XI

Cuando Larreka y su escolta se acercaban al Rancho Yakulen, una fuerte tormenta se levantaba por el oeste. El viento frío atravesaba el calor que se había producido antes, como una espada a través de la carne. Unas lías tostadas por el sol ondeaban y se extendían tiñendo kilómetros de amarillo tostado. Más lejos, un pastor y sus wo conducían un rebaño de owas, y parecían perdidos en aquella inmensidad. Los árboles murmuraban y se movían. Entre la tierra y el cielo volaban centenares de alas flotantes; sus chillidos sonaban débilmente contra el estrépito a su alrededor. Cuando las lanzas de luz, de color bronce o rojo ondeaban, cambiaban el color del mundo. Hacia el oeste había un acantilado color púrpura de donde saltaba un torrente. El ruido de la corriente se imponía sobre los demás.

El soldado de la Isla de Foss dijo:

—Si estuviera en mi casa y viera venir eso, ataría mi bote en la playa tan fuerte como él y el cable me permitieran.

Larreka apenas pudo oírlo.

—Bueno, no es una maravilla, pero me alegraré de tener un techo sobre mi cabeza cuando lleguemos allí —acordó el comandante—. ¡Aumentad la marcha!

Condujo a su cansado cuerpo en trote rápido.

Los edificios familiares se agrupaban en la oscuridad del norte. Vio que las velas no estaban en las aspas del molino y que la bandera descendía de un asta cuya punta de bronce refulgía. Las cartas que les habían dirigido desde allí a él y a Meroa, cuando estaban en Valennen, decían que nadie tenía seguridad alguna sobre si la galerna se convertiría en huracán o no.

Las primeras gotas de lluvia cayeron cuando atravesaban el portalón. Los edificios del rancho se distribuían por el perímetro rectangular de éste. Establos, almacenes, corrales, graneros, tiendas, horno, destilería, cocina, enfermería, escuela, observatorio, biblioteca… No todo lo que necesitaba una comunidad civilizada, pero lo suficiente cuando de comerciar con los otros ranchos y ciudades se trataba. La gente se afanaba cerrando las puertas y ventanas. Justamente antes de que un servidor cerrara la puerta, Larreka vio un pequeño volador aparcado en un cobertizo. Ng-ng, tenemos un visitante humano. Me pregunto quién será.

El polvo blanqueaba el viento, repicaba en las paredes, mordía la piel. Protegió sus ojos con un brazo y se dirigió hacia la entrada.

El edificio se alzaba en medio del patio, enorme, de ladrillos y fénix, con muchas ventanas y balcones, con gárgolas deslucidas por el tiempo pero mosaicos brillantes después de seiscientos cuarenta años. Esta era el ala este, la más antigua. Como la familia Yakulen crecía en riqueza, número e invitados, añadían nuevas unidades, cada una con su propio patio. Los diferentes estilos se alineaban juntos. El último incorporaba heraklita y vidrio blindado de Primavera. Alguien debía haber estado observándolos desde la ventana, ya que cuando Larreka y sus tropas habían rebasado la veranda, la Puerta de los Fundadores se abrió para ellos. Más allá de esta enorme estructura esperaban unos sirvientes que tomaron su equipaje y los secaron. Larreka se colgó su espada de Haelen. Este era su distintivo; los soldados decían que Una-Oreja dormía con ella. No necesitaba el resto de las armas entre su gente.

A la cabeza de sus seis legionarios, atravesó su corredor que llevaba a la habitación principal. Estaba enladrillada y alfombrada en neolon azul oscuro de Primavera. Sus muros estaban recubiertos de madera de varios colores y vetas. Las llamas danzaban y cantaban en cuatro hogares. Las lámparas brillaban a lo largo de los muros. Entre ellas podían verse pinturas, trofeos y escudos ancestrales. En lo alto, colgaban banderas que habían ondeado en las batallas o expediciones de salvamento. En un extremo de la habitación, medio oculto entre las inquietas sombras, había un altar de Ella y El (pocos de la casa les prestaban atención; la mayor parte de la familia era triadista, mientras ayudaban a un amplio conjunto de diferentes cultos. Pero, aunque sólo fuera por respeto a la tradición, tenían que mantenerse allí las imágenes). La habitación era muy espaciosa, una gran mesa, con colchones a su alrededor, algunas sillas para ocasionales visitantes humanos. El aire despedía olores de leña y cuerpos. Las ventanas de ambos lados estaban cerradas a causa de la tormenta, y se oponían a ella, amortiguando sus ruidos.

