E. Dos.

– Sí, justo, por pura casualidad, te voy a decir por qué: porque me falló una cita. Había quedado con un amigo por Argüelles, pero me dormí a media tarde y salí de casa con tanto retraso que cuando llegué se había ido ya. Por eso, porque me horrorizaba cenar sola y más todavía ponerme a buscar otro plan, después de una tarde de no poder aguantarme a mí misma, con el mal humor con que me había despertado, sudando, rodeada de las guías de teléfonos, medicinas, libros por el suelo y un vaso a medias y colillas, por puro nerviosismo y vacío y calor, ya te cuento, y porque el local donde me había quedado plantada está por aquel barrio, ya sabes donde vive ella; mejor dicho, vivía, pobre mujer, las paredes aquellas no creo que se le vuelvan a caer encima ya nunca. Total antesdeayer, pero si en ese momento, desorientada como estaba allí a la puerta del local de Argüelles, sin saber por qué calle echarme a andar, alguien me hubiera dicho "Mañana estarás otra vez en Louredo", habría dado la espantada a estrellar mi noche contra la pared que fuera con tal de escaparme de la posibilidad de semejante traslado, porque le tengo miedo a esto, desde hace mucho, desde que murió mamá, y aunque no ha dejado de presentárseme a la imaginación muchas veces durante los últimos años como el único viaje irremisible que ya podía hacer en esta vida, rechazaba la irracionalidad de esa premonición y me había propuesto descartar esa idea y resistir su asalto como el de todos los morbos familiares. Este verano se me venía el mundo encima, te lo juro. Ya en abril el médico me había dicho que me tenía que buscar un aliciente distinto de los habituales, que estaba como muerta y que la curación dependía nada más que de mí; apuntó las horas que duermo y alguna otra cosa de las que le decía con ese aire de estar pensando en lo que apuntan con que te dan el pego todos los médicos: "Olvida todo lo que te altere". Como si no supiera él igual que yo que luego llegas a casa y el día tiene doce horas y la noche otras doce, claro que ellos qué van a decir, también le pueden decir a un mendigo anémico para darle de alta como en aquel chiste: "Usted ya puede comer de todo", y desde un punto de vista médico es correcto. Repasé una lista de las cosas que había dicho en enero que tenía que leer sin falta este año -ya ves, la noche que me viste en la fiesta ésa, andaba yo a vueltas con este tipo de propósitos y con el de huir de todo vínculo afectivo, por eso me perturbó verte a ti-; y nada, lo primero que decidí en abril fue no salir de Madrid este verano y ordenar bien mis cajones de papeles y toda la biblioteca. ¡Tantos libros comprados y sin leer, qué agobio, muchos sin abrir siquiera!, pero bueno, a ratos conseguía animarme y convencerme a mí misma de que podía ser un verano muy positivo, como si me diera desde fuera pequeños empujoncitos a mí misma, "otro empujoncito, que te paras, otro", y así, hasta que me di cuenta -bueno, me la he dado muchas veces en mi vida- de lo mentira que es eso, de que por esos métodos es imposible que surja el entusiasmo, que quiere decir "endiosamiento" como sabrás, y para sentirse dios es dentro y no fuera de uno mismo donde tiene que nacer el impulso hacia las cosas y esa capacidad que a veces tenemos de dirigirlas y colocarlas, de jugar con ellas. Los libros, cogidos así por prescripción facultativa, me negaban su fruto, es lógico, rechazaban aquel trato convencional como amigos que protestaran de la desgana con que acudía a buscarlos, me enseñaban una cara indiferente como si me marcaran la distancia: "tú ahí y nosotros aquí, nada de intimidades, qué te has creído"; y tumbada en la cama con uno de ellos en la mano, y esparcidos alrededor encima de la colcha no sé cuántos más que me daban igual que el que había cogido, casi lloraba acordándome de las ganas con que me había hundido en ellos otras veces hasta el punto de llegar a olvidarme de la hora que era, de mis penas, del hambre, de todo; y los miraba ahora con rencor como a simples objetos arrojadizos, pesados, con aristas, destilando hastío sobre mi tarde, sobre mi vida, plomo fundido de hastío igual que cualquiera de los demás objetos de la habitación que me imponían su presencia. En cuantas bibliotecas, cafés, autobuses y butacas de diferentes ciudades he llegado a sentir en mi vida la picadura del endiosamiento con un libro en la mano, mi querido Germán, ya ni me acuerdo. "Descubrir el Mediterráneo" llaman a eso los expertos, los profesores; ¿y qué?, lo llaman descubrir el Mediterráneo porque apuntas cosas