CAPITULO XLI

Después de haber ido a agradecer al coronel Brandon, Edward se dirigió a casa de Lucy con su felicidad a cuestas; y ésta era tan grande cuando llegó a Bartlett's Buildings, que al día siguiente la joven pudo asegurarle a la señora Jennings, que la había ido a visitar para felicitarla, que nunca antes en toda su vida lo había visto tan contento.

Por lo menos la felicidad de Lucy y su estado de ánimo no dejaban lugar a dudas, y con gran entusiasmo se unió a la señora Jennings en sus expectativas de un grato encuentro en la rectoría de Delaford antes del día de san Miguel. Al mismo tiempo, estaba tan lejos de negar a Elinor el crédito que Edward le daría, que se refirió a su amistad por ambos con la más entusiasta gratitud, estaba pronta a reconocer cuánto le debían, y declaró abiertamente que ningún esfuerzo, presente o futuro, que realizara la señorita Dashwood en bien de ellos la sorprendería, puesto que la creía capaz de cualquier cosa por aquellos a quienes realmente apreciaba. En cuanto al coronel Brandon, no sólo estaba dispuesta a adorarlo como a un-santo, sino que, más aún, verdaderamente deseaba que en todas las cosas terrenales se lo tratara como tal; deseaba que las contribuciones que recibía aumentaran al máximo; y secretamente decidió que, una vez en Delaford, se valdría lo más posible de sus criados, su carruaje, sus vacas y sus gallinas.

Había transcurrido ya una semana desde la visita de John Dashwood a Berkeley Street, y como desde entonces no habían tenido ninguna noticia sobre la indisposición de su esposa más allá de una averiguación verbal, Elinor comenzó a sentir que era necesario hacerle una visita. Sin embargo, tal obligación no sólo iba en contra de sus propias inclinaciones, sino que, además, no encontraba ningún estímulo en sus compañeras. Marianne, no satisfecha con negarse absolutamente a ir, intentó con todas sus fuerzas impedir que fuera su hermana; y en cuanto a la señora Jennings, aunque su carruaje estaba siempre al servicio de Elinor, era tanto lo que le disgustaba la señora de John Dashwood, que ni la curiosidad de ver cómo estaba tras el tardío descubrimiento, ni su intenso deseo de agraviarla tomando partido por Edward, pudieron vencer su renuencia a estar de nuevo en su compañía. Como resultado, Elinor partió sola a una visita que nadie podía tener menos deseos de hacer, y a correr el riesgo de un tête-à-tête con una mujer que a nadie podía desagradarle con más motivos que a ella.

Le dijeron que la señora Dashwood no estaba; pero antes de que el carruaje pudiera devolverse, por casualidad salió su esposo. Manifestó gran placer en encontrarse con Elinor, le dijo que en ese momento iba a visitarlas a Berkeley Street, y asegurándole que Fanny estaría feliz de verla, la invitó a entrar.

Subieron hasta la sala. No había nadie allí.

– Supongo que Fanny está en su habitación -le dijo-; iré a buscarla de inmediato, porque estoy seguro de que no tendrá ningún inconveniente en verte a ti… lejos de ello, en realidad. Especialmente ahora… pero, de todos modos, tú y Marianne siempre fueron sus favoritas. ¿Por qué no vino Marianne?

Elinor la disculpó lo mejor que pudo.

– No lamento verte a ti sola -replicó él-, porque tengo mucho que hablar contigo. Este beneficio del coronel Brandon, ¿es verdad? ¿Realmente se lo ha ofrecido a Edward? Lo escuché ayer por casualidad, e iba a verte con el propósito de averiguar más sobre ello.

– Es completamente cierto. El coronel Brandon le ha dado el beneficio de Delaford a Edward.

– ¿Es posible? ¡Qué increíble! ¡No hay ninguna relación, ningún parentesco entre ellos! ¡Y ahora que los beneficios se negocian a un precio tan alto! ¿Cuánto da éste?

