La doctora Cecilia Galloway era una mujer alta, de estructura ósea grande, que había ido a la Facultad de Medicina cuando se esperaba que las mujeres fueran o amas de casa o secretarias. Creía que una paciente informada era una paciente feliz, y que hasta que un hombre sufriera cambios de humor y calambres menstruales, no estaba en posición de decir si esas molestias estaban o no dentro de la cabeza del paciente.
La madre de una de sus amigas le había sugerido con mucha delicadeza a Pia que visitara una ginecóloga antes de empezar la universidad. Pia no había pensado en tener relaciones sexuales, pero había seguido el consejo y había acudido a consulta para su primer examen pélvico.
La doctora Galloway había hecho que la experiencia fuera más interesante que temible, ya que le había explicado todos los detalles del sistema reproductor en un lenguaje que la adolescente pudo comprender. También le había ofrecido consejo sobre los chicos y su falta de experiencia. Le había enseñado a localizar su clítoris y el punto G y le había sugerido que le dijera al chico en cuestión que invirtiera algo de tiempo con ambos antes de hacerle el amor.
Ahora, una década después, Pia estaba de nuevo sentada en la consulta de la doctora Galloway con una lista de preguntas que le habían hecho darse cuenta de que no sabía lo suficiente como para saber qué preguntar. En lugar de entrar en Internet y sacar verdades a medias, había acudido a una fuente de conocimiento.
Cuando pasaban unos minutos de las diez, la doctora Galloway entró en su consulta. Llevaba una bata blanca y tenía el pelo corto y canoso. No se molestaba en maquillarse, pero sus ojos azules se veían cálidos detrás de sus gafas.
– Pia -dijo la doctora con una sonrisa y se sentó a su lado-. Me ha sorprendido un poco verte entrar aquí hoy.
Cuando Pia había pedido la cita, había dicho que tenía que hablar con la doctora antes de que la examinara y había explicado por qué.
Ahora, la doctora Galloway soltó su carpeta y la miró.
– Eres joven y sana. ¿Estás segura de esto? Es una medida muy extrema en este momento de tu vida. ¿No preferirías esperar a tener una relación? O aunque no quieras saber nada de un padre, podríamos consultar algún proceso de inseminación artificial en lugar de la fecundación in vitro.
Pia tardó un segundo en darse cuenta del problema.
– No intento quedarme embarazada -dijo sacudiendo la cabeza-. Bueno, sí que lo intento, pero no es lo que piensa.
La doctora Galloway se recostó en su silla.
– ¿Por qué no iba a pensarlo?
– Crystal Westland me ha dejado sus embriones.
La expresión de la mujer se suavizó.
– ¿Ah, sí? Me preguntaba qué haría Crystal. Pobre niña, cuánto ha sufrido. Es una gran pérdida para todos -respiró hondo-. Entonces, ¿quieres tener los bebés de Crystal?
«Querer» era una palabra muy fuerte. Había aceptado el cambio que se produciría en su vida y estaba intentando asumirlo. Lo de «querer» ya vendría después.
– Voy a tenerlos -dijo Pia con firmeza-. ¿Cuál es el siguiente paso?
La doctora Galloway la miró un momento.
– Hacemos un examen para asegurarnos de que estás sana. Te extraemos un poco de sangre, esas cosas.
Ella se levantó y fue al otro lado de la mesa. Después de sentarse, sacó una libreta y comenzó a tomar notas.
– ¿Cuántos embriones hay?
– Tres.
– ¿Los implantarás todos a la vez?
– No lo sé. ¿Debería hacerlo?
– Puede que sea lo mejor -la doctora alzó la cabeza-. El proceso es muy sencillo. Yo misma puedo hacerlo. Es un procedimiento simple y relativamente indoloro.
Sacó varios folletos de un cajón.
– Después te tiendes sobre la mesa de examen durante unos minutos para dar tiempo a que los embriones se asienten. Dos semanas después, hacemos prueba para ver si estás embarazada.
