E. Tres.

– Qué pregunta, hombre. Pues claro que lo noto. ¿Crees que iba a hablar así si tú no me escucharas como lo estás haciendo? Dicen que hablando se inventa, que hay gente a la que hablando se le calienta la boca, hablar es inventar, naturalmente que se le calienta a uno la boca, lo pide el que escucha, si sabe escuchar bien, te lo pide, quiere cuentos contados con esmero; los niños más que nadie porque son los más sanos y no confrontan luego cuento con realidad, les vale como salió, como se lo has contado y solamente así, lo dejan acuñado en aquella versión para siempre jamás. Al hablar perfilamos, claro que sí, inventamos lo que antes no existía, lo que era puro magma sin encarnar, verbo sin hacerse carne, lo que tenía mil formas posibles y al hablar se cuaja y se aglutina en una sola y única, en la que va tomando; poder hablar, Germán, es una maravilla, tan fácil además, sacas de donde hay siempre, de lo que nunca falla, eliges sin notarlo una combinación, sin pararte a pensar ni por lo más remoto "sujeto, verbo, predicado", no se te plantea, eso se queda para cuando escribes; por costumbre que tengas de escribir, aunque sea una carta sin pretensión de estilo, es otro cantar, qué van a salir las cosas como cuando hablas, hay una tensión frente al idioma, no se puede ni comparar. Y el discurso mental, cuando piensas a solas, también es diferente porque entonces no existen propiamente palabras o están como en sordina, fantasmas agazapados en un cuarto oscuro; algunos dicen que según piensan van hablando ellos para sí, pero yo no lo creo, te digo la verdad, de las palabras que no suenan no me fío ni un pelo, a no ser esas veces que piensas en voz alta de puro acalorarte, en ese caso, bueno, cuando te figuras delante de ti a una persona ausente a quien te pide el cuerpo implorar o reñir o convencer de algo y el deseo de verla te la convoca enfrente y te suelta la lengua, pero sin ese esfuerzo de figurarte la cara de otro que te escucha, las palabras no nacen, nada las espabila ni las dibuja, puro montón inerte de reserva, y mientras la lengua se quede quieta, pegadita al paladar, ¿qué se saca en limpio?, nada. Hablar es lo único que vale la pena, tenía razón tu amigo anoche, qué prodigio, si bien se mira, y no sé por qué no se mira bien, nos consolaría de todos los males; yo te aseguro que algunas veces me quedo pasmada y pienso: "Pero ¿cómo no nos chocará más lo fácil y lo divertido que es hablar, un juguete que siempre sirve y nunca se estropea?", claro que si nos chocara, adiós naturalidad, las palabras sentirían el estorbo en seguida, se espantarían como las mariposas cuando notan que alguien está al acecho para cogerlas; no sé, ya no podría ser, no surgirían a sus anchas así en fila como salen, sin sentir, que es que no se agotan y parece que no les cuesta trabajo, hay que darse cuenta, empiezas y ¡hala!, tiradas enteritas, retahílas de palabras, mira si no esta noche, sin tener que ir más lejos a buscar el ejemplo, fíjate el esfuerzo que supondría escribir esto mismo que ahora te voy diciendo, qué pereza ponerse y las vacilaciones y si será correcto así o mejor será de esta otra manera, si habrá repeticiones, si las comas, para sacar un folio o folio y medio hay veces que sudamos tinta china, y en cambio así, nada, basta con que un amigo te pida "cuéntame" para que salga todo de un tirón. ¿Que por dónde se empieza?, pues por donde sea, no miras si es un verbo o una exclamación lo que sale primero, ni el que te oye tampoco lo mira, pero entiende y tú lo sabes que te está entendiendo, lo notas en que se ríe, en que te mira, en que te sigue prestando atención; no necesitas estarle preguntando a cada momento que si te entiende, te basta con que esté allí y te atienda, lo que decía anoche la abuela tocándome los dedos: "¿estás ahí, verdad?, no te vayas", y a ti Pablo lo mismo cuando estabais hablando en la playa, eso es lo fundamental, que no se te vaya el interlocutor, que no se te duerma, basta con eso. Ya ves lo charlatana que me he vuelto esta noche, pues la causa eres tú, me puedo pasar meses, ya ves, aunque te extrañe, sin desplegar los labios más que para tratar cuestiones prácticas, todo esto de hoy podía haberme muerto sin contárselo a nadie y -es más- sin que llegara a cobrar existencia para mí porque ni por las mientes se me estarían pasando semejantes retahílas con el orden que llevan si no estuvieras tú que me las vas guiando, y ese orden es su vida, su razón de existir; nunca lo había pensado, pero ahora lo veo clarísimo: las historias son su sucesión misma, su encenderse y surgir por un orden irrepetible, el que les va marcando el interlocutor, aunque no interrumpa, es según te mira, ahora las desvía por aquí, ahora por allá, a base de mirada, y nunca dan igual unos ojos que otros; el que oye, sí, ése es quien cataliza las historias, basta con que sepa escuchar bien, se tejen entre los dos, "dame hilo toma hilo", me ha hecho mucha gracia eso que le decías tú anoche a Pablo en la borrachera, lo has contado muy bien. Y cada mirada incuba una historia.

