CAPÍTULO 05

Claudia ya conocía de antes al vizconde Ravensberg y a su esposa. En realidad, había estado con ellos en dos bodas. Anne Jewell se había casado con el hermano del vizconde y Susanna con el primo de la vizcondesa.

Fue una especie de alivio ver caras conocidas, sobre todo que ellos la reconocieran inmediatamente y se acercaran a hablar con ella en el salón de baile. Frances y Lucius habían ido a la sala de música para estar en silencio y quietud mientras ella se preparaba para su actuación; Susanna y Peter estaban ocupados en la puerta del salón saludando a los invitados. No era cómodo estar sola en medio de una multitud, sin conocer a nadie y aparentando que en realidad estaba disfrutando de su soledad…

A pesar de su rango, le cayeron bien al instante los tíos de la vizcondesa Ravensberg; eran personas corteses, amables y se esforzaban en incluirla en la conversación. Lo mismo se podía decir del conde y la condesa de Kilbourne, que al llegar fueron a unirse al grupo. No le resultaba del todo desagradable volver a ver al marqués de Attingsborough. Al fin y al cabo él era otra cara conocida, cuando se había convencido de que no conocería a nadie en absoluto. Y claro, él estaba más apuesto que nunca con su traje de noche azul oscuro y plata, y camisa de lino blanco.

Y, lógicamente, se tomó un momento para divertirse en secreto mientras estaba con el grupo. Ni uno solo de ellos carecía de título, y ahí estaba ella en medio e incluso disfrutando bastante de su compañía. Le pondría bastante color a esa determinada parte de la velada cuando se la contara a Eleanor al volver a casa. Incluso se reiría alegremente de sí misma.

Pero de repente la diversión se le convirtió en azoramiento cuando la duquesa de Portfrey sugirió que se sentaran y el marqués le preguntó si desearía sentarse a su lado. En realidad él no tenía otra opción que hacerle ese ofrecimiento puesto que ella continuaba ahí en el grupo de su familia en lugar de haberse alejado después de intercambiar los saludos y cumplidos, como debería haber hecho.

Buen Dios, pensarían que era desmañada y que tenía muy malos modales.

Y por lo tanto se le ocurrió esa apresurada disculpa de que tenía que ir a atender algo; cosa que haría verdad, por supuesto. Iría a ver si Edna y Flora habían encontrado un lugar en la parte de atrás del salón cuando ya todos los invitados estuvieran sentados. Y se quedaría ahí con ellas, pese a las terribles consecuencias que le había prometido Peter. Edna había formado parte del coro de las menores cuando los dirigía Frances, y todo el día había estado desquiciada ante la idea de oír cantar a su venerada maestra en un concierto de verdad. Flora había estado más entusiasmada por la perspectiva de ver a tantas personas ricas e importantes reunidas en un mismo lugar, todas vestidas con sus mejores galas.

Pero no llegó muy lejos en la misión que se había impuesto. Dado que no estaba en su naturaleza acobardarse cuando se sentía cohibida, mientras se alejaba del lugar donde había estado de pie, muy cerca de la tarima para los intérpretes, adrede paseó la mirada por el público, pensando ociosamente si reconocería a alguien más.

Aunque eso lo dudaba mucho.

Pero sí que reconoció algunas caras.

Ahí, más o menos a la mitad de las filas de sillas, en el lado izquierdo del pasillo central, estaba sentada lady Freyja Bedwyn, ahora marquesa de Hallmere, en animada conversación con su hermano, lord Aidan Bedwyn, que estaba sentado a su lado, y con lady Aidan, que se encontraba más allá. También los había conocido en el desayuno de bodas de Anne en Bath. El marqués de Hallmere estaba sentado al otro lado de su esposa.

