La señorita Claudia Martin, observó Joseph, se había puesto la misma capa y la misma papalina grises que había llevado todo el día. Cuando salieron de la posada caminaron por la calle que seguía la pared del patio del establo hasta que doblaron por una calle más estrecha que llevaba a los campos. Ella caminaba a su lado haciéndole innecesario acortar los pasos. No le ofreció el brazo. Percibía que sería un error hacerlo.
Ya estaba oscureciendo, pero esa no sería una noche oscura, calculó. Ahora que era demasiado tarde para que brillara el sol, se habían alejado las nubes y la luna ya estaba brillando arriba.
– Tal vez mañana sea un día más luminoso -dijo.
– Es de esperar -convino ella-. El sol siempre es preferible a las nubes.
Él no sabía por qué la invitó a caminar con él, aparte de que le interesaba su escuela. No había visto en ella la menor señal de que él le cayera bien.
– Espero que sus habitaciones hayan recibido su aprobación -dijo.
– Sí, pero también la habrían recibido las otras, las que reservé, las que dan al patio del establo.
– Puede que sean ruidosas.
– Son ruidosas. Siempre me he hospedado en ellas.
Él giró la cabeza para mirarla. Ella iba mirando al frente, con el mentón alzado, la nariz apuntando hacia arriba, en gesto altivo. Buen Dios, estaba enfadada. ¿Con él? ¿Por haber insistido en que la trataran con cortesía y respeto en la posada?
– ¿Le gusta el ruido?
– No. Tampoco me gusta la luz de un montón de linternas iluminando mi habitación toda la noche ni el olor a establo. Pero son habitaciones y sólo para una noche. Y son las que yo reservé.
– ¿Quiere pelearse conmigo, señorita Martin?
Eso la impulsó a girar la cara hacia él. Lo miró con los ojos muy serios y las cejas arqueadas, y enlenteció un poco el paso.
– Su coche es muchísimo más cómodo de lo que habría sido el alquilado. Las habitaciones en que nos han colocado a las niñas y a mí son muy superiores a las que nos habían asignado. El comedor privado es muchísimo mejor que el comedor público. Pero estas cosas son detalles de la vida que no son estrictamente necesarios. Son lo que usted y los de su clase dan por descontado, sin duda. Yo no soy de su clase, lord Attingsborough, y no tengo el menor deseo de serlo. Además, soy una mujer que se ha forjado su camino en la vida. No necesito que un hombre me proteja o que un aristócrata me consiga favores especiales.
¡Bueno! No había recibido un rapapolvo tan duro desde que era niño. La miró con renovado interés.
– ¿Debo pedir disculpas, entonces, por desear su comodidad?
– No, no debe hacer nada de eso. Si lo hace me veré obligada a reconocer que mi conducta ha sido muy descortés. Debería estarle agradecida. Y lo estoy.
– No, no lo está -dijo él, sonriendo.
– No.
Él vio que ella casi sonrió; algo parecido a una sonrisa se le quedó atrapado en la comisura de la boca. Pero estaba claro que no deseaba mostrar ningún signo de debilidad; en lugar de sonreír apretó los labios en una delgada línea, volvió la vista al frente y alargó los pasos.
Sería mejor cambiar del tema, decidió. Y debía tener mucho cuidado en el futuro de no hacerle ningún favor a la señorita Martin.
– Todas las niñas de la clase que vi esta mañana estaban tristes por la marcha de la señorita Bains y la señorita Wood -dijo-. ¿Nunca hay conflictos entre las alumnas que pagan y las que no?
– Ah, sí que los hay -contestó ella con voz enérgica-, en especial al principio; las chicas de régimen gratuito suelen llegar con mala dicción, modales toscos y, en muchos casos, con resentimiento contra el mundo. Y claro, siempre hay una brecha social infranqueable entre los dos grupos cuando salen de la escuela y toman caminos divergentes hacia el futuro. Pero es una lección interesante en la vida, y una que mis profesoras y yo nos esforzamos en enseñar que todos somos humanos y no muy diferentes cuando nos despojamos de los accidentes del nacimiento y las circunstancias. Tratamos de inculcar a nuestras alumnas un respeto por todas las clases de seres humanos, que esperamos conserven el resto de sus vidas.
