Embarcaron al alférez Donald Conway en un gran grupo de integrantes de las fuerzas aéreas. El transporte de personal era viejo y estaba demasiado lleno. Tenía que hacerse todo por números, por turnos. Tenderse en una hamaca que otro ya había usado y quedarse allí escuchando los ronquidos de los compañeros de armas y oliendo sus pedos. Todo aquello no encajaba muy bien con la historia de la cruzada para el rescate de unos gallardos colonos amenazados por monstruosos alienígenas, por la seguridad del hombre en las estrellas. Todavía se consideraba a sí mismo como un legionario. ¿Era en lugar de eso un extraño introducido en la unidad?
Bien, había ganado en el póquer, pero no se decidió a admitir que había aprendido a jugar perdiendo con su hermana. Este pensamiento le hizo preguntarse qué estaría ella haciendo ahora. Y qué harían su madre, su padre, Alice y su marido, y sus niños. Los había echado de menos más que a nadie, desde que se encontraba en la Tierra.
La monotonía se convirtió en tensión cuando el convoy se acercó a su destino. En el puro espacio interplanetario, serían ciertamente detectados por los naqsan, cuya flota patrullaba en aquel sector. Si decidían el asalto…
La tensión se convirtió en terror. Los naqsan atacaban. Y los embarcados no tendrían nada que hacer sino permanecer juntos entre blancas hamacas. Si recibían un impacto directo, estarían perdidos. Conway aprendió el sentido de la expresión americana «sweating it out». A juzgar por el olor y la viscosidad, su piel exudó toda toxina que pudiera producir.
Después de muchas horas, más horas de las que podían esperar, dedicadas a maniobras y cómputos, sufrieron un rápido ataque, tras el cual el enemigo decidió que el precio era demasiado alto, y se batió en retirada. El convoy había sufrido pérdidas. Estas incluían un explorador que recibió un impacto perdido. La tripulación llevaba trajes espaciales, pero algunos de aquellos trajes se abrieron y los hombres que los usaban sufrieron cierto grado de heridas, quemaduras e irradiación. El convoy rescató a los accidentados que pudo y los distribuyó entre las restantes naves.
Los viajeros del transporte cedieron sus hamacas y ayudaron a tender a los heridos, mientras el viaje proseguía en sus últimos estadios. Don Conway vio a hombres con huesos pulverizados, caras quemadas y desgarradas, con vómitos y diarreas y las pérdidas del pelo, la piel, la inteligencia… Se había encontrado con la muerte antes, en animales y varios sophonts; pero aquellas habían sido muertes pacíficas. Ahora entendía por qué, después de un año de la muerte de la tía Ellen en los Dalag, Jill tenía pesadillas. Supuso que aquella era la razón de su amistad con Larreka, al menos en parte.
Pero la tía Ellen fue víctima de un accidente. Y aquellos hombres habían muerto, estaban muriendo, o sobrevivirían mutilados cuando la clonación no fuera posible, por una gran causa. ¿Verdad?
Al principio, su unidad estuvo estacionada cerca de Barton, la capital de Eleutheria, el mayor asentamiento humano de Mundomar. La acción era leve en todo el planeta. El frente se había estabilizado, lo que Conway leía como «empantanado». Algunas escaramuzas tenían lugar en tierra, en el aire, en el mar.
—Espera un poco —le advirtió Eino Salminen—. La inactividad se debe a la falta de suministros por ambos bandos. Pero la Tierra y Naqsa están enviando mucho material. La fiesta empezará pronto.
—¿Por qué no podemos intentar un bloqueo? —preguntó Conway.
—También ellos podrían intentarlo contra nosotros. Provocaríamos batallas con armas nucleares a altitudes satélite, quizá en la atmósfera. Ya es bastante malo que se den en pleno espacio. Una lucha de ese tipo probablemente arruinaría al planeta por el que se supone que estamos luchando. Peor, podría provocar una guerra a gran escala entre los dos mundos madre.
Conway entendió. Ni los eleutherianos ni los tsheyakkanos lanzaban misiles contra sus ciudades respectivas. Los últimos, en el intento de recuperar Sigurdssonia, habían ocupado varias comunidades de campesinos. Conway también aprendió a burlarse (en privado) de las atroces historias que oía. Si se investigaba, los horrores probados eran incidentes de combate… (niños interponiéndose en la trayectoria de las balas, etc.) y los gobernadores militares tsheyakkanos, aunque estrictos, trataban a los eleutherianos tan humanamente (!) como en el caso en que las situaciones cambiasen de signo. Quizás más, pero era imposible descubrir la verdad, a causa de la censura.