– Cerca de doscientas libras al año.

– Muy bien, y para la siguiente postulación a un beneficio de ese valor, suponiendo que el último titular haya sido viejo y de mala salud, y lo fuera a dejar vacante luego, podría haber conseguido, digamos, mil cuatrocientas libras. ¿Y cómo es posible que no arreglara ese asunto antes de que muriera esta persona? Por supuesto, ahora es muy tarde para venderlo, ¡pero alguien con el juicio del coronel Brandon! ¡Me extraña que haya sido tan poco previsor en algo por lo que es tan usual, tan natural preocuparse! Bien, estoy convencido de que casi todos los seres humanos tienen enormes incongruencias. Pensando en ello, sin embargo, supongo que esto puede ser lo que ha ocurrido: Edward mantendrá el beneficio hasta que la persona a quien el coronel realmente ha vendido la postulación tenga la edad suficiente para hacerse cargo de él. Sí, sí, es lo que ha ocurrido, puedes estar segura.

Elinor lo contradijo, sin embargo, terminantemente; y lo obligó a aceptar su autoridad en la materia contándole que el coronel Brandon le había encomendado a ella transmitir su ofrecimiento a Edward y, por tanto, tenía que entender bien los términos en que había sido hecho.

– ¡Es en verdad asombroso! -exclamó él, después de escuchar sus palabras-. ¿Y qué motivo habrá tenido el coronel para hacerlo?

– Uno muy sencillo: ayudar al señor Ferrars.

– Bien, bien; sea lo que fuere el coronel Brandon, ¡Edward Ferrars es un hombre afortunado! Sin embargo, no le menciones a Fanny este asunto; porque aunque lo ha sabido por mí y lo ha tomado bastante bien, no querrá oír hablar mucho de ello.

En este punto le costó algo a Elinor refrenarse de observar que, a su parecer, Fanny bien podría haber sobrellevado con compostura la adquisición de un capital por parte de su hermano a través de medios que no significaban un empobrecimiento ni para ella ni para su hijo.

– La señora Ferrars -añadió él, bajando la voz a un tono acorde con la importancia del tema hasta ahora no sabe nada de esto, y creo que será mejor ocultárselo mientras sea posible. Cuando se realice la boda, temo que deberá enterarse de todo.

– Pero, ¿por qué habría de tomarse tales precauciones? Aunque no se debiera suponer que la señora Ferrars pueda tener la menor satisfacción al saber que su hijo tiene el dinero suficiente para vivir… tal cosa sería impensable; pero, ¿por qué, después de lo que hizo, debe suponerse que a ella le importe algo? Ha terminado con su hijo, lo ha expulsado de su lado para siempre y ha hecho que todos aquellos sobre quienes tiene influencia hagan lo mismo. Con toda seguridad, después de haber hecho esto no es posible imaginarla capaz de sentir alguna pena o alegría relacionada con él…, no puede interesarle nada que le acontezca. ¡No será tan inconsistente como para despreocuparse del bienestar de un hijo, y luego seguir preocupándose por él como lo haría una madre!

– ¡Ay, Elinor! -dijo John -. Tu razonamiento es bueno, pero en su base hay ignorancia de lo que es la naturaleza humana. Cuando se lleve a cabo la infortunada unión de Edward, no te quepa duda de que su madre sufrirá tanto como si nunca lo hubiera arrojado de su lado; por ello, mientras sea posible, es necesario ocultarle todas las circunstancias que puedan adelantar ese terrible momento. La señora Ferrars nunca podrá olvidar que Edward es su hijo.

– Me sorprendes; habría creído que a estas alturas ya casi se le había borrado de la memoria.

– Estás completamente equivocada. La señora Ferrars es una de las madres más afectuosas que existen.

Elinor guardó silencio.

– Ahora -dijo el señor Dashwood tras una breve pausa-, estamos pensando que Robert se case con la señorita Morton.

