CAPÍTULO 19

Las palabras de lady Sutton y de la señorita Hunt hirieron a Claudia como un cuchillo. Aunque las dijeron con inquina, ella no podía defenderse de ninguna manera; era terriblemente culpable. Se había ido a caminar con Charlie, ah, sí, con sus «superiores», cuando debería haber estado vigilando a Lizzie.

Pero tal vez más que el insulto personal y el sentimiento de culpabilidad, sintió una furia intensa e impotente por el menosprecio con que hablaron de sus preciosas niñas, estando ellas cerca, oyéndolo. Pero no podía decir nada en su defensa tampoco. Tal vez lady Ravensberg podría haber intervenido para informar a la señorita Hunt que las niñas estaban ahí por expresa invitación de ella, pero se le adelantó el marqués de Attingsborough: «Lizzie Pickford es mi hija. Y la quiero más que a mi vida».

La furia y la culpabilidad quedaron olvidadas, reemplazadas por una profunda pena. Le puso una mano en el brazo y miró a Lizzie algo preocupada.

La mayoría de los niños más pequeños continuaban jugando con la incansable energía de su edad y totalmente inconscientes del drama que se desarrollaba cerca. Pero el bullicio que hacían sólo parecía acentuar el horroroso silencio que descendió sobre los demás.

La coja y guapa lady Muir fue la primera en romperlo:

– Vamos, Wilma -dijo-, ¿ves lo que has hecho ahora? Y usted también, señorita Hunt. Oh, de verdad, debería daros vergüenza.

– Las alumnas de la señorita Martin -dijo la condesa de Redfield- están aquí por expresa invitación mía.

– Y mía -añadió lady Ravensberg-. Ha sido un placer tenerlas. A «todas».

El duque de Anburey se puso de pie y todos guardaron silencio.

– ¿Qué es esto? -preguntó, con un entrecejo feroz, aunque al parecer no esperaba respuesta-. ¿Un hijo mío haciendo esa admisión tan vulgar ante estas personas? ¿Delante de lord y lady Redfield en su propia casa? ¿Delante de su madre y su hermana? ¿Delante de su prometida? ¿Delante de todo el mundo?

Claudia bajó la mano hasta el costado.

Lizzie escondió la cara en el chaleco de su padre.

– Nunca en mi vida había sido más insultada que aquí esta tarde -dijo la señorita Hunt-. ¿Y se espera que tolere «esto»?

– Cálmese, mi querida señorita Hunt -dijo la condesa de Sutton, dándole una palmadita en el brazo-. Estoy muy avergonzada de ti, Joseph, y sólo puedo esperar que hayas hablado en el calor del momento y ya estés arrepentido. Creo que procede una disculpa pública a mi padre, a la señorita Hunt y a lady Redfield.

– Pido disculpas -dijo él-, por la aflicción que he causado y por la forma en que finalmente he reconocido a Lizzie. Pero no puedo lamentar que sea mi hija, ni que yo la quiera.

– Oh, Joseph -dijo la duquesa de Anburey, que se había levantado junto con su marido, acercándose a él-. ¿Esta niña es tuya? ¿Tu hija? ¿Mi nieta?

– ¡Sadie! -exclamó el duque en tono severo.

– Qué hermosa es -dijo ella, acariciando la mejilla de Lizzie con el dorso de la mano-. Cuánto me alegra que esté bien y a salvo. Todos estábamos terriblemente preocupados por ella.

– Sadie -repitió el duque.

El vizconde Ravensberg se aclaró la garganta.

– Sugiero que esta conversación continué en el interior de la casa -dijo-, donde las personas más involucradas puedan hablar más en privado. Y creo que sería conveniente que Lizzie no siga bajo este sol. ¿Lauren?

– Yo iré por delante -dijo la vizcondesa-, y buscaré una habitación tranquila donde pueda acostarse a dormir. Se ve agotadísima, pobre niña.

– La llevaré a mi habitación, si me lo permites, Lauren -dijo el marqués de Attingsborough.

El duque de Anburey ya había cogido del brazo a la duquesa y la llevaba en dirección a la casa. La señorita Hunt se recogió la falda y se giró para seguirlos. Lady Sutton se cogió de su brazo y fue con ella. Lord Sutton se situó al otro lado de la señorita Hunt.

