CAPÍTULO 14

A última hora de una tarde, dos semanas después, Claudia ya se había puesto su viejo y fiel vestido de noche azul y se estaba peinando, pues había declinado el amable ofrecimiento de la duquesa de Bewcastle de contar con los servicios de una doncella. Se sentía inexplicablemente deprimida, cuando tenía todos los motivos para estar muy animada y contenta.

En Lindsey Hall la trataban como a una huésped de honor, no como a una profesora a cargo de un buen grupo de alumnas de no pago. Y dentro de media hora estaría de camino con la familia Bedwyn hacia una cena de celebración y velada social en Alvesley Park. Allí vería a Susanna. También vería a Anne, que sólo el día anterior había llegado de Gales con Sydnam y sus dos hijos.

El trayecto desde Londres hacía solo unos días había ido sobre ruedas, aun cuando Lizzie estuvo llorando un buen rato después de dejar su casa y despedirse de su padre, y se aferró a ella. Pero Susanna y Peter, con los que habían viajado, fueron muy amables con ella, y el perro se echó a su lado, y cuando se detenían los coches y la niñera de Harry se lo llevaba a Susanna, le fascinaba que la dejaran tocarle la manita y acariciarle la pelusilla de la cabeza.

Fue maravilloso volver a ver a Eleanor y a las niñas que ya estaban con ella en Lindsey Hall, y tuvo la impresión de que todas se alegraron verdaderamente de verla. A Lizzie la saludaron con cautela y curiosidad, pero la misma noche de su llegada, Agnes Ryde, la más dominante de las chicas, pues tenía dieciséis años, decidió tomar bajo su protección a la niña nueva, y Molly Wiggins, la menor y la más tímida, la eligió como su amiga especial y le cogió firmemente la mano. Y casi enseguida se ofreció a cepillarle el pelo y la llevó a la habitación que iban a compartir, mientras Agnes la llevaba cogida del otro brazo.

También fue fabuloso volver a ver a Flora y a Edna, y descubrir que las dos no cabían en sí de felicidad por la suerte que les había deparado la vida, y deseaban presumir un poco ante sus ex compañeras.

La duquesa se mostraba muy amable con ella, como también lord y lady Aidan Bedwyn, los condes de Rosthorn (la condesa era la menor de las dos hermanas Bedwyn) y el marqués de Hallmere. El duque de Bewcastle era cortés; incluso estuvo conversando con ella diez minutos completos durante una cena, y ella no pudo encontrar ningún defecto en sus modales. En cuanto a lady Hallmere, una mañana mientras atravesaba la extensión de césped, procedente del establo, vestida con el traje de montar, después de desearle los buenos días a ella se detuvo a conversar con Molly y Lizzie, que estaban afanadísimas haciendo guirnaldas de margaritas; mientras tanto el perro trataba de cogerse la cola y de atrapar a cualquier bichito volador que cometiera la imprudencia de meterse en su espacio.

Lady Hallmere actuó como una reina condescendiente hacia sus más humildes súbditas, pensó ella, muy poco amable, y enseguida tuvo que regañarse por esa injusticia. A la mujer no le habría costado nada desentenderse totalmente de ellas. Y las palabras que le dijera en Londres la habían escarmentado un tanto también: «Le ha durado mucho el rencor, señorita Martin».

