E. Cuatro

– Perdidos andamos todos, hombre. Lo único que a veces puede despertar curiosidad es saber con respecto a qué brújula. Porque a lo largo de la vida no hace uno más que inventarse brújulas o fijarse en las que inventan otros. Eso es lo que cambia; los bandazos son siempre los mismos: del entusiasmo a la decepción pasando por esa zona media de la conformidad, guarida preferente para la mayoría, donde el tiempo se ensaña, sin embargo, y pega sus dentelladas más crueles; pero la gente que pone la vela al pairo de la conformidad no sabe esto, piensa que está hurtando su trayectoria a las fauces del tiempo, que es un viaje amortiguado y subrepticio. Y al fin, mientras no caigan en la cuenta del engaño qué más da, se lo creen, pues vale, el caso es ir trampeando, todos los expedientes, en definitiva, son para mientras alguien crea en ellos. Tu padre tendrá sus remolinos como tú y como yo; a ratos llevará paso de minué y a ratos de aquelarre, lo que pasa es que las sucesivas referencias de su viaje se nos escapan porque nos traen sin cuidado. A mí por lo menos, me traen sin cuidado. A Harry posiblemente no, por eso trata de entenderlo y de justificarlo. Yo no lo entiendo porque ya no me intriga, en el fondo es por eso: he dejado de pelear por él. Podíamos estar igual de separados y no haberlo perdido, que no me diera igual -como me da- ver su nombre en la prensa vinculado a homenajes oficiales, con toda esa bambolla de cargos, consejero, accionista, de banquete en congreso, de congreso en recepción; pero es que me da igual, no le quiero. Querer a una persona es quererla en lo que la separa de nosotros, en sus errores y calamidades, es quererla querer, empecinarse, es brega solitaria si lo vas a mirar, una pura pelea a tumba abierta contra las evidencias. Pero yo por Germán he peleado poco, me dejó de irritar hace ya mucho tiempo. Antes sí, discutíamos, de niños sobre todo, le quería meter en la cabeza todas mis opiniones y deseos, ¡qué ganas de pegarle!; éramos muy distintos, sí, pero le quería y hasta mucho después de acabar su carrera y yo la mía, aún seguía sin darlo por perdido, me obsesionaba la idea de sacarlo de sus casillas, de sus raíles, quería que descarrilara; un día él se dio cuenta y me dijo: "Pero a ti, ¿qué te pasa? ¿quieres que descarrile?", y yo indignada: "Eso es lo que quiero, sí, justamente, mira por donde todavía das alguna en el clavo, que descarriles y te abras la cabeza"; y le quise pegar porque estaba tranquilo, se había echado a reír mientras hablaba yo y me sacó de quicio, aquello era quererle, ahora nunca me indigna. Y mediaba tu madre muchas veces: "Pero déjalo en paz, ¿no ves que él es así?", sin darse cuenta de que contribuía a mi exasperación desde que se hizo novia de Germán por aquella tendencia suya a dejarlo a su aire, a aceptarlo como era. "No pretendo cambiarlo -decía- no te pongas pesada, cuando tú te enamores hablaremos, quieres lo que te dan y como te lo dan, exactamente eso es lo que quieres cuando media el amor, un día lo sabrás", con aquella sonrisa contemporizadora, como queriendo que se oyeran las palabras que decía, pero al mismo tiempo arriesgándolas a un torbellino donde todos hablaban mucho más alto, las perfilaba como avergonzándome de que pudieran herir, yo no sé si te acuerdas de la voz de tu madre, valiente pero tímida, sin desafiar, qué encanto de mujer. Pero él la avasallaba; creo que le empecé a tomar aversión a fuerza de quererla a ella cada vez más, había que elegir entre los dos, no había más remedio, nunca pude mirarlos como a un grupo armonioso, la verdad yo no sé cómo ella lo aguantaba. Ni entiendo lo que busca exactamente tu padre en las mujeres, que a veces no parecen importarle en absoluto, ni cómo se ha podido casar con dos tan diferentes, ni si las ha querido ni cómo ni llevado de qué idea, es que no entiendo nada. Y tampoco me importa, ya te he dicho, en eso está el secreto.

Fíjate, por ejemplo a mi marido no lo he entendido nunca, pero es que nunca, nada, al Germán de ahora mismo, si me aplicara a ello, lo podría entender mucho mejor sin duda, pero ¡qué distinto!, a Andrés le doy vueltas y aunque me desespere y me duela, no me aburre, no me resigno a darlo por perdido, ¿entiendes?, ahí está la diferencia. Ahora mismo, según digo su nombre, y casi siempre que lo digo o que lo pienso, se me atraganta el hecho de que exista y esté hablando por ahí con gente, tendría ganas de ser yo esa gente, de ponerme a discutir con él, de pugnar por buscarle una vez más resortes que a la fuerza coincidan con los míos, aunque tuviera que abrirle la cabeza para lograrlo, me fascinaría; me figuro estar dentro de su propia cabeza, como me pasa algunas veces a fuerza de mirar un cuadro que me ha gustado mucho, que me parece que me meto en él, pues una cosa así, dando vueltas en un paseo circular y cerrado por los caminos que antaño me llevaron a creer entenderlo, viendo un paisaje que tal vez no existe. Y sí, claro que pienso "está perdido", pero me gustaría recobrarlo, servirle de guía en esa pérdida que le supongo, entregarle, aún a riesgo de quedarme vacía, todas las imágenes que guardo de nuestra relación para que las fundiera con las suyas, con esas que sin duda cuida él -y te digo "sin duda" porque es que no me cabe soportar duda en eso-, no trastos arrumbados sino piezas de oro que recuenta a diario; y la fusión de mi tesoro con el suyo sería, me parece, remedio suficiente, el único capaz de reponer los hitos que marcaron cariz de itinerario al ovillo de rutas que recorrimos juntos, y por eso no han muerto todavía esas rutas, porque me parece tener la fórmula de su resurrección. De tu padre lo pienso, sí, que ha sido mi hermano, que hemos jugado juntos, pasado miedo juntos, que nos hemos besado y rascado la espalda y peleado y leído esos libros y trepado a esos árboles de ahí fuera; pero es algo pasado, inoperante, tengo que hacer esfuerzos para pensar que aquel Germán trae al de ahora, no hay hilo, aquél ya se ha perdido, y además, te repito, me da igual. Puede que sea muy triste pero sucede así, la pérdida de otro es cosa subjetiva. Y si él está perdido para ti y para mí no hay más razón que ésa: que le queremos poco.

