Le costaba respirar y se atragantó con un sollozo. A pesar de la insistencia de la enfermera en que tenía que calmarse, no podía dejar de llorar.
La enfermera le agarró la mano.
– Cielo, ¿hay alguien a quien pueda llamar? ¿Quieres que llame a tu madre?
La ironía de la pregunta hizo que Pia llorara más aun. Marsha ya habría llamado a Raúl y él llegaría allí lo antes posible.
No tenía a nadie más.
– Estoy bien -logró decir.
– Tienes que calmarte. Esto no es bueno ni para ti ni para los bebés.
Bebés. Porque quedaban dos. Al menos eso era lo que había mostrado la ecografía. Solo había perdido a uno.
Hizo lo que pudo por respirar con normalidad. Disgustarse no haría más que empeorar las cosas. Lo sabía, pero no podía controlarse. No, cuando sabía que ella era la culpable.
– ¿Dónde está? -preguntó una voz masculina desde el pasillo-. Pia O’Brian. Es mi prometida.
– ¡Raúl!
La enfermera corrió hacia la puerta.
– ¡Aquí!
Raúl entró.
– Pia -se agachó, le tomó la mano y la besó en la frente-. ¿Estás bien?
Ver su mirada de preocupación la hizo echarse a llorar otra vez, pero en lugar de apartarse, él se acercó más y la rodeó con sus brazos.
Pia lloró y lloró hasta que se sintió vacía por dentro. Hasta que ya no hubo modo de encontrar alivio.
– He perdido a uno de los bebés -dijo.
– Lo sé -él le acariciaba el pelo-. No pasa nada.
– Claro que pasa. Soy la culpable. Es culpa mía -se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas. Agarrándole la mano, lo miró a los ojos-. Es culpa mía. Yo he hecho esto. Nunca me parecieron reales. No quería contártelo, pero no lo sentía. No tenía instinto maternal. El bebé lo sabía. Lo sabía y ahora ya no está.
– Pia, no. Eso no es lo que ha pasado.
– Sí que lo es. Ayer salí con Charity. Quería que mirara ropa de premamá, pero yo no quise. No quería pensar en lo gorda que me pondría ni en lo que le pasaría a mi cuerpo. Después, me entró el pánico al ver los muebles. Ni siquiera sabía cuántos pañales utiliza un bebé a la semana.
Las lágrimas volvieron a brotar y se deslizaron por sus mejillas.
– Crystal confiaba en mí. Confiaba en mí y ahora he perdido uno de sus bebés y no puedo solucionarlo. No puedo hacerlo mejor. La quería y ella creía en mi y mira lo que he hecho.
Raúl sacudía la cabeza al verla desesperada e impaciente.
– A veces los bebés no lo logran.
Ella alzó un poco su cama para poder verlo mejor.
– Hay más. Yo tengo la culpa -tragó saliva sabiendo que tenía que decirle la verdad, aunque eso supusiera que él se alejara para siempre de su lado.
Tal vez sería lo mejor, pensó. Y después, cuando los bebés nacieran, él podría hacer que los servicios sociales se los arrebataran para que no les hiciera más daño.
– Me quedé embarazada cuando estaba en la universidad.
Raúl no quería oír nada más. Sabía adónde iría a parar la historia, qué iba a decir ella. La furia crecía en su interior. Apartó la mano.
Pia estaba hablando y él se forzó a escucharla, a fingir que no la estaba juzgando.
– Sabía que no se casaría conmigo y comencé a… Comencé a desear que el bebé muriera. Eso era lo que tenía en la cabeza. Que todo sería mejor si no estuviera.
Cerró los ojos. Las lágrimas seguían brotando, pero ya no le conmovían.
– Y entonces pasó -susurró.
– Hiciste algo.
Ella asintió.
– Lo sé. El bebé sabía o sentía que no lo quería y murió. La doctora Galloway dice que no puedo responsabilizarme por ello, que no todos los bebés empiezan bien y que cuando eso sucede, la naturaleza toma parte. Es la explicación médica, que el bebé no estaba bien. Pero no era el bebé, era yo.
Él la miraba, confundido por lo que estaba diciendo.
– ¿No te practicaron un aborto?
– ¿Qué? No, claro que no. Estaba pensando en dar al bebé en adopción. Incluso tenía los folletos, pero desapareció sin más, igual que hoy. Eso es lo que no dejo de pensar. Que me han castigado por no querer a aquel primer bebé.