Charlie había venido a verla cada día desde Alvesley, a caballo; un día hicieron una larga caminata por los alrededores del lago, hablando sin parar. Fue igual que en los viejos tiempos; bueno, tal vez no igual. En aquel entonces él era un héroe para ella, un ídolo, un chico incapaz de hacer algo malo o remotamente innoble. Ahora ya no se hacía ninguna ilusión con él. Era un hombre, como todos los demás, con debilidades humanas. Pero no podía negar que encontraba agradable su compañía otra vez, conversar con él. Lo que no sabía era si podría volver a fiarse de él otra vez, pero claro, no era confianza lo que se le pedía, sino sólo disfrutar de la renovación de su amistad, entonces llegó la invitación para ir a Alvesley con todos los demás a excepción de Eleanor, que se ofreció a quedarse en casa con las niñas, algo que para ella no era ningún sacrificio, les insistió tanto a ella como a su hermana, puesto que la mayoría de las reuniones sociales las encontraba un colosal aburrimiento, claro, pensó, dejando el cepillo en el tocador y levantándose a coger su chal de cachemira, esa invitación, y la celebración que la motivaba, era la responsable del bajón en su ánimo. Iba a ser una cena de celebración, aun cuando todavía faltaba toda una semana para la fiesta de aniversario de bodas de los condes de Redfield.

Esta sería una celebración de un nuevo compromiso. El compromiso de la señorita Hunt con el marqués de Attingsborough.

Y era un autoengaño inmenso decirse que era una depresión «inexplicable» la que sentía.

Iba a ir a Alvesley, pues, a celebrar el compromiso de él. No le habría costado mucho presentar una excusa, suponía, pero había decidido que sería una cobardía no ir. Y nunca había estado en su naturaleza no enfrentarse a la realidad. Además, le hacía una inmensa ilusión ver a Susanna y a Anne.

Más o menos una hora después, cuando llegó a Alvesley con el grupo de Lindsey Hall, al instante quedó sumergida en el bullicioso alboroto de los saludos. Sólo pasado un momento se encontró atrapada en los brazos de una risueña Anne. Y de pronto se sintió muy contenta de haber venido.

– ¡Claudia! -exclamó esta-. Oh, qué maravilloso verte. Estás muy bien, y has tomado Londres por asalto, si he de creer a Susanna.

– Una buena exageración -contestó Claudia riendo-. Anne, estás maravillosa, pareces a reventar de buena salud. Pero tu cara no está bronceada por el sol, ¿verdad?

– Es el aire de mar. Sydnam lo atribuye también al aire «gales».

Él estaba al lado de Anne, así que Claudia le tendió la mano, recordando que tenía que ser la izquierda, pues él no tenía el brazo derecho. Él se la estrechó sonriendo, con su encantadora sonrisa sesgada, pues las quemaduras en el lado derecho de la cara le habían dañado los nervios de ese lado.

– Claudia, cuánto me alegra volver a verte -dijo.

Anne se cogió de su brazo y la miró con los ojos brillantes.

– Tenemos una noticia maravillosa -dijo-, y se la hemos contado a todos los que han querido escucharla. -Miró a su marido y se rió-. Es decir «yo» se la he contado a todo el mundo. Sydnam es muy modesto. En otoño va a tener tres de sus cuadros colgados en la Roy al Academy. ¿Has oído algo más fabuloso?

Sonó un gritito cerca, y la condesa de Rosthorn llegó corriendo hasta Sydnam y lo abrazó con fuerza.

– ¡Syd! -exclamó-. ¿Es cierto? Oh, qué feliz estoy, podría llorar. Y fíjate, estoy llorando. Tonta de mí. Sabía que lo conseguirías. Lo sabía. Gervase, ven aquí a oír esto, y tráeme un pañuelo, por favor.

El señor Butler había sido un pintor de talento antes de perder el brazo y el ojo derecho durante las guerras en la Península. Después se consagró a convertirse en administrador, pues consiguió persuadir al duque de Bewcastle de que le diera ese puesto en su propiedad de Gales. Pero poco después de su boda con Anne, hacía ya dos años, comenzó a pintar otra vez, alentado por ella, cogiendo el pincel con la mano izquierda y afirmándolo con la boca.

Claudia le cogió el brazo a Anne y se lo apretó.

– Qué feliz estoy por los dos, Anne. ¿Cómo está mi niño, David? ¿Y Megan?