Se alegró de estar fuera de la nave y poder andar libre y seguro. Sin embargo, encontró poco que hacer. Barton tenía unos cuantos night-clubs, teatros y bibliotecas. Si se comparaba con la Tierra parecía triste, multitudinaria y cara. Era mejor permanecer en la base y ver una película 3V. Un par de organizaciones filantrópicas hacían lo posible para que los ciudadanos y sus aliados confraternizaran, mediante bailes e invitaciones a las casas. A la larga, Conway llegó a sentirse incómodo. Eran buenos chicos, sin duda; su coraje y devoción eran fantásticos; ¿pero no eran demasiado… pesados?
Una muchacha le preguntó mientras bailaba con él:
—¿Por qué no frecuentáis más esto?
Otra declinó su sugerencia de pasar una tarde fuera:
—Estoy en la producción de guerra, ya sabes, trabajando todos los días. No, por favor, no te apenes por mí. Estoy haciendo lo que quiero hacer: servir. Es diferente para ti, desde luego. Tú siempre has tenido dinero y seguridad.
Su anfitrión, que había bebido demasiado durante la cena, le dijo:
—Sí, he perdido un muchacho ya. Dos más están en el frente. La Tierra suministra material, nosotros suministramos cuerpos.
Se indignó cuando Conway indicó que lo mismo hacían los naqsan y los tsheyakkanos.
Los alrededores de la ciudad ofrecían paseos por los que se podía caminar. Pero Conway lo encontraba poco atractivo. A pesar de que era una imitación terrestre, el distrito se conservaba llano, caliente, húmedo, con una niebla casi permanente. Entre los árboles y campos, aunque fueran verdes, él añoró los dorados y rojos de Ishtar, añoró los rayos de sol, las lunas, las estrellas. Naturalmente los eleutherianos eran amantes de su tierra. ¿Pero tenía que serlo él?
La unidad fue mandada al frente. La acción se despertaba de nuevo.
Todavía «el frente» era un sonido desprovisto de significado. Los tsheyakkanos mantenían ocupadas algunas partes del sur de Sigurdssonia. Ocasionalmente podían retirarse ante un avance eleutheriano o viceversa, sin que las batallas estuvieran encuadradas en un plan. Los humanos habían ocupado el oeste de Hat'hara y algunas de las islas cercanas a aquel continente. Además de aquellas tierras, el océano y los cielos también eran lugares de enfrentamientos.
El escuadrón de Conway hizo su primera patrulla. Cuando sus detectores le informaron que había aparatos hostiles en su ruta, sintió absurdamente que la información no podía ser real, que estaba atrapado en un sueño febril, que nadie podía querer matarlo cuando tanta gente lo amaba. Mientras tanto, sus dedos hacían lo que tenían que hacer con precisión y destreza. Entonces los tsheyakkanos llegaron y se olvidó del miedo. La lucha empezó.
Se encontró disfrutando de lo que estaba haciendo, como si fuera una partida de poker con apuestas más altas de lo que podía permitirse perder…en donde de repente había conseguido una cuarta reina. Los voladores enemigos eran como lágrimas alargadas, contra el cielo gris y el mar de mercurio. Pero no eran mejores que su Tiburón, y sus pilotos no habían tenido su entrenamiento. Uno se precipitó sobre él. Dio un giro brusco y lo tuvo en su punto de mira; los automáticos hicieron el resto; unos disparos y una larga, larga espiral de humo que baja. La aceleración se hizo vertiginosa, casi embriagante. El gritó su alegría hasta que el segundo oponente estuvo a la vista; a partir de entonces empezó a realizar mecánicamente su trabajo.
No hubiera podido jurar que había derribado un segundo volador. Sabía que su escuadrilla venció y regresó a la base jubilosamente. Borraron a la escuadrilla enemiga del mapa. Y sólo habían sufrido pequeñas pérdidas. Pequeñas pérdidas… que incluían a Eino Salminen, que era su mejor amigo en el servicio y que se había casado antes de abandonar la Tierra. Por dos veces Conway trató de escribir una carta a Finlandia. Nunca la acabó. Cada vez, se preguntaba si el piloto que él había abatido estaba casado también. No se sentía un asesino. El dilema había sido o él o yo, en una guerra. Pero pensaba continuamente en él.
