– Tendrás presente lo que hemos hablado -dijo el duque de Anburey estrechándole la mano a su hijo Joseph, marqués de Attingsborough.
No era una pregunta.
– Claro que lo tendrá presente, Webster -dijo la duquesa, abrazando y besando a su hijo.
Habían desayunado temprano en la casa del edificio Royal Crescent en que estaban viviendo los duques durante su estancia en Bath. La preocupación por la salud de su padre y, debía reconocerlo, su llamada, habían traído a Joseph a Bath hacía una semana, a la mitad de la temporada de primavera. En invierno su padre había cogido un enfriamiento del que no estaba totalmente recuperado cuando llegó el momento en que tendría que volver a Londres para asistir a los debates de la Cámara de los Lores; por lo tanto, se había quedado en su casa de campo y luego cedido a la insistencia de su esposa de que fuera a Bath a probar las aguas, aun cuando siempre había hablado con desprecio de aquel lugar y de las personas que iban ahí a bañarse en las aguas y a beberías para mejorar la salud.
Al llegar a Bath había comprobado que su padre estaba aparentemente recuperado. Ciertamente estaba lo bastante bien para quejarse de la insipidez de los juegos de cartas y de otras diversiones con las que esperaba entretenerse, y del embelesado entusiasmo con que lo recibían dondequiera que fuera, en especial en la Pump Room.
La duquesa, en cambio, estaba disfrutando encantada justamente de las cosas de las que se quejaba su marido. Él tenía la impresión de que su madre estaba disfrutando más de lo que normalmente disfrutaba en Londres en esa época del año.
De todos modos su padre insistía en que no estaba tan fuerte y sano como le gustaría estar. En una conversación privada le dijo que sospechaba que el prolongado enfriamiento le había debilitado el corazón, y que su médico de Bath no lo contradecía en eso, aunque en realidad tampoco había confirmado sus temores. Fuera como fuera, el duque había comenzado a poner en orden sus asuntos.
Y lo primero que tenía en su lista era a su hijo y heredero.
Joseph tenía treinta y cinco años y estaba soltero. Peor aún, consecuencia directa de estar soltero, no tenía ningún hijo en la sala cuna. La sucesión no estaba asegurada.
El duque de Anburey había tomado medidas para remediar eso. Antes de llamarlo a él había invitado a lord Balderston a venir desde Londres y los dos habían hablado de la conveniencia de alentar un matrimonio entre sus hijos: el marqués de Attingsborough y la señorita Portia Hunt. Habían acordado hacer partícipes a sus hijos (lo de «hacer partícipes» era un simple eufemismo para no decir «ordenar») de sus deseos y luego esperar un feliz resultado antes que terminara la temporada.
Y ese fue el motivo de que lo hiciera venir desde Londres.
– Lo tendré presente, señor -dijo al terminar de abrazar a su madre-. No se me ocurre ninguna dama más apropiada que la señorita Hunt para ser mi esposa.
Lo cual era muy cierto si sólo tomaba en cuenta que su esposa sería también su marquesa, la futura duquesa de Anburey «y» la madre del futuro duque. El linaje de la señorita Hunt era impecable; también lo eran su apariencia y sus modales. En su carácter tampoco veía grandes motivos para poner objeciones. Había pasado bastante tiempo en su compañía hacía unos años, después que ella acabara su relación con Edgecombe y obviamente deseaba demostrar ante la alta sociedad que no tenía roto el corazón; él admiró su ánimo y su dignidad por entonces. Y en los años transcurridos desde aquello había bailado varias veces con ella en bailes y conversado de vez en cuando en otras reuniones sociales. Sólo dos o tres semanas atrás la había llevado a pasear en tílburi por Hyde Park a la hora del paseo de los elegantes. Pero nunca, nunca, hasta ese momento, se le había pasado por la cabeza la idea de cortejarla.
Ahora debía, por supuesto. No se le ocurría ninguna mujer con la que prefiriera casarse. Este no era un argumento sólido a favor de casarse con la señorita Hunt, cierto, pero claro, la mayoría de los hombres de su rango se casaban más por la posición que por un marcado afecto.
