Capítulo 2

No había nada como un desastre en la comunidad para sacar a una persona de un momento de autocompasión, pensó Pia mientras estaba en un extremo del parque de la Escuela Elemental Ronan y miraba hacia lo que había sido una hermosa vieja escuela. Ahora las llamas consumían el tejado y hacían que explotaran las ventanas. El olor a destrucción estaba por todas partes.

Había oído los camiones de bomberos desde su despacho y había visto el humo oscureciendo el cielo. Solo había tardado un segundo en darse cuenta de dónde estaba el fuego y que tenía mala pinta. Ahora, mientras estaba en el patio de juegos, sintió cómo se quedaba sin respiración cuando uno de los muros tembló antes de caer.

Siempre había oído a la gente hablar sobre el fuego como si estuviera vivo. Una criatura viviente con determinación y una naturaleza maligna. Hasta ese momento, nunca lo había creído, pero al ver el modo en que el fuego sistemáticamente destruía la escuela, pensó que podría haber algo de verdad en esa teoría.

– Esto está muy mal -susurró.

– Peor que mal.

Pia vio a la alcaldesa Marsha Tilson a su lado. La mujer, que ya pasaba de los sesenta, tenía una mano posada en el pecho y los ojos abiertos como platos.

– He hablado con la jefa de bomberos. Me ha asegurado que han revisado todas las clases y salas del edificio. No queda nadie dentro, pero el edificio… -se le entrecortó la voz-. Este fue mi colegio.

Pia rodeó a la mujer con un brazo.

– Lo sé. Es horrible ver esto.

Marsha controló sus emociones visiblemente.

– Vamos a tener que encontrar un lugar al que llevar a los niños. No pueden perder días de clase por esto, pero los demás colegios están llenos. Podríamos traer clases portátiles, debe de haber alguien a quien pueda llamar -miró a su alrededor-. ¿Dónde está Charity? Ella puede saber algo.

Pia se giró y vio a su amiga junto a una multitud de histéricos padres.

– ¡Allí!

Marsha la vio y frunció el ceño.

– No inhalará humo, ¿verdad?

Pia comprendió su preocupación. Charity estaba embarazada de varios meses y era la nieta de la alcaldesa.

– Está al aire libre, no le pasará nada.

Marsha contempló tanta destrucción.

– ¿Qué puede haber provocado esto?

– Lo descubriremos. Lo importante es que todos los niños y empleados están a salvo. El colegio podemos arreglarlo.

Marsha le apretó la mano.

– Eres muy racional. Ahora mismo es lo que necesito. Gracias, Pia.

– Lo superaremos juntos.

– Lo sé. Eso me hace sentir mejor. Voy a hablar con Charity.

Cuando la alcaldesa se marchó, Pia se quedó en el césped. Cada pocos segundos, una oleada de calor llegaba hasta ella junto con el olor a humo y a destrucción.

Justo esa mañana había pasado por delante del colegio y todo estaba bien. ¿Cómo podían haber cambiado las cosas tan rápido?

Antes de poder pensar en una respuesta, vio a unos padres llegando allí. Las madres y algunos padres corrieron hacia los niños, que seguían apiñados y protegidos por sus profesores. Hubo gritos de alivio y de terror. Abrazaron a sus hijos, buscaron posibles daños y les dieron las gracias a los profesores. El director del colegio estaba junto a los niños con un montón de papeles que, probablemente, serían las listas oficiales de alumnos, pensó Pia. Dadas las circunstancias, los padres tendrían que firmar antes de llevarse a sus hijos para así llevar la cuenta de todo.

Llegaron dos camiones de bomberos más y las alarmas contra incendios del colegio fueron silenciadas finalmente, pero el ruido seguía siendo ensordecedor. La gente gritaba, y los motores de los camiones rugían. Una voz por un megáfono advirtió a todo el mundo de que se mantuviera atrás, y después señaló la ubicación de los vehículos de emergencias médicas.