Cerca de dieciséis personas estaban allí, charlando, leyendo, pensando. La cámara las empequeñecía. La mayoría de los cientos que habitaban allí, estaban trabajando, o en sus apartamentos privados. Su esposa salió a su encuentro.

Meroa era una hembra grande, que empequeñecía por contraste a su pequeño marido. Tenía las facciones de los Yakulen, grandes ojos grises y una barbilla puntiaguda. La edad se hacía notoria en su seca y oscurecida complexión, con el enflaquecimiento de la joroba y las ancas que un día habían sido redondeadas. Pero el abrazo que le dio no era el gesto digno de sus parientes, era el abrazo de la mujer de un soldado.

Durante dos siglos y medio, vagaba por su mente la idea de que había sido un milagro que ella lo aceptase como marido. El había sido impetuoso con ella, y se habían divertido juntos. Sin embargo, ella anteriormente había rechazado dos proposiciones suyas sin ofenderse, ya que opinaba que los soldados tenían casi la obligación de intentar conquistar a todas las hembras atractivas que ofrecieran oportunidad. Larreka nunca se atrevió a imaginar que aquella hembra llegara a sentir por él un interés personal. Creía que su interés se limitaba a la narración que le hacía de sus aventuras vividas durante los cincuenta años previos a su alistamiento.

Cuando ella accedió a su proposición de desposarla, Larreka se sorprendió.

—No soy un cazador de dotes, créeme, no lo soy. Desearía casi que fueras pobre.

Ella había agrandado aquellos bellos ojos.

—¿Qué quieres decir? No soy rica.

—Tus… Los Yakulen tienen uno de los mayores ranchos del país…

—¡Chu-ha! Ya veo —rió—. Tonto, has olvidado que no estás en Haelen. Un rancho no es una cosa que posea alguien. Pertenece a la familia… La tierra, las aguas. Pero sus miembros trabajan para sí mismos.

—Yai. Lo había olvidado. Me haces olvidar todas las cosas, todo excepto a ti. Aún me quedan que pasar otros tres años en la Legión, y el próximo estaremos acantonados en ultramar. Bueno, regresaré y… y por el Tonante, ¡labraré una fortuna para nosotros!

Ella se separó un poco.

—¿Qué es esa tontería? ¿Supones que quiero tenerte siempre aquí? No, te reengancharás, y yo estaré allí para verlo.

Ahora ella estaba deslizando una sugerencia en su oído, añadiendo:

—Tendremos que esperar un rato ¡demonios! Tengo un renacuajo más grande de lo que te figuras.

—¿Qué?

Decidió que se explicaría cuando lo considerara oportuno. Intercambió saludos con los otros. Se tendió en un colchón al lado de Meroa, con su pipa encendida, y una fuente de fruta a mano. Dos viejos estaban estirados cerca. El resto de gente se congregaba alrededor de sus soldados, ya que tendrían cosas que relatar sobre Sehala más alegres que las de Larreka. Naturalmente, había usado su transmisor, vía radio-relés, para mantener a su esposa informada. Ella había transmitido las noticias.

(Había ya dejado bien claro que cuando volviera a Valennen, ella se quedaría allí. No sería la primera vez. Ella había protestado:

—Los niños ya han crecido. Y si los bárbaros te atacan, quiero hacerles saber que tendrán que luchar también conmigo.

—No puedes estar en dos lugares a la vez. Vienen años de locura para Beronnen del Sur, y nadie en el rancho tiene los conocimientos militares que tú has adquirido. Por la familia y nuestro futuro, mejor será tener la retaguardia bien organizada. Estás atrapada, soldado.)

—¿Quién es nuestro huésped humano?

—Jill Conway —dijo Meroa—. Es incansable. Salió con Rafik. Sin duda volverán pronto.

—Grim.

Larreka se dijo a sí mismo que no debía estar preocupado. Su hijo menor tenía capacidad para resistir una tormenta. Pero Jill…

Bueno, murieron, murieron, los pobres todopoderosos hombres del espacio. Si empiezas a preocuparte por ellos, tienes que ligarte a una línea familiar, más que a individuos. Y así había sido entre él y los Conway. Siempre había sentido algo especial por Jill, quizás porque solía atravesar el jardín corriendo, riendo, cuando la llamaba. ¡Caos! ¿Por qué no se había casado todavía? Ya debería haberle dado una nueva sobrina al tío.

Meroa rió y palmeó su mano.

—Deja de preocuparte. Tu animalito es un adulto. Sabe qué hacer en peores situaciones que ésta. Y le deberemos a ella que, en lugar de pasar la noche aquí, te quedes unos días.

Larreka aspiró un poco de humo y esperó.

