CAPITULO XL

– Bien, señorita Dashwood -dijo la señora Jennings con una sonr isa sagaz apenas se hubo ido el caballero-, no le preguntaré lo que le ha estado diciendo el coronel, pues aunque, por mi honor, intenté no escuchar, no pude evitar oír lo suficiente para entender lo que él pretendía. Le aseguro que nunca en mi vida he estado más contenta, y le deseo de todo corazón que ello la alegre.

– Gra cias, señora -dijo Elinor-. Es motivo de gran alegría para mí, y siento que hay una gran sensibilidad en la bondad del coronel Brandon. No muchos hombres actuarían como él lo ha hecho. ¡Pocos tienen un corazón tan compasivo! En toda mi vida había estado tan asombrada.

– ¡Buen Dios, querida, qué modesta es usted! A mí no me extraña en absoluto, porque ahora último he pensado muchas veces que era muy probable que ocurriera.

– Usted juzgaba a partir de la benevolencia general del coronel; pero al menos no podía prever que la oportunidad se presentaría tan pronto.

– ¡La oportunidad! -repitió la señora Jennings-. ¡Ah! En cuanto a eso, una vez que un hombre se ha decidido en estas cosas, se las arreglará de una u otra forma para encontrar una oportunidad. Bien, querida, la felicito nuevamente; y si alguna vez ha habido una pareja feliz en el mundo, creo que pronto sabré dónde buscarla.

– Piensa ir a Delaford tras ellos, supongo -dijo Elinor con una débil sonr isa.

– Claro, querida, por supuesto lo haré. Y en cuanto a que la casa no sea buena, no sé a qué se referiría el coronel, porque es de las mejores que he visto.

– Decía que necesitaba algunas reparaciones.

– Bien, ¿y de quién es la culpa? ¿Por qué no la repara? ¿Quién sino él tendría que hacerlo?

Las interrumpió la entrada del criado, con el anuncio de que el carruaje ya estaba en la puerta; y la señora Jennings, preparándose de inmediato para salir, dijo:

– Bien, querida, tengo que irme antes de haber dicho ni la mitad de lo que quería. Pero podremos conversarlo en detalle en la noche, porque estaremos solas. No le pido que venga conmigo, porque me imagino que tiene la mente demasiado llena para querer compañía; y, además, debe estar ansiosa de ir a contarle todo a su hermana.

Marianne había abandonado la habitación antes de que empezaran a conversar.

– Por supuesto, señora, se lo contaré a Marianne; pero por el momento no se lo mencionaré a nadie más.

– ¡Ah, está bien! -dijo la señora Jennings algo desilusionada-. Entonces no querrá que se lo cuente a Lucy, porque pienso llegar hasta Holborn hoy.

– No, señora, ni siquiera a Lucy, si me hace el favor. Una tardanza de un día no significará mucho; y hasta que no le escriba al señor Ferrars, pienso que no hay que mencionárselo a nadie más. Lo haré de inmediato. Es importante no perder tiempo en lo que a él concierne, porque, por supuesto, tendrá mucho que hacer con su ordenación.

Este discurso al comienzo dejó extremadamente perpleja a la señora Jennings. Al principio no entendió por qué había que escribirle a Edward sobre el asunto con tanto apuro. Unos momentos de reflexión, sin embargo, tuvieron como resultado una muy feliz idea, que le hizo exclamar:

– ¡Ahá! Ya la entiendo. El señor Ferrars va a ser el hombre. Bien, mejor para él. Claro, por supuesto que tiene que apurarse en tomar las órdenes; y me alegra mucho que las cosas estén tan adelantadas entre ustedes. Pero, querida, ¿no es algo inusitado? ¿No debiera ser el coronel quien le escriba? Seguro que él es la persona adecuada.

Elinor no entendió el sentido de las primeras palabras de la señora Jennings, y tampoco le pareció que valía la pena preguntarlo; y así, respondió sólo a la parte final.

– El coronel Brandon es un hombre tan delicado, que preferiría que fuera cualquier otra persona la que le comunique sus intenciones al señor Fernars.

– Y entonces usted tiene que hacerlo. Bueno, ¡ésa si que es una curiosa delicadeza! Pero -añadió al ver que se preparaba a escribir- no la molestaré más. Usted conoce mejor sus propios asuntos. Así que adiós, querida. Es la mejor noticia que he tenido desde que Charlotte dio a luz.

Y partió, sólo para volver en un instante.

– Acabo de acordarme de la hermana de Betty, querida. Estaría feliz de conseguirle un ama tan buena. Pero en verdad no sé si servirá para doncella de una dama. Es una excelente mucama, y maneja muy bien la aguja. Pero usted decidirá todo eso a su debido tiempo.

– Por supuesto, señora -replicó Elinor, sin escuchar mucho lo que le decían, y más deseosa de estar sola que de dominar el tema.

Cómo comenzar, cómo expresarse en su nota a Edward, era todo lo que le preocupaba ahora. Las peculiares circunstancias existentes entre ellos hacían difícil eso que a cualquier otra persona le habría resultado lo más fácil del mundo; pero ella temía por igual decir demasiado o demasiado poco, y se quedó pensando frente al papel, con la pluma en la mano, hasta que la interrumpió la entrada del mismo Edward.

