E. Uno

– … La ruina, lo que se dice la ruina, nunca se sabe propiamente cuando empieza. Para llegar una casa a este estado que ves, cuántas veces a lo largo de los años se habrá dicho que iba estando vieja, cuántos crujidos en las tejas y qué lenta invasión de humedad y de grietas. Miles de grietas fraguándose por todas partes, tejiendo su red desde antes de nacer ni tu padre ni yo, y en plena infancia luego, extendiéndose como un toldo invisible sobre toda nuestra infancia, cuando aún no las veíamos ni nos podían importar -que no las veíamos por eso, claro, porque no nos importaban-, cuando seguramente no éramos capaces de entender, aunque alguna vez nos la hubiéramos topado escrita en uno de esos libros que ves por el suelo, el significado de la palabra ruina. Esos tomos grandes, sí, solíamos sobre todo leer; yo me iba derecha a la librería en cuanto llegábamos por el verano; déjalo ahora, me angustia un poco, luego si quieres los vemos; son colecciones de la Ilustración, una revista de finales de siglo; los saqué después de un delirio largo que tuvo ella anoche, donde salían Maceo y Martínez Campos mezclados con historias más antiguas, que a saber desde cuándo tendría arrinconadas, de sus catorce años, puede que de antes. Sacó a relucir el entierro de un abuelo militar, todos los concurrentes de uniforme de gala, y ella, en brazos de alguien, asomada a un balcón, besó un ramo de flores antes de echárselo al féretro; sabe Dios adonde lo tiraba anoche ni desde dónde, pero debía estar viendo la escena con todos los detalles porque he leído en algún sitio que la muerte, al acercarse, hurga de preferencia en los recuerdos más rezagados y distantes y que los aglutina con una claridad indescriptible, y tan indescriptible, ya ves tú, quién va a ser capaz de describir esas imágenes, ni el propio moribundo, cuanto más los estudiosos. ¡Qué empeño en desbrozar al mundo de su magia y de su sinrazón, de disecarlo todo!, y yo cuánto he pecado por ese registro. En París, por ejemplo, hace años, recién casada con Andrés, mucha saliva gastábamos, me acuerdo, acarreando razones y defensas contra lo irrazonable, pero yo todavía más que él, mucho más, discusiones de horas con un grupo de amigos, en casa de aquel Luc que qué habrá sido de él, siempre venía el discurso a parar en lo mismo; cuántos libros, proyectos, cursillos, conferencias, palabras y palabras para erigir un dique contra lo misterioso y en general qué claro lo veíamos todo: halagüeños auspicios y vientos favorables para aquel barco en que viajábamos a la aventura de extirpar por doquier todo lo incomprensible, pues menuda aventura, no veas, pobre barco, que no ha hecho agua ni nada desde entonces acá por cientos de agujeros, y tan invulnerable como nos parecía. Y es que no puede ser, cierto tipo de arcanos no aguantan un criterio de sumas y de restas: o has conocido el miedo por las noches y crees en Caronte y en el dios Osiris o, si no, mejor es callarse Y ante ese desquiciarse de una mente a punto de cerrar sus inventarios, ante esa anacronía y barahúnda de imágenes postreras, la única actitud digna es dejarse encoger por el terror que a mí me invadía anoche. Ella nació el setenta y cinco, el mismo día que entró en Madrid a reinar Alfonso XII, es Capricornio, no sé de qué año sería la muerte de ese abuelo; me decía de vez en cuando: "¿estás ahí?, no te vayas, ¿estás, verdad?", y alargaba la mano, no me la alargaba a mí, ya lo sé, la agitaba en el vacío, tal vez como homenaje póstumo a su abuelo desde el balcón que rememoraba, pero lo cierto es que solamente al toparse con mis dedos se le rehacían los relatos que empezaban a desbaratarse y la voz se le tranquilizaba; luego ya se durmió y yo no me podía sosegar hasta que saqué esos libros y me puse a mirar las estampas pasando por alto los folletines que tanto me hicieron latir el corazón de pequeña y entresacando en cambio las noticias que entonces despreciaba; la política, qué poco importa cuando eres niño, ni la historia, no entiendes lo que es, sólo gustan los santos, gente a caballo, barcos, señores de levita, mirar los santos, eso sí, eso fascina, esas viñetas de entremedias se me quedaron encoladas para siempre a las paredes del desván que tenemos detrás de la retina, y con qué solidez, anoche me di cuenta según reaparecían; eran como compases en el afán con que iba yo tratando de poner algo en orden, para aplacar mi insomnio, las fechas de la historia de finales de siglo, mientras situaba entre ellas otra pieza minúscula, la historia de esta casa, colocándolo todo con esmero, como cuando se vuelven a arreglar los papeles de un cajón donde alguien ha metido la mano a la desesperada; y me dieron las seis de la mañana a vueltas con inventos, empeños y episodios de ese tiempo que sentía a punto de precipitarse hacia una vertiente inútil: acalorados debates en el Parlamento, inauguraciones de ferrocarril, inventores, pintores y poetas mirando hacia el futuro, el desastre de Cuba, el final de la tercera guerra carlista y los arcos engalanados que pusieron en la calle de Alcalá para recibir al rey, vistas de Santander, actrices y gitanos, soldados y bandidos, la mujer barbuda, Castelar, sueltos por el cuarto como una bandada de pájaros vivos, y yo con la tarea de verlos volar y recogerlos y de que ninguno se escapase, una tarea que sólo tenía sentido porque de vez en cuando me asomaba ahí a la alcoba y Juana me hacía señas de que no con la cabeza, igual que ahora hace un rato, ya lo has visto, señas de que todo sigue igual, de que respira todavía; aunque en este momento no podría decir si son esas historias las que se nutren del hilo suyo de respiración o sucede al revés, que mientras las atice y atienda alguien aquí a cincuenta pasos de su cama es ella quien no tiene más remedio que seguir respirando. Con las cartas y los retratos del baúl que trajimos ayer en la ambulancia pasa lo mismo, son su memoria, su referencia a la vida; no hubo manera de dejarlo en Madrid y no sabes qué viaje, a cada momento sobresaltada que dónde tenía el baúl, empeñada en que lo había perdido, queriéndolo tocar, y aquí al llegar, igual; fue un triunfo acostarla