XX

Desde la torre de vigilancia más oriental, Larreka observaba, más allá los muelles de Port Rua y los pocos buques legionarios, a la flota hostil que permanecía en la bahía. Contó cincuenta y ocho naves… cincuenta y ocho velas teñidas de rojo por la luz del Vagabundo, recientemente amanecido. El Sol, no mucho más alto, molestaba a los ojos con rayos que se dividían y brillaban en las olas amatista. No creía que su artillería pudiera lanzar una piedra o flecha de fuego contra aquella luz deslumbradora. Los bárbaros, en su posición, no tenían ese inconveniente, y el viento les favorecía también.

—Kaa-aa —dijo Seroda, su ayudante—. ¿Quién podía haber esperado que reunieran tantos?

—Su jefe es una bestia astuta. Los mantuvo ocupados, en grupos pequeños, hostigando las islas y las costas. De esa manera, nunca tuvimos una idea real de su número. Pero los citó en un lugar y hora determinados… supongo que en los estrechos Plowshare en el Día del Solsticio. Y siguieron sus órdenes. Eso no debe ser su armada completa, parte de sus buques estarán fuera, bloqueando, para el caso de que alguien intente enviarnos ayuda.

—Entonces, ¿por qué están esos ahí?

—Para cortarnos la retirada. Si embarcásemos en la bahía, no estando ésta vigilada, tendríamos oportunidad de evadirnos de ellos por mar y de llegar a casa para luchar desde allí.

La mirada de Larreka vagó sobre la ciudad, sus bajos edificios de adobe, amontonados entre sí y pintados de diversos y brillantes colores, hasta posarse en el río situado al oeste de su muralla fronteriza. El río era ahora menos profundo de lo que había sido en otros tiempos, así que las rocas destellaban como seres monstruosos sobre el negro parduzco de la tierra que incluía el resto del mundo. Sucios diablos estaban girando fuera de allí, danzantes que relataban algún violento sueño.

—Sí, es el inicio de la campaña. —Continuó al fin—. Sus soldados de a pie no tardarán en llegar. Su líder está cometiendo una locura, de todas formas. Ha olvidado el viejo principio militar: deja siempre a tu oponente una línea de retirada.

—Deben esperar que nos rindamos —añadió Seroda.

—¿Permitirnos una especie de retirada? Pero te darás cuenta de que eso no es real. Los barcos de ahí dicen algo diferente. Y en Valennen, especialmente en estos días, no pueden mantener a un montón de prisioneros ociosos. O nos masacrarán o nos pondrán a trabajar como esclavos, dispersados en el territorio, en minas y haciendas, encadenados a carros o ruedas de molino… Por mi parte, prefiero la masacre. —Larreka finalizó con un juramento, ya que se daba cuenta de que tenía que reunir a sus tropas mientras hubiera tiempo y explicárselo. Odiaba hacer discursos.

Después de dos períodos de sesenta y cuatro años en la Legión, Seroda no tenía necesidad de proclamar su valor o su lealtad. Podía decir:

—Podemos todavía intentar algo. Después de todo, les costará mucho tomar este puesto por la fuerza. Así que quizás prefieran que nos marchemos.

—En ese caso —dijo Larreka—, tendremos una razón más para quedarnos.

Los bárbaros que la Zera Victrix matase en sus últimas horas no podrían atacar a Meroa y a sus hijos.

Mientras la doble tarde avanzaba, la hueste tassu alcanzó Port Rua. Estaba compuesta por miles de machos, que acamparon en sus cercanías a un kilómetro de sus muros, formando un arco entre el río y la costa de la bahía. Sus grotescos estandartes, cráneos de animales o de antepasados dispuestos sobre una pica, colas de enemigos muertos y totems grabados, formaban un bosque en el que las puntas de lanza destellaban. Sus tambores batían, los cuernos resonaban, ellos gritaban y cantaban y galopaban entre una nube de polvo.

Los muros de la ciudad estaban protegidos por una empalizada de fénix, con cada tronco reforzado. Franqueados por las torres de las esquinas, los muros se alternaban con bastiones. Cada uno de los últimos tenía una catapulta que tiraba varios dardos a la vez, o un mangonel con munición incendiaria. Bajo la pendiente, había un foso seco con estacas afiladas en su fondo. Los soldados se alineaban en las murallas, con las cotas y los escudos pulidos, y las plumas y pendones ondeando como banderas colocadas sobre sus cabezas. Espaciados entre los arqueros estaban los pocos que tenían rifles.