Ya en la puerta de la casa, abrazó a su padre, volvió a abrazar y a besar a su madre y le prometió que no olvidaría ninguno de los muchísimos mensajes que había memorizado para dárselos a su hermana Wilma, condesa de Sutton. Después miró hacia su coche de viaje, para comprobar que habían cargado todo su equipaje y que su ayuda de cámara estaba sentado en el pescante al lado de John. Entonces saltó a la silla del caballo que había alquilado para la primera fase del viaje de vuelta a Londres.
Levantó la mano despidiéndose de sus padres, le sopló otro beso a su madre y emprendió la marcha.
Siempre era difícil despedirse de sus seres queridos. Y esta vez lo fue más al saber que su padre bien podría continuar debilitándose. Sin embargo, al mismo tiempo, sus pensamientos saltaron hacia delante con innegable entusiasmo.
Por fin estaba de camino a casa.
Hacía más de una semana que no veía a Lizzie, y ansiaba volver a estar con ella. Ella vivía, desde hacía ya más de once años, en la casa que él comprara trece años atrás, cuando era un joven al que le gustaba fanfarronear por la ciudad, para las amantes a las que emplearía con asiduidad. Aunque al final sólo había empleado a una. Pronto había acabado su tiempo de «correrla».
Siempre le llevaba regalos, un abanico con plumas y un frasco de perfume, pues sabía que a ella le encantarían las dos cosas. Jamás podía resistirse a hacerle regalos y ver su cara iluminada por el placer.
Era consciente de que si no se hubiera ofrecido a acompañar a la señorita Martin y a sus dos alumnas a Londres habría intentado hacer todo el viaje en un largo día. Pero no lamentaba ese ofrecimiento. Era el tipo de galantería que le costaba muy poco, a no ser tal vez por el día extra de camino. De todos modos, había decidido que le convenía alquilar un caballo para el viaje. Estar dentro del coche con una maestra de escuela y dos escolares durante todo el viaje podría ser una buena carga para sus nervios normalmente bien templados, por no decir nada de los de ellas.
Había tenido la clara impresión de que la señorita Martin no lo aprobaba, aunque no logró imaginar cuál era exactamente su objeción contra él. Por lo general les caía bien a las mujeres, tal vez porque normalmente ellas le caían bien a él. Pero la señorita Martin lo había mirado con una expresión bastante agriada, incluso antes que le pidiera recorrer la escuela, lo que de verdad le interesaba.
El coche y el caballo bajaron por la colina hasta el río, continuaron por la calle de la orilla hasta atravesar el Pulteney Bridge y viraron en dirección a la escuela.
Se le curvaron los labios al recordar su encuentro con la señorita Martin. Era la quintaesencia de la maestra de escuela solterona. Un práctico vestido azul gris sencillo, por no decir feo, que la cubría desde el cuello a las muñecas y los tobillos, aun estando en junio. El pelo castaño recogido con cruel severidad en un moño en la nuca, aunque se veía algo despeinado, como si hubiera tenido un día muy ajetreado, que sin duda tuvo. No era particularmente alta ni particularmente delgada, aunque su postura con la espalda recta como una vara daba la impresión de ambas cosas. Mantenía los labios apretados cuando no estaba hablando, y en sus ojos azul gris se reflejaba una aguda inteligencia.
Lo divirtió comprobar que esa era la mujer de la que hablaba Susanna con tanto afecto como una de sus más queridas amigas. La vizcondesa era bajita, vivaz y exquisitamente hermosa; sin embargo, no era imposible imaginársela dando clases en la escuela. Por seca y severa que pareciera la directora cuando estuvo con él, seguro que tenía que hacer bien las cosas. Todas las chicas y profesoras que vio parecían bastante felices y en toda la escuela había una atmósfera general que le gustó. No era una atmósfera opresiva, como lo eran las de muchos colegios.
Su primera impresión fue que la señorita Martin era lo bastante mayor como para ser la madre de Susanna; pero ahora había reflexionado sobre esa impresión, y era muy posible que no fuera mayor que él.