en esa cama tan alta sin meterle el baúl dentro con ella, como pedía, una lucha horrorosa, ella que sí y que sí y nosotras que no, porque es que no se puede, porque habría cogido media cama. Pues bueno, a pesar de la incomodidad de tenerle que estar subiendo y enseñando a cada rato ese armatoste, que no sabes tú lo que pesa, más que un matrimonio mal llevado, peor es lo que ha pasado hoy desde media tarde, algo atroz, que no ha vuelto a preguntar por él; te digo de verdad que cuando se lo nombré por última vez y no reaccionó, cuando se lo acercamos entre las dos y en vez de besarlo y acariciarlo dijo: "quita", y lo apartó con la mano, pensé: "aparta su propia memoria", fue la muerte, palabra, me dije eso: "la muerte, ahora sí que está aquí, esto es llegar la muerte", porque es que la sentí planeando lo mismo que un buitre. Yo ya sabía que la abuela se moría, cómo no lo iba a saber, pero qué diferencia oír el aleteo de la muerte misma, la diferencia entre pensar las cosas y sentirlas, que se te presenten, ¡ras!, sin aviso, aquí estoy, rasgando esa niebla con que las mantenías a distancia, aisladas en la mente. "Se muere -le dije a Juana-, se muere dentro de un rato, no lo quiero ver", y me entró una angustia que no paraba aquí, tuve que echarme al monte en plena tarde, a las seis, con un calor de prueba, y venga a trepar, ciega, sin saber dónde iba, como en las escapadas infantiles que lo único que sabes es que no quieres volver, tan fuerte era el arrebato que me he perdido, y el miedo que he pasado después de puesto el sol para qué te lo cuento, he tenido un encuentro pavoroso, así venía de desencajada que a ti es que ni te he visto al entrar, te lo juro, veía sólo a la Muerte, a la Muerte en persona, porque me la he encontrado, ahora ya te lo digo, al llegar no podía, te pido que me creas, no me mires así, me he encontrado a la Muerte arriba en esos riscos, al caer ya la noche, montada en su caballo, sí, Germán, a la Muerte, no podía ser otro personaje, te lo voy a contar. Iba trepando yo, ciega como te digo, orientada tan sólo por el deseo pánico de largarme de aquí, de no estar en la casa cuando llegara a ella la Muerte a visitarla. También murió mi madre en ese mismo cuarto hace ya muchos años; estaba yo en Grenoble, en una residencia de estudiantes, recibí el telegrama y allí petrificada, sin poder ni llorar, lo que pensé primero fue que por qué puerta de las tres que hay aquí habría entrado la Muerte, de qué monte bajado y por qué vericuetos, y me imaginé precisamente las malezas del Tangaraño, antes según lo escalaba me iba acordando de eso y de que mamá se figuraba siempre a la Muerte con mayúsculas como un personaje literario; decía que a la casa donde hay un moribundo llega en cierto momento el día de su muerte un personaje oscuro en quien nadie repara, alguien que vende algo, que pregunta unas señas, que ha perdido el camino o pide pan, y que después de irse el buhonero ése, caminante o mendigo o lo que sea, el corazón del enfermo ya tiene los latidos contados; y así iba pensando en mamá mientras trepaba, en que no he dejado nunca de creer un poco en estos cuentos suyos, tratando de revivir la expresión convencida y seria que ponía cuando nos los contaba, y eso me llevaba a caer de nuevo en la obsesión inicial de mi paseo, o sea a recordar el baúl, porque seguramente entre tantas imágenes y papeles inservibles guardará alguna foto antigua de mamá y pensaba buscarla cuando bajara a casa, pero al mismo tiempo pensaba también que ahora todavía hay alguien a quien le importa ver esa foto y conservarla, alguien capaz de reconocer una determinada figura, aunque esté borrosa o en un grupo de gente que no se sabe quién es, yo a mamá la conozco entre miles, también si aparece de joven o de pequeña, tantas veces me ha enseñado fotos de distintas épocas de su vida, pero pensaba, claro, que cuando yo me muera, si algún sobrino mío hereda ese baúl no sabrá distinguir el rostro de su abuela, se fijará a lo sumo en los volantes del traje, en los rizos del peinado, como si viera esa imagen en una enciclopedia de la moda, y pensé en Marga y en ti, como es natural, mis sobrinos carnales preferidos, serían las ocho o por ahí, bien lejos estaba yo de pensar que venías de camino, pensé "qué pena que los niños de Germán no conocieran a mamá, qué falta les habría hecho ella cuando se quedaron huérfanos", me di cuenta de que mamá habría sido una abuela muy simpática, pero además yo es que en eso he cambiado mucho, me he pasado años echando pestes contra la familia, pero desde hace poco le veo su sentido, además, sean como sean, te crees que los has borrado de un plumazo y te siguen influyendo lo mismo, yo con la abuela me llevo mal y a veces es insoportable, pero aquí estoy y me alegro de haberla conocido, en el fondo al que no ha conocido a sus abuelos yo creo que le falta algo. Pero con esto de pensar en el baúl se me amargaba el paseo, era como caer en un remolino fatal, en la amenaza de esa herencia irremediable y abrumadora, de la cual no me podía escapar por muy de prisa que trepara, porque una cosa es subir un monte sudando y otra muy distinta que se desintegre el contenido de un baúl; los cambios de lugar nunca han servido para descartar las ideas fijas, y así me pasaba a mí esta tarde, que a cada paso que daba monte arriba más sentía la agonía de la abuela como un tropezadero en mi respiración, más actualizaba su tránsito -"ahora, seguro, ahora"-, y a fuerza de sentir que aquel aire a ella ya no le entraba en los pulmones y de apretar el paso, jadeaba ya más que respirar, hasta que a cierta altura vi que estaba extenuada, que casi me caía y me senté sudando en una piedra. Fue cuando me fijé por fin en lo que me rodeaba como buscando sosiego en la contemplación del paisaje; el sol ya se había puesto y reparé con susto en que no conocía aquel lugar por más que lo mirase. Perderme yo en el monte ése de atrás, por maleza que tenga, por leyendas que le echen al santuario en ruinas de la cumbre y por años que lleve sin venir a pisarlo es algo inconcebible, completamente absurdo; lo he añorado mil veces, lo he querido olvidar, lo he suplido