Elinor, sonriendo ante el tono grave e importantísimo de la voz de su hermano, le respondió muy tranquila:

– La dama, me imagino, no tiene opción en esto.

– ¡Opción! ¿Qué quieres decir?

– Todo lo que quiero decir es que supongo, por tu forma de hablar, que a la señorita Morton le debe dar lo mismo casarse con Edward o con Robert.

– Por supuesto que no hay diferencia alguna; porque ahora Robert, para todos los efectos y propósitos, será considerado el hijo mayor; y en lo demás, ambos son jóvenes muy agradables… no he sabido que uno sea superior al otro.

Elinor no dijo nada más, y John también guardó silencio durante algunos instantes. Puso fin a sus reflexiones de la siguiente forma:

– De una cosa, mi querida hermana -le dijo tomándole una mano cariñosamente y hablándole en un impresionante susurro-, puedes estar segura: y te la haré saber, porque sé que te agradará. Tengo buenas razones para creer… en verdad, lo sé de la mejor fuente o no lo repetiría, porque en caso contrario sería muy incorrecto mencionarlo… pero lo sé de la mejor fuente… no que se lo haya escuchado decir exactamente a la misma señora Ferrars, pero su hija sí lo hizo, y ella me lo contó a mí… que, en resumen, más allá de las objeciones que pudo haber contra cierta… cierta unión… ya me entiendes… la señora Ferrars la habría preferido mil veces, no la habría molestado ni la mitad que ésta. Me sentí extremadamente contento de saber que lo veía desde esa perspectiva… una circunstancia muy gratificante, te imaginarás, para todos nosotros. “No habría tenido punto de comparación”, dijo, “de dos males, el menor; y ahora estaría dispuesta a transigir para que no ocurriese nada peor”. Pero todo eso está fuera de discusión: no hay que pensar en ello, ni mencionarlo; en lo referente a cualquier unión, ya lo sabes… no hay posibilidad alguna… todo eso ha terminado. Pero pensé contarte esto, porque sabía cuánto te complacería. No que tengas nada que lamentar, mi querida Elinor. No cabe duda de que lo estás haciendo muy bien… igual de bien o, si se toma en cuenta todo, quizá mejor… ¿Has estado con el coronel Brandon ahora último?

Elinor había escuchado lo suficiente si no para gratificar su vanidad y elevar su autoestima, para agitar sus nervios y hacerla pensar; y le alegró, por tanto, que la entrada del señor Ferrars la salvara de tener que responder a tanta cosa y del peligro de escuchar más a su hermano. Tras charlar durante algunos momentos, John Dashwood, recordando que aún no había informado a Fanny sobre la presencia de su hermana, abandonó la habitación en su búsqueda. Y Elinor quedó allí con la tarea de mejorar su relación con Robert, el cual, con su alegre despreocupación, con la satisfecha autocomplacencia que le permitía disfrutar de un tan injusto reparto del amor y de la generosidad de su madre en perjuicio de su hermano excluido… amor y generosidad de los que se había hecho merecedor tan sólo por su propia vida disipada y la integridad de ese hermano, confirmaba a Elinor en su más desfavorable opinión sobre su inteligencia y sentimientos.

Apenas habían estado dos minutos a solas cuando él empezó a hablar de Edward, pues también había sabido del beneficio e hizo muchas preguntas al respecto. Elinor repitió los detalles que ya le había comunicado a John, y el efecto que tuvieron en Robert, aunque muy diferente, no fue menos fuerte. Se rió sin ninguna moderación. La idea de Edward transformado en clérigo y viviendo en una pequeña casa parroquial lo divertía sin límites; y cuando a ello agregó la fantástica visión de Edward leyendo plegarias vestido con una sobrepelliz blanca y haciendo las amonestaciones públicas del matrimonio de John Smith y Mary Brown, no pudo imaginarse nada más ridículo.