A su vuelta, Larreka había obligado a embarcarse a la mayor parte de civiles, otros se habían marchado voluntariamente. Casi los únicos que habían quedado eran las esposas y los sirvientes de los legionarios, la mayoría nativos, prácticamente miembros ellos mismos de la Legión. Su trabajo y ayuda sería valioso. No estamos en tan mala forma, reflexionó. Todavía.

Un cuerno resonó tres veces, y dos surgieron de una llamativa tienda de campaña. El primero era un heraldo que bajó la bandera que llevaba en señal de tregua. El segundo… ¡Arnanak en persona!, pensó Larreka. ¿Debería ir a hablar con él? Su ética permite la traición. No, espera, es un hermano en la Tríada.

Y, por encima de las protestas de los oficiales, Larreka ordenó que se abriera la puerta norte y el puente levadizo fuera bajado. Avanzó hacia allí, solo. Dejó la armadura, y llevaba simplemente su espada de Haelen, una bolsa, y una capa roja. Lo último representaba una gran molestia, pero Seroda insistió en que su comandante no podía parecer demasiado mísero cuando se encontrase con su rival.

Arnanak habló a su ayudante, que bajó la bandera en señal de saludo. El mismo tiró la espada al suelo. Con Larreka intercambió el palmeo de hombros y las palabras de su misterio.

—Salud y saludos para ti, Señor —dijo—. Mucho me complacería que pudiéramos dejar las lanzas de muerte que llevamos.

—Buena idea —contestó Larreka—. Y fácilmente realizable. Sólo tenéis que iros a casa.

—¿Haríais vosotros lo mismo?

—Nosotros estamos en casa.

—No podemos dejaros completamente libres ya. Tuvisteis oportunidad antes. Ahora debo acabar con la Zera.

—De acuerdo, inténtalo, muchacho. ¿Pero qué hacemos aquí hablando, cuando podríamos estar a la sombra bebiendo cerveza?

—Tengo que haceros una oferta, puesto que sois valerosos. Rendíos. Cortaremos vuestras manos derechas y os mantendremos hasta que os recobréis, entonces podréis regresar con vuestros buques. Nunca volveréis a ser soldados, pero regresaréis.

—Ng-ng. Podría hacer una contraoferta, aunque pediría cortar una parte diferente de vuestras anatomías. Pero, ¿por qué molestarse?

—Me gustaría que vivierais —dijo Arnanak—. Además, no cortaríamos la mano a quien se nos uniera.

—¿Crees que esa proposición sería aceptada? —Nuestra existencia a cambio de nuestra cooperación.

—Si no aceptáis, moriréis todos, salvo aquellos infelices que capturemos y pongamos a trabajar. —Arnanak extendió los brazos. La luz destelló en sus brazaletes dorados—. No tenéis esperanza. Como mínimo, podemos haceros pasar hambre.

—Estamos bien abastecidos, incluyendo pozos que nos dan mejor agua que la que puedas sacar tú del estuario. Los campos de cultivo que no están quemados están limpios. ¿Quieres ver quién tiene hambre primero? Haremos una competición.

—De acuerdo. —Arnanak no parecía apenado por el fracaso de su «farol»—. Estáis en una buena posición defensiva. Sin embargo, es defensiva, estáis encajonados, y os superamos ocho veces en número. ¿Esperas ayuda de Beronnen? Que lo intenten. Nuestros capitanes de barco se pondrán muy contentos. ¿Cuentas con los humanos? ¿Por qué? No han sido capaces ni de rescatar a los dos de los suyos que tengo en mi poder.

—No los subestimes, amigo. He visto lo que pueden hacer.

—¿Supones que he trabajado, luchado durante todos estos años como lo he hecho, sin aprender nada de ellos y no tomarlos en consideración? Mis rehenes sólo confirman lo que ya sabía. Están aquí por la sabiduría, tratarán con aquel que mejor pueda saciarles su sed de conocimientos, y no lucharán sin que haya provocación, que me aseguraré que no consigan —hizo una pausa—. Tienes razón en una cosa. No plantearemos un asedio. Atacaremos. A menos que aceptes mis condiciones, Una Oreja ¿Puedes, por tu honor, rechazarlas en nombre de todo tu pueblo?

—Sí, lo hago.

Arnanak sonrió malvadamente.

—No esperaba otra cosa. Pero tenía que intentarlo, ¿no? Bien, entonces… Hermano Entre los Tres, te deseo un rápido viaje a la Oscuridad.