—Oyó lo de la votación contra ti y me llamó, puesto que ya habías salido de Sehala. Está consumiendo y derrochando eficacia en nuestro favor. No sé muy bien por qué. Yo no conozco demasiado a los humanos. Ella quería ayudar. Al parecer el nuevo jefe, o lo que sea que haya en Primavera, no quería dejarla volar al norte. Alguna vez me tendrás que explicar por qué en nombre de la destrucción escuchan tan atentamente a una criatura. De cualquier modo, yo tenía una idea. Ya conoces esos productos alimenticios deshidratados que traen los humanos y que contienen elementos necesarios para su nutrición que no puede producir nuestro suelo. Le pregunté si ella podía hacer algo similar para ti. Carne, quiero decir. Puedes forrajear a lo largo del camino, pero necesitas carne para poderte mover rápidamente. Si en lugar de cazar, sólo disolvieras polvo en un plato de agua… ¿Ves?

—¡Es una buenísima idea! —Larreka dio un manotazo sobre la joroba de su mujer tan ruidoso como los truenos que llegaban—. ¿Por qué no he pensado antes en eso?

—Quizá lo hiciste en el pasado, pero sin la urgencia de ahora —dijo uno de los parientes.

Larreka apenas le oyó. Su atención estaba puesta en Meroa. Por el Arbol, he conseguido una mujer soldado. Las sesenta y cuatro hembras que había montado siendo joven era como si nunca hubiesen existido. (Siempre había sido incidental, más un hábito que una necesidad.

Los suboficiales rara vez estaban casados. Meroa solía refunfuñar cuando mencionaba un encuentro y le decía cuánto ganaba ella en la comparación.) No podía expresarlo con palabras, pero, captando su mirada, golpeó su cola en señal de respeto.

—Jill puso a punto el aparato con la ayuda de un amigo y lo trajo aquí. Le tomará dos o tres días hacer un suministro amplio, dice. Pero ahorrarás más que eso en el viaje.

Y estaré contigo mientras tanto, decía su mirada. Esto era algo que los humanos no llegarían a saber nunca: lo que representa una persona con la que se ha convivido durante dos o trescientos años. Larreka y Meroa tendrían que despedirse, y aunque la radio traería las palabras desde Port Rua, no sabían cuándo podrían abrazarse de nuevo.

Bien, ella era la esposa de un soldado; y él era el marido de un soldado.

No era tan simple. Las legiones habían aprendido a hacer todo lo posible para disminuir la pena. No aceptaban alistamientos de parientes próximos en la misma legión; más aún, diversificaban salvajemente las compañías y regimientos, una práctica que como Hanshaw había expresado sería impensable para su raza. No apoyaban el matrimonio y, a través de su tradicional sentido de la hombría, animaban a la promiscuidad; pero los compañeros de campo que hacían amistad eran trasladados de tanto en tanto. Cambiaban de acantonamiento cada octada, y dos acantonamientos sucesivos estaban muy alejados uno del otro. E incluso así, habían rituales, costumbres, presentes, ayuda, venganza de un soldado después de que su hermano de espada hubiera muerto… Larreka rechazó el pensamiento de la muerte. El y Meroa tenían la Triada y su trabajo; el superviviente debería sobrevivir en plenitud.

Había decidido en los últimos años que el trabajo sería más provechoso para él que la Triada.

—Mejor será dejar que Jill cuente lo ocurrido —dijo Meroa, paseando la mirada por el grupo—. Lo que tú no sabes es que puedes ser considerado culpable de ocultación ante el jefe de Primavera. ¡Y Yakulen debe tener extrema necesidad de mantenerlo de su parte! Lo que podemos discutir abiertamente es lo de Rafik.

Los presentes asintieron.

—Quiere alistarse… en los Yissek, ya que tiene la idea de que el ataque al mar Fiero será pronto. Sospecho que también porque ha oído hablar de paraísos tropicales y de hembras bonitas.

—No lo hará. No si puedo hablar con él de este asunto. ¿No comprende que el mejor servicio que puede hacer es quedarse aquí? Si podemos mantener Valennen, unas pocas incursiones en el Mar Fiero no importarán. Si no podemos, perderemos el Mar Fiero también, y Beronnen será lo siguiente.

—Chu. Habla con él. Ten en cuenta de que probablemente no le guste la idea de que su madre sea su jefe militar.

—Tendría que preocuparse menos por esas islas. El Merodeador ya las ha convertido en lo contrario de paraísos tropicales. Los yisseks combaten a los tifones, inundaciones y hambrunas más a menudo que a los bárbaros. Las mujeres bonitas están demasiado atareadas en mantenerse vivas como para ser amables.