Pia miró en esa dirección y quedó sorprendida al ver a un hombre alto y familiar hablando con una de las mujeres de los servicios de emergencias. El pelo de Raúl estaba alborotado y su rostro manchado de hollín. Se detuvo para toser y, a pesar de todo, ese hombre seguía teniendo muy buen aspecto.

– Muy típico -murmuró mientras cruzaba el patio de juegos en dirección hacia él.

– Deja que adivine -dijo ella mientras se acercaba-. Has hecho algo muy heroico.

– Querrás decir estúpido -le dijo la doctora volteando los ojos-. Es cosa de hombres; no pueden evitarlo.

Pia se rio.

– Como si no lo supiera -se giró hacia Raúl-. Dime que no te has metido en un edificio en llamas para intentar salvar a un niño.

Él se puso derecho y respiró hondo.

– ¿Por qué lo dices así? No es nada malo.

– Aquí hay profesionales que saben lo que están haciendo.

– Eso es lo que no dejan de decirme. ¿Qué ha pasado con darme las gracias por arriesgar mi vida?

– Lo más seguro habría sido que te hubieras desmayado por el humo y que con ello le hubieras dado más trabajo a los bomberos en lugar de menos -le dijo la doctora. Le quitó el pulsímetro de un dedo-. Estás bien. Si tienes algunos de los síntomas de los que hemos hablado, ve a Urgencias -miró a Pia-. ¿Va contigo?

Pia sacudió la cabeza.

– Chica lista -dijo el médico y después fue a atender a otro paciente.

– ¡Ay! Este pueblo es muy duro.

– No te preocupes -le dijo Pia-. Estoy segura de que habrá muchas mujeres que querrán adularte y arrullarte mientras relatas tu acto de valentía.

– Pero tú no eres una de ellas.

– Hoy no.

– ¿Cómo te encuentras?

Durante un segundo, ella no comprendió la pregunta. Después, volvió a la realidad. Era verdad, él había presenciado su pérdida de nervios ese mismo día.

– Quería llamarte -dijo ella a su lado mientras se alejaban de los paramédicos- para disculparme. Normalmente tengo mis crisis en privado.

– No pasa nada. Diría que lo comprendo, pero seguro que me arrancas la cabeza de un mordisco si lo hago. ¿Y si te digo que te compadezco?

– Te lo agradecería.

Ella vaciló, preguntándose si debía decir más o no. O si él preguntaría. Y no es que tuviera nada que decir. Seguía aferrándose a la realidad del legado de su amiga y no había decidido qué hacer. A pesar de la promesa de la abogada de que tenía por lo menos tres años antes de tener que decidir nada, Pia sentía la presión sobre ella.

Y no iba a discutir su dilema delante de Raúl. Él ya había sufrido bastante.

– ¿Qué estabas haciendo aquí?

Él se había detenido y estaba mirando hacia el colegio, hacia los bomberos.

– ¿Estás preocupado por los chicos? -preguntó Pia-. No lo estés. He asistido a muchas reuniones de planes de actuación en caso de emergencias. Son geniales si tienes problemas para dormir. Bueno, el caso es que hay un plan de actuación para cada colegio y una lista oficial. Cada día la oficina del distrito recibe por ordenador los listados de asistencia y una lista con los niños que han faltado el día en cuestión. Confía en mí. Se lleva un registro de cada alumno.

Él la miró, con sus oscuros ojos llenos de sorpresa.

– Todas son mujeres.

– La mayoría de los profesores lo son.

– Los bomberos. Todos son mujeres.

– ¡Ah, eso! -se encogió de hombros-. Estamos en Fool’s Gold, ¿qué esperabas?

Él parecía tanto confundido como perdido, lo cual en un hombre alto y tan guapo resultaba de lo más atrayente… Eso, suponiendo que estuviera interesada en él… que no era el caso. Por si la cautela que solía tener con respecto a los hombres no fuera suficiente, Raúl era famoso y lo último que ella necesitaba era el dolor y el sufrimiento que solía acompañar a ese tipo de hombres. Eso, sin mencionar el hecho de que pronto podría quedarse embarazada de los embriones de otra pareja.