con otros mucho más grandiosos y nombrados, altas cimas a las que se sube en funicular, todo en vano: se superpone inesperadamente a los demás paisajes, aparece en mis sueños, decora mis lecturas, me lo sé palmo a palmo, de la infancia es inútil renegar, es mi tierra, Germán, mi verdadera patria, tal vez sólo mamá llegó a sentirlo suyo como lo siento yo, igual de montaraces hemos sido las dos, cabras del Tangaraño y de sus riscos. Me acuerdo que en la guerra fui con ella a escondidas varias tardes a llevarles comida a unos rojos del pueblo que andaban escondidos por política, los maquis los llamaban, y yo no lo entendía porque eran el Basilio y el Gaspar, amigos de la infancia de mi madre; se los encontró un día ella por lo intrincado estando de paseo, ya cerca de las ruinas, salieron de repente, se hincaron de rodillas: "Ay, Teresa, por Dios, no digas nada a nadie de que estamos aquí, pero sube otro día y tráenos de comer, nos morimos de hambre", y a nadie se lo dijo, sólo a mí, ni la familia de ellos ni nadie lo sabía en qué lugar paraban, pero a mí me lo dijo, me dijo "es un secreto" y sabía seguro que yo se lo guardaba. "A la niña la traigo para no venir sola, pero ella es como yo", les explicó la primera tarde que fuimos, y a mí me había ido advirtiendo por el monte arriba que tenían barba de mucho tiempo y la ropa muy rota y que por eso les llevábamos unas mudas además de comida, que vivían en el hueco de una peña como bichos y que casi no los iba a conocer, que no tuviera miedo, pero sí, miedo iba a tener yo, una novela es lo que me parecía tener aquel secreto a medias con mamá y escaparnos las dos al monte en plena tarde y coger cosas de la despensa a espaldas de la abuela; llegábamos arriba con nuestros paquetes, merendábamos con los hombres aquellos del monte, nos preguntaban un poco por mi padre y el tuyo que estaban en Barcelona, o creíamos eso por lo menos: "¿sabes algo del marido y del niño?", y no, no sabíamos nada, pero me parece que lo preguntaban un poco por cumplir, que mi padre aquí en este pueblo nunca fue simpático a nadie, le llamaban el profesor; suspiraban: "es que esto es una catástrofe, Teresa, una catástrofe", y ella les daba noticias que yo no entendía de la marcha de la guerra, incluso alguna vez les subió periódicos, y cuando nos íbamos nos besaban mucho y solían llorar; ni siquiera en el cine había visto llorar yo a hombres así con barba tan hechos y derechos y soñaba con ellos, inventaba oraciones en la cama para que se salvaran, uno no se salvó, le pillaron de noche aquel invierno unos guardias civiles merodeando el pueblo y se murió del tiro, ahí bajando a la fuente; el Gaspar escapó, a Francia me parece, y pasada la guerra su mujer nos mandaba aguardiente de yerbas por la Virgen de Agosto; la primera borrachera que me cogí en mi vida fue con ese aguardiente la noche de Santiago en una fiesta que hubo aquí en casa, fue también la primera vez que me besó un chico, el Genín, un sobrino del maestro, abajo en el parque, luego me daba siempre mucha vergüenza verle y el sabor del aguardiente de yerbas lo aborrecí para toda la vida. Ya ves cuántos recuerdos me trae a mí ese monte; antes, sentada arriba, tiré de todos éstos y más, de muchos más, los convoqué a propósito y me agarraba a ellos igual que a un clavo ardiendo por ver si conjuraban mi extrañeza y si eran capaces de hacer volver la tierra a su ser familiar, de desencantar el paisaje y mostrármelo en su fisonomía verdadera, pero nada, era desesperante, cuanto más miraba: aquel lugar, menos lo conocía, no lo había visto nunca, y a todo esto la tarde cayendo, invadiendo el ambiente con una luz apagada entre gris y cárdena y yo ya sin poderme ni mover de miedo, porque era miedo, sí. Soy yo poco miedosa y además me he sentido perdida muchas veces, como comprenderás, pero bueno, en las calles de alguna ciudad nueva, al despertar de pronto mirando las paredes de un hotel que nada te consiguen evocar o a lo largo de fiestas de esas desenfrenadas que te arrastran girando por locales absurdos, por casas de gente rara a la que nunca vas a volver a ver, eso es normal, pero perderme ahí, en pleno Tangaraño, lo miraba y pensaba: "¿pero también aquí?, ¿pero será posible que hasta por lo más firme el suelo pueda hundirse debajo de los pies?, pues qué nos queda entonces, apaga y vámonos", y estaba en esto cuando oigo de repente en medio del silencio un crujido especial, inconfundible, los cascos de un caballo, pero muy cerca, al lado, no de eso que se viene un caballo acercando de lejos poco a poco, no, que ya estaba allí, y salió por la izquierda de entre unos matorrales, me pasó por delante de los ojos atónitos como a cámara lenta: era un caballo negro, de tamaño muy grande, y encima iba un jinete con un sombrero raro y unas ropas oscuras, dormido o desmayado, no lo sé, pero boca abajo y los brazos así colgando inertes a los dos lados de la crin; la cara no se le veía, se la tapaba el ala del sombrero que era muy grande, negro, parecía medieval, el sombrero era lo peor, y el caballo iba despacio como con miedo de que el hombre se le cayera, digo yo que sería un hombre, por lo menos no iba montado a mujeriegas, no sé qué tenía, pero era una figura terrible, te lo estoy contando y, míralo, se me pone la carne de gallina, ¿no ves?; pasó a una distancia como de aquí al piano, te lo juro, lo vi perfectamente, pero lo dejé de ver en seguida, demasiado en seguida, se perdió monte abajo y cuando me quise dar cuenta se acabó, se le había dejado de oír, no sé el tiempo que pasaría hasta que fui capaz de levantarme a ver si había soñado, a mí me parece que fue poco, pues ya nada, ni rastros de su presencia, me subí en unas rocas que había cerca para otear mejor y ni se le veía ni se le oía, silencio sepulcral, la noche encima, el olor de los pinos, las estrellas que empezaban a hacer guiños y la luna subiendo como un globo naranja, el único ruido el de los grillos, nada más, del caballo ni sombra ni rumor; menos mal que pisando aquel grupo de peñas me di cuenta de que era el promontorio que una tarde tu padre bautizó "de los locos" y que se ve desde la balconada trasera de