Se erizó de instantánea animosidad. Había visto varias veces a lady Hallmere desde que salió por última vez del aula de Lindsey Hall aquella memorable tarde hacía ya tanto tiempo; la más notable fue cuando lady Freyja, todavía soltera, se presentó en la escuela una mañana, como salida de ninguna parte, toda altiva y con aires de superioridad, y le preguntó si necesitaba algo que ella pudiera proporcionarle.

Todavía le subía la temperatura cuando recordaba esa mañana.

Pero solamente volver a ver a esa mujer no la habría impulsado a desandar los pocos pasos que había dado, ni a sentarse a toda prisa al lado de lord Attingsborough. Al fin y al cabo, si lo hubiera pensado, habría supuesto que por lo menos algunos de los Bedwyn estarían en la ciudad para participar en la temporada, y que alguno bien podría asistir al concierto de esa noche.

No, si las de ellos hubieran sido las únicas caras que reconoció, simplemente habría puesto rígida la espalda, apretado más los labios, alzado el mentón y continuado su camino impertérrita.

Pero sólo un segundo después de ver a lady Hallmere, sus ojos se posaron en un caballero que estaba sentado justo enfrente, al otro lado del pasillo, que la estaba mirando fijamente a «ella».

Le pareció que las rodillas se le volvían de gelatina, y el corazón le dio un vuelco y se le alojó en la garganta, o al menos eso le pareció por los latidos que sintió ahí. Cómo lo reconoció cuando no lo había vuelto a ver desde hacía más o menos la mitad de su vida, no lo sabía, pero lo reconoció, al instante.

¡Charlie!

No pasó ningún pensamiento por su cabeza, no tenía tiempo para pensar. Actuó por puro y cobarde instinto, a lo que contribuyó que lord Attingsborough se levantara a preguntarle si se sentía mal. Con desmañada prisa fue a sentarse en la silla al lado de él y, casi sin enterarse de lo que le decía, juntó las manos en la falda e intentó calmarse.

Por suerte, el concierto comenzó muy pronto y poco a poco consiguió calmar los irregulares latidos de su corazón y sentir la vergüenza por estar, después de todo, imponiendo su compañía a ese grupo familiar aristocrático. Se ordenó escuchar la música.

Así que Charlie estaba en Londres y en el concierto esa noche.

¿Y qué?

Sin duda desaparecería tan pronto como terminara el concierto. Debía sentirse tan renuente como ella a un encuentro cara a cara. O si se quedaba, no haría el menor caso de ella, por pura indiferencia. Al fin y al cabo dieciocho años son mucho tiempo. Ella tenía diecisiete la última vez que lo vio, y él un año más.

Buen Dios, si eran poco más que unos niños.

Era muy posible que ni siquiera la hubiera reconocido y simplemente la estuvieran mirando porque era una de las pocas personas que aún estaban de pie.

Cuando anunciaron a Frances y esta ocupó su lugar en la tarima, se ordenó concentrarse. Eso era lo que había esperado con más ilusión desde antes de partir de Bath, y no iba a permitir que Charlie, nada menos que Charlie, le impidiera apreciar totalmente la interpretación. Y claro, sólo pasados unos momentos ya no le hizo falta la fuerza de voluntad para concentrarse. Frances era absolutamente magnífica.

Al final del recital se puso de pie al igual que los demás para aplaudir. Cuando Frances terminó sus bises, ya no tenía conciencia de nada aparte del calorcillo que le producía el placer de haberla oído, orgullo por ella, y felicidad por estar ahí esa noche, que podría ser su última aparición en público durante un tiempo, o tal vez para siempre.

Nuevamente se giró a mirar hacia atrás cuando se acallaron los aplausos y Peter anunció que se servirían refrigerios en el salón comedor. Cerró los ojos para contener las lágrimas que casi se los llenaban. Deseaba encontrar a Susanna y ver si Edna y Flora habían podido entrar a escuchar. Deseaba alejarse antes que lord Attingsborough, lady Ravensberg u otra persona del grupo se sintiera en la obligación de invitarla a acompañarlos a tomar los refrigerios. ¡Qué humillante sería eso!

