CAPITULO XLIV

Elinor, retrocediendo con una mirada de horror al verlo, obedeció al primer impulso de su corazón y se volvió a toda pr isa para abandonar la habitación; su mano ya se encontraba en el tirador de la puerta cuando Willoughby la detuvo al avanzar rápidamente hacia ella y decirle, en un tono más imperativo que suplicante:

– Señorita Dashwood, media hora… diez minutos… le ruego que se quede.

– No, señor -replicó ella con firmeza-, no me quedaré. Nada tengo que ver yo en sus asuntos. Supongo que los criados olvidaron decirle que el señor Palmer no se encontraba en casa.

– Aunque me hubieran dicho -exclamó él con gran vehemencia- que el señor Palmer y toda su parentela estaban en el infierno, no me habrían movido de la puerta. Es con usted que quiero hablar, sólo con usted.

– ¡Conmigo! -había enorme asombro en su voz-. Bien, señor… sea rápido, y si le es posible, menos vehemente.

– Siéntese, y acataré ambas órdenes.

Elinor vaciló; no sabía qué hacer. La posibilidad de que llegara el coronel Brandon y lo encontrara ahí se le cruzó por la mente. Pero le había prometido escucharlo, y en ello estaba comprometida su curiosidad no menos que su honor. Tras un momento de reflexión, entonces, que la llevó a concluir que la prudencia exigía darse pr isa y que su consentimiento era lo que mejor podía lograrlo, caminó en silencio hacia la mesa y se sentó. El ocupó una silla frente a ella, y durante medio minuto no cruzaron palabra.

– Le ruego sea rápido, señor -le dijo Elinor en tono impaciente-, no tengo tiempo que perder.

Sentado con aire de profunda meditación, él pareció no haberla oído.

– Su hermana -dijo abruptamente un momento después- está fuera de peligro. El criado me lo dijo. ¡ Gra cias a Dios! Pero, ¿es verdad? ¿Realmente es verdad?

Elinor no le respondió. Repitió él entonces la pregunta, con mayor urgencia aún.

– Por el amor de Dios, dígamelo: ¿está o no está fuera de peligro?

– Esperamos que lo esté.

Willoughby se levantó y cruzó la habitación.

– Si lo hubiera sabido tan sólo media hora antes… Pero ya que estoy aquí -habló con forzada vivacidad mientras volvía a la mesa-, ¿qué importa? Por esta vez, señorita Dashwood… quizá sea la última vez… alegrémonos juntos. Estoy de humor para la alegría. Dígame sinceramente -sus mejillas se iluminaron de un rubor más profundo- ¿cree que soy más un canalla o un necio?

Elinor lo contempló más estupefacta que nunca. Comenzó a pensar que debía estar ebrio: era lo único que podía explicar tan extraña visita, tan insólitos modales; y con esta impresión, se puso inmediatamente de pie, diciendo:

– Señor Willoughby, le aconsejaría en este momento que volviera a Combe. No puedo seguir perdiendo el tiempo con usted. Sea lo que fuere que desea tratar conmigo, será mejor que reflexione y me lo explique mañana.

– La comprendo -replicó él con una sonr isa expresiva y voz perfectamente tranquila-. Sí, estoy muy ebrio. Una pinta de cerveza con que acompañé las carnes frías que comí en Marlborough bastó para trastornarme.

– ¡En Marlborough! -exclamó Elinor, entendiendo cada vez menos lo que ocurría.

– Sí; salí de Londres hoy a las ocho de la mañana y los únicos diez minutos que pasé fuera de mi calesín desde esa hora, fueron los que dediqué a una ligera merienda en Marlborough.

La firmeza de sus modales y la inteligencia de su mirada mientras hablaba convencieron a Elinor de que, cualquiera fuese la imperdonable locura que lo traía a Cleveland, no se trataba de ebriedad; y tras pensar durante unos instantes, dijo:

– Señor Willoughby, usted tiene que darse cuenta, y yo ciertamente así lo creo, que después de todo lo que ha pasado, su venida acá y la forma en que lo ha hecho, imponiéndome su presencia, exigen una excusa muy especial. ¿Qué pretende con esto?