A él le gustó la respuesta. Sensata y a la vez realista.
– ¿Qué le inspiró la idea de acoger a alumnas desamparadas?
– Mi falta de fortuna. La propiedad de mi padre estaba vinculada, y a su muerte pasó a un primo mío, cuando yo tenía veinte años. Mi dote era modesta, por decirlo suave. No podía distribuir dádivas generosas como habría podido hacer si hubiera tenido fondos ilimitados. Por lo tanto tuve que encontrar una manera de darme a los demás que entrañara servicio, no dinero.
O podría haber optado por no dar nada, pensó él.
– Sin embargo -dijo-, debe de resultarle muy caro educar a estas niñas. Tiene que albergarlas, vestirlas y alimentarlas. Y supongo que su presencia en la escuela excluye la de otras niñas cuyos padres podrían pagar.
Las cuotas mensuales son elevadas, y no pido disculpas por eso. Creo firmemente que damos una buena educación por ese dinero, y los padres que no lo consideren así tienen toda la libertad para enviar a sus hijas a otra escuela. Además, la escuela tiene un benefactor muy generoso, que por desgracia desea conservar el anonimato. Siempre he lamentado muchísimo no poder darle las gracias personalmente.
Ya habían salido de la ciudad e iban por un sendero bordeado de setos bajos entre campos y prados. Una leve brisa les soplaba en las caras y le levantaba a ella el ala de la papalina.
– Así pues, tiene alumnas de pago y alumnas acogidas por caridad. ¿Se le ha ocurrido aspirar a ampliar su campo de acción? Por ejemplo, ¿ha tenido alumnas con algún tipo de minusvalía o discapacidad?
– ¿Cojera, quiere decir? ¿O sordera? ¿O retardo mental? Confieso que nunca lo he pensado. Se presentarían todo tipo de retos, ¿verdad?
– ¿Y no se siente a la altura de esos retos?
Ella lo pensó, mientras continuaban caminando.
– No lo sé. Nunca me he encontrado ante ese dilema. Supongo que la mayoría de los padres de niños discapacitados, sobre todo si son niñas, los consideran incapaces de aprender de una manera normal y por lo tanto ni siquiera intentan enviarlos a un colegio. Si alguno lo intentara y acudiera a mí… bueno, no sé qué contestaría. Supongo que dependería del tipo de discapacidad. Sería fácil educar a una chica coja, aunque no podría bailar ni participar en juegos vigorosos. Una chica sorda o retardada mental podría no ser educable. Pero es una pregunta interesante. -Giró la cabeza y lo miró con ojos serios pero tal vez aprobadores-. Es una pregunta cuya respuesta debo pensar con más profundidad.
– Entonces procuraré volver a hacérsela si vuelvo a verla después que lleguemos a Londres -dijo él, sonriéndole-. ¿Siempre deseó ser profesora?
Ella volvió a pensar la respuesta. Estaba claro que no era una mujer dada a la conversación frívola.
– No -dijo pasado un momento-, no siempre. De niña tenía otros sueños. Pero cuando se me hizo evidente que no se iban a hacer realidad, comprendí que había otras opciones. Como dama e hija de un caballero con propiedades, podría haberme quedado en casa para ser mantenida por mi padre. Y después de su prematura muerte supongo que mi primo se habría sentido obligado a continuar manteniéndome. O bien podía forjarme una vida. Opté por esto último, lógicamente. Y eso me llevó a otras opciones: convertirme en una dama de compañía o ser profesora. Para mí sólo había una opción; no soportaría estar totalmente a disposición de una vieja tonta y malhumorada las veinticuatro horas de cada día. Acepté un puesto de institutriz.
Se oyeron ladridos en la distancia. Estaban rodeados por la oscuridad.