—Que Ellos te favorezcan —contestó Larreka, empleando las viejas palabras.

Los dos se abrazaron como decía la Fe, y luego separaron sus caminos.

Al atardecer, el viento cambió y se hizo más fuerte, hasta que el polvo formó una cortina espesa, y las estrellas se apagaron en el cielo cuando ninguna luna brillaba. Bajo esta cobertura los bárbaros se movieron para tomar posiciones. Llevaban las máquinas de guerra que habían capturado al destacamento que se dirigía a reconquistar Tarhanna. Al rayar el alba empezaron a disparar, con ellas y con los arcos y hondas. Cuando salió el Sol, rojo como el Vagabundo, mostró una verdadera batalla.

Las flechas silbaban cubriendo los cielos, las piedras, incesantemente disparadas, impedían que los legionarios tiradores pudieran cumplir su cometido. Protegidos de esta manera, los valennos trabajaban en las catapultas y trabuquetes para lazar proyectiles pesados contra los muros… cada pocos minutos se oía un estrépito, un estremecimiento de las vigas. Aullidos, gritos, llamadas de los cuernos y resonar de tambores, salían de las hordas que avanzaba al otro lado de la zanja. Ambos soles se alzaron, y el calor creció mientras las sombras se empequeñecían. La arena, conducida por el viento, cegaba los ojos y crujía entre los dientes.

Larreka supervisaba. Un porta estandarte le acompañaba manteniendo sobre su cabeza su bandera personal en una larga pica. Todo comandante adoptaba un emblema al otorgar su juramento. Entre otras cosas, mostraba dónde estaba, para aquellos que pudieran tener prisa en encontrarlo. Naturalmente también atraía el fuego enemigo; sin embargo, Larreka creía que debía usarla. Su dibujo había intrigado a muchos: la mano que empuñaba una espada corta, dirigiéndola hacia el cielo, estaba clara, pero no la divisa en inglés: «Arriba lo vuestro».

Había órdenes que dar… «Coge esos regalos de amor que te mandan y devuélveselos»… y frases que decir… «Buen trabajo, soldado», especialmente si el pobre tipo había sido herido, e investigaciones que hacer y cosas ocasionales que tenía que resolver él mismo.

Durante algún tiempo, los arqueros que podían ocultarse en las torres y barbacanas repelieron los intentos de tirar planchas sobre el foso. Los desnudos bárbaros retrocedían, seguidos por los proyectiles, o caían por la pendiente para quedar empalados mientras la vida púrpura se les escapaba. Pero consiguieron llevar un trabuquete lo suficientemente cerca como para martillear a dos barbacanas, hasta que quedaron en ruinas. Nadie cubría el sector, salvo el bastión entre ellas; y una lluvia de flechas había acabado con los que lo atendían.

Larreka observó a través de una aspillera. El segundo punto fuerte estuvo fuera de combate poco después de la media tarde. Con regocijo salvaje, la horda surgió abriendo paso a un grupo que llevaba largos y pesados tablones para formar un puente sobre la brecha. —Okey —dijo Larreka.

Tenía sus recursos, un grupo de refresco para manejar la catapulta, cada miembro acompañado por dos portadores de escudos, que lo protegían a la vez que se protegían ellos mismos. Los machos fueron trotando a montar el arma. Nadie pareció notar su presencia hasta que Larreka lanzó un par de rocas para probar la distancia. Por su deficiente entrenamiento, los bárbaros no podían formar una barrera adecuada a la velocidad requerida. Mientras tanto, las pasarelas habían sido colocadas y una vanguardia de bien armados guerreros empezó a cruzarlas. El tercer y cuarto disparos de Larreka fueron incendiarios. Los recipientes de aceite ardiendo golpearon, explotaron y se extendieron. Las bajas se produjeron en gran número y las paredes se incendiaron.

—Tendríamos que ir dentro, señor —le avisó un legionario. Las flechas caían en bandadas.

—No todavía. Creo que podemos inutilizar también aquella catapulta.

Es divertido. Como tos viejos tiempos. Pensaba Larreka.

Necesitó tres disparos, y un par de sus hombres fueron heridos mortalmente. Nadie escapó con la piel entera. Pero valió la pena. La máquina que había roto las defensas de Port Rua se convirtió en una pira roja y amarilla. Y las otras pérdidas sufridas fueron triviales. En el caso de Larreka, una rozadura en el anca derecha, de fácil cicatrización.

