Yac no conducía el taxi los domingos porque tenía «otros compromisos».
Había oído a alguien usar aquella expresión y le gustaba. «Otros compromisos.» Sonaba bien. A veces le gustaba decir cosas que sonaran bien.
– ¿Por qué no conduces el taxi los domingos por la noche? -le había preguntado recientemente el dueño del taxi.
– Porque tengo otros compromisos -había respondido Yac, haciéndose el importante.
Y los tenía. Tenía compromisos importantes que le ocupaban el domingo, desde el momento en que se levantaba hasta entrada la noche.
Ya era de noche.
Su primera obligación cada domingo por la mañana era examinar el barco en busca de filtraciones, procedentes de debajo de la línea de flotación o del techo. Luego lo limpiaba. Era la casa flotante más limpia de todo Shoreham. Luego se lavaba él, a conciencia. Era el taxista más limpio y mejor afeitado de todo Brighton y Hove.
Cuando por fin los propietarios del Tom Newbound volvieran de la India, Yac esperaba que estuvieran orgullosos de él. A lo mejor le dejarían seguir viviendo con ellos, a cambio de que limpiara el barco cada domingo por la mañana.
Tenía grandes esperanzas puestas en aquella posibilidad. Y no tenía ningún otro sitio al que ir.
Uno de sus vecinos le había dicho que el barco estaba tan limpio que se podría lamer la cubierta. Yac no lo entendía. ¿Por qué iba a querer lamer la cubierta? Si ponía comida en la cubierta, vendrían las gaviotas y se la comerían. Luego, entre la comida y las gaviotas, tendría la cubierta llena de porquería y tendría que limpiarlo todo. Así que hizo caso omiso al consejo.
A lo largo de los años había aprendido que no seguir los consejos que le daban era algo bueno. La mayoría de ellos los daban gente idiota. Las personas inteligentes solían guardarse sus ideas para sí mismos.
La siguiente tarea, interrumpida solo por su taza de té de cada hora y la cena del domingo -siempre el mismo plato, lasaña al microondas- era sacar su colección de cadenas de váter, recopilada desde la infancia, de su escondrijo en la sentina. Había descubierto que el Tom Newbound disponía de numerosos escondrijos para guardar cosas. Su colección de zapatos estaba en uno de ellos.
Le gustaba tomarse su tiempo y disponer todas sus cadenas en el suelo del salón. En primer lugar, las contaba para asegurarse de que no hubiera entrado nadie en el barco y le hubiera robado alguna. Luego las inspeccionaba, para comprobar que no hubiera manchas de óxido. A continuación las limpiaba, frotando con mimo cada una de las cadenas y aplicándoles limpiametales.
Después de guardarlas de nuevo, Yac se conectaba a Internet. Se pasaba el resto de la tarde en Google Earth, comprobando cualquier cambio en sus mapas. Era algo de lo que se había dado cuenta: los mapas cambiaban, como todo. No podías fiarte de ellos. No podías confiar en nada. El pasado eran arenas movedizas. Lo que leías y aprendías y almacenabas en la cabeza podía cambiar, y lo hacía. Solo por el hecho de haber aprendido algo, no quería decir que siguiera siendo cierto. Como en los mapas. No se podía ser un buen taxista fiándose únicamente de los mapas. ¡Había que actualizarse, ponerse al día!
Lo mismo ocurría con la tecnología.
Las cosas que habías aprendido cinco, diez o quince años antes no siempre seguían estando vigentes. La tecnología cambiaba. Él tenía todo un escritorio en el barco lleno de diagramas eléctricos de sistemas de alarma. Le gustaba estudiarlos, encontrar vulnerabilidades. Hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que, si el ser humano diseñaba algo, tenía que esconder alguna imperfección. Le gustaba almacenar aquellas imperfecciones en la cabeza. ¡La información es conocimiento, y el conocimiento es poder!
Poder sobre toda esa gente que pensaba que él no valía para nada, que se mofaban o se reían de él. A veces se daba cuenta, cuando algún pasajero del taxi se quedaba con él. Los veía por el retrovisor, haciendo muecas y susurrándose cosas al oído. Pensaban que era un poco lento. Tontorrón. Lelo. Sí, sí. Ajá.
Como su madre.
Ella cometió el mismo error. Pensó que era tonto. No sabía que algunos días, o algunas noches, cuando ella estaba en casa, él la observaba. Su madre no sabía que había hecho un pequeño agujero en el techo del dormitorio. Él subía sigilosamente al desván y observaba cómo le hacía daño a algún hombre con los zapatos. Veía cómo les clavaba los tacones de aguja en la espalda desnuda.
Otras veces ella le encerraba en su habitación con una bandeja de comida y un cubo, y lo dejaba solo en casa toda la noche. Él oía el ruido de la llave en la cerradura y los pasos de ella, los tacones resonando contra el suelo, cada vez más lejos.
Ella nunca supo que él sabía de cerraduras, que había leído y memorizado todas las revistas especializadas y todos los manuales de instrucciones a los que había podido echar mano en la biblioteca. Sabía prácticamente todo lo que había que saber sobre cerraduras de tambor, de pines o de palanca. Estaba seguro de que no había cerradura o sistema de alarma en el planeta que se le resistiera. No es que los hubiera probado todos. Aquello le hubiera llevado mucho trabajo y mucho tiempo.
Cuando ella salía y le dejaba solo en casa, con el clac-clac-clac de sus zapatos fundiéndose en el silencio, él abría la cerradura de su dormitorio y se iba al de ella. Le gustaba tumbarse desnudo en su cama, a salvo de sus ataques, aspirando los penetrantes aromas almizclados de su perfume Shalimar, y el aire que olía a humo de cigarrillo, con uno de sus zapatos en la mano izquierda, mientras se aliviaba con la derecha.
Así era como le gustaba acabar sus tardes de domingo ahora.
¡Pero aquella noche iba a ser mejor que nunca! Tenía los artículos de periódico sobre el Hombre del Zapato. Los había leído una y otra vez, y no solo los del Argus, sino también los de otros periódicos. Los del domingo. El Hombre del Zapato violaba a sus víctimas y se llevaba sus zapatos. Ajá.
Roció el interior de su habitación en el barco con Shalimar, un poquito en cada esquina y un poco más hacia el techo, directamente sobre su cabeza, de modo que las minúsculas gotitas invisibles de la fragancia cayeran a su alrededor.
Luego se puso de pie, temblando de la excitación. Al cabo de unos momentos quedó empapado de sudor, respirando con los ojos cerrados, mientras el olor le traía todos aquellos recuerdos. Entonces encendió un cigarrillo Dunhill International e inhaló el dulce humo, lo retuvo en los pulmones unos momentos y luego lo exhaló por la nariz, como hacía su madre.
Ahora olía como la habitación de ella. Sí.
Entre calada y calada, cada vez más excitado, empezó a desabrocharse los pantalones. Luego, tendido en su catre, se tocó y susurró:
– ¡Oh, mami! ¡Oh, mami! ¡Oh, mami, soy un niño malo!
Y no dejaba de pensar en lo malo que había sido. Y eso le excitaba aún más.