O sea, que ella había tenido sueños. No siempre había sido tan severa como parecía ser. Tal vez había soñado con el matrimonio, tal vez con el amor también. ¿Por qué abandonó esos sueños ya antes de los veinte años? Había sido guapa, incluso lo sería ahora, si se permitiera relajarse y sonreír de vez en cuando. Podría haber sido bonita cuando era niña. Acababa de reconocer que su dote era modesta, seguro que había hombres que habrían respondido a un poco de aliento. O tal vez había tenido un sueño concreto, soñado con un hombre concreto…
– ¿Institutriz? -preguntó cuando comprendió que ella no continuaría así sin más.
– En una familia de tres niños pequeños y enérgicos. Yo los adoraba. Por desgracia, al poco tiempo de estar yo ahí a su padre lo destinaron a un puesto en India y ellos se fueron con él. Entonces entré a trabajar de institutriz de una niña con una conducta atroz, que creía que su rango elevado le daba permiso para tratar al resto de la humanidad como se le antojara.
– ¿Y ese trabajo no fue muy bien? -preguntó él, sonriéndole.
– Eso sería quedarse corto. Cuando informé sinceramente a su hermano de las dificultades que me presentaba la niña para cumplir eficientemente mis deberes, sin quejarme, pues simplemente le hice el informe semanal que él exigía, me dijo que en realidad me pagaba muy bien para que educara a su hermana y que si no me gustaba que me tratara como a un gusano, que hiciera algo al respecto.
– ¿Y lo hizo? -preguntó él, sin dejar de sonreír.
Ella estaba bastante erizada de indignación, como si estuviera reviviendo la escena; alargó los pasos; daba la impresión de que ni veía el paisaje oscurecido.
– Me marché a media tarde. Me negué a aceptar que me llevaran en coche, la carta de recomendación e incluso el salario de la semana a que tenía derecho. Y un mes después abrí mi escuela en Bath.
– Yo diría que eso les demostró que usted no era un gusano, señorita Martin. Bien hecho.
De repente ella se rió y enlenteció los pasos.
– Supongo que no dedicaron ni un momento a pensar en mí después que desaparecí por el camino de entrada, o ni siquiera antes que desapareciera.
– A mí me parece que le hicieron un favor, aun cuando fuera sin intención.
– Eso es lo que he pensado siempre. Creo que la vida es generosa con nosotros una vez que hemos demostrado que tenemos la voluntad para tomar un rumbo positivo. La vida está muy dispuesta a abrirnos puertas. Lo que pasa es que a veces perdemos la fuerza de voluntad y el valor y preferimos quedarnos en el lado conocido y seguro de cada puerta. Yo podría haber continuado muchísimo tiempo en ese empleo, por miedo, sufriendo cada momento y luego tal vez haber pasado a otro similar, perdidas para siempre mi confianza en mí misma y la alegría que me da mi profesión.
– ¿Y le da alegría? ¿Enseñar, quiero decir, y dirigir su escuela? Habían llegado a un recodo cerrado; estaban ante una escalera para saltar una cerca que separaba el camino de una pradera oscura. Se detuvieron por acuerdo tácito, y él apoyó el codo en el tablón de arriba y el pie enfundado en la bota en el primer peldaño.
– Sí -contestó ella, con energía, después de pensarlo-. Soy feliz. Uno de mis motivos para ir a Londres es informar a mi agente que ya no necesito la ayuda de mi benefactor. La escuela cubre sus gastos y me deja algo que ahorrar para la vejez. Estoy contenta.
– La envidio -dijo él, sorprendiéndose de decirlo.
– Eso no lo creo, lord Attingsborough -contestó ella con cierta dureza, como si creyera que él se burlaba.
Era imposible verle bien la cara en la creciente oscuridad. Se rió y apuntó hacia el oeste.
– No hemos visto el sol en todo el día -dijo-, pero por lo menos se nos concede el final de la puesta de sol para admirar.
Ella giró la cabeza y contempló la delgada franja de vivos colores rojo y púrpura que se extendía a lo largo del horizonte; después miró hacia el cielo oscuro, lleno de estrellas y con una luna casi llena.