Dirás que se lo busca, que pone poca cosa de su parte, pero eso es lo de menos, poco cuentan los méritos en un negocio así, hay gente de la que decides no desentenderte, vaya por donde vaya, y ésa no se te pierde, qué se te va a perder. De quien puedes decir "está perdido", a ése es que lo has soltado tú, no hay más vuelta de hoja, lo has dejado caer por lo que sea, no lo dudes, Germán; unas veces se lo habrá merecido, de acuerdo, pero otras no y el resultado es el mismo, depende de la decisión del que corta amarras y no del rumbo que viniera llevando antes de la ruptura ese otro con quien se ventila si cortarlas o no. Fíjate a cuánta gente de rumbo extraño al nuestro la seguimos sintiendo a lo largo de lunas y más lunas -y hasta toda una vida algunas veces- vinculada a nosotros, y esos esguinces y derivaciones del rumbo ajeno son igual que tirones que tuercen y confunden la propia trayectoria; se piensa: "Pero ¿cómo no me podré yo mover con libertad, si ahora a esa persona ya no la tengo conmigo?", lo mismo que te pasaba a ti la noche de fin de año, que te habías ido con aquella gente en plan de "borrón y cuenta nueva" y seguías teniendo encima los problemas de esa chica que te hace sufrir. Decidir romper amarras y ser libre vale de poco, yo cuántas veces habré dicho en mi vida "cada palo que aguante su vela" para dar por cancelada mi dependencia con respecto a alguien, pero sólo cuando notas que además de decirlo eres capaz de remendar la vela de tu propio barco sin que los dedos te tiemblen y sujetarla otra vez pausadamente al mástil solitario, ¡ah!, eso es lo que vale, entonces sí has roto de verdad aquella amarra de la que protestabas, cuando decir "soy libre" no es recurso forzoso ni revancha verbal, sino una consecuencia del susurro que te canta en la sangre: "Estoy sola, vuelvo a empezar, todo es mío, yo amaso el tiempo y me pertenece, es mi material de labor, mi tela para tejer, no lo siento tirano ni verdugo". Porque la libertad se identifica con la asunción del tiempo, es algo tan fácil y tan difícil como mirarle a la cara, es deponer las armas y reingresar en él; el tiempo está esperando de nosotros que hagamos eso, que no lo miremos como enemigo, y sólo entonces nos entrega todo lo que guardaba en sus repliegues, sólo cuando nota que vamos con él, que nos hemos embarcado con él, como le dijo el marinero aquel del romance al conde Arnaldos, que pretendía escuchar desde la orilla su canción, se la negó, claro:


… Allí hablara el marinero,

tal respuesta le fue a dar:

Yo no digo mi canción

sino a quien conmigo va;


pues el tiempo lo mismo, a saber si ese marinero no sería una alegoría del tiempo, sólo embarcándonos con él nos quita las cadenas que nos atan los pies cada vez que intentamos huirle, nos devuelve una noción entrevista en poemas, encuentros y viajes del pasado, la desnuda noción de libertad, es como si nos dijera, cuando ya habíamos dejado de buscarla: "Aquí la tienes, tuya, para ti; es esa libertad de la que tanto habláis unos y otros, te la doy, si te atreves puedes cogerla, te la estoy dando, toma, créelo"; y de pronto eres capaz de alargar la mano y se desvanece lo embalsamado, se comprende que el tiempo es un amigo que te insta a habitarlo y que esa libertad que nos regala no es tanto la aventura fascinante cuyo sabor se ensalza en cuentos de piratas, princesas y capitanes como ese otro escondido talismán que supieron hallar desde que el mundo es mundo todos cuantos buscaron por lo yermo: místicos, ermitaños, mendigos, prisioneros, que a fuerza de soñarla hicieron suya la libertad más pura; desde nuestra soberbia recobrada los sentimos hermanos, gente de nuestra grey. ¡Qué gozo no dormir, mirar hoy como antaño las estrellas, sus ojos bien abiertos requiriendo vigilia de los míos!, traedme brazadas de tiempo alerta, de tiempo atrás, de todo el que perdí durmiendo en este mundo, leña para mi hoguera y leña de otros montes también y trastos de otras casas cerradas, el tiempo de los muertos que ya no tienen nada y el de los que ahora duermen perdiendo este tesoro, entrad a saco en las alacenas, que en mi llama se acoja y recupere cuanto dejan pudrir, lo quiero quemar todo, darlo al fuego. Esto es lo que se siente y se musita recién vuelto a gustar el néctar olvidado y agridulce de nuestra soledad, dejan de existir rejas entre la propia piel y la noche estrellada, respondemos así a su requerimiento perenne y misterioso; y al dejarnos a ella, el insomnio se trueca de condena en triunfo, como a ti mismo anoche te sucedió en la playa, como me pasa a mí en este momento, Andrés no existe, no sabría habitar conmigo este momento ni este sitio, estará durmiendo o estudiando o haciendo el amor, pero no sentirá la noche, por lo menos la mía, ésta sólo la puedo sentir yo: mía, la noche es mía porque no la desprecio, la noto y me rodea frotándose a mi piel, a años luz de distancia las galaxias pero igual de presentes y esenciales sobre esos avellanos que tocas si te asomas al balcón que cuando yo quería ser Adriana y tener un amante, la noche me promueve y resucita, voy instalada en ella, noche para viajes solitarios. Y el otro barco lejos, ya no importa, dejan de ser zozobra esas millas brumosas de distancia que no pueden salvarse, allá él con su rumbo, con sus temporales, yo bastante tengo con los míos, cada cual atienda a su juego, cada palo que aguante su vela. Y qué fácil parece, cuando al fin se consigue que no amargue, ese gesto de encogerse de hombros y que al bajarlos los astros no se desplomen, qué directo y qué simple pronunciar "allá él" sin que la lengua sepa a estiércol y a ceniza, respirar hasta el fondo, recordar: "estoy viva, tengo hambre", y mientras vas rumiando distraídamente, a modo de estribillo, "con su pan se lo coma", comer el propio pan en paz, sin añoranza.