– ¿Te la llevo, Joe? -se ofreció el conde de Kilbourne.

Joseph negó con la cabeza.

– No, pero gracias, Nev.

Avanzó unos pasos en dirección a la casa y de pronto se detuvo y miró atrás, a Claudia.

– ¿Viene con nosotros? ¿Me hará el favor de acompañar a Lizzie mientras yo no esté?

Ella asintió y echó a caminar a su lado. Qué terrible final de la merienda para aquellos que quedaban atrás, pensó. Aunque tal vez no. Esa tarde no se iba a olvidar en mucho tiempo, seguro. Sin duda sería el tema de animada conversación durante días y días, e incluso semanas.

Era una solemne procesión la que avanzaba hacia la casa, a excepción de Horace, que corría delante y volvía, resollando y con la lengua colgando, como si ese fuera un juego totalmente organizado para su diversión. Los vizcondes Ravensberg venían detrás de ellos y les dieron alcance cuando se acercaban a la casa.

– ¿Donde la encontrasteis, Joseph? -preguntó la vizcondesa en voz baja.

– Hay una cabañita en el bosque al otro lado del puente -dijo él-. Ahí estaba.

– Ah -dijo el vizconde-, debió olvidársenos cerrar la puerta con llave la última vez que estuvimos ahí, Lauren. A veces nos olvidamos.

– Y menos mal que nos olvidamos -dijo ella-. Es tan encantadora, Joseph, y, claro, se parece a ti.

Entonces llegaron a la casa y el vizconde los llevó a todos a la biblioteca.

Joseph no los siguió. Subió la escalera y Claudia lo acompañó hasta su habitación, un cómodo dormitorio para huéspedes con vistas al jardín de flores del lado este y las colinas más allá. Claudia echó atrás las mantas de la cama con dosel y él depositó a Lizzie en el centro. Después se sentó a su lado y le cogió la mano.

– Papá, se lo has dicho a todos -dijo ella.

– Sí, lo he hecho, ¿no?

– Y ahora todos me van a odiar.

– Mi madre no te odia, y el primo Neville tampoco. Tampoco te odia la prima Lauren, que acaba de decirme que eres encantadora y te pareces a mí. Si hubieras podido ver hace unos minutos, te habrías dado cuenta que la mayoría de las personas te miraban con simpatía y compasión, y felicidad porque estabas a salvo.

– «Ella» me odia. La señorita Hunt.

– Creo que en estos momentos es a mí a quien odia, Lizzie.

– ¿Las niñas me van a odiar?

Contestó Claudia:

– Molly no. Sólo hace un momento estaba llorando, de felicidad por volver a verte. De las demás no sabría decirlo, pero te diré lo siguiente. No creo que sea bueno intentar ganar el amor de los demás simulando ser lo que no somos. Tú no eres una huérfana mantenida por la caridad, ¿verdad? Tal vez es mejor que nos arriesguemos a que nos quieran, o no, por lo que verdaderamente somos.

– Soy hija de mi papá.

– Sí.

– Su hija «bastarda».

Claudia vio que él fruncía el ceño y abría la boca para hablar. Se le adelantó:

– Sí -concedió-, pero esa palabra sugiere a una persona a la que se considera una molestia y no es amada. A veces es importante elegir bien las palabras, y una de las maravillas de la lengua es que casi siempre hay varias palabras para expresar lo mismo. Sería más apropiado, tal vez, decir que eres la hija ilegítima de tu papá o, mejor aún, su hija del amor. Eso es exactamente lo que eres. Aunque no es necesariamente «quien» eres. A ninguno de nosotros se nos puede definir por etiquetas, ni siquiera por cien o mil de ellas.

Lizzie sonrió y le acarició la cara a su padre.

– Soy tu hija del amor, papá.

– Ciertamente -dijo él. Le cogió la mano y le besó la palma-. Ahora debo bajar, cariño. La señorita Martin se quedará contigo, aunque creo que no tardarás en quedarte dormida. Has tenido un día ajetreado.

Ella abrió la boca en un largo bostezo, como para confirmar que tenía razón.

Él se levantó y miró a Claudia. Ella le sonrió pesarosa. Él medio se encogió de hombros y salió de la habitación sin decir otra palabra.

