Es evidente (para mí) que en la operación no le había cabido parte alguna, puesto que era yo quien la había conducido y realizado, pero lo es también que todas las apariencias, de las que yo era creador, le acusarían en el caso de darse una voz de alarma que por fin no se dio, porque era a mí a quien correspondía darla, y ante la hipótesis de la resignación y el pavor de un De Blacas restituido a su condición de caballero donde los haya, no lo consideré indispensable. Antes, durante aquel poco tiempo en que el verdadero De Blacas se debatió ante y contra las habilidades, digamos sorprendentes por decirlo de alguna manera, del impostor, quiero decir de mí, yo había requerido, en la intimidad y con las precauciones necesarias, el testimonio de algunas personas de antiguo relacionadas con él, como su hija y su amante, y lo cierto es que su hija, en un principio, se puso de la parte de su padre, a quien creía tal y no se equivocaba, a pesar del aspecto lamentable y de la honda memez en que se había sumido; pero, después de oír a la amante y las razones por las que ésta aceptaba que el verdadero De Blacas fuera yo, la misma hija se mostró vacilante, y llegó a admitir que los medios de identificación de que dispone una amante son superiores a los de una hija y mucho más de fiar, si bien, al conocer a fondo la verdadera situación mental en que su padre quedaba, y del peligro que hubiera corrido caso de ser acusado como responsable máximo y único en el asunto del Sistema Estratégico, declaró que su padre era yo, pero que, por razones de humanidad elemental, se iba con el otro, de cuyo cuidado permanente urgía hacerse cargo. Fue un momento curioso y, en cierto modo difícil: la amante de De Blacas rió un poco y se refirió a cierto juicio de Salomón que autores posteriores habían utilizado, si bien con algunas variantes locales, y, sin transición, mencionó veladamente la cantidad de dinero que necesitaba con alguna urgencia para adquirir una finca en las afueras de Bruselas, una verdadera ganga, que no precisamente por serlo, aunque acaso sí, le resolvía varios aspectos de su situación futura. En mi respuesta, no aludí al juicio de Salomón, ni mencioné para nada el dinero ni las facilidades o dificultades que la amante del verdadero De Blacas tuviera para agenciárselo: me limité a dejar encima de la mesa las fotocopias de unos documentos que probaban la complicidad de la amante de De Blacas en el asunto del mismo, y con una participación tan activa que se le podría acusar al mismo tiempo de inductora, de colaboradora y de beneficiaria. La buena chica pareció tener miedo, pero, en su ingenuidad, se atrevió a preguntarme qué sucedería si ella misma me denunciaba.

– Denunciarme, ¿a mí? ¿Es que sabe acaso quién soy yo?

– El Capitán de Navío De Blacas -respondió, vacilante.

Yo reí, entonces:

– Sí, en efecto. Denúncieme, y será como denunciarse a sí misma. A mí no me sucederá nada, y, a usted, la fusilarán.

Vio claramente la muchacha (era bonita, aunque algo insípida): inclinó la cabeza y murmuró:

– Usted gana.

– ¡Oh, y usted también, por supuesto! Esa cantidad, que no le daré jamás en virtud de una amenaza, tengo mucho gusto en ofrecérsela en concepto de gasto de viaje.

– ¿Adonde?

– Al olvido.

Estas relaciones con terceros, este riesgo en que puse a la operación en su conjunto, sirvió para refrenar mi ternura, remitirme a los viejos procedimientos y elegir, contra mi sentimiento más íntimo y para las ocasiones futuras, el gurruño en lugar del guiñapo. No me fue difícil, sino más bien un juego, apartar al verdadero De Blacas de toda responsabilidad en el asunto, ya que en realidad no la tenía, y lanzar la sospecha de que quien había intervenido como agente quizá de la KGB, o acaso del mismísimo Pacto de Varsovia, fuera un tal M. Parquin que con frecuencia se hacía llamar Mlle. Parquin, o una tal Mlle. Parquin que a veces se presentaba como M. Parquin. Esta ambigüedad del personaje mantuvo, algunas horas, a las cabezas pensantes más ilustres de la NATO en la más angustiosa e incómoda perplejidad, de la que les redimí con la propuesta de que se enviase contra el señor o la señorita Parquin, al mismo tiempo y sin que ninguno de ellos tuviese noticia del otro, al agente C29, que era un hombre, y al B37, que era una mujer, uno y otra con particularidades tales que, tanto en el caso de que Parquin fuese señor, como en el de que fuese señorita, resultaban, no ya indispensables, sino insustituibles. Por lo demás, nadie, salvo yo, conocía la verdadera identidad del o de la perseguida, el lugar en que se hallaba y la responsabilidad que le había cabido en el asunto (la de mero correo, pues él o ella, a veces disfrazada de él y a veces disfrazado de ella, había traído, desde un lugar desconocido hasta París aquel abrumador conjunto de folios que constituían el Plan Estratégico). En tanto que los sabuesos levantaban la caza, aconsejé que los diversos departamentos de la Institución se pusieran inmediatamente a trabajar, con el fin de sorprender al Pacto de Varsovia y a la KGB con un Plan Estratégico paralelo al de los Países de influencia soviética y de la URSS comprendida, realizado conforme a la doctrina de la NATO, y yo no sé si a causa de la superioridad de nuestro instrumental en su conjunto, o sólo a la de nuestras computadoras, el Plan resultó tan perfecto que sus mismos autores se asombraron de su perfección, se asustaron ante la idea de que Rusia pudiera llegar a conocerlo, y después de sucesivos cabildeos, de consultas a los gobiernos interesados y de repetidos sondeos y comprobaciones, acordaron la necesidad de su desaparición, a ser posible con intervención del fuego, cuyas cenizas pueden ser fácilmente aniquiladas; a lo que se procedió con el heroísmo de quien destruye una obra maestra e irrepetible sólo porque su lectura puede ser perjudicial para los niños. Pero, durante el tiempo de los dimes y diretes, yo me había procurado una copia clandestina, y cuando los montones de folios, los grandes mapas y toda la documentación adjunta ardía con luminarias de esperanza en la gran chimenea del castillo de Leu, donde nos habíamos reunido, el Embajador de Rusia en París hallaba encima de su mesa la nota en que se le daba cuenta del Plan y de las condiciones en que le sería entregado un ejemplar, el único, para su envío al Kremlin: salvo si el Kremlin disponía de otros medios, quizá melodramáticos, pero no más efectivos, de apropiárselo. Es curioso: aquella misma tarde, casi en el momento en que abandonábamos el castillo y justo cuando el señor Embajador leía, estremecido, el mensaje, se recibió la noticia de que el agente C29 había asesinado al B37 y se había suicidado después o viceversa, o que, por lo menos, se habían entrematado. De M. o Mlle. Parquin no decía nada la noticia. En cuanto a mí, me desinteresé del asunto, porque algo más próximo y entretenido mantenía mi atención puesta en la conducta del General en jefe, quien, aquella misma noche, encontró debajo de la almohada las pruebas de que era él quien había hecho las copias y de que era él quien las había puesto en circulación. Sentía curiosidad por asistir, lo más de cerca posible, al proceso que le conduciría a la dimisión o al suicidio. Dimitió. Y tan rápidamente lo hizo, tan sin trámites dramáticos, aunque sí secretos, que me hallé con más tiempo libre del que esperaba antes de dedicarme por entero a la recepción de Eva Gradner, o quizá Grudner, cuyos primeros síntomas de actuación esperaba de un día para otro. Por eso me fue posible entregarme holgadamente y sin premuras de tiempo, a lo del Plan Estratégico.

2

Una mañana me llamó a su despacho el general segundo jefe: llamada que esperaba al menos desde el día anterior. Me recibió y saludó con su habitual simpatía, con su campechanía de agricultor del Medio Oeste, de donde procedía y, aproximando su boca a mi oído derecho, me susurró algo así como esto: «Sígame sin decir palabra, sin la menor pregunta», y echó a andar hacia la puerta de la terraza, adonde le seguí. Pareció vacilar un instante; después dijo: «No pueden haber instalado micrófonos en todas las baldosas», y me encaminó hacia la escalinata que conducía al jardín. Al seguirle, mi cara mostraba la más absoluta indiferencia compatible con la más rigurosa disciplina, pero, en mi interior, me divertía con las congojas del señor general segundo jefe, quien, de pronto se sacó la pipa de la boca, se volvió a mí, y me preguntó:

– ¿Cree usted que también pueden haber instalado un micrófono en el interior de mi pipa?

– Mi general -le respondí-, según mis informes, la técnica soviética ha obtenido resultados asombrosos en la escala de los macro, aunque no en la de los micro, y no he recibido informes de que ninguna marca japonesa trabaje para los soviets, al menos hasta ahora.

– ¿Cree entonces que puedo seguir fumando mientras hablo con usted?

– Sí, pero le ruego que procure echar el humo hacia el lugar adonde se dirige el viento, bien entendido que yo estaré hacia el lado opuesto.

Debiera haber usado, en este caso, la terminología idónea, pero comprendí a tiempo que un agricultor del Middle West ignora por lo común lo que quieren decir barlovento y sotavento. Estábamos en una plazoleta bastante amplia. Miró a su alrededor.

– Yo creo que podemos hablar sin miedo alguno.

– Lo mismo creo, señor.

– Pues bien, me bastarán dos palabras para enterarle de que el Plan Estratégico para la Defensa de los Países del Este nos ha sido robado.

