A Yac no le gustaban los borrachos, y mucho menos las guarrillas borrachas. Y menos aún, las guarrillas borrachas que se metían en su taxi. Especialmente a una hora tan temprana de la noche del sábado, cuando estaba ocupado leyendo las últimas noticias sobre el Hombre del Zapato en el Argus.
Y ahí tenía cinco chicas borrachas, todas sin abrigo, todas con vestiditos mínimos, con las piernas al aire, luciendo las tetas, los tatuajes y los piercings de los ombligos. ¡En enero! ¿No notaban el frío?
Solo estaba autorizado a llevar a cuatro. Se lo había dicho, pero se las había encontrado demasiado borrachas como para que le escucharan, amontonadas unas contra otras en la parada de East Street, gritando, cacareando, riéndose compulsivamente y diciéndole que las llevara al muelle.
El taxi se había llenado de sus olores: Rock'n Rose, Fuel for Life, Red Jeans, Sweetheart y Shalimar. Los reconocía todos. Ajá. En particular, reconocía el Shalimar.
El perfume de su madre.
Les dijo que no había más que un paseo, que con el tráfico de los sábados por la noche habrían llegado antes a pie, pero ellas habían insistido.
– ¡Hace un frío de perros, por Dios! -había respondido una de ellas.
Era una gordita, la que llevaba el Shalimar, con una tupida melena rubia y unos pechos medio descubiertos que daban la impresión de haber sido hinchados con un compresor para bicicleta. Le recordó un poco a su madre. Había algo en su rotundidad, en sus formas y en el color de su pelo…
– Sí -dijo otra-. Un frío de cojones.
Otra encendió un cigarrillo. Yac sintió el olor acre. Aquello también iba contra la ley, y se lo dijo mirándola, enojado, en el espejo.
– ¿Quieres una calada, guapetón? -dijo ella, con un mohín, al tiempo que le tendía el cigarrillo.
– Yo no fumo.
– Ya. Eres demasiado joven, ¿no? -dijo otra.
Y se echaron a reír con estridentes carcajadas.
Estuvo a punto de llevarlas hasta las ruinas del West Pier, casi un kilómetro más allá, solo para enseñarles que no debían meterse con el medio de vida de un pobre taxista. Pero no lo hizo, solo por un motivo.
Los zapatos y el perfume que llevaba la gordita.
Unos zapatos que le gustaban especialmente: Jimmy Choo, negros y plateados. Talla cuatro. Ajá. La talla de su madre.
Yac se preguntó qué aspecto tendría desnuda, con solo aquellos zapatos. ¿Se parecería a su madre?
Al mismo tiempo, se preguntó si el lavabo de su casa tendría la cisterna alta o baja. Pero lo malo de la gente borracha era que no se podía tener una conversación normal con ellos. Sería una pérdida de tiempo. Condujo en silencio, pensando en los zapatos. Aspirando su perfume. Mirándola por el espejo. Pensando, cada vez más, lo mucho que se parecía a su madre.
Giró a la derecha por North Street y cruzó Steine Gardens. Se detuvo en el semáforo y luego giró a la derecha y esperó su turno en la rotonda, para llegar después a las llamativas luces del Brighton Pier.
El taxímetro marcaba 2,40 libras. Había estado esperando en la parada media hora. No era una gran recompensa. No estaba contento. Y menos contento aún se quedó cuando una de ellas le dio 2,50 libras y le dijo que se quedara el cambio.
– ¡Ah! -dijo-. ¡Ah!
Los sábados por la noche el propietario del taxi esperaba hacer una buena caja.
Las chicas salieron a presión del vehículo, mientras él observaba por turnos los Jimmy Choo y la calle, por si aparecía algún coche patrulla. Las chicas maldecían el frío viento, agarrándose el pelo, tambaleándose sobre sus altos tacones y luego, sin cerrar la puerta trasera del taxi, empezaron a discutir entre ellas por qué habían decidido ir hasta allí en lugar de quedarse en el bar en el que estaban.
Él estiró el cuerpo hacia la ventanilla contraria.
– ¡Disculpen, señoritas! -dijo, en voz alta.
Cerró la puerta de un tirón y se puso en marcha hacia el paseo marítimo, con el taxi impregnado del olor a Shalimar, a humo de cigarrillo y a alcohol. Al cabo de un rato, paró sobre la doble línea amarilla, junto a la baranda del paseo, y apagó el motor.
Por la cabeza le pasaban un montón de cosas. Zapatos Jimmy Choo. Talla cuatro. La de su madre. Inspiró profundamente, saboreando el Shalimar. Eran casi las siete de la tarde. Su taza de té, cada hora, a la hora en punto. Aquello era muy importante. Lo necesitaba.
Pero tenía algo más en la cabeza, algo que necesitaba más.
Ajá.