– Lo que pretendo -dijo el joven con tono gravemente enérgico-, si es que puedo, es hacer que usted me odie un poco menos que ahora. Pretendo ofrecer alguna explicación, alguna disculpa por lo ocurrido en el pasado; abrirle mi corazón y convencerla de que aunque siempre he sido un bueno para nada, no siempre he sido un canalla; y, de esta forma, obtener algo semejante al perdón de Ma… de su hermana.

¿Es ése el verdadero motivo que lo trajo aquí?

– Por mi vida que sí lo es -fue su respuesta, dicha con un fervor que trajo a la memoria de Elinor todo lo que había sido el antiguo Willoughby, y que a su pesar la hizo creerlo sincero.

– Si eso es todo, puede darse por satisfecho, pues Marianne sí… hace mucho que lo ha perdonado.

– ¡Lo ha hecho! -exclamó el joven, con el mismo tono intenso-. Entonces me ha perdonado antes de que hubiera debido hacerlo. Pero me perdonará otra vez, y esta vez por motivos mucho más valederos. Ahora, ¿querrá escucharme?

Elinor asintió con un gesto de la cabeza.

– No sé -dijo, tras una pausa llena de expectación por parte de Elinor, de cavilaciones en él-, cómo se habrá explicado usted mi comportamiento con su hermana, o qué motivos diabólicos me habrá atribuido. Tal vez le sea difícil pensar mejor de mí; sin embargo, vale la pena intentarlo, y le contaré todo. Al comienzo de mi intimidad con su familia, no tenía yo ninguna otra intención, ningún otro interés en la relación que pasar momentos agradables mientras duraba mi forzada permanencia en Devonshire, más agradables de los que había disfrutado hasta entonces. Su hermana, con su aspecto adorable y atractivas maneras, no podía dejar de encantarme; y su trato hacia mí, casi desde el principio fue… ¡Es increíble, cuando pienso en cómo' fue su trato, y en cómo era ella, que mi corazón haya sido tan insensible! Pero al comienzo, debo confesarlo, sólo halagó mi vanidad. Sin preocuparme por su felicidad, pensando sólo en mi propia diversión, permitiéndome sentimientos que toda mi vida había estado acostumbrado a consentir, me esforcé con todos los medios a mi alcance por hacerme agradable a ella, sin ninguna intención de corresponder a su afecto.

En este punto, la señorita Dashwood, lanzándole una mirada del más airado desprecio, lo detuvo diciéndole:

– No vale la pena, señor Willoughby, que siga hablando, o que yo siga escuchándolo. A un comienzo como éste nada puede seguirle. No me angustie haciéndome oír más sobre este asunto.

– Insisto en que lo escuche todo -replicó él-. Nunca fui dueño de una gran fortuna y siempre he sido de gustos caros, siempre me he asociado con gente de ingresos mayores que los míos. Desde mi mayoría de edad, o incluso antes, creo, año tras año han aumentado mis deudas; y aunque la muerte de mí anciana prima, la señora Smith, me liberaría de ellas, dado que se trata de un hecho incierto y posiblemente muy distante, durante algún tiempo había tenido la intención de reconstruir mi situación a través del matrimonio con una mujer de fortuna. Una relación con su hermana no era, por tanto, pensable; y así me encontraba actuando con una ruindad, egoísmo y crueldad que ninguna mirada de indignación o desprecio, ni siquiera la suya, señorita Dashwood, podría censurar bastante, y siempre con el propósito de conquistar su afecto, sin intenciones de corresponderlo. Pero hay una cosa que puede decirse a mi favor, incluso en ese horrendo estado de egoísta vanidad, y es que no sabía la profundidad del dañó que tramaba, porque en ese entonces no sabía lo que era amar. Pero, ¿alguna vez lo he sabido? Bien puede dudarse de ello, pues si realmente hubiera amado, ¿podría acaso haber sacrificado mis sentimientos a la vanidad, a la avaricia? O, lo que es peor, ¿podría haber sacrificado los suyos? Pero lo he hecho. Para evitar una pobreza relativa, que su afecto y compañía habrían despojado de todos sus horrores, he perdido, elevándome a una situación de fortuna, todo lo que hubiese hecho de ella una bendición.