– Yo mismo vi cómo ardía, señor. Unos folios tras otros, hasta el final.

– Había un duplicado.

– ¿Clandestino?

– Por supuesto, y eso nos confina, al menos por un período de diez años, en la más irreparable situación de inferioridad ante las fuerzas del Pacto de Varsovia, salvo si ciertos experimentos con el Rayo Láser resultan. A usted no se le oculta que el Plan elaborado por los rusos, referido a Occidente, revelaba que, al menos en un punto, somos vulnerables, pero también sabe que, según nuestro estudio, los Países del Este serán absolutamente invulnerables… en el caso de que logren hacerse con el texto de nuestro Plan y lo pongan en práctica. Pues bien: ese texto existe y está en venta.

Yo simulé una meditación y fingí un discreto asombro.

– ¿Se sospecha de alguien? -pregunté.

– De todos y de nadie, como es lógico; de nosotros como de los demás. Y le aseguro que al sospechar de mí mismo me armo un lío mental bastante grande, porque estoy convencido de que yo no tuve arte ni parte en el asunto, pero, por razones de método, no puedo dejar de contarme entre los sospechosos.

– ¿Qué piensa de mí, señor?

– Lo mismo que de mí, más o menos. No veo razón alguna para excluirle de la sospecha general. Sonreí.

– ¡Cómo me tranquilizan esas palabras, señor! Que nadie sospechase de mí, que yo fuera el único libre de sospechas, sería lo mismo que acusarme.

El general segundo jefe me miró con cierta curiosidad y con cierta arruga de incomprensión encima de los ojos: posiblemente a su pragmático caletre de cultivador de maíces híbridos, mi respuesta resultase algo abstracta. La arruga sólo duró unos instantes.

– Tengo la obligación de decirle, Monsieur De Blacas, que debe usted, sin pérdida de tiempo, poner en funcionamiento la integridad de su sistema, aunque de momento haya de operar en el vacío, pero no puedo menos de confesarle mi convicción de que, a partir de este momento, el enemigo estará mejor informado que nosotros mismos.

– Mi general -le dije con afectada severidad-, eso equivale, más o menos, a considerarme la única persona capaz de suministrar al enemigo esa información.

Se asustó, me miró asustado.

– ¿Es eso lo que se infiere de mis palabras, coronel?

– Sí, mi general, ni más ni menos.

– Le ruego que me excuse. Lo que yo quería decir…

Tranquilicé su escrúpulo creciente con una carcajada.

– Lo sé, mi general. Que tenemos razones para no fiarnos ni de nosotros mismos.

Se le cayó la preocupación del rostro, al mismo tiempo que la pipa de la boca. Al inclinarse para recogerla, pude observar que llevaba descosida la costura de los fondillos del pantalón, de lo cual deduje (o inferí) la miopía de su mujer.

– Eso es lo que quería decir. Pero usted no desconfiará de mí, ¿verdad?

– Me lo impide la ley, señor.

– Y, ¿si la ley no lo impidiera?

– En ese caso, señor, me lo impediría la confianza ilimitada que tengo en usted.

– ¡Ah, De Blacas, De Blacas, qué susto me había dado!

Y, después de abrazarme, me invitó a tomar una cerveza en el bar, pero yo habría preferido una copa de vino.

3

El Consejo de Guerra secreto acordó retrasar la información a los Estados componentes de la NATO hasta que al resultado de las investigaciones pudiera acompañar la mera noticia con el complemento de que se había recuperado la seguridad, o, por lo menos, la conciencia de estar seguros. Yo, previamente, había tomado la precaución de enterar, por medios bastante tortuosos, a los primeros ministros, de manera que aún no había concluido el Consejo, y ya todos los teléfonos repiqueteaban y todos los embajadores anunciaban su llegada inmediata, obedecientes a órdenes urgentes. El Segundo General en Jefe, en funciones de Mando Supremo a causa de la dimisión que el Mando Supremo acababa de presentar, no sólo estaba perplejo, sino que había enmudecido, y ocultaba tras el humo de la pipa su absoluta incomprensión de lo que sucedía, bastante más complejo que los problemas del cultivo de los maíces híbridos en que con toda seguridad había estado pensando durante la sesión. Quizás el General en Jefe no hubiese adelantado en el razonamiento muchas pulgadas más que su inmediato subordinado, pero, al menos, se había atrevido a decirlo, y lo que recurriera en su conversación, casi monólogo, como un leit-motiv, era la pregunta de qué se proponía quien fuese, y de si también habría sido informada la Prensa acerca de la situación y de su alcance, porque, en tal caso, o se verían obligados a aplicar medidas excepcionales a la libertad de expresión, o a hacer frente a un escándalo no sabía si inimaginable o incalculable. Porque lo menos que se preguntarían los periodistas era si los medios de investigación de que disponen los organismos de defensa estaban al servicio de los países implicados o del enemigo, quien, además, se habría beneficiado de ellos sin esfuerzo alguno; sobre todo, sin esfuerzo económico y sin arriesgar la vida de un solo agente. Habría sido muy difícil hacer comprender a los periodistas y a algunos parlamentarios, sobre todo de las extremas derechas, que los gabinetes de estudio, al igual que los jugadores de ajedrez, si quieren ser de verdad eficaces, tienen que mantener en vigilante ejercicio dos cerebros contrapuestos y a veces contradictorios: no en vano ha dicho alguien que la Historia es la obra de un esquizofrénico, y los Estados Mayores, tienen al menos teóricamente, la obligación de comprenderla. ¡Ah, si aquellos portadores del pensamiento y de la voluntad populares llegasen a saber que nuestro sistema de defensa, durante cierto tiempo inevitable, sería el mismo que habían elaborado los Estados Mayores enemigos…! Pero estas sutilezas no las comprenderán jamás ni la Prensa ni los Parlamentarios. Con objeto de evitar una catástrofe mental aproximadamente colectiva, simbólicamente al menos, suspendí mi juego durante algunos días, empleados en dirigir la investigación más exquisita y también más inútil: docenas de especialistas en el contraespionaje, lo más fino del personal a mis órdenes, desfilaron por mi despacho a confesarme su fracaso. Todos dijeron «Nada», menos el que dijo «Lo de siempre». A éste le ordené que volviera al día siguiente, y lo llevé conmigo a dar un paseo en automóvil, en el mío, donde con toda seguridad nadie había instalado micrófonos ni otra clase de delatores.

– ¿Qué quiso decir ayer con «lo de siempre»? -le pregunté.

– Pues eso exactamente, señor: lo de siempre. Nos hallamos ante una operación llevada a cabo por ese agente fantasma que ya tiene en su haber diez o doce jugadas semejantes. La situación, en su conjunto, presenta todos los rasgos que caracterizan su estilo, o, más exactamente, carece de cualquier rasgo que muestre algún carácter, que es lo que revela el modo de actuar de ese misterioso…

Le interrumpí:

– No use esa palabra, se lo ruego. El misterio no existe: sólo el secreto bien guardado.

– Llámelo como quiera. De momento, no aparece ni una sola pista, nadie sabe nada, flotamos ridículamente en el absurdo. Pero estoy persuadido de que antes de una semana, en alguna parte del mundo, se encontrará un indicio después de otro, y otro más: indicios que, ya lo verá usted, no nos conducirán a parte alguna. Lo mismo que en las otras ocasiones.

– Pues esta vez -le dije con firmeza-, la situación exige seguir adelante, pero no en vano. Muchas cosas se han arriesgado en otras ocasiones, pero nunca nuestra existencia como pueblo, que es de lo que se trata ahora. Me miró sorprendido.

– ¿Tan grave es lo que pasa?

Le respondí con un gesto.

A aquellas alturas del enredo, el Embajador de los soviets había recibido ya, a modo de muestras incitantes, las copias de unos fragmentos del Plan, y su lectura había provocado el viaje a París de varias personalidades secretas, de cuya llegada mis agentes me tenían informado: personajes oscuros y poderosos, que bien podían ser tenidos por fascinantes o por siniestros, con despachos en lugares ignotos quizá del Kremlin: aquéllos cuyos nombres los profesionales pronunciaban con terror; de manera que, en aquel momento, los servicios de inteligencia de ambos bandos habían entrado en función, los unos para hacerse, como fuera, con el documento que a los otros les había sido escamoteado; los otros, para hallar un responsable del que lo ignoraban todo, hasta la misma existencia. Porque yo se lo había dicho a algún general preocupado, aunque también pudo ser a algún político frívolo:

– ¿Y no estaremos intentando llenar un vacío imaginario con el nombre de una persona que no existe?

– ¿Qué quiere usted decir? -me preguntó, de manera completamente maquinal, aunque con la mayor seguridad.

– Pues que ese agente perfecto e inhallable, al que atribuimos la paternidad de diez o doce operaciones más o menos geniales, no pase de invención nuestra, de ardid para engañarnos a nosotros mismos.

– Pero los hechos tienen siempre un autor -me replicó.

– Eso creemos, señor; pero acaso convenga aplicar a la situación otra clase de lógica.

– ¿Cuál, monsieur De Blacas?

– ¡Ah, si lo supiera! -le respondí con cierta melancolía.

Lo decía convencido de que, en aquella ocasión, el vacío era yo, y nadie sabía mi nombre. Le invité a pasar el fin de semana en el castillo de Blacas, lo cual no sirvió para nada, pero nos divertimos mucho nadando en el estanque.