apasionadamente en las márgenes del libro y en cuadernitos que llevas en el bolsillo y esas notas, cuando las vuelves a mirar al cabo del tiempo, están frías y ni tú las entiendes, no significan nada, y resulta en cambio que ya hay muchos ensayos y libros de crítica perfectamente editados comentando lo mismo pormenorizadamente, llenos de notas a pie de página; bueno, ¿y qué?, cuando te estás hundiendo en el hallazgo de algo inédito, de verdad es inédito en este momento para ti y lo que añoras luego no es tanto lo que pensaste como aquel placer clandestino de cita irrepetible que produce estar dialogando con un ausente, encontrando uno sólo dentro de sí algo vivo que contestarle al libro, como si de repente le hubieras visto la cara al autor que lo escribió o le hubieras oído la voz y él a ti la tuya. Solamente en lo secreto se toca la divinidad, ese endiosamiento o entusiasmo, como lo quieras llamar, en lo secreto y recóndito, dentro de uno y nunca fuera. Por eso no quería agarrar el coche y largarme a ciento veinte en busca de paraísos por esas carreteras de Dios, que ya lo he hecho demasiadas veces y total para nada. Aguantar sin salir de Madrid me parecía este año algo definitivo para mi salud mental, pocas cosas tenía tan claras como ésta; así que andaba huyendo de la gente a la que veo con frecuencia, esa que más o menos se puede decir que es de tu grupo, aunque los grupos se formen como los ciclones, por caprichos del aire, gente de esa que al preguntarte por tu vida, si hace algún tiempo que no te ve, espera un resumen inmediato de proyectos, todo el futuro enunciado a una semana vista, cuajadito de planes; me entraba vértigo, una especie de horror cada vez que me decían: "¿Y tú qué vas a hacer este verano?, ¿cómo sigues aquí?, ¿adónde vas?". Nos lo venimos preguntando unos a otros cada año más pronto, desde abril, desde febrero, implacablemente, a la primera brisa templada; somos eso: no lo que pensamos ni lo que nos da miedo ni lo que nos preocupa, sino lo que vamos a hacer. Conozco bien ese veneno de los proyectos, esa comezón de echar un tiempo sobre otro, de desbaratar el poco beneficio que la continuidad del invierno empiece a querer dejar; yo también he sido así, antes tenía mucha fe en los proyectos de vacación, de evasión -como se dice ahora-. "Parece que quieres meter la mano en todos los líquidos -decía Andrés- para revolverlos antes de que dejen poso." Pero yo quería arrastrarle conmigo a los viajes, y cuando los hacía sola y volvía sin haber resuelto nada y le encontraba a él escudado en su aparente sosiego, melancólico, apagado y escéptico como siempre, le decía que no sabía vivir y le hacía narraciones brillantes y exaltadas de todo lo que había visto, le encarecía cuánto le había echado de menos, lo cual solía ser verdad, y me irritaba su indiferencia. Cuando las cosas iban mal entre nosotros, me agarraba con afán a la idea del verano, de lo bien que nos iba a sentar cambiar de ambiente: "Ya verás este verano". Siempre buscando el rastro del verano, tratando de renovar los votos de una religión ya gastada, institucionalizada, sin fe, ¡qué empeño! -"¿adónde iremos? "-, buscando en vano el eco que te despiertan los nombres leídos una vez en viejos atlas de geografía, playas, aventuras, el rastro del verano, el olor evaporado de la palabra verano que para los adultos no significa más que coche, pasaporte, dinero, tocadiscos, hotel y sobre todo tregua. Es otro tajo más el veraneo de los que el sistema establecido da a diestro y siniestro para repartir el escaso caudal de nuestras vidas, para hacerlo inofensivo y aventarlo, hay que salir de veraneo, interrumpir, dar largas otra vez. Pero las alimañas ocultas, la noche, la montaña inexplorada, el descubrimiento de una tapia difícil de escalar o de un paisaje nuevo y misterioso, los nombres de las hierbas y las frutas, los títeres del pueblo, el miedo de perderse, todo eso es de la infancia. Y yo, que tenía anclada aquí la mía, sentía este lugar como referencia primaria o punto de origen, arcilla de la que he estado echando mano siempre para moldear cualquier sueño, y sabía cada vez mejor que este viaje, fundamento de todos los asuntos pendientes, era el único viaje que quedaba ya; pero por otra parte comprendía que no iba a llegar aquí y notar la tierra como mi segunda piel, que era inútil tener ya este lugar por escondite, por aquella jaulita para ponerme a salvo tantas veces antaño valedera, sabía que sólo no viniendo lo podía idealizar y prefería tenerlo de reserva en la mente, buscar por otros sitios.