Tuvo poco tiempo para admirar sus resultados. Acababa de conducir a su grupo tras la empalizada, y estaba diciendo «Bien hecho» a un joven moribundo, cuando un emisario le dio noticias de que seis galeras se dirigían al estuario. Arnanak debía haber proyectado un asalto anfibio, sin duda combinado con un nuevo ataque por los flancos costeros.

Larreka reflexionó, miró a sus oficiales y a los soldados que le rodeaban, y preguntó:

—¿Quién está dispuesto a encabezar un grupo para una misión realmente salvaje?

Por un breve instante todos permanecieron inmóviles, entonces un líder de cohorte que Larreka conocía como un jefe prometedor dio un paso al frente.

—Bien —Larreka palmeó su hombro—. Consigue unos cuantos voluntarios, suficientes para tripular un buque. El viento nos favorece. Vosotros podréis ir en persecución de esos bastardos. Ellos alcanzarán la playa, pero utilizarán el desembarcadero de pesca, que me alegro de no haber demolido, y que es mucho más apto para la toma de tierra. Incendia un buque y lánzalo contra ellos. Escapad con un bote, o nadando. Nosotros os facilitaremos la salida, impediremos que los tripulantes abandonen los buques, haciendo posible vuestro regreso.

—¿Vamos a sacrificar una embarcación? —preguntó Seroda.

—No la necesitamos, no vamos a ninguna parte —le recordó Larreka—. Incendiaremos el resto para que no caigan en manos de los piratas. He estado retrasándolo para ver si podíamos emplearlas en algo, antes de su destrucción.

Su atención estaba concentrada principalmente en el joven oficial. A través del calor, el polvo y el viento, el ruido de más allá de los muros y los vigías y la quietud de los moribundos próximos, sus ojos se encontraron. Ambos sabían lo que implicaba la orden. En la cara que tenía ante él, Larreka pudo ver que el soldado había comenzado, en su inconsciente, a concebir el sueño en que esperaba sumergirse a través de la muerte. El comandante apretó su hombro.

—Que te vaya bien, legionario —le dijo. Aquel adiós era la despedida al último ciclo de la civilización.

Se hizo un alto en el combate. Las fuerzas de campo tassu se retiraban en busca de descanso y refresco. Larreka supuso que las galeras permanecerían alejadas de la costa hasta que oscureciera. Entonces los marinos podrían aprovecharse de la luz de la luna mientras establecían su cabeza de puente y disponían sus rampas de escalada. Probablemente sabían que no llegarían a atravesar la empalizada, pero eso distraería a fuerzas que de otra manera lucharían contra los asaltantes terrestres.

Mejor haría ocupándome de mí mismo mientras puedo, pensó Larreka. El cansancio era como plomo en sus huesos. Acompañado por Seroda, se dirigió por calles escasamente transitadas hacia el edificio de los Cuarteles Generales. La antena de radio, situada en su parte más alta parecía un esqueleto contra el tétrico cielo. El sol se había puesto y la Roja estaba baja; la luz era del color de la sangre terrestre, las sobras del color de la ishtariana. Al menos el próximo combate será menos caluroso.

Irazen, vicecomandante después del desastre de Wolua, se reunió con él en la entrada. Era un duro y experimentado veterano, carente de imaginación, pero en quien se podía confiar y que haría pagar cara la victoria al enemigo.

—Llegas a tiempo. Tenemos una llamada de los rehenes humanos. Cuando se han dado cuenta de la situación, ellos, la mujer sobre todo, han insistido en hablarte.

Jill. Bien, supongo que, Ian tiene casi tantos deseos de hablarme como ella, pero es más paciente. Qué agradable sorpresa. Larreka se dirigió hacia la sala de comunicaciones, pidiendo a los Tres que le permitieran oír su voz, aunque no pudiera verla.

—Aquí está —dijo el técnico de servicio, y saludó a su comandante. Larreka se puso frente a la pantalla en blanco.

—¡Tío! ¿Cómo estás? —Todavía sobre el puente. ¿Y tú? —Oh, nosotros, nosotros estamos bien. Hemos dado un paseo por la tarde, y estamos sentados en una colina contemplando el crepúsculo. Pero, tío, ¡estás siendo atacado!

—Ellos no han conseguido muchos resultados hasta ahora.

—¿Hasta ahora? ¿Qué es lo que sigue?

—Más de lo mismo. ¿Qué otra cosa podía ser?