La lluvia repicaba sobre la barraca. Su interior, sin aire acondicionado, era un baño turco. Los hombres que estaban cerca de las pantallas de 3V iban en ropa interior. Nadie se atrevía a ir desnudo, pensaba Conway. Por lo menos, él se sentía temeroso de que los demás pudieran interpretarlo como una proposición. Un ambiente sin mujeres produce extraños pensamientos.
Barton era la principal receptora de las últimas cintas recibidas. La mayoría presentaban las Navidades y las festividades Chanukkah en la Tierra, este año especialmente elaboradas debido a que el Movimiento de Amor Universal había crecido en popularidad. Pero había también reportajes sobre el último esqueleto del hombre de Neandertal descubierto en Africa, la nueva planta de fusión de Lima y la campaña electoral en Rusia… hacia el final, se anunció que una escaramuza se había producido en el sector de Vega. En Mundomar, nada especial…
El Mayor Samuel McDowell, oficial eleutheriano, dijo:
—¿Habéis visto la fecha de esta cinta? Es el día en que mi cuñado murió.
—¿Eh? —dijo alguien—. Malo. Lo siento.
—No fue el único —dijo McDowell—. El enemigo vino de la jungla y arrasó el pueblo en donde estaba su unidad. Muchos civiles colaboraron también. Terroristas.
—Vosotros llamáis a vuestros hombres guerrillas Hat'hara —Conway no pudo evitar decirlo.
McDonell le dirigió una penetrante mirada.
—¿Dónde están sus simpatías, Alférez?
Conway enrojeció.
—Soy un piloto de combate, mayor.
No debo servilismos a un oficial extranjero. Casi añadió el proverbio terrestre de que a los caballos regalados no se les mira la dentadura, pero se contuvo. Si McDowell se quejaba al Capitán Jacobowitz, el Alférez Conway podía quedar tirado sobre la alfombra.
Por otra parte, el pobre diablo había sufrido y consideraba la guerra como un asunto de supervivencia.
—No quería ofenderle, señor.
—Oh, no soy un fanático. Si los que hablan fueran razonables… Pero piense. ¡Para la Tierra, lo que está pasando aquí es un espectáculo! O menos que eso. ¿Se dan cuenta de que nosotros estamos muriendo?
En una serie de brillantes acciones, los humanos limpiaron los cielos. Los tsheyakkanos no eran rivales para ellos.
Después de eso, hubiera sido fácil destrozar las líneas de abastecimientos y reducir las fuerzas de invasión desde el aire. El mismo Conway envió a pique a un buque de superficie. Pero la vez siguiente le alcanzó un misil de defensa. Saltó en paracaídas, y estuvo flotando sobre el agua hasta que lo rescataron.
Aquello le hizo ganar una semana en el Rand R. de Barton. Un educado hombre de la Tierra le telefoneó a su habitación del hotel, le pidió una entrevista y le invitó a una clase de cena que él no creía que existiera en Mundomar. Después de numerosas cordialidades, fue al grano.
—Me han dicho que usted ha estado en la costa Shka. Es diabólicamente imposible conseguir información real sobre esa área. La autoridad eleutheriana lo impide totalmente. Bueno, verá, Conway. Usted no es eleutheriano… Usted es bueno, usted está bajo la jurisdicción de la Federación Mundial. Piense cuál es su nacionalidad y a quién debe su lealtad. Y gente, gente importante de la Federación querría saber definitivamente si sus sospechas son ciertas acerca del petróleo en Shka.
—¿Petróleo? —Conway estaba asombrado.
—Sí. No soy un científico, pero este es mi trabajo. Mundomar ha tenido una gran evolución, empezando cuando lo único que constituía el sistema era una nube de polvo condensado y yendo a través de una complicada planetología y bioquímica. Su petróleo contiene varios materiales únicos. Extremadamente valiosos, como puntos de inicio para la síntesis orgánica, aplicable en medicina, ¿comprende? Seguramente, podemos aislar los elementos fundamentales a partir de una muestra y fabricarla, pero es más barato extraerlas del suelo. ¿Quiere otra copa? La cuestión es que cuando venga la paz y el planeta esté parcelado, querrán que sus ricos recursos estén en manos amigas, o en las de unos ingratos hijos de puta que nos ahogarán con sus precios, o incluso en los tentáculos de los parlanchines. Si la Tierra supiera, con seguridad, confidencialmente, qué territorios tienen esos depósitos, bien, podríamos planear mejor nuestras campañas y acciones políticas. No creo que usted tenga toda la información; pero todo fragmento ayuda. Ayuda a la Federación. Claro está.