Así que si alguien me hubiera dicho antesdeayer, parada a la puerta de aquel local de Arguelles, sin saber dónde ir ni qué hacer de mi noche, que la de hoy me iba a caer encima perdida en el monte, sin reconocer ya los perfiles ni siquiera del mismo Tangaraño, me habría emborrachado o drogado, no sé, con tal de no meterme en la boca del lobo, las fauces, el abismo, que así literalmente sentía yo la ruina de esta casa. Volví a entrar en el local porque la calle se me hacía demasiado incómoda -la gente cuánto chilla en algunos barrios, te empujan, no te miran ni te piden perdón- y pensé en telefonear a mi amigo, aunque no era probable que hubiera vuelto a casa, andaría buscando por ahí sitio para cenar, llamando a otros amigos. Había estado con él el día anterior en ese mismo local, un drugstore muy agradable que han abierto hace poco, yo no lo conocía, me llevó él después de un paseo que dimos en su coche por la Casa de Campo, la charla había sido estimulante y divertida y se daba por hecho que teníamos que continuar, pero todo un poco forzado, en el fondo, porque hacía más de dos años que no sabíamos nada uno de otro y a mí de pronto esa tarde me había dado por llamarle; no es que saliera mal la cosa, entiéndeme, ni que no estuviéramos a gusto, es una amistad demasiado antigua y tenemos un lenguaje y unos recuerdos demasiado comunes para que resulte violento reencontrarse, pero esas audacias de naturalidad que me empeño en seguir teniendo con la gente se me hacen algo ridículas cuando las veo como imitaciones de algo que a los veinte años hace uno de otra forma, con agresividad y entereza, sin temer unas consecuencias que, o no se tienen en cuenta, o divierte provocar. El teléfono estaba ocupado; pedí un vino en la barra y, mirando la mesa donde habíamos estado sentados la tarde anterior y donde realmente lo habíamos pasado muy bien, me di cuenta de que si me metía en el juego de echarle de menos y de andarle buscando, me iba a durar toda la noche la ansiedad que me había asaltado desde que me despedí de él ya muy tarde, la que me provocó el insomnio y me llevó a tomar tranquilizantes al otro día y a dormirme cuando menos lo esperaba. No es que me haya importado nunca demasiado de este amigo, aunque en tiempos de la carrera me influía bastante, pero hace tanto tiempo ya; le había llamado por puro aburrimiento, porque andaba repasando el listín de las direcciones telefónicas y al llegar a la C vi Julio Campos y pensé "¿qué habrá sido de éste?", pero luego, nada más verle, me di cuenta de que he dejado de saber lo que piensa de mí y eso me hace perder pie con la gente; al principio no noté nada en su voz, ni sorpresa ni alegría, ni fastidio, él siempre ha sido flemático, dijo: "¿vernos?, bueno, muy bien, así ves el coche nuevo que me acaban de dar, lo he estrenado ayer", nada, como si comiéramos juntos