Y deseaba asegurarse de que Charlie se hubiera marchado.

Pues no.

Venía caminando resueltamente por el pasillo central, en dirección a ella, aun cuando todos los demás iban en dirección contraria. Tenía los ojos fijos en su persona y estaba sonriendo.

En ese momento no se sentía más preparada para la conmoción de ese inesperado encuentro de lo que se sintiera antes cuando lo vio por primera vez. Sin pensar se cogió del brazo del marqués y balbuceó algo.

Él le cubrió la mano con la suya, una mano grande, cálida, que encontró tremendamente consoladora. Casi se sintió segura.

Estaba tan confusa, tan desconcertada, que ni siquiera se paró a pensar en lo indignas e impropias de ella que eran esas reacciones.

Y entonces Charlie se plantó ahí, a apenas unos palmos de ella, todavía sonriendo, con sus ojos castaños iluminados por el placer.

Se veía decididamente más viejo. Su pelo rubio raleaba y tenía entradas en las sienes, aunque aún no estaba calvo. Su cara seguía siendo redonda y agradable, aunque no guapa, pero tenía arruguitas en las comisuras de los ojos y otras alrededor de la boca que no le había visto de joven. Su cuerpo se veía más sólido, aunque de ninguna manera gordo. No había aumentado en estatura después de los dieciocho años; sus ojos seguían estando al mismo nivel de los de ella. Iba vestido con discreta elegancia, a diferencia del descuido con que se engalanaba antes.

– ¡Claudia! ¡Eres tú! -exclamó él, tendiéndole las dos manos.

Ella apenas logró obligar a sus labios a moverse; los sentía rígidos, no podía dominarlos.

– Charlie.

– ¡Pero qué deliciosa sorpresa! -continuó él-. No podía dar crédito a mis…

– Buenas noches, McLeith -dijo el marqués de Attingsborough, con voz sonora y agradable-. Magnífico concierto, ¿verdad?

Charlie lo miró como si acabara de verlo al lado de ella sosteniéndole la mano en su brazo. Bajó los brazos a los costados.

– Ah, Attingsborough -dijo-, buenas noches. Sí, desde luego, nos han regalado regiamente los oídos.

El marqués inclinó cortésmente la cabeza.

– ¿Nos disculpas? Nuestro grupo ya está a medio camino del salón comedor. No querríamos perder nuestros puestos al lado de ellos.

Diciendo eso pasó la mano de ella bajo su brazo y continuó con la mano sobre la suya.

– Pero ¿dónde vives, Claudia? -preguntó Charlie, volviendo la atención a ella-. ¿Dónde podría ir a visitarte?

– El chal se le ha caído del hombro -dijo el marqués casi al mismo tiempo, en tono de solícita preocupación y con la mano libre se lo subió, medio poniéndose delante de ella al hacerlo-. Buenas noches, McLeith. Ha sido un placer verte.

Acto seguido echaron a andar por el pasillo, siguiendo a la multitud y dejando atrás a Charlie.

– ¿Es un problema? -le preguntó el marqués cuando ya Charlie no podía oírlo, acercando la cabeza a la de ella.

– Lo fue. Hace mucho tiempo. Hace toda una vida.

Volvía a sentir los latidos del corazón en la garganta, casi ensordeciéndola. También estaba volviendo a ser ella misma, con la vergonzosa comprensión de que se había conducido sin nada de la firmeza de su carácter habitual. Buen Dios, si incluso se había cogido del brazo del marqués y le había suplicado ayuda y protección, después de todo lo que le dijo en Marlborough sobre la independencia. ¡Qué humillante! De repente llegó a sus narices el olor de su colonia, la misma que sintió en la escuela y en el coche. ¿Por qué las colonias masculinas siempre olían más seductoras que los perfumes femeninos?

– Le pido perdón -dijo-. Ha sido una tontería. Habría sido mucho mejor, y más propio de mí, haber conversado educadamente con él unos minutos.

