Epílogo

Juana se despertó bruscamente de un breve sueño y al punto percibió el tacto frío y rígido de la mano que tenía entre las suyas y que durante toda la noche, con muy pequeñas treguas, había vagado por la colcha en busca de ese refugio. Retrocedió sobresaltada en la butaca y la mano aquélla, abandonada de improviso a unas fuerzas de que ya carecía, resbaló inerte por el costado de la cama, se balanceó un poco y por fin se quedó colgando inmóvil a dos palmos del suelo; los dedos pálidos y la muñeca flaca emergían del puño primoroso de un antiguo camisón de boda.

Juana se puso en pie y a la luz de la lamparita de noche vio los ojos abiertos de la muerta; tal vez los había abierto para llamarla a ella, para pedir que le acercara por última vez el baúl.

Sobre la mesilla, el reloj marcaba las cinco menos diez. Era un despertador de plata labrada con patitas; la señora lo llevaba siempre consigo dondequiera que fuese y se jactaba de haberle dado cuerda a diario con sus propias manos desde la edad de veinte años en que su padre se lo regaló; la recargada filigrana de frutos y de flores que orlaba la esfera venía rematada en la parte superior por una figura de la muerte con manto y guadaña.

Juana cerró los párpados de la señora y besó su frente mientras musitaba: "Dios la ampare". Luego cogió una botella de aguardiente ya muy mediada que tenía en el suelo, se echó un trago largo y la escondió detrás de la mesilla. Eran las cinco en punto cuando, tras haber alisado un poco la colcha y recitado de rodillas un extraño responso veteado de frases en latín, se dirigió a la puerta. Allí al lado, sobre una silla, estaba el baúl, mostrando a ras de la tapadera abierta y apoyada contra la pared su confuso contenido de recortes, papeles y fotografías, en el desorden en que los dejara la última incursión ansiosa de aquella mano muerta.

Juana cerró la tapa del baúl, salió del cuarto hacia la izquierda y recorrió muy enhiesta el tramo de pasillo que conducía al salón. Andaba despacio, casi de puntillas, pero a pesar de ello a su paso crujían algunas tablas rotas del parquet. Llegó al arco de acceso al salón, retiró la cortina de terciopelo verde muy usada que tapaba aquel hueco y se quedó abarcando la estancia con los ojos durante unos instantes.

Era una pieza grande, de artesonado alto, con tres balcones al jardín. Dos de ellos tenían delante cortinas corridas. Por el del primer término, que estaba abierto de par en par, entraba un claror de madrugada fresca y bienoliente a perfilar ya un poco los bultos conocidos de los muebles que a esa luz, sin embargo, producían extrañeza: el piano en su funda, la consola, el armario de los libros con una puerta de cristales abierta, las sillas arrimadas en fila a la pared, la lámpara de pie, las butacas desparejadas y el enorme sofá viejo frente al hueco de la chimenea parecían nadar en aquel resplandor difuso como barcos perdidos entre la niebla y algunos de sus escorzos oscuros se reflejaban fantasmales en el espejo del fondo.

Juana al principio creyó que no había nadie. Avanzó sorteando los numerosos tomos de la Ilustración amontonados por el suelo y, a medida que se acercaba al sofá, el corazón le latía en situación de alerta. Sus ojos exploraron el hueco del balcón, las sillas, las butacas; todo estaba vacío. Tampoco del respaldo del sofá sobresalían aquellas cabezas que a ratos, a lo largo de la noche, había salido a espiar desde la cortina verde y que ahora buscaba en vano; pero al llegar casi junto a él y descubrir de repente allí los dos cuerpos horizontales que se amparaban uno contra otro camuflándose sobre la tapicería gastada, se detuvo en seco con la respiración en suspenso, ya total a dos pasos.

Y fue una emoción antigua la que vino a herirla, a traición, haciendo afluir inesperadamente la sangre a aquel rostro marchito, curado de rubores. Porque antigua también, de treinta años atrás, era la escena que sus ojos perplejos descubrían. Eran Germán y Eulalia abrazados, eran ellos mismos en persona; no se trataba de una evocación nacida del rencor, del alcohol o de la soledad ni de un sueño ni de una pesadilla, los tenía delante de los ojos. Eran Germán y Eulalia hablando de sus cosas con voces que ella no oía ni sabía ni entendía, excluyéndola de unos juegos y un lenguaje al que otras veces, en cambio, se divertían intentando incorporarla. Eran los dos hermanos cuando se acariciaban, cuando denotaban la misma sangre y los mismos padres y los mismos tiránicos humores y el mismo atractivo, cuando le cerraban en las narices una puerta invisible, infranqueable, un bloque de cristal a través de cuyo grosor podía, sin embargo, seguirlos viendo siempre.

Y sintió, con la oleada súbita de rubor, unos celos salvajes de la amiga que en tiempos le había prohibido ruborizarse, celos de su belleza inalterada, de aquel cuerpo flexible, de aquellos pies descalzos, de las sandalias primorosas que yacían tiradas por la alfombra, de su peinado, de su vestido; y sobre todo del resplandor que transfiguraba su rostro en aquellos momentos, de la expresión dulce con que miraba a su hermano, del gesto confiado y casi infantil con que se apoyaba contra su pecho, de las palabras que le estaba susurrando, de las que él le devolvía. Se habían pasado así la noche en pleno cuchicheo, mientras ella atendía a la señora. No se habían movido de allí ni se habían enterado de sus incursiones desde la alcoba a la cortina del pasillo, no les importaba nada de ella. Toda la noche en vela, de espaldas al mundo, aislados en su castillo inexpugnable de palabras, un hilo de palabras fluyendo de Eulalia a Germán, volviendo de Germán a Eulalia, retahílas pertenecientes a un texto ardiente e indescifrable.

Fueron unos instantes de parálisis. Reaccionó en seguida. Pensó: "Estoy loca, veo visiones, no puede ser". Se acordó de los años que llevaba aguantando sola entre aquellos muros, de su poder para conjurar escenas como ésta. Y esforzándose por recobrar las riendas del presente, procurando que ni el pulso ni las piernas ni la voz le temblaran, dio dos pasos aún y, apoyándose con la mano izquierda en el respaldo del sofá mientras con la derecha encendía sin más contemplaciones la lámpara apagada, murmuró con vez neutra pero firme:

– Tu abuela, Eulalia, acaba de morirse. Yo creo que debías entrar a darle un beso.

Y ella misma se quedó aterrada de la transformación que acababa de provocar. Porque la mujer que se desprendió de los brazos del muchacho y levantó hacia Juana un rostro súbitamente descompuesto y plagado de surcos que en seguida se cubrió a medias con el brazo mientras repetía sordamente: "ahora no, por favor, ahora no, vete ahora", mostraba a la luz cruda de la lámpara su verdadera edad: cuarenta y cinco años.


Empecé a tomar los primeros apuntes para esta novela en junio de 1965, en un cuadernito al que llamo, para mi gobierno, "cuaderno-dragón" por un dibujo que me había hecho en la primera hoja un amigo que entonces solía decorar mis cuadernos. Terminé su redacción definitiva la tarde del 31 de diciembre de 1973, en mi casa de Madrid.

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