Eso no sonaba muy mal, pensó Pia.
– ¿Tendré que tomar medicamentos? El chico del laboratorio me habló de preparar mi cuerpo.
– Depende. Monitorizaremos tu ciclo con una serie de ultrasonidos. Cuando estés lista, los implantaremos -se acercó a ella-. Pero es posible que no iodos los embriones hayan sobrevivido al proceso de descongelación.
Pia no había pensado en ello.
– ¿Sabremos cuándo estarán derretidos?
– Sí, se comprueba antes de implantarlos.
La doctora le entregó varios folletos.
– Puedes leer éstos. Dan más detalles sobre lo que sucederá. La implantación es segura y rápida. No hay razón para pensar que no sea como un embarazo normal.
Pia abrió la boca y la cerró. Bajó la mirada y miró a la doctora.
– ¿Y si yo hiciera algo mal?
La doctora Galloway sacudió la cabeza.
– No hay nada inmoral en tener los hijos de Crystal Pia. Es un acto de amor.
– No me refiero a eso. Me refiero a… -tragó saliva-. Cuando estaba en la universidad tuve un novio y me quedé embarazada.
– Tuviste un aborto -la doctora suspiró-. Sucede todo el tiempo, pero no tiene ningún impacto en…
– No -se apresuró a decir ella-. No lo tuve. Estaba tan asustada que no podía creer que estuviera sucediendo de verdad. El chico con el que salía no se casaría conmigo de ningún modo, y yo, por otro lado, tampoco quería eso. Deseaba que el bebé desapareciera y una mañana me desperté y estaba sangrando. Me había vuelto el periodo -se sentía culpable y avergonzada-. Deseé que mi bebé muriera y murió.
La doctora se levantó, la hizo levantarse y le agarró las manos.
– No -dijo con una voz firme-. No tienes tanto poder, Pia. Ninguno lo tenemos. Un porcentaje importante de embarazos finaliza de manera espontánea. Es imposible predecir exactamente cuándo sucederá o incluso saber por qué. Algo fue mal dentro del embrión. Por eso perdiste al bebé. No porque tú lo desearas.
A Pia se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Recé para que sucediera.
– Pues Dios no respondió a tus plegarias. ¿Te has sentido mal todo este tiempo?
Ella asintió y tragó saliva.
– No merezco tener a los hijos de Crystal. Soy una mala persona.
– Una mala persona no se preocuparía por esto. Eres joven y sana y serás una madre increíble. Vamos. Haremos el examen y descartaremos cualquier problema físico. Después, podrás decidir. Y en cuanto al niño que perdiste, ha llegado el momento de superarlo.
Pia sabía que la otra mujer tenía razón, pero dentro de su corazón el sentimiento de culpabilidad seguía ahí.
Una hora después, cuando le habían extraído sangre y le habían hecho su primera ecografía, Pia se vistió.
– Todo está bien -le dijo la doctora al volver a la consulta-. Estás preparada. Según tu último periodo, faltan cinco o seis días para alcanzar el punto máximo de espesor de la pared del útero. Así que estás en la semana apropiada, si quieres hacerlo este mes.
– Tan deprisa -dijo Pia.
– Puedes esperar todo el tiempo que quieras.
Médicamente, sí, pero si esperaba, podría acobardarse.
– ¿Tienes seguro? Tal vez deberías comprobar la cobertura que tienes.
– Estoy dentro del plan que ofrece la ciudad -el embarazo quedaría cubierto-. Crystal ha dejado dinero para cubrir la implantación -y también había dinero en el fondo para cada niño y otra cantidad para ayudar a Pia con los gastos mensuales.
– Entonces, la elección es tuya -la doctora la miró-. Olvida el pasado. Es hora de pensar en el futuro. Cuando estés dispuesta, yo te ayudaré.
– ¿Debería hacer algo especial en lo que concierne a vitaminas y comida?