Él había estado encantado de verla. Había deseado cogerle las dos manos en las de él. Había deseado saber dónde vivía para poder visitarla. La angustia se le convirtió en rabia. Enderezó la espalda, aun cuando no la llevaba encorvada.

– No es necesario que me lleve más allá -le dijo al marqués, retirando la mano de su brazo-. Ya he abusado bastante de su tiempo y amabilidad, y le pido disculpas. Vaya a reunirse con su familia antes que sea demasiado tarde.

– ¿Y dejarla sola? -dijo él, sonriéndole-. No podría ser tan descortés. Permítame que distraiga sus pensamientos presentándole a unas pocas personas más.

Cogiéndole el codo la hizo girarse y ahí, casi cara a cara con ella, estaban lord y lady Aidan, el marqués y la marquesa de Hallmere y, ¡santo cielo!, el duque y la duquesa de Bewcastle.

– Joseph -dijo la duquesa, toda ella cálidas sonrisas-. Te vimos sentado con Lauren y Kit. Esta ha sido una velada absolutamente deliciosa, ¿verdad? Y, sí, lo es. Oh, perdone mis modales, señorita Martin. ¿Cómo está?

Claudia, otra prueba más de su distracción, se inclinó en una reverencia, y los caballeros hicieron sus venias, el duque inclinando la cabeza sólo hasta la mitad. Lady Aidan y lord Hallmere sonrieron, y lady Hallmere la miró altiva.

– Señorita Martin -dijo lord Aidan-, ¿la dueña de la escuela donde enseñaba la esposa de Sydnam Butler, si no me equivoco? Nos conocimos en su desayuno de bodas. ¿Cómo está, señora?

– Veo que no son necesarias las presentaciones -dijo lord Attingsborough-. La semana pasada tuve el placer de acompañar a la señorita Martin y a dos de sus alumnas de Bath a Londres.

– Supongo que ha dejado en buenas manos la escuela, señorita Martin -dijo lady Hallmere, mirándola por encima de su larga y prominente nariz.

Claudia se erizó.

– Por supuesto -replicó-. De ninguna manera la habría dejado en «malas» manos, ¿verdad?

Tardíamente cayó en la cuenta de que había hablado con brusquedad y sin pensarlo, por lo que su respuesta fue extraordinariamente grosera. Si hubiera oído hablar así a una de sus niñas la habría llevado a un lado para sermonearla durante cinco minutos sin parar para respirar.

Lady Hallmere arqueó las cejas.

El duque cerró la mano en el mango de su monóculo enjoyado.

Lord Hallmere sonrió.

La duquesa se rió.

– Me ofenderás si sigues interrogando a la señorita Martin sobre ese punto, Freyja -dijo-. Ha dejado a cargo a «Eleanor», y estoy absolutamente segura de que mi hermana es muy competente. También está encantada, podría añadir, señorita Martin, de que le haya demostrado tanta confianza.

Y ahí hablaba la verdadera dama, pensó Claudia, pesarosa, suavizando con encanto y amabilidad un momento potencialmente violento.

El marqués de Attingsborough volvió a cogerle el codo.

– Lauren, Kit, los Portfrey y los Kilbourne nos están guardando puestos en su mesa -dijo-. Debemos ir a reunimos con ellos.

– Le pido perdón, otra vez -dijo Claudia cuando iban en dirección a la puerta-. Les enseño a mis alumnas que la cortesía siempre debe tener prioridad sobre casi cualquier sentimiento personal, y yo acabo de hacer caso omiso de mis enseñanzas de una manera bastante espectacular.

– Creo -dijo él, y ella vio que se estaba divirtiendo-, que lady Hallmere ha hecho esa pregunta simplemente para iniciar la conversación.

– Ah, no, esa mujer no -dijo ella al instante, olvidando su contrición-. Lady Freyja Bedwyn no.