La furia y la sensación de verse traicionado fueron disipándose como si nunca hubieran existido y quedaron reemplazados por la vergüenza. Por pensar lo peor de Pia. Ella no era como Caro. Eso él ya lo sabía.
Volvió a la cama, agradecido de que ella no se hubiera percatado de su reacción y la acercó hacia sí.
– Lo siento -le dijo disculpándose por el error.
– No has hecho nada.
Más tarde se lo diría, pensó. Cuando se encontrara mejor.
– Tú tampoco. Nadie te está castigando.
– Eso no puedes saberlo.
Él la miró a los ojos.
– Sí que puedo.
– He perdido uno de los bebés de Crystal.
– No. Los dos hemos perdido a uno de los nuestros.
Gemelos, pensó Raúl con tristeza. Gemelos, no trillizos.
Ella abrió los ojos como platos.
– Tienes razón -dijo con un sollozo-. Oh, Dios mío, haz que vuelva.
Una plegaria que jamás sería escuchada, pensó él tristemente mientras la abrazaba.
Se quedaron así un largo rato y cuando ella parecía haberse calmado un poco, él se sentó a su lado sobre la cama y le acarició la cara.
– Tengo un aspecto terrible -dijo Pia-. Estoy hinchada.
– Estás preciosa.
– O eres un mentiroso o necesitas que te revisen la vista.
Raúl le sonrió y, después de besarla en la boca, dijo:
– No pienses ni por un segundo que es culpa tuya. No puede serlo. La culpa va acompañada de un acto deliberado.
Se detuvo y decidió que había llegado el momento de contárselo.
– Sabes que estuve casado. Caro era una antigua reina de la belleza convertida en presentadora de noticias. Nos conocimos en una gala benéfica en Dallas.
Pia se recostó contra las almohadas.
– ¿Puedo odiarla?
– Claro.
– Bien, porque la odio.
Hubo un momento en que él la había odiado mucho más, pero el tiempo lo había curado todo. Jamás lo comprendería, pero había dejado de querer verla castigada.
– Éramos la pareja perfecta -siguió diciendo-. Pero después de comprometernos, le ofrecieron un trabajo en Los Ángeles. Su carrera era muy importante para ella y se mudó; yo iba yendo y viniendo.
– Eso suena muy civilizado.
– Lo era. Hablábamos de formar una familia. Los dos queríamos hijos. Un día me dijeron que Caro estaba en el hospital. Llegué todo lo deprisa que pude. No comprendía qué estaba pasando y ella no quería que me lo contaran.
Podía recordarlo todo sobre aquel momento: de pie en el pasillo, mirando al médico que no le decía qué le pasaba a su mujer.
– No lo comprendo -dijo Pia-. ¿El médico no te lo decía?
– No, sin su permiso. Entré en su habitación. Estaba pálida y le estaban haciendo una transfusión.
Eso era lo que más lo había asustado. La idea de que podía morir.
– Había tenido un aborto esa tarde y algo había salido mal. Había tenido hemorragias internas. La operaron y todo salió bien. Eso es lo que me dijo. «Estoy bien».
Raúl sacudió la cabeza.
– Ni siquiera sabía que estaba embarazada. No me lo había dicho. Me decía que quería tener hijos algún día, pero aún no. No cuando su carrera iba tan bien. Si no hubiera acabado en el hospital, jamás lo habría sabido. Tomó la decisión sin mí. Aunque creo que una mujer tiene derecho a elegir, aquello fue distinto. Estábamos casados. Intentábamos tener un hijo, lo intentamos activamente para que yo pudiera estar a su lado cuando naciera fuera de la temporada de partidos. Pero todo era mentira.
Pia no podía creer lo que estaba oyendo, que la mujer de Raúl lo hubiera traicionado de ese modo. Una cosa era posponer el momento de tener hijos o hablar sobre un embarazo inesperado, pero fingir estar intentando tener un bebé y abortar al quedarse embarazada era algo inexcusable.
– Lo siento -susurró ella-. Sé que suena estúpido, pero lo siento.
Podía ver la expresión de dolor y de pérdida en sus ojos.
– Yo también lo siento.
Se quedaron mirándose el uno al otro compartiendo su dolor. A pesar de su práctico acuerdo, nunca se había sentido más unida a él, más conectada.
Alguien llamó a la puerta. Ambos se giraron y vieron a la doctora Galloway.
– Pia, querida. Lo siento mucho.
– Yo también.
