La planeada excursión a Whitwell resultó muy diferente a la que Elinor había esperado. Se había preparado para quedar completamente mojada, cansada y asustada; pero la ocasión resultó incluso más desafortunada, porque ni siquiera fueron.
Hacia las diez de la mañana todos estaban reunidos en Barton Park, donde iban a desayunar. Aunque había llovido toda la noche el tiempo estaba bastante bueno, pues las nubes se iban dispersando por todo el cielo y el sol aparecía con alguna frecuencia. Estaban todos de excelente ánimo y buen humor, ansiosos de la oportunidad de sentirse felices, y decididos a someterse a los mayores inconvenientes y fatigas para lograrlo.
Mientras desayunaban, llegó el correo. Entre las cartas había una para el coronel Brandon. El la cogió, miró la dirección, su rostro cambió de color y de inmediato abandonó el cuarto.
– ¿Qué le ocurre a Brandon? -preguntó sir John. Nadie supo decirlo.
– Espero que no se trate de malas noticias -dijo lady Middleton-. Tiene que ser algo extraordinario para hacer que el coronel Brandon dejara mi mesa de desayuno de manera tan repentina.
A los cinco minutos se encontraba de vuelta.
– ¿Espero que no sean malas noticias, coronel? -preguntó la señora Jennings no bien lo vio entrar en la habitación.
– En absoluto, señora, gracias.
¿Era de Avignon? ¿Espero que no fuera para comunicarle que su hermana ha empeorado?
– No, señora. Venía de la ciudad, y es simplemente una carta de negocios.
– Pero, ¿cómo pudo descomponerse tanto al ver la letra, si era sólo una carta de negocios? Vamos, vamos, coronel; esa explicación no sirve; cuéntenos la verdad.
– Mi querida señora -dijo lady Middleton-, fijese bien en lo que dice.
¿Acaso es para decirle que su prima Fanny se ha casado? -continuó la señora Jennings, sin hacer caso al reproche de su hija.
– No, por cierto que no.
– Bien, entonces sé de quién es, coronel. Y espero que ella esté bien.
– ¿A quién se refiere, señora? -preguntó él, enrojeciendo un tanto.
– ¡Ah! Usted sabe a quién.
– Lamento muy especialmente, señora -manifestó el coronel dirigiéndose a lady Middleton- haber recibido esta carta hoy, porque se trata de negocios que demandan mi inmediata presencia en la ciudad.
¡En la ciudad! -exclamó la señora Jennings-. ¿Qué puede tener que hacer usted en la ciudad en esta época del año?
– Verme obligado a abandonar una excursión tan agradable -continuó él- significa una gran pérdida para mí; pero mi mayor preocupación es que temo que mi presencia sea necesaria para que ustedes tengan acceso a Whitwell.
¡Qué gran golpe fue éste para todos!
– ¿Pero no sería suficiente, señor Brandon -inquirió Marianne con una cierta desazón-, si usted le escribe una nota al cuidador de la casa?
El coronel negó con la cabeza.
– Debemos ir -dijo sir John -. No lo vamos a postergar cuando estamos por partir. Usted, Brandon, tendrá que ir a la ciudad mañana, y no hay más que decir.
– Ojalá la solución fuera tan fácil. Pero no está en mi poder retrasar mi viaje ni un solo día.
– Si nos permitiera saber qué negocio es el que lo llama -dijo la señora Jennings-, podríamos ver si se puede posponer o no.
– No se retrasaría más de seis horas -añadió Willoughby-, si consintiera en aplazar su viaje hasta que volvamos.
– No puedo permitirme perder ni siquiera una hora.
Elinor escuchó entonces a Willoughby decirle en voz baja a Marianne:
– Algunas personas no soportan una excursión de placer. Brandon es uno. Tenía miedo de resfriarse, diría yo, e inventó esta triquiñuela para escaparse. Apostaría cincuenta guineas a que él mismo escribió la carta.
– No me cabe la menor duda -replicó Marianne.
– Cuando usted toma una decisión, Brandon -dijo sir John -, no hay manera de persuadirlo a que cambie de opinión, siempre lo he sabido. Sin embargo, espero que lo piense mejor. Recuerde que están las dos señoritas Carey, que han venido des de Newton; las tres señoritas Dashwood vinieron caminando desde su casa, y el señor Willoughby se levantó dos horas antes de lo acostumbrado, todos con el propósito de ir a Whitwell.