– Entonces -dijo Elinor, algo aplacada-, sí se sintió durante un tiempo encariñado con ella.

– ¡Haber resistido tantos atractivos, haber rechazado tal ternura! ¡Qué hombre en el mundo lo habría hecho! Sí, poco a poco, sin darme cuenta, me encontré sinceramente enamorado de ella; y las horas más felices de mi vida fueron las que pasé con ella, cuando sentía que mis intenciones eran estrictamente honorables y mis sentimientos intachables. Incluso entonces, sin embargo, cuando estaba completamente decidido a plantearle mi amor, me permití contra todo decoro postergar día a día el momento de hacerlo, llevado por mi renuencia a establecer un compromiso mientras siguiera en tan grandes apuros económicos. No voy a justificar esto… ni la detendré si usted quiere explayarse sobre lo absurdo, y peor que absurdo, de dudar en comprometer mi palabra allí donde mi honor ya estaba comprometido. Los hechos han demostrado cuán neciamente astuto fui, trabajando tanto para regalarme la posibilidad de hacerme despreciable y desgraciado para siempre. Por último, sin embargo, me resolví y decidí que en la primera oportunidad en que pudiera hablarle a solas, justificaría las atenciones que sin cesar le había prodigado y le declararía abiertamente un afecto que ya había hecho tanto por mostrarle. Pero entre tanto, en el intervalo de las pocas horas que transcurrirían antes de que se me presentara la oportunidad de hablar con ella en privado, algo ocurrió, una desafortunada circunstancia que destruyó toda mi resolución y, con ella, todo mi bienestar. Algo se descubrió -aquí vaciló y bajó los ojos-. La señora Smith había sabido, de una u otra forma, me imagino que a través de algún pariente lejano que quería privarme de su favor, sobre un asunto, una relación… pero no es necesario que me explaye sobre eso -añadió, mirándola ruborizado y con aire interrogativo-, a través de su amistad tan íntima… probablemente está al tanto de toda la historia desde hace mucho.

– Lo estoy -respondió Elinor, también ruborizándose, y volviendo a endurecer su corazón contra cualquier sentimiento de compasión hacia él-, estoy enterada de todo. Y de qué forma podrá disculpar con sus explicaciones ni la más pequeña parte de su culpa en ese atroz asunto, es más de lo que puedo imaginar.

– Recuerde -exclamó Willoughby-, por boca de quién le llegó esa historia. ¿Podía acaso ser imparcial? Admito que debí respetar la condición y la persona misma de esa joven. No es mi intención justificarme, pero tampoco puedo permitirle a usted suponer que no tengo nada que argumentar; que porque sufrió, era irreprochable; y que porque yo era un libertino, ella debía ser una santa. Si la vehemencia de sus pasiones, la debilidad de su entendimiento… pero no quiero defenderme. Su afecto por mí mereció un mejor trato, y a menudo recuerdo con enormes sentimientos de culpa esa ternura que durante un muy breve lapso tuvo el poder de crear en mí una réplica. Cómo quisiera, de todo corazón, que ello nunca hubiera ocurrido. Pero el daño que me hice a mí es mayor que el suyo; y he dañado a alguien cuyo afecto por mí (¿puedo decirlo?) era apenas menos ardiente que el de ella, y cuya inteligencia… ¡Ah! ¡Cuán infinitamente superior!

– Pero su indiferencia hacia esa desdichada niña…, debo decirlo, por desagradable que me sea discutir un asunto como éste…, su indiferencia no es excusa para la cruel manera en que la abandonó. No imagine que ninguna debilidad, ninguna carencia natural de entendimiento en ella, disculpa la insensible crueldad que usted mostró. Usted tiene que haber sabido que mientras se divertía en Devonshire con nuevos planes, siempre alegre, siempre feliz, ella se veía reducida a la más total indigencia.

– Pero, le doy mi palabra, yo no lo sabía -replicó Willoughby con enorme vehemencia-; no recordaba no haberle dado mi dirección, y el simple sentido común le debería haber indicado cómo encontrarla.