La doctora le estrechó la mano a Raúl y fue al lado de ella.
– Por lo que he visto, los otros dos bebés están bien. Están creciendo y parecen sanos.
– Quiere decir que no pierda la esperanza.
La mujer le dio una palmadita en el hombro.
– Digo que no te rindas. Quiero que intentes relajarte. Te quedarás aquí esta noche y haremos otra ecografía por la mañana. Espero que todo salga bien y entonces podrás irte a casa. No hay razón para creer que tendrás más problemas, pero tomaremos precauciones para aseguramos.
Pia asintió.
– Diré que te suban algo de comida. Quiero que comas. ¿Lo prometes?
– Sí.
– Yo me quedo -dijo Raúl con firmeza-. Me aseguraré de que come.
– Sospecho que lo harás -respondió la doctora con tono animado-. Bueno, Pia, descansa. Te veo por la mañana.
– Gracias.
– De nada. Y no te culpes por esto, ¿de acuerdo?
– Lo intentaré.
Cuando la doctora se marchó, Raúl volvió a su lado.
– Lo superaremos -le prometió.
– Lo sé.
Tenerlo a su lado la ayudó mucho, pensó mientras se relajaba contra las almohadas. Podía depender de él, apoyarse en él y ahora mismo eso era lo mejor de todo.
Pia se estiró en el sofá e intentó ponerse cómoda. No es que tuviera dolor, sino que se sentía extraña por dentro. Incómoda. Asustada. Y ésas eran unas emociones no diseñadas exactamente para que su día fuera tranquilo.
Había vuelto a casa del hospital esa mañana y le había costado convencer a Raúl de que era absolutamente seguro dejarla sola unas horas. De hecho, no habían sido sus palabras las que habían surtido efecto, sino el flujo de visitantes que se habían presentado con flores, tarjetas, comida y regalos para los mellizos. Cuando él había visto que era casi imposible que se quedara sola mucho tiempo, había accedido a ir a su oficina a comprobar unas cosas.
Ahora ella respiraba aliviada ante el silencio y esperaba que pasaran horas hasta que alguien volviera a llamar a la puerta. Era mucho más sencillo compadecerse de una misma y sentirse culpable cuando se estaba sola.
La segunda ecografía había mostrado que los dos bebés que quedaban estaban bien y que no parecían afectados por lo sucedido a su hermano. Una de sus visitas, Nina, la enfermera del hospital, le había llevado pollo y le había dicho que no era extraño perder a un bebé durante la gestación.
Pia agradeció los intentos de hacerla sentirse mejor, pero en ese momento aún se sentía culpable y algo deprimida. Era posible que con el tiempo se sintiera mejor, pero no podía imaginar que eso llegara a suceder.
Alguien llamó a la puerta.
– ¡Adelante! -gritó.
Denise Hendrix abrió la puerta y entró en el salón.
– Hola -le dijo la mujer con una cálida sonrisa-. ¿Cómo te encuentras?
Pia se encogió de hombros.
– Supongo que bien. Triste.
– Normal. Lo estarás un tiempo. Te he traído helado. Casi todos los sabores que hacen Ben & Jerry’s. Piensa en esto como en tus raciones de lácteos. Lo pondré en el congelador.
Volvió al cabo de unos minutos y en lugar de sentarse en la silla situada frente al sofá, lo hizo sobre la mesa de café y se acercó a ella.
– Se te ve hundida, como si hubieras perdido a tu mejor amiga.
– O hubiera matado a su bebé -murmuró Pia-. Lo siento. No pretendía decirlo en voz alta.
– Tú no has matado al bebé de Crystal.
– Pues lo parece. No eran reales para mí, Denise.
– ¿Y qué? ¿Por qué eso no es suficiente? Hay unos niños creciendo en tu interior y ahora mismo tu único trabajo es cuidar de ti y cuidarlos a ellos lo mejor que puedas -suspiró-. He criado a seis hijos. ¿Crees que estuve presente cada segundo de cada día? ¿Crees que me gustaba cuando los niños estaban pelándose y las niñas tenían un cólico? ¿Que no me apetecía irme a una isla tropical con nada más que una tranquila habitación donde poder dormir y un buen libro?
– Pero eres una madre genial.
– Gracias. Amaba a mis hijos y lo hice lo mejor que pude, pero no era perfecta. Nadie lo es. Y si los bebés que te han implantado no te parecen reales, ¿qué? Ya lo asumirás. Esto supone un cambio enorme en tu vida, Pia. Has renunciado a muchas cosas para honrar la petición de tu amiga. Me caía genial Crystal, pero he de decirte que una parte de mí piensa que no tenía derecho a hacerte esto.