Elinor, en tanto, aguardaba en silencio y con imperturbable gravedad, el fin de tales necedades, sin poder evitar que sus ojos se clavaran en él con una mirada que mostraba todo el desprecio que le infundía. Era una mirada, sin embargo, muy bien dirigida, porque alivió sus sentimientos sin darle a entender nada a él. Cuando él dejó de lado sus comentarios ingeniosos, no lo hizo llevado por ningún reproche de ella, sino por su propia sensibilidad.

– Podemos bromear al respecto -dijo finalmente, recuperándose de las r isa s afectadas que habían alargado considerablemente la genuina alegría del momento-, pero, a fe mía, es algo muy serio. ¡Pobre Edward! Está arruinado para siempre. Lo lamento enormemente, porque sé que es una criatura de muy buen corazón, tan bien intencionado como el que más. No debe juzgarlo, señorita Dashwood, basándose en lo poco que lo conoce. ¡Pobre Edward! Es cierto que sus modales no son de lo más felices. Pero ya se sabe que no todos nacemos con las mismas capacidades, con el mismo porte. ¡Pobre muchacho! ¡Imaginarlo entre extraños! ¡Qué cosa lamentable! Pero a fe mía que es de tan gran corazón como el mejor del reino; y le digo y le aseguro que nada me ha sacudido nunca tanto como esto que ha ocurrido. No podía creerlo. Mi madre fue la primera en decírmelo, y yo, sintiendo que debía actuar con decisión, de inmediato le dije: “Mi querida señora, no sé qué se propone hacer en estas circunstancias, pero en cuanto a mí, debo decirle que si Edward se casa con esta joven, yo no lo volveré a mirar nunca más”. Eso fue lo que le dije de inmediato… ¡me sentía escandalizado más allá de todo lo imaginable! ¡Pobre Edward! ¡Se ha hundido por completo! ¡Se ha marginado para siempre de toda sociedad decente! Pero mientras se lo decía directamente a mi madre, no me extrañaba en absoluto; es lo que se podía esperar de la educación que recibió. Mi pobre madre casi enloqueció.

– ¿Ha visto alguna vez a la joven?

– Sí, una vez, cuando estaba alojada en esta casa. Me había dejado caer por unos diez minutos, y me bastó con lo que vi de ella. Una simple muchacha pueblerina, desmañada, sin estilo ni elegancia, y casi sin ningún atractivo. La recuerdo perfectamente. Justo el tipo de muchacha que habría creído capaz de cautivar al pobre Edward. Apenas mi madre me contó todo el asunto, de inmediato me ofrecí- a hablarle, a disuadirlo de la unión; pero, según pude darme cuenta, ya era demasiado tarde para hacer algo, pues por desgracia no estuve ahí en los primeros momentos y no supe nada de lo ocurrido hasta después de la ruptura, cuando, ya sabe usted, no me correspondía interferir. Pero si se me hubiera informado unas pocas horas antes, probablemente habría podido hacer algo. De todas maneras le habría hecho ver las cosas a Edward con toda claridad. “Mi querido amigo”, le habría dicho, “piensa en lo que haces. Estás comprometiéndote en la más desafortunada unión, que toda tu familia desaprueba de manera unánime”. En fin, no puedo evitar pensar que habría encontrado alguna manera de lograrlo. Pero ahora es demasiado tarde. Debe estar muerto de hambre, sabe usted; con toda seguridad, absolutamente muerto de hambre.

Acababa de plantear este punto con gran compostura cuando la llegada de la señora de John Dashwood puso fin al tema. Pero aunque ésta nunca lo mencionaba fuera de su propia familia, Elinor pudo ver cómo influía en su mente, visible en ese algo como expresión confundida que tenía al entrar y en un intento de cordialidad en su trato hacia ella. Incluso llegó tan lejos como mostrarse afectada por el hecho de que Elinor y su hermana dejarían tan pronto la ciudad, y había confiado en verlas más; un esfuerzo en el cual su marido, que la había acompañado a la habitación y seguía cada una de sus palabras con aire enamorado, parecía encontrar todo lo que hay de más afectuoso y agraciado.

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