Y dime, en todo esto ¿qué influye la conducta de ese ser que ha dejado de dolerte?, lo único que cuenta no es que sea un canalla o resplandezca por su lealtad sino que a ti te aburra o te rebase, no hay otra vía de liberación. Lo que ya nos aburre eso claro que nos resignamos a darlo por perdido, es lo único que muere de verdad. Se dice: "me empeñé en olvidar a Fulano y lo conseguí", mentira, el olvido rige sus propios laberintos y nunca nos enseña el secreto de unas reglas que ni él mismo conoce, es dios autoritario y caprichoso y nunca lo sabremos de antemano si va o no a concedernos sus favores ni la ración de espera y de paciencia que aún nos destina para consumir; "conseguí olvidar", sí, a veces se dice, se apunta uno ese tanto hasta incluso con cierta convicción, ¡qué jactancia adornarse con plumas de un dios tan arbitrario!, mientras él no abra puertas a nuestro cautiverio porque le dé la gana y cuando se la dé, no pasan de ser muecas los amagos de escape que exhibamos; descenderá el hastío cuando lo tenga a bien ese jefe supremo e invisible, y puede no querer, te lo digo Germán, no querer nunca; si no quiere es inútil. Bien poco nos libramos de aquello que nos manda, incluso desde lejos, su noticia de vida a cortar el aliento de la nuestra; de dientes para afuera diremos "¡qué me importa!", lo que es mientras importe no servirá de nada componer ante el mundo esa figura de la indiferencia, decimos "¡qué me importa!" por conjurar el miedo a que aquello nos deje de veras de importar, miedo a dormir al raso nuevamente, miedo, eso es lo que hay. Y en nombre de esa terca resistencia a darlas por perdidas importan aún las cosas; en el fondo, ya ves, todo remite al hilo, querencia a la atadura que nos mantuvo en vida algún momento, a ese hilo que Pablo pugnaba con tu ayuda por recobrar anoche, el mismo que fatiga y sobresalta los últimos vislumbres de la abuela, el que tu padre busca al escribir a Harry, el que guía mis paseos imaginarios por dentro de la cabeza de Andrés. Un hilo doloroso muchas veces, un nudo corredizo en la garganta amenazando asfixia, pero no quieres otro; puedes estar oyendo voces al otro extremo, incluso perentorias y rotundas: "¡corta, yo ya he cortado!", no haces el menor caso, no puedes, ya te digo, agarrar otro hilo diferente de buenas a primeras, depende del permiso de ese dios formidable el ponerte a coser con otro hilo, te están diciendo "vete" y no te vas, "sálvate" y no te salvas, y si algún ser realista y razonable te viene a sugerir: "has perdido a fulano", te notas superior, ¡ése qué sabrá el pobre!, sientes como ramplón su testimonio, asentado en minucias despreciables; y es porque las personas que te arrojan de sí se te pierden de un modo mucho más discutible que las que tiras y jubilas tú que dejan de servirte, más pérdida no cabe. Pero el desvío ajeno es otra situación, le sueñas un remedio, lo tiene que tener, recurres al Supremo de tu propio magín, pasillos y pasillos, cábalas y más cábalas, te eriges en el ancla y garantía de quien ha alzado el vuelo sin explicar por qué, piensas que volverá a aclarar lo pendiente, a reanudar el hilo, que tiene que venir, que los pájaros vuelven a su nido, como en una canción que cantaba tu madre en época de exámenes, se quedaba abstraída mirando a la ventana y yo: "Venga, Lucía, que no nos va a dar tiempo, no te me pongas cursi"; lo que ahora daría en cambio por haberlas podido grabar aquellas coplas de pausa en el estudio, le surgían bajitas, entre dientes, como para ella sola, siempre hablando de amores, de esperanza, qué voz se le escapaba sin querer:

… j'attendrai

le jour et la nuit,

j'attendrai toujours

ton retour;

j'attendrai

car l'oiseau qui s'enfuit

vient chercher l'oubli

dans son nid…;

pues eso, dans son nid; y aunque pasen los meses y los años sin que el pájaro vuelva, nadie puede impedirte pensar que eres su nido, se puede hundir el mundo antes que te despojes de tal atribución, ni nadie detendrá el fluir de salmodias que voluntariamente atizas en secreto para avivar la fe: "Sólo está extraviado porque se ha ido de mí, es un mero accidente, su rumbo al punto se recompondría si volviera los ojos a este norte; me tiene, soy su tierra, su brújula, su nido". Y aferras como nunca el cabo de tu hilo, aunque apenas te atrevas a tirar para no descubrir flojez al otro extremo, como las hilanderas del belén, mero gesto pasivo, quietas donde las ponen y hasta que alguien las quite, amparadas por cerros de cartón, con sus dedos de barro sosteniendo la hebra.

Si me oyera tu madre estos discursos, cuánto se extrañaría, me imagino su sorna: "Pero bueno, mujer, ¿qué fue del albedrío?, ¿te pisaron por fin el famoso albedrío?"; y bien me gustaría poderle confesar a grifo abierto, es una retahíla que he imaginado mucho últimamente:… "pues sí, me lo pisaron, era verdad aquello que me indignaba tanto cuando tú lo decías, que tanto pregonar el albedrío puede ser una trampa, un producto del miedo, hojarasca verbal para cubrir el ego solitario, ademanes grotescos; te encogías de hombros: «No hace faltar hablar tanto, libres, pues ya se sabe, y eso ¿a quién no le gusta?, pero es que tú conviertes en precepto igual que el de ir a misa el hecho de ser libre; Eulalia, créeme, te pones muy pesada, te esclavizas a serlo contra viento y marea, no me digas que no»; pero yo te decía que no y que no y que no, te acababas callando, casi siempre callabas, mirabas los objetos, al cielo y a la calle mientras hablaba yo y te zarandeaba con tantas convicciones agresivas, y a ti te daba igual que yo quedara encima, todo lo más decías: «Bueno, bueno, mujer, será como tú dices». Ahora entiendo tus ojos de pronto entristecidos, tu luz y tu paciencia, tu encogerte de hombros, entiendo los boleros y los fados, entiendo que lloraras a veces en el cine, que leyeras a Bécquer, yo ahora también lo leo, entiendo que dijeras: «Pues si a ti no te gusta, déjame en paz a mí, yo no te lo discuto, tú es que te crees que todo se puede discutir»; sí, te entiendo por fin al cabo de los años, de tantas discusiones exaltadas, de mi inútil tesón para mudar tu índole, tu apego a las raíces, al cabo de ese tiempo perdido que era tuyo porque diste refugio a tardes y mañanas que malversaba yo, por las que atravesaba sin fijarme. Yo no sé cómo hacías que, sin perder el hilo del discurso, casabas las palabras con el momento en que quedaban dichas, recogías el sesgo, la luz de aquel instante; iba compaginada tu atención al latín, a la historia del arte o a una charla cualquiera con el otro mirar al mismo tiempo con puntual cuidado árboles y tejados, el cielo, las personas, y aquella luz fugaz que los contorneaba se quedaba en tus ojos para siempre; recuerdo años más tarde, cuando te los cerré, antes de hacer el gesto, durante esos segundos de parálisis, con mis dedos allí sobre tus párpados muertos, pensé precisamente en aquel disparate de luz que te llevabas, en aquel hondo aljibe que a veces mi impaciencia te impidiera llenar: «Venga ya, te distraes, ¿qué miras?, no me sigues»; y tú te disculpabas: «Que sí, que sí, pero mujer, perdona, es pecado perdérselo, fíjate desde aquí en la puesta de sol, un momentito solo, la de hoy no se repite, fíjate qué colores», y yo llamaba a aquello, ya ves, interrumpir, tú decías que no, que algún día echaríamos de menos nuestro tiempo de jóvenes y que ese día lo éramos, que ser jóvenes era precisamente estar viendo aquel sol que se metía justo según hablábamos: «Se nos olvidará -decías- más pronto lo que hablamos que este sitio y su luz, la luz se queda dentro, luego sale en los sueños, ¿a ti no te ha pasado que te sale la luz?, es lo único que queda»; y qué razón tenías, no queda más que eso. Y era la luz del sol encima de la nieve o la de un flexo verde o de las nubes malva anidando en tus ojos lo que daba color a mis teorías, la recogía de ti, me pasabas la luz, te miraba y salían retahílas enteras, me embriagaba a tu lado protestando, rectificando el mundo de un modo que tenía por inédito y justo, nunca en mi vida he vuelto a hablar así. «Para abogado vales», me decías riendo; y otras veces también: «Salió la Pasionaria»; y la luz de aquel ámbito remansada en tus ojos sonrientes era la levadura de toda mi oratoria. Cuando no las recoge un mirar como el tuyo donde tomar el cuerpo y la sustancia, las palabras, Lucía, son un papel mojado, se busca una mirada que refleje la nuestra, sólo se busca eso, qué tarde lo he sabido, tenías razón tú, la tienes todavía, sí, sí, claro que sí…"