– ¿La conoció antes de que se casara?

– Ella fue la alumna de que le hablé.

– ¡No! -Le presionó con más fuerza el codo, deteniéndola más allá de la puerta del salón de baile, pero justo fuera del salón comedor. Estaba sonriendo sin disimulo-. ¿Y Bewcastle fue el que le ordenó cruelmente que se defendiera sola? ¿Le hizo una cuchufleta a Bewcastle? ¿Y se marchó por el camino de entrada de Lindsey Hall?

– No fue divertido -dijo ella, ceñuda-. No hubo nada ni remotamente divertido en eso.

– O sea -dijo él, con los ojos brillantes de risa-, que la he sacado de las brasas para arrojarla en las llamas cuando la he alejado de McLeith y la he puesto ante los Bedwyn, ¿verdad?

Ella lo miró con el entrecejo más arrugado aún.

– Creo, señorita Martin, que tiene que haber llevado una vida muy interesante.

Ella puso rígido el espinazo y apretó fuertemente los labios antes de contestar.

– No he… -Entonces vio los últimos diez minutos más o menos bajo la perspectiva de él. Se le curvaron los labios-. Bueno -concedió-, en cierto modo, supongo que sí.

Y por algún motivo inexplicable, los dos encontraron tremendamente divertido ese reconocimiento y sucumbieron a un ataque de risa.

– Le pido perdón -dijo él cuando pudo hablar.

– Y yo a usted -contestó ella.

– Y pensar que esta noche -dijo él, cogiéndole el codo otra vez y haciéndola entrar en el salón comedor- podría haber ido a la fiesta de lady Fleming en lugar de venir aquí.

La duquesa de Portfrey estaba sonriendo y llamándolos desde una de las mesas y el conde de Kilbourne ya estaba listo para retirar la silla y ayudarla a que se sentara ella.

No le quedó claro si el marqués lamentaba haber elegido venir al concierto. Pero la alegraba que lo hubiera hecho. En cierto modo le había restablecido el ánimo trastornado, aun cuando él, sin darse cuenta, había sido la causa de algunas de sus reacciones. No recordaba la última vez que se había reído tanto.

Estaba en grave peligro, pensó mientras se sentaba, de revisar su opinión acerca de él y de que realmente le cayera bien.

Y ahí estaba, en medio de un grupo familiar del que debía haberse separado hacía horas. Y no podía echarle la culpa a nadie, aparte de a sí misma, de su renovada incomodidad. ¿Cuándo se había aferrado a un hombre pidiéndole ayuda y protección?

Francamente, era muy deprimente.


Claudia se quedó dormida, aunque después de un buen rato de insomnio, cierto, pensando en el marqués de Attingsborough, y despertó pensando en Charlie, el «duque de McLeith»

Ah, sí, por supuesto, había adquirido honradamente su antipatía por la aristocracia, en especial por los duques. Esta no comenzó con el odioso y arrogante duque de Bewcastle; otro duque le había destrozado la vida antes de conocer a este.

Había vivido y respirado con Charlie Gunning durante su infancia y primera juventud, o al menos eso parecía al mirar en retrospectiva. Habían sido prácticamente inseparables desde el momento en que él llegó a la casa de su padre, como un desconcertado y desdichado huérfano de cinco años, hasta que se marchó al colegio a los doce, y después de eso pasaron juntos todos los momentos de vigilia de sus vacaciones.

Pero entonces, cuando él tenía dieciocho y ella diecisiete, un día se marchó para no volver. Desde entonces no lo había visto, hasta esa noche; durante casi diecisiete años no había sabido nada de él.

Sin embargo, esa noche le había hablado como si nunca hubiera habido un brusco y cruel final de su relación. Le había hablado como si no hubiera nada en el mundo de qué sentirse culpable.

«¡Pero qué deliciosa sorpresa!»

«Pero ¿dónde vives?»

«¿Dónde podría ir a visitarte?»