Una semana antes su vida había sido predecible y aburrida y ahora estaba al borde de convertirse en un titular de tabloide. El aburrimiento era mejor.

– Hay escasez de hombres -dijo Pia con paciencia-. Es normal que hayas notado que no hay muchos hombres en el pueblo. Creía que por eso te habías mudado aquí.

– Hay hombres.

– Sí, ¿dónde?

– El pueblo tiene niños -señaló a algunos alumnos que seguían esperando a que los recogieran-. Tienen padres.

– Es verdad; tenemos unas cuantas parejas de cría con fines experimentales.

Él dio un paso atrás.

Ella sonrió.

– Lo siento, era broma. Sí, hay hombres en el pueblo, pero estadísticamente no tenemos muchos. No los suficientes. Así que, si ves que eres excepcionalmente popular, no dejes que se te suba a la cabeza.

– Creo que me caías mejor cuando estabas teniendo una crisis emocional.

– No serías el primer hombre que prefiriera una mujer con una condición debilitada. Cuando estamos repletas de fuerza, suponemos una amenaza. Siendo tan grande y duro como eres, me había esperado algo más. La vida no es más que una decepción. Antes no has respondido a mi pregunta: ¿qué estabas haciendo aquí?

Él parecía distraído, como si le costara seguir la conversación.

– Hablando con la señorita Miller de la clase de cuarto. Hablo con los alumnos; normalmente es con chicos de instituto, pero no ha aceptado un «no» por respuesta.

– Seguro que lo que quería era pasarse la hora mirándote el trasero.

Raúl se quedó mirándola.

Ella se encogió de hombros.

– Está claro que te encuentras mejor.

– Es más bien una cuestión de estar al borde de la histeria -admitió.

Ella volvió a centrar su atención en el colegio. Estaba claro que acabaría en ruinas cuando todo eso hubiera terminado.

– ¿Cómo de grande es tu casa? Pareces de ésos que tienen una mansión. ¿Podrías albergar clases en el vestíbulo?

– Le tengo alquilada una casa de dos habitaciones a Josh Golden.

– Entonces eso es un «no». Van a tener que meter a los niños en otro sitio.

– ¿Y qué pasa con los otros colegios del pueblo?

– Marsha ha dicho que estaban pensando en traer clases portátiles.

– ¿Marsha?

– La alcaldesa Marsha Tilson. Mi jefa. ¿Conoces a Josh Golden?

Raúl asintió.

– Está casado con su nieta.

– Ah, ya.

Ahora parecía menos impresionado, lo cual probablemente lo hizo sentirse mejor. Con la cara llena de hollín se le veía bastante atractivo, aunque antes también lo había visto impresionantemente guapo. Era la clase de hombre que hacía que una mujer cometiera estupideces. Gracias a Dios que ella era inmune. Una vida de fracasos románticos podía curar a una mujer de la tontería.

– Deberías concertar otra cita -dijo ella-. Llamaré a tu oficina y lo arreglaré con tu secretaria.

– Ya estás otra vez, dando cosas por sentado. Yo no tengo secretaria.

– Ah… ¿Y quién te organiza la agenda y te hace sentir importante? -preguntó ella guiñándole un ojo.

Él la miró un segundo.

– ¿Eres así con todo el mundo?

– ¿Encantadora? -Pia se rio-. Es una norma que tengo; puedes preguntar por ahí.

– Puede que lo haga.

Raúl estaba bromeando, ella lo sabía. Aun así, sintió algo, una especie de cosquilleo en el vientre.

No, de ninguna manera, se recordó mientras se despedía con la mano y se dirigía a su coche. Y menos con un hombre como él. Los hombres guapos y de éxito tenían expectativas, ambiciones rubias. Ella lo sabía, leía la revista People.

La vida le había dado muchas lecciones importantes y la mayor de todas era que no tenía que depender de nadie para ser ella misma. Ella era fuerte, una mujer independiente. Los hombres eran opcionales y ahora mismo iba a decir que no.