Pero es desesperante porque¿a quién se lo digo?, todo viene a destiempo, ahora le digo esto, Germán, cuando ya no me oye, como Miquel Hernández a la muerte de su amigo Ramón Sijé: "… a las desalentadas amapolas daré mi corazón por alimento". Menos mal que estás tú, llevo un rato mirándote, desde que me he acordado de esa canción francesa que sabe Dios de dónde me habrá salido a flote, y es que la veo a ella, Germán, no lo creerás. ¡Qué poder tiene el logos!, es eso, el "j'attendrai", según se desentierra, el que tiene virtud para tirar de ella, de tu madre son las palabras hermanas "jour et nuit" las que traen a la chica risueña de la foto que Colette escondió y la sientan ahí donde tú estás, aquí mismo a mi lado, y dentro de tus ojos se descubren los suyos, y ese gesto del cuello reclinado hacia atrás, esto, mira, esta línea desde la oreja al hombro es igual, es la suya, es lo más atrayente que tiene una persona querida para otra, frontera franqueable, distancia que mis labios podían acortar para hablarle al oído y mis manos también, llegarle a la cabeza: -"qué guapa estás peinada para arriba, pareces Nefertete"-, retirarle así el pelo de la cara, ver que lo tiene liso y suave como el tuyo y notar por la expresión de gato que pone, igual que tú, que le gustan mis dedos cuando se lo acaricio.

Nunca usaba champú, con jabón de cocina y fuera, en un minuto, cantando, haciendo bromas, ni bigudís, ni nada -"no hay que hacer caso al pelo, se pone vanidoso en cuanto le das pie"-, se lo secaba al sol, y las piernas al sol y los brazos al sol. No he visto criatura más demente del sol: que no se lo quitáramos, que no nos lo perdiéramos, siempre avisando como de un prodigio, que lo mirásemos brillar sobre la nieve y en los tejados y encima del río, le borraba las penas; "dejarme en paz de luna, yo soy gente de sol". Al sol la conocí, un día de noviembre; llegaba con retraso y bastante despiste al primer curso, entró en clase -"¿se puede?"-, era una chica nueva, entonces se notaba porque éramos muy pocos, de cara redondita con un abrigo azul, y al salir se acercó sin timidez ninguna, pero sin desparpajo; estábamos al sol contra la balaustrada, yo no la oí llegar, cuando ya estaba hablando la miré y así empecé a quererla, sólo lo que es directo se te mete en el alma a la primera. "Lucía Vélez me llamo, ¿lleváis muchos apuntes?, me los tendréis que dar si me hacéis el favor, yo vengo de Palencia", porque hablaba seguido siempre, como los niños, tenía por vacíos todos los circunloquios. Y los demás andábamos en puro circunloquio, pontificando siempre; y más que nadie yo junto con Julio Campos, mi ídolo de ese tiempo, el que está motivando todas las retahílas que me escuchas ahora, por no haberle encontrado antesdeayer. Pues Julio dijo entonces que tu madre era tonta, que le parecía tonta la chica de Palencia. Yo no llegué a decirlo porque había algo en ella que me desconcertó ya desde el primer día y me llevó a buscarle discusión, a querer arrancarle opiniones tajantes, empecé a irme con ella y a dejar a los otros, y Julio se extrañaba: "No pierdes pie a esa chica, yo no sé qué le has visto, si está como alelada". "Pues no es tonta, no creas, yo no la entiendo bien y me impacienta un poco, quiero saber qué piensa, pero de tonta nada, te lo aseguro yo". "Pues si cuando estáis juntas sólo se te oye a ti, no vaya a resultar que es que no piensa nada, Eulalia, pasa mucho, de esfinges sin secreto estamos más que hartos". Pero no, no era eso, es que tenía otra forma de dar las opiniones distinta de la nuestra, más llana; precisamente ni pretendía ser esfinge ni tener secreto ninguno, pero quedaba encima. A veces le bastaba con un gesto de asombro o de ironía, otras con un refrán -era muy refranera- o con una disculpa por no querer reñir, que lo veía inútil y agobiante: "Yo no lo entiendo así, qué quieres que te diga, no me hagas discutir, se saca poco en limpio, sobre todo porque te enfadas". Y tenía razón, yo me enfadaba mucho, demasiado, tendía a avasallar; y sin embargo -a Julio se lo dije- por mí no se dejaba avasallar la chica de Palencia, ni yo la fascinaba ni cosa parecida, decía que tener teorías tan firmes era igual que ser rico, que no te quiten la razón, que no te quiten el dinero, vivir alerta siempre contra un posible asalto, que ella no tenía miedo a no tener razón y yo en cambio tenía demasiado.