A mí hoy me hacías falta tú, precisamente tú, menos mal que has venido. Sobre todo porque si no llegas a venir no me habría dado cuenta de la falta que me estabas haciendo, habría perdido la noche en dormir sin saberlo, le habría dicho a Juana: "tengo sueño, avísame si pasa algo" y punto final, habría echado el cierre, estaría tumbada en este sofá viendo paisajes sin huella, desfiladeros oscuros, habría delegado en Juana. Abdicar en ella siempre nos ha resultado cómodo, se sabe que está ahí, que no se mueve, yo creo que ni duerme, que no hace más que perdurar, esperar con los ojos bien abiertos algo que nunca llega y que ella misma no sabe lo que es, tal vez el cataclismo que hunda esta casa definitivamente y la sepulte a ella con las ruinas, y sin embargo hay algo todavía que te impide decir "Juana vegeta, es un fósil, un sarmiento", y ese algo son los ojos por donde se le sale todo lo que no ha dicho de veinte años acá, los ojos la traicionan, gritan por ella, aún tienen la carga de sollozos infantiles, de luces de cohetes mientras ella bailaba, de miradas de fuego y de deseo, de aquella rebeldía que le asomaba a veces, todo eso contenido, pasado por el tiempo, ahumado, concentrado, qué mirar se le ha puesto, no es cosa de este mundo. Y yo lo sabía, que me iba a mirar así, le tenía miedo a los ojos de Juana, era por ella sobre todo por lo que tenía miedo de volver aquí, para qué voy a andar con paliativos, siempre he estado diciendo en estos años: "tengo miedo a la casa aquélla, no la quiero ver otra vez", pero la casa no mira ni respira ni tiene aliento, no ha registrado mis cambios ni mis traiciones; son los ojos de Juana inalterables los que estancan el tiempo de la infancia como espejos deformes y por eso acongojan. Temía más que nada el momento de verla, que se me echara en brazos, y al pararse ayer tarde la ambulancia ahí abajo me temblaban las piernas, no era capaz casi ni de echar pie a tierra, aparte de lo que anquilosa un viaje tan largo y tan incómodo; me acordaba sólo de Juana, no de los problemas de cómo sacar a la abuela, de cómo acomodarla aquí, y me decían los enfermeros: "Usted dirá, señorita", y yo no podía decir nada, estaba como una estatua de sal con la angustia de que iba a aparecer Juana, de que me la iba a echar a la cara después de veinte años, tenía el corazón en la boca mirando las escaleras, una fascinación parecida a la que sentía Dorian Gray cuando se encerraba a solas en el desván de su casa para destapar aquel retrato maléfico donde se consumaba su real envejecer. Cuántas veces, en efecto, a lo largo de estos últimos años, mientras iba a la sauna y me daba masajes y cremas de belleza o cuando me probaba trajes nuevos, me figuraba a Juana haciendo cara al tiempo a palo seco, encerrada entre estas paredes, cuántas veces me he acordado de que me lleva un año exactamente. Siete tenía cuando quedó huérfana y la trajo la abuela a vivir aquí en uno de sus rasgos de filantropía: "La tenéis que querer como a una hermana"; que cuánto le han gustado a la abuela toda la vida esos golpes de efecto, de pura exhibición, verse reflejada en los rostros de sus protegidos, oír decir: "la marquesa es una santa". No te digo con esto que no pensase al principio quizá de buena fe dar estudios a Juana y educarla como a nosotros, pero luego se le fue enfriando el entusiasmo, ella es así, se cansa de las cosas; siempre siguió diciendo, eso sí, que a Juana la quería mucho, y anoche mismo hubo un momento en que se la quedó mirando, la llamó por su nombre y le dijo: "Tú siempre fuiste mis pies y mis manos", y es verdad, sus pies y sus manos; nadie le daba tanto gusto ni la entendía mejor. Como que el año pasado, a raíz de la muerte de Paulina, la criada vieja que tenía la abuela en Madrid, yo estoy segura de que a tu padre se le ocurrió, igual que a mí, que una solución muy buena habría sido proponerle a Juana que dejase Louredo y se fuese a cuidarla, pero no nos atrevimos a mencionarlo; era reconocer de un modo demasiado burdo y cínico lo que había llegado a ser también para nosotros aquella niña huérfana de los ojazos verdes cuyo destino en tiempos tanto nos preocupaba, un recurso de emergencia para eventos domésticos; aparte de que a mí por lo menos me detuvo la consideración de que no habría querido dejar nunca esta tierra de buen grado y forzarla era duro, no creo que hubiéramos sido capaces de llegar a emplear una dialéctica deliberadamente embaucadora, abusando de un resto del poder que ejercimos antaño sobre sus opiniones y criterios, aunque nunca estuvo demasiado claro hasta dónde llegaba ese poder. Lo que no tenía duda de ningún tipo, en cambio, es que ella rodaba por la abuela, que la reverenciaba con una mezcla casi religiosa de temor, sumisión y gratitud; y la abuela mucho antes que nosotros y que la propia Juana se percató de aquel conato de servilismo, buena es ella, y se lo fomentaba; como a nieta no la trató nunca, qué la iba a tratar, para