David Jewell era hijo de Anne, nacido nueve años antes que ella conociera al señor Butler. Cuando Anne era profesora en la escuela, David vivía ahí también. Después que se marcharon, lo había echado casi tanto de menos como a Anne.

Pero apenas oyó su respuesta. Acababa de divisar al marqués de Attingsborough, que estaba conversando con la duquesa de Bewcastle y lady Hallmere. Todo él alto, imponente y apuesto. Estaba sonriendo y se veía muy feliz.

Parecía un desconocido, pensó. Aunque mientras estaba pensando eso los ojos de él captaron los suyos desde el otro lado del atiborrado vestíbulo, y volvió a ser el hombre que se le había hecho extrañamente querido durante el par de semanas de su estancia en Londres.

Venía abriéndose paso hacia ella, observó pasado un momento. Se alejó un poco de Anne para saludarlo.

– Señorita Martin -dijo él, tendiéndole la mano.

– Lord Attingsborough -dijo ella, poniendo la mano en la de él.

– ¿Cómo está Lizzie? -le preguntó, en voz baja.

Lo está pasando extraordinariamente bien. Ha hecho amigas y guirnaldas de margaritas. Y Horace ha demostrado que no tiene ni pizca de lealtad, pues me ha abandonado para convertirse en su sombra. El jefe de los mozos del duque le está haciendo un collar con una correa para que Lizzie se pueda coger de ella y el perro la guíe. Creo que el perro sabe que la niña necesita protección, y con un poco de entrenamiento aprenderá a ser valiosísimo para ella.

– ¿Guirnaldas de margaritas? -preguntó él, con las cejas arqueadas.

– Están bien dentro de sus capacidades. Sabe encontrar e identificar las margaritas por entre la hierba, y hacer guirnaldas con ellas es muy fácil. Va por ahí engalanada con guirnaldas y coronas.

Él sonrió.

– ¿Y amigas?

– Agnes Ryde, la más temible de mis alumnas, se ha asignado el papel de protectora, y Molly Wiggins y Doris Chalmers rivalizan por el puesto de su mejor amiga. Aunque creo que la competición ya está ganada por Molly, pues a ella se le ocurrió primero la idea y comparte una habitación con Lizzie. Se han hecho prácticamente inseparables.

Él le sonrió de oreja a oreja, pero antes que pudieran decir algo más apareció al lado de él la señorita Hunt, muy hermosa con su vestido rosa, y le cogió el brazo. Le sonrió, después de obsequiarla a ella con una seca y fría inclinación de la cabeza.

– Debes venir a hablar con el duque y la duquesa de Bewcastle -le dijo-. Están ahí, conversando con mis padres.

Él se inclinó ante Claudia y se alejó con su prometida.

Claudia se dio una buena sacudida para quitarse la depresión que se había cernido sobre ella todo el día. Era francamente degradante, por no decir estúpido, desear al hombre de otra. Entonces vio que Susanna, sonriéndole radiante, venía hacia ella por un lado mientras por el otro se acercaba Charlie, también con una acogedora sonrisa. Tenía todos los motivos del mundo para sentirse alegre.

Y lo estaba, de verdad.


Joseph se sentía bastante feliz en realidad. Lógicamente, su proposición de matrimonio había sido bien recibida por Balderston y por Portia. Lady Balderston se había mostrado extasiada.

La boda se iba a celebrar en otoño en Londres. Eso lo habían decidido entre lady Balderston y Portia. Era una lástima, según dijeron las dos, que no pudiera celebrarse en una época del año más apropiada, cuando estuviera toda la alta sociedad en la ciudad, pero sería demasiado esperar hasta la próxima primavera, sobre todo dada la salud no muy buena del duque de Anburey.

Desde ese momento, siempre que había estado a una distancia suficiente para escuchar algo, toda la conversación había versado sobre la lista de invitados, ropas para la novia y el viaje de novios.