Raúl pasó la siguiente hora en el colegio. Los bomberos tenían el fuego bajo control; la jefa le había dicho que algunos se quedarían allí durante, mínimo, las próximas veinticuatro horas para controlar puntos calientes. Las labores de limpieza comenzarían cuando la estructura restante se hubiera enfriado y se hubiera completado la investigación.

Era la clase de desastre sobre la que había leído en los periódicos y que había visto en las noticias un montón de veces a lo largo de los años. Pero ni el mejor de los artículos al respecto lo había preparado para la realidad del calor, de la destrucción y del olor. Pasarían meses, muchos años, antes de que ese lugar volviera a acercarse a la normalidad.

Ya se habían ido a casa todos los niños, al igual que la mayoría de los espectadores. Se dio la vuelta para dirigirse a su oficina. Su coche no corría peligro, pero estaba bloqueado por varios camiones de bomberos. Volvería más tarde y lo recogería. Mientras tanto, el centro del pueblo estaba tan solo a veinte minutos.

Raúl había crecido en Seattle, había ido a la facultad en Oklahoma y allí lo habían fichado los Cowboys de Dallas. Era un chico de gran ciudad que disfrutaba yendo a restaurantes, con la vida nocturna y con las posibilidades que ésta le brindaba. Por lo menos eso había pensado hasta que en algún punto de su vida salir a todas horas había terminado aburriéndolo y había querido echar raíces y asentarse.

– No vayas por ahí -se dijo firmemente.

Revivir el pasado era una pérdida de tiempo; lo más importante era el futuro. Había elegido estar en Fool’s Gold y por el momento estaba disfrutando de la vida en un pueblo pequeño. Poder ir caminando a casi todas partes era una de las ventajas, como también lo era la ausencia de tráfico. Sus amigos le habían tomado el pelo diciéndole que no tendría mucha vida social, pero desde su divorcio, no había estado muy interesado en ello, de modo que por el momento todo marchaba bien.

Llegó a su oficina, situada en una calle flanqueada por árboles. Había un restaurante, el Fox and Hound, a la vuelta de la esquina, y un Starbucks muy cerca. Por el momento, con eso le bastaba.

Iba a sacar las llaves justo cuando vio que las luces ya estaban encendidas. Abrió la puerta y entró.

La oficina de casi trescientos metros cuadrados era más de lo que necesitaba, pero tenía planes de expandir el negocio. Su campamento de verano no era más que el comienzo. Cambiar el mundo requeriría mucho personal.

Dakota Hendrix, su única empleada, levantó la mirada del ordenador.

– ¿Has estado en el incendio? ¿No habías dicho que ibas al colegio?

– Sí, he estado allí.

– ¿Están todos bien?

Él asintió y le contó brevemente lo sucedido… excluyendo la parte en la que había vuelto a comprobar que todas las clases estaban vacías.

Dakota, una bella mujer con el cabello rubio a la altura de los hombros y unos ojos expresivos, escuchaba atentamente. Tenía un doctorado en desarrollo infantil y él había sido muy afortunado al encontrarla, y mucho más al poder contratarla.

Una de las razones por las que se había mudado a Fool’s Gold había sido el campamento abandonado en las montañas. Había podido conseguirlo prácticamente por nada. Había actualizado las instalaciones y ese pasado verano Zona para Chicos había abierto sus puertas.

El objetivo del campamento era ayudar a los niños de los centros de las ciudades a formar parte de la naturaleza. Los chicos de la zona acudían como campistas de día y los niños de la ciudad se quedaban allí durante dos semanas.

Los informes iniciales habían sido favorables. Raúl tenía idea de convertirlo en unas instalaciones que funcionaran durante todo el año, un desafío que Dakota había comprendido y que quería llevar a cabo. Además de organizar y dirigir Zona de Chicos, ella había comenzado a redactar un plan empresarial para los meses de invierno.

– He oído que el incendio ha sido terrible -dijo cuando terminó-. Que ha habido muchos daños. Marsha me ha llamado hace unos minutos -se detuvo-. Marsha es nuestra alcaldesa.

