II. El guerrillero

El México Lindo estaba en la esquina de la rué des Canettes y la rué Guisarde, a un paso de la place Saint Sulpice, y en mi primer año de París, en que pasé apuros de dinero, muchas noches fui a apostarme a la puerta falsa de ese restaurante, a esperar a que Paúl se apareciera con un paquetito de tamales, tortillas, carnitas o enchiladas, que yo me iba a despachar en mi buhardilla del Hotel du Sénat antes de que se enfriaran. Paúl había entrado a trabajar en el México Lindo como pinche de cocina, y al poco tiempo, gracias a sus habilidades culinarias, fue ascendido a ayudante del chef y cuando lo dejó todo para dedicarse en cuerpo y alma a la revolución ya era cocinero titular del establecimiento.

En esos comienzos de los años sesenta París vivía la fiebre de la Revolución Cubana y pululaba de jóvenes venidos de los cinco continentes que, como Paúl, soñaban con repetir en sus países la gesta de Fidel Castro y sus barbudos y se preparaban para ello, en serio o en juego, en conspiraciones de café. Además de ganarse la vida en el México Lindo, cuando yo lo conocí, a los pocos días de mi llegada a París, Paúl tomaba unos cursos de Biología en la Sorbona, que abandonó también por la revolución.

Nos hicimos amigos en un cafecito del Barrio Latino, donde nos reuníamos un grupo de esos sudamericanos que Sebastián Salazar Bondy llamó en un libro de cuentos Pobre gente de París. Paúl, al enterarse de mis apuros, me propuso echarme una mano en lo concerniente a la comida, pues en el México Lindo ella sobraba. Que, a eso de las diez de la noche, me pasara por la puerta falsa y me ofrecería «un banquete gratis y caliente», algo que había hecho ya con otros compatriotas menesterosos.

Debía de tener unos veinticuatro o veinticinco años a lo más, y era un barrilito con pies -muy, muy gordo-, simpático, amiguero y conversador. Andaba siempre con una gran sonrisa en la boca que le inflaba los cachetes. En el Perú había estudiado varios años de Medicina y pasó algún tiempo en la cárcel por ser uno de los organizadores de la célebre huelga de la Universidad de San Marcos del año 1952, cuando la dictadura del general Odría. Antes de llegar a París estuvo un par de años en Madrid, donde se casó con una chica de Burgos. Acababan de tener un hijo.

Vivía en el Marais, que, entonces, antes de que André Malraux, ministro de Cultura del general De Gaulle, emprendiera la gran limpieza y rehabilitación de las antiguas mansiones desvencijadas y arrebozadas de mugre de los siglos XVII y XVIII, era un barrio de artesanos, ebanistas, zapateros, sastres y judíos pobres, y gran número de estudiantes y artistas insolventes. Además de esos rápidos encuentros en la puerta de servicio del México Lindo, solíamos reunimos también, al mediodía, en La Petite Source del Carrefour del Odeón o en la terraza de Le Cluny, en la esquina de Saint Michel y Saint Germain, para tomar un café y contarnos nuestras andanzas. Las mías consistían exclusivamente en múltiples gestiones para conseguir un trabajo, algo nada fácil, pues mi título de abogado de una universidad peruana no impresionaba a nadie en París, ni tampoco que me desenvolviera bastante bien en inglés y francés. Y las de él, en los preparativos de la revolución que haría del Perú la segunda República Socialista de América Latina. Un día en que de improviso me preguntó si me interesaría ir con una beca a Cuba a recibir instrucción militar, le dije a Paúl que, aunque tenía toda la simpatía del mundo por él, la política no me interesaba lo más mínimo; más, la detestaba, y todas mis ilusiones se cifraban -perdón por la mediocridad pequeñoburguesa, compadre – en conseguir un trabajito estable que me permitiera pasar sin pena ni gloria el resto de mis días en París. Le dije también que no se le ocurriera contarme nada de sus conspiraciones, no quería vivir con la angustia de que se me fuera a escapar alguna información que pudiera perjudicarlos a é! y a sus compañeros.

– No te preocupes. Tengo confianza en ti, Ricardo.

Me la tenía, en efecto, y tanta que no me hizo caso. Me contaba todo lo que hacía y hasta las complicaciones más íntimas de los preparativos revolucionarios. Paúl pertenecía al Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR, fundado por Luis de la Puente Uceda, un disidente del Partido Aprista. El gobierno cubano había concedido al MIR un centenar de becas para que muchachas y muchachos peruanos recibieran entrenamiento guerrillero. Eran los años de la confrontación entre Pekín y Moscú y en ese momento parecía que Cuba se inclinaría por la línea maoísta, aunque luego, por razones prácticas, terminó aliándose con los soviéticos. Los becarios, debido al estricto bloqueo impuesto por Estados Unidos a la isla, tenían que pasar por París camino a su destino y Paúl se las veía negras para alojarlos en la escala parisina.

Yo le echaba una mano en esos trajines logísticos, ayudándolo a reservar cuartos en hotelitos misérrimos -«de árabes», decía Paúl- en los que embutíamos a los futuros guerrilleros de dos en dos, y a veces hasta de tres en tres, en un cuartito charcheroso o en una chambre de bonne de algún latinoamericano o francés dispuesto a poner su granito de arena para la causa de la revolución mundial. En mi buhardilla del Hotel du Sénat, de la rué Saint Sulpice, alojé alguna vez, a escondidas de madame Auclair, la administradora, a alguno de esos becarios.

Constituían una fauna muy variada. Muchos eran alumnos de Letras, Derecho, Economía, Ciencias y Educación de San Marcos, que habían militado en la Juventud Comunista o en otras organizaciones de izquierda, y, además de limeños, aparecían muchachos de provincias, e incluso algunos campesinos, indios de Puno, Cusco y Ayacucho, aturdidos por el salto de sus aldeas y comunidades andinas, donde habían sido reclutados vaya usted a saber cómo, a París. Lo miraban todo alelados. Por las pocas frases que cambiaba con ellos en el trayecto de Orly a su hotel, me daban a veces la impresión de no tener muy claro el tipo de beca que iban a disfrutar ni darse cuenta cabal de en qué consistía el entrenamiento que recibirían. No todos habían sido becados en el Perú. Algunos lo fueron en París, entre la