– Bien, señor, ¿y qué dijo la señora Smith?

– De inmediato me censuró la ofensa que había cometido, y puede deducirse cuán grande fue mi confusión. La pureza de su vida, sus ideas convencionales, su ignorancia del mundo… todo estaba en contra mía. No podía yo negar el asunto, y vanos fueron todos mis esfuerzos por suavizarlo. Estaba predispuesta de antemano, según creo, a dudar de la moralidad de mi conducta en general, y además estaba disgustada con la muy escasa atención, el brevísimo tiempo que le había dedicado en esa visita mía. En pocas palabras, terminó en una ruptura total. Una sola cosa me habría salvado. En lo más extremado de su moralidad, ¡pobre mujer!, ofreció olvidar el pasado si me casaba con Eliza. Eso era impensable… y así fui formalmente expulsado de su favor y de su casa. Debía salir de allí a la mañana siguiente, y la noche anterior la pasé reflexionando en cuál debía ser mi conducta futura. La lucha fue grande…, pero terminó demasiado pronto. Mi afecto por Marianne, mi total seguridad sobre el cariño de ella, todo fue insuficiente para contrarrestar el miedo a la pobreza, o hacer mella en esas falsas ideas sobre la necesidad de riqueza que tan naturales me eran, y que una sociedad dispendiosa me había enseñado a cultivar. Tenía motivos para creerme seguro de la aceptación de mi actual esposa, si optaba por ella, y logré persuadirme de que ésa era la única salida que la prudencia común aconsejaba. Todavía, sin embargo, me aguardaba una dura situación antes de poder partir de Devonshire; estaba comprometido a cenar con ustedes ese mismo día y, por tanto, necesitaba una excusa para faltar a ese compromiso. Me debatí largamente entre escribir esa excusa o presentarla en persona. Sentía que sería terrible ver a Marianne, e incluso dudaba si podría verla de nuevo y seguir siendo capaz de persistir en mi decisión. En ese punto, sin embargo, subestimé mi propia capacidad, según ha sido demostrado por los hechos; porque fui, la vi, vi que era desdichada, y la dejé desdichada… y la dejé, esperando no verla nunca más.

– Pero, ¿por qué fue, señor Willoughby? -dijo Elinor, con tono de reproche-. Una nota habría bastado. ¿Por qué fue necesario ir en persona?

– Fue necesario a mi orgullo. No soportaba irme de allí en una forma que permitiera que ustedes, o el resto de los vecinos, sospechara nada de lo que realmente había ocurrido entre la señora Smith y yo, y decidí entonces detenerme en su casa de camino a Honiton. Ver a su querida hermana, sin embargo, fue terrible; y para empeorar las cosas, la encontré sola. Ustedes habían salido, no sé a dónde. ¡Tan sólo la tarde anterior la había dejado tan completa y firmemente decidido en mi interior a hacer lo correcto! En unas pocas horas nos habríamos comprometido para siempre; ¡y recuerdo qué feliz, qué alegre me sentía mientras iba de la casa a Allenham, satisfecho conmigo mismo, encantado con todo el mundo! Pero en ese encuentro, el último de nuestra amistad, llegué a ella con un sentimiento de culpa que casi me quitó toda capacidad de fingir. Su dolor, su desilusión, su profunda pena cuando le dije que debía dejar Devonshire tan de repente… jamás los olvidaré. ¡Y ello unido a tanta fe, tanta confianza en mí! ¡Oh, Dios! ¡Qué canalla sin sentimientos fui!

Callaron ambos por algunos instantes. Elinor fue la primera en hablar.

– ¿Le dijo que volvería pronto?