Eso le renovaba la esperanza de que su matrimonio llegaría a ser bueno después de todo. Claro que con todo el ajetreo de los planes para la boda y después el traslado a Alvesley, le había sido imposible pasar un sólo momento a solas con su prometida, pero seguro que esa situación se corregiría una vez que acabara la celebración de esa noche. Y no podía negar que encontraba muy agradable ver a casi todos sus familiares reunidos ahí para la ocasión, entre ellos sus padres, que habían venido de Bath. Lord y lady Balderston también habían venido, aunque se marcharían al día siguiente, antes de que comenzaran en serio las fiestas de celebración del aniversario de bodas de los anfitriones.

Como dictaminaban los buenos modales, Portia no continuó a su lado después de la cena. Estaba bebiendo su té en compañía de Neville, Lily y McLeith. Nev le había hecho una seña invitándola, lo que lo sorprendió bastante. Sabía que ni a él ni a Lily les caía bien todavía. Tal vez eso fuera un esfuerzo por parte de ellos para conocerla mejor.

Sólo una cosa se cernía sobre su ánimo, deprimiéndolo; bueno, dos, si tomaba en cuenta la presencia de la señorita Martin, a la que le había cobrado demasiado afecto cuando estaban los dos en Londres. Echaba terriblemente de menos a Lizzie. La niña se encontraba tentadoramente cerca en Lindsey Hall, haciendo amigas y guirnaldas de margaritas y seguida por el border collie como una sombra. Deseaba estar con ella, acostarla, leerle un cuento. Pero la sociedad decretaba que los hijos ilegítimos de un hombre no sólo deben mantenerse lejos de la familia, sino también en secreto.

– Estás con la cabeza en otra parte, Joseph -le dijo Gwen, la lady Muir viuda, sentándose a su lado.

– ¿Quién le otorga poder a la sociedad, Gwen? -le preguntó.

– Interesante pregunta -dijo ella sonriéndole-. La sociedad está formada por personas, sin embargo eso le da una entidad colectiva propia, ¿verdad? ¿Quién le otorga su poder? No lo sé. ¿La historia tal vez? ¿La costumbre? ¿Una combinación de ambas cosas?

¿O el miedo colectivo a que si relajamos cualquiera de nuestras reglas estrictas nos veamos pisoteados por las clases inferiores? El espectro de lo que ocurrió en Francia aún se cierne como una gran amenaza, supongo. Aunque todo eso es ridículo. Por eso me mantengo alejada de la sociedad todo lo posible. ¿Tienes algún problema en particular con ella?

Él estuvo a punto de confiarse a ella. ¿Qué diría si le contara lo de Lizzie como se lo contó a su hermano hacía ya tanto tiempo? Estaba casi convencido de que ella no se escandalizaría ni sería poco comprensiva. Era su prima y su amiga, pero claro, también era una dama. Contestó a su pregunta con otra:

– ¿Alguna vez has deseado irte a vivir al último rincón del mundo para comenzar una nueva vida, donde nadie te conozca ni estés sujeta a ninguna expectativa?

– Ah, por supuesto, pero dudo muy seriamente que exista ese rincón. -Le tocó la mano y continuó en voz baja-: ¿Lamentas esto, Joseph? ¿El tío Webster te obligó a meterte en ello?

– ¿Mi compromiso? -Se rió-. No, claro que no. Portia será una duquesa admirable.

– ¿Y una esposa admirable también? -Lo miró atentamente-. No sabes cuánto deseo verte feliz, Joseph. Siempre has sido mi primo favorito, lo confieso. Y al decir primo, quiero decir primo, puesto que no puedo decir que te haya querido más que a Lauren. Pero claro, Lauren y yo nos criamos más como hermanas que como primas.

Como si la mención de su nombre la hubiera llamado, llegó Lauren a reunirse con ellos, acompañada por la señorita Martin. Pasados unos minutos de conversación, Lauren dijo:

– Gwen, ¿me acompañas, por favor, al salón comedor un momentito? Hay una cosa en la que necesito tu opinión.