criadita iba desde que vino, para ser usada por todos; y a Germán y a mí que la tomamos cariño nada más verla por lo que se quiere a los niños en principio, por lo guapa que era, nos llevaban los diablos cuando nos acordábamos de que la abuela nos había mandado quererla como a una hermana y luego era ella misma la que nos impedía de modo solapado e incomprensible semejante labor, y empezamos a operar de pigmaliones por nuestra cuenta, a defenderla siempre contra quien fuera, a corregirla cuando hablaba mal, a incluirla en nuestros proyectos de estudio. Ella los inviernos los pasaba aquí en casa de unos tíos, con otros hermanitos que tenía, pero durante los veranos la considerábamos cosa nuestra, constituía nuestro empeño y tarea fundamental. Aparte de lo bien que se jugaba con ella, no te haces ni idea, ningún niño de la ciudad inventaba unos juegos tan raros y tan fascinantes, hasta una religión nueva llegó a inventar que se llamaba el ocelismo y su misterio estaba en huir de los duendes llamados oceleiros que todo lo enredaban, que impedían el bien, la luz y la alegría, y se inventó responsos, fórmulas y poemas para burlar su influjo y entrar en las moradas de los dioses desnudos que eran muchos y buenos; y ella los dibujaba y los bautizaba con nombres muy bonitos, Clido, Anfisto, Rumí, una caterva, siempre desnudos, pero con el cuerpo algo fantaseado, no exactamente igual que el de las personas, y les hacía altares en recodos y huecos diferentes del parque o de la huerta y hasta en la casa vivían algunos, por ejemplo Dindo, el de la cocina que vigilaba los asados y tenía en el ombligo una especie de raíz rematada en cerezas; dibujaba muy bien, de una forma muy suya, nunca copiando de las ilustraciones de los libros, como hacíamos nosotros, los duendes oceleiros eran seres extraños con mezcla de animal y eran pequeñísimos, con los ojos saltones, ésos tenían la culpa de todas las catástrofes, y una vez ella dijo que eran más parecidos entre sí que los otros porque el mal siempre se parece; y Germán le preguntó: "¿Pero a qué se parece?". "A nada, digo que llorar siempre es igual de aburrido y en cambio de estar alegre hay muchas maneras"; y todos aquellos inventos y versiones del mundo que ella nos confiaba en secreto nos la hacían tener por un ser fuera de lo normal, imbuida de una carga mágica que no tenía nadie y le decíamos que de mayor tenía que ser pintora, una pintora famosísima, nos miraba con desconfianza y pasmo, como a bichos raros, cuando le decíamos esas cosas y se ensombrecía, yo creo que no le gustaban nada ese tipo de conversaciones, pero nosotros estábamos empeñados en proyectarla hacia el futuro, en hacerle soñar un destino ambicioso, en que no fuera una chica como las otras de la aldea, y ella decía con la mayor naturalidad: "Pero si yo no soy como ellas, yo soy yo"; y Germán y yo discutíamos porque el asunto aquél del porvenir de Juana y de su ilustración que, llevados de un afán pedagógico heredado de papá, veíamos casi siempre como un problema claro y viable, otras veces resultaba menos claro y hasta bastante oscuro, especialmente a medida que fuimos creciendo y vimos que Juana no siempre aceptaba con buena fe y disposición nuestros ensayos de poder sobre su persona -porque en el fondo no eran otra cosa sino ensayos de poder-, que se encerraba en un mutismo cazurro y rechazaba lecciones, dictámenes y consejos, aunque esa misma actitud suya, por supuesto, cabezotas como somos tu padre y yo, nos encandilara más y fuera durante mucho tiempo acicate y motivo de interrogatorios y conjeturas, de conversaciones con mamá, de cartas y más cartas a Juana en el invierno y nos llevara a redoblar las clases que le dábamos, los libros que le aconsejábamos leer. Nunca hurgamos demasiado, por no decir nada, en el posible origen de su retraimiento, simplemente nos parecía incomprensible: ella acababa diciendo a todo que sí, que bueno, que le gustaba estudiar y saber cosas y enterarse de la biografía de músicos y poetas y pintores, que cómo no le iba a gustar, pero estaba mucho más pendiente del talante de la abuela que de nuestras palabras y era capaz de dejar con la palabra en la boca a quien fuera y tirar cualquier libro y esconder o romper cualquier dibujo en cuanto se oía llamar por ella desde la huerta o desde la cocina, "Voy, doña Matilde", salía pitando. "La abuela no tiene que mandar en ti ni asustarte, la dejas que te llame y no vas, te escondes, como si no estuvieras, se acabó; y además no la llames doña Matilde", y ella bajaba los ojos, no nos sabía contestar a eso, entre nuestro imperio y el de la abuela se encontraba como un huevo entre dos piedras. La verdad es que nunca se nos ocurrió sondearla por métodos diferentes al de la encuesta directa, la achuchábamos a base de prohibiciones y preguntas, sin detenernos a considerar que, dada nuestra postura privilegiada, ella se encontraba en inferioridad psicológica y su asentimiento a nuestros