Conway estuvo a punto de decir que él no sabía nada y que si lo supiera, tampoco vería la razón para contribuir a aumentar los beneficios de productores o la gloria de los comisionados. Pero se contuvo a tiempo, y habló de acuerdo con un plan rápidamente improvisado. Entre párrafo y párrafo, tomó algunas copas y finalmente acabó la noche con una deliciosa chica.
No creyó que el terrestre tuviera muchas más cosas que decirle, después de todo era él quien invitaba. De cualquier forma, su permiso estaba a punto de finalizar y tendría que volver al combate.
Por el momento, el asunto consistía en volar sobre las zonas salvajes.
Ennegreció las áreas que le habían dicho que oscureciera y no tuvo más réplica que alguna bala de fusil. El problema era que el trabajo no tenía fin.
—No se rinden, esos dichosos bastardos. —Dijo un capitán de la infantería acorazada.
Conway había quemado un generador y aterrizado en busca de ayuda en un puesto avanzado eleutheriano. Estaba en un pueblo recientemente reconquistado, ruinas en la lluvia llenas del olor dulzón de la podredumbre. Los humanos no se molestaban en incinerar a los naqsan, cuyos cuerpos no podían infectarles. El capitán pateó uno.
—Pueden vivir mejor que nosotros en este territorio, y su planeta madre les envía suministros…
Su mirada se posó en un corral donde estaban los prisioneros. No eran maltratados; pero nadie hablaba su lengua. Y los médicos que conocían su sistema de alimentación eran pocos.
—Hemos capturado muchos más, aunque queda un duro trabajo. Estará usted muy ocupado, Alférez.
Conway volaba alto sobre las nubes, muy dentro de la estratosfera. Bajo él brillaba la blancura, sobre él el azul profundo y sus compañeros. Pero él veía a Ishtar.
Y lo sentía, lo oía, lo paladeaba, lo olía. Recordaba su niñez. Los celos sentidos ante la preferencia que Larreka mostraba por Jill. Cómo le parecía su padre infinitamente alto, y a su madre tan bella. Y a Jill y Alice como una plaga de la que no podía librarse. Pero era él quien acompañaba a su padre en sus excursiones por el Jayin. Recordaba los bosques y los mares. Su temprano descubrimiento de las artes de la Tierra. Oh, Dios, un triple amanecer visto desde las cumbres más altas de la Cabeza de Trueno…
Sus auriculares le alertaron. ¿Qué? ¿Bandidos a la izquierda?
La rapidez con que penetraron en su campo de visión fue aterrorizante. No eran de la clase que habían encontrado con anterioridad. Ligeras alas delta, con una rueda taladrada como emblema, cuyo reconocimiento le golpeó como un puño. Naqsa. La Liga. Pilotos, no colonos a medio entrenar manejando máquinas que no les eran familiares. Los naqsan habían tenido un entrenamiento terrestre en los regulares cuerpos aéreos.
—Preservar vuestras cabezas, muchachos —fue la orden del comandante de Conway. Y los dos escuadrones penetraron.
Estaba lloviendo cuando recuperó la conciencia. La jungla, los restos de su aparato… No recordaba el impacto ni el aterrizaje.
Principalmente sintió dolor. La sangre estaba esparcida por todos lados. Su pierna izquierda era una pulpa sanguinolenta con astillas de hueso. El universo tenía un arañazo que lo cruzaba, pero descubrió después que sólo estaba en su ojo derecho.
Se arrastró hacia su radio. No pasó nada. El pabellón estaba abierto por la explosión. La lluvia martilleaba sobre él. ¿Dónde estaba su equipo de primera necesidad? ¿Dónde cojones estaba ese maldito equipo de primera necesidad?
Lo encontró por fin y se dispuso a prepararse un hipo-spray, para adormecer el dolor lo suficiente como para que le permitiera pensar. Sus manos resbalaron sobre el aparato. Desistió ya que estaba demasiado herido para inclinarse sobre su equipo y buscar a tientas el material.
Más tarde empezó a sentirse caliente y entumecido.
El arañazo del universo desapareció, junto con todo lo demás. Vete, muerte, pensó. No eres bienvenida aquí.
¿Por qué no?, preguntó la gentil oscuridad.
Porque… estoy ocupado, ese es el porqué.
De acuerdo. Esperaré hasta que hayas terminado.
MUERTOS EN COMBATE: Tte. Cmte. Jan H. Barneveldt, Alf. Donald R. Conway, Alf. James L. Kamekona…
LLORAMOS POR: Keh't-hiw-a-Suq de Dzuaq, Whiccor el Arriesgado, Hijo de Nowa Rachari…