Cuando se marcharon, Joseph vio que Neville y Lily estaban saliendo del salón por las puertas cristaleras, llevando con ellos a Portia y a McLeith, al parecer para hacer una caminata al aire libre.

Y así se quedaron prácticamente solos otra vez, él y la señorita Martin. Ella llevaba el vestido azul oscuro que le había visto más de una vez en Londres, y el pelo recogido con la misma severidad de siempre. Volvía a parecer una maestra de escuela, toda su apariencia extraordinariamente sencilla, en contraste con todas las otras damas. Pero él ya no la veía con los ojos de antes. Veía solamente su firmeza de carácter, su bondad, su inteligencia, su… sí, su «pasión» por la vida, cosas que la habían hecho ante sus ojos tan atractiva.

– ¿Está feliz por haber vuelto a ver a sus alumnas? -le preguntó.

– Sí. Es con ellas con quienes me siento a gusto.

– Yo deseo verlas. Deseo ver a Lizzie.

– Y ella desea verle. Sabe que está aquí, no muy lejos de ella. Al mismo tiempo, está convencida de que ya no les caerá bien a las niñas si saben que tiene un padre, y uno tan rico. Me ha dicho que si va, fingirá que no le conoce. Cree que sería un juego muy divertido.

Y claro, eso convenía admirablemente a sus fines, pensó él. Pero lo entristecía pensar que, por motivos diferentes, debieran ocultar su parentesco ante los demás.

La señorita Martin le tocó la mano, tal como hiciera Gwen unos minutos antes.

– De verdad que está muy feliz -le dijo-. Considera estas semanas una aventura maravillosa, aunque anoche me dijo que todavía no desea ir a la escuela, que desea volver a casa.

Él se sintió extrañamente consolado por eso; extraño, pues sería mucho más conveniente para él que ella se marchara a la escuela.

– Quizá cambie de opinión -dijo ella.

– ¿Es educable, entonces?

– Creo que sí, y Eleanor Thompson está de acuerdo conmigo. Nos va a hacer falta inventiva, lógicamente, para introducirla en nuestra rutina con tareas que sean valiosas, interesantes y posibles para ella, pero nunca hemos rechazado un reto factible.

– ¿Qué satisfacción personal obtiene de su vida? -preguntó él, acercándosele.

Al instante deseó ardientemente no haberle hecho esa pregunta tan impulsiva e impertinente.

– En mi vida hay muchas personas, lord Attingsborough, a las que puedo amar de modos abstracto, emocional y práctico. No todo el mundo puede decir lo mismo.

Esa no era una buena respuesta.

– Pero ¿no necesita una persona especial?

– ¿Como Lizzie para usted?

No era eso lo que había querido decir él. Ni siquiera Lizzie era suficiente. Ah, sí que lo era, sí, pero… Pero no para ese centro profundo de él que ansiaba una compañera, una igual, una pareja sexual. En ese momento olvidó totalmente que ya existía esa persona en su vida; que tenía una prometida.

– Sí -dijo.

– Pero no es eso lo que ha querido decir, ¿verdad? -Dijo ella, escrutándole los ojos-. No todos estamos destinados a encontrar a esa persona especial, lord Attingsborough. O si lo estamos, a veces el destino nos hace perder a esa persona. Y ¿qué hacemos cuando ocurre eso? ¿Quedarnos sentados llorando y sintiéndonos desgraciados todo el resto de nuestra vida? ¿O buscar a otras personas para amar, a otras personas que se beneficien del amor que brota constantemente de nuestro interior si no le impedimos a posta que mane?