El silencio zumbó. Quizá Jill e Ian intercambiaban comentarios en voz baja. O quizás no. Aquella habitación era el sitio más irreal de mundo aquella tarde. Cuando ella habló por fin, su tono era duro.

—¿Cuánto tiempo podéis manteneros?

—Eso depende…

Una obscenidad legionaria le interrumpió.

—He interrogado a tu técnico mientras te esperaba. Ninguna ayuda vais a recibir, ¿no es así? Ni tan siquiera nos tienes a nosotros, por poco bien que hubiéramos podido hacer. Tío, te conozco, y, ¡maldición!, reclamo el privilegio del soldado… ¡Sincérate conmigo!

—Pensaba que esto sólo era una charla de amigos, reunidos por un encantamiento.

—Ya no estoy en la edad en que un pedazo de azúcar me hacía callar. Escúchame. Sé que el resto de la Asociación te ha relevado de tu cargo. Suponiendo que cambiaran de parecer respecto a la suerte de la guarnición de Valennen, como tú esperas; aun suponiendo eso, sería demasiado tarde. Arnanak lo desharía. Mi gente está… paralizada, o atada por su propia Armada. Tu retirada es imposible, y ya que no te rendirás, serás aniquilado. Arnanak fue muy franco al respecto. Vuestro objetivo ahora es lograr que vuestra aniquilación les cueste tan cara que la civilización consiga espacio para respirar. ¿Verdad? Repito, ¡no podemos dejar que eso suceda!

—Todos morimos al final, querida. Míralo de esta manera: me evita el contemplar lo que te ocurra a ti. —Dijo Larreka en un arranque de gentileza.

Haciendo caso omiso de la última frase, Jíll dijo:

—Ian y yo hemos decidido sacar de su pasividad a Primavera… de algún modo… ¡Ian, nosotros lo haremos! Mantened este circuito disponible para nosotros. Esperad para una conexión con la oficina de Hanshaw a cualquier hora. ¿Comprendido?

—¿Qué es lo que estáis pensando? —preguntó Larreka. El temor crispaba sus palabras.

—No lo sabemos todavía. Algo.

—No debéis arriesgar vuestras vidas. Eso es una orden, soldado.

—¿Ni para salvar Port Rua?

Larreka se enfrentó con un abismo al recordar cómo había enviado al oficial sobre un barco de fuego, y a Jill, de quien siempre le gustaba pensar que era una agregada a la Zera Victrix, con los valennos.

—Bueno —dijo lentamente—. Consultadme de antemano, ¿de acuerdo?

—De acuerdo, viejo querido.

El tono seco de Sparling sonó:

—Eh, considerando el desgaste de las baterías, lo mejor sería pasar a las cuestiones prácticas. ¿Tenéis calculado cuánto podréis resistir sin ayuda?

—Hasta algún momento entre mañana por la mañana y el final del equinoccio. Eso implica una maraña de imponderables —dijo Larreka, mientras pensaba en el espléndido novio que hubiera sido Ian para Jill, si veinte años no fueran una diferencia tan grande entre los humanos—. Eventualmente pueden cruzar nuestras barreras y causar brecha en nuestras murallas. No podemos disparar con tanta rapidez como para impedirlo. Pero si infligimos grandes bajas al principio del juego, Arnanak puede considerar las posibilidades de ir más despacio, ahorrando tropas que necesitará más tarde. Una vez estén dentro, les haremos tomar la ciudad casa por casa. Ng-ng, unos treinta y dos días es una suposición razonable.

—¿Nada más que eso? Bueno… tendremos que pensar y actuar rápidamente. Se me está ocurriendo una idea. Que la suerte sea tuya, Larreka.

A través del desierto y del espacio, la pequeña Jill dijo:

—¡Un Abraaaaazo!

La conexión se interrumpió instantáneamente. Larreka reflexionó. Se volvió a Irazen, que había estado esperando.

—¿Algo más de que informarme?

—Nada importante, señor. —Replicó su segundo.

—Voy a dormir. La acción se reanudará poco después de la salida de la primera luna. Despiértame entonces.

Larreka fue a sus habitaciones. Habían sido las de Meroa también, y todavía tenía cosas de ella, y recuerdos. Mientras se despojaba de su armadura, permaneció ante una fotografía de los dos y su último hijo, tomada por un hombre en los primeros años de Primavera. Jacob Zopf había muerto, su propia raza no tenía más recuerdo de él que el que había en sus archivos, pero cuando ella visitó Primavera fue a cuidar las flores de la Tierra que había plantado en la tumba de su amigo. Bueno, tú eres así, pensó Larreka.