– Qué absolutamente precioso -dijo, con una voz algo diferente, cálida, femenina, a rebosar de un anhelo sin nombre-. Y yo aquí hablando y hablando, y perdiéndomelo. Cuánta belleza dejamos pasar junto a nosotros sin prestarle atención.
– Muy cierto -dijo él, mirándola.
Encontraba algo inesperadamente atractivo en una mujer que se había lanzado de cabeza a conocer la vida y se dedicaba con pasión a las tareas que se había impuesto. Quizá no fuera atractiva físicamente, aunque tampoco era exactamente fea, pero…
Bueno, no lamentaba haberla invitado a salir a hacer esa caminata. Aparte del rapapolvo, le gustaba todo lo que le había oído decir. Y eso le daba cierta tenue esperanza…
Ella suspiró, con la cara levantada hacia el cielo.
– No me había dado ni cuenta de lo mucho que necesitaba esta caminata -dijo-. Es mucho más saludable para el espíritu que acostarse temprano.
¿Sería feliz de verdad?, pensó él. ¿Alguna vez sentiría nostalgia de los sueños de su infancia? Pero claro, la vida es una sucesión de sueños, unos pocos que se hacen realidad, muchos que se van dejando de lado con el paso del tiempo, y uno o dos que continúan toda la vida. Saber cuándo abandonar un sueño era tal vez lo importante, y lo que diferencia a las personas que triunfan en la vida de las personas tristes, amargadas, que nunca dejan atrás las primeras grandes decepciones que esta les da. O de los soñadores fantasiosos que en realidad no la viven.
– La envidio -repitió-. No ha caminado con pasividad por la vía que parecía haberle puesto la vida por delante, sino que ha avanzado resueltamente a largos pasos por un camino trazado por usted misma. Eso es admirable.
Ella apoyó una mano enguantada en el tablón de arriba de la escalera, no muy lejos de su codo, y volvió la cara hacia la de él, aunque dudaba que lo viera en esa oscuridad.
– ¿Y usted no lo ha hecho? -le preguntó; parecía una maestra estricta exigiendo explicaciones a un alumno.
Él se rió en voz baja.
– Cuando a uno le dan el título de cortesía de marqués al nacer, y sabe que algún día será duque, con toda la riqueza, los privilegios y las responsabilidades que vienen con él, normalmente no piensa en escapar por un nuevo camino. No puede. Existe eso llamado deber.
Aunque sí había soñado con escapar.
– Pero siempre hay la opción -dijo ella-. La vida no debe ser nunca insulsa. Los deberes se pueden esquivar, o se pueden cumplir con un mínimo de esfuerzo y entusiasmo, o se pueden abrazar con firmeza de carácter y la decisión de superarse.
– Espero que esto no deje en suspenso una pregunta -dijo él, riendo-. No me va a preguntar en cuál de esas tres categorías entro yo, ¿verdad, señorita Martin?
– No. Perdone. Me he acostumbrado demasiado a arengar a mis niñas. Creo que el entusiasmo y el trabajo por un objetivo expían muchísimos pecados y superan muchos obstáculos. La pasividad es lo que me cuesta tolerar. Es una actitud derrochadora hacia la vida.
Dudaba que ella lo aprobara, entonces. En el colegio había sacado buenas notas, cierto, y siempre había aspirado a la excelencia. Desde entonces era un lector voraz. En su infancia y primera juventud pasaba muchísimo tiempo con el administrador de su padre, para aprender el trabajo y los deberes de un gran terrateniente, y siempre se mantenía informado acerca de los temas y debates de las dos Cámaras del Parlamento puesto que algún día, si sobrevivía a su padre, sería miembro de la de los Lores. Pero eso molestó a su padre; «es como si estuvieras esperando mi muerte con el aliento retenido», le dijo, irritado, una vez que él llegó a casa mojado, embarrado y feliz por haber ido a inspeccionar una zanja de drenaje en Anburey con el administrador.