—He tratado de decirle eso, pero sólo he avivado su idealismo. Servir allá donde sea necesario, sin tomar en consideración el riesgo.

—Entonces le diré que un soldado que se arriesga voluntariamente es un soldado del cual la Legión puede prescindir… Háblale de espolones, y empezará a desfondar su propio bote.

El ruido de la entrada fue inmensamente aliviante.

Las pisadas de los sirvientes, los tonos profundos de la voz de Rafik y la claridad de la de Jill. Oyó a la chica decir:

—…pensábamos buscar refugio, pero ningún árbol era seguro con todos los rayos que estaban cayendo, así que me puso en su lomo y galopó como nunca…

Su hijo entró, le saludó y se derrumbó en un colchón. Debía haber sido muy dura la carrera. Bueno, Meroa le había dado a luz en un buque batido por las tormentas en los Estrechos Rocosos, y algo de eso debía haber quedado en él. Estoy orgulloso de ti, de ti y de todos los demás. No soy un Yakuyen, sólo me casé con una de ellos. No puedo ver a la familia como grupos de primos compartiendo la misma tierra. Soy un viejo haeleno para quien su tierra es el mundo, y su esposa e hijos su familia.

Jill lo siguió. Se había cambiado de ropas. Su cabello brillaba entre los pliegues de la toalla, y estaba tan mojado como el follaje de Rafik, que despedía destellos rojizos. No estaba cansada, ya que había cabalgado.

—¡Tío azúcar! ¡Hola!

Viéndola aproximarse, pensó en lo adorable que era. Una vez en su adolescencia, en una ocasión en que fueron a nadar, ella le había preguntado al respecto:

—Sé sincero conmigo, ¿quieres? ¿Te parezco muy horrible? Estoy segura. Tú me gustas, pero, ¿te gusto yo? De cuatro patas, con un torso, sin plumas, sin cola, sin joroba, sin plantas, excepto en escasas zonas, y…

—¿Cómo me ves tú a mí?

—Tú eres bello. De la forma en que un gato lo es.

—Está bien; tú me recuerdas a un saru en vuelo, o a un hoja espada al viento, o a algo similar. Ahora cállate y tomemos el desayuno.

Mientras ella avanzaba, la deseó. ¿Tenían los humanos tales pensamientos acerca de los ishtarianos? No lo creía; los humanos eran demasiado delicados. Aquel fue el momento en que se sintió más cerca de ella, en un pequeño momento de maldad.

¡Maldición! ¿Cuándo se buscaría un novio?

Ella se sentó rodeándose las rodillas con los brazos.

—Te he traído un kilo de tabaco.

—Me has traído más que eso, según he oído. Raciones deshidratadas… Eres grande.

—Ya conoces lo del edicto sobre el transporte, ¿no? En lugar de romperme la cabeza contra la pared, me callé y… fui por ahí recogiendo armas y municiones. Tú has conseguido muy poco en Valennen. No podía arriesgarme demasiado, por si ese bastardo de Dejerine se lo olía. Pero compré, pedí prestadas, incluso un par de veces las robé, cerca de veinte rifles y pistolas, más unos mil cartuchos para ellas.

—¡Jill, eres un laren!

—Es lo menos que podía hacer, tío. Seamos prácticos. Pensemos. Primero tendrás que arreglártelas para conseguir porteadores mientras estés aquí, para que os ayuden a llevar el cargamento a la costa norte.

—¿No podrías trasladarlo a Port Rua en un pequeño vehículo volador?

—Uh-uh. Demasiado obvio. Dejerine podría preguntarse por qué la señorita Conway tenía tanta urgencia por llegar a alguna parte. Podría desconfiar, seguirme y confiscar lo que encontrase. Mientras que si hacía el viaje por tierra y no se daban cuenta de que las armas faltaban durante unas semanas… ¿Comprendes? Otra cosa. Varios miles de cartuchos no son demasiados. Sabes que el noventa por ciento suelen fallar en acción, no importa lo bien entrenado que esté el tirador; y puede que tengas diez buenos tiradores en Valennen, ¿no? Así que, supongo, que te vendría bien un instructor que consiga gastar el mínimo de munición, logrando un entrenamiento máximo. Y sería bueno que, si llega el combate, ese instructor esté en primera línea, disparando balas dirigidas adonde tienen que ir.

El entendió antes de que hubiera acabado.

—¿No querrás decir que tienes la intención de venir conmigo? —exclamó.

Ella asintió.

—Quiero decir exactamente eso, tío.

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