Treinta y cinco años era una edad horrenda para un hombre soltero heredero de un ducado. Ya antes de la reciente entrevista con su padre le había causado inquietud la necesidad de cumplir con su deber, casándose y engendrando el próximo heredero. Ahora ya era algo que no podía seguir ignorando ni dejando para después. Durante años se había resistido a todas las presiones de tipo matrimonial. Con todos sus defectos, que sin duda eran legión, era partidario de las relaciones monógamas. ¿Y cómo podría haberse casado estando irrevocablemente atado a una amante? Pero al parecer ya no podía seguir resistiéndose.
Al llegar al final de Great Pulteney Street el coche y el caballo ejecutaron una serie de virajes hasta llegar a la puerta de la escuela en Daniel Street. Alguien debió haber estado mirando por una ventana, comprendió al instante, porque no bien el coche se detuvo, meciéndose sobre sus ballestas, se abrió la puerta de la escuela y salió un grupo de niñas a la acera, un buen número de ellas, todas en un estado de gran agitación.
Algunas chillaron, tal vez por la vista del coche, que en realidad era bastante espléndido, o tal vez al ver su caballo, que no tenía nada de espléndido, pero era el mejor que logró conseguir dadas las circunstancias, y por lo menos no cojeaba de ninguna de las cuatro patas. O tal vez lo habían hecho al verlo a él, ¡interesante idea!, aunque sin duda ya estaba demasiado viejo para producirles intensas reacciones de placer romántico. Otras cuantas estaban llorando sobre sus pañuelos, lo que alternaban con arrojarse sobre las dos que llevaban capas y papalinas, que sin duda eran las viajeras. Otra niña, o tal vez «damita» sería la definición más correcta, puesto que era tres o cuatro años mayor que las demás, las exhortaba sin ningún resultado a formar dos filas ordenadas. Tenía que ser una profesora, supuso.
El anciano portero de cara agria, cuyas botas crujían igual que hacía dos días, dejó dos maletas en un peldaño de la escalinata y miró a John como diciéndole que era su responsabilidad llevarlas hasta su lugar en el coche.
Una de las viajeras no paraba de hablar locuazmente dirigiéndose a cualquiera que quisiera escucharla, y a la que no también. La otra estaba llorando.
Él contemplaba la caótica escena desde lo alto de su caballo con amistoso buen humor.
Entonces apareció la señorita Martin, bajó a la acera y se hizo un notable silencio entre las niñas, aunque la segunda viajera continuó sollozando. Detrás salió otra dama y les habló a las niñas con mucha más autoridad de la que demostró tener la profesora más joven.
– Chicas -dijo-, ¿habéis abrumado tanto a la señorita Walton que ha salido con vosotras hasta aquí? Os despedisteis de Flora y Edna en el desayuno, por lo tanto, ¿no deberíais estar en clase?
– Salimos a despedirnos de la señorita Martin, señorita -dijo una chica osada y rápida para pensar, y a eso siguió un murmullo de acuerdo de las otras.
– Ah, eso ha sido extraordinariamente considerado -dijo la profesora, guiñando los ojos traviesa-. Pero la señorita Martin apreciaría mucho más ese gesto si estuvierais formando dos filas ordenadas y os comportarais con el decoro apropiado.
Al instante las chicas obedecieron alegremente.
Entretanto la señorita Martin miró primero el coche, luego el caballo y luego a él.
– Buenos días, lord Attingsborough -dijo, con voz enérgica.
Vestía muy pulcramente, una capa y una papalina grises nada atractivas, tal vez la elección correcta para ese día, que estaba nublado y triste, aun cuando ya casi estaban en verano. Detrás de ella apareció el portero llevando un baúl de tamaño considerable, el suyo, sin duda, atravesó la acera y habría intentado subirlo al techo del coche si John no hubiera intervenido firmemente.
– Buenos días, señorita Martin -contestó él, quitándose el sombrero de copa e inclinando la cabeza hacia ella-. Veo que no he llegado demasiado temprano para ustedes.
– Somos una escuela y no dormimos hasta el mediodía. ¿Va a cabalgar todo el camino a Londres?