planes podía ser acaso poco espontáneo y libre, no demasiado diferente, en definitiva, de la docilidad con que obedecía las órdenes de tipo doméstico que le daban los demás; pero nosotros, cómo íbamos a sospechar entonces esto que ahora te digo, no la entendíamos, nos desesperaba contrastar su actitud de aquiescencia con la contradictoria cerrazón que a veces oponía como una muralla de desquite contra nuestro influjo y que solía materializarse, cuando insistíamos mucho, en mutismos, llantos o desapariciones; verlo nosotros no, imposible, nos habríamos roto la cara por entonces con quien se hubiera atrevido a insinuar que estábamos haciéndole a Juana el menor daño. Cuánto tiempo se tarda en reconocer ciertos errores; caímos en la cuenta no sólo cuando ya era irreparable el daño ése, sino más te diré, cuando nos importaba más bien poco y ya nos aburría todo el negocio aquél de habernos erigido en redentores. Vocación de heroísmo, de infancia, al fin y al cabo; según nos adentrábamos en la juventud ya hacían falta demasiadas justificaciones para sustentarla y teníamos otros muchos empeños a la vista: Juana empezó a ser problema y a hacérsenos incómoda justo cuando aquel daño que le habíamos hecho se empezó a revelar y apenas intuido quisimos olvidarlo; entonces conocimos la comezón, que llegó a ser frenética, de renegar y desentendernos de quien, embarcada a su pesar en un viaje que ya nunca podría seguir por sus propios medios, nos recordaba la extorsión padecida con su mera presencia, y más tarde, cuando dejamos de verla, con su mero existir aquí en Louredo.

Ya lo creo que anoche era como deslizarse furtivamente a escudriñar los surcos del retrato que el radiante, el indemne Dorian Gray ocultaba a los ojos de todos sus amigos en aquella buhardilla polvorienta, idéntico placer clandestino y morboso. Yo todos estos años he sentido literalmente que aquí, en este escondite perdido del mundo, el rostro de Juana y su cuerpo pagaban tributo por la belleza y juventud que los míos iban conservando a base de cuidados, de gimnasia y dinero, un tributo que me envilecía y del que era consciente a mi pesar muchas noches cuando me miraba al espejo después de darme los cosméticos; y otras, cuando alguien que acababa de conocerme me calculaba diez o quince años menos de los que tengo, sentía casi indefectiblemente un trallazo angustioso y al tiempo placentero, una especie de gratitud canalla hacia aquel otro yo que recibía los dardos de mi putrefacción, que pagaba los gastos de mi edad verdadera. "Menos mal que no conocen a Juana -pensaba-, menos mal que no la han visto", exactamente como Dorian Gray; pero los ojos del retrato aquel no creo que vivieran y acusaran igual que los de Juana, no sé si te has fijado en los ojos que tiene.

Ya la última vez que pisé por aquí hace más de veinte años, me asustaron sus ojos. Creo que también es el último verano que viniste tú, tendrías tres años, tu madre estaba embarazada de la niña y había colgado los estudios poco antes de casarse, ya sabes que hicimos parte de la carrera juntas; a mí ese año me habían dado una beca para Grenoble y pasé por aquí a despedirme, no me apetecía nada venir pero me sentía un poco en la obligación; ya por entonces veía menos a tus padres y llevaba dos años sin venir a Louredo, me recibieron con alegría, con bromas, como al hijo pródigo. Era mi época rebelde, no entendía la sumisión de tu madre a tu padre ni de la mía al mío, no aguantaba esta casa ni los noviazgos ni los matrimonios ni nada que entrañara compromiso, estaba tan empapada del deseo de romper amarras, de cancelar toda fidelidad al pasado y al mundo establecido que veía muros y cerrojos por todas partes, era ya una paranoia, me parecía que hasta al reírme o al mirar o incluso simplemente respirando cualquiera de vosotros iba a notarme las ganas de escapar que tenía, lo convencional de mi visita, pero la que más miedo tenía de que me lo notara era Juana. A lo largo de aquellos tres días que se me hicieron interminables de nada quería huir con más afán que de sus ojos. No es que hablara mucho conmigo, aunque desde luego algo más que anoche, pero durante todo el día y hasta por la noche acostada en mi cuarto con la ventana abierta la sentía presente asediándome con la mirada escrutadora y fija de sus ojos sin sueño que se posaban en mi equipaje y mi ropa, en mis dedos cuando encendía un pitillo, en mi pelo; y yo pensando a cada momento, "me largo, me largo de viaje, trasnocharé, conoceré a gente nueva, no miraré el reloj, no me esperará nadie para comer, aquí se quedan todos, aquí se queda Juana"; y charlaba por los codos, hacía bromas, te preparaba el baño a ti, hacía postres, tocaba el piano, una actividad incesante para librarme de la opresión de la familia, pero sobre todo de aquellos ojos como dos brasas. Porque quemaban, sí, especialmente cuando nos despedimos, ahí abajo, junto al arranque de la escalera. Siempre que veo luego a Juana en sueños