Así pues, su vida de adulto había sido esencialmente ociosa, como lo era la de la mayoría de sus iguales, cierto. Se ocupaba y estaba al tanto del desarrollo de las cosas en Willowgreen, la casa y modesta propiedad que le otorgó su padre cuando cumplió los veintiún años, pero su deseo de estar cerca de Lizzie en Londres le impedía ir ahí con toda la frecuencia que querría. Su vida no se caracterizaba por ningún vicio en particular ni por un exceso de derroche, a diferencia de sus iguales. Pagaba puntualmente a sus criados y sus cuentas y contribuía con generosos donativos a diversas obras benéficas. No jugaba en exceso. No era mujeriego. Cuando era muy joven había tenido la sucesión habitual de breves encuentros sexuales, cierto, pero después entró Sonia en su vida y luego Lizzie, y justo antes de la llegada de esta, conoció a Barbara. Todo eso mucho antes de cumplir los veinticinco años.
Cerró y abrió la mano sobre el tablón superior de la escalera, mirando hacia la franja de luz crepuscular que se iba desvaneciendo. Desde hacía varios años sentía que su vida estaba esencialmente vacía, como si le hubieran quitado todo el color dejando muchos matices de gris. Una vida esencialmente pasiva.
Ahora, por fin, lo empujaban a dar el paso gigantesco que había evitado resueltamente durante años. Se casaría con Portia Hunt antes que acabara ese año. ¿Mejoraría la calidad de su vida el matrimonio, le devolvería el color? Después de las nupcias se aplicaría al deber inmediato de poner un hijo en la sala cuna. Eso podría sentarle bien a su vida, aunque la sola idea de engendrar un hijo le producía una opresión en el pecho parecida a la angustia.
Porque de todos modos, siempre estaría Lizzie.
De pronto cayó en la cuenta de que llevaba bastante rato en silencio y seguía abriendo y cerrando la mano, muy cerca de la de la señorita Martin.
– Supongo que deberíamos volver a la posada -dijo, bajando el pie al suelo-. La brisa comienza a soplar fría.
Ella echó a caminar a su lado otra vez, pero sin hacer el menor intento de reanudar la conversación. Su compañía era curiosamente relajante, pensó. Si hubiera ido caminando con la señorita Hunt o con casi cualquiera de las otras damas que conocía, se habría sentido obligado a mantener viva la conversación, sobre cualquier tema trivial, aunque este no tuviera la menor importancia para ninguno de los dos.
La señorita Martin era una mujer digna de respeto, pensó. Tenía muchísimo carácter. Incluso podría caerle bien si llegaba a conocerla mejor.
Ya no le extrañaba que fuera amiga de Susanna. Llegaron a la posada y la acompañó por la escalera hasta el corredor.
– ¿Le parece que mañana nos pongamos en marcha a la misma hora? -preguntó.
– Estaremos listas -contestó ella con voz enérgica, quitándose los guantes-. Gracias por la caminata, lord Attingsborough. Yo la necesitaba, pero no me habría atrevido a aventurarme a salir sola. Sí que hay serias desventajas en ser mujer, pobre de mí.
Él le sonrió, y ella le tendió la mano. Se la cogió, y en lugar de estrechársela, como tal vez era la intención de ella, se la llevó a los labios.
Ella la retiró firmemente y, sin decir otra palabra, se giró, abrió la puerta y desapareció dentro de su habitación. La puerta se cerró con un clic audible.
Eso había sido un error, pensó, mirando la puerta ceñudo. Ella no era el tipo de mujer a la que un hombre le besa la mano; de hecho, la había cerrado sobre la suya con firmeza, y no dejado ahí flácida, esperando a que él hiciera el papel de galán.
Córcholis, eso había sido una torpeza.
Bajó la escalera y se dirigió al bodegón en busca de compañía. Por los sonidos que llegaban del otro lado de la puerta, calculó que no eran muchos los huéspedes que ya se habían ido a acostar.
Eso lo alegró. De repente se sentía curiosamente solo.
Flora se había quedado dormida, tenía la boca abierta y la cabeza le caía hacia un lado. Edna estaba pensativa mirando por la ventanilla. Claudia también.