– Te hemos hecho un análisis de sangre y tendré los resultados en pocos días. Después, tomarás vitaminas junto con suplementos adicionales que podrías necesitar. Por el momento, relájate -la mujer le sonrió-. No, lo retiro. Encuentra a un hombre bien guapo y ten algo de sexo.
Pia se sonrojó.
– ¿Es eso un consejo médico?
La doctora se rio.
– Sí. Te vas a quedar embarazada de trillizos, Pia. Tu cuerpo no será el mismo en mucho tiempo. Disfrútalo mientras puedas. ¿Hay alguien especial en tu vida?
Inmediatamente, pensó en Raúl… su guapísimo compañero de embarazo.
– La verdad es que no. No estoy saliendo con nadie.
– Mi consejo sigue en pie, pero asegúrate de tomar precauciones. Después, cuando estés preparada, daremos los siguientes pasos. Estás haciendo algo extraordinario, Pia. Estoy muy orgullosa de ti.
Pia le dio las gracias y se marchó. Tanta información le daba vueltas en la cabeza. Agradecía que el procedimiento pudiera realizarse con tan relativa facilidad y agradecía los intentos de la doctora de reconfortarla por lo sucedido en el pasado. Pia sabía lógicamente que ella no tenía la culpa de haber perdido al bebé, pero no podía evitar sentir que tarde o temprano recibiría un castigo por ello.
¿Y qué significaba eso? ¿Tenía que ceder ante el miedo y no tener los bebés de Crystal? Eso tampoco le parecía correcto. Si seguía adelante, tendría que tener fe. Ella, por su parte, lo haría todo bien, se cuidaría al máximo y después los bebés tendrían que ocuparse del resto. Un plan razonable, se dijo. Una respuesta racional.
Pero no podía evitar preguntarse si Crystal le habría dejado los embriones de haber sabido la verdad.
Pia apenas llevaba cinco minutos en su despacho cuando Marsha la llamó.
– Están aquí -dijo la alcaldesa desesperada-. Sabía que vendrían, pero aun así…
– ¿Quién está aquí?
– Los periodistas. Están por todas partes. Necesito que vengas al ayuntamiento y que los encandiles.
– ¿Es aquí donde te digo que no me siento especialmente encandiladora?
– No, no es aquí. Estamos desesperados. Charity también hará preguntas. Necesito ver juventud, mujeres sexys y seguras de sí mismas. Nada que os haga parecer solteronas.
A pesar de todo lo que había sucedido esa mañana. Pia estalló en carcajadas.
– No creo que nos llamen así en este siglo, Marsha.
– Claro que lo harán, cuenta con ello. ¿Vas a venir?
– Allí estaré. Dame quince minutos.
– Que sean doce.
Pia llegó al ayuntamiento en diez minutos y encontró que la alcaldesa no estaba de broma. Había varias furgonetas de distintos medios aparcados en la calle con periodistas. Era un perfecto día de otoño, no demasiado frío, con el cielo azul y las hojas de los árboles dando toques rojizos y amarillos.
Podía ver a Charity hablando con dos periodistas a la vez y una multitud de residentes que empezaban a congregarse. Respirando hondo y recordándose que tenía que hablar con coherencia, dio un paso al frente.
– Hola. Soy Pia O’Brian. Trabajo para el Ayuntamiento. La alcaldesa Tilson me ha pedido que venga por si tienen alguna pregunta.
Inmediatamente tres cámaras se centraron en ella y se encendieron unas luces cegadoras. Pia hizo lo que pudo por no parpadear como un topo al ver el sol.
– ¿Cómo te llamas? ¿Puedes deletrearlo?
No creía que Pia fuera un nombre difícil, pero lo hizo de todos modos.
– ¿Qué es eso de la escasez de hombres? -preguntó un joven-. ¿De qué forma los espantáis?
– ¿Es una cuestión de sexo? -preguntó otro hombre-. ¿Es que las mujeres del pueblo no son marchosas?
Creían que la razón era que ellas estaban haciendo algo malo, pero hizo lo que pudo para que no se notara su enfado.