me mira de la misma manera que aquella tarde. Estabais todos en grupo, os había dicho ya adiós a la familia uno por uno y me acerqué a besarla a ella que se había quedado un poco rezagada: "Pero bueno, Juana, dame un beso, mujer", le prometí que volvería pronto, que le pondría postales desde Francia, luego saqué del maletín una blusa mía que le había gustado mucho y se la dejé, empezaba a necesitar pagar mi liberación al precio que fuera, y como ella no dijo más que un lacónico "gracias" y tocaba la tela de la blusa con los ojos bajos, sentí la necesidad de añadir más palabras, quería el lenitivo de su cordialidad para irme con la conciencia tranquila, y empecé a decir que en mi próxima visita haríamos en serio los planos para el campo de tenis y la piscina, antiguos proyectos de la abuela para los que nunca había encontrado eco eficaz en nosotros, saqué a relucir aquello de un modo que a mí misma me sonaba inarmónico, traído por los pelos, sobre todo porque no lograba ver encenderse en los ojos de Juana la menor lucecita de credulidad, me taladraban serios, desarticulaban mi mentira; pero yo no podía callarme, menos mal que mamá intervino: "Vamos, hija, no hagas tantos planes, anda, déjalo estar", es la persona que más y mejor quiso a Juana nunca, aunque hacía menos alharacas que nosotros; y me acarició el pelo, pero en su voz había un ligero reproche. Estaba ya muy delicada del corazón, se murió de repente aquel mismo verano, pero yo aquí no tuve que volver, el cadáver lo trasladaron en seguida a Madrid, aquella fue la última vez que vi a mamá, la última advertencia que me hizo, y Juana me miraba y me miraba. Siempre asocio sus ojos con la última vez que vi a mamá, con la última vez que vine aquí, con esa despedida, y tú también estabas, pequeñín, comiéndote unas uvas, os seguí viendo a todos un rato todavía por la ventanilla trasera del coche de alquiler que había venido a buscarme para llevarme al tren, se fue quedando atrás, pequeñita, la escena mientras me alejaba y os decía aún adiós con la mano. Y algún tiempo más tarde aquel alivio con que os había perdido de vista a todos, el regodeo en dar por cortado el cordón umbilical que me ataba a Louredo, se me mudó por dentro en un acíbar raro, taimado, traicionero, que en mis sueños se vierte de los ojos de Juana silenciosos y enormes a mi cuerpo anegándolo. A Andrés se lo he tratado de explicar muchas veces recién despierta de mis pesadillas y nunca lo entendía bien del todo, como que los sueños es absurdo pensar que otro los va a entender: "¿Pero se vierte qué?; ¿ya estás con aquello?", y yo le decía que era una especie de veneno que destilaba Juana, pero que en el fondo quería decir otra cosa, un recado que no lograba entender; y una vez, hace relativamente poco, perdió la paciencia porque yo últimamente a Andrés le irritaba mucho con mis machaconeos explicativos, esa manía egocéntrica de que los demás compartan mis sensaciones y les den importancia, y me dijo que iba aviada si pretendía llegar a un mediano racionalismo dando pábulo a semejantes mensajes oníricos, que me iba a volver retrasada mental, y dejé de contarle esas pesadillas, pero no de tenerlas; al contrario, durante este último año se me han redoblado. Te digo de verdad, Germán, que la frecuencia con que Juana se me aparece en sueños y se pone a mirarme fijamente igual que aquella tarde de nuestra despedida es cosa de psiquíatra; por regla general se suele presentar en medio de argumentos que no tienen que ver nada con ella, que pueden ser incluso divertidos, pero de pronto, ¡zas!, una persona cualquiera de las que hay por allí se queda clavada mirándome y noto como un aviso angustioso que coincide casi exactamente con la transformación de aquel rostro en el de Juana, y otras veces es mitad ella y mitad mi madre, pero en cualquiera de los casos se acabó la placidez y se nubló la historia, con esa mudanza entra un viento cargado que lo empaña todo, digo "ya está, ya está", y me despierto después de un trabajo mortal para salir de aquella escena, siempre igual, con el corazón del revés como enganchado en no sé qué zarzas, y nunca entiendo por qué me he sobresaltado tanto, me queda sólo una sensación oscura de urgencia, y mientras exploro la penumbra y vuelvo a darme cuenta de donde estoy, lo único que sé es que la aparición de Juana significa un toque de alarma sobre algo que a mi alrededor se concluye o se transforma sin que yo me esté dando cuenta, que sus ojos me avisan. Pero ¿de qué?, ¿de qué concretamente?, y pugno por preguntárselo a ella, la veo aún durante un lapso de tiempo dibujada y detenida en el aire con esa belleza tétrica que la caracteriza y nada; sí, belleza, Germán, ya sé que a ti te ha parecido una bruja de Macbeth, el reuma la tiene deformada y además ahora bebe sin parar, pero si te fijas bien es guapa todavía; lo que pasa es que nos hemos acostumbrado a considerar la belleza detentada por rostros sin conflicto ni historia, de