4

Lo dejé ciertamente en el aire en el primer volumen de mis Memorias, ese escrito cuya edición completa fue requisada y destruida por orden de un Gobierno que, previamente, la había adquirido entera. ¿Un gran error político o un acto de sabiduría? Según se mire, pero en semejantes casos, el quid no está tanto en el punto de vista como en su elección. La de acordar, nada menos que el pleno del Gabinete, la condición apócrifa de aquellos textos, hubiera sido una solución inteligente, de no ser además la única posible, pero ni aun así quedaban justificadas las consecuencias. Destruyendo la edición de un documento histórico de la calidad de mis Memorias, se crea necesariamente un agujero negro en la imagen que en el futuro pueda hacerse de nuestro tiempo, pero no debemos olvidar que la operación a que todos los políticos de todos los tiempos se han aplicado con ahínco loable es a la destrucción de documentos fidedignos y a la creación de esos vacíos estremecedores, esos abismos, de modo que la Historia se tenga que construir no sólo con la acumulación innecesaria de materiales dudosos sobre temas baladíes (¿Quién podrá dilucidar el pasado fiándose de la Prensa?), sino imaginando lo que pudieran dejar en claro los acontecimientos verdaderamente trascendentales. Y yo soy uno de ellos, aunque no tenga nombre, aunque no sepa quién soy, aunque ni siquiera sepa si soy. ¿Cómo, de otra manera, hubiera podido llevar a cabo eso que no sé si llamar hazañas o ejercicios de ingenio? Del mismo modo que nadie es invencible, al menos teóricamente, tampoco nadie es inimitable, menos aún incontrolable, y, por supuesto, inidentificable. Preveo la necesidad de explicarme a mí mismo, en otra situación, dentro de pocas páginas, y tampoco entonces podré aclarar el misterio. De momento, sin embargo, conviene adelantar algunos datos. Sería inteligente que se me entendiera, para empezar, como un sistema de paradojas en equilibrio inestable del que no me siento autor: carezco de nombre, pero en todas las Cancillerías y en todos los primeros despachos de los Servicios Secretos, empezando por el mío actual, existe una carpeta o una serie de ellas en cuyos marbetes se lee; «Informes sobre el Maestro cuyas huellas se pierden en la niebla.» Reconozco que es un bonito nombre, la pérdida de alguien en la niebla siempre resulta poética; pero me lo apliqué yo mismo cuando, al servicio directo del Intelligence Service, Sir Ronald Colman me invitó a bautizar con alguna palabra clara y suficiente a aquel fantasma de contornos tan inconcretos que casi carecía de ellos: «El maestro de las huellas que se pierden en la niebla.» Estuve dudando entre niebla y arena, escribí el nombre con las dos variantes, pero mi decisión no fue, en realidad, un acto de naturaleza estética, como hubiera debido, sino una cortesía hacia la ciudad en que me hallaba. Quizá también una concesión indetectable al realismo, el repudio de una metáfora fácil, yo, que suelo usarlas de regular complicación. Porque en la niebla me he perdido muchas veces: en la arena, jamás. Aunque nunca se sabe…

Espero que se comprenda, sin embargo, que no actúe con ese nombre, pues, teóricamente, yo debo desconocerlo. Quizá convenga traer a cuento, a modo de puente, el recuerdo del Hombre Invisible, de Wells, quien (el H. I.), como recordarán, tenía que andar vestido para ser visto, a pesar de lo cual, debajo del sombrero, en el espacio mediante hasta la bufanda bien subida, se abría un abismo de vacío. Pues yo me veo en la necesidad de usar en cada caso, no sólo el nombre de otro, sino su personalidad entera, y no digo su persona, porque ciertas propiedades de que dispongo, y que voy a explicar, lo hacen innecesario. Yo fui discípulo de Yajñavalkya, el gurú incomparable, de imperecedero recuerdo: glorificado en las Universidades Americanas, y objeto hoy de tantas tesis doctorales y de tantas investigaciones paranormales; definido y aun deificado de tantas maneras contradictorias, que se hace difícil decir, no sólo cómo fue, sino si fue de algún modo, incluido el más elemental del mero ser: reconocido por todos los gurús como el Maestro sublime en los misterios de la personalidad, lo cual no deja de ser un modo bastante vago de reconocimiento. ¡Lo que habría cambiado la vida de los hombres si Yajñavalkya, en vez de pasarse la existencia predicando en el fondo de una selva hindú, se hubiera instalado en una ciudad occidental y hubiera abierto tienda de sabiduría! No es imposible, lo reconozco, que la propagación excesiva de sus doctrinas y, sobre todo, de sus técnicas, hubiera hecho la convivencia imposible, hasta conducirnos al suicidio colectivo, después de intentar el aniquilamiento mutuo según la más antigua de las tradiciones. Yajñavalkya me perfeccionó, entre otras cosas, en el arte de asumir la personalidad ajena (o, dicho más crudamente, de apoderarme de ella) y de vivir como si aquella biografía y aquella manera de ser fuesen realmente mías: de lo cual resulta siempre, además, que varía mi aspecto físico, el cual no es nunca otra cosa que la consecuencia de una personalidad operando sobre la materia. Mi capacidad de recibir las formas más variadas me obliga a cambiar continuamente de fisonomía, si quiero ser, sentirme, actuar, si quiero que mi extraña, inexplicable inteligencia (que el propio Yajñavalkya no alcanzó a comprender), encuentre el mínimo soporte necesario para poder actualizarse, aunque sólo sea jugando. Pero esta necesidad se convierte en una cualidad incomparable cuando el que la experimenta ha escogido, como manera de andar por el mundo, quizás hoy la única atractiva, la condición de agente secreto. Confieso que este constante, ininterrumpido cambio de aspecto, no me fatiga (aún), pero sí que me fastidia a veces, pues lo mismo que me veo en la necesidad de apencar con las buenas o las malas cualidades físicas de la personalidad que tomo en préstamo, tengo igualmente que cargar con su carácter, con su pasado, con su vida sentimental y con sus vicios. Y esto me ha llevado con frecuencia a la comisión de actos que repugno. Bien es cierto que, cuando devuelvo a su poseedor legítimo la personalidad robada, con ella van los escrúpulos o su carencia, los remordimientos o el cinismo. Yo quedo limpio. De los malos ratos pasados me desquito a veces con entretenimientos inocentes, por ejemplo, encargando al agente cuya personalidad acabo de devolver, de mi propia persecución, con lo cual al poco tiempo descubre, y no logra explicarse, que se está persiguiendo a sí mismo. Es uno de mis trucos, algo así como el remate típico de mis operaciones, hasta el punto de que, como les explicaba a mis colegas en unos cursos que siguieron los agentes especializados en mi persecución, y a los cuales contribuí a aleccionar del modo más honrado posible, puede considerarse como mi firma, si bien los analistas más sutiles aseguran que como tal firma es absolutamente innecesaria, ya que siembro la sospecha de que sea falsa.

5

Del Capitán de Navío De Blacas no se podía prescindir, en el Cuartel General de la NATO, más allá de un par de horas, y la necesidad que se tenía de él era tan acuciante, que incluso sus expansiones amorosas habían de acomodarse a ese límite de tiempo, o, si no, no: quizá se deba a semejante limitación la facilidad con que me fue posible eliminar a la amante o prescindir definitivamente de ella. Pero las novedades de la situación me exigirían desplazamientos duraderos, e incluso largas ausencias, de modo que me vi en la precisión de estudiar y de llevar a la práctica un plan de eliminación temporal del capitán de Navío, de tal manera realizado que me permitiese alejar de París y quizá de la llamada Europa Libre no sólo a la totalidad de mis mejores agentes, sino también a los más respetables, e incluso temibles, de la parte contraria. Yo había redactado las instrucciones oportunas para el caso de que, cualquier mañana, me retrasase, sin previo aviso, en mi llegada al despacho y acabase por no aparecer, y, como en el caso de todos los jefes de departamento de mi jerarquía, en Algún Lugar Conocido de los Mandos Inmediatos se guardaba un pliego con instrucciones oportunas para el caso de mi muerte o de mi desaparición. Fue este sobre el que rescaté de su escondrijo y cuyo contenido sustituí por otro completamente distinto, o, para ser más exacto, contradictorio, pues si en el primero se disponía la concentración de casi todos mis agentes y colaboradores, en este se ordenaba, precisamente, su dispersión. Una serie de telegramas, enviados a la misma hora de la misma tarde a varios lugares de los cinco continentes, me permitió poner en marcha ciertos sistemas con los que nadie contaba y que, por lo pronto, constituyeron otros tantos puntos de partida de otras tantas pistas falsas, a las que tendrían que acudir mis agentes personales y los del enemigo. De este modo empezarían a buscarme al menos en nueve lugares distintos. Cuando este artificio estuvo montado, salí a pasear, después de tomar el café, con el general segundo jefe, que era muy aficionado a las historias eróticas francesas, con las que entretenía su fantasía de calvinista reprimido, al tiempo que pronosticaba la inmediata destrucción de Europa a causa de su inmoralidad, si bien bajo el fuego apocalíptico de los misiles americanos; y cuando ya nos habíamos alejado lo bastante del castillo y estábamos en un lugar del bosque especialmente intricado, apareció, al cabo de la vereda, uno de nuestros coches de servicio, lo cual no alarmó al General ni le provocó otro movimiento que el de apartarse un poco. Pero el coche se detuvo a nuestro lado, se apearon de él dos hombres vestidos de soldado y con armas; saludaron al General, se apoderaron de mí, y sin decir una sola palabra y, por supuesto, sin dar al General las explicaciones que pedía, pusieron en marcha el coche, arrancaron a gran velocidad y desaparecieron. El General regresó al castillo y telefoneó a Quien Fuese para comunicarle que, en sus propias narices, el capitán de navío De Blacas acababa de ser raptado.