Cada vez que lo veía, miraba ceñuda al marqués de Attingsborough, montado en otro caballo alquilado, tan elegante y descansado como la mañana del día anterior cuando partieron de Bath. Era extraordinariamente apuesto y encantador. También era, la fastidiaba reconocerlo, una compañía sorprendentemente buena. Esa noche había disfrutado totalmente de la caminata juntos y de la mayor parte de la conversación. Para ella había sido bastante novedoso caminar al aire libre por la noche acompañada por un caballero.
Y entonces él va y estropea esa noche memorable besándole la mano al darle las buenas noches, resucitando su primera impresión de él. Se había sentido tremendamente molesta con aquello. Habían tenido una conversación sensata entre iguales, o al menos eso le pareció. Ella no necesitaba que le arrojara un mendrugo de galantería como si fuera una coqueta tonta.
Vio que había comenzado a llover. Toda la mañana había caído una suave llovizna; pero eso ya no era una llovizna, y dentro de un momento sería algo más que una lluvia suave.
El coche se detuvo, el cochero bajó del pescante, se oyeron voces y entonces se abrió la puerta y subió el marqués sin que se bajaran los peldaños. Claudia se deslizó hasta el extremo del asiento y él se sentó a su lado. Pero los asientos del coche no eran muy largos; tampoco era muy espacioso el interior. Al instante pareció que él lo llenaba todo. Flora se despertó sobresaltada.
– Señoras -dijo él, sonriendo y chorreando agua hasta el suelo, y sin duda sobre el asiento también-, perdónenme que viaje con ustedes hasta que pare la lluvia.
– El coche es suyo -dijo Claudia.
Él volvió hacia ella la cara sonriente y ella tuvo un recuerdo no deseado del calor de esos labios sonrientes sobre el dorso de su mano.
– Y espero que no sea demasiado incómodo -continuó él-, ni el viaje muy tedioso. Aunque eso es una esperanza vana; los viajes son casi siempre tediosos.
Le sonrió a cada una.
Claudia se sentía algo sofocada por su presencia, sensación extraordinariamente tonta. Pero ¿por qué la lluvia no había podido esperar? Olía la humedad de la tela de su chaqueta y su colonia. También olía a caballo, tal como el día anterior. Por mucho que lo intentara, no lograba impedir que su hombro tocara el de él cuando el coche saltaba y se zarandeaba en los surcos de la carretera.
Qué tontería sentirse tan confusa y perturbada, igual que una niña inocente o una solterona gazmoña. ¡Qué absoluta tontería!
Él comenzó a interrogar a las niñas acerca de la escuela, con preguntas inteligentes, hábiles, que obligaron incluso a Edna a contestar con algo más que rubores y risitas histéricas. Y él, cómo no, se veía absolutamente cómodo, como si todos los días compartiera su coche con dos ex alumnas y su directora.
– Anoche hablamos -dijo él finalmente, reacomodando los hombros en la esquina del asiento y cambiando de posición sus largas piernas embutidas en unas botas de montar embarradas de forma que no le quitaran espacio a las de ellas, aun cuando Claudia estaba muy consciente de esas piernas-, acerca de planes de empleo y esperanzas de éxito. ¿Qué me pueden decir de sus sueños? Todos soñamos. ¿Cómo serían sus vidas si pudieran hacer realidad sus deseos?
Flora contestó sin vacilar:
– Yo me casaría con un príncipe, viviría en un palacio, me sentaría en un trono de oro y usaría diamantes y pieles todo el día y dormiría en una cama de plumas.
Todos sonrieron.
– Pero no te sentarías en un trono, Fio -señaló Edna, la eterna realista-, a no ser que te casaras con un rey.
– Eso se puede arreglar sin problema -contestó Flora, sin amilanarse-. Su padre moriría trágicamente al día siguiente de nuestra boda. Ah, y mi príncipe tendría veinte hermanos menores, entre chicos y chicas, y yo un montón de hijos y todos viviríamos juntos en el palacio como una gran y alegre familia.
Suspiró con mucho sentimiento y luego se echó a reír.