esta casa, o sea que, por lo menos, me había orientado, dominaba de pronto perfiles conocidos, veía muy abajo las luces de la aldea temblonas y dispersas y el tejado de aquí, así que me escurrí sin pérdida de tiempo a buscar el atajo que trae aquí directo, me he lanzado por él ya de noche cerrada, sin mirar a los lados y más muerta que viva, a la carrera, tenía que ganarle minutos y terreno a la Muerte a caballo que tal vez me venía pisando los talones; dirás que no lo era, que sería algún hombre dormido o un borracho, podría serlo, de acuerdo, la razón sale siempre al quite en trances como éste para paliar su cara espeluznante, yo misma me he venido inyectando razón según saltaba piedras y zarzales, pero, Germán, ¿de dónde venía ese jinete, a ver, y adónde iba?, si no es paso de caballos ese monte ni lo puede ser nunca, si es tanta la pendiente que casi te despeñas incluso yendo a pie, y cómo luego desapareció, cómo pudo esfumarse, y me dirás también que fue alucinación y que he visto visiones, no te digo que no, podría haberlas visto, y además, mira, vamos a dejarlo, ya prefiero admitir yo también que las vi y no darle más vueltas; sólo sé que la culpa la ha tenido el baúl, el hecho de que ella no haya vuelto a pedirlo desde hoy por la mañana ni le digan ya nada esas reliquias, que eso sólo ya basta para trastornar un panorama y alucinar mi mente, predispuesta, por cierto, a ver visiones, insomne y excitada como está. Porque es que fíjate lo que supone que el baúl no lo quiera ya la abuela, que no lo sienta suyo, significa que me lo da, que lo tengo que sentir mío yo, porque de tu padre no voy a esperar que se interese por semejante herencia, date cuenta qué peso sentir mío, como casi lo siento, un tesoro hecho cenizas, un cofre de muertos; será cerrar los ojos ella y esos niños vestidos de marinero hijos de parentela perdida o de amistades contraídas en algún balneario, esos matrimonios desconocidos, esas jóvenes rígidas de pie con su sombrilla o mirando a lo lejos con los prismáticos una parada militar, y tantos documentos amarrados con cintas que han venido perdiendo poco a poco el color, dime tú a quién le valdrán para nada, ni quién va a descifrar lo que venían siendo para ella hasta hoy por la mañana cuando los requería con urgencia, aunque nada serían ya tampoco, a no ser el terror de perderse por dejar de tenerlos. No lo puedo tirar, me siento condenada a ir envejeciendo con ese espía desconcertante al flanco, porque es que enterrarlo con ella no puedo, compréndelo, guarda vida, aunque sea para nadie, me parecería estar enterrando a un ser a quien no se han cerrado los ojos, que al echarle la tierra encima aún te mirara. Los libros es distinto, eran de todos, todos los hemos leído, y el día que se levante esta casa y me los lleve, que me los llevaré si Germán no los quiere, podré mirarlos alguna vez, releerlos, puede ser agradable algún día de invierno. O por lo menos, cuando los embale y luego los desempaquete allí en mi casa y los coloque junto a esos otros que han ido jalonando mis estudios adultos, me dará la impresión de estar llevando a cabo un traslado que tiene algún sentido, aunque luego se queden en el mismo estante para siempre allí encajados, también cabe, no te digo que no, puras manchas estáticas, todo lo más estímulo visual para que a algún amigo acurrucado sobre la cama turca le quepa preguntar alguna noche: "oye tú ¿y esos tomos tan viejos de ahí arriba?"; son tantas las preguntas de este tipo nacidas al calor de esas percepciones intensas y fugaces que eslabonan la llegada de una borrachera, disparos a la herida de otro sin saberlo, preguntas que da igual no contestarlas, que se quedan flotando con el humo y la música, aisladas, sin designio; y mientras la atención del que la ha formulado se desvía y se agrupa en torno de otra imagen, yo miraré de nuevo las manchas oscuras de los libros, allí arriba, en el ángulo, supongo que en el estante vacío donde sólo quedan unas revistas alemanas que no se llevó Andrés y que voy a tirar, ése será su sitio porque no tengo otro, y bien sea tratando de exteriorizarlo, bien guardando silencio, me volverá a asaltar mi deuda con el tiempo, la que me ha traído aquí, y hasta tal vez decida en el mismo momento pedir auxilio a esos libros cerrados, abrirlos, removerlos, y los quiera bajar, sacarlos de sus nichos. Acaso note, como noté anoche, con la agudeza de un zarpazo, la urgencia por buscar una historia de amor determinada que he recordado siempre, ocurría en Sicilia; era un tomo pequeño y roto, sin grabados, a veces en mis sueños este libro se convierte en una puerta de hierro que da a un jardín, lo tengo muchas veces el mismo sueño, sale como puerta, pero yo sé que es el libro aquél, intento empujarla y no puedo, desde fuera entreveo los juegos de la sombra con el sol y desde el recinto que no logro alcanzar vienen voces que me llaman por el nombre de la protagonista, Adriana, Adriana, y añaden recados confusos y muy importantes que me desespera no ser capaz de descifrar; y anoche no encontré en seguida el libro y, mira, dejé de buscarlo, prefiero casi que se haya perdido, total ya para qué. Y por eso te digo que sé de sobra en qué vendrá a parar, si llega a producirse, ese afán por buscar cosas que no se hallan perdidas en esas páginas donde se encontraron, que se han ido perdiendo luego, quedándose enganchadas por otros caminos y zarzales donde no se le ocurre a nadie en ese instante en que se echan en falta irlas a requerir; y ya apenas iniciada por los libros la curva de descenso desde el estante, ya en ese primer paso dócil hacia mis manos, lo mismo si bajan para ser mostrados a alguien que para ser mirados por mí, me vendrán acusando de falacia como con ese gesto de entendimiento con el que nos desarma algunas veces, antifaz en la mano, otra conciencia que ha dejado de pertenecer a nuestra órbita y que, aunque pueda seguir jugando a mantener componendas engañosas, quiere dar a entender de antemano que penetra el engaño; y me replegaré, tendré vergüenza, como un viejo ateo parado frente al atrio de una iglesia ante cuyo retablo en otro tiempo se hincaba de rodillas.