todos los días, y no sé por qué me quedé a disgusto si, conociéndole, no podía esperar que dijera otra cosa, y además me gusta la gente así. Se lo dije luego, cuando nos vimos, que llamar a alguien al cabo de dos años densos de argumento y que no te pida explicaciones de nada ni te sientas en la necesidad de dárselas, me parecía maravilloso; pero mientras se lo decía, le miraba disimuladamente el perfil, y un gesto que ha tenido él siempre de humedecerse los labios con la punta de la lengua lo interpretaba como sonrisa de burla y eso me hacía estar mal, como al acecho, pensaba: "ahora me va a preguntar que eso de los dos años densos de argumento por qué lo he dicho", pero nada, no me preguntó nada, a lo mejor ya sabe que me he separado de Andrés. Dimos un paseo por el Madrid viejo y luego salimos al Viaducto. En la Cuesta de la Vega, según se baja, hay un muro plagado de balazos, impactos de la guerra del treinta y seis todavía. "No me digas que no es siniestro -dijo él- que después de tantos años lo conserven igual y hasta le hayan puesto su inscripción, pensar que cada uno de esos agujeros es la huella de un tío que dejaron seco ahí mismo." Yo nunca me había fijado, la verdad es que voy poco por esos barrios, pero miré por la ventanilla del coche y allí en el muro hay una leyenda debajo de una escultura muy retórica de ángeles de hierro aplastados y picudos que yo le dije a Julio que me recordaban los dibujos de la revista Alférez, una de los años cuarenta. "Ya -dijo-, fantasmas del pasado, recuerdos de posguerra, siempre volvemos a lo mismo, pero ya esos recuerdos ni en el café hacen gracia, empieza porque ya no va habiendo cafés de los de hablar, sólo sitios de barullo; la guerra es cosa de los libros, hija mía, la tienen toda fichada los extranjeros a base de becas que les da su país; ya verás qué poco vienen a pedirte a ti que les cantes la Chaparrita." Vimos atardecer en la Casa de Campo y me pidió que le cantara la Chaparrita, una canción que todavía estaba vigente, como la del valiente y leal legionario cuando nosotros empezamos en la Facultad: había sido esa Chaparrita como la Lilí Marlen de nuestra guerra, una especie de madrina de guerra mítica con la que los soldados soñaban desde las trincheras. "Menos mal que no han encontrado ese filón los buscadores de la moda «camp» -dijo Julio-, qué pesados se ponen con desenterrar coplas sin saber de qué va"; y yo pensé que es verdad, que la guerra se ha convertido en un tema apagado que ya ni siquiera despierta rebeldía. Al llegar al drugstore estaba algo triste y me gustó el local, me arropaba el jaleo de la gente que entraba y salía sin parar, que se reía, que se besaba, que se daba bromas, y los veía moverse como figuras que se destacasen sobre el fondo de aquella canción que desenrollaba de un modo continuo y maquinal sus palabras en mi cabeza:

Chaparrita,

la divina,

la que va muy de mañana

al templo para rezar,

le pide a Dios bueno y santo

que se le lleve en buen hora

a su seno a descansar.

Me daba miedo estar callada, me ocurre ahora con frecuencia, y le pregunté a Julio, por hablar de algo, que dónde había pasado la guerra él; me dijo que en Lisboa y se puso a hacerme un dibujo de la casa donde había vivido con sus padres cerca de la desembocadura del Tajo, y bebimos, y me contó muchas más cosas, pero yo no podía atender del todo porque seguía sin estar segura de que se encontrase completamente a gusto conmigo, que era en definitiva lo que más me importaba verificar; me consolaba pensando que los jóvenes que entraban buscando sitio posiblemente al mirarnos con las cabezas juntas e inclinadas sobre las rayas que hacía el bolígrafo de Julio dibujando el río Tajo en aquella servilleta de papel, pensarían durante unos segundos que lo estábamos pasando muy bien, tal vez incluso alguno que entrase solo y de mal humor pudiese llegar a envidiarnos; pero sin recurrir a ese truco de imaginar la envidia de los demás, era incapaz de entregarme con confianza a aquella situación. Luego ya bebimos más y estuvimos en otros sitios y se me pasaron esas preocupaciones porque Julio estaba muy simpático y charlatán, me dijo al despedirse que le llamara cuando quisiera, y a la mañana siguiente mismo, como no había dormido nada, le llamé porque a veces da angustia que el nuevo día se ponga a acarrear, nada más cuajarse, materiales de repuesto que arrinconen y hagan inoperantes las escenas que te han coloreado un poco la vida el día anterior, se ve todo tan fugaz y tan casual que parece que no ha existido. Y yo aquel encuentro quería fijarlo de alguna manera, porque últimamente necesito encontrarle sentido a lo que hago, me hace daño la inconexión de que veo teñidas todas las cosas, el poco asiento que toman en mi mente; y algo de esto quería decirle precisamente a Julio, porque al final de la noche había hablado bien con él y me parecía favorablemente dispuesto hacia mí, incluso en algún momento le había descubierto una punta de la admiración que me tuvo cuando éramos estudiantes, quería darle las gracias por la compañía que me había hecho o algo así, volver a hablarle para saber que de verdad había estado con él, pero lo decidía y me arrepentía de haberlo decidido, marcaba tres números y colgaba, pensaba la frase más natural "quería oírte la voz" o "¿verdad que estuvimos a gusto anoche?", pero luego, al final, sólo fui capaz de pedirle disculpas porque me pareció que le había despertado y, aunque quedamos para vernos otra vez por la tarde, me quedé cohibida -"para qué le habré llamado tan pronto, no sé qué se va a creer"- y ya todo el día intranquila, sin poder conciliar el sueño ni quitarme aquella desazón tonta, hasta que a mediodía tomé los tranquilizantes para no estar nerviosa cuando le viera, y es cuando luego me dormí. Así que a la contrariedad de que se hubiera malogrado la cita se añadía un retorno a las indecisiones de la mañana, es decir, ni me decidía a llamarle por teléfono ni me dejaba de decidir. No ser capaz de averiguar las ganas con que habría acudido a la cita ni el tiempo que me habría esperado ni el estado de ánimo en que habría abandonado el local eran ingredientes mucho más fundamentales para mi incomodidad que la simple curiosidad por conocer su paradero. Pero cuando se quedó libre la cabina del teléfono, ya había visto claramente que sería un enorme error intentar localizarle; seguramente no estaría en casa, pero, además, si le llegaba a encontrar, a saber por dónde tendría el capricho de desaguar mi malestar de todo el día, es lo bueno que tiene conocerse uno un poco a sí mismo, seguro que acababa soltándole un rosario de problemas personales y hasta puede que preguntándole que qué pensaba de mí y que si me encontraba estropeada, y eso, vamos, es lo último, me espantó la idea, comprendí que se me avecinaban humores incontrolables y me dije: "fuera, Julio no existe", así que pagué el vino y salí huyendo calle abajo como si hubiera visto un abismo, y cuando te escapas de un abismo, cómo vas a pensar que te metes en otro.