A Claudia la conmovieron los últimos detalles; en realidad Flora estaba muy sola en la vida.
– Un sueño digno -dijo el marqués-. ¿Y usted, señorita Wood?
– Mi sueño es tener una tienda pequeña como la que tenían mis padres. Pero sería una librería. Viviría entre los libros todo el día y los vendería a personas que les gustaran tanto como me gustan a mí y… -Se ruborizó y se quedó callada.
En esa sola parrafada había encadenado más palabras de las que Claudia le había oído decir en todo el viaje.
– Y uno de esos clientes sería un apuesto príncipe -añadió Flora-. Pero no «mi» príncipe, Ed, por favor.
– Tal vez Edna sueña con algo más modesto -dijo Claudia-. Un hombre al que le gusten los libros y la ayude a llevar su librería.
– Eso sería tonto -dijo Flora-. ¿Por qué no aspirar a las estrellas si uno está soñando? ¿Y usted, milord? ¿Cuál es su sueño?
– Sí -dijo Edna, mirándolo con ojos ilusionados-. Pero ¿no lo tiene todo ya?
Entonces se ruborizó y se mordió el labio.
– Nadie lo tiene todo jamás -dijo él-, ni siquiera aquellos que tienen tanto dinero que no saben en qué gastarlo. Hay otras cosas de valor, no sólo las posesiones que puede comprar el dinero. A ver… ¿cuál es mi sueño más importante?
Se cruzó de brazos y estuvo un momento pensando. Y entonces Claudia, al mirarlo, vio la sonrisa en sus ojos.
– Ah, amor -dijo él-. Sueño con el amor, el amor de una familia, con una esposa e hijos que estén tan cerca de mí y me sean tan queridos como los latidos de mi corazón.
Eso encantó a las niñas. Edna suspiró ilusionada y Flora juntó las manos en el pecho. Claudia consideró esa respuesta con escepticismo; era evidente que la había formulado en honor a ellas. En realidad era una absoluta tontería y no un verdadero sueño.
– ¿Y usted, señorita Martin? -preguntó él, volviendo hacia ella sus ojos risueños.
La pilló desprevenida pensando en cómo sería estar tan cerca de él y serle tan querida como los latidos de su corazón.
– ¿Yo? -dijo, tocándose el pecho-. Ah, yo no tengo sueños. Y los que he tenido los he hecho realidad. Tengo mi escuela, mis alumnas y mis profesoras y profesores. Esos son sueños hechos realidad.
– Ah, pero no valen los sueños hechos realidad -dijo él-. ¿Verdad, señoritas?
– No -dijo Flora.
– No, señorita -dijo Edna al mismo tiempo-. Continúe.
– Este juego ha de jugarse según las reglas -añadió el marqués, reacomodando los hombros para poder mirarla de frente.
A esa distancia sus ojos se veían muy, muy azules.
¿Qué juego?, pensó Claudia. ¿Qué reglas? Pero no podía negar que le interesó oír los de los otros tres, concedió. Era el momento de ser buena persona.
Pero se sentía muy molesta.
– Ah, déjenme ver -dijo.
Se obligó a no ruborizarse ni a ponerse nerviosa. Eso le resultaba tremendamente embarazoso delante de dos de sus alumnas y un caballero aristócrata.
– Esperaremos -dijo el marqués-. ¿Verdad, señoritas?
– Sí -dijeron Edna y Flora al unísono.
– Tenemos todo el tiempo del mundo -añadió él.
– Ah -dijo Claudia al fin-. Mi sueño. Sí. Es vivir en el campo otra vez, en una casita con un techo de paja y malva loca, jacintos y rosas en el jardín. Cada cosa en su temporada, por supuesto.
– ¿Sola, señorita Martin?
A regañadientes ella lo miró a los ojos y vio que él estaba disfrutando inmensamente a costa de ella. Incluso estaba sonriendo de oreja a oreja, enseñando unos dientes blancos y perfectos. Si existía otro caballero más molesto, de ninguna manera deseaba conocerlo.
– Bueno, tal vez tendría un perrito -añadió.