El coronel Brandon volvió a repetir cuánto lamentaba que por su causa se frustrara la excursión, pero al mismo tiempo declaró que ello era inevitable.
– Y entonces, ¿cuándo estará de vuelta?
– Espero que lo veamos en Barton -agregó su señoría- tan pronto como pueda dejar la ciudad; y debemos posponer la excursión a Whitwell hasta su vuelta.
– Es usted muy atenta. Pero tengo tan poca certeza respecto de cuándo podré volver, que no me atrevo a comprometerme a ello.
– ¡Oh! El tiene que volver, y lo hará -exclamó sir John -. Si no está acá a fines de semana, iré a buscarlo.
– Sí, hágalo, sir John -exclamó la señora Jennings-, y así quizás pueda descubrir de qué se trata su negocio.
– No quiero entrometerme en los asuntos de otro hombre; me imagino que es algo que lo avergüenza…
Av isa ron en ese momento que estaban listos los caballos del coronel Brandon.
– No pensará ir a la ciudad a caballo, ¿verdad? -añadió sir John.
– No, sólo hasta Honiton. Allí tomaré la posta.
– Bien, como está decidido a irse, le deseo buen viaje. Pero habría sido mejor que cambiara de opinión.
– Le aseguro que no está en mi poder hacerlo.
Se despidió entonces de todo el grupo.
¿Hay alguna posibilidad de verla a usted y a Sus hermanas en la ciudad este invierno, señorita. Dashwood?
Temo que de ninguna manera.
– Entonces debo decirle adiós por más tiempo del que quisiera.
Frente a Marianne sólo inclinó la cabeza, sin decir nada.
– Vamos, coronel -insistió la señora Jennings-, antes de irse, cuéntenos a qué va.
El coronel le deseó los buenos días y, acompañado de sir John, abandonó la habitación.
Las quejas y lamentaciones que hasta el momento la buena educación había reprimido, ahora estallaron de manera generalizada; y todos estuvieron de acuerdo una y otra vez en lo molesto que era sentirse así de frustrado.
– Puedo adivinar, sin embargo, qué negocio es ése -dijo la señora Jennings con gran alborozo.
– ¿De verdad, señora? -dijeron casi todos.
– Sí, estoy segura de que se trata de la señorita Williams.
– ¿Y quién es la señorita Williams? -preguntó Marianne.
– ¡Cómo! ¿No sabe usted quién es la señorita Williams? Estoy segura de que tiene que haberla oído nombrar antes. Es pariente del coronel, querida; una pariente muy cercana. No diremos cuán cercana, por temor a escandalizar a las jovencitas. -Luego, bajando la voz un tanto, le dijo a Elinor-: Es su hija natural.
– ¡Increíble!
– ¡Oh, sí! Y se le parece como una gota de agua a otra. Me atrevería a decir que el coronel le dejará su fortuna.
Al volver, sir John se unió con gran entusiasmo al lamento general por tan desafortunado incidente; no obstante, concluyó observando que como estaban todos juntos, debían hacer algo que los alegrara; y tras algunas consultas acordaron que aunque sólo podían encontrar felicidad en Whitwell, podrían procurarse una aceptable tranquilidad de espíritu dando un paseo por el campo. Trajeron entonces los carruajes; el de Willoughby fue el primero, y nunca se vio más contenta Marianne que cuando subió a él. Willoughby condujo a gran velocidad a través de la finca, y muy pronto se habían perdido de vista; y nada más se -vio de ellos hasta su vuelta, lo que no ocurrió sino después de que todos los demás habían llegado. Ambos parecían encantados con su paseo, pero dijeron sólo en términos generales que no habían salido de los caminos, en tanto los otros habían ido hacia las lomas.
Se acordó que al atardecer habría un baile y que todos deberían estar extremadamente alegres durante todo el día. Otros miembros de la familia Carey llegaron a cenar, y tuvieron el placer de juntarse casi veinte a la mesa, lo que sir John observó muy contento. Willoughby ocupó su lugar habitual entre las dos señoritas Dashwood mayores. La señora Jennings se sentó a la derecha de Elinor; y no llevaban mucho allí cuando se cruzó por detrás de la joven y de Willoughby y dijo a Marianne, en voz lo suficientemente alta para que ambos escucharan:
– Los he descubierto, a pesar de todas sus triquiñuelas. Sé dónde pasaron la mañana.