– Tal vez no todo el camino, señora, pero durante gran parte del viaje usted y sus alumnas podrán disfrutar de tener el coche para ustedes solas.
La severa expresión de su cara le hizo imposible saber de cierto si se sentía aliviada por eso, pero apostaría una fortuna a que sí. Entonces ella giró la cabeza.
– ¿Edna? ¿Flora? No debemos hacer esperar a su señoría. Subid al coche, por favor. El cochero está esperando para ayudaros.
Sin añadir ningún comentario observó la escena mientras las niñas formadas en filas volvían a echarse a llorar y las dos viajeras recorrían las filas abrazando a cada una. Observó con los labios fruncidos cuando, antes de que las chicas subieran al coche, la profesora que había impuesto orden las abrazó también e incluso las besó en la mejilla.
– Eleanor -dijo entonces, caminando hacia el coche con firmes pasos-, no te olvides…
– No olvidaré ni una sola cosa -interrumpió la profesora, con los ojos todavía risueños-. ¿Cómo podría olvidar algo si anoche me hiciste escribir una enorme lista? No tienes que preocuparte por nada, Claudia. Vete y pásalo bien.
Claudia, pensó Joseph. Un nombre eminentemente apropiado: fuerte, inflexible, que sugería a una mujer muy capaz de cuidar de sí misma.
Entonces la señorita Claudia Martin se volvió hacia las niñas formadas en filas.
– Espero enterarme de cosas buenas sobre mis chicas mayores cuando me escriba la señorita Thompson. Como mínimo que hayáis podido impedir que algunas de las chicas menores incendien la escuela reduciéndola a cenizas o que hayan armado disturbios por las calles de Bath.
Las chicas se rieron, aun cuando algunas seguían con los ojos llorosos.
– Sí, señorita -dijo una.
– Y gracias por salir aquí con la única finalidad de despediros de mí -continuó la señorita Martin-. Estoy muy, muy conmovida. Entraréis con la señorita Walton y haréis un esfuerzo extra en el trabajo para compensar los minutos que habéis perdido de esta clase, «después» de haberme despedido agitando las manos cuando parta el coche. Tal vez al mismo tiempo despediréis a Edna y Flora también.
O sea, que era capaz de hablar con humor, aun cuando sólo fuera con ese tipo de humor mordaz, pensó Joseph, mientras ella colocaba la mano en la de John y, haciéndose a un lado la capa y el vestido, subía al coche detrás de las niñas.
John subió al pescante y él le hizo el gesto indicándole que se pusiera en marcha.
Y así comenzó el viaje a Londres el pequeño grupo, despedido por unas doce escolares agitando sus pañuelos, algunas todavía lloriqueando, mientras otras gritaban despedidas a sus dos compañeras que ya no volverían, pues entrarían en el duro mundo laboral, al menos eso fue lo que le dijo Susanna a él. Eran dos chicas de régimen gratuito de entre un grupo bastante considerable que la señorita Martin insistía en acoger cada año.
Se sentía medio divertido y medio conmovido por lo que había visto. Esto fue como un atisbo de un mundo extraño para él, uno del que su nacimiento y fortuna lo había aislado toda su vida.
Niñas sin la seguridad de una familia ni de una fortuna que las respaldara.
Cuando se detuvieron para pasar la noche en la posada Lamb and Flag de Marlborough, donde ella había reservado dos habitaciones contiguas, una para ella y la otra para que la compartieran Edna y Flora, Claudia pensaba si podría haber sentido más agarrotadas las articulaciones o más entumecidas ciertas partes bajas de su anatomía si hubieran viajado en el coche alquilado como tenía planeado al principio.
Pero por experiencias del pasado sabía que sí. El coche del marqués de Attingsborough estaba limpio, tenía buenas ballestas y los asientos lujosamente tapizados y acolchados. Eran el mal estado del camino y las largas horas de viaje casi incesante los responsables de su malestar físico.
Una cosa buena al menos era que habían tenido el coche para ellas solas, para ella y sus dos alumnas. El marqués había cabalgado todo el día, cambiando de montura cuando cambiaban los caballos del coche. Ella sólo había tenido fugaces atisbos de él por la ventanilla y en las diversas posadas de posta donde se habían detenido brevemente.