– Demográficamente, no estamos tan equilibrados como otras comunidades -dijo ella con calma-. Nacen menos hombres que en otros lugares. Ya que el padre determina el género del hijo, tendrás que hablar con los hombres del pueblo para que ellos te respondan.
El más joven de los tres la miró como si no pudiera recordar qué le había preguntado. Mejor para ella, pensó Pia.
– Fool’s Gold es una comunidad familiar -continuó-. Tenemos un excelente sistema escolar, un bajo índice criminal y somos un destino turístico bastante popular. Aquí los negocios prosperan y acabamos de firmar un contrato para traer un segundo hospital a la zona que incluirá un centro de rehabilitación, que es algo que necesita esta parte del estado.
– ¿Están contentas las mujeres del pueblo con la invasión de hombres? -preguntó el segundo reportero-. Puede que alguna tengáis suerte.
– Oh, bueno -dijo Pia sabiendo que golpear a alguien delante de una cámara no era bueno-. Los turistas siempre son bienvenidos.
– Hemos oído que hay autobuses cargados de hombres dirigiéndose hacia aquí desde todas partes del país.
Eso no podía ser nada bueno. ¿Autobuses cargados? ¿Qué iban a hacer con ellos? No le parecía que un hombre que lo dejaba todo, se subía a un autobús viajaba hasta un lugar que nunca había visto con la esperanza de encontrar mujeres, fuera especialmente estable. Si todo eso era verdad, sería una pesadilla.
– Qué suerte tenemos -dijo ella-. Fool’s Gold siempre está preparado para hacer que los visitantes se sientan como en casa. Especialmente las familias.
– Pero estáis escasos de hombres -dijo el mayor de los tres-. Así que estarás personalmente interesada en los tipos que vendrán. No puedes conseguir una cita, ¿verdad?
Pia enarcó las cejas conteniendo su furia.
– ¿Te parezco una mujer que no puede conseguir una cita? ¿Es eso lo que estás diciendo? ¿Que deberíamos estarle agradecidas a cualquiera que se presente aquí con un poco de afecto? ¿De verdad crees que estamos tan desesperadas…?
– Ahí estás -dijo una voz masculina mientras una mano se deslizaba sobre la parte baja de su espalda.
Se giró y vio que Raúl estaba a su lado.
Él le lanzó una mirada de advertencia, que fue absolutamente innecesaria. Aun así, decir que las mujeres del pueblo se morían por recibir un autobús lleno de hombres era más que insultante. Claro que muchas de las mujeres de por allí querían conocer a alguien especial y casarse, pero eso era muy distinto a estar desesperada por cualquier hombre que las mirara.
Raúl extendió la mano derecha hacia los reporteros.
– Raúl Moreno. Un placer.
Pia tuvo la satisfacción de ver cómo dos de los tres hombres se quedaban boquiabiertos.
– ¿El jugador de fútbol americano? -preguntó el más joven-. Jugabas para los Dallas. Por Dios, ¿vives aquí?
– Fool’s Gold es un lugar genial, familiar y muy bueno para los negocios. He abierto un campamento para los niños en las montañas. Se va a construir un nuevo hospital y una escuela de ciclismo dirigida por Josh Golden.
El reportero más mayor frunció el ceño.
– Es verdad. Josh Golden vive aquí. Ey, creía que había escasez de hombres.
– Puede que tengamos algunos retos demográficos, pero seguimos siendo una comunidad próspera y feliz. Si los solteros quieren formar parte de todo esto, genial. Si creen que acaban de entrar en la tierra de las mujeres desesperadas, están muy equivocados.
Mientras hablaba, Pia era consciente de la mano de Raúl aún sobre su espalda; una mano fuerte, cálida y muy, muy, agradable. Se vio queriendo inclinarse hacia delante, tal vez apoyar la cabeza contra su pecho, pero eso no sería lo más inteligente. No tenían una relación… aunque existía una diminuta posibilidad de que ella estuviera planteándose pedirle un poco de sexo.