– Mmm -musitó Lizzie, al mismo tiempo en que Horace subía de un salto a la cama y se echaba a su lado-, la almohada huele a mi papá.

Claudia miró a Horace, que la estaba mirando como si se sintiera absolutamente feliz, con la cabeza apoyada en las patas. Si no se hubiera precipitado a defenderlo esa tarde en Hyde Park, pensó, tal vez no habría sucedido nada de lo ocurrido. Qué extraño es el destino y la cadena de incidentes aparentemente sin importancia y no relacionados que llevan inexorablemente a un desenlace importante.

Lizzie volvió a bostezar y casi al instante se quedó dormida.

¿Y ahora qué?, pensó Claudia. ¿Se llevaría a Lizzie con ella cuando volviera con Eleanor y las niñas a la escuela dentro de una semana o algo así? ¿Aun sabiendo que la niña no quería ir? ¿Había alguna otra opción para la niña y para ella? ¿Qué opciones tenía esta niña? Sólo podía imaginarse lo que estaba ocurriendo abajo en la biblioteca. Y ella, ¿qué opción le quedaba? Quería a Lizzie.

Pasados unos diez minutos más o menos, sonó un suave golpe en la puerta, esta se abrió y entraron Susanna y Anne de puntillas, sin esperar respuesta.

– Ah -dijo Susanna en voz baja mirando hacia la cama-, está durmiendo. Me alegro por ella. Parecía estar conmocionada ahí junto al lago.

– Pobre niña -dijo Anne, mirando hacia Lizzie también-. Esto ha sido un triste final de la tarde para ella. Pero antes se lo ha pasado maravillosamente. Unas cuantas veces estuve a punto de llorar sólo con verla divertirse.

Las tres fueron a sentarse junto a la ventana, a cierta distancia de la cama.

– Todos se están marchando -dijo Susanna-. Todos los niños deben de estar agotadísimos. Ya es casi el crepúsculo. Han jugado horas y horas sin parar.

– Lizzie ha dicho que tiene miedo de que ahora todos la odien.

– Todo lo contrario -dijo Anne-. La revelación ha sido bastante impresionante, en especial para Lauren, Gwen y el resto de la familia de lord Attingsborough, pero creo que la mayoría de las personas están secretamente encantadas de que sea su hija. Todos le han tomado mucho cariño, en todo caso.

– He estado pensando -dijo Claudia-, si Lizzie seguirá siendo bien recibida en Lindsey Hall. Al fin y al cabo la llevé allí con engaños.

– Oí al duque de Bewcastle decirle a la duquesa que algunas personas piden a gritos un buen tapabocas y que es gratificante verlas recibir su merecido. Era evidente que se refería a lady Sutton y a la señorita Hunt.

– Y lady Hallmere declaró públicamente -añadió Anne-, que la revelación del marqués ha sido el momento más espléndido de esta o cualquier tarde que ella recuerde. Y todos deseaban saber qué le llevó a Lizzie a extraviarse y dónde la encontrasteis. ¿Dónde estaba?

Claudia lo explicó.

– Supongo que en Londres visitaste a Lizzie, Claudia -dijo Susanna.

– Varias veces.

– Tal como supuse -dijo Susanna, suspirando-. Y ahí se va mi teoría de que Joseph tenía que estar enamorándose de ti si te llevaba a pasear en coche tan a menudo. Pero tal vez sea mejor así. Vuestro romance habría tenido un trágico final, ¿verdad?, puesto que él estaba obligado por honor a proponerle matrimonio a la señorita Hunt. Aunque mi opinión de ella se deteriora más con cada día que pasa.

Claudia vio que Anne la estaba mirando fijamente.

– Yo no estoy tan segura de que se haya evitado la tragedia, Susanna -dijo Anne entonces-. Sin tomar en cuenta su apariencia, el marqués de Attingsborough es un caballero inmensamente encantador. Y el atractivo de cualquier hombre sólo puede aumentar cuando se le ve tan consagrado a su hija. ¿Claudia?

– ¡Qué tontería! -exclamó esta en tono enérgico, aunque sin olvidar no elevar el volumen de la voz-. Entre el marqués y yo sólo hay un asunto de negocios. Él desea colocar a Lizzie en mi escuela y yo la traje aquí a pasar unas semanas con Eleanor y las otras niñas a modo de prueba. No hay nada más entre nosotros. Nada en absoluto.

Pero sus dos amigas la estaban mirando con profunda compasión en los ojos, como si ella acabara de confesar una pasión eterna por él.

– Uy, Claudia, cuánto lo siento -dijo Susanna-. Con Frances nos reímos e hicimos bromas sobre eso en Londres, recuerdo, pero no tenía nada de divertido. Perdona.

Anne simplemente le cogió la mano y se la apretó.

– Bueno -dijo Claudia, con la voz todavía enérgica-, siempre he dicho que los duques no son otra cosa que un problema, ¿verdad? El marqués de Attingsborough no es duque todavía, pero de todos modos yo tendría que haber echado a correr y no parar hasta ponerme a mil millas de distancia en el instante mismo en que posé los ojos en él.

– Y eso fue por culpa mía -dijo Susanna.

Y ahora ya no podía seguir negándoles la verdad, pensó Claudia. Sería el objeto de su lástima eternamente. Cuadró los hombros y apretó los labios.


Un lacayo abrió la puerta de la biblioteca, Joseph entró y descubrió que ahí sólo se encontraban sus padres. Su madre estaba sentada junto al hogar; su padre paseando con las manos cogidas a la espalda, pero se detuvo al verlo, con un marcado entrecejo.

– ¿Bien? -dijo, pasados unos segundos en que se miraron en silencio-. ¿Qué tienes que decir?

Joseph continuó donde estaba, junto a la puerta cerrada.

– Lizzie es mi hija -dijo-. Tiene casi doce años, aunque parece más pequeña. Nació ciega. La he albergado y mantenido. He formado parte de su vida desde el principio. La quiero.

– La encuentro una niña muy linda y encantadora, Joseph -dijo su madre-. Pero qué lástima que sea…

El duque la hizo callar con una mirada.

– No te he pedido una historia, Joseph -dijo-. Por supuesto que has asumido la responsabilidad de mantener a tu hija bastarda. No esperaría menos de un caballero ni de un hijo mío. Lo que «necesito» que me expliques es la presencia de esa niña en este vecindario y su aparición en Alvesley esta tarde, donde era seguro que la verían tu madre, tu hermana y tu prometida.

Como si Lizzie fuera algo contaminado, pensó Joseph. Pero claro, lo era en opinión de la buena sociedad.

– Tengo la esperanza de inscribirla en la escuela de la señorita Martin -explicó-. Su madre murió a fines del año pasado. Lauren invitó a la señorita Martin y a la señorita Thompson a traer a las niñas a la merienda de esta tarde.

– ¿Y a ti no se te ocurrió informarlas de que sería el colmo de la vulgaridad traer a la niña ciega con ellas? -preguntó su padre; tenía la cara roja de furia y le palpitaba una vena visible en la sien-. No intentes responder; no deseo oír la respuesta. Y no intentes explicar tu horrorosa declaración después que Wilma y la señorita Hunt reprendieron a esa maestra de escuela. No puede haber explicación para eso.

– Webster, cálmate -dijo su madre-. Te vas a poner enfermo otra vez.

– Entonces sabrás, Sadie, de quien será la culpa.

Joseph frunció los labios.

– Lo que exijo -continuó su padre volviendo la atención a él-, es que a partir de hoy ni tu madre, ni Wilma ni la señorita Hunt oigan otra palabra más de tus asuntos privados. Le pedirás disculpas a tu madre, estando yo presente. Pedirás disculpas a Wilma, a lady Redfield, a Lauren y a la duquesa de Bewcastle, cuya casa has mancillado atrozmente. Harás las paces con la señorita Hunt y le asegurarás que nunca volverá a oír hablar de este asunto.

– Mamá -dijo Joseph, mirándola; ella tenía juntas las manos en el pecho-. Hoy te he causado aflicción, en la merienda y ahora. Lo siento mucho.

– Vamos, Joseph -dijo ella-, tienes que haberte sentido desesperado, más preocupado que ninguno de nosotros cuando esa pobre niña desapareció. ¿Se ha hecho daño?

– Sadie -dijo el duque, con un ceño feroz.

– Conmoción y agotamiento, mamá -dijo Joseph-, pero ninguna lesión física. La señorita Martin la está acompañando. Supongo que ya se ha dormido.

– Pobre niña -repitió ella.

Joseph miró a su padre.

– Iré a buscar a Portia -le dijo.

– Está con tu hermana y Sutton en el jardín de flores.

Era a él a quien censuraba su padre, se dijo cuando salió de la biblioteca: su conducta al permitir que trajeran a Lizzie a Lindsey Hall y a Alvesley ese día, donde necesariamente estaría en compañía de sus familiares y su prometida. Y su conducta al permitirse responder a una provocación reconociendo públicamente que Lizzie era su hija.

No era a Lizzie a quien había censurado su padre. Aunque, condenación, era como si lo fuera.

«Tu hija bastarda.»

«La niña ciega.»

Y casi le parecía que debería sentirse avergonzado. Había transgredido las leyes no escritas pero bien entendidas de la sociedad. «Tus asuntos privados» llamó su padre a sus secretos, como si se esperara que todos los hombres los tuvieran. Pero no se avergonzaría. Admitir que había actuado mal sería negarle a Lizzie el derecho a estar con los demás niños y con él.

La vida no es fácil: profundo pensamiento para el día.

Tal como dijera su padre, encontró a Portia en el jardín de flores sentada con Wilma y Sutton. Wilma lo miró como si quisiera apuñalarlo con la mirada.

– Nos has insultado a todos de una manera intolerable, Joseph -dijo-. Hacer una confesión como esa habiendo tantas personas escuchando. Nunca en mi vida me había sentido más humillada. Espero que estés avergonzado.

Él deseó poder decirle que se callara, como le dijo Neville antes, pero ella tenía a su favor la moralidad. Incluso para Lizzie, su reconocimiento fue precipitado e inoportuno.

Aunque decir esas palabras había sido más liberador que cualquier otra cosa que hubiera dicho jamás, comprendió de repente.

– ¿Y qué le puedes decir a la señorita Hunt? -continuó Wilma-. Tendrás mucha suerte si ella se digna a escucharte.

– Creo, Wilma, que lo que tengo que decirle y lo que conteste ella deberá ser en privado.

Ella hizo una inspiración como si tuviera la intención de discutirle. Pero Sutton se aclaró la garganta y le cogió el codo; ella se levantó y, sin decir otra palabra, echó a andar con él en dirección a la casa.

Portia, todavía con el vestido de muselina amarillo prímula que llevaba en la merienda, se veía tan descansada y hermosa como estaba al comienzo de la tarde. También se veía serena y segura de sí misma.

Él la contempló, pensando en su dilema. La había agraviado. La había humillado delante de un numeroso grupo de familiares y amigos. Pero ¿cómo podía pedirle disculpas sin renegar en cierto modo de Lizzie?

Ella habló primero:

– Nos ordenó que nos calláramos a lady Sutton y a mí.

¡Santo Dios! ¿Eso hizo?

– Te pido perdón -dijo-. Fue cuando Lizzie estaba desaparecida, ¿verdad? Estaba loco de preocupación. Eso no disculpa la descortesía, por supuesto. Perdóname, por favor. Y tendrás la amabilidad de perdonarme…

– No deseo volver a oír «ese» nombre, lord Attingsborough -dijo ella con serena dignidad-. Esperaré que ordene que se la lleven de aquí y de Lindsey Hall mañana a más tardar, y entonces veré si decido olvidar todo este lamentable incidente. No me importa adonde la envíe o envíe a otros como ella ni a… ni a las mujeres que los produjeron. Eso no necesito ni deseo saberlo.

– No hay otros hijos, ni amantes -dijo él-. ¿La revelación de esta tarde te llevó a creer que soy promiscuo? Te aseguro que no lo soy.

– Las clamas no somos tontas, lord Attingsborough, por ingenuas que pueda creernos. Sabemos muy bien de las pasiones animales de los hombres y estamos muy contentas de que las desahoguen con toda la frecuencia que quieran, siempre que no sea con nosotras y siempre que no se sepa. Lo único que pedimos, lo único que «yo» pido, es que se respeten los cánones sociales.

¡Buen Dios! Se le heló la sangre. Pero sin duda la verdad la haría sentirse mejor, le quitaría un tanto la convicción de que se iba a casar con un animal bajo el delgado disfraz de caballero.

– Portia -dijo mirándola desde arriba, pues no se había sentado-. Soy firme partidario de las relaciones monógamas. Después que nació Lizzie continué con su madre hasta su muerte el año pasado. Por eso no me he casado. Después de nuestra boda te seré fiel todo el tiempo que vivamos.

Ella lo miró y de repente él cayó en la cuenta de que sus ojos eran muy distintos de los de Claudia; no tenían profundidad, y si había alguna fortaleza de carácter en ellos, alguna emoción, no se veían trazas.

– Usted hará lo que le plazca, lord Attingsborough, como todos los hombres tienen derecho a hacer. Lo único que pido es que lo haga con discreción. Y le pido la promesa de que esa niña ciega se marchará de aquí hoy y de Lindsey Hall mañana.

«Esa niña ciega.»

Se alejó unos cuantos pasos de ella, dándole la espalda, y se detuvo a mirar un cuadro de jacintos que crecían arrimados a una espaldera. Era una petición justificada, supuso. A ella, y probablemente a toda la gente de Alvesley y Lindsey Hall, debía parecerles de muy mal gusto tener a Lizzie cerca.

Pero Lizzie era una persona; una niña inocente. Y era suya.

– No -dijo-. No puedo hacer esa promesa, lo siento, Portia.

El silencio de ella fue más acusador de lo que habrían sido las palabras.

– He respetado los cánones sociales todos estos años -continuó-. Mi hija tenía a su madre y una casa cómoda en Londres, y yo podía verla siempre que quisiera, que era todos los días cuando estaba en la ciudad. Nunca le hablé de ella a nadie, a excepción de Neville, y nunca la llevé a ningún lugar donde pudieran vernos juntos. Aceptaba que así era como debía ser. Nunca tuve ningún verdadero motivo para poner en tela de juicio los dictámenes de la sociedad hasta que murió Sonia y Lizzie quedó sola.

– No deseo oír nada de eso -dijo Portia-. Es muy indecoroso.

– Aún no tiene doce años -continuó él-. Aun es muy pequeña para tener cierta independencia, incluso en el caso de que no fuera ciega. -Se giró a mirarla-. Y la quiero. No puedo expulsarla de la periferia de mi vida, Portia. Y no lo haré. Pero mi peor error, lo comprendo ahora, fue no haberte hablado de ella antes. Tenías derecho a saberlo.

Ella estuvo callada un buen rato. Estaba sentada inmóvil como una estatua, increíblemente delicada y hermosa.

– Creo que no puedo casarme con usted, lord Attingsborough -dijo al fin-. No tengo el menor deseo de saber nada de una niña como esa, y sólo me sorprende que piense que debería haberme informado de la existencia de esa horrenda criatura que ni siquiera «ve». No toleraré oír nada más acerca de ella, y no toleraré saber que sigue aquí o en Lindsey Hall. Si no puede prometer que ordenará que se la lleven y si no puede prometer que nunca volveré oír hablar de ella, debo retirar mi aceptación de su proposición.

Curiosamente, tal vez, él no se sintió aliviado. Otro compromiso roto para ella, aun cuando para la alta sociedad sería evidente que ella no había tenido la culpa en ninguno de los dos, la convertiría casi en incasable. Y ya no era tan jovencita; ya debía tener unos veinticinco años. Y a los ojos de la sociedad, sus exigencias parecerían sensatas.

Pero… «esa horrenda criatura».

Lizzie.

– Lamento oír eso -dijo-. Te ruego que lo reconsideres. Soy el mismo hombre de siempre. Engendré a Lizzie muchísimo antes de conocerte.

Ella se puso de pie.

– No lo entiende, ¿verdad, lord Attingsborough? No «tolero» oír ese nombre. Ahora iré a escribirle a mi padre. No estará complacido.

– Portia…

– Creo que ya no tiene ningún derecho a tutearme llamándome por mi nombre de pila, milord.

– ¿Está roto nuestro compromiso, entonces?

– No logro imaginarme nada que me haga reconsiderarlo -contestó ella, se giró y echó a andar hacia la casa.

Él se quedó donde estaba, mirándola.

Y sólo cuando desapareció de su vista sintió los comienzos de la euforia.

¡Estaba libre!

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