¿De veras se creía con el derecho a sentirse «encantado»? ¿Y a visitarla? ¡Cómo se atrevía! Diecisiete años podrían ser mucho tiempo, casi la mitad de su vida, pero no era «tanto». No tenía nada malo en la memoria.

Dejando firmemente de lado los recuerdos, se vistió para bajar a desayunar y después hacer su visita al despacho del señor Hatchard. Había decidido ir sola, sin llevar ni a Edna ni a Flora. Frances iba a venir a la casa y junto con Susanna llevarían a las chicas a las tiendas para comprarles ropa y accesorios.

Y puesto que Frances llegó en un coche y después de un prolongado desayuno se llevó a las tres, Claudia se encontró yendo a su cita en el coche de ciudad de Peter. Él se negó incluso a oír su protesta de que le encantaría caminar ese día tan soleado.

«Susanna no me lo perdonaría jamás -le dijo, haciéndole un guiño-, y eso yo lo detestaría. Ten piedad de mí, Claudia.»

Sentía muy elevado el ánimo mientras pasaba por las calles de Londres, aun cuando la roía una persistente preocupación de que el empleo que les había encontrado el señor Hatchard a las chicas podría no ser conveniente. Habiendo llegado el momento, prácticamente burbujeaba de satisfacción porque estaba a punto de poner el último toque a su autonomía, a su éxito como mujer independiente.

Ya no tenía ninguna necesidad de la ayuda del benefactor que con tanta generosidad había apoyado económicamente a la escuela casi desde el comienzo. En el ridículo llevaba una carta para él, que le dejaría al señor Hatchard para que se la hiciera llegar. Por desgracia, nunca sabría quién había sido ese hombre, pero respetaba su deseo de anonimato.

La escuela prosperaba. Ese año había podido ampliarla añadiendo la casa contigua y contratando a otras dos profesoras. Más gratificante aún, ahora podría aumentar de doce a catorce el número de niñas en régimen gratuito. Y las ganancias le dejaban incluso un modesto beneficio.

Sí, le hacía muchísima ilusión esa visita que la esperaba, pensó mientras bajaba del coche ayudada por el cochero de Peter y entraba en el despacho del señor Hatchard.

Pero menos de una hora después salió a toda prisa a la acera. El cochero del vizconde Whitleaf bajó de un salto del pescante y le abrió la puerta del coche. Ella hizo una inspiración para decirle que volvería a pie a la casa. Estaba tan agitada que no soportaría el encierro dentro de un coche. Pero antes de que pudiera hablar oyó su nombre.

El marqués de Attingsborough iba montando a caballo por la calle, acompañado por el conde de Kilbourne y otro caballero; era el marqués quien la había llamado.

– Buenos días, señorita Martin -saludó él, acercando el caballo-. ¿Cómo se encuentra esta mañana?

– Si estuviera más enfadada, lord Attingsborough, podrían salirme volando los sesos de la cabeza.

Él arqueó las cejas.

– Volveré a casa a pie -le dijo ella al cochero-. Gracias por esperarme, pero puede volver sin mí.

– Debe permitirme que la acompañe, señora -dijo el marqués.

– No necesito carabina -contestó ella bruscamente-. Y no sería buena compañía esta mañana.

– Permítame que la acompañe como amigo, entonces -dijo él. Inmediatamente desmontó y se volvió hacia el conde-. ¿Me harás el favor de llevar mi caballo de vuelta al establo, Nev?

El conde sonrió y se quitó el sombrero en gesto de saludo a Claudia. Ella comprendió que ya era demasiado tarde para decir un firme no. Además, la aliviaba bastante ver una cara conocida. Había pensado que tendría que esperar hasta que volviera Susanna de su excursión de compras para tener a alguien con quién hablar. Pero bien podía estallar antes.

Y así, sólo un minuto después, ella y el marqués de Attingsborough iban caminando por la acera. Él le ofreció el brazo y ella se lo cogió.