No se me ocurrió pensarlo siquiera cuando me vi justo delante del portal de casa de la abuela y noté que me paraba y me quedaba un rato mirando el cuarenta y tres de la puerta como una clave descifrada de improviso, ni cuando ya estaba sin saber cómo entrando y pidiéndole la llave a la portera y oyendo cómo me decía ella que pobre doña Matilde, que menos mal que veníamos a verla alguno, con lo malita que andaba, no, nada de abismo, al contrario, que había hecho muy bien es lo que pensaba, y luego en el ascensor de cristalitos esmerilados, sentada en el banco estrecho de terciopelo, qué alivio, era como un arrullo ese ruidito tan típico que hace al rozar la puerta en cada piso y el ritmo lentísimo con que sube, un sedante para los nervios.

"Por fin has llegado, ¡vamos!", me dijo en cuanto entré. Fue oír la puerta, incorporarse y ponerse a palpar cosas a los pies de la enorme cama. "Vamos, pasa, pasa -repetía-, nos tenemos que ir." Tenía llena la cama de ropas en desorden, como si hubiera estado tratando varias veces de hacer un equipaje. Casi no se la veía a ella, tan flaca, manipulando entre aquellos revoltijos. "Vamos, ayúdame, no sobra tanto tiempo. Quiero volver allá, ya sabes." La puerta está lejos de su cama, tenía poca luz y además no me había mirado ni podía esperarme. Si no es por lo de la cita, de dónde se me iba a ocurrir a mí pasarme a visitarla con lo deprimida que estoy todo el verano y la manía que me había tomado ella últimamente; ni sabía que hubiera empeorado ni nada de su vida desde la última vez, por marzo sería, cuando rompió en dos el bastón de bambú y me echó con cajas destempladas insultándome a gritos por el hueco de la escalera, tanto que me asusté y desde allí mismo fui directamente a contárselo a tu padre por si entre los dos tomábamos una determinación. Estaba muy ocupado y me hizo poco caso, dijo que a los viejos hay que dejarlos en paz y que no me quisiera meter a redentora como siempre, que a él también le insultaba como a cualquiera que apareciera por allí y sin saber siquiera si se estaba dirigiendo a vivos o a muertos. "Pues eso es lo grave -le dije yo-, que no sabe a quién habla." Pero él se empeñaba en quitarle importancia, un poco porque debía tener prisa y también porque pasa siempre así con los asuntos de la abuela, nos negamos a coincidir: otras veces soy yo la que le digo que es un exagerado cuando me viene con algún problema y quiere echarme el peso a mí para quitárselo él de encima; nada, el primero que se ha encontrado con el problema, ése que lo rumie y apeche con él, el otro no quiere saber nada. Así que dijo que era cosa de su temperamento, que desde la muerte de Paulina, aquella vitalidad condenada tenía que buscar cauces de desahogo por donde fuera. "Le pasa, en el fondo, igual que a ti -me dijo-, que necesitáis inventaros una actividad para dominar a alguien, sólo que a ella, la pobre, ya no le cuadra más que pegar gritos." Sabe perfectamente que lo que más me puede fastidiar es que me compare con la abuela, seguramente porque de verdad me parezco un poco a ella y me molesta parecerme, por lo que sea, pero le dije "mira que tienes mala leche, pero has dado en el clavo, porque ahora mismo me parezco a la abuela en las ganas que me darían, si tuviera un bastón de bambú, de rompértelo en la cabeza". Acabó echándome porque tenía mucha gente en la antesala, pero al mismo tiempo invitándome a comer para el día siguiente, y ya salió con una majadería que no pude soportar, que Colette se pondría también muy contenta. "Mira, déjame en paz -le dije-, ya estamos más vistos que el tebeo para que me vengas con frases de cumplido, prefiero mil veces que me llames hija de Satanás", porque de sobra se sabe que Colette a mí no me puede ver, lo traen los manuales; y cumplidos Germán conmigo, eso no, es lo único que me debe, no se los aguanto. Conque precisamente ese día, mitad por rabieta y mitad por hartazgo, volví