Se tendió sobre el lado izquierdo, puesto que tenía el colchón doble a su disposición, cerró sus ojos y se preguntó acerca de qué soñaría. Diversión y fantasía sería probablemente lo más indicado… permitirse, por ejemplo, tener alas y ver lo que ocurría. Pero era arriesgado ya que podía despertarse con la mente llena de espectros. ¿Y cuánto tiempo le quedaba para retornar al pasado y vivir las existencias que podía haber tenido? Si quería un buen sueño de muerte, debía empezar a planificarlo y experimentarlo ahora. Por supuesto, no le sería permitido partir de la existencia en el estilo y compañía que deseaba… Ah, maldición… Se concentró en la boda de Jill e Ian, y se dejó llevar a una fiesta que se volvió alborotada y alegre.

Seroda le despertó, a la luz de una lámpara, como le había ordenado. Los bárbaros de la costa se movían de nuevo. Sus galeras habían levado anclas y se encaminaban hacia el muelle pesquero. No habían intentado nada contra el gran buque que los seguía. Suponían que lo único que buscaba era una oportunidad para escapar.

—De acuerdo, vamos allá.

Seroda le dio un tazón de sopa y le ayudó a enfundarse en su traje de batalla. Pensó en Jill alegremente. Quién sabía, quizás sus amigos encontrasen una forma de ayudarle.

El asalto sobre la costa no traería sorpresas que los oficiales encargados no pudieran manejar. El lado del río era menos predecible, más interesante. Larreka fue allí. Desde una atalaya y sobre la puerta, observaba.

Caelestia había ya iluminado las colinas del oeste e iba rápidamente ascendiendo entre las estrellas. La visión de esto le hizo pensar en un escudo curiosamente decorado. Su luz se derramaba a través del aire caliente, cruzando la tierra estéril, tétrica hasta tocar el agua; entonces, súbitamente convertida en plata, formó un trémulo puente. Las naves bárbaras se movían negras bajo el resplandor. Cuando anclaron, los gritos de sus tripulaciones rompieron toda paz que pudiera haber en la noche.

El truco sería mantenerlos ocupados hasta que el buque incendiario llegara. Lo mismo que ellos esperaban hacer con la Legión, mientras sus compañeros atacaban por tierra el otro extremo de la ciudad. A través de los techos iluminados por la luna, Larreka oyó el fragor de aquel ataque.

Los arcos se tensaron, los proyectiles silbaron. Sólo los invasores que se detenían eran alcanzados. El resto avanzaba zigzagueando, difíciles de ver y apuntar entre las sombras. Muchos llevaban antorchas, las cuales tremolaban y lanzaban chispas a consecuencia de las carreras de sus portadores.

Tras ellos, navegando como un fantasma, llegaba el buque iluminado por las llamas. El estallido se produjo cuando el barco chocó contra el muelle. Los valennos, aunque estuvieran aterrorizados, no echaron a correr. Maniobraron sobre los trabajos de defensa al pie de la empalizada; vertieron aceite sobre la madera.

¿Me indujo Arnanak deliberadamente a pensar que esto era una diversión? ¡Caos, este es el ataque principal!

—¡Fuera! ¡Fuera! —Bramó Larreka—. ¡Salida! ¡Rechazadles! ¡Antes de que toda la muralla arda!

Bajó la rampa y se dirigió a la puerta; con la espada desenvainada, llevó a sus tropas hacia adelante.

El metal cantaba sobre el metal. Los bárbaros atacaban, valientes. Superados en número, los legionarios aguantaban tras los escudos y luchaban. Lograron introducir una cuña en las fuerzas enemigas que protegiera a algunos de ellos del fuego. Entonces las fuerzas de reserva llevaron a los enemigos hacia atrás, hacia los buques en llamas.

—¡Buenos chicos! —Gritó Larreka—. Vamos, ¡liquidadlos, en el nombre de la Zera!

Algo le golpeó. El dolor surgió de su ojo derecho. La oscuridad le siguió. Dejó caer la espada de Haelen y buscó a tientas la flecha en su cabeza.

—¿Ya? —Preguntó en voz alta. El asombro dio paso al estrépito y la confusión. Sus piernas flaquearon. Un soldado se arrodilló junto a él. Larreka no le prestó atención. A la luz roja de la luna y las llamas, llamó a la fuerza que le quedaba, antes de que se fuera completamente, para que le ayudase a soñar el pequeño sueño de muerte que quería.

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