¿Hasta qué punto se extendía la oferta del compañero de embarazo?
– Hay mucha industria regional que podría interesaros -les dijo Raúl-. Tenemos un constructor que construye turbinas de viento. Su equipo y él están diseñando unas hojas con materiales especiales.
Los reporteros intercambiaron miradas, como si el tema de las turbinas de viento no los emocionara especialmente. Pero Pia vio lo que estaba haciendo Raúl: centrándose en todos los negocios dirigidos por hombres, intentando confundir a los periodistas lo suficiente como para que se quedaran sin artículo.
– Si queréis saber algo del lugar -les dijo Pia con un tono de lo más agradable-, id a la Librería Morgan. Lleva aquí muchos años. Cuando era pequeña, siempre se aseguraba de tener para mí los libros de Nancy Drew.
Raúl sacó una tarjeta de visita del bolsillo de su camisa.
– Si alguno quiere ponerse en contacto conmigo sobre lo de la entrevista, estoy disponible.
– Genial -dijo el más joven-. Te llamaré. Podemos hacer un artículo, algo así como la vida después del fútbol americano.
– Claro.
Los tres hombres se marcharon y Pia contuvo su alegría cuando las luces de las cámaras se apagaron.
Se giró hacia Raúl y sonrió.
– Lo has hecho. Has salvado al pueblo.
Él la apartó de la multitud.
– No te emociones tanto. Los hemos engañado, pero no durará mucho. Este problema no irá a ninguna parte.
Ella no quería pensar en eso.
– ¿Cómo es que has venido?
– La alcaldesa me ha llamado pidiéndome ayuda. Está preocupada por la clase de hombres que se presentarán aquí siguiendo la noticia.
Pia sonrió.
– Te lo ha suplicado, ¿verdad?
Él se encogió de hombros.
– Ha sido incómodo. Además, no quiero que le den mala prensa a este lugar. También es mi hogar. Hemos ganado algo de tiempo, pero si de verdad hay autobuses cargados de hombres dirigiéndose hacia aquí, los periodistas volverán.
– Pues supongo que deberíamos ir pensando qué decir cuando vuelvan. Eso sin mencionar cómo organizar a hordas de hombres solteros. ¿Qué vamos a hacer con ellos? ¿Crees que vienen para quedarse o para ver si tienen suerte?
Él la miró.
– Es una pregunta retórica, ¿verdad? No buscabas una respuesta.
Ella se rio.
– Nos has salvado por el momento y eso basta. Pero si tienes alguna idea brillante…
– Serás la primera en saberlo.
Se quedaron mirando. Era guapísimo… y esas manos… parecían… grandes.
Las palabras de la doctora Galloway llenaban su cabeza. Pia sabía que una vez que tuviera a los bebés de Crystal, sus días de citas habrían acabado. Y no es que hubiera salido mucho, pero aun así. Siempre había tenido la ilusión de encontrar a un gran hombre y al final había terminado siendo madre soltera de trillizos.
– ¿Qué? -preguntó Raúl-. Estás pensando algo.
Sería pedir demasiado y seguro que estaba mal, pero… era tan atractivo.
– ¿Te gustaría venir a cenar? -le preguntó ella antes de poder evitarlo-. Así podríamos hablar del embarazo un poco más. Hoy he visto a mi médico y me ha dado mucha información.
– Claro. ¿Quieres que lleve algo?
– Un vino estaría bien. Si voy a quedarme embarazada, no volveré a beber en nueve meses.
Fijaron la hora y ella le dio su dirección. Mientras Raúl se alejaba, se quedó mirándolo. Entre ese momento y la cena, tenía varias horas para decidir si de verdad le pediría a Raúl un revolcón antes de adentrarse en la carretera del embarazo.
La idea de estar con él la hizo sentir un cosquilleo. Basándose en lo que sabía de su pasado, tenía mucha práctica en lo que respectaba a lo salvaje. Seguro que sería la mejor noche de toda su vida.