– ¿Y usted qué hizo para evitarlo?

– ¿Yo? Nada. No llevaba pistola.

El dispositivo se puso inmediatamente en marcha, con esa perfección y, sobre todo, con ese ritmo sosegado y seguro de las cosas bien hechas. Mi puesto fue inmediatamente ocupado por mi segundo, el teniente-coronel Pristz, del ejército Bajosajón, con lo que yo contaba y que me aseguraba la perfecta inutilidad de cualquier búsqueda, así como de que cualquier idea original, cualquier mera sospecha razonada que pudiera surgir aquí o allá, serían inmediatamente diluidas en un mar de papel. Por fortuna, al teniente-coronel Pristz no le correspondía la apertura de mi sobre de instrucciones; menos aún el uso de mi despacho.

Mis raptores, obedeciendo sin saberlo mis propias órdenes, obedeciéndolas por supuesto con precisión y eficacia, me maniataron, me amordazaron, me vendaron los ojos, y me dejaron sentado en un sillón relativamente cómodo, aunque un tanto deslucido y desde luego nada notable por su estilo y calidad, frente a una chimenea cuyo fuego encendieron, en un chalet modesto y al parecer deshabitado de la banlieu de París. Después, se fueron. Su marcha coincidió con las campanadas de un reloj que dio las cinco. Calculé que me quedaba media hora de soledad, y la aproveché para realizar determinados ejercicios mentales requeridos por lo que iba a seguir, y que el ajetreo de los últimos días me había obligado a demorar hasta aquel mismo momento. A las cinco y media en punto, oí que abrían la puerta, que alguien entraba, que me cortaban las ligaduras: primero las de los pies; luego, las de las manos. Por fin me quitaron la mordaza, pero no la venda de los ojos. Yo les dejé hacer en silencio, facilitando con la inercia de mi cuerpo su tarea. Oí cómo se marchaban. Sólo entonces me quité la venda. Encima de la chimenea había un espejo: me miré en él, y aquella mirada bien pudo ser mi despedida transitoria del capitán de navío De Blacas, el «¡Hasta no sé cuándo, pero hasta alguna vez!» que le dirigía. El espejo tenía las aguas turbias, y la figura del capitán de navío la vi un poco borrosa, y no sé cuántos fantasmas detrás. Después ascendí por una escalera estrecha y algo revuelta, que no fue necesario iluminar. Al cabo de un pasillo había una ventana por la que entraba un poco de la tarde triste de París, lluviosa ya. El ambiente era también bastante triste, incluso un poco deprimente. Pero sin llegar a tétrico. Abrí una puerta de la derecha, la última antes de la ventana. El coronel Etvuchenko me miraba con sus ojos grandes e inocentes: estaba sentado frente a la puerta en un sillón semejante al mío, maniatado y amordazado como yo lo había estado, pero sin venda en los ojos. Advertí por su modo de mirar que me había reconocido, y que, libres sus labios de mordaza, habría exclamado, no sé si con alegría o con temor: «¡De Blacas! ¡Claro, usted tenía que ser!» Detrás de él, debajo de una lámpara, tenía que haber un cortaplumas: con él corté a Etvuchenko las ligaduras de los pies, y todavía con las manos atadas, le ayudé a levantarse. Lo hizo. Tendió hacia mí las manos, y yo adelanté la mía con la navajita: fue en este momento cuando empezó la operación digamos de trasvase, si se prefiere a «succión» o «robo», palabras siempre desagradables. Etvuchenko me sonreía con algo de gratitud que acepta sin comprender: fue su sonrisa lo primero en huir, y no sé si llegó a identificarla como la que apareció en mi rostro. Probablemente, no. Cuando mi navajilla concluyó su trabajo y las manos del coronel cayeron libres, puedo decir que «cayeron» con toda exactitud: como si hubieran perdido la vida. Reconozco que, a pesar de mi práctica ya larga, apoderarme de la personalidad de otro, por los trámites inevitables, seguía constituyendo para mí un momento penoso: no repugnante, que no lo era, menos aún sucio o macabro. Yo creo que penoso es la palabra: detrás de la sonrisa iba el color de la vida, la fuerza de la mirada, la prestancia del porte, y esas manifestaciones externas de la originalidad y de la dignidad. La piel del otro quedaba como si fuera de madera reseca, y una especie de flaccidez mínima sustituía el vigor. No un cuerpo muerto (le dejaba la vida), pero sí el de un enfermo de enfermedad desconocida, que le confinaba en la mera vegetación. Afortunadamente, ni el coronel ni nadie de los que le siguieron estaban en condiciones de contemplar cómo aquél a quien habían visto como «otro» con su última mirada consciente, se iba poco a poco convirtiendo en él mismo, y que, cuando por fin lo era, «uno» había dejado de serlo, se había reducido a nada. Como tal estaba ya Etvuchenko ante mí, libre de la mordaza: me miraba con la mirada del que ya no puede comprender, esa mirada muerta de las figuras de cera.

Le empujé suavemente fuera de la habitación, le ayudé a bajar las escaleras, cosa que ya no sabía hacer. Al pasar por la salita del piso bajo, volví a mirarme al espejo de la chimenea, aquél de las aguas turbias, y pude verme en él con mi nueva facha, que debo calificar de excelente: completa, menos un ligero detalle del cabello, que corregí en seguida. El coronel había quedado como un leño estúpido: lo senté en uno de los sillones, allí estaría hasta que, a las seis y treinta y cinco, vinieran mis agentes a recogerlo y entregarlo a una clínica para enfermos mentales como a persona que no sabe explicarse, pero cuya importancia militar se sospecha: pues aquel escondrijo del chalet le tenía preparado para el tiempo que durase mi utilización de su personalidad y para otras desapariciones. Mientras llegaba esa hora, busqué, en el dormitorio principal, las ropas apercibidas en un armario, idénticas a las que Etvuchenko llevaba. Cambié las mías sosegadamente, tenía por delante un espacio vacío que me permitía, mientras rehacía el nudo de la corbata después de haber examinado con las debidas cautelas el de Etvuchenko, irme haciendo cargo de sus recuerdos y de los demás componentes de mi nueva personalidad. La operación de anudar la corbata coincidió con el descubrimiento de Irina Tchernova, cuyo nombre escuché súbitamente como un grito de alarma, aunque silencioso e íntimo: me había divertido con el examen de algunos sucesos infantiles, y la imagen de Irina entró en mi conciencia con la urgencia de una cita: pues lo que inmediatamente supe fue que habíamos de encontrarnos, aquella misma tarde, en cierto café del faubourg Saint Honoré. Tenía el tiempo justo para llegar allí. Acomodé a Etvuchenko cerca del fuego, ya mortecino, pero que aún calentaba. Hallé un taxi en seguida. Acomodado en un rincón, mientras pasaban por mis rodillas las luces cambiantes del camino, eliminé de mi conciencia todo lo que no fueran mis relaciones con Irina: era una poetisa disconforme que vivía, exiliada, en París. Yo sabía de sus relaciones, quizá forzosas, con la KGB, y no ignoraba que descubrirme y matarme era la meta principal de su trabajo y quizá de su poesía; pero esto lo ignoraba Etvuchenko, para quien Irina era el pecado de su vida, la heterodoxa a la que se ama a pesar de… No se habían visto desde algún tiempo atrás. Etvuchenko esperaba pasar en compañía de Irina, y, a ser posible, en sus brazos, el tiempo comprendido entre… y entre… Al final estaba la entrevista con el Embajador. Había dejado de llover cuando pasamos por la Place Royal, pero, un poco más arriba, se nos echó encima la niebla. La luz de las farolas apenas iluminaba ya mis piernas. No sé por qué, en aquel momento, recordé a Eva Gradner, recordé su rostro delgado, sus ojos lúcidos, aquellas manos en cuyos movimientos se resumía su inmensa sabiduría. Eva Gradner se empleaba todavía en la cuestión, jamás dilucidada, de la fuga a Berlín Este del profesor Flechter, con o sin los cálculos del imaginado rayo láser; más bien sin. Pero en este asunto yo no había tenido parte. Pronto Eva quedaría libre, y entonces, yo era su meta.

6

Yo no había visto nunca a Irina Tchernova. Había, sin embargo, leído sus poemas, cuyas afirmaciones rítmicas de libertad individual a ultranza habían sido muy celebradas por algunas revistas de ideología incierta: constituían una parte no muy extensa de su obra publicada; el resto se dedicaba enteramente a mí, bajo un sistema de claves que algunos críticos trataban inútilmente de interpretar, y que lo mismo les conducían por las tenebrosidades de un proceso místico en que se buscaba a Dios, que de un proceso de odio en que se buscaba a un enemigo. Si otros insistían en asegurar que la meta de aquella poesía y de aquella búsqueda era, con toda certeza, un dios que quizá coincidiera con alguna metamorfosis o figuración del pueblo, yo sabía perfectamente dónde estaba la meta. Probablemente mi falta de atención a la persona de Irina obedeciera a estar en el secreto de su duplicidad, pero hoy me encuentro en situación de asegurar que estaba equivocado, por aplicar una interpretación lógica, de marcado carácter racionalista, a la conducta de una muchacha eslava, que además, hacía versos de significación no sólo secreta sino además múltiple. ¡Y cuidado que yo hubiera podido comprender e interpretar rectamente su doble juego, que obedecía, sin duda, pensé después alguna vez, a su complejidad espiritual, no de las claramente discernibles, sino de las confusamente vividas! Iba a entrevistarme con Irina sin otra provisión que las imágenes guardadas en la memoria de Etvuchenko, que ya empezaba a llamarse precisamente Yuri, sólo Yuri, y que daba todas las señales de olvidar su condición de agente. Y estas imágenes venían cargadas de erotismo, eran las de un enamorado a quien el Destino y las necesidades políticas y estratégicas de una patria en peligro mantenían separado de aquella muchacha ¿Muchacha todavía? Me lo pregunté: no pude responderme.