Él recordaba que Pia la había mencionado.

– ¿Y por qué te ha llamado para contarte lo del incendio?

– Principalmente me ha llamado para preguntarme por el campamento -en esa ocasión la pausa fue más larga-. La ciudad quiere saber si pueden utilizar el campamento como escuela temporal. A Marsha, al presidente de nuestro consejo de educación y a la directora les gustaría verlo primero, pero creen que funcionaría. El único otro lugar lo suficientemente grande es el centro de convenciones, pero está reservado y la disposición no es muy apropiada. La acústica sería terrible, el ruido de una clase se colaría en la otra. Así que están muy interesados en el campamento -se detuvo una tercera vez, respiró hondo y se mostró esperanzada.

Raúl retiró una silla y se sentó enfrente de ella. Las palabras de Hawk sobre implicarse resonaron en su cabeza. Ese era el único modo de implicarse, pero desde una distancia de seguridad.

– No tenemos aulas -dijo pensando en voz alta-. Pero ya tenemos las camas almacenadas, así que las habitaciones podrían ser las clases. Serían pequeñas, pero funcionarían. Con el tipo adecuado de divisiones, el principal edificio podría albergar aproximadamente una docena de clases.

– Eso pensaba yo -dijo Dakota inclinándose hacia él-. También está la cocina, así que el almuerzo no sería un problema. El comedor principal podría hacer también las funciones de sala de reuniones. Nadie sabe cuánto se habrá salvado en cuestión de pupitres, pero están corriendo la voz y avisando a los demás distritos. Deberíamos tener cifras en los próximos días. Así que pueden utilizar el campamento. Me ocuparé de los detalles. Si estás dispuesto…

También tenía que tener en cuenta cuestiones legales, como responsabilidad a terceros, pero para eso tenía abogados.

– Lo estoy.

Dakota y él trataron problemas potenciales y les buscaron soluciones.

– Esto nos dará mucha información práctica sobre tener el campamento abierto todo el año -le dijo ella-. Comprobaremos cómo es el clima. En invierno nieva mucho. Veremos si podemos tener las carreteras abiertas y ese tipo de cosas.

Él se rio.

– ¿Por qué sé que todos esos niños trasladados esperarán que no podamos tener las carreteras abiertas?

Ella sonrió.

– Los días de nieve son divertidos. ¿En Seattle teníais?

– Cada ciertos años -él se recostó en su silla.

– Me ocuparé de todo. Me ganaré el gran salario que me has dado.

– Ya te lo estás ganando.

– Me lo gané durante el verano; ahora no tanto. Pero esto es genial. El pueblo estará muy agradecido.

– ¿Pondrán mi cara en los sellos?

Ella sonrió ampliamente.

– Lo de los sellos es un asunto federal, pero veré qué puedo hacer.

Raúl pensó en los niños que había conocido esa mañana. Sobre todo en el pequeño pelirrojo que se había encogido de miedo como si alguien fuera a pegarlo. No sabía el nombre del chico, así que preguntar por él supondría un problema. Pero una vez que volvieran a abrir el colegio, podría comprobar cómo se encontraba.

Recordó el comentario de Pia sobre trasladar la escuela a su casa… y lo que iba a suceder se le acercaba… Se trasladaría a su campamento.

– ¿Quieres ir al campamento conmigo? -preguntó-. Deberíamos ir a ver los cambios que hay que hacer.

– Claro. Si hay algo más aparte de la limpieza básica, le diré a Ethan que nos acompañe.

Raúl asintió. Ethan era el hermano de Dakota y el contratista encargado de reformar el campamento.

Dakota se levantó y recogió su bolso.

– Podemos tener un par de cuadrillas de trabajo, para la limpieza general y para prepararlo todo. Pia tiene una lista de teléfonos que pondría celosa a la CIA. Dile lo que necesitas y puede conseguirte cien voluntarios en una hora.

– Impresionante.

Salieron, pero se detuvieron al instante.