Había ido a dejar su tarjeta de despedida y se había encontrado en la puerta con la señora Jennings, cuando ésta se dirigía al carruaje; y ella, tras excusarse por no devolverse con él, lo había obligado a entrar diciéndole que la señorita Dashwood estaba arriba y quería hablar con él sobre un asunto muy especial.

Recién Elinor había estado felicitándose en medio de sus vacilaciones, pensando que por difícil que pudiera ser expresarse adecuadamente por escrito, al menos era preferible a dar información de palabra, cuando la repentina entrada de su visitante la sorprendió y confundió de gran manera, obligándola a un nuevo esfuerzo, quizá el mayor de todos. No lo había visto desde que se había hecho público su compromiso y, por tanto, desde que él se había enterado de que ella ya lo sabía; y esto, sumado a su conciencia de lo que había estado pensando, y a lo que tenía que decirle, la hizo sentirse especialmente incómoda durante algunos minutos. También Edward estaba perturbado, y se sentaron uno frente al otro en una situación que prometía ser inconfortable. El no podía recordar si se había excusado por su intrusión al entrar en la habitación; pero, para mayor seguridad, lo hizo formalmente tan pronto pudo decir palabra, tras tomar asiento.

– La señora Jennings me informó -dijo- que usted deseaba hablarme; al menos, eso fue lo que entendí… o de ninguna manera le habría impuesto mi presencia en esta forma; aunque, al mismo tiempo, habría lamentado mucho abandonar Londres sin haberla visto a usted y a su hermana; en especial considerando que con toda seguridad transcurrirá un buen tiempo… no es probable que tenga luego el placer de verlas otra vez. Parto a Oxford mañana.

– No se habría ido, sin embargo -dijo Elinor, recuperándose y decidida a terminar lo antes posible con aquello que tanto temía-, sin haber recibido nuestros mejores parabienes, aunque no hubiéramos podido ofrecérselos personalmente. La señora Jennings estaba muy en lo cierto en lo que dijo. Tengo algo importante que comunicarle, que estaba a punto de informarle por escrito. Me han encomendado la más grata tarea -respiraba algo más rápido de lo acostumbrado al hablar-. El coronel Brandon, que estuvo acá hace tan sólo diez minutos, me ha encargado decirle que, sabiendo que usted piensa ordenarse, tiene el enorme placer de ofrecerle el beneficio de Delaford, que acaba de quedar vacante, y que tan sólo desearía que fuera de mayor valor. Permítame felicitarlo por tener un amigo tan digno y prudente, y unirme a su deseo de que el beneficio, que alcanza a alrededor de doscientas libras al año, representara una suma más considerable, una que le permitiera… dado que puede ser algo más que una plaza temporal para usted… en pocas palabras, una que le permitiera cumplir todos sus deseos de felicidad.

Como Edward no fue capaz de decir por sí mismo lo que sintió, difícilmente puede esperarse que otro lo diga por él. En apariencia, mostraba todo el asombro que una información tan inesperada, tan insospechada no podía dejar de producir; pero tan sólo dijo estas tres palabras:

– ¡El coronel Brandon!

– Sí -continuó Elinor, sintiéndose más decidida ahora que, al menos en parte, ya había pasado lo peor-; el coronel Brandon desea testimoniarle así su preocupación por los últimos sucesos, por la cruel situación en que lo ha puesto la injustificable conducta de su familia… una preocupación que le aseguro compartimos Marianne, yo y todos sus amigos; y también lo ofrece como prueba de la alta estima en que lo tiene a usted, y en especial como signo de su aprobación por el comportamiento que usted ha tenido en esta ocasión.

– ¡El coronel Brandon me ofrece a mí un beneficio! ¿Es posible, acaso?

– La falta de generosidad de sus parientes lo lleva a asombrarse de encontrar amistad en otras partes.

– No -replicó él, formándose una repentina idea sobre lo que debía haber ocurrido-, no de encontrarla en usted, porque no puedo ignorar que a usted, a su bondad, debo todo esto. Lo que siento… si pudiera, lo expresaría; pero, como usted bien sabe, no soy orador.

– Está muy equivocado. Le aseguro que lo debe enteramente, al menos casi por completo, a su propio mérito, y a la percepción que de él tiene el coronel Brandon. No he tenido injerencia alguna en esto. Ni siquiera sabía, hasta que me comunicó sus planes, que el beneficio estaba vacante; y tampoco se me había ocurrido que él pudiera otorgar tal beneficio. En tanto amigo mío y de mi familia, puede que quizá… de hecho estoy segura de que su placer en otorgarlo es mayor; pero, le doy mi palabra, usted no debe nada a ninguna mediación mía.