Los amores de Yuri e Irina no figuraban en los datos de mi fichero ni en los de mi memoria, bastante más completos. Todo lo que en mí pertenecía a Etvuchenko se ordenaba ahora alrededor de aquellas imágenes, que eran mezcla de recuerdos, deseos y esperanzas. Mientras tanto, yo permanecí apartado, sin grandes ilusiones, pero sabiendo que tras aquel trámite quizá sólo erótico, pero quién sabe si, a lo mejor, también sentimental, durante el cual mi verdadera personalidad se mantendría al margen, no sabía aún si contemplando o divirtiéndome, me recibiría el Embajador Soviético para encargarme, a lo mejor, de mi propia persecución. ¡Yo mismo tras de mí mismo! ¿Llegaría por fin, esa ocasión? Era la meta de mi carrera, el looping the loop de mi propio magisterio, pero, como más tarde explicaré, sólo después de haber salvado ciertos obstáculos y de haber dirimido aquella cuestión pendiente con Eva Gradner, que yo mismo había provocado. Entonces, cuando todo hubo pasado, la tan apetecida persecución de mí mismo dejó de interesarme, y para explicarlo, quizá para explicármelo, es para lo que cuento esta historia, apéndice de unas Memorias que no se conocerán jamás.

La sonrisa de Irina me esperaba en el fondo del café, cerca y casi debajo de una negrita reluciente que sostenía una profusa lámpara con su mano derecha, lo cual le permitía poner de manifiesto, con toda su osadía, unos pechos desnudos: las tulipas de la lámpara eran como lágrimas rojas, verdes, azules, alguna blanca, lágrimas encendidas. No sólo me esperaba aquella sonrisa temblorosa, sino también los labios y un lugar a su lado. Le advertí inmediatamente del poco tiempo de que disponíamos y, de paso, aludí o me referí, no lo recuerdo bien, a lo lejos que quedaba su casa (al otro lado del río, donde viven los poetas). Pero me suplicó que le hablase de Leningrado, dejó caer sus palabras de nostalgia y de recuerdos, y pedía respuestas a sus preguntas sobre lugares y paisajes: inmensas avenidas bajo la niebla o barquitos de vapor que se abren paso entre los carámbanos del río: bajo la niebla también, aunque, a veces, bajo la nieve indiferente (1). Mientras le respondía, recordaba que, según mis informes, ella había estado en Rusia poco más hacía que un mes. Representaba, pues, una parte de un papel (algo más adelante, alcancé a comprender que, cuando Irina iba a la URSS por razones de servicio, una parte importante de su persona se quedaba en París, desterrada, y moría de nostalgia. ¡Qué cosas pasan! Pero no soy yo precisamente el llamado a sorprenderme, cuando esas cosas pertenecen por su propia naturaleza al mundo por el que transito cada día).

Imaginé, y no me equivoqué, que así como Etvuchenko ignoraba que ella perteneciera al Servicio, Irina, no sólo lo sabía todo de Etvuchenko, sino que estaba bien informada de las razones por las que había venido a París. En la conversación que siguió a la satisfacción de las nostalgias, camino ya de la casa de Irina, ninguna de las preguntas que ella hizo, ninguna de sus palabras, podía hacerme sospechar que tratase de sonsacarme, de averiguar, lo cual fue precisamente lo que me puso sobre aviso, lo que me hizo hablar, aparentemente, más de la cuenta, pero con tales conceptos que Irina tuvo que atribuirme la más perfecta carencia de información fidedigna, casi hasta el punto de excitar su compasión y aumentar su ternura. Lo que aconteció aquella tarde entre nosotros (en el caso de que me decida a hablar en nombre de Etvuchenko) no fue más que lo acostumbrado entre unos amantes, no del todo fieles, que no se ven muchas veces al año, y que si él es especialmente sensual, dentro de su apasionamiento demorado, ella tiende más bien a la ternura, si bien modificado ese esquema abstracto en el sentido de que Etvuchenko amaba a Irina, y ésta sólo sentía por él una simpatía contaminada ciertamente de afición carnal, pues Etvuchenko era un buen mozo. En la velada predominó el color local… eslavo: en la habitación había incluso iconos, además de un samovar y de unas tazas para té de soporte metálico. Irina cantó canciones y yo, en algún momento, lloré. Había señalado previamente un límite de tiempo. Irina me acompañó hasta encontrar un taxi. Quedé en telefonearla. Di la dirección al chófer y permití que Etvuchenko se sumiera en el recuerdo de cuanto acababa de acontecer, con insistencia en lo de las caricias: demasiado inmediato para que pudiera interesarme.


(1) Pido perdón por la falacia patética, pero fue así como me lo dijo Irina.

Me entretuve alertando mis facultades mientras Etvuchenko revivía su amor. Me di cuenta de que nos seguían, y me pregunté que quién y por qué: no era de los míos, o, al menos, no era nadie a quien yo hubiera ordenado aquel servicio. Me pregunté si desconfiarían de Etvuchenko o si aquella persecución no pasaba de una vigilancia prudente, de la protección ejercida sobre un agente de importancia. Pero, ¡les había sido tan fácil a los míos secuestrarme y esconderme! A lo mejor, aquel taxi insistente, calle tras calle, obedecía a Irina. En cualquier caso, aquel detalle no alteró la situación ni mis previsiones: fue una especie de redundancia.

El Embajador me recibió en seguida, me invitó a café y a vodka, me mandó que esperase. Llegó muy pronto un personaje que me fue presentado como «El secretario», que se sirvió él mismo el vodka, se sentó algo alejado de mí y no dijo palabra. El Embajador entró dos o tres veces, y apareció finalmente acompañado de otros dos personajes: a uno lo conocía bien, un alto cargo de las fuerzas armadas; el otro era mi colega Iussupov, si es que se le puede llamar colega al Águila Caudal, a los Ojos que Todo lo Ven, al Previsor Futuro, al Zahorí por antonomasia. Si a Etvuchenko no le llamó la atención, pues le conocía y contaba con él, yo no dejé de preguntarme, después de haberle examinado, cómo pueden coexistir en la misma persona una inteligencia que casi se aproxima al olfato de los perros, con una estupidez que le aproxima a las grandes personalidades. Iussupov se había apuntado éxitos indiscutibles en varias cuestiones en las que yo no había intervenido. Le habían servido para crearse un pedestal del que no solía apearse, de modo que entró en la sala del Embajador con pedestal y todo. Me saludó con desprecio, y yo tuve que levantarme y hacerle una reverencia, «¡Camarada Iussupov!», de la que prescindió. Una mirada como la de este colega mío debe de ser la de Von Karajan cuando contempla la orquesta apabullada, la orquesta que se estremece al movimiento de una vara que ordena con la inexorabilidad de Yahvé y por las mismas razones «¡Ya no falta más que el doctor Klein!», dijo el Embajador; «pero no tardará en llegar». Me sonreí mientras Etvuchenko temblaba. El doctor Klein dirigía el Servicio en la Alemania Democrática, y su mente de matemático prusiano había sido reforzada con la energía del método dialéctico. Llegó en seguida, impecable. Supongo que el día anterior había recibido en su despacho una nota, redactada por mí, en que se contenían informes opuestos a los recibidos por el Embajador, que eran los que Moscú manejaba. Pero en la nota recibida por el doctor Klein, una apostilla de mi mano decía: «En el Cuartel General de la NATO se sospecha la participación en este asunto del Maestro de las huellas que se pierden en la niebla, lo cual es natural que se piense, porque ese Maestro es el nombre inventado por el enemigo para designar lo que no entiende.»

Tomó la palabra el General (no le llamaré de otra manera. ¿Para qué?). Lo hizo con claridad, con rigor, con conocimiento de causa. El Estado Mayor se había alarmado, porque las muestras recibidas del Plan Estratégico, aquello que en otra situación se pudiera interpretar como anzuelo detrás del cual se esconde un vulgar proyecto de estafa, revelaba un conocimiento tan preciso de ciertos datos secretos, que, a partir de aquel momento, todo el sistema defensivo (el vigente), cuya caducidad juzgábamos ya inevitable, quedaba en situación de alarma.

– Sin embargo -dijo Iussupov cuando le fue concedida la palabra-, no conviene descartar la posibilidad de que todo lo existente de ese supuesto Plan se reduzca a esas muestras, que muy bien pueden haber sido elaboradas por alguien inteligente e informado para hacernos creer que el Plan completo existe.

– Es una idea que conviene tener en cuenta -apuntó el doctor Klein-; pero no perdamos de vista que nosotros también hemos elaborado un Plan Estratégico que llegó a las manos de ellos, y éste de ellos que va a llegar a nuestras manos, puede ser la respuesta.

