– Esta noche pareces muy distraído, cariño. ¿Estás bien? -dijo Cleo.
Roy estaba sentado en uno de los enormes sofás rojos del salón de la casa de Cleo, en un barrio de almacenes reconvertidos, y Humphrey, que ganaba tamaño y peso día a día, estaba sentado encima de él. El negro cachorro, acomodado sobre su regazo, tiraba de las hebras de lana del ancho suéter que llevaba puesto, como si el juego consistiera en deshacerlo por completo antes de que su amo se diera cuenta. Y el plan estaba funcionando, porque Roy estaba tan absorto leyendo las notas de la Operación Houdini que no se había dado cuenta de lo que hacía el perro.
La primera agresión sexual registrada de aquella operación había sido el 15 de octubre de 1997. Había sido un ataque frustrado a una joven a última hora de la noche, en un twitten -un estrecho callejón- del barrio de North Laine, en Brighton. Un hombre que paseaba a su perro acudió a su rescate antes de que el agresor le hubiera podido quitar las medias, pero se escapó con uno de los zapatos. La siguiente vez, desgraciadamente, tuvo más éxito. Una mujer que había asistido a final de mes a un baile de Halloween en el Grand Hotel fue interceptada en el pasillo del hotel por un hombre disfrazado de mujer, y el personal del establecimiento no la encontró hasta la mañana siguiente, atada y amordazada.
Cleo, hecha un ovillo en el sofá de enfrente, vestida con un poncho de pelo de camello sobre unos leotardos negros de lana, estaba leyendo un libro sobre la Grecia antigua para su curso a distancia de filosofía en la Open University, rodeada de páginas de apuntes suyos, a mano y a máquina, todos cubiertos de post-its amarillos. Su largo cabello rubio le iba tapando la cara, y cada pocos minutos se lo echaba atrás con la mano. A Grace le encantaba verle hacer aquello.
Un CD de Ruarri Joseph sonaba en el equipo de música; en la tele, silenciada, Sean Connery agarraba a una bella mujer en una maniobra de emergencia en Operación Trueno. Durante toda la semana, desde Navidad, a Cleo se le había antojado el korma de gambas, y estaban esperando que les trajeran la cena a domicilio, su cuarto curri en cinco días. A Grace no le importaba, pero esta noche iba a darle a su organismo un descanso con un sencillo pollo tandoori.
En la mesa también había uno de los regalos de Navidad de Grace para Cleo, una gran pecera que sustituía a la que había roto un intruso que había entrado en la casa el año anterior. Su inquilino, al que ella había bautizado como Pez-2, estaba muy ocupado explorando con frenéticos aleteos el entorno, compuesto por algas y un minúsculo templo griego sumergido. A su lado estaban apilados los tres libros que Glenn le había regalado: 100 consejos básicos para tíos que quieran sobrevivir al embarazo, El futuro padre y ¡Tú también estás embarazado, colega!
– Sí, me encuentro bien -dijo él, levantando la vista y sonriendo.
Cleo le devolvió la sonrisa y él sintió tal acceso repentino de felicidad y serenidad que deseó poder parar el reloj y congelar el tiempo para que aquel momento durara eternamente.
«Y yo preferiría hacerte compañía», cantaba Ruarri Joseph acompañado de su guitarra acústica. «Sí, yo preferiría hacerte compañía a ti, mi querida Cleo, que a cualquier otra persona de este planeta», pensó Grace.
Quería quedarse ahí, en aquel sofá, en aquella habitación, contemplando con anhelo a aquella mujer que tanto amaba, que llevaba dentro a su hijo; deseaba que aquello no acabara nunca.
– Es Año Nuevo -le recordó Cleo, levantando su vaso de agua y dando un sorbito-. ¡Creo que deberías dejar de trabajar y relajarte! Todos volveremos al ajetreo del trabajo el lunes.
– Sí, claro, bonito ejemplo das tú, trabajando en tus cursos para la universidad. ¿Eso es relajante?
– ¡Sí que lo es! Me encanta. Para mí no es trabajo. Lo que tú estás haciendo «sí» que es trabajo.
– Alguien debería decirles a los criminales que no se les permite delinquir en festivo -respondió él con una mueca.
– Sí, y alguien debería decirles a los viejos que no se murieran en Navidades. ¡Es antisocial! ¡Los forenses también tenemos derecho a vacaciones!
– ¿Cuántos hay hoy?
– Cinco. Pobres desgraciados. Bueno, en realidad tres de ellos fueron ayer.
– Así que tuvieron el detalle de esperar a Navidad.
– Pero no podían afrontar la perspectiva de otro año.
– ¿Has leído algo de Ernest Hemingway? -quiso saber ella.
Grace sacudió la cabeza, perfectamente consciente de lo ignorante que era él en comparación con Cleo. Había leído muy poco en su vida.
– Es uno de mis escritores favoritos. ¡Un día voy a pasarte algo para que lo leas! Escribió: «El mundo quiebra a todos, y después algunos se tornan más fuertes por las partes rotas». Ese eres tú. Eres más fuerte, ¿o no?
– Eso espero… Pero a veces me lo pregunto.
– Ahora tienes que ser más fuerte que nunca, señor superintendente -añadió ella, dándose unas palmaditas en el vientre-. Somos dos los que te necesitamos.
– ¡Y son muchos los muertos que te necesitan a ti! -respondió él.
– ¡Tú también tienes muchos muertos que te necesitan!
Volviendo a mirar el dosier, pensó que, muy a su pesar, aquello era cierto. Todas aquellas cajas azules y verdes por el suelo de su despacho… La mayoría de ellas representaban a víctimas que esperaban, más allá de la tumba, a que él llevara a sus agresores ante la justicia.
¿Vería Nicola Taylor, la víctima de violación de hoy, al hombre que le había hecho aquello respondiendo ante la justicia? ¿O acabaría un día convertida en una simple etiqueta de plástico en uno de aquellos dosieres de casos fríos?
– Estoy leyendo algo sobre un estadista griego llamado Pericles -dijo ella-. No era exactamente un filósofo, pero dijo algo muy cierto: «Lo que dejas atrás no es lo que queda grabado en monumentos de piedra, sino lo que tejiste en la vida de los demás». Ese es uno de los muchos motivos por los que te quiero, superintendente Grace. Vas a dejar cosas buenas tejidas en las vidas de los demás.
– Eso intento -dijo él, y volvió a posar la mirada en los dosieres sobre el Hombre del Zapato.
– Pobrecito mío, realmente hoy tienes la cabeza en otra parte.
El se encogió de hombros.
– Lo siento. Odio a los violadores. La visita a Crawley ha sido bastante dura.
– En realidad no me has hablado de ello.
– ¿Quieres oírlo?
– Sí que quiero. Quiero saber todo lo que llega a tus oídos de este mundo en el que va a nacer nuestro hijo. ¿Qué le hizo ese hombre?
Grace cogió su botella de Peroni del suelo, la apuró de un trago y podría haber hecho lo mismo con otra. Pero en lugar de hacerlo, la dejó de nuevo en el suelo y pensó en la escena de la mañana.
– La hizo masturbarse con el tacón del zapato. Era un zapato de diseño muy caro. Marc Joseph o algo así.
– ¿Marc Jacobs?
– Sí. -Asintió-. Eso es. ¿Son caros?
– Es uno de los diseñadores más cotizados. ¿Hizo que se masturbara? ¿Usando el tacón como un consolador?
– Sí. ¿Sabes mucho sobre zapatos? -preguntó él, algo sorprendido.
Le encantaba cómo se vestía Cleo, pero cuando salían juntos ella casi nunca miraba los escaparates de zapatos o de ropa. Sandy lo hacía constantemente, a veces hasta el punto de aburrirle.
– ¡Roy, cariño, «todas» las mujeres «saben» de zapatos! Son parte de la feminidad de una mujer. ¡Cuando una mujer se pone un par de zapatos estupendos, se siente atractiva! ¿Así que el tipo se quedó mirándola mientras se hacía eso?
– Eran tacones de aguja, de quince centímetros. Le hizo meterse el tacón hasta dentro una y otra vez, mientras él se tocaba.
– Eso es horrible. ¡Cabrón pervertido!
– La cosa no acaba ahí.
– Cuéntame.
– Le hizo darse la vuelta, boca abajo, y le metió el tacón por atrás. ¿Vale? ¿Te basta?
– ¿Así que en realidad no la violó…, tal como suele entenderse?
– Sí que lo hizo, pero eso fue después. Y le costó conseguir una erección.
Cleo se quedó unos momentos pensando en silencio, y luego dijo:
– ¿Por qué, Roy? ¿Qué es lo que hace que alguien se vuelva así?
El se encogió de hombros.
– He hablado con un psicólogo esta tarde. Pero no me ha dicho nada que no supiera. Las violaciones cometidas por extraños (como parece que es el caso) raramente son una cuestión sexual. Tienen que ver, más bien, con un odio hacia las mujeres y con la voluntad de imponerse a ellas.
– ¿Crees que hay alguna conexión entre la persona que hizo esto y tu caso del Hombre del Zapato?
– Por eso lo estoy leyendo. Podría ser una coincidencia. O un imitador. O el violador de entonces, que vuelve a delinquir.
– ¿Y tú qué crees?
– El Hombre del Zapato les hizo cosas así a algunas de sus víctimas. También tenía problemas para conseguir una erección. Y siempre se llevaba uno de los zapatos de sus víctimas.
– La mujer de hoy… ¿También se llevó uno de sus zapatos?
– Se llevó los dos, y toda su ropa. Y por lo que ha dicho la víctima hasta ahora, parece que podría ser un travestido.
– Así que hay una ligera diferencia.
– Sí.
– ¿Y a ti qué te parece? ¿Qué te dice tu olfato de poli?
– Que no saque conclusiones precipitadas. Pero… -Se quedó en silencio.
– ¿Pero?
Se quedó mirando el dosier.