Son irrecuperables las primeras lecturas, puedes reconstruir el argumento de alguna de ellas, incluso página por página, pero la relación apasionada con aquellos personajes es lo que se ha roto para siempre; queda a lo sumo en lo más hondo, disimulada, acallada por métodos espúreos, mezclada con detritus de varias construcciones sucesivas, aquella sed por abarcar, por entregarse a la naturaleza y a la aventura, por alcanzar imposibles, conocida a través de esas ficciones; una sed que no apagaban los juegos ni las oraciones ni las caricias de mamá o la abuela. Las primeras novelas de amor que he leído en mi vida ha sido ahí tirada por el suelo en siestas de verano, con el libro en la alfombra, y aquel simple acomodo del cuerpo a la postura más propicia coincidía ya con el movimiento ávido de la mano que se adelantaba a buscar la página donde había quedado pendiente el episodio que había hecho galopar mis sueños la noche anterior, y era tal el deseo de intrincarse por aquellos renglones apretados, de viajar, de volar a su través que todo en torno desaparecía. Hasta que un día me miró la abuela; era antes de la guerra, tendría yo ocho años, pero qué bien me acuerdo, levanté los ojos y comprendí que los suyos llevaban un rato espiándome; se balanceaba levemente en la mecedora con aquel empaque estremecedor que ha conservado hasta hace poco y, abandonada la labor de ganchillo sobre el regazo, todas sus potencias se habían concentrado en la luz que me llegó súbitamente desde las rendijas de sus párpados, tan denso y alevoso noté el fluido que me escoció como la picadura de un insecto. "No sabía que estabas ahí", dije sobresaltada, y me subió un calor desconocido a las mejillas. Nunca me había yo ruborizado antes de aquel día y estaba orgullosa de ello, me parecía un oprobio que la gente se pusiera colorada; a Juana le decía: "jamás te pongas colorada, te digan lo que te digan, no tienes por qué, no tienes por qué", y me daba rabia que ella me contestase que eso no se podía remediar. Me quedé casi sin respiración, con el dedo apoyado tenazmente en el ángulo izquierdo de aquella enorme página de donde, en contra mía, me sentía arrancada, expulsada violentamente del paraíso para yacer al raso bajo aquella mirada silenciosa e inhóspita; me pareció una coacción intolerable de puro injusta y bajé los ojos a la página para buscar en ella explicaciones a la turbia emoción que rechazaba y al tiempo padecía. Era un relato por entregas: Abandonada, traducción del francés, y el dedo lo tenía encima del grabado del principio, anoche me lo encontré de sopetón y fue reconocerlo y revivir la escena que te cuento, los ojos de la abuela abatiendo los míos y mi dedo infantil señalando como una acusación esa viñeta que luego he asociado de forma irreversible a mi primera noción de pecado. No era propiamente una ilustración del texto, sino uno de esos círculos ampulosos que enmarcan las mayúsculas iniciales; dentro de él, a la izquierda, está la luna, luego te lo enseño, rielando sobre el mar con su barco de vela, y a la derecha de la mayúscula, una E rodeada de nenúfares, saliéndose del marco como si lo rompieran para echarse a volar, se abrazan dos amantes, ella túnica blanca y alas de mariposa, él barba recortada y traje oscuro, precioso para un cartel de los que invaden el mercado ahora, pero yo aquel día sólo me fijé en el abrazo, ni en los atuendos ni en la luna ni en la greca, nada más que en la forma que tenía ella de quebrar la cintura y volver la cabeza para escapar al beso que ya tan inminente la asediaba, mientras por otra parte la traicionaba el gesto de desmayo y extravío, salvarse y quemarse, querer y no querer, unida y separada, con los cabellos sueltos sobre el hombro desnudo. Y cuando volví a mirar a la abuela, ya había asumido mi primer rubor y no lo tuve por tan incoherente, me había enterado de que la causa estaba allí, plasmada en los segundos que precedían a la entrega de la mujer aquella del grabado. "Pones cara de loca leyendo esas novelas", dijo entonces la abuela; y en el momento en que me levanté bruscamente y me escapé a mi cuarto sin contestarle nada inauguré una separación que no iba a hacer en adelante más que acentuarse entre lo mío y lo de los demás. Leer, desde aquel día, se convirtió progresivamente para mí en tarea secreta y solitaria; no siempre podía aislarme, por supuesto, porque esos tomos grandes no nos los dejaban sacar del salón que es cuarto de paso, como verás, pero empecé a estar a la defensiva cuando leía aquí, con el oído alerta, preparada para ocultar mi embebimiento si me veía forzada en un momento dado a levantar los ojos para mirar a alguien, cambiar de mirada, ¿comprendes?, aprendí entonces ese manejo que luego se nos ha hecho tan habitual como cambiar de noche en carretera las luces largas del coche por las cortas, es simplemente darle a una palanca, recuerdo que fue tirada ahí en la alfombra, hace más de treinta años ya, cuando me adiestré con delectación en esa posibilidad de transformar la luz de la mirada, automáticamente, al más leve rumor de amenaza cercando mi guarida. Las otras novelas, las que estaban en libros manejables, me las llevaba al cuarto o a un rincón del parque, pero también me acompañaba la sensación de riesgo y de estar al acecho, que ésas eran robadas ya descaradamente del despacho que fue del abuelo Ramón y que usaba papá por los veranos, luego se desmontó, es una habitación vacía de ahí al fondo; así que, por unas causas o por otras, leer era acceder a un terreno en el que se ingresaba con esfuerzo, emoción y destreza, terreno amenazado y siempre a conquistar, a reinventar y defender, y años más tarde supe también que la puerta de ingreso a este recinto, además de secreta debía ser empujada preferentemente de noche, como la del amor, y llegué a identificar el bebedizo de la lectura con el de la noche, les reconocía un sabor parecido, idéntico misterio, pero leer de noche no pude en mucho tiempo porque aquí hasta después de la guerra no pusieron luz eléctrica, nos alumbrábamos con carburo; de manera que en cuanto atardecía había que dejar las historias a medias y empezaba la hora de ponerse a rumiarlas y a vivir en su estela, la hora de dar un paseo, de ayudar a mamá y a Juana en sus labores, de jugar por el pueblo con los niños, la hora de robar uvas en las viñas de cerca de la iglesia y de escaparse al monte, de subirse a los muros, a los árboles y a las peñas difíciles mientras la luna se cuajaba. La luna era bandera de la noche, diosa desafiante y le gustaba poco a la gente de bien, la miraban con recelo y en cuanto podían la desprestigiaban; decía una canción:

El sol le dijo a la luna,

ocairí, ocairá,

apártate, bandolera,

ocairí, ocairá;

mujer que anda de noche

no puede ser cosa buena;