Montado, era un hombre de fina estampa, claro, había observado molesta cada vez que lo veía. Vestía un impecable traje de montar y parecía absolutamente cómodo en la silla, incluso después de haber cabalgado horas y horas. Sin duda él se consideraba un regalo de Dios para la raza humana, en particular para la mitad femenina, juicio totalmente injusto, tenía que conceder en el rincón más secreto de su ser, aunque no hacía muchos esfuerzos por mejorar su opinión de él. Sí que había sido amable al ofrecer su coche para la comodidad de ella, pero como bien había dicho él mismo, sólo lo había hecho para impresionar a sus familiares y amistades.
Se sentía medio aliviada y medio indignada por el pronto y atento servicio que habían recibido en todos los lugares que pararon. Sabía que habría sido muy diferente si hubiera viajado en el coche alquilado. Incluso les habían servido refrigerios dentro del coche, en lugar de tener que entrar en las bulliciosas y atiborradas posadas, empujadas por otros viajeros y esperado en la cola para comprar los alimentos.
De todos modos, el día había sido largo y tedioso, con muy poca conversación dentro del coche. Durante la primera hora más o menos las chicas habían estado visiblemente deprimidas, nada inclinadas a hablar y ni siquiera a mirar por las ventanillas para apreciar el paisaje que pasaba. Y aunque se animaron después de la primera parada y la primera ronda de refrigerios, las dos deseaban mostrar su mejor comportamiento en compañía de su directora, con la consecuencia de que prácticamente no hablaban a no ser que ella les hiciera preguntas concretas.
Flora había estado en la escuela casi cinco años. Había pasado la niñez en un orfanato de Londres, pero al cumplir los trece la echaron para que se las arreglara sola. Edna había quedado huérfana a los once años, cuando asesinaron a sus padres por defender de los ladrones su humilde tienda, aunque resultó que en esta no había nada valioso que defender; no quedó nada para su única hija. Afortunadamente el señor Hatchard la encontró, tal como había encontrado a Flora, y la envió a Bath.
Cuando entró en la posada se vio obligada a esperar, mientras el posadero conversaba ociosamente con otro cliente sobre el fascinante tema de la pesca, y otros dos hombres, no dignos del apelativo de «caballeros», se comían con los ojos a Flora y Edna, y sólo desistieron con insolentes sonrisas cuando ella los miró fijamente.
Entonces miró adrede al posadero, que simulaba no haberla visto. Si pasaba un minuto más, pensó, hablaría.
En ese mismo instante se abrió la puerta que daba al patio del establo, y todo cambió como si alguien hubiera agitado una varita mágica. Se acabó la conversación sobre la pesca como si no tuviera la menor importancia, y el cliente pasó al olvido. El posadero se pavoneó con joviales sonrisas, frotándose las manos servilmente.
Era el marqués de Attingsborough quién había entrado por esa puerta comprobó Claudia cuando giró la cabeza para mirar. Y aun en el caso de que el posadero no hubiera sido informado de que él había llegado, y sin duda lo había sido, en todo su señoría estaba escrito algo que lo proclamaba como un aristócrata, una cierta arrogancia y seguridad en sí mismo que la irritó inmediatamente.
– Bienvenido a la Lamb and Flag, milord -dijo el posadero-, la posada más acogedora de Marlborough. ¿En qué le puedo servir?
¡Acogedora, desde luego!, pensó Claudia. Miró decididamente al posadero y abrió la boca para hablar. El marqués se le adelantó:
– Creo que la señorita Martin y sus alumnas han entrado antes que yo -dijo.
El posadero hizo una admirable actuación al parecer sobresaltado por la sorpresa, como si las tres hubieran sido invisibles y acabaran de materializarse ante él.
Claudia casi se estremeció de indignación, en su mayor parte dirigida, muy injustamente tal vez, al marqués de Attingsborough, que no tenía en absoluto la culpa de que la hubieran considerado una simple don nadie hasta que quedó claro que un «marqués» la conocía de verdad. Pero ella no necesitaba que nadie la defendiera.