Y era verdad, desde luego. Pasaba entonces "por una etapa de feminismo furibundo y estaba orgullosa de mi excepcionalidad y mi rebeldía frente a la postura acomodaticia de las otras chicas de aquel tiempo que sólo pensaban en ser como sus madres y no tenían interés por nada. Pero lo curioso es que ella sí lo tenía, le interesaba todo con pasión, y cuando decía que se encontraba muy a gusto siendo mujer y que no se cambiaría por un hombre en la vida, no lo decía de un modo resignado e inerte sino positivo, triunfal, era algo que le salía del alma, no hablaba como repitiendo una lección aprendida de nadie sino que sonaban sus palabras a una cosa que se ha pensado muy en serio y a solas, y decía que le gustaría tener hijos y enseñarlos a leer y a jugar y a echarle imaginación a la vida y a ser libres y… "Claro -le interrumpía yo- y con ese noble pretexto dejar la carrera y los estudios." "Dejar o no dejar, eso ya se vería." "En España, Lucía, no cabe compaginar, lo sabemos de sobra, o eres madre o te haces persona." Pero a ella le escandalizaba aquella alternativa tan dogmática, le parecía una clasificación de libro de texto malo; se podía inventar algo distinto de lo que veíamos a nuestro alrededor, y eso era lo apasionante, una forma de ser madre que no tuviera por qué excluir la de seguir siendo persona. ¿Por qué razón el concepto de madre iba a ir inevitablemente unido a quejarse y suspirar o a tiranizar o a seguir rutinas?, ¿por qué?, era una dedicación en la que estaba todo por hacer y requería más ánimo y más imaginación que ninguna; que ella, si podía, la compaginaría con otras, pero que si no, no iba a llorar por eso, ya me avisaba de antemano cuál era la que iba a elegir. Y a mí me desesperaba oírle decir aquello con tanta serenidad y convicción, porque el latín y el griego se le daban de maravilla, hubiera llegado a ser una lumbrera en clásicas, con ella cualquier pega se resolvía al vuelo, todos acudíamos a consultarla y Fuentes Soler, que era un hueso y nunca había reparado en ningún alumno, le pidió ya en segundo que le ayudara por las tardes en el seminario a una edición de Esquilo con notas que estaba preparando, y ella que sí, que bueno, pero ni lo tomaba como mérito para el futuro ni se enorgullecía ni nada. A mí me pareció una catástrofe que se casara antes de acabar la carrera, me llevé un disgusto de muerte y le eché toda la culpa a Germán. Pero no se trataba de culpas, en el fondo era algo que se veía venir desde la primera tarde que la traje a merendar a casa y lo conoció: se vio que era la única persona capaz de aguantar con alegría y paciencia a un ser tan egoísta y, por supuesto, que él iba a abusar. "Tu hermano está muy solo", me dijo al día siguiente; y me quedé de piedra. ¿Sólo? ¿que estaba solo? Era el chico más popular de Derecho, delegado de curso, siempre amigos llamándole, y chicas no tanto porque no era costumbre entonces, pero salía con todas las que quería, un éxito que tenía tu padre de joven que no te haces ni idea. Y ella me dijo: "Claro, por eso te lo digo, los hombres vanidosos no hablan nunca de verdad con nadie, no miran, no escuchan, ¿quieres soledad mayor? En mí ya lo sé que ni se ha fijado, pero yo quisiera ayudarle a no estar tan solo". Aquel día no me atreví a preguntarle que si le gustaba, pero poco después, como seguía hablando de él y ya se conocían algo más, se lo pregunté con cierto recelo, pensé que quizás iba a molestarle, pero me contestó con toda naturalidad: "Sí, claro, mucho, me gusta muchísimo, pero sobre todo creo que me necesita". Yo le dije que estaba loca, que ella valía cien veces más, que no se metiera a redentora con un ser como Germán y le exageré sus rasgos de agresividad y de golfería, que no eran tan acusados tampoco, pero sólo conseguí sonrisas de comprensión por parte de ella y la repetición de su aserto fundamental, que estaba muy solo, que los seres agresivos lo son porque no han querido nunca a nadie de verdad, y remataba con el colofón de que el amor es lo único que cambia y hace vivir a las personas. Cuántas veces, en las pausas del estudio, nos habremos enzarzado en discusiones, a partir de entonces. Ahora, al cabo del tiempo, si me paro a pensar, me quedo sorprendida, porque es que discutíamos más que nada de amor y además era yo generalmente, a pesar de mi tono desdeñoso, la que sacaba el tema a relucir: qué horror enamorarse, lo veía anticuado, inaceptable. Del caos de novelas de mi infancia había trepado luego a otras lecturas y el veneno bebido en aquellas historias clandestinas lo había relegado a zonas subterráneas y malditas de las que renegaba con implacable ardor. Un día trajo Julio Les liaisons dangeureuses, su padre es escritor y en casa tenían libros que circulaban poco por entonces; me bebí aquella historia con deleite, fue una revolución, la que estaba esperando. Lacios pulverizaba el concepto de amor arraigado en Occidente, su heroína lo era por revolverse contra lo sublime, contra aquellos modelos ancestrales de conducta amorosa, al atreverse a demostrar que la única verdad del amor radicaba en su trampa; hice mi catecismo de aquel libro y de allí en adelante la señora Merteuil cínica, descreída, artífice de su propio destino, destronó a las mujeres de la raza de Adriana, palpitantes de amor, luchando entre deseo y raciocinio, y me dejó suspensa que tu madre, cuando accedió por fin a leer la novela, se encogiera de hombros: "El libro está bien escrito, eso quien te lo niega, pero, chica, que el triunfo de las mujeres consista en tenerse que volver tan liantes y antipáticas como la tal madame, para semejante viaje no habíamos menester alforjas". Yo me solivianté; ¿antipática?, ¿que era antipática madame de Merteuil?, y ella sin alterarse, con voz de broma: "Pues sí, muy antipática, pero además, Eulalia, qué más da, no hagas proselitismo, a mí, por ejemplo, me parece bastante simpática santa Teresa, pero no se me ocurre andar repartiendo estampitas, lo malo es tener santos, ponerlos en altares, yo no quiero ninguno". Pero yo necesitaba ídolos, eso era verdad, para mí, madame de Merteuil por aquellos años fue una especie de acompañante mágico, me dio el espaldarazo. Mamá ya estaba delicada por entonces y seguía pendiente de todos