el sol daba la fuerza y la esperanza y la luna la duda y la zozobra, eso sí, pero qué estúpida traducción a esquemas romos y vulgares la de aquella canción, ¿cómo iban a hablarse en ningún caso de manera tan necia y tan pueril dos dioses imbatibles, si además no podían siquiera conocerse?, y yo con el sol, aunque me gustaba, tenía una relación de desafío, de contraste, como si le dijera: "tú ahí y yo aquí, yo soy mi tiempo y mi sangre y mis proyectos, soy algo que tú iluminas y contorneas", pero a la luna me fundía y me abandonaba, podía hacer de mí lo que quisiera y siempre ha conocido su poder, me puede hacer perder hasta la memoria y la dignidad, las riendas de mi vida, insufla y apadrina en mí los más inesperados trastornos, y lo sabe. Y así ocurría muchas veces que me quedaba sola en un lugar cualquiera, sin enterarme de que los demás se habían ido, clavada allí desde que las nubes perdían sus últimos resplandores malva y ella se entronizaba lentamente oscureciéndolo todo en torno y yo bajo su halo, perteneciendo ya sólo a su influjo, hasta que de improviso me oía llamar a voces por mi nombre, me buscaban con susto y era oírlos exactamente igual que despertar, un poco lo que me ha pasado antes cuando se fue el caballo, que, por cierto, hay luna llena esta noche; tardaba un rato en reconocer el lugar y los rostros, me había olvidado de todo y a aquella sensación le llamaba "mi fuga", pero no siempre la sentía llegar, no siempre me daba tiempo a darle nombre, a decir "ya me viene la fuga", sino que estaba sin más en aquella otra orilla no sé cómo ni desde cuándo, como pasa al dormirse. A mamá fue a la única que traté de explicárselo y noté que entendía en que no me pidió más puntualizaciones, le dije simplemente: "me viene la tristeza con la luna y me siento perdida, que no soy nadie, hasta que ella me coge y me lleva en volandas, porque me escapo, de verdad, y no lo puedo remedir yo, como si se me hubiera ido el cuerpo a otro lado"… "Que sí, hija, que sí… -y lo dijo bajito, mirando alrededor porque ella de su madre tenía vergüenza y miedo-, yo también soy lunera, claro"; qué fácil era todo con mamá y en cambio qué difícil meter en casilleros aquel otro saber que iba uno por su cuenta poseyendo, cómo se estrellaba, por ejemplo, el sentido intrincado de mis fugas contra la insoslayable separación entre alma y cuerpo que las normas mandaban respetar. Confesarse, por eso, era tarea ingrata y agobiante, era hacer coincidir quieras que no lo libre con lo impuesto, y qué duro acomodo hablar de cuerpo y alma a través de los agujeritos del confesonario y en aquella postura tan incómoda con el zoquete de don Santiago que nunca entendió nada fuera de los discursos del general Varela, y el pobre sigue igual, antes le he tenido que decir que se fuera porque es que no aguanto a la gente tan cerrada, venía dispuesto a quedarse toda la tarde a la cabecera de la abuela, dice que me voy a condenar, que yo tengo la culpa de que ella ahora no pueda ver a los curas, con lo piadosa que era, ya ves qué culpa voy a tener yo si no la veo ni la oigo más que de ciento en viento; en fin, pues con él me tocaba confesarme, hijo, me costaba sudores de muerte, tenía que hacer ensayo general la noche antes, y es que fíjate, aquel asunto dé leer, por ejemplo, que constituyó durante años la materia más peliaguda de mis confesiones por cómo se iba identificando para mí con la noche, con los tactos furtivos, con una rebeldía contra leyes y horarios y un marcado placer por lo prohibido, ¿a qué jurisdicción pertenecía?, ¿a la espiritual o a la corporal?, si era imposible, absurda, la elección, si se trataba precisamente de una marea que invadía de golpe cuerpo y alma dibujándoles costas y arrecifes idénticos, acompasando placenteramente al uno contra la otra, alas y raíces, deseo y sangre, cuerpo y alma, claro, inflándolos a la par. "Me alegro de crecer -le dije a don Santiago- (todavía se acuerda porque antes me lo ha dicho) y de sentirme el cuerpo por la noche porque es lo más mío que tengo, me gustaría llevar escotes, pelo muy largo suelto y túnica sin mangas y siempre estoy soñando que me escapo." Y una tarde que vino él a casa a tomar chocolate con la abuela oí que se lo contaba con palabras distintas y mucho más vulgares, una atribución tan tergiversada y burda como las palabras que el sol le podía haber dicho a la luna, caso de que se hablasen igual que en la canción, y aunque me pareció una puñalada trapera indigna de un cura, me facilitó por otra parte una especie de autoabsolución para con mis pretendidos pecados; desde entonces, cruz y raya, confesión convencional y se acabó, en los dominios de lo mío no tenía por qué legislar nadie, separé mis ensoñaciones solitarias de todo aquel mundo reglamentado de opiniones y castigos, le eché leña al fuego, hilo a la cometa, allá va, me gozaba en transgredir, en disimular, en tobar libros de la biblioteca, en fortificar el escondite que visitaba luego de noche; lunera, sí, marcada por la luna. Aprendía los juegos de los niños y los ejercitaba, estudiaba de prisa, sonreía, daba besos a los mayores, ponía cara de escuchar sus amonestaciones y consejos, pero por debajo de los ademanes y tactos aprendidos, de cuanto hacía, veía y escuchaba, entreverando las oraciones nocturnas, las quejas y conflictos de los adultos, las noticias acerca de una guerra que se estaba fraguando o nos cercaba ya o acaba de pasar arrasándolo todo, surgía incontenible, al atardecer, la visita de esa sensación que me iba aislando y que al principio podría definirse como doloroso hueco a llenar, como un comprobar la carencia fundamental de algo que nunca va a alcanzarse, hasta que de repente se ponía a respirar en mí otro ser de ficción que me marcaba y habitaba con sus derivaciones de vida y sufrimiento. Y así supe lo que es consumirse de esperanza, amar en la ausencia, recordar peligros y dulzuras recién vividos, palpitar acechando una vereda en sombras, apretar con vehemencia una carta de amor imaginaria, llorar desvíos injustificables; emociones precursoras de las que más tarde, al sustentarse sobre argumentos reales, no sólo conocía ya sino que las sentí más falaces y menos genuinas que las de esos veranos de la infancia cuando en cada anochecer venía a ser sustituida por la protagonista de la historia que estuviera leyendo; juguete todas ellas de aventuras y pasiones convencionales, fantasmas literarios de cuarta o quinta fila creados a golpe de codos y desencanto en lejanas pensiones de Londres, Nápoles o París, vertidas luego sus peripecias al precario castellano de las traducciones malpagadas donde enjugaban su fracaso y la renuncia a sus sueños tantos periodistas ambiciosos llegados de provincias a la corte con diecinueve años, hundidos progresivamente en el marasmo nacional de principios de siglo, muchachos de carne y hueso que también habrían soñado con el amor en los atardeceres de su provincia, tertuliantes enardecidos al hablar de los males del país, alicaídos al recontar su peculio por la noche, erigidos, a su vez, en personajes patéticos por la literatura posterior al noventayocho, retablo de estertores donde todo se enhebra. Este invierno pasado, por ejemplo, asistiendo una noche a la representación que también a destiempo, como todo, se ha hecho en Madrid de Luces de Bohemia, en la escena en que están en el periódico aquellos alevines de escritor haciendo