Entonces arqueó las cejas y se permitió mirarlo con ojos risueños retándolo al mismo tiempo a insistirle en que se explayara más acerca del tema.
Él le sostuvo la mirada y se rió en voz baja, mientras Edna daba una palmada.
– Nosotros teníamos un perro -exclamó-. Yo lo quería sobremanera. Creo que debo incluir un perro en mi librería.
– Yo deseo tener caballos -dijo Flora-. Un establo lleno de caballos. Uno para cada día de la semana. Con bridas rojas que tintineen.
– Ah -dijo el marqués, desviando por fin los ojos para mirar por la ventanilla del lado de Claudia-. Veo que ha dejado de llover. Incluso hay un trozo de cielo azul ahí, pero será mejor que lo miren inmediatamente porque si no se lo van a perder. -Medio se levantó para golpear el panel delantero, y el coche se detuvo-. Volveré a mi caballo, para dejarlas, señoras, con algo de intimidad otra vez.
– Oh -dijo Edna, con visible pesar, y al instante se ruborizó, cohibida.
– Lo mismo que siento yo -dijo él-. Esta ha sido una hora muy agradable.
Una vez que bajó del coche y cerró la puerta, quedó el olor de su colonia, pero desapareció la animación que las había alentado a las tres cuando él estaba dentro, y pareció que el coche estaba húmedo y medio vacío. ¿Sería siempre así eso de estar en compañía masculina?, pensó Claudia, fastidiada. ¿Acaso la mujer llega casi a necesitar a los hombres, a echarlos de menos cuando no están cerca?
Pero afortunadamente recordó al señor Upton y al señor Huckerby, dos de sus profesores. No le bajaba el ánimo, ni notaba que a nadie le bajara, cuando ellos se marchaban a sus casas por la tarde. Y tampoco necesitaba al señor Keeble, a no ser para que fuera el portero de su escuela.
Resentida observó con qué facilidad el marqués de Attingsborough se instalaba en su silla, tan increíblemente apuesto como siempre. La verdad, le estaba tomando una intensa aversión. Los caballeros no tienen ningún derecho a hechizar a las damas que no tienen el menor deseo de ser hechizadas.
– Qué caballero más encantador y guapo -dijo Flora, suspirando y mirándolo también-. Si sólo tuviera diez o más años menos.
Edna también suspiró.
– Pronto llegaremos a Londres -dijo Claudia alegremente-, y volveremos a ver a la vizcondesa Whitleaf.
Susanna y Peter habían insistido en que las chicas se alojaran también en su casa de Grosvenor Square hasta que comenzaran su trabajo docente.
– Y al bebé -dijo Edna, animándose-. ¿Cree que nos permitirá verlo, señorita?
– Seguro que va a estar feliz de lucirlo -dijo Claudia, sintiendo una punzada de algo que se parecía desagradablemente a la envidia.
Susanna había dado a luz a Harry hacía sólo un mes.
– Espero que nos permita cogerlo en brazos -dijo Flora-. En el orfanato yo cogía en brazos a los bebés. Era mi actividad favorita.
El coche se puso en marcha y durante un rato corto el marqués cabalgó al lado. Bajó la cabeza para mirar el interior y sus ojos se encontraron con los de Claudia. Entonces sonrió y se tocó el ala del sombrero.
Ella deseó, deseó de verdad, de verdad, que él no fuera tan masculino. No todos los hombres lo eran. Eso no significaba necesariamente que fueran afeminados. Pero ese hombre poseía masculinidad en una injusta abundancia. Y él lo sabía, claro. Deseó ardientemente no volver a verlo después que llegaran a Londres. Su vida era tranquila, apacible. Le había llevado años conseguir ese estado de tranquilidad. No tenía el menor deseo de volver a sentir todas las perturbaciones y necesidades con las que había lidiado tan arduamente cuando era una veinteañera hasta por fin suprimirlas.
De verdad le molestaba el marqués de Attingsborough.
En cierto modo le recordaba que aparte de todo lo que había logrado durante los últimos quince años, también era mujer.