Anejo

GOLONDRINAS DEL YODO

Del Desierto de Atacama,

moradas de amanecer,

las golondrinas del yodo

suben todas de una vez.

Vuelan espejos andinos,

ciegas de su ciega Fe,

una por cada hombre herido

y el otro que va a caer.

Vuelan dormidas tres mares

sin coger alga ni pez

y no paran en las Islas

ni por juegos ni por sed.

Oyen gritos de penínsulas

que no las hacen volver

y en duna africana posan

con su abrasada mercad.

Entran por los hospitales

en bandada y en mudez,

abren las lonas embreadas

y van, mansas, a caer

en cofias, manos y vendas,

plegadas como el Amén.

Tanteando llegan a Lázaro

y hallan su pecho y sus pies.

Los soldados malheridos

en su capullo candiel

se alzan desde su resuello

de algodones, para ver

las golondrinas que cosen

y cosen sin escoger

piel australiana, brazos galeses:

carne acostada sobre Argel.

Ellas se hunden las llagas

sin volver a aparecer,

ellas no ven al que salvan

y el salvado no las ve,

golondrinas requemadas

de su amor como Raquel,

ocres al rasar la llaga,

sombrías al parecer.

En fantasmas acongojado

llego al campo del inglés.

Cuento soldados heridos,

las cuento a ellas también.

Yo las exprimo y las cargo

corno el pescador la red,

y las sepulto en las dunas

a la luz de su rojez,

en un pespunte y una hebra

de yodo y de sangre fiel.

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