trofeo de su barata agresividad verbal, de pronto me quedé sobrecogida por que pensé: "Uno de ésos, ese mismo delgaducho que se da tantos aires, del que creo que es un actorcito joven al que dentro de un rato puedo ver en la barra de un café tomándose una copa, podría yo decir y no estaría mintiendo que ha sido más que Dante y Faulkner para mí, arquitecto de mis capiteles más firmes y recónditos; ahora se irá a su casa cuando deje la escena y a la luz de una lámpara, sin ganas, distraído, se pondrá a traducir, del italiano creo, para que yo la lea a los diez años, a los doce y los quince, la historia que no ha sido capaz de inventar él, la que me hará vivir la pasión más enorme que he conocido nunca; es mucho más que mi primer amante, nunca bostezará delante de mí ni sabré de su hambre, de su frío y su miedo, pero va a tener parte en la edición de un libro sin grabados del cual compró el abuelo un ejemplar que lo guardó la abuela y yo se lo robé secretamente, no, no tenía grabados, luego pensé "mejor, mejor me lo imagino", le faltaban las primeras páginas y había que adentrarse todavía unas cuantas que hablaban de las pesquisas tenaces y morosas de un siciliano pálido, de mirada febril, antes de que irrumpiera en la página treinta, como pago al tesón de aquella búsqueda, la singular mujer de radiante belleza que con su aparición desafiaba a ese hosco personaje cuyo nombre aún no se sabía, viajero infatigable que la venía invocando de país en país con el obsesivo designio de hallarla donde fuera para vengar en ella, último retoño de una estirpe maldita, implacables agravios de familia, orientado por el solo afán de llegar a matarla fríamente." Y ya dejé de atender a la obra de Valle-Inclán, como que me lo notaron los que estaban conmigo, porque hasta entonces había estado participando con mi actitud y con mis comentarios y de pronto se me interfería ese otro texto archivado, creía que perdido, a cuyo traductor estaba conociendo disfrazado al amparo de una decoración de teatro y también, cómo no, desde un tinglado mío montado cuidadosamente al cabo de los años; reparé en mi teatro con toda nitidez, me supe atrincherada detrás de bambalinas cada día cambiantes, me agobió la barrera de tanto sedimento como he ido almacenando entre yo y los demás, y se me destacaba del contexto de aquella otra función, auténtico, mediocre, desvalido, aquel mal periodista que al volver a su casa iba a encender la luz y a coger una pluma y diccionario, se iba a poner a hacer su ración de trabajo, a escribir para mí, a grabar muchas veces un nombre de mujer que luego yo haría mío, me lo repetiría a oscuras por las noches debajo del embozo soñando que me lo decía aquel tipo sombrío y vengativo del que pronto se supo que se llamaba Renzo y que progresivamente se iba sintiendo embriagado por la belleza de su enemiga, un nombre que se dirigía a mis oídos, a mis ojos, a mi piel, a mis cabellos, a mi boca, a todo mi cuerpo, identificado al cabo, tras tortuosas y solitarias componendas, con el de aquella hermosa siciliana del libro, nombre que se infiltraba en mi sangre alterándola, y yo, testigo y cómplice de tal transformación, me lo repetía con audacia y destreza cada noche mayores, aún a riesgo de franquear un umbral que conducía a espirales de vértigo y pecado, nombre de fuego pronunciado por una boca de fuego: Adriana. Acechaba él las tapias de su huerto como sombra furtiva, luchando entre el amor y la sed de venganza, iban en una barca a la luz de la luna y dormía un puñal en su bolsillo, se detenían en medio de la corriente, a ella le rodaban unas lágrimas pensando en su orfandad, abandonaba él los remos, se cambiaba a su lado y allí, con la barca a la deriva, bajo unos sauces, pensaba que había llegado el momento, pero acababa tomando, a su pesar, entre los suyos aquellos dedos fríos y recorriendo con los labios el reguero salado de llanto que moría en las comisuras de aquella boca irresistible, y horas más tarde, a solas, se mesaba la barba y los cabellos, reconstruía sus propósitos con renovada crueldad, huía al monte unos días, se juraba no volver a verla hasta haber madurado bien el plan, pero noche tras noche la invocaba sin tregua -Adriana-adriana-adriana-, la imaginaba ardiente, despierta, extraviada, llamándole de noche, siempre todo de noche, bajo la luna – Adriana-, y yo dejaba la ventana abierta, me tapaba la cara con la sábana y estallaba latiendo en el silencio el nombre aquél como un eco del canto de fuego de los grillos -Adriana-adriana-adriana-, nombre de perdición. La Virgen era el día, la luz, la nube azul, la paz de una mirada sin conflictos; la imagen de la Virgen de las Nieves peripuesta, enjoyada, con su manto de raso, subidita a sus andas, a la que echábamos flores y versos el día de la procesión de agosto, estaba ahí abajo en nuestra capilla particular como un animalito doméstico, está todavía, no ha envejecido nada, y algunas mañanas, tratando de aplicar el ardor excesivo de mis sueños entraba a verla y me arrodillaba a sus pies, imaginando para vivificar mi devoción que la miraba por primera vez, pero era tan inerte y conocida como la tía Aguedita, una hermana soltera de la abuela, y contra aquellos ojos de cristal se me helaba el conato de cualquier confidencia y el posible fervor de las avemarías, me volvía al hedor de mi guarida, a la ardiente penumbra. Adriana era el reverso de la Virgen, la diosa de la noche, secreción de la luna, y yo la había elegido sin remedio; me asomaba descalza a la ventana con los ojos abiertos como un búho, la sentía presente, diluido su aroma por el parque, acodada en el muro que separa esta finca de la aldea, esperando a aquel hombre de los ojos hundidos que la desconcertaba, hasta tanto una noche me habitó la certeza de su proximidad que el deseo de verla me llevó a descolgarme al huerto en camisón; y aunque era una escapada que en otras ocasiones de encierros y castigos había llevado a cabo con total eficacia, tuve mala fortuna al dar el salto y me lastimé un pie, cosa que, metida como andaba en aquellos esquemas maniqueos del mal y el bien, tuve por señal del cielo para avisarme de mi perdición, y de pronto temblé porque pensé que Adriana, si tanto la invocaba, llegaría a tragarme, a venderme su cuerpo al precio de mi alma y a pesar de lo que me dolía el tobillo, sólo me atosigaba, allí caída en la hierba, la idea de aquella posible y fulminante metamorfosis que, aunque esperé con el corazón palpitante, no se produjo, así que me limité a subir otra vez gateando sin llorar ni pedir socorro a nadie, pero un poco decepcionada de comprobar al cabo de reiteradas exploraciones que conservaba indemne del tentador castigo de los cielos mi cuerpo, tan estrecho e infantil como antes de bajar. Jamás fuerza mayor posteriormente me ha arrastrado a una cita, pero el fracaso me hizo también reaccionar un poco y traté de frenar aquellos éxtasis; sin embargo, esa novela la estuve leyendo por lo menos durante siete veranos seguidos, por eso la recuerdo con tanto detalle, aunque hasta hoy no se me hubiera ocurrido hablarle a nadie de ella.