a tomar una vieja decisión, la de romper con lazos familiares para in eternum. "Se acabó -me dije en cuanto salí de allí-, se acabaron todos. Parientes y trastos viejos, pocos y lejos"; como si se pudiera, pero en fin, por lo menos esa vez me lo tomé más en serio que otras, hasta antesdeayer. Así que, fíjate, de no haber sido por lo rodado que vino todo, por la cita fallida, por encontrarme de pronto, después de los nervios y el calor de todo el día cuando no sabía dónde irme a caer muerta, delante del portal fresco y oscuro con su cuarenta y tres dorado encima, en uno de esos momentos en que las únicas raíces posibles remiten a la infancia, cómo se me iba a haber ocurrido subir a verla otra vez después de lo del bastón y, sobre todo, que es a lo que voy, cómo entiendes tú que ella me fuera a estar esperando. Pues nada, a pesar de eso era posible y no pude dudar que se estuviera dirigiendo precisamente a mí. No había yo pronunciado una palabra, ni ella ve apenas, ni me había mirado tampoco, ni dijo mi nombre, pero me hablaba a mí. Lo acepté porque era una evidencia demasiado clara para que pudiera extrañar, por la simple razón de que aquel mensaje solamente yo en el mundo habría sido capaz de entenderlo. "Hay que disponerlo todo, ¿has entendido?, ¡volver allí!", y como no le contestaba, la voz la tenía cada vez más alterada y nerviosa, pensé que estaba a punto de sufrir un ataque de ira de los suyos. Avancé hacia la cama totalmente serena y decidida; sentía que era como si me quitaran una piedra atravesada impidiéndome durante años la entrada del aire libre, obturándome los sueños, aplastándome los deseos. Y así, aunque el desorden de la habitación, su olor a cerrado y a medicina, los diferentes huecos dejados en el colchón por un cuerpo que se ha debatido en soledad, me evocasen mis propias zozobras y exasperaciones, germinadas entre las cuatro paredes del cuarto que acababa de abandonar y la comparación tendiera a ampliarse disparando mi imagen a cincuenta años de distancia con lo cual se volvía mío propio aquel enconado envejecer que estaba presenciando y que iba a dar en la mar que es el morir, lo cierto es que había recibido también al mismo tiempo con sus palabras, cuando me hacían ese encargo postrero, una especie de talismán contra el asalto de la incertidumbre, y de pronto respiraba bien y me sentía el cuerpo y notaba la firmeza del suelo debajo de mis pies. Así que le dije con una voz clara y segura: "Sí, he entendido, abuela"; y cuando se lo dije, ya junto a los pies de su cama, apoyada en aquella gran barandilla de hierro dorado, levantó los ojos, me miró y, te lo juro, es la mirada más seria que he recibido, aquí metida la tengo ya para siempre; era horrible saber -porque lo sentías- que unos ojos que casi no ven están abarcando, sin embargo, como desde la cresta de una ola, ese momento y todo lo de muy atrás a él y lo de muy después, conteniéndome a mí en una situación semejante a aquella, y también a ti, y a los hijos de tus hijos, nadie habría podido ver tanto ni tan allá. Se quedó así un poco con las manos en el aire, cogiendo una de aquellas prendas oscuras, y yo me senté en la cama y empecé a doblar ropas y a apartarlas, y entre el revoltijo me topaba con sus manos, qué frías las tenía y qué duras, como garras de gavilán. Se las acaricié. "Anda, deja -le decía-, no te preocupes, el equipaje lo haré yo." Y entonces se puso a llorar y a darme muchos encargos, relacionados casi todos con el acarreo del baúl y con una especie de inventario apresurado e incoherente de su contenido, y en medio de aquellos recados no hacía más que repetir como una salmodia: "Ha llegado la hora, ¿sabes?, ha llegado la hora". Fue cuando bajé a participarle a la portera que nos íbamos y a pedirle que subiera un rato mientras yo salía a contratar la ambulancia y a poneros el telegrama a vosotros.

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