– ¿De qué estás hablando?
– No le puedes dejar tus embriones a alguien sin consultárselo primero. Está mal. Debería habértelo contado, asegurarse de qué necesitabas. Ella te pidió mucho, pero no te dio la oportunidad de negarte.
Pia no lo había visto de ese modo.
– Podría haberme ido.
– Marcharse siempre es una posibilidad, sí, pero no para ti. Tú no eres así. Y cualquiera que te conozca personalmente sabe que te ha hecho daño la gente que debería protegerte. No tienes que preocuparte sobre conectar o no con los bebés que están en camino. Sucederá. La razón por la que estás triste es que has perdido a uno de tus hijos también. Si esto solo tratara de Crystal, te sentirías culpable.
Pia le dio la vuelta a las palabras de la mujer.
– Tienes razón -dijo lentamente-. Si no me importara, supongo que estaría aliviada en secreto. Dos bebés serán mucho más fácil de cuidar que tres, pero no puedo alejarme de la sensación de pérdida. Y de decepcionar a Crystal.
– No se trata de tus emociones. Un embrión se ha perdido en cualquier punto del proceso. Habría sido un milagro que los tres llegaran tan lejos. ¿Sabes la probabilidad que había de quedarte embarazada? Lo has hecho genial.
– Gracias.
De algún modo, Denise había llegado al corazón del problema y, en cierto modo, sacar el tema a la luz hizo que Pia se sintiera mejor.
– Me preocupa no hacer un buen trabajo -admitió ella-. No estoy preparada para comprar ropa premamá o ver muebles de bebé.
– La mayoría de las mujeres se casan y planean tener un bebé. A ti esto te lo han impuesto sin avisar. Necesitas tiempo para ponerte al día. Y en cuanto a la ropa premamá, confía en mí, no pasará mucho tiempo hasta que no tengas elección -sonrió-. Muy pronto tendrás hormonas fuera de lo normal recorriéndote el cuerpo. Biológicamente te verás obligada a preparar el nido. Pero hasta que eso pase, no te preocupes. Estás siendo demasiado dura contigo misma.
– Intentaré hacerlo mejor.
– Eso espero. Serás una madre genial. Ya lo eres. Si necesitas algo, sabes que todos estaremos a tu lado. Este pueblo te adora.
Las dos mujeres se abrazaron y mientras Denise se ponía derecha, Pia oyó pisadas en las escaleras. Unos segundos después, Raúl entró en el apartamento.
– Denise. Gracias por pasar por aquí.
– Tenía que ver a nuestra chica. Está mejor.
Raúl la miró nervioso.
– Eso espero -vaciló y añadió-: Intento convencerla de que se mude conmigo, al menos de manera temporal. Mi casa no tiene tantas escaleras.
Pia volteó los ojos.
– Estoy bien.
– No puedes subir las escaleras.
Había una diferencia entre «no poder» y «no querer», pensó Pia. Aunque se suponía que tenía que tomárselo con calma durante los próximos días, después no había restricciones.
Denise los miró a los dos.
– Pia, podría ser una buena idea. Estarías más relajada si no tuvieras que preocuparte por las escaleras. Solo será durante una semana o así, después puedes volver a tu casa -enarcó las cejas-. Aunque no estoy segura de durante cuánto tiempo querrás subir esos tres tramos de escaleras a medida que avance tu embarazo.
Raúl tenía en el rostro una expresión suplicante.
– ¿Lo ves?
Sería la solución más práctica, pero a Pia no le gustaba. Mudarse con Raúl hablaba de su relación… o tal vez simplemente hacía que las cosas parecieran más reales. Y no es que ella hubiera querido ignorar el gran anillo de compromiso que llevaba en la mano izquierda…
– Pensaré en ello -prometió. Era lo mejor que podía hacer.
Denise volvió a abrazarla y le susurró:
– Es un hombre muy guapo y excesivamente amoroso. Hay cualidades peores en un hombre…
– Lo sé. Gracias por venir y hablar conmigo.
Denise la besó en la frente.
– Cuando quieras. Cuida de ella. Todos la adoramos.
– Lo haré -le respondió Raúl antes de acompañarla a la puerta.