– No sé lo que le dije -replicó él, impaciente-; menos de lo que me exigía el pasado, sin ninguna duda, y con toda probabilidad mucho más de lo que justificaba el futuro. No puedo pensar en eso… no servirá de nada. Y después llegó su querida madre, a torturarme más aún con toda su bondad y confianza. ¡ Gra cias a Dios que sí me torturó! ¡Qué infeliz me sentí! Señorita Dashwood, no puede imaginarse qué consuelo es mirar hacia atrás y ver cuán infeliz me sentí. Es tan enorme el rencor que me guardo por la estúpida, canallesca locura de mi propio corazón, que todos los sufrimientos que en el pasado tuve por su causa, hoy no son sino sentimientos de triunfo y gozo. En fin, fui, abandoné todo lo que amaba, y me dirigí hacia quienes, en el mejor de los casos, sólo sentía indiferencia. Mi viaje a la ciudad, en mi propio carruaje, tan tedioso, sin nadie con quien hablar… ¡qué pensamientos alegres, que gratas perspectivas por delante! Y cuando recordaba Barton, ¡qué imagen consoladora! ¡Ah, sí fue un viaje espléndido!

Se detuvo.

– En fin, señor -dijo Elinor, que aunque compadeciéndolo, se impacientaba por verlo partir-, ¿y es eso todo?

– ¡Todo! No. ¿Ha olvidado acaso lo que ocurrió en la ciudad? ¡Esa carta infame! ¿Se la mostró?

– Sí, vi todas las notas que se escribieron.

– Cuando recibí la primera (que me llegó de inmediato, pues todo el tiempo estuve en la ciudad), lo que sentí fue, como se dice comúnmente, imposible de expresar. En palabras más sencillas, quizá demasiado sencillas para despertar ninguna emoción, mis sentimientos fueron muy, muy dolorosos. Cada línea, cada palabra fue, en la trillada frase que prohibiría su querida autora, si estuviera aquí, una puñalada en mi corazón. Saber que Marianne estaba en la ciudad fue, en el mismo lenguaje, un rayo. ¡Rayos y puñaladas! ¡Cómo me habría reprendido! Su gusto, sus opiniones… creo que las conozco mejor que las mías, y con toda seguridad las aprecio más.

El corazón de Elinor, que había recorrido toda una gama de emociones en el curso de esta extraordinaria conversación, volvió a ablandarse una vez más; aun así, sintió que era su deber refrenar en su compañero ideas como la última que había expresado.

– Eso no está bien, señor Willoughby. Recuerde que está casado. Hábleme sólo de aquello que su conciencia estima necesario que yo escuche.

– La nota de Marianne, en que me decía que yo todavía le era tan querido como antes; que pese a las muchas, muchas semanas en que habíamos estado separados, ella seguía tan fiel en sus sentimientos y tan llena de confianza en la fidelidad de los míos como siempre, despertó todos mis remordimientos. Digo que los despertó, porque el tiempp y Londres, las ocupaciones y la disipación, de alguna manera los habían adormecido y me había estado transformando en un villano completamente endurecido, creyéndome indiferente a ella y eligiendo creer que también yo debía haberle llegado a ser indiferente; diciéndome que nuestra relación en el pasado no había sido más que un pasatiempo, un asunto trivial; encogiéndome de hombros como prueba de ello, y acallando todo reproche, venciendo todo escrúpulo con el recurso de decirme en silencio de vez en cuando, “Estaré feliz de todo corazón cuando la sepa bien casada”. Pero su nota me hizo conocerme mejor. Sentí que me era infinitamente más querida que ninguna otra mujer en el mundo, y que me estaba comportando con ella de la manera más infame. Pero en ese momento ya todo estaba definido entre la señorita Grey y yo. Retroceder era imposible. Todo lo que tenía que hacer era evitarlas a ustedes dos. No le respondí a Marianne, intentando por ese medio impedir que volviera a reparar en mí; y durante algún tiempo incluso estuve decidido a no acudir a Berkeley Street; pero, por último, juzgando más sabio fingir que sólo se trataba de una relación fría y ordinaria, esperé una mañana a que hubieran salido de la casa y dejé mi tarjeta.

– ¡Esperó a que saliéramos de la casa!