Ya ves tú cuántas noches han tenido que desplegar estrellas desde entonces acá para que las de hoy se hayan puesto propicias al fin, por lo que veo, a apadrinar relatos de esta índole; serán los estertores de la abuela junto con tu llegada la causa de que afloren cuentos tan enterrados, y no sé cuántos más te contaría sacando de lo mío y de lo de esos libros, pero no tengo sueño, si no lo tienes tú, han de salir más cosas, pues que no hay material, para insomnios de un año. Anoche me acordaba de tu padre, mirando esas revistas, para él son tan familiares como para mí, hubo un momento en que me pareció oír un ruido abajo y mandé a Juana a mirar, pensé "¿se le habrá ocurrido venir a Germán?", pero no, no era nadie, y no es que os esperara a ninguno sino que en ese momento tenía delante una viñeta de una mujer barbuda sobre la que él hacía en tiempos muchas bromas y me habría gustado recibirle con ella en la mano, hemos manoseado tanto esos tomos que hasta por fuera los distinguíamos uno de otro, a pesar de lo iguales que parecen, por marcas y defectos en la encuadernación del lomo y de las pastas, cada uno tenía fisonomía propia y de un verano a otro habían cogido una solera nueva, nos hacía ilusión volverlos a mirar. "Dame el de las hermanas siamesas -decíamos-… el del señor guapo mirando por el telescopio… el del baile en Palacio", pero a él de las historias le daba igual, no acababa ninguna ni se las creía, novelas, tonterías para matar el tiempo, se reía de mí, porque yo, en cambio, ya traía pensada la primera novela que iba a leer y en cuanto llegábamos a finales de junio y dejaba la maleta en mi cuarto, que era ese donde te has lavado tú, ya salía y me ponía a buscarla aprovechando que con el barullo de la llegada nadie se fijaba en mí, y encontrarla en el tomo que fuera era ya un gozo en sí, te lo aseguro, como volverle a ver la cara a un amigo del que te has acordado todo un año. Es curioso lo de prisa que se lee a esa edad, a veces lo he pensado, no se asoma uno a leer ni casi existe más que como sujeto pasivo dispuesto a la invasión de lo que sea; y el caso es que se entiende, en general, pero entran en cascada las palabras y solamente alguna que entorpece mucho hay que sacarla del texto para mirarla a la luz. Incluso, ya ves, puede que alguna vez le preguntara yo a mamá que qué era la ruina, es probable y me gusta imaginar que se lo pregunté y que ella buscó la palabra en el texto trayendo el dedo a la línea, como hacía siempre, y quedándose un rato pensativa antes de responder, pero de lo que sí estoy segura es de que cuando me diese la explicación: "pues se refiere a cosas estropeadas por la acción del tiempo", si es que me dijo esto o algo por el estilo, ya estaría notando en el mismo momento cogido el corazón por tantas cosas como en su vida se iban arruinando y pudo volver los ojos a esas grietas de techos y paredes y saberse presidida, como yo ahora, por su lenta invasión. Son como las arrugas de la cara las grietas de una casa, que existen cuando empiezan a importar. Ya de pequeños crujían las maderas del parquet, como que se salían de puro abarquilladas, y andaban los ratones y carcomas toda la noche de tarea, que esta casa se la compró el abuelo Ramón a los marqueses de Allariz a principios de siglo cuando vino de América, que allí se había hecho rico, y entonces ya era vieja; claro que él la arregló a lo grande para quedar por encima del pueblo entero y de los marqueses aquéllos comidos de deudas, de la hija mayor particularmente, la marquesita delicada y altiva que, según decían, llevaba camino de quedarse para vestir santos y ahora se está muriendo en esa alcoba mientras te cuento esto, porque volvió a recuperar su casa, como ves, y secundó con brío las reformas del abuelo Ramón, pero en fin, hay cosas que por mucho que las arreglaran, si viejas eran, viejas seguirían, y, de hecho, el problema de las goteras ha sido una constante en nuestra infancia. Me acuerdo de una grande que estuvo dibujada ahí mucho tiempo encima del piano; Juana, Germán y yo nos pasábamos las horas muertas de un verano que fue particularmente lluvioso viendo cómo mudaba de perfil y cómo se extendía más y más, y decíamos a lo que se iba pareciendo, un juego que también se hace con los dibujos de las nubes a la puesta del sol, pero eso de la gotera lo decíamos medio en secreto y con cierta inquietud, porque la causa venía de una tarde en que habíamos andado por el tejado jugando a juegos bestias y nos producía una emoción peculiar tener la culpa; muchas veces, al ver que se agrandaba, volvimos a subir a inspeccionar el lugar del delito y a tomar un acuerdo, pero en esos intentos de arreglo y solución, al andar por allí se rompían más tejas cada vez, hasta que decidimos ya dejarlo y esperar impertérritos y con cara de santos el interrogatorio de la abuela si acaso se llegaba a producir, y así nos unía mucho la zozobra de mirar la gotera de reojo y luego unos a otros, Genín el del maestro también entró en el ajo de arreglar con nosotros aquel desaguisado, y mirábamos a la abuela con terror cada vez que pasaba; lo que nos hacía más cómplices era sentir rondando aquel castigo suyo que igual podía estallar y ser de los terribles como no producirse porque estuviera distraída dándole vueltas a otra cosa; así había que tomarla, era según le daba, y a nosotros nos excitaba mucho entonces depender de sus imprevisibles decisiones, sin saber que uno mismo se llega a comportar así con los demás, tú de sobra lo sabrás por tu padre, y el ramalazo de tiranía no nos viene de los Sotero, que el abuelo Ramón era de pasta flora, lo mismo que mamá, sino de los marqueses de Allariz; en aquella ocasión tuvimos suerte y no preguntó nada, aunque cuando nos fuimos en septiembre la gotera se había fijado en el perfil de un mamut, que es como la recuerdo, porque al año siguiente ya no estaba, habrían retejado. Así que ya te digo, no es que entonces no se estropeasen cosas ni tampoco que no lo percibiésemos, pero lo percibíamos de una forma distinta, con una especie de delectación. Jugar en recintos nuevos, ¿a qué niño le gusta?; la ruina, al contrario, es libertad mientras no muerde. Lo que te decía antes de las arrugas: un día has empezado a saber que están ahí, que te irán desfigurando poco a poco, pero lo piensas como cuando ves una película de esas en que pasan los años y el protagonista sale cada vez con el pelo un poquito más gris, como si no te estuviera pasando a ti lo piensas, hasta que un día dices: "es que me está pasando, es que me está pasando a mí, a mí"…, y sin embargo, ¿quién puede precisar cuál ha sido ese día ni medir el escalón que lo separa del anterior ni entender por qué antes llorábamos con toda libertad y hasta con desparpajo, arrugando la frente lo mismo que estrujamos un trapo o un papel cuyo estrago no nos atañe?

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