Marianne enrojeció, y replicó con voz inquieta:
¿Dónde, si me hace el favor?
¿Acaso no sabía usted -dijo Willoughby- que habíamos salido en mi calesa?
– Sí, sí, señor Descaro, eso lo sé bien, y estaba decidida a descubrir dónde habían estado. Espero que le guste su casa, señorita Marianne. Es muy grande, ya lo sé, y cuando venga a visitarla, espero que la haya amoblado de nuevo, porque le hacía mucha falta la última vez que estuve ahí hace seis años.
Marianne se dio vuelta en un estado de gran turbación. La señora Jennings rió de buena gana; y Elinor descubrió que en su insistencia por saber dónde habían estado, llegó a hacer que su propia sirvienta interrogara al mozo del señor Willoughby, y que por esa vía supo que habían ido a Allenham y pasado un buen rato paseando por el jardín y recorriendo la casa.
A Elinor se le hacía difícil creer que ello fuera cierto, ya que parecía tan improbable que Willoughby propusiera, o Marianne aceptara, entrar en la casa mientras la señora Smith, a quien Marianne nunca había sido presentada, se encontraba allí.
Tan pronto abandonaron el comedor, Elinor le preguntó sobre lo ocurrido; y grande fue su sorpresa al descubrir que cada una de las circunstancias que había relatado la señora Jennings era completamente cierta. Marianne se mostró bastante enojada con su hermana por haberlo dudado.
– ¿Por qué habías de pensar, Elinor, que no fuimos allá o que no vimos la casa? ¿Acaso no es eso lo que a menudo has querido hacer tú misma?
– Sí, Marianne, pero yo no iría mientras la señora Smith estuviera allí, y sin otra compañía que el señor Willoughby.
– El señor Willoughby, sin embargo, es la única persona que puede tener derecho a mostrar esa casa; y como fue en un carruaje descubierto, era imposible tener otro acompañante. Jamás he pasado una mañana tan agradable en toda mi vida.
– Temo -respondió Elinor- que lo agradable de una ocupación no es siempre prueba de su corrección.
– Al contrario, nada puede ser una prueba más -contundente de ello, Elinor; pues si lo que hice hubiera sido de alguna manera incorrecto, lo habría estado sintiendo todo el tiempo, porque siempre sabemos cuando actuamos mal, y con tal convicción no podría haber disfrutado. – -Pero, mi querida Marianne, como esto ya te ha expuesto a algunas observaciones bastante impertinentes, ¿no comienzas a dudar ahora de la discreción de tu conducta?
– Si las observaciones impertinentes de la señora Jennings van a ser prueba de la incorrección de una conducta, todos nos encontramos en falta en cada uno de los momentos de nuestra vida. No valoro sus censuras más de lo que valoraría sus elogios. No tengo conciencia de haber hecho nada malo al pasear por los jardines de la señora Smith o visitar su casa. Algún día serán del señor Willoughby, y…
– Si un día fueran a ser tuyas, Marianne, eso no justificaría lo que has hecho.
Marianne se sonrojó ante esta insinuación, pero hasta se veía que era gratificante para ella; y tras un lapso de diez minutos de intensa meditación, se acercó nuevamente a su hermana y le dijo con bastante buen humor:
– Quizá, Elinor, fue imprudente de mi parte ir a Allenham; pero el señor Willoughby quería muy en especial mostrarme el lugar; y es una casa encantadora, te lo aseguro. Hay una salita extremadamente linda arriba, de un tamaño muy agradable Y cómodo, que puede ser usada a lo largo de todo el año, y con muebles modernos sería exquisita. Está situada en una esquina, con ventanas a ambos lados. Hacia un lado, a través de un campo plantado de césped donde se juega a los bolos, tras la casa, ves un hermoso bosque en pendiente; hacia el otro, tienes una vista de la iglesia y de la aldea y, más allá, esas bellas colinas escarpadas que tantas veces hemos admirado. No vi esta salita en la mejor de las circunstancias, porque nada podría estar más abandonado que ese mobiliario… pero si se lo arreglara con cosas nuevas… un par de cientos de libras, dice Willoughby, la transformarían en una de las salas de verano más agradables de toda Inglaterra.
Si Elinor la hubiera podido escuchar sin interrupciones de los demás, le habría descrito cada habitación de la casa con idéntico entusiasmo.