esos que nos anuncian detergentes con sonrisa entre sexy y persuasiva y no nos saques de ahí, otra cosa de más fuste ya no la admitimos. Pero sí, Juana ha sido de morirse de guapa, pregúntaselo a tu padre, yo no creo que ninguna mujer le haya levantado de cascos como ella cuando volvieron a verse después de la guerra, tres o cuatro veranos le duraría el enamoramiento, poco le gusta acordarse de eso ahora. Yo no noté tanto el crecimiento de Juana porque la seguí viendo, pero él la había dejado de ver de once años y se la encontró de catorce muy alta y muy mayor; me acuerdo perfectamente de aquella tarde en septiembre del treinta y nueve, ya sabes que él y mi padre habían pasado la guerra en zona republicana; el reencuentro familiar había tenido ya lugar, pero a Louredo venían aquel año más tarde que nosotras, la guerra les había unido mucho en aficiones y en todo y se habían hecho como dos bloques: Germán con papá y yo con mamá. Era una tarde muy bonita, había llovido y olía a tierra mojada, habíamos estado merendando en la huerta y luego subí aquí a darle clase de francés a Juana; abajo estaban mamá y la abuela con la tía Aguedita haciendo labor y yo me sentía alegre y tranquila en el seno de aquella espera que para mí no tenía nada de problemática: iban a venir papá y Germán como otros años, la guerra se había terminado, y me gustaba haber hecho tantos progresos en el francés como para poder darle clase a mi amiga; pero ella no paraba en la silla ni atendía, a cada momento le estaba pareciendo oír el motor de un coche, hasta que se impacientó y la reñí porque tradujo maison por guerra, a pesar de estar mirando el diccionario; me desesperaba que se fijara tan poco, que no tuviera interés. "¿Y cómo quieres que lo tenga -estalló llena de cólera- si todo me importa un bledo? ¡Libros, libros, libros, siempre lo mismo! Parece mentira que hoy tengas ganas de libros, eres como de palo; hoy era día de tirarse al monte, de esperar a Germán en una peña de las de abajo con banderas o algo, ¿no ves que podía haberle pillado una bomba por ahí en estos años, que podía no haber vuelto a pisar esta casa?, es que no te das cuenta de nada, ¿de qué servirán los libros?, leer, leer, alguna vez hay que celebrar fiestas también, ¿no?, cuando hay motivo. Eres una egoísta, claro, como tú ya lo has visto. Bien que llorabas cuando no sabíais nada, pues yo igual, para mí es como si siguiera la guerra, hasta que no lo vuelva a ver es como si no supiera nada, sólo me lo creeré cuando le vea la cara, me enseñas un papel con letra suya y no me creo nada en absoluto, nada, patrañas, verle la cara es lo que quiero." Le brillaban los ojos de pasión y de ira y se escapó corriendo no sé si para que no la viera llorar o porque en ese momento se estaba oyendo abajo el ruido del coche que los traía y la voz de mamá llamándonos; seguramente se fue a esconder, que eso lo hacía ella mucho. Me di cuenta de que tenía una belleza montaraz y salvaje y me impuso respeto aquel fuego de sus ojos; nunca había visto a Juana como mujer y me impresionó, me sentí una niña pequeña a su lado, no fui capaz de llamarla ni de detenerla. Y es muy curioso porque luego tu padre, que tuvo que andar buscándola mucho rato por la casa, tardó tanto en aparecer que creímos que se habría ido a saludar a sus amigos del pueblo y nos sentamos a cenar sin él; por la noche vino a mi cuarto a verme y no hacía más que decir: "Pero ¿qué le ha pasado a Juana?, ¿te das cuenta de cómo está?, yo no he visto una mujer así en mi vida, da miedo verla, miedo". Dijo "una mujer", no "una chica", alguna vez que le he recordado esto niega que dijera "una mujer", pero lo dijo, y además a mí no me extraña porque los dos la descubrimos como mujer el mismo día. Lo que pasa es que él, durante mucho tiempo, necesitó estarse ocultando a sí mismo que Juana, al empezar a gustarle tanto como mujer, se borraba como persona capaz de albedrío; no era capaz de confesarse que le halagaba el amor que había descubierto en ella, aquel comienzo de sumisión que no hizo más que crecer desde entonces, tan descarado y evidente, al cabo, en las miradas admirativas y entregadas que Juana le dirigía, que acabaron por enterarse todos y les alarmó, y de ahí se derivó la marginación gradual de Juana, a quien empezaron a pensar los mayores que se había dado en la familia demasiada beligerancia. Aquel verano primero todavía no notó nadie nada, pero yo sí porque desaparecían juntos al menor pretexto, y cuando me di cuenta de que además me esquivaban, me puse muy triste, me parecía absurdo estorbarles y tardé bastante en entenderlo, yo todavía no me había enamorado nunca, claro, y me parecía que porque ellos se quisieran no tenía porque romperse el trío que hasta entonces habíamos formado, aparte de la tendencia que he tenido yo siempre a pensar -hasta hace poco- que nunca estorbo a nadie; fue una pena muy honda, parecida a las del amor, tanto quería yo a tu padre por entonces.