– Yo lo encuentro bastante retorcido -terció, y habló por vez primera, el Secretario.

– ¿Es que conoce usted algo relacionado con el Servicio Secreto y con la política exterior que no lo sea?

Iba a replicar el Secretario, pero el General zanjó la disputa antes mismo de iniciarse.

– ¿Qué más da? No perdamos tiempo. De esta reunión tiene que salir, por lo menos, un proyecto que nos permita actuar una vez que hayamos recibido la aprobación superior.

– ¿Pero usted, General, no tiene autoridad bastante para aprobar lo que aquí se decida?

– En algunos aspectos, sí; en otros, no.

– Supongo -intervino Iussupov-, que se tratará precisamente de aquellos aspectos que exijan una acción inmediata.

– Ésos son, precisamente, los que debo someter a consulta. Cualquier proyecto urgente tiene que pasar al menos por diecisiete despachos, sufrir diecisiete exámenes que dictaminen su urgencia y ser finalmente garantizados por diecisiete firmas.

Yo empezaba a impacientarme. Nadie me había indicado que tuviera algún derecho a intervenir en la conversación, menos aún como protagonista de ella, y hacerlo por mi cuenta habría sido tan inexplicable como la aparición, en aquella sala tan elegante y tan sobria, de la Emperatriz Catalina, aunque no menos necesario, si bien no tan lógico. Por eso precisamente lo hice. Fue una mano que se adelantó, una mano que los demás miraron como la aparición de una serpiente en un lugar donde no suele haberlas; pero como la mano pertenecía a un cuerpo, las miradas siguientes se dirigieron a él, y eran terribles. No me inmuté. Por el contrario, aproveché el silencio indignado (sobre todo el de Iussupov) para decir:

– Empieza a inquietarme la tendencia hacia la fantasía que muestra esta conversación. Todo lo que se ha dicho hasta aquí carece de razón de ser; carece incluso de cualquier clase de realidad que no sea la meramente verbal. Se parte de bases completamente falsas a causa de una imperfecta información. Me permito sugerir a ustedes que, puesto que estoy aquí, se tomen la molestia de interrogarme. Los datos de que carecen, yo los poseo.

Se le interrogará a su debido tiempo, y hasta ese momento, sírvase guardar silencio, coronel Etvuchenko.

– De acuerdo, General. Pero, cuando me llegue el turno, habrá pasado el tiempo concedido para entregar el dinero y recibir a cambio el texto entero del Plan. Por cierto, conviene que preparen un coche. Son varios miles de folios.

Y me senté. Iba a encender un pitillo y recurrir a los recuerdos de Irina para entretenerme, pero, entre los presentes, el General, al menos, tenía sentido común, aunque se murmurase de él que carecía de sentido revolucionario.

– Reconozco que hemos seguido un mal método, Etvuchenko. Hable, hable cuanto antes.

Iussupov, sin embargo, no pareció aprobarlo: pertenecía a esa clase de hombres que no renuncian fácilmente al protagonismo, pero que, aun en el caso de estarles vedado, aspiran, por lo menos, a que la operación se lleve a cabo como si él fuese su verdadero autor, aunque injustamente tratado por la Providencia, que en este caso parecía haberme elegido; así que dijo:

– No será sin mi protesta, General. El coronel Etvuchenko, de quien no había oído hablar hasta hoy, aunque le haya visto algunas veces en los pasillos del Kremlin, perdido entre la multitud de funcionarios y sin lograr sobresalir, ocupa un lugar bastante inferior al mío en la jerarquía del Servicio, y no parece legítimo, ni menos acostumbrado, que pueda decir una sola palabra mientras yo no haya dicho la última de las mías.

– Pues dígala ya, Iussupov -le respondió el General-, y sobre todo, dígala cuanto antes. Tenemos prisa.

– Mi última palabra, General, tiene que ser necesariamente larga y, desde luego, lenta. Consiste en un análisis de la situación según mis propios métodos, y si no a la vista de ciertos datos, teniendo en cuenta al menos determinadas intuiciones.

– Pero, ¿no cree que está ya suficientemente analizada?

Al Secretario, de momento al menos, no le pareció demasiado ortodoxo el que en una cuestión como aquélla, que debía ser resuelta por procedimientos estrictamente científicos, se permitiera la intervención de algo tan irracional como las intuiciones, bien aisladas, bien en cadena, pero Iussupov lo apabulló al demostrarle que su manera de entender la Ciencia y la misma Vida, sin la intuición activa y en cierto modo espabilada, estaba a merced del enemigo, y, lo que es aún peor y más irracional si cabe, del azar. De lo que se infería la urgente necesidad de aplicar a la cuestión del Plan, no ya lo que sabía, sino lo que intuía. El General sacó del bolsillo una petaca y de ésta un cigarrillo.

– Entonces, será mejor que vaya usted a la habitación de al lado y redacte un informe. El Embajador pondrá a su disposición lo que necesite, un magnetófono, o una secretaria.

– ¿Y por qué no ambas cosas? -dijo el Embajador, al parecer divertido-. Acabo de recibir ejemplares verdaderamente notables de lo uno y de lo otro, y me gustaría que alguien los probase.

Se armó un ligero barullo a continuación; Iussupov había interpretado las palabras del Embajador como una invitación a dictar sus palabras al magnetófono mientras se solazaba en los brazos, quizás inexpertos, y, desde luego, desentrenados en el trato con agentes de su categoría, de una secretaria, y necesitaba hacer constar que ni dentro ni fuera del Servicio había mantenido relaciones con carnes mercenarias, aunque, como las presuntas, recibiesen su sueldo del Estado. El Embajador pidió la palabra para una aclaración, el Secretario sentenció que estábamos perdiendo el tiempo, pero que las suposiciones, probablemente involuntarias, de Iussupov, ofendían la dignidad de una ciudadana intachable, y, mientras se dilucidaba si sí o si no, el General me llevó aparte.

– ¿Qué tiene que decirme, coronel?

Saqué del bolsillo unos papeles que había preparado:

– Aquí está escrito con toda precisión lo que hay que hacer en cada uno de los momentos en que se divide la operación. Me temo que si han de sufrir diecisiete exámenes y recibir diecisiete aprobaciones, con las correspondientes firmas, lleguemos tarde. Me temo que llegaremos tarde incluso si usted lo piensa durante más de un minuto y medio, porque, dentro de dos, tiene que salir de la Embajada el personal que ahí se indica y ocupar los puestos de vigilancia y protección que se señalan, marcadas con una equis roja en el diagrama adjunto. Un automóvil que me conduzca, o si se desconfía de mí, que conduzca al señor Embajador o a quien usted designe, tiene que acercarse a la hora prevista a cierta casa y entrar por cierta puerta uno de sus ocupantes, depositar el dinero en un lugar muy concreto, salir de la casa, esperar en el coche, o dando algunas vueltas por el barrio, que es muy atractivo, durante veinte minutos, y entonces, sólo entonces, entrar de nuevo y recoger los folios, que son tantos que el señor Embajador no podrá solo con ellos. Por esa razón, sugiero que alguien le acompañe, y ese alguien podría ser yo, pero también el señor Iussupov, si da su palabra de que no introducirá variaciones improvisadas, y si se digna, por una vez, refrenar su genial intuición. La última palabra, General, es la de usted.

Le di los papeles, me cuadré con un taconazo a la manera prusiana, que halagó el General; quedé esperando. El General se apartó de mí, leyó las instrucciones, habló con el Embajador y con Iussupov, me llamaron, me dijeron que yo intervendría más como observador que como actor, y que durante todo el tiempo que se invirtiese en la operación, me acompañaría un agente armado, con instrucciones concretas (matarme, si algo salía mal, supongo).

– Acepto -le respondí con cierta displicencia-, pero advierto nuevamente que si el señor Iussupov se empeña en aplicar a la operación en su conjunto o en cualquiera de sus detalles su portentosa inteligencia, lo más probable será que a mí me maten, pero ninguno de ustedes, incluido el señor Iussupov, lo pasará mejor. Conozco muy bien al señor Iussupov, y sé que pertenece a esa clase de genios cuya comprensión de la realidad es tan superior a la realidad misma, y, sobre todo, tan perfecta, que acostumbran a provocar toda clase de catástrofes. Me estoy refiriendo, como habrán adivinado, a la invasión de Rusia en mil novecientos cuarenta.

El General intentó aplacarme:

– Sin embargo, coronel, comprenderá que, por principio, tenemos que desconfiar de usted.

– Por supuesto, General, pero no hasta un punto tan excesivo que implique necesariamente el fracaso de la operación. Advierto, sin embargo, que no tengo el menor interés en que, ante los cuadros superiores, se me atribuya su paternidad, de manera que si otro quiere firmarla, por mí no hay inconveniente.

– No lo habrá por mi parte si todo saliera bien.

– Si sale mal, señor, con todos los respetos debo decirle que no habrá ocasión de poner ninguna firma al pie, como parece bastante obvio. El riesgo, se lo aseguro, nos abarca a todos. Salvo si deciden que corra por mi cuenta. En este caso, el riesgo será mío, pero, también en ese caso, exigiré que nos pongamos en movimiento inmediatamente. Ya hemos perdido más de un minuto, y cada uno más que se pierda me aproxima a la muerte.

Se miraron. Iussupov dijo, de pronto:

– No es una operación tan gloriosa que pueda interesar a nadie su paternidad. Por otra parte, el Estado, hasta ahora, me ha empleado en casos de más envergadura técnica y, sobre todo, de más alcance histórico.