– ¿Señorita Martin? -Dijo el posadero, sonriéndole jovialmente; ella no le correspondió la sonrisa-. Tengo preparadas las habitaciones para usted, señora. Pueden subir inmediatamente.
– Gracias… -alcanzó a decir Claudia.
– ¿Supongo que son las mejores habitaciones de la casa? -dijo el marqués.
– Todas nuestras habitaciones son superiores, milord -le aseguró el posadero-. Pero las de la fachada han sido reservadas por el señor Cosman y su primo.
El marqués se había situado detrás de ella, cerca de su hombro, así que no le veía la cara; pero sí veía la del posadero. El marqués no dijo nada más, pero pasado un momento el posadero se aclaró la garganta.
– Pero estoy totalmente seguro -dijo-, que los dos caballeros estarán muy felices de ceder sus habitaciones para el uso de estas encantadoras damas y aceptarán las dos que miran hacia el patio del establo.
Las que había ocupado Claudia cada vez que tenía que pasar una noche en esa posada. Recordaba la cantidad de ruido y de luz que entraba en esas pequeñas habitaciones durante toda la noche, lo que le había impedido dormir.
– Ciertamente las damas deben ocupar las habitaciones de la fachada -continuó el posadero, sonriéndole a Claudia otra vez-. Debo insistir.
Como si ella se lo hubiera discutido. Sin embargo, perversamente, deseó discutir, y deseó esas habitaciones inferiores. No quería sentirse obligada hacia el marqués de Attingsborough por obtener unas habitaciones más cómodas. Santo cielo, era una mujer independiente; no necesitaba que un hombre luchara sus batallas.
– ¿Y tiene un comedor privado? -preguntó el marqués antes que ella pudiera decir una sola palabra.
Se le agitaron las ventanillas de la nariz. ¿Es que la iba a humillar aún más?
– El señor Cosman… -comenzó el posadero y se interrumpió al mirar al marqués-. Se reservará para las damas, eso es lo correcto, milord. El resto de mis clientes de esta noche son todos unos caballeros.
Claudia comprendió lo que había ocurrido. Seguro que el marqués de Attingsborough arqueó una aristocrática ceja un par de veces, y el posadero casi se tropezó consigo mismo para demostrar lo servil que podía ser. Era despreciable, por no decir otra cosa. Todo debido a lo que era el marqués, o, mejor dicho, debido al color de su sangre. Probablemente no era otra cosa que un ocioso… libertino, y sin embargo todo el mundo se inclinaba y se arrastraba ante él porque tenía un título y sin duda un montón de dinero.
Bueno, ella ni se inclinaría ni se arrastraría. Se giró a mirarlo. Él estaba sonriendo, esa sonrisa llana, encantadora, y de pronto le hizo un guiño.
¡Un guiño!
Y claro, seguía viéndose apuesto, guapísimo, incluso después de todo un día cabalgando. Estaba golpeándose el lado exterior de su bota de piel con la fusta. Las piernas largas, todo él muy viril y… bueno, con eso era suficiente. Incluso olía bien, olor a caballo combinado con una colonia que creaba un aroma masculino extrañamente seductor.
Lo miró fijamente, con los labios apretados en una delgada línea. Pero el guiño la había desequilibrado un momento y entonces se le antojó que era demasiado tarde y que sería muy mezquino declarar que se sentiría feliz con las habitaciones pequeñas y el comedor público.
Edna y Flora también lo estaban mirando, mirándolo adoradoras en realidad. Como si eso fuera una sorpresa.
– Vamos, chicas -dijo enérgicamente-. Nos retiraremos a nuestras habitaciones si el señor posadero nos indica dónde están.
Echó a andar hacia su equipaje.
– ¿Hará subir el equipaje de las damas inmediatamente? -preguntó el marqués, sin duda dirigiéndose al posadero.
– Por supuesto, milord -contestó este, chasqueando los dedos, mientras a Claudia se le agitaban las ventanillas de la nariz-. Justamente iba a dar la orden.