Y sí, ya ves, ha tocado hablar de Juana, qué le vamos a hacer, menos mal que no tienes sueño. Lo malo es el orden, que ya no sé lo que te llevo contado ni lo que me queda por contar, pero mucho me queda, muchísimo; pues que no hay tardes y tardes de esas que se pierden en los repliegues del recuerdo, y mañanas, y noches, una vida entera, todo no podrá ser, tendrá que ser a medias, no creas que es liviano el material que arrastra este tema de Juana ni que es un cuento fácil de los que soplas -"érase que se era"- y se ven redonditos como pompas volando por el aire, que va, lo salpica todo, menudas adherencias. Y tu padre lo sabe; él que es quien ha traído este asunto al tapete lo conoce de sobra y me conoce a mí para saber que no se puede ventilar así tan fácil en cinco minutos. "Háblalo con Eulalia, decidir lo que sea", sí, muy bonito decirle al otro "decide lo que sea" y meterse en un cine a olvidarse de Juana; ya hace años que venimos haciendo eso, pero no vale de nada: mientras sigamos siendo su memoria, existiendo en su mente como imágenes de referencia, tampoco ella podrá dejar de pesar para nosotros, un peso muerto, que éstos son los peores.

Desde que la abuela, que era la última que seguía viniendo por aquí, se encastilló en su casa de Madrid decidida a desentenderse del mundo de los vivos y a sumergirse en el de los fantasmas, Juana quedó ya sin paliativos abandonada por todos; fue cuando le dimos el poder, y al enterarse de que la abuela, aunque no la habíamos incapacitado ni recluido, iba perdiendo progresivamente la aguja de marear, empezó a dirigirnos a nosotros una correspondencia balbuciente que parecía pensada sólo para desasosegarnos. Ni tu padre ni yo a esas alturas -te estoy hablando como de hace diez años para acá- queríamos ser capitanes de barcos que se hunden, pero por otra parte la suerte de éste no conseguía dejarnos impasibles. Lo dábamos, empero, fatalmente por barco a la deriva con aquella mujer de grumete fantasma, cumpliendo los quehaceres que desde una capitanía igual de fantasmal le venimos cursando de un modo cada día más ralo y desganado a lo largo del tiempo, órdenes anacrónicas inventadas para aplacarla, trabajosas, incómodas, incrustadas a contrapelo en el mosaico de nuestro anecdotario personal, el cual al mismo tiempo nos iba desviando más y más cada vez también a uno del otro, quehaceres y recados para Juana que, bajo su ficción de urgencia y seriedad, no tenían otro fin (y los dos lo sabíamos) que el de amortiguar un común sentimiento de culpa inconfesada, el último residuo de identidad que, a raíz de la sustitución de tu madre por Colette, nos podía unir ya: ese oscuro zumbido de conciencia al conjuro de la imagen de Juana metida entre estos muros. Esta casa sola y cerrada nos sería más fácil de olvidar que con ella dentro, ocupándose un poco todavía de su conservación, haciéndonos consultas morosas e irreales para impedir su ruina definitiva, perdurando a pie quieto en nuestro sitio: es la casa con Juana lo que hace tanto daño. Ya lo creo que es peliagudo el recado que traes, por algo se quedó en suspenso tu padre sin saber que escribirme más que "Querida Eulalia", prefiere que lo hablemos, que le ahorremos pensar. ¡Decidir lo que sea!, si no se trata de decidir, ya sé por dónde va, que la casa es de Juana, que se la dé si quiero cuando muera la abuela, que era quien se oponía tenazmente a tales sugerencias, que firme unos papeles si hace falta firmarlos y nada, para ella, para Juana Failde, como si no supiera él lo mismo que yo que Juana no se borra de un plumazo a base de dinero. Más suya que es la casa desde hace ya diez años, más carta blanca que le hemos dado en todo, para la cosecha de patatas, para el retejado, para la venta de la fruta y del maíz, para el cuidado del parque, un poder notarial lo más amplio que cabe, puede gastar lo que quiera y pasarnos las facturas; es dueña y señora de los cuartos, de abrirlos, de airearlos, de reformarlos, de usar ropas y enseres. Se lo dijo Germán un año que, al fin, vino por aquí, hará unos seis o siete, "haz lo que quieras, Juana, lo que quieras, a tu gusto, mujer, el poder te lo dice", pero luego me contó a mí que casi se arrepentía de haberle insistido tanto porque la veía como atontada, me describió su estado, y que casi no hablaba en el pueblo con nadie; tratamos con ligereza el asunto, yo por aquella época paraba poco en