– Mi coche está en la escuela -dijo Raúl.

Dakota se rio.

– Iremos en mi Jeep.

Él miró el destartalado vehículo.

– De acuerdo.

– Podrías mostrarte más animado.

– Es genial.

– Mentiroso -abrió la puerta del pasajero-. No todos podemos tener Ferraris en nuestros garajes.

– ¿Y tampoco coches fabricados en los últimos veinte años?

Snob.

– Me gusta que mis coches sean jóvenes y bonitos.

– ¿Igual que las mujeres?

Él entró.

– No exactamente.

Dakota subió a su lado.

– No te he visto salir con nadie, al menos por aquí.

– ¿Me lo preguntas por alguna razón en particular? -no le parecía que Dakota estuviera interesada. Trabajaban bien juntos, pero no había química entre ellos. Además, él no buscaba una relación y, por alguna razón, pensaba que ella tampoco.

– Para tener algo que compartir cuando me siente con mis amigas a hablar sobre ti.

– ¿Y eso sucede diariamente?

– Prácticamente -metió primera y sonrió-. Estás como un tren.

Él ignoró el comentario.

– Pia me ha dicho algo sobre una escasez de hombres. ¿Es verdad?

– Claro. No es una tragedia que las adolescentes se vean obligadas a llevar a sus hermanos al baile de graduación, pero es algo notable. No estamos seguros de cómo o cuándo empezó. Muchos hombres se marcharon durante la Segunda Guerra Mundial y no volvieron los suficientes. Algunos lo atribuyen a un rumor, pero se dice que la ubicación de este pueblo es una vieja aldea maya.

Atravesaron la zona centro y Dakota tomó la carretera que conducía a la montaña.

– ¿Maya? No lo creo estando tan al norte -dijo él.

– Se supone que emigraron. Una tribu de mujeres y sus hijos. Una sociedad muy matriarcal.

– Te lo estás inventando.

– Compruébalo tú mismo. En el terremoto de 1906, parte de la montaña se abrió dejando ver una enorme cueva en la base de la montaña. Dentro había docenas de artefactos de oro macizo y eran mayas. Sin embargo, había demasiadas diferencias entre ésos y los que encontraron más al sur como para confundir a los estudiosos.

– ¿Dónde está la cueva ahora? -no había visto nada al respecto ni en sus visitas ni en sus investigaciones sobre el lugar.

– Se vino abajo durante el terremoto del 89, pero los objetos están por todo el mundo, incluyendo el museo del pueblo.

Eso tendría que ir a verlo.

– ¿Qué tienen que ver los matriarcados maya con la escasez de hombres en el pueblo?

Ella se quedó mirándolo y después volvió a centrar la atención en la carretera.

– Hay una maldición.

– ¿Te has dado un golpe en la cabeza esta mañana?

Ella se rio.

– Vale, hay un rumor que dice que es una maldición. No conozco los detalles.

– Qué casualidad.

– Es algo sobre los hombres y eso de que el mundo terminará en el 2012.

– Doctora Hendrix… me esperaba mucho más de ti.

– Lo siento, es todo lo que sé. Puedes preguntarle a Pia. Mencionó algo sobre celebrar un festival maya en el 2012.

– ¿Para celebrar el fin del mundo?

– Esperemos que no.

Menuda locura. ¿Una maldición maya? ¿En las montañas de Sierra Nevada? ¡Y pensar que le había preocupado que la vida en un pequeño pueblo fuera a ser aburrida!


Pia ordenó con detenimiento la comida para el gato, los cuencos, los juguetes y una cama que Jake nunca había utilizado. Jo, la nueva propietaria del gato, había dicho que le había comprado una nueva caja. Después de asegurarse de que no había olvidado nada, Pia sacó el portagatos del armario y lo abrió.

Se imaginaba que tendría que correr detrás del felino y después enfrentarse a él para meterlo en el contenedor de plástico, pero el animal la sorprendió al mirarla y meterse dentro a continuación.

– ¿Quieres irte, verdad? -le susurró mientras cerraba la puerta con el seguro.