– No soy muy dada a afligirme -dijo-, a pesar de lo ocurrido anoche y esta mañana. Pero esta mañana es rabia, furia, no aflicción.

– ¿Alguien la ha ofendido ahí dentro? -preguntó él, haciendo un gesto hacia la casa de la que ella acababa de salir.

– Ese es el despacho del señor Hatchard, mi agente.

– Ah, los empleos. ¿No los aprueba?

– Edna y Flora volverán conmigo a Bath mañana.

– ¿Tan mal ha ido todo?

– Peor, mucho peor.

– ¿Se me permite saber lo que ha ocurrido?

– Los Bedwyn -dijo ella, cortando el aire con la mano libre mientras atravesaban la calzada evitando un montón de bostas de caballo frescas-. Eso es lo que ha ocurrido. ¡Los Bedwyn! Serán mi muerte. Juro que lo serán.

– Espero que no -dijo él.

– A Flora la iba a emplear lady Aidan Bedwyn, y a Edna, nada menos que ¡la marquesa de Hallmere!

– Ah.

– Eso es insufrible. No sé cómo tiene el descaro esa mujer.

– Tal vez la recuerda como a una excelente preceptora -sugirió él-, una que no cede en sus principios ni elevados valores por dinero ni por posición.

Claudia emitió un bufido.

– Y tal vez haya crecido -añadió él.

– Las mujeres como ella no crecen -dijo Claudia-. Sólo se hacen más antipáticas.

Lo cual era ridículo e injusto, claro. Pero su antipatía por la ex lady Freyja Bedwyn era tan intensa que era incapaz de ser racional tratándose de ella.

– ¿Tiene alguna objeción en contra de lady Aidan Bedwyn también? -preguntó él, tocándose el ala del sombrero para saludar a dos damas que pasaban en dirección contraria.

– Se casó con un Bedwyn -repuso ella.

– Siempre he tenido la impresión de que es particularmente amable. Al parecer su padre era minero del carbón en Gales antes de hacer su fortuna. Ella tiene fama de ayudar a los menos afortunados. Dos de sus tres hijos son adoptados. ¿Es para ellos que necesita una institutriz?

– Para la niña, y finalmente para su hija pequeña.

– Y entonces usted va a volver a Bath con las señoritas Bains y Wood. ¿Les va a dar voz y voto en la decisión?

– No las enviaría a la servidumbre para ser desgraciadas.

– Podría ser que ellas no lo consideraran así, señorita Martin. Tal vez les entusiasme la perspectiva de ser institutrices en casas de familias tan distinguidas.

Un niño venía por la acera haciendo rodar un aro, seguido por una niñera de expresión agobiada. El marqués hizo a un lado a Claudia hasta que pasaron y se hubieron alejado bastante.

– Pequeñajo mequetrefe -comentó-. Apostaría a que prometió muy fielmente que llevaría el aro en la mano y sólo lo haría rodar cuando estuviera en el parque, con mucho espacio.

Claudia hizo una lenta inspiración.

– ¿Sugiere, lord Attingsborough, que he reaccionado precipitada e irracionalmente en el despacho del señor Hatchard?

– No, no, nada de eso. Su ira es tan admirable como su resolución de cargar con las chicas otra vez llevándolas de vuelta a Bath en lugar de colocarlas en empleos que podrían causarles desdicha.

Ella exhaló un suspiro.

– Tiene toda la razón. He reaccionado con demasiada precipitación.

Él le sonrió.

– ¿Le ha dado un no definitivo al señor Hatchard?

– Pues sí, pero él ha insistido en que no haría nada hasta mañana. Desea que las chicas tengan una entrevista con sus posibles empleadoras.

– Ah.

– Supongo que debería darles a elegir, ¿verdad?

– Si se fía de su juicio.

Ella volvió a suspirar.