– ¿Debo entender que propone que el coronel Etvuchenko actúe por su cuenta?

– Me da lo mismo.

Nada de lo que siguió tiene ya interés como para que lo cuente con detalle. Me dejaron solo, pero me vigilaron según mis instrucciones. La noche estaba lluviosa, pero no fría, e incluso el azul del aire era hermoso. No dejé de fijarme en que una mujer arrodillada y sentada sobre sus piernas, tocaba tiernamente una flautita. Podía tener lo mismo doce que veinte años: rubia, delgada, recordaba a algún personaje de cuento céltico, donde los mendigos son siempre ángeles o santos, cuando no la misma Virgen María. Me alejé de ella con melancolía. Dejé el coche junto al único farol de la plazoleta, uno de gas, de los antiguos. Sonaba un acordeón lejano, quizá sólo un disco o una radio. Y, como la lluvia era menuda, daba la sensación de niebla, una niebla que englutiese casas y árboles y los fundiese en un conjunto borroso. No sé por qué recordé a Irina: acaso porque la sensación encaminaba más a la poesía que al miedo. Entré en la casa, deposité el dinero, esperé en el coche, recogí después los cartapacios del Plan Estratégico y los fui trasladando al exterior, vigilado por varias metralletas y por la mirada escrupulosa de Iussupov, a quien probablemente aquello parecía menos fácil y más elemental de lo que era en realidad. Poco tiempo después, aquel montón de papeles estaba en el despacho del Embajador. Ni éste, ni el General, ni Iussupov, ni siquiera el doctor Klein, se atrevían a tocarlo, aunque sí lo rondasen. Pero la situación la había alterado la presencia de un personaje inesperado (para mí una sorpresa). Irina Tchernova acarició con sus delicados guantes los cartapacios ásperos. Se volvió a los presentes.

– ¿Recuerdan lo del caballo de Troya? -dijo, con cierta burla en la voz.

Iussupov le contestó que sí, que por supuesto.

– Pues no estaría de más que los señores del Estado Mayor lo recordasen también. Éste, al menos, es mi consejo.

No se había quitado el impermeable, se había limitado a desabrochárselo. Al ver el Embajador que parecía disponerse a marchar (y sólo por el movimiento de sus dedos en los botones), le preguntó:

– ¿Pero va usted a dejarnos en esta perplejidad? ¿Por qué nos dice eso? ¿Qué es lo que sabe?

– Nada, señor Embajador. Mera deformación profesional. No olvide que soy poeta, y lo que acabo de hacer es una cita poética, aunque sólo en cierto modo.

Sus palabras parecían, efectivamente, liquidar el coloquio, pero, en cambio, había interrumpido a mitad del camino el recorrido de sus dedos por los botones del impermeable. El General recurrió al cigarrillo con que solía cubrir vacíos y rellenar pausas, y después dijo:

– Irina, nada más lejos de mi intención que intervenir en el sistema al que usted pertenece y cuyos canales de comunicación no coinciden, evidentemente, con los míos. No voy a preguntarle lo que sabe, sino sólo si sabe algo.

– ¿Saber? No, General. Pero he reflexionado. Si nuestro Estado Mayor hizo llegar a la NATO un estudio estratégico escrupuloso para enterarles, no sólo de que su sistema de defensa tenía un punto vulnerable, sino de que nosotros le sabíamos, lo natural es que ellos hayan elaborado un estudio semejante y nos lo hayan hecho llegar, ahí lo tenemos delante de nosotros, no para convencernos de que somos invulnerables, sino para hacérnoslo creer. Nos responden adecuadamente, pero el efecto que intentan causarnos con su respuesta es el contrario del que nosotros nos hemos esforzado en causarles a ellos. Lo encuentro, sobre todo, elemental, y me admira que a ninguno de ustedes se le haya ocurrido.

El Secretario se adelantó, en el uso de la palabra, al General, y le cortó el ademán correspondiente:

– Y, díganos usted, Irina: ¿somos nosotros quienes hemos de comunicar esa sospecha al Estado Mayor, o lo hará usted directamente?

La mano de Irina abrochó el último botón.

– Ustedes por su lado, yo por el mío. Procuren redactar el mensaje de tal modo que no vayan a entender precisamente lo contrario, pues las contradicciones les inquietan como a todo el mundo. Aunque, por supuesto, no aspiro a una coincidencia literal, que sería impensable. Tengo, sin embargo, serias razones para esperar que a quien harán caso será a mí, lo cual no dejo de lamentar, pues yo no pertenezco al Servicio para entretenerme en estos juegos y en estos amagos de un Estado Mayor a otro, tengo algo más importante que hacer.

– ¿Algo demasiado secreto? -le preguntó, amable y un poco deslumbrado, el General.

– Buscar a alguien y matarlo, en el caso de que sea alguien y de que sea mortal.

Sentí un escalofrío, mientras Iussupov preguntaba a Irina si se trataba de un traidor a la URSS o más bien de un amante traidor. No recibió de Irina, no ya respuesta: ni siquiera mirada. Ella recogió el paraguas y la cartera, que había dejado encima de una silla, y salió. Todos escuchamos cómo el ruido de sus pasos se alejaba, tranquilo, por el pasillo. Cuando dejó de oírse, empezaron a hablar, y yo aproveché un momento en que Iussupov exponía su punto de vista acerca de los hechos, que era el mismo que antes, aunque modificado en algunos detalles y, sobre todo, en sus conclusiones, para lo cual había comenzado por recordar no sé qué de lo acontecido a un espía egipcio en la corte de los Mitani; lo aproveché pidiendo al General permiso para retirarme, porque la operación, le dije, me había fatigado. Salí de la Embajada sin cautelas. Vi, sin embargo, un coche parado a escasa distancia de la puerta: iba a esquivarlo, pero de su interior me llamó la voz de Irina. Me acerqué.

– Entra -me dijo.

Irina invitaba al coronel Etvuchenko, quizá con el intento de que el soldado victorioso descansase del esfuerzo de la pelea y hasta es posible que del tedio de la gloria, aunque, como ésta no se había manifestado de ninguna de las maneras habituales (¡Una felicitación, al menos, del señor General!), no dejaba de ser admisible la hipótesis de que Irina intentase suplir o corregir con sus manos suaves, con su voz profunda y acogedora como una caverna, aquella deficiencia, lo cual, tratándose del coronel Etvuchenko, no parecía, en principio, desagradable. Dejé a mi personaje que entrase en el coche y yo entré con él, servidumbre inevitable. Irina me dio un beso.

– ¡Te has portado bien, Yuri!

Probablemente a Yuri le hubiesen bastado el beso y la felicitación de Irina para renunciar al estado de tensión profesional y sustituirlo por el de tensión sentimental, con la esperanza de una satisfacción completa a medio plazo, o acaso a plazo breve, si las cosas se precipitaban. Yo hice lo que Yuri hubiera hecho, aunque con otras intenciones.

– ¿Te parece que vayamos a cenar a cualquier rincón bonito?

– Mi casa -respondió Irina- es un rincón incomparable, y tiene la ventaja sobre cualquier figón de la Orilla Izquierda de que los cristales de las ventanas son a prueba de balas.

– ¿Algún temor? ¿Quizás alguna sospecha?

– ¡Una simple precaución, amor mío! Los agentes de la NATO, a estas horas, andan excitados como las moscas en verano. Y algunos me conocen.

– Pero tú no has tenido nada que ver en este asunto.

– No, pero estaba al corriente.

Había arrancado el coche. Los limpiaparabrisas recorrían agitados su camino de cristal. Di a Irina un cigarrillo encendido y yo puse otro entre mis labios.

– ¿Cómo sabes -le pregunté-, el contenido del Plan? Porque yo soy el único que lo ha tenido en sus manos, e ignoro totalmente en qué consiste.

– Tengo mis confidencias.

– ¿El comandante Levillier?

– No tan arriba, pero tampoco demasiado abajo.

– ¡Ah!

Pensé inmediatamente en Crosby, pero me resistí a aceptar, ni aun como hipótesis de trabajo, que Irina se hubiera acostado con él para obtener aquellas confidencias. Subíamos por la calle de Rennes, hacia la estación de Montparnasse. La casa de Irina estaba por aquel barrio, a la derecha de la estación, en una placita de castaños bastante recogida. Pero no fuimos a ella directamente. Irina dejó su coche en un garaje, tomamos un taxi, dio su dirección, me entregó una llave.

– Sal tú y abre la puerta de la calle mientras yo pago.

Lo hice. Apenas Irina había cruzado el espacio entre el taxi y la puerta, una ráfaga de muerte silbó en aquel silencio. Me miró y me empujó hacia el ascensor. Nos detuvimos un piso más arriba, bajé delante, abrí también y la esperé. Irina no manifestaba miedo: se limitaba a tomar precauciones inteligentes, aunque elementales. Yo, mientras tanto, intentaba averiguar, por mera deducción, a quién se le habría ocurrido vigilarla y autorizar que la matasen. Pensé en D39, sigla que enmascara a un oficial holandés alto, tozudo y no demasiado imaginativo, aunque buen trabajador y bastante fanático; un hombre que entiende que las mujeres pertenezcan al Servicio, pero que se sentiría verdaderamente realizado si llegara a contemplarlas muertas a sus pies.