los caprichos de papá, sumisa, disculpándole siempre; yo eso no lo podía soportar, era una imagen de futuro que rechazaba, quería largarme de viaje, vivir sin ataduras, que nadie me mandara, tomar el amor como un juego divertido que se deja o se coge según cuadre, pura palabrería, enredo, narcisismo, se levanta uno de la mesa cuando quiere, tira los naipes sobre el tapete y a otra cosa; ceder al otro amor con mayúsculas, a ese que hace sufrir y que enajena, sería someterse, perder el albedrío, y sólo de uno mismo dependía el rechazo, simplemente de mantener la cabeza clara; yo, después de maduras reflexiones, había decidido no enamorarme nunca y estaba segura de lograrlo. Tu madre se rió la primera vez que me lo oyó decir: "Vaya declaración, como si te fuera a servir de algo, eso no se decide". A veces, a pesar de su simplicidad, me dejaba intranquila. "¿Y por qué no?, ¿por qué no, vamos a ver?, se puede decidir". Se encogió de hombros: "Bueno, de dientes para afuera bueno; también puedes decidir no morirte". No, no era lo mismo, contra la muerte no había manera de luchar, pero contra el amor, sí. "¡ Ah, vamos! -dijo ella-, luchando vaya gracia, así sí, pero tener que pasarte la vida a la defensiva, ¿no te parece perder el albedrío?" Me tocó bastante en lo vivo aquel razonamiento que no me había atrevido nunca a hacerme y del que luego me acordé en muchas ocasiones, me vi al acecho para siempre con la espada levantada contra el fantasma del amor por alcanzar la utópica gloria de ser libre. Precisamente aquel verano tenía un pretendiente que me gustaba mucho, un tal Luis Burgos, y pensaba en él con los ojos abiertos de noche en la cama, echando de menos, a mi pesar, el consuelo de poder confesárselo a Lucía. Ella había venido a pasar unos días con nosotros a un hotel de Zarauz y dormíamos juntas, es el mismo verano de esa foto que tanto te gustaba a ti de niño, íbamos a Guetaria en bicicleta, me hablaba de Germán; él estaba en el extranjero y mamá a Lucía la quería mucho, se notaba que daba su visto bueno a aquellas nacientes relaciones. También Luis Burgos le gustaba a mamá para yerno, estudiante destacado de ingeniería, buen porvenir, familia conocida; pero a mí todos aquellos noviazgos tácitamente fomentados al calor de las familias me espeluznaban, y el propio Luis de manera de ser me espeluznaba un poco, su forma sistemática de escribirme, de mandarme flores, de pedirme relaciones en plan formal, jugar no le gustaba; les gustaba poco jugar a los chicos de ese tiempo, ahora jugáis siempre, tal vez incluso demasiado, no sé, puede haberse institucionalizado el juego y hasta ser ya aburrido, juegos demasiado fáciles e intercambiables, eso que decías tú antes, casuales, que no se les ve el hilo, pero entonces es que no había opción ni manera de probar a jugar, yo no sé si sería cosa de la posguerra, del miedo al riesgo que nos inculcaban en nuestras casas a todas horas, de tantas prohibiciones, de aquel vivir precario y encogido, como en sordina, lo cierto es que había poco margen para la indeterminación: "Date por vencida: o novios o nada", era un sambenito temeroso la palabra novio sobrevolando cualquier apretón de manos, cualquier posible amenaza de beso o aquella inolvidable languidez que se apoderaba del cuerpo al son de los boleros. Y yo me cocía en las ganas insatisfechas de jugar, de que no fuera ni que sí ni que no, me encantaba aquella canción de "tú siempre me respondes quizás, quizás, quizás", ¿para qué dejar las cosas claras?, novios, casarse, ¡qué horror!, el viaje de novios con la maleta llena de vestidos, las fotos en París o en Venecia y luego los domingos en familia y los niños, una nube de niños blanquísimos y crudos como verrugas, tan monos con sus lazos diciendo "mamá". Y sin embargo a mí el ingeniero aquél me atraía mucho, alto, ojos grandes, una forma especial de inclinarse bailando para hablarte cerca del oído, serio, muy varonil, como se decía entonces; se decía con su pizca de alarde porque la palabra varonil, al fin y al cabo, aludía al sexo, no era lo suficientemente recatada y aséptica. Luego lo he vuelto a ver alguna vez y está lleno de hijos, ha engordado, fatal, iba para casado respetable; yo le desconcertaba, creo que precisamente porque sólo le hacía caso a medias, pero como no me sabía comunicar bien su ardor, también él me intrigaba a mí: ¿qué clase de ardor sería el suyo?, ¿o es que no lo tendría?, tal vez fuera eso. Y aquellas noches en Zarauz tenía que acabar por confesarme que si me decepcionaban sus cartas era en definitiva porque hablaban más que nada de proyectos, de casarse, me disparaban comparativamente a mis apasionamientos solitarios de la niñez y comprendía que no tenían nada que ver con la historia de Adriana, es decir, que aquellos cánones de pasión de los folletines seguían vigentes en cierta manera, por mucha madame de Merteuil que hubiera intentado venir a triturarlos. Lucía me preguntaba a veces: "Pero bueno, ¿te gusta o no?", "no mucho", "pues déjalo, le estás haciendo sufrir", "¿de veras?, ¿tú crees que sufrirá?", y ella me reñía, me llamaba coqueta. A mí eso de ser coqueta por una parte me halagaba, prefería hacerle sufrir a sufrir yo, a suspirar pendiente de una carta y a perder las ganas de bailar más que con el ausente cuyas noticias se esperan; pero por otra, cuando veía a tu madre mirando el mar distraída con ojos soñadores, revivía las dulzuras entrevistas antaño a través de las novelas leídas en Louredo, y el resultado era muy complejo porque aquella especie de envidia inconfesada que me despertaba el ensimismamiento de mi amiga me volvía agresiva contra ella. "Eres tonta -la amonestaba-, te está metiendo en la boca del lobo, Germán tendrá miles de chicas en Alemania"; porque él no la escribía casi nunca. "Y a mí qué me importa, ninguna le puede conocer ni querer como yo, de eso estoy bien segura." "Pero no se te ocurra decírselo, cuando le escribas dile que sales con chicos tú también, es la mejor táctica"; y ella me miraba con pena: "Táctica, Eulalia, qué cosas dices, ni que estuviéramos en guerra". Siempre terminaban igual aquellas discusiones, las zanjaba ella con una frase firme y concluyente: "Mira, de verdad, déjame, yo sé muy bien lo que quiero".