Dos, no uno sino dos, criados aparecieron corriendo, como salidos de la nada, cogieron las maletas y el baúl y echaron a andar hacia la escalera.
Claudia los siguió y las chicas la siguieron a ella.
Las habitaciones, lógicamente, eran grandes y cómodas, con vistas a las afueras de la ciudad y a los campos de más allá. Estaban limpias, bien iluminadas, impecables en realidad. Las chicas chillaron de placer y corrieron a la ventana de la habitación de ellas a apoyarse en el alféizar a contemplar el paisaje. Claudia se retiró a su dormitorio y suspiró, regañándose al reconocer para sus adentros que era muy superior a la que ocupaba habitualmente. Se tendió en la cama para relajarse unos minutos.
Él le había hecho un guiño. No logró recordar la última vez que algún hombre le hubiera hecho un guiño. Buen Dios, probablemente eso no le había ocurrido desde que era niña.
¡Cómo se había atrevido!
Pero, aah, la habitación era silenciosa, la cama muy cómoda y el aire que entraba por la ventana abierta, fresco. Sólo había un pájaro fuera echando al aire su corazón con sus trinos. Se adormiló y en realidad hasta durmió un rato.
Y después cenó con las chicas en la cómoda y relativa quietud del comedor privado; comieron carne asada con patatas y col hervidas, seguidos por un pudín de sebo con nata y flan y luego té. Después se vio obligada a reconocer que se sentía reanimada y muy aliviada de que el marqués de Attingsborough no hubiera supuesto que debía compartir el comedor con ellas. Las dos chicas se veían soñolientas. Estaba a punto de sugerir que se fueran a acostar las tres, aun cuando todavía había luz fuera y era bastante temprano, cuando sonó un golpe en la puerta, esta se abrió y apareció el marqués en persona.
– Ah -dijo, sonriendo y haciendo una venia-. ¿Señorita Martin? ¿Damitas? Me alegra mucho que esta posada tenga por lo menos un salón privado. Yo he sido obsequiado durante la comida con conversaciones sobre cosechas, caza y molinos.
Claudia supuso que él no se habría alojado en esa posada si no se hubiera comprometido a acompañarla. Probablemente ahora estaría en la George and Pelican o en la Castle, dos posadas que ella no podía permitirse por los precios. Era de desear que él no esperara que ella le agradeciera el privilegio de haber disfrutado de ese comedor y de las habitaciones. Seguía erizada por el recuerdo de cómo había ejercido su poder sin decir palabra mientras ella se sentía una mujer impotente e inepta.
Las chicas se habían levantado y estaban haciéndole una reverencia; ella también se levantó, pero se limitó a inclinar educadamente la cabeza.
– Espero -dijo él, entrando en la sala- que hayan pasado un día de relativa comodidad. Espero que no tengan desencajados todos los huesos del cuerpo.
– Ah, no, milord -contestó Flora-. Nunca había soñado que un coche pudiera ser tan cómodo. Ojalá el viaje pudiera durar una semana. O dos.
Él se rió, y Edna, que parecía un conejo asustado, emitió sus risitas.
– Supongo que las dos se sienten terriblemente desdichadas por haber dejado la escuela y a sus amigas -dijo él- y al mismo tiempo están entusiasmadas ante la perspectiva de comenzar una nueva vida como adultas.
Edna volvió a inclinarse en una reverencia.
– Algunas de esas chicas son como hermanas -dijo Flora-, y me duele aquí -se golpeó el pecho con el puño- saber que tal vez no vuelva a verlas nunca más. Pero estoy dispuesta a trabajar para ganarme la vida, milord. No podemos continuar eternamente en la escuela, ¿verdad?
Claudia miró fijamente al marqués, suponiendo que lo vería asombrado porque la chica tenía el descaro de contestarle con algo más que un monosílabo. Pero él continuó sonriendo.
– ¿Y qué empleo ha escogido, señorita…?
– Bains, milord.
– Señorita Bains.
– Voy a ser institutriz. Siempre he deseado serlo, desde que aprendí a leer y a escribir a los trece años. Creo que poder enseñar esas cosas a otras personas es lo más maravilloso que se puede hacer en la vida. ¿No está de acuerdo, milord?