– Esa es una de las cosas que nos esforzamos en enseñarles -dijo-. Buen juicio, razón, pensar por sí mismas, tomar las decisiones basándose en el sentido común y en la propia inclinación. Es más de una cosa. Tratamos de enseñar a nuestras niñas a ser adultas bien informadas y pensantes, en especial a las chicas de régimen gratuito que, a diferencia de las otras, simplemente no se casan tan pronto como salen del colegio para que sus maridos piensen por ellas el resto de sus vidas.

– Ese no es un cuadro muy halagüeño del matrimonio -dijo él.

– Pero es uno muy exacto. -Iban caminando bajo la sombra de los árboles que bordeaban la acera. Levantó la cara hacia las ramas y hojas y contempló el cielo azul de ese soleado día-. Las aconsejaré. Les explicaré que los Bedwyn, dirigidos por el duque de Bewcastle, son una familia que ha gozado de riqueza y privilegios desde hace generaciones, que son arrogantes y desprecian a los que están por debajo de ellos en la escala social, que son casi todos los mortales que existen. Les explicaré que lady Hallmere es la peor de todos. Les aconsejaré que no vayan a la entrevista sino que hagan sus maletas y vuelvan a Bath conmigo. Y entonces dejaré que ellas decidan lo que desean hacer.

De repente recordó que el pasado verano las dos chicas habían estado en Lindsey Hall con las demás niñas de régimen gratuito, con ocasión de la boda de Susanna. En realidad ya conocían al duque y a la duquesa de Bewcastle.

El marqués de Attingsborough se estaba riendo en voz baja. Lo miró con dureza. Y entonces también se echó a reír.

– Soy una tirana sólo cuando estoy furiosa -dijo-, no sólo molesta sino furiosa. Eso no ocurre con frecuencia.

– Y sospecho que cuando ocurre, se debe a que alguien ha amenazado a una de sus preciosas niñas.

– Son preciosas. Sobre todo aquellas que aparte de mí no tienen a nadie que las defienda.

Él volvió a darle una palmadita en la mano y entonces ella cayó en la cuenta de que llevaba varios minutos caminando con él sin prestar la menor atención en qué dirección iban.

– ¿Dónde estamos? ¿Este es el camino para volver a la casa de Susanna?

– Es el camino largo y el mejor -dijo él-. Pasa por Gunter's. ¿Ha probado sus helados?

– No. Pero aún no es mediodía.

– ¿Hay alguna ley que prescriba que sólo se tomen helados por la tarde? Esta tarde no habrá tiempo. Yo estaré en la fiesta que se celebra en el jardín de la señora Corbette-Hythe. ¿Asistirá usted?

Ella hizo un mal gesto para sus adentros. Se había olvidado de eso absolutamente. Con mucho preferiría quedarse en casa, pero claro, debía ir. Susanna y Frances lo esperaban de ella; y ella lo esperaba de sí misma. No le gustaba alternar en los círculos aristócratas, pero no iba a evitar asistir a esos eventos sólo porque se sentía cohibida, fuera de lugar.

Esas cosas eran mayor razón para ir.

– Sí -contestó.

– Entonces pasaremos a tomar un helado en Gunter's ahora, por la mañana -dijo él, dándole otra palmadita en la mano.

Y sin ningún motivo aparente, Claudia se rió.

¿Adónde se le había ido la furia? ¿Tal vez, por una casualidad, había sido «manipulada»? ¿O simplemente había recibido el beneficio de la sabiduría de una cabeza más fría?

¿Sabiduría?

¿En el marqués de Attingsborough?

De pronto recordó algo que hizo salir volando cualquier resto de furia que le quedara.

– Soy libre -dijo-. Acabo de informar al señor Hatchard de que ya no necesito a mi benefactor. Le he entregado una carta de agradecimiento para él.

– Ah, eso es un motivo de celebración. ¿Y qué mejor manera de celebrarlo que con uno de los helados de Gunter's?

– Si la hay, no se me ocurre cuál podría ser -concedió ella.

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