Pia nunca había sido una buena cocinera y ésa era otra de las habilidades que necesitaría para ser una madre de éxito, pensó mientras subía los dos tramos de escaleras hasta su apartamento. Había comprado un pollo asado y varias ensaladas. Herviría brócoli y serviría de postre moras con el helado. Suponiendo que llegaran tan lejos.
Cuanto más pensaba en pedirle a Raúl una noche salvaje, más le gustaba la idea. Claro que esa misma idea iba acompañada por un pánico que le encogía el estómago.
Metió la compra en la nevera, se duchó rápidamente y se echó loción con aroma a jazmín. Eligió un maquillaje suave y un sencillo vestido verde abotonado por delante que marcaba sus curvas.
Había cambiado las sábanas el día anterior, así que las dejaría así. Había comprobado la caja de preservativos que guardaba, aunque no es que fuera algo que solía necesitar. Aún quedaban tres dentro y según la caja faltaba un mes para que caducaran. Qué suerte.
Ahora era cuestión de esperar hasta que Raúl apareciera y después decidiría si se lo pedía o no. Lo malo era que si él decía no, sería una situación muy incómoda y entonces ella podría despedirse para siempre de la oferta de su compañero de embarazo. Aunque, por otro lado, no es que contara con ello en realidad.
No tenía la más mínima idea de lo que él pensaría de ella; probablemente le gustaba, pero gustar y desear eran dos cosas muy distintas. Lo último que quería era sexo por compasión. Que te tuvieran pena era lo peor que te podía pasar.
También tenía que pensar en su pasado, en todas esas fans abalanzándose sobre él. Seguro que eran mucho más perfectas de lo que ella había esperado ser. En sus mejores días podía decirse que era guapa, pero por lo general era de lo más normalita.
Pasó los siguientes diez minutos volviéndose loca mientras decidía si se lo preguntaría o no. Tanto darle vueltas al asunto estaba empezando a marearla y agradeció oír un golpe en la puerta.
– Justo a tiempo -dijo ella al abrir.
Raúl entró en su pequeño apartamento y pareció llenar el espacio. Era alto y ancho y de pronto Pia sintió que el lugar se había quedado sin aire.
– Hola -dijo él, dándole una botella de vino blanco y después besándola en la mejilla-. Estás genial.
A Pia le resultó imposible hablar.
Él se había cambiado para cenar e incluso se había duchado. Llevaba la camisa metida por dentro de su pantalón caqui, pero la tela parecía ceñirse a todos sus músculos. Olía a limpio y estaba muy sexy. La boca se le hizo agua.
– Gracias -logró decir ella y le devolvió la botella-. ¿Puedes abrirla?
– Claro.
Él miró a su alrededor, encontró la cocina y fue hacia allí. Pia lo siguió, sacó el sacacorchos de un cajón y se lo dio. Después, agarró unas copas y las dejó sobre la encimera.
– Hoy he ido a ver a mi doctora. Hemos hablado sobre los pasos que tengo que dar y me ha hecho un examen.
– ¿Qué te ha dicho?
– Que no hay razón por la que no pueda traer al mundo a los bebés de Crystal. Al parecer, el proceso de implantación no es tan malo.
Pronunciar esas palabras hacía que todo pareciera demasiado real.
– Dos semanas después, me hacen una prueba de embarazo.
– ¿Te implantarán los tres al mismo tiempo?
– Ella cree que es lo mejor. Al parecer, existe la posibilidad de que no todos sobrevivan al proceso de descongelación, pero aunque lo hagan, tres está bien.
Él le entregó su copa de vino.
– ¿Estás preparada para esto?
– No, pero no voy a prepararme de pronto. Creo que lo mejor es que vaya haciéndome a la idea.
– Pero no tienes por qué hacerlo. No tienes por qué tener a los bebés de Crystal.
Ella agarró el vino con ambas manos.
