En su viudez, la señora Jennings había quedado en poder de una generosa renta por el usufructo de los bienes dejados por su marido. Sólo tenía dos hijas, a las que había llegado a ver respetablemente casadas y, por tanto, ahora no tenía nada que hacer sino casar al resto del mundo. Hasta donde era capaz, era celosamente activa en el cumplimiento de este objetivo y no perdía oportunidad de planificar matrimonios entre los jóvenes que conocía. Era de notable rapidez para descubrir quién se sentía atraído por quién, y había gozado del mérito de hacer subir los rubores y la vanidad de muchas jóvenes con insinuaciones relativas a su poder sobre tal o cual joven; y apenas llegada a Barton, este tipo de perspicacia le permitió anunciar que el coronel Brandon estaba muy enamorado de Marianne Dashwood. Más bien, sospechó que así era la Primera tarde que estuvieron juntos, por la atención con que la escuchó cantar; y cuando los Middleton devolvieron la visita y cenaron en la cabaña, se cercioró de ello al ver otra vez cómo la escuchaba. Tenía que ser así. Estaba totalmente convencida de ello. Sería una excelente unión, porque el era rico y ella era hermosa. Desde el momento -mismo en que había conocido al coronel Brandon, debido a sus lazos con sir John, la señora Jennings había ansiado verlo bien casado; y, además, nunca flaqueaba en el afán de conseguirle un buen marido a cada muchacha bonita.
La ventaja inmediata que obtuvo de ello no fue de ninguna manera insignificante, porque la proveyó de interminables bromas a costa de ambos. En Barton Park se reía del coronel, y en la cabaña, de Marianne. Al primero, probablemente esas chanzas le eran totalmente indiferentes, ya que sólo lo afectaban a él; pero para la segunda, al comienzo fueron incomprensibles; y cuando entendió, su objeto, no sabía si reírse de lo absurdas que eran o censurar su impertinencia, ya que las consideraba un comentario insensible a los avanzados años del coronel y a su triste condición de solterón.
La señora Dashwood, que no podía considerar a un hombre cinco años menor que ella tan excesivamente anciano como aparecía ante la juvenil imaginación de su hija, intentó limpiar a la señora Jennings del cargo de haber querido ridiculizar su edad.
– Pero, mamá, al menos no podrá negar lo absurdo de la acusación, aunque no la crea intencionalmente maliciosa. Por supuesto que el coronel Brandon es más joven que la señora Jennings, pero es lo suficientemente viejo para ser mi padre; y si llegara a tener el ánimo suficiente para enamorarse, ya debe haber olvidado qué se siente en esos casos. ¡Es demasiado ridículo! ¿Cuándo podrá un hombre liberarse de tales ingeniosidades, si la edad y su debilidad no lo protegen?
– ¡Debilidad! -exclamó Elinor-. ¿Llamas débil al coronel Brandon? Fácilmente puedo suponer que a ti su edad te parezca mucho mayor que a mi madre, pero es difícil que te engañes respecto a que sí está en uso de sus extremidades.
¿No lo escuchaste quejarse de reumatismo? ¿Y no es ésa la primera debilidad de una vida que declina?
– ¡Mi querida niña! -dijo la madre, riendo-, entonces debes estar en continuo terror de que yo haya entrado también en la decadencia; y debe parecerte un milagro que mi vida haya llegado a la avanzada edad de cuarenta años.
– Mamá, no está siendo justa conmigo. Sé perfectamente que el coronel Brandon no es tan viejo como para que sus amigos teman perderlo por causas propias del curso de la naturaleza. Puede vivir veinte años más. Pero treinta y cinco años no tienen nada que ver con el matrimonio.
– Quizá -dijo Elinor-, sea mejor que una persona de treinta y cinco y otra de diecisiete no tengan nada que ver con un matrimonio entre sí. Pero si por casualidad llegara a tratarse de una mujer soltera a los veintisiete, no creo que el hecho de que el coronel Brandon tenga treinta y cinco le despertaría ninguna objeción a que se casara con ella.
– Una mujer de veintisiete -dijo Marianne, después de una pequeña pausa- jamás podría esperar sentir o inspirar afecto nuevamente; y si su hogar no es cómodo, o su fortuna es pequeña, supongo que podría intentar conformarse con desempeñar el oficio de institutriz, para así obtener la Seguridad con que cuenta una esposa. Por tanto, si el coronel se casara con una mujer en esa condición, no habría nada inapropiado. Sería un pacto de conveniencia y el mundo estaría satisfecho. A mis ojos no sería en absoluto un matrimonio, Pero eso no importa. A mí me parecería sólo un intercambio comercial, en que cada uno querría beneficiarse a costa del otro.
– Sé -dijo Elinor- que sería imposible convencerte de que una mujer de veintisiete pueda sentir por un hombre de treinta y cinco algo que ni siquiera se acerque a ese amor que lo transformaría en un compañero deseable para ella. Pero debo objetar que condenes al coronel Brandon y a su esposa al perpetuo encierro en una habitación de enfermo, por la simple razón de que ayer (un día muy frío y húmedo) él llegó a quejarse de una leve sensación reumática en uno de sus hombros.
– Pero él mencionó camisetas de franela -dijo Marianne-; y para mí, una camiseta de franela está invariablemente unida a dolores, calambres, reumatismo, y todos los males que pueden afligir a los ancianos y débiles.
– Si tan sólo hubiera estado sufriendo de una fiebre violenta, no lo habrías menospreciado tanto. Confiesa, Marianne, ¿no sientes que hay algo interesante en las mejillas encendidas, ojos hundidos y pulso acelerado de la fiebre?
Poco después, cuando Elinor hubo abandonado la habitación, dijo Marianne:
– Mamá, tengo una preocupación en este tema de las enfermedades que no puedo ocultarle. Estoy segura de que Edward Ferrars no está bien. Ya llevamos acá cerca de quince días y todavía no viene. Tan sólo una verdadera indisposición podría ocasionar esta extraordinaria tardanza. ¿Qué otra cosa puede detenerlo en Norland?
– ¿Tú pensabas que él vendría tan pronto? -dijo la señora Dashwood-. Yo no. Al contrario, si me he llegado a sentir ansiosa al respecto, ha sido al recordar que a veces él mostraba una cierta falta de placer ante mi invitación y poca disposición a aceptar cuando le mencionaba su venida a Barton. ¿Es que Elinor lo espera ya?
– Nunca se lo he mencionado a ella, pero por supuesto tiene que estar esperándolo.
– Creo que te equivocas, porque cuando ayer le hablaba de conseguir una nueva rejilla para la chimenea del dormitorio de alojados, señaló que no había ninguna urgencia, como si la habitación no fuera a ser ocupada por algún tiempo.
– ¡Qué extraño es todo esto! ¿Qué puede significar? ¡Pero todo en la forma en que se han tratado entre ellos ha sido inexplicable! ¡Cuán frío, cuán formal fue su último adiós! ¡Qué desganada su conversación la última tarde que estuvieron juntos! Al despedirse, Edward no hizo ninguna diferencia entre Elinor y yo: para ambas tuvo los buenos deseos de un hermano afectuoso. Dos veces los dejé solos a propósito la última mañana, y cada vez él, de la manera más inexplicable, me siguió fuera de la habitación. Y Elinor, al dejar Norland y a Edward, no lloró como yo lo hice. Incluso ahora su autocontrol es invariable. ¿Cuándo está abatida o melancólica? ¿Cuándo intenta evitar la compañía de otros, o parece inquieta e insatisfecha con ella misma?