– Sí, incluso eso. Le sorprendería saber cuán a menudo las vi, cuántas veces estuve a punto de toparme con ustedes. Entré en innumerables tiendas para evitar que me vieran desde el carruaje en que iban. Viviendo en Bond Street como yo lo hacía, casi no había día en que no div isa ra a una de ustedes; y lo único que pudo mantenemos apartados durante tanto tiempo fue mi permanente alerta, un constante e imperioso deseo de mantenerme fuera de la vista de ustedes. Evitaba a los Middleton tanto como me era posible, al igual que a todos los que podían resultar conocidos comunes. Pero sin saber que se encontraban en la ciudad, me tropecé con sir John, creo, el día en que llegó, al día siguiente de mi visita a casa de la señora Jennings. Me invitó a una fiesta, a un baile en su casa esa noche. Aunque no me hubiera dicho para convencerme que usted y su hermana estarían allí, habría sentido que era algo demasiado probable como para atreverme a ir. La mañana siguiente trajo otra breve nota de Marianne, todavía afectuosa, franca, ingenua, confiada… todo lo que podía hacer más odiosa mi conducta. No pude responderle. Lo intenté, y no pude redactar ni una sola frase. Pero creo que no había momento del día en que no pensara en ella. Si puede compadecerme, señorita Dashwood, compadézcase de mi situación como era en ese entonces. Con la mente y el corazón llenos de su hermana, ¡tenía que representar el papel de feliz enamorado frente a otra mujer! Esas tres o cuatro semanas fueron-las peores de todas. Y así, finalmente, como no es necesario que le diga, inevitablemente nos encontramos. ¡Y a qué dulce imagen rechacé! ¡Qué noche de agonía fue ésa! ¡De un lado, Marianne, hermosa como un ángel, diciendo mi nombre con tan dulces acentos! ¡Oh, Dios! ¡Alargándome la mano, pidiéndome una explicación con esos embrujadores ojos fijos en mi rostro con tan expresiva solicitud! Y Sophia, celosa como el demonio, por el otro lado, mirando todo lo que… En fin, qué importa ahora; ya todo ha terminado.' ¡Qué noche aquella! Huí de ustedes apenas pude, pero no antes de haber visto el dulce rostro de Marianne blanco como la muerte. Esa fue la última vez que la vi, la última imagen que tengo de ella. ¡Fue una visión terrible! Pero cuando hoy la imaginé muriendo de verdad, fue una especie de alivio pensar que sabía exactamente cómo aparecería ante los últimos que la verían en este mundo. La tuve frente a mí, siempre frente a mí durante todo el camino, con el mismo rostro y el mismo color.

A esto siguió una breve pausa en que ambos callaron, pensativos. Willoughby, levantándose primero, la rompió diciendo:

– Bien, debo apresurarme e irme. ¿Seguro que su hermana está mejor, fuera de peligro? -Sí, estamos seguros.

– También su pobre madre, ¡con lo que adora a Marianne!

– Pero la carta, señor Willoughby, su propia carta; ¿no tiene nada que decir al respecto?

– Sí, sí, ésa en particular. Su hermana me escribió la mañana siguiente misma, como sabe. Ya sabe usted lo que allí decía. Yo estaba desayunando donde los Ellison; y desde el lugar donde me alojaba me llevaron su carta, junto con otras. Y pasó que Sophia la vio antes que yo; y su porte, la elegancia del papel, la letra, todo le despertó inmediatas sospechas. Ya antes le habían llegado vagos informes sobre una relación mía con una joven en Devonshire, y lo ocurrido la noche anterior ante su vista le había indicado quién era la joven, poniéndola más celosa que nunca. Fingiendo entonces ese aire juguetón que es delicioso en la mujer que uno ama, abrió ella misma la carta y leyó su contenido. Fue un buen pago a su desfachatez. Leyó las palabras que la hicieron infeliz. Yo podría haber soportado su infelicidad, pero su cólera, su inquina, de cualquier forma había que calmarlas. Y así, ¿qué piensa del estilo epistolar de mi esposa? Delicado, tierno, verdaderamente femenino, ¿verdad?

– ¡Su esposa! Pero si la carta venía de su puño y letra.