Madrid y estaba bastante alegre, le dije que no se montara la cabeza con problemas. Pero Juana siguió escribiendo implacablemente; no escribía con tanta frecuencia como para que nos hubiéramos acostumbrado a esperar aquellas cartas que nos volvían siempre a sorprender, ni las espaciaba tanto como hubiéramos deseado. "No sé para qué escribe -se indignaba Germán-; se le manda dinero, se le dice que haga lo que quiera, lo pone en el poder, se lo estuve leyendo, pero es que no se entera, no se quiere enterar." Y ella se había enterado, sabía bien que aquello de "venda, permute, enajene, celebre contratos" que ponía el papel la convertía casi en el ama absoluta de la finca y la casa, pero es que no era eso, no quería mandar, es mantener su enclave en la conciencia nuestra lo que le interesaba, seguir dando noticia de sus ojos contemplando enconados y pasivos la ruina de esta casa, atosigarnos con aquellas referencias agoreras que pasaban factura de la infancia perdida y traicionada, con aquellos mensajes alevosos que irrumpían cuando menos se esperaba a enturbiar nuestra inopia, dardos contra el presente placentero, la venganza de Juana, su única y precaria satisfacción. Y el destinatario de aquellas esporádicas y certeras revanchas intercaladas entre el cúmulo de urgencias cotidianas, dejaba la carta pinchada durante un par de semanas en algún lugar visible, como un simulacro de proyecto con que el alma se tranquilizaba; si era Germán, me llamaba a mí: "¿sabes?, ha escrito Juana"…, o viceversa, quedábamos en vernos, en hablar, pero lo íbamos demorando porque sabíamos que no había nada que hablar, que los problemas y consultas a que se refería la carta no tenían relieve ni entidad, que lo único que la tenía era el oscuro sobresalto inconfesado al volver a ver aquella letra de dibujo torpe, trasunto del reuma y la modorra, aquellas faltas de ortografía residuo de los años de anteguerra, y los dos percibíamos el encono de sus acosos a nuestra conciencia, bien hablase de las ratas o del precio del maíz, el reto y la superioridad que había en aquellos avisos de soldado testarudo abandonado de sus jefes y encastillado en una fortaleza a la que ya no llegan víveres ni instrucciones.

Nunca le he preguntado a Germán directamente si él percibía estos mismos síntomas, si las cartas de Juana le quitaban el sueño y el humor como a mí, pero la única alusión que le he hecho al asunto la recogió de una manera que me hace sospechar que sí. Hace dos años estuve yo algo enferma del oído y tuvieron al cabo que operarme, no sé si te enterarías, y unos meses antes de esto fui al teatro con Colette, tu padre y unos amigos comunes, compromisos de esos que surgen, y estando allí, en el entreacto, me dio uno de los vértigos que me daban entonces que me ponía muy mala, me tuve que agarrar a él para no caerme, y al cabo, como no me encontraba mejor y además la función me estaba interesando poco le dije: "me voy a casa", y él que no me dejaba ir sola, que en cuanto se me pasara un poco me acompañaba; los otros ya se metieron a ver la función, esperamos un poco sentados en uno de aquellos banquitos de terciopelo. "¿Estás mejor? -me dice él-, pero ¿qué sientes?, dime", y yo le miré, le veía todavía un poco borroso, y le digo: "No sé cómo explicarte, algo así como cuando se recibe carta de Juana", y nos miramos de frente, serios, él no hizo de momento el menor comentario, nada más que qué pálida me había puesto, que si quería un coñac, y en el coche tampoco nada, pero ya al despedirse en la puerta de mi casa porque se volvía al teatro me besó: "¿De verdad que estás mejor?" "Sí, de verdad", y entonces dice riéndose y volviéndome a besar en los ojos: "Adiós, bruja, te tienen que pasar cosas raras a la fuerza, no me extraña porque eres una bruja". Y, quitando los besos que nos damos en Navidades o por ahí, que a veces parecen encender algo de nuestra intimidad antigua, me parece que ésa ha sido la última caricia espontánea y significativa de tu padre; yo también le besé con mucha simpatía y nos reímos los dos, de esas veces que notas que hay lenguaje común, que el otro entiende que tú entiendes que ha entendido, y te gusta que sirva aquella broma con todo el sedimento que llevaba debajo. Y no nos dejábamos de reír como dos tontos allí abrazados. Pero, ¿qué te pasa? ¿Por qué te quedas mirándome así?

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