Claudia tenía mucho miedo de que Flora hablara demasiado, pero la complacía oír que incluso en la excitación del momento la chica lo hiciera con un acento decente y la gramática correcta, muy diferente a como hablaba cuando llegó a la escuela cinco años atrás.
– Estoy muy de acuerdo -contestó él-, aunque no puedo decir que considerara un santo a mi primer preceptor cuando me enseñó a leer. Usaba la vara con demasiada frecuencia para mi gusto.
Edna se rió.
– Bueno, eso fue tonto -dijo Flora-. ¿Cómo puede aprender bien una persona cuando se la golpea? Y, peor aún, ¿cómo puede disfrutar de aprender? Eso me recuerda cuando me enseñaron a coser en el orfanato. Nunca aprendí bien y todavía detesto coser.
Claudia frunció los labios. Flora estaba lanzada. Pero su pasión al hablar era encomiable.
– Veo que va a ser una fabulosa institutriz, señorita Bains -dijo el marqués-. Sus alumnos serán niños afortunados. ¿Y usted, señorita…?
Miró a Edna con las cejas arqueadas, y esta se ruborizó y se rió, y dio la impresión de que sólo deseaba que se abriera un agujero negro bajo sus pies y se la tragara.
– Wood, excelencia, es decir, milord.
– Señorita Wood. ¿Va a ser institutriz también?
– Sí, milord, es decir, excelencia.
– Creo que los títulos se han inventado para confundirnos horrorosamente -dijo él-. Como si el hecho de que muchos estemos bendecidos por lo menos con dos apellidos no fuera ya lo bastante complicado para las personas que conocemos a lo largo de nuestra vida. Así que va a ser institutriz, señorita Wood, y sin duda muy buena también, bien educada y bien formada en la Escuela de la Señorita Martin.
Al instante miró a Claudia, de una manera que le indicó a Edna que no debía sentir la necesidad de componer una respuesta a su observación. Muy considerado por su parte, tuvo que reconocer Claudia a regañadientes.
– Señorita Martin -continuó él-, vine a ver si las tres están preparadas para retirarse a sus dormitorios. Si lo están, las acompañaré por el atiborrado comedor y hasta sus habitaciones para que nadie las moleste por el camino.
– Gracias -dijo Claudia-. Sí, ha sido un día largo, y mañana nos espera otro.
Sin embargo, después de acompañarlas por el comedor público, pasando junto a varios grupos de hombres que estaban conversando ruidosamente, y luego por la escalera hasta las habitaciones, una vez que Flora y Edna entraron en su dormitorio y cerraron la puerta, no se volvió inmediatamente hacia la escalera para bajar.
– Claro que todavía es bastante temprano, señorita Martin -dijo-. Y cansado como estoy después de la larga cabalgada, siento la necesidad de estirar las piernas antes de acostarme. Tal vez usted sienta una necesidad similar, sumada al deseo de hacer entrar aire fresco en sus pulmones. ¿Le apetecería acompañarme en una corta caminata?
A ella no le apetecía en absoluto.
Pero todavía sentía la comida en el estómago aun cuando no se había servido mucho de nada, y seguía sintiéndose agarrotada por el viaje. Además, al día siguiente la esperaba un viaje casi igual de largo. Ansiaba respirar aire fresco y ejercitar las piernas.
Y no podía salir a caminar sola en una ciudad desconocida estando ya oscuro.
El marqués de Attingsborough era amigo de Susanna, se dijo, y ella hablaba muy bien de él. El único motivo que tenía para no acompañarlo era que no le caía bien, aunque en realidad no lo conocía, ¿verdad? Y, bueno, que era un hombre, aunque eso era claramente ridículo. Bien podía ser una solterona vieja, pero no iba a rebajarse a parecerse al tipo de solterona anciana que sonríe afectadamente, se ruboriza y en general se desarma tan pronto como aparece un hombre a la vista.
– Gracias -dijo-. Iré a buscar la capa y la papalina.
– Estupendo. La esperaré en lo alto de la escalera.