– Sí, pero mi único crédito es haber copiado servilmente frases que me avergonzaba firmar. El original fue enteramente de ella, sus propias felices ideas y gentil redacción. Pero, ¿qué podía hacer yo? Estábamos comprometidos, estaban preparando todo, casi habían fijado la fecha… pero hablo como un necio. ¡Preparaciones! ¡Fecha! Hablando sinceramente, necesitaba su dinero, y en una situación como la mía tenía que hacer cualquier cosa para evitar un rompimiento. Y después de todo, ¿qué importancia podía tener para la opinión de Mariani y sus amigos sobre mi carácter, el lenguaje en que estuviera formulada mi respuesta? Debía servir a un solo propósito. Tenía que mostrarme como un villano, y poco importaba que lo hiciera con una venia o una bravuconada. “Mi reputación ante ellas está arruinada para siempre”, me dije; “estoy para siempre proscrito de su lado; ya me creen un individuo sin principios, esta carta se limitará a hacerlas creerme un sinvergüenza”. Tales eran mis razonamientos mientras, en una especie de desesperada indiferencia, copiaba las palabras de mi esposa y me separaba de las últimas reliquias de Marianne. Sus tres cartas, desgraciadamente las guardaba en mi cartera, o habría podido negar su existencia y conservarlas como un tesoro para siempre. Debí incluirlas, y ni siquiera pude besarlas. Y el mechón de su cabello, también lo había llevado siempre conmigo en mi cartera, que ahora la señora registraba con la más cautivante virulencia… Ese querido mechón… todo, cada recuerdo me fue arrancado.

– Está muy equivocado, señor Willoughby, son muy censurables sus palabras -dijo Elinor, mientras su voz, a su pesar, traicionaba la compasión que sentía-; no debía hablar de esta forma, ni de la señora Willoughby ni de mi hermana. Usted hizo su propia elección. Nadie se la impuso. Su esposa tiene,derecho a su gentileza, a su respeto al menos. Debe quererlo, o no se habría casado con usted. Tratarla en forma descortés, hablar de ella despreciativamente, no repara lo hecho a Marianne, ni creo que alivie su propia conciencia.

– No me hable de mi esposa -dijo él, con un profundo suspiro-. Ella no merece su compasión. Sabía que no la quería cuando nos casamos. Bien, nos casamos, vinimos a Combe Magna buscando ser felices, y después volvimos a la ciudad buscando estar alegres. Y ahora, ¿me compadece, señorita Dashwood? ¿O he dicho todo esto en vano? En su opinión, ¿soy, aunque sea tan sólo un poco, soy menos culpable que antes? No siempre fueron incorrectas mis intenciones. ¿He justificado algo de mi culpa?

– Sí, ciertamente ha eliminado algo de ella, una pequeña parte. Ha probado ser, en general, menos culpable de lo que lo había creído. Ha demostrado que su corazón es menos perverso, mucho menos perverso. Pero me es difícil saber, en cuanto a la infelicidad que ha causado, me es difícil saber cómo podría haber sido peor.

– ¿Le contará a su hermana, cuando se haya recuperado, lo que le he dicho? Permítame aligerar un poco mi culpa también en su opinión. Me dice que ya me ha perdonado. Permítame creer que un mejor conocimiento de mi corazón, de mis actuales sentimientos, arrancará de ella un perdón más espontáneo, más natural, más dulce, menos señorial. Cuéntele de mi desdicha y mi arrepentimiento, dígale que mi corazón nunca le fue infiel, y si lo desea, que en la actualidad me es más querida que nunca.

– Le diré todo cuanto sea necesario para lo que, relativamente, pueda llamarse su justificación. Pero no me ha explicado el motivo específico de su actual visita, ni cómo supo de su enfermedad.