En honor a la verdad, debía reconocer una participación, aunque fuera pequeña, en la acción; pero al mismo tiempo era tan poco lo que deseaba aparecer como la benefactora de Edward, que lo admitió con vacilaciones, lo que probablemente contribuyó a que en la mente de él se fijara esa idea que recién le había aparecido como sospecha. Durante algunos momentos después de que Elinor terminó de hablar, se mantuvo sumido en sus pensamientos; finalmente, como haciendo un esfuerzo, dijo:

– El coronel Brandon parece un hombre de gran valer y respetabilidad. Siempre he escuchado hablar de él en esos' términos, y sé que el señor Dashwood, su hermano, lo estima mucho. Sin duda es un hombre de gran sensatez y un perfecto caballero en sus modales.

– Es cierto -replicó Elinor-, y estoy segura de que, al conocerlo mejor, descubrirá que es todo eso que usted ha escuchado sobre él; y como serán vecinos tan cercanos (porque entiendo que la rectoría es casi colindante con la casa principal), es especialmente importante que sí lo sea.

Edward no respondió; pero cuando ella volvió la cabeza hacia otro lado, la miró de manera tan seria, tan intensa, tan poco alegre, que con sus ojos parecía decir que, a partir de ese momento, él habría deseado que la distancia entre la rectoría y la mansión fuera mucho mayor.

¿El coronel Brandon, según creo, se aloja en St. James Street? -le dijo poco después, levantándose de su asiento.

Elinor le dio el número de la casa.

– Debo apresurarme, entonces, para manifestarle la gratitud que a usted no he podido ofrecer; para asegurarle que me ha hecho muy… enormemente feliz.

Elinor no procuró retenerlo; y se separaron después de que ella le hubo asegurado muy formalmente sus más firmes deseos de felicidad en todos los cambios de circunstancias que debiera vivir; y que él hizo algunos esfuerzos por corresponder los mismos buenos deseos, aunque sin saber bien cómo expresarlos.

“Cuando lo vuelva a ver”, se dijo Elinor mientras la puerta se cerraba tras él, “lo que veré será el marido de Lucy”.

Y con este agradable vaticinio se sentó a reconsiderar el pasado, recordar las palabras e intentar comprender los sentimientos de Edward; y, por supuesto, a reflexionar sobre su propio descontento.

Cuando la señora Jennings volvió a casa, aunque venía de ver a gente que nunca había visto antes y sobre la que, por tanto, debía tener mucho que decir, tenía la mente tanto más llena del importante secreto en su poder que de cualquier otra cosa, que retomó el tema apenas apareció Elinor.

– Bien, querida -exclamó-, le envié al joven. Estuvo bien, ¿verdad? Y supongo que no se topó con mayores dificultades. ¿No lo encontró demasiado reacio a aceptar su propuesta?

– No, señora; no era de esperar tal cosa.

– Bien, ¿y cuando estará preparado? Pues parece que todo depende de eso.

– En realidad -dijo Elinor-, sé tan poco de esta clase de formalidades, que difícilmente puedo hacer conjeturas sobre el tiempo o la preparación que se requiera; pero supongo que en dos o tres meses podrá completar su ordenación.

– ¿Dos o tres meses? -exclamó la señora Jennings-. ¡Dios mío, querida! ¡Y lo dice con tanta calma! ¡Y el coronel debiendo esperar dos o tres meses! ¡Que Dios me libre! Creo que yo no tendría paciencia. Y aunque cualquiera estaría muy contento de hacerle un favor al pobre señor Ferrars, de verdad pienso que no vale la pena esperarlo dos o tres meses. Seguro que se podrá encontrar a alguien más que sirva igual… alguien que ya haya recibido las órdenes.

– Mi querida señora -dijo Elinor-, ¿de qué está hablando? Pero, si el único objetivo del coronel Brandon es prestarle un servicio al señor Ferrars.

– ¡Que Dios la bendiga, querida mía! ¡No creo que esté tratando de convencerme de que el coronel se casa con usted para darle diez guineas al señor Ferrars!

Tras esto el engaño no pudo continuar, y de inmediato dio paso a una explicación que en el momento divirtió enormemente a ambas, sin pérdida importante de felicidad para ninguna de las dos, porque la señora Jennings se limitó a cambiar una alegría por otra, y todavía sin abandonar sus expectativas respecto de la primera.

– Sí, sí, la rectoría no deja de ser pequeña -dijo, tras la primera efervescencia de su sorpresa y satisfacción-, y probablemente necesite reparaciones; ¡pero escuchar a un hombre disculpándose, tal como lo pensé, por una casa que, por lo que sé, tiene cinco salas de estar en el primer piso y, según creo haberle escuchado al ama de llaves, tiene cabida para quince camas…! ¡Y para usted también, acostumbrada a vivir en la casita de Barton! Parecía tan ridículo. Pero, querida, debemos sugerirle al coronel que haga algo en la rectoría, que la acomode para ellos antes de que llegue Lucy.

– Pero el coronel Brandon no parece creer que el beneficio sea suficiente para permitirles casarse.

– El coronel es un papanatas, querida; como él tiene dos mil libras al año para vivir, cree que nadie puede casarse con menos. Le doy mi palabra de que, si estoy viva, haré una visita a la rectoría de Delaford antes de la fiesta de san Miguel; y créame que no iré si Lucy no está allí.

Elinor era de la misma opinión en cuanto a que probablemente no iban a esperar más.

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