Él se apoyó en el respaldo del sillón, sin dejar de mirarla. Ah, sí que tenía a esa persona especial en su vida, aunque sólo en su periferia, y siempre continuaría ahí. Ella había llegado demasiado tarde. Pero, en realidad, nunca habría llegado en el momento oportuno, ¿verdad? La señorita Martin no pertenecía a su mundo, ni él al suyo.

– Yo elijo amar a los demás -dijo ella-. Quiero a todas mis niñas, incluso a aquellas que inspiran menos amor. Y, créame -sonrió-, hay muchísimas de esas.

Pero reconocía lo que él siempre había sospechado y percibido en ella: era una mujer esencialmente solitaria. Tal como él era un hombre esencialmente solitario, incluso esa noche, en que estaba reunido un numeroso grupo de parientes y amistades para celebrar su compromiso y él se había convencido de que se sentía feliz.

Iba a tener que compensar de eso a Portia. Iba a tener que amarla con toda la fuerza de su voluntad.

– Debo tratar de emularla, señorita Martin -dijo.

– Tal vez es suficiente con que ame a Lizzie.

Ah, entonces lo sabía. O al menos sabía que él no amaba a Portia como debía.

– Pero ¿es suficiente que no la reconozca públicamente?

Ella ladeó ligeramente la cabeza y lo pensó, reacción característica de ella cuando otras personas se habrían precipitado a dar una respuesta fácil.

– Sé que se siente culpable por eso -dijo ella al fin-, y tal vez con buen motivo. Pero no por el motivo que usted teme. Usted «no» se avergüenza de ella. Le he visto con ella y puedo asegurárselo. Pero está atrapado entre dos mundos, el que ha heredado y al que está firmemente comprometido porque es el heredero de un ducado, y el que se forjó usted cuando engendró a Lizzie con su amante. Los dos mundos son importantes para usted: el uno porque lo obliga el deber, el otro porque está enredado en el amor. Y esos dos mundos tirarán siempre de usted.

– Siempre -repitió él, sonriéndole tristemente.

– Sí, el deber y el amor. Pero especialmente el amor.

Estaba a punto de alargar la mano para coger la de ella cuando llegaron Portfrey y Elizabeth a reunírseles. Elizabeth quería saber lo de la niña ciega que había oído decir que ella había traído a Lindsey Hall.

La señorita Martin les habló de Lizzie.

– Qué valiente y admirable es usted, señorita Martin -dijo Elizabeth-. Me encantaría conocerla, y a todas sus otras alumnas de no pago también. ¿Podría? ¿O parecería una intrusión, como si yo las considerara simplemente un mero entretenimiento? Con Lyndon hemos ampliado la escuela en casa para que asistan todas las niñas de la localidad que puedan, pero he estado jugando con la idea de hacerla también una escuela internado, para alojar a las niñas que viven lejos.

– Creo que las niñas estarán encantadas de conocerla -dijo la señorita Martin.

– Acabo de persuadir a la señorita Martin de que me permita ir a mí -dijo Joseph-. Conocí a dos de sus ex alumnas cuando las acompañé a Londres hace unas semanas, y ahora están en Lindsey Hall, las dos como institutrices, una de los hijos de Hallmere y la otra de los hijos de Aidan Bedwyn.

– Ah -dijo Elizabeth-, entonces iremos juntos, Joseph. ¿Le vendrá bien mañana por la tarde, señorita Martin, si el tiempo lo permite?

Todo quedó arreglado. Así de sencillo. Vería a Lizzie al día siguiente.

Volvería a ver a la señorita Martin.

Vio entrar a Lily y Neville por las puertas cristaleras. Portia y McLeith continuaban fuera.

Cuando ella volviera, pensó, tendría que pasar el resto de la velada a su lado, y tal vez conversar en privado si era posible. La iba a amar, por Júpiter, aun cuando nunca se enamorara de ella. Se lo debía.

La señorita Martin se levantó, le deseó las buenas noches y fue a reunirse con los Butler y los Whitleaf. Y muy pronto estuvo radiante de animación.

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