– Sí, claro que sí. Es lo que ella quería y es mi amiga. Habría hecho lo que fuera por salvarla; darle un riñón, mi médula. Lo que fuera. Nada de eso habría ayudado, así que voy a tener a sus hijos y los criaré como si fueran míos.
Veía distintas emociones en los ojos de Raúl, pero no podía identificarlas.
– Eres una mujer impresionante, Pia O’Brian.
– No es verdad, pero gracias por pensarlo.
Ella lo llevó hasta el salón y se sentaron cada uno en un extremo del sillón.
– ¿Nerviosa?
Lo estaba, pero no por las razones que él se imaginaba.
– Sí, pero estoy asumiéndolo.
Él miró a su alrededor.
– ¿Cuántas habitaciones tienes?
– Una. Tendré que mudarme, ¿verdad? Necesitaré más habitaciones -pensó en los dos tramos de escaleras que subía y bajaba varias veces al día. No podría hacerlo con un carro… o tres.
Él alargó el brazo sobre el respaldo del sofá rojo y le dio una palmadita en el hombro antes de posar los dedos suavemente sobre ella.
– No tienes que mudarte hoy. No te preocupes. Cuando llegue el momento, yo te ayudaré.
– Llevo seis años viviendo aquí -murmuró ella, consciente de su cálida caricia-. No quiero mudarme.
¿Qué otros cambios habría? ¿En cuántas otras cosas no había pensado?
– ¿Podemos cambiar de tema, por favor? Estoy empezando a ponerme de los nervios.
– No te pongas de los nervios. Ni siquiera estás embarazada todavía.
– «Todavía» es la palabra clave.
Se forzó a respirar lentamente y después dio un sorbo de vino.
– Puedo hacerlo -dijo más para sí que para ella-. Soy fuerte. El pueblo me ayudará.
– Y no te olvides de mí. Soy tu compañero de embarazo.
A ella le seguía pareciendo algo extraño, pero ¿por qué estropear la diversión?
– ¿Has sido compañero de embarazo antes?
La expresión de él se tensó antes de relajarse.
– No, pero mi novia del instituto pensó que estaba embarazada.
– ¿Y qué hiciste?
– Me ofrecí a casarme con ella.
– Claro.
– ¿Qué quieres decir?
– Seguro que todos te adoraban en el instituto.
– Yo no diría que me adoraban.
– Seguro que sí -dio un sorbo de vino-. Yo era animadora.
Él enarcó una ceja.
– ¿Aún tienes el uniforme?
Pia se rio.
– Sí, pero ésa no es la cuestión. A mucha gente no le gustan las animadoras, por eso de la popularidad.
– ¿Eras popular?
– Más o menos -por lo menos hasta que su vida se vino abajo-. La verdad es que no era muy afectuosa ni humilde -admitió-. Más bien era malvada y mezquina.
– Tú no eres mezquina.
– Lo era. Me reía de la gente y presumía de lo que tenía. Ahora sé que se debía a una mezcla extraña de inmadurez e inseguridad, pero no creo que nada de eso haga que mis víctimas se sientan mejor.
– ¿Tuviste víctimas?
– Me burlé de mucha gente -y la mayoría ahora estaban riéndose y tenían unas vidas maravillosas mientras que ella vivía en un apartamento de una habitación y no lograba caerle bien a un gato.
– Eres muy dura contigo misma.
– Puede que me lo merezca.
– Supongo que todo el mundo hace algo malo de vez en cuando.
– Me gustaría que fuera así de sencillo.
– ¿Por qué tiene que ser complicado?
Una pregunta interesante, pensó ella, perdiéndose en su mirada.
Raúl era uno de los buenos; una chica podía sentirse segura a su alrededor. Eso sin mencionar muchas otras cosas que resultaban mucho más sabrosas que seguras.
Se vio invadida por una oleada de valentía. Soltó el vino, se preparó para una negativa y dijo:
– ¿Quieres tener sexo conmigo?