El gato la miraba sin parpadear.

Era un gato con una especie de tono naranja achampanado y con un poquito de blanco en la barbilla. Suave, con una larga cola y grandes ojos verdes.

Lo miró.

– Quería que fueras feliz. Lo he intentado de verdad. Espero que lo sepas.

Jake cerró los ojos, como obedeciendo a su voluntad.

Ella agarró su bolso, las cosas de Jake y el portagatos. Bajó las escaleras con cuidado y metió las cosas en el coche.

El camino hasta la casa de Jo no les llevó más que unos minutos. Aparcó delante de la casa y antes de poder bajar, Jo ya había salido al porche delantero y había bajado las escaleras corriendo.

– Estoy lista -le gritó la otra mujer mientras Pia salía de su coche-. Es muy extraño. Hace mucho tiempo que no tengo un gato, pero estoy emocionadísima.

Jo abrió la puerta trasera del coche y sacó el portagatos.

– Hola, chico grande. Mírate. ¿Quién es mi gato precioso?

La melodiosa voz resultó casi tan sorprendente como las palabras. Para ser una mujer que se enorgullecía de regentar el bar del vecindario con una mezcla de reglas estrictas y una intimidación no tan sutil, la dulce forma de hablar de Jo resultaba desconcertante.

Pia recogió la bolsa y la siguió hasta dentro de la casa.

Jo se había mudado a Fool’s Gold unos tres años atrás y había comprado un bar en ruinas. Había transformado el negocio en un refugio para mujeres que ofrecía fantásticas bebidas, grandes televisores que emitían más programas y canales de compras que deportes, y muchos snacks que no te generaban sentimiento de culpabilidad. Los hombres eran bienvenidos, siempre que supieran cuál era su lugar.

Jo era alta, guapa, bien musculada y soltera. Pia diría que tenía treinta y tantos. Hasta el momento no la habían visto con ningún hombre, ni se sabía nada sobre alguno de su pasado. Los rumores oscilaban entre ésos que decían que era una princesa de la mafia hasta una mujer huyendo de un novio maltratador. Lo único que Pia sabía con seguridad era que Jo tenía una pistola detrás de la barra y que parecía más que capaz de utilizarla.

Pia entró en la casa de Jo y cerró la puerta delantera. La casa era vieja, construida en los años veinte, con mucha madera y una enorme chimenea. Todas las puertas que salían del salón estaban cerradas y una sábana bloqueaba el acceso a las escaleras.

– Por ahora estoy dándole acceso limitado -le explicó Jo mientras cruzaba la puerta de la cocina-. La sábana no servirán para siempre, pero sí que lo mantendrá en esta planta durante unas cuantas horas.

Pia fue tras ella.

Jo dejó el transportador sobre el suelo de la cocina y abrió la puerta. Jake salió cautelosamente olfateando.

– La casa es grandísima -explicó Jo-. Eso podría asustarlo. Una vez que conozca el lugar, estará bien.

– Debía de encantarle mi apartamento -murmuró Pia pensando en lo pequeño que era.

– Seguro que sí. A los gatos les gustan las ventanas de las plantas de arriba; desde ahí pueden ver el mundo.

Pia dejó la bolsa sobre la encimera.

– Sabes mucho de gatos.

– Crecí con ellos -dijo Jo antes de agacharse y acariciar el lomo de Jake.

Pia medio se esperaba que el gato le arrancara un dedo a Jo con las garras. Pero en lugar de eso, Jake se detuvo para olfatearle los dedos y frotar su cabeza contra ellos.

Él nunca le había hecho eso a ella, pensó mientras intentaba no sentirse ofendida. Al parecer, ser una persona de gatos ayudaba.

Jo colocó agua y pienso en una esquina de la cocina y Jake desapareció dentro del cuarto de la colada. Un minuto después, aproximadamente, se oyó el característico sonido de unas uñas removiendo la arena del cajón.