Después de cerrar y echar varios cerrojos de seguridad («¡No me gustaría que nos estropeasen la noche con un doble asesinato!») Irina se metió en la cocina, y, desde el sillón en que me había sentado, la oía trajinar. Por los olores que me fueron llegando, averigüé un programa culinario de lo más ruso, que resultó además de gran poder restaurador. ¿Me consideraba fatigado o precavía posibles fatigas ulteriores? ¡Irina, cada vez más adorable, digna de quien pudiera adorarla, y no de mí! El vino, sin embargo, no fue ruso, ni siquiera el aguardiente: un burdeos de buen año y un calvados. Pero, mientras llegaba con las bandejas, examiné la habitación más atentamente de lo que lo había hecho aquella tarde, y el análisis de los objetos y de sus combinaciones me fue descubriendo a una mujer de espíritu bastante atractivo, no sólo su cuerpo, al que no cabía poner tacha. Los libros de poesía, en los plúteos, encima de la mesa, o el que, abierto aún, había abandonado aquella misma tarde -acaso en el sofá-, no eran ni más ni menos que los que yo esperaba, e incluso los que yo hubiera leído de presentarme como De Blacas y no como Etvuchenko. La persona del capitán de navío me fue siempre simpática por su afición a las Matemáticas, a la poesía y a las mujeres bonitas, y me hubiera gustado tratar a Irina desde el pellejo de De Blacas, pero aquella etapa de la aventura no había sido prevista. Continué mi inspección. Algunas contradicciones, como la vecindad de Lenin con una Madona de Kazan alumbrada de velitas color miel, no me sorprendieron demasiado, ya que respondían a la idea más tópica que tenemos de los rusos, sobre todo de los soviéticos, pero no dejaba de ser interesante que aquella muchacha encendiese velas a la Madona de Kazan. Aunque también podía ser mero detalle decorativo, y, ¿por qué no ingrediente de un disfraz? Visto así, en virtud de esta sospecha, todo lo que me rodeaba, incluidos los libros, podía significar varias cosas a la vez. Todo signo es ambiguo, y dice lo que queremos que nos diga, salvo cuando creemos que dice lo que quien los emite se propone que diga. Y no hago aquí este inciso teórico por mero capricho o por afán de mostrar mi sabiduría, sino porque, en el fondo de este relato, como llegará a verse, luchan unos signos contra otros, signos que dicen una cosa y que son otra. ¿Habéis retenido el nombre de Eva Gradner, a quien llamaré también Gadner o quizá Grundig? ¡Procurad no olvidarlo! Sin embargo, no llegué a creer, en aquel momento, durante aquella espera, que la dilucidación de tal problema pudiese entretenerme, menos aún interferir mis planes inmediatos: que consistían ni más ni menos que en devolver rápidamente al verdadero Etvuchenko su personalidad y su papel, y reintegrarme al del capitán de navío De Blacas, en cuyo puesto pensaba esperar la llegada de la citada Eva. De este acontecimiento ignoraba algunos detalles, pero la fecha era el más importante. Siempre confié en que uno de mis agentes en Nueva York me tuviese prevenido. Llegada Eva, lo que podía suceder entre nosotros era totalmente imprevisible. Y esa incertidumbre me hacía feliz, aunque también implicase mi posible muerte.

– ¿Tú conocías mis relaciones con el Servicio? -le pregunté a Irina después de beber algún vino.

– Por supuesto.

– ¿Ibas en el taxi que me siguió esta tarde, al salir de tu casa?

– Sí.

– ¿Por qué me seguiste?

– Mera precaución. Podían matarte, a lo mejor te raptaban… No estaba muy tranquila.

– ¿Acaso desconfías de mi pericia?

– No, a la vista de lo que has hecho; pero me da un poco de miedo tu despreocupación. No debes ignorar que pueden reconocerte. Tu fotografía está archivada.

La respuesta no podía ser más convincente. Cambié de conversación: el coronel Etvuchenko debía salir al día siguiente para Moscú en un avión nocturno. No podían pasar juntos las horas restantes porque él tenía algo que hacer en la Embajada, pero confiaba en que le quedase tiempo para reunirse a almorzar… El café de Irina estaba bueno. Y, sin la menor duda, sus pechos fueron mucho mejores que el vino. No sé a qué hora de la noche surgió, en la conversación, el tema del Maestro de las huellas que se pierden en la niebla. Irina confesó la desconfianza que le causaba aquel nombre, o aquel sustituto de nombre.

– No conozco a nadie, ni de nuestro servicio ni del de enfrente, con la imaginación necesaria para inventarlo, porque es una imaginación poética, como lo es su conducta, imprevisible como las etapas de un juego o los versos de un buen poema. He llegado a pensar si el método para descubrirlo ha de partir precisamente de la teoría literaria; si, en vez de un agente secreto, es menester un crítico.

Fumábamos en la penumbra. Yo, después de una chupada, dije:

– Sí. Alguien que entienda ante todo de metáforas.

Y, en aquel mismo instante, rápidamente, Irina cogió un puñal escondido en alguna parte, y si mis reflejos no hubieran actuado tan rápidos como mi deducción, allí mismo me habría traspasado.

Me di cuenta del error cometido en el momento mismo en que mi mano detenía el puñal. Le apreté la muñeca hasta que lo soltó, y, no sé por qué, sentí compasión por su derrota, y quizá con intención de mostrárselo, le acaricié la mano que acababa de obligarle a abrir. Se dejó caer, entonces, en la almohada, y escondió el rostro, vencida. Creo que en algún momento sollozó. Y yo esperaba a que se recobrase. Lo hizo pasado un rato: levantó la cabeza y miró. Encendió la luz para hacerlo mejor. Y lo hizo durante un minuto largo.

– Eres tú, ¿verdad?

– Sí.

– Pues no lo entiendo, no entiendo cómo pudiste engañarme durante tanto tiempo.

– Sólo llevo engañándote desde el momento en que nos encontramos delante de aquella negrita, en el café.

– ¿Y antes?

– Antes, era el coronel Etvuchenko, no yo.

Señaló, casi acarició la cicatriz de mi brazo izquierdo, la huella larga de un balazo superficial.

– Eso lo has tenido siempre.

– Sí. Etvuchenko lo tuvo siempre.

– ¿Quién eres entonces?

– Lo sabes ya, lo has descubierto en el momento mismo en que pronuncié una palabra que Etvuchenko no hubiera usado nunca.

Ella sonrió.

– Yuri, el pobre, jamás logró entender lo que es una metáfora, menos aún explicarse la razón de su existencia.

– Yo no entiendo de otra cosa, o más exactamente, casi no soy otra cosa. La sustitución llevada a cabo con el coronel, aunque difícil de explicar en sus trámites físicos, y no digamos en los metafísicos, puede sin embargo entenderse como metáfora.

Irina recitó, en francés, en inglés y en ruso, mi nombre entero: «El Maestro de las huellas que se pierden en la niebla.» Y añadió:

– Antes de que me mates, quisiera saber de verdad quién eres.

– No tengo intención de matarte.

– Si no me matas, te mataré yo.

Me eché a reír, aunque no demasiado fuerte.

– ¿Qué haría Irina Tchernova, poeta rusa de la emigración, con el cuerpo muerto del coronel Etvuchenko en su estudio, y hasta es posible que en su cama? ¿Cómo iba a explicarlo? Al camarada Iussupov le costaría mucho trabajo creer que se trataba realmente del cuerpo de ese mero nombre cuyas huellas se pierden en la niebla, y a la Policía francesa le daría igual. Y tú, en el caso, meramente imaginable, de que salieras airosa, que lo dudo (lo más probable es que te condenasen, unos y otros, como autora de un crimen pasional, lo que no haría ningún favor a tu reputación literaria); en ese caso, digo, pasarías el resto de tu vida acongojada por la evidencia de un misterio que no llegaste a entender. Ahora bien, yo te prometo ayudarte a desvelarlo, previo pacto de paz.

– Eres un enemigo.

– Eva Gradner, de la CÍA, directamente al servicio del Pentágono, piensa de mí otro tanto y, un día de éstos, llegará a Europa dispuesta a asesinarme, aunque esta palabra sólo sea apropiada desde mi punto de vista, pues para ella y para los que la tienen a su servicio, sólo sería una ejecución legal. El Pentágono tiene escasa sensibilidad para lo poético, menos aún para lo misterioso, y en cuanto a ella, tampoco le preocupa lo incomprensible, que siempre logra entender aunque sea equivocándose. Pero un error tranquilizante siempre es más eficaz que la duda.

– Pero, ¿tú no estás al servicio del Pentágono?

– ¿Cómo te explicas, en ese caso, que haya entregado al Embajador de la URSS el texto entero del Plan Estratégico?

– Porque es una trampa.

– Podría demostrarte que no.

– En cualquier caso, estás pagado por los otros.

– El último dinero que recibí, justamente esta tarde, son dólares americanos de fabricación rusa.

– ¡Mis patrones son muy inteligentes! -me interrumpió ella con algo triunfal en la voz.

– No he abierto aún los paquetes, pero, ya sé lo que contienen. Así, sin abrirlos, los expediré a algún lugar del Caribe.

– ¿Tengo que pensar que eres un traidor?

– Si has analizado, y creo que lo habrás hecho, esa docena de trabajos a los que debo mi reputación, habrás observado que son, por lo menos, ambiguos.

Irina calló un momento.

– Sí, eso es cierto.

– Eva Gradner no lo cree así, porque para ella no hay más que el sí y el no. Vive en un mundo sin matices y, por supuesto, sin metáforas.

– ¿Quién es Eva Gradner?

– Una muñeca.

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