Hablaron unos segundos durante los que Pia no pudo oír qué se decían. Se recostó contra el sofá y cerró los ojos. A pesar de estar agotada, no podía quedarse dormida. Cada vez que lo intentaba, volvía a ver la sangre en la silla y el terror la invadía. No era una secuencia exactamente diseñada para hacer que durmiera.
En su lugar, pensó en lo que Denise le había dicho. Y lo que más la ayudó fue su observación sobre lo increíble que era que los bebés hubieran llegado tan lejos. Tal vez estaba bien que en un principio no hubiera absorbido del todo la idea de estar embarazada. Tal vez todo eso cambiaría con el tiempo.
Abrió los ojos y vio a Raúl cerrar la puerta. La miró.
– ¿Por qué no intentas descansar? -le sugirió él.
Ella asintió porque era más sencillo que admitir que no podía dormir. Cerró los ojos e intentó no pensar en nada. Eso le pareció lo más seguro.
Pero se vio recordando la historia de su primera esposa. De cómo Caro lo había traicionado. No había excusa para lo que había hecho. Pia no podía imaginarse mintiéndole a la persona a la que querías más que a nadie. No así. Si no hubiera querido tener hijos, debería habérselo dicho y haber tomado la píldora o algo así.
Pero la parte más difícil de lo que él le había contado había sido darse cuenta de que había amado a Caro. La verdad se había reflejado en cómo había hablado sobre ella, en la emoción de sus ojos. La había conocido, había salido con ella, se había enamorado y le había propuesto matrimonio. Como tenía que ser.
Ella no tendría todo eso. No tendría la clase de amor que Nicole y Hawk compartían, ni que Denise había tenido con su difunto esposo. Podría haber respeto y un afecto cada vez mayor, podría haber un objetivo compartido de criar a los mellizos y tal vez de tener más hijos, pero en su relación no existiría la clase de amor que hacía que se te acelerara el corazón, que te ponía el vello de punta.
Saberlo le dolió más de lo que se habría esperado y la hizo querer entregarse al llanto. En parte por lo que había perdido, y en parte por haberse dado cuenta de lo mucho que deseaba tener eso en su vida. Había querido un final feliz.
Con Raúl.
Se puso derecha y abrió los ojos. Después de asegurarse de que él no estaba en la habitación, le dio vueltas a la idea. ¿Con Raúl? Como si… ¿Qué? ¿Es que estaba enamorándose de él?
Ése era un terreno peligroso, se dijo. Era una locura enamorarse de un tipo que le había dejado claro que no quería implicar a su corazón en todo eso.
Se recordó que ella siempre había sido práctica y que era el peor momento para estar pensando con el corazón.
– Aún me huelen raras las manos -dijo Peter con una carcajada-. Y ya me las he lavado como cinco veces.
– El ajo tiene ese peligro -le respondió Pia disfrutando de la compañía del niño. Era difícil estar deprimida en presencia de un niño tan feliz.
– Raúl ha dicho una palabrota al echar los espaguetis en el agua hirviendo -susurró Peter-. Ha sido divertido.
– Seguro que sí.
A pesar de sus negativas para mudarse con Raúl, el sentido práctico y su miedo a las escaleras habían salido ganando. Él le había hecho las maletas, la había bajado en brazos por las escaleras y ahora estaba instalada en su habitación de invitados.
Raúl había llamado a los padres adoptivos de Peter y les había pedido si el niño podía cenar con ellos. Pia agradeció tener a alguien más allí aquella primera noche porque la hizo sentirse menos incómoda por el hecho de estar en casa de Raúl.
Él apareció en la puerta con un paño de cocina sobre un hombro.
– He escurrido la carne de grasa antes de añadirle la salsa.
– Sí.
– Qué complicado es cocinar.
Ella se rio.
– Te he dicho que no empezaras haciendo espagueti. Podrías haber calentado algo preparado, sin más. Eso habría sido más sencillo.
– Pero me encanta un buen desafío.
– Típico de los hombres.
Él se rio y se marchó.
Peter estaba sentado al lado de ella en el sofá.
– Raúl ha dicho que estás enferma y que tenías que tener cuidado -el niño extendió el brazo, que ahora era una escayola verde-. ¿Es como lo de mi brazo?
– Un poco. Aún tienes que tener cuidado con no mojarla, ¿verdad?
– Sí.
– Pero se pondrá bien.
– ¿Como tú? -preguntó Peter acercándose a ella. Pia lo rodeó con su brazo.
– Como yo -dijo y esperó estar diciendo la verdad.