– Ha encontrado su cuarto de baño -dijo Jo alegremente-. Vamos. Vamos a sentamos en el salón mientras lo explora todo. He estado trabajando en una nueva receta de martini de hierbabuena. Me gustaría que estuviera listo para Navidad. Puedes decirme lo que te parece.

Un martini era un plan excelente, pensó Pia mientras seguía a su amiga.

Se sentaron en un cómodo sofá delante de la enorme chimenea. Jo vertió un líquido de una jarra en un mezclador y lo sacudió antes de servir el líquido rosa resultante en dos vasos de martini.

– Sé sincera. ¿Es demasiado dulce?

Pia dio un sorbo. El líquido estaba frío como el hielo y sabía a hierbabuena. Era más refrescante que dulce, con un toque de algo que no podía identificar. ¿Miel? ¿Almendra?

– Peligrosamente bueno -admitió-. Y tengo que conducir.

– Puedes ir a casa caminando y venir a recoger el coche por la mañana -le dijo Jo-. ¿Estás bien?

– Estoy muy bien -dio otro sorbo-. Aunque me siento extraña, por dejar a Jake y todo eso.

– Lo siento -dijo Jo-. No pretendía robarte al gato.

– No lo has hecho. No es mi gato. Creía que nos llevábamos genial, pero has tenido más contacto con él en los últimos quince minutos que yo en el último mes. Creo que no le caigo bien.

– Los gatos pueden ser muy divertidos.

Y como para demostrar lo que estaba diciendo Jo, Jake saltó sobre el respaldo del sofá y se quedó mirando a Pia un momento antes de darle la espalda. Saltó elegantemente sobre el cojín del sofá, se posó sobre el regazo de Jo, se acurrucó y cerró los ojos. Después, comenzó a ronronear.

Pia se sintió menospreciada, y eso le dolió más de lo que se habría imaginado.

– Nunca ha ronroneado conmigo.

Jo había empezado a acariciar al gato y la mano se le quedó paralizada.

– ¿Querías quedártelo?

– No. Diría que me odia, aunque tampoco creo que ni siquiera gastara demasiada energía en eso. Lo que pasa es que tampoco me imaginaba que yo desprendiera tantas vibraciones antigato.

– Nunca has criado animales.

– Supongo que será por eso.

Al parecer, Crystal había hecho la elección correcta al dejarle el gato a Jo. La única pregunta era por qué su amiga no le había dado el gato a Jo desde el principio. «No», se recordó. Ésa no era la única pregunta.

Sintió un repentino escozor en los ojos y, antes de poder saber qué estaba pasando, las lágrimas la cegaron. Dejó la copa y miró a otro lado.

– ¿Pia?

– No pasa nada.

– Estás llorando.

Pia intentaba mantener el control y se secó las mejillas.

– Lo siento. No era mi intención. Me siento confundida por dentro.

– Puedo devolverte a Jake. Lamento haberte molestado.

Pia apreció lo cariñosa y comprensiva que se mostró Jo.

– No es por el gato. Bueno, sí, en parte es porque está claro que piensa que soy una idiota. Es que…

Los embriones. Sabía que era por eso, por el hecho de que si no lograba gustarle al gato de Crystal, ¿qué esperanzas tenía con unos niños de verdad? Cada vez que pensaba en dar a luz a los hijos de su amiga, comenzaba a entrarle el pánico.

Era la persona equivocada. No tenía experiencia, ni habilidades maternales. Ni siquiera podía estrechar lazos con un gato.

Pero no estaba preparada para hablar de ello. No, hasta que hubiera decidido qué hacer.

– La echo de menos -dijo, principalmente porque era verdad-. Echo de menos a Crystal.

– Yo también -contestó Jo, acercándose a ella.

Se abrazaron.

Pia se echó a llorar y Jo le dio palmaditas en la espalda sin decirle nada… simplemente siendo una amiga. Mientras, Jake siguió donde estaba. Su cálido cuerpo y la vibración de su ronroneo le ofrecieron también consuelo, pero aunque empezaba a sentirse mejor, algo en su interior oyó la llamada de tres niños que aún no habían nacido.

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