– Anoche, en el foyer del Drury Lane, me topé con sir John Middleton, y cuando vio quién era (nuestro primer encuentro en estos dos meses), me dirigió la palabra. Que hubiera cortado conmigo desde mi matrimonio, no me causaba sorpresa ni resentimiento. En ese momento, sin embargo, con su alma buena, honesta y tonta, llena de indignación contra mí y preocupación por su hermana, no pudo resistir la tentación de contarme lo que él creyó que debía, aunque no pensó que lo hiciese, afectarme de manera tan terrible. Tan bruscamente como pudo, entonces, me contó que Marianne Dashwood se estaba muriendo de una fiebre pútrida en Cleveland; una carta de la señora Jennings recibida esa mañana anunciaba que el peligro era inminente, el temor había alejado a los Palmer, etc. El golpe fue demasiado fuerte para permitirme fingir insensibilidad, incluso ante el poco perspicaz sir John. Su corazón se ablandó al ver cómo sufría el mío; y una parte tan grande de su inquina se había esfumado cuando nos despedimos, que casi llegó a estrecharme la mano, mientras me recordaba una vieja promesa sobre un cachorro pointer. Lo que sentí al escuchar que su hermana estaba muriendo, y muriendo creyéndome el mayor villano del mundo, despreciándome, odiándome en sus últimos momentos… porque, ¿cómo saber qué horrendos planes no me habrían imputado? Estaba seguro de que al menos una persona podía hacerme aparecer capaz de todo. ¡Lo que sentí fue atroz! Rápidamente tomé una decisión, y hoy a las ocho de la mañana ya me encontraba en mi carruaje. Ahora ya lo sabe todo.

Elinor no respondió. Sus pensamientos estaban silenciosamente fijos en el daño irreparable que una independencia demasiado temprana, y los consiguientes hábitos de ocio, disipación y lujos, habían causado en la mente, el carácter, la felicidad de un hombre que, a todas las ventajas de una buena apariencia y talentos, unía una disposición naturalmente franca y honesta, y temperamento sensible y afectuoso. El mundo lo había hecho extravagante y vanidoso; la extravagancia y la vanidad lo habían hecho insensible y egoísta. La vanidad, mientras Willoughby sacrificaba a otro en aras de su propio triunfo culpable, lo había involucrado en un verdadero afecto al que la extravagancia -o al menos su hija, la necesidad- había exigido renunciar. Cada uno de estos defectos, al conducirlo al mal, también lo había conducido al castigo. El afecto que contra todo honor, contra sus sentimientos, contra sus mejores intereses había aparentemente querido arrancar de sí, ahora, cuando ya no le era permitido, dominaba todos sus pensamientos; y la unión por cuya causa, sin ningún escrúpulo, había hecho desgraciada a su hermana, parecía haberse transformado en una fuente de infelicidad para él mismo de naturaleza mucho más incurable. De este ensimismamiento la sacó después de algunos minutos Willoughby, quien, saliendo de un ensimismamiento al menos igual de doloroso, se levantó preparándose para partir y dijo:

– No sirve de nada que permanezca aquí; debo irme.

¿Vuelve a la ciudad?

– No, a Combe Magna. Tengo algo que hacer allí; en uno o dos días más seguiré a la ciudad. Adiós.

Le alargó la mano. Ella no pudo rehusar darle la suya; él se la estrechó afectuosamente.

– Pero, ¿usted sí piensa mejor ahora de mí? -dijo, soltándola y apoyándose en la rep isa de la chimenea, como si hubiera olvidado que iba a marcharse.

Elinor le aseguró que así era; que lo perdonaba, lo compadecía, que le deseaba lo mejor, incluso que fuera feliz, a lo que añadió un consejo gentil sobre el comportamiento más adecuado para lograrlo. Su respuesta no fue muy animadora.

– En cuanto a eso -dijo-, tendré que arreglármelas lo mejor que pueda. En la felicidad doméstica no puedo ni pensar. Sin embargo, si usted y su familia tienen algún interés en mi suerte y en mis actos, puede ser la manera… puede ponerme en guardia… al menos, puede ser algo por lo que vivir. A Marianne, de todas maneras, la he perdido para siempre. Incluso si, por algún bendito azar, me encontrara libre de nuevo…

Elinor lo detuvo con un reproche.

– Bien -{lijo él-, una vez más, adiós. Me iré ahora y viviré temiendo que ocurra una sola cosa. -¿A qué se refiere?

– Al matrimonio de su hermana.

– Está muy equivocado. Nunca podrá estar más fuera de su alcance de lo que está ahora.

– Pero será de otro. Y si ese otro fuera el mismo que, entre todos los hombres, menos soporto… Pero no me quedaré a privarme de toda su compasiva buena voluntad al mostrarle que allí donde he hecho más daño, menos puedo perdonar. Adiós, ¡que Dios la bendiga!

Y con estas palabras, salió casi corriendo de la habitación.

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