Y sí que lo sabía, ya lo creo, en eso nos daba ciento y raya a todos los Orfila y los Sotero y los Allariz juntos, cuando ya decía eso era punto final, una barrera, aunque tampoco lo decía con aspavientos, no, nunca hizo el menor aspaviento, ni siquiera para morirse, los odiaba. Me acuerdo una tarde, estudiando el arte barroco para un examen que teníamos, apartó de improviso el libro con un gesto brusco de fastidio y dijo que se largaba a dar un paseo, que adiós. Estábamos en casa y la vi levantarse con bastante estupor porque no era un comportamiento habitual en ella, había sido como un ataque de ira contra la estampa de una portada churrigueresca que teníamos delante; la seguí con ojos perplejos, se estaba refrescando la cara en una jofaina antigua que tenía yo entonces en el ángulo de mi cuarto, me la había llevado precisamente de aquí porque me gustaba mucho. "Pero, mujer, ¿qué te pasa?", me atreví a preguntarle; y dice: "Nada, no lo aguanto más, me indigna, me da asco, si me sale el barroco me suspenden y en paz". Era el último curso que estudiamos juntas y había aprendido a respetar sus humores como ella aguantaba los míos; le pedí que se quedara, que, si quería, no seguíamos estudiando, pero que me dijera por favor lo que le había pasado para ponerse así. Se volvió a sentar, era mayo, nunca lo olvidaré, estaba la puerta de la terraza abierta y ya se había metido el sol, pasaban los vencejos persiguiéndose a chillidos y quiebros veloces por el cielo; estuvimos un rato calladas y al cabo, sin dejar de seguir los giros de los pájaros, primero poco a poco y luego a borbotones, se puso a hablar de tantas cosas y tan suyas, que si te las pudiera repetir ahora sería como regalarte un retrato de tu madre mucho más fidedigno que ese que te llevabas a la cama de niño, pero es inabarcable, no se puede. Sólo me acuerdo del arranque: dijo que las iglesias románicas no necesitan hacer gestos para atraer a los fieles y embaucarlos, que sus portadas son recónditas y sólo las traspone el que quiere descanso y olvido, nunca uno que va en busca de fantasmagoría como pasa en la época del barroco, que el arte barroco ya es puro aspaviento porque se ve obligado a sustentar una fe sin contenido, llamar la atención del transeúnte apresurado, hacer contorsiones, dar gritos, envolverle en volutas ampulosas; pero luego dijo muchas más cosas que ya no tenían que ver con el arte religioso, aunque todo tiene algo que ver en este mundo, claro, estaba muy excitada, nunca la había oído ni la volví a oír perorar con tanta pasión, me dejó muda, que cuidado que era difícil dejarme muda a mí, de eso que dices: me quito el sombrero, me estoy topando con un fenómeno genuino, lo menos que puedo hacer es callarme, guardarme para mejor ocasión mis citas de manual; y me estuve oyéndola y oyéndola sin interrumpirla hasta que nos llamaron a cenar, que ella se quedaba a cenar en casa muchas noches, casi dos horas, un tiempo que a las dos se nos quedó por siempre grabado en la memoria. Lo sé porque, años más tarde, la noche antes de morirse sacó ella a relucir ese recuerdo allí en vuestra casa de la calle de Alcalá: tenía los ojos cerrados y estaba yo sentada al lado de su cama; Germán se había dormido en un sillón y creí que ella también dormía, pero no. Abrió los ojos y se me quedó mirando, no se oía más que el tictac del reloj, qué difícil, resultaba aguantarle la mirada con naturalidad, y sin embargo pensaba que cuánto iba a echar de menos después aquellos momentos en que todavía, si quería, podía hablarle, que luego se me ocurrirían miles de cosas que ya nunca tendría a quien decir; pero sólo podía estar atenta a que no se me descompusiera la mirada, a mantenerla desconectada de aquella opresión que sentía en el pecho. Y de pronto me dice ella despacio, le habían prohibido hablar mucho: "¿Te acuerdas de aquella tarde en tu casa qué charlatana estuve con lo del barroco? ", le digo: "Claro, cómo no me voy a acordar, me he acordado muchas veces, ¿por qué?", y dice con los ojos cerrados otra vez, como si no se atreviera a seguirme mirando: "Pues nada, porque lo veo cada vez más claro, a las cosas serias les pintan mal los adornos retóricos, tantas veces, fíjate, como habremos hecho frases sobre la muerte y, ya ves, llega y no somos capaces ni siquiera de despedirnos", eso dijo, Germán, era divina.

Pero perdóname, te estoy poniendo triste, habíamos empezado hablando de tu padre, de si estaba perdido o no lo estaba, me he desviado mucho.

Загрузка...