Capítulo 66

Martes, 13 de enero de 2010

Jessie sentía una añoranza profunda y constante cada momento que estaba lejos de Benedict. Debía de hacer una hora de su último mensaje de texto. Los martes era la noche que salían cada uno por su cuenta. Ella jugaba a squash con una amiga recién casada, Jax, luego pasaba a buscar comida china y se reunían en casa de Roz para ver un DVD, algo que habían hecho casi cada martes por la noche hasta donde le alcanzaba la memoria. Benedict, que componía música para guitarra, tenía también su compromiso para los martes por la noche: trabajar hasta tarde con su colega de composiciones, pensando en nuevas canciones. Ya tenían varias para un álbum en el que tenían puestas muchas esperanzas.

Algunos fines de semana, Benedict tocaba con una banda en diversos pubs de Sussex. A ella le encantaba verle tocar. Era como una droga deja que no podía desengancharse. Ya habían pasado ocho meses de noviazgo, pero aún sentía aquellas ganas de hacer el amor con él todo el día y toda la noche (aunque no tenían mucho tiempo para pasarlo juntos). El besaba como nadie, era el mejor amante del mundo. Y no es que ella hubiera tenido tantos como para comparar. Cuatro, para ser exactos, y ninguno de ellos memorable.

Benedict era bueno, detallista, considerado, generoso y la hacía reír. Le encantaba su sentido del humor. Le encantaba el olor de su piel, su cabello, su aliento y su sudor. Pero lo que más le gustaba de todo era su inteligencia.

Y por supuesto, le encantaba que a él le gustara de verdad su nariz.

– En realidad no te gusta, ¿no? -le había preguntado ella unos meses atrás.

– ¡Claro que sí!

– ¡No puede ser!

– Yo te encuentro guapísima.

– No lo soy. Tengo una nariz como el morro de un Concorde.

– Para mí eres guapísima.

– ¿Hace mucho que no vas al oculista?

– ¿Quieres oír algo que leí y que me hizo pensar en ti? -propuso él.

– Vale, dime.

– «La belleza captura el interés, pero es la personalidad la que captura el corazón.»

Ahora sonreía al recordarlo, sentada en pleno atasco, a la luz de las farolas, mientras la calefacción de su pequeño Ford Ka emitía un ronroneo y le calentaba los pies. Oía, sin escuchar atentamente, las noticias de Radio 4, donde Gordon Brown soltaba su arenga sobre Afganistán. No le gustaba aquel tipo, aunque se considerara laborista, así que cambió de emisora. Los Air tocaban Sexy boy.

– ¡Sí! -exclamó, moviendo la cabeza y repiqueteando con los dedos sobre el volante unos momentos, al ritmo de la música-. ¡Un sexy boy, eso es lo que eres, guapetón!

Le quería con toda su alma. Deseaba pasar el resto de su vida con él. Nunca había estado tan segura de nada. A sus padres les dolería que no se casara con un judío, pero ella no podía hacer nada para evitarlo. Respetaba las tradiciones de su familia, pero ella no creía en ninguna religión. Creía en hacer del mundo un lugar mejor para todos los que viven en él, y aún no había encontrado ninguna religión que pareciera capaz o interesada en luchar por eso.

Su iPhone, tirado en el asiento del pasajero, soltó un pitido: un mensaje. Sonrió.

El atasco típico de la hora punta en London Road se había vuelto peor que nunca debido a las obras. El semáforo que tenía delante había pasado de verde a rojo y de rojo a verde de nuevo, y no se habían movido ni un centímetro. Seguía parada junto al escaparate iluminado de la librería British Bookshops. Tenía tiempo de echar un vistazo al teléfono: «¡Espero que ganes! Besos».

Sonrió. El motor seguía al ralentí y los limpiaparabrisas rascaban el cristal hacia un lado y se deslizaban suavemente hacia el otro, convirtiendo las gotas de lluvia que caían en el parabrisas en una película opaca. Benedict le había dicho que tenía que cambiar las escobillas, y que se las compraría él. Ahora no le habrían ido mal, pensó.

Miró el reloj: 5.50. «Mierda», se dijo. Normalmente, la media hora que se daba de margen para ir desde las oficinas de la organización de beneficencia de Old Steine, donde tenía aparcamiento gratuito, hasta el estadio de Withdean, era más que suficiente. Pero esta vez llevaba cinco minutos sin moverse ni un centímetro. Tenía que estar en la pista a las seis. Con un poco de suerte, la cosa mejoraría una vez pasadas las obras.

Jessie no era la única que sufría los nervios provocados por el tráfico. Alguien que la esperaba en el estado de Withdean, alguien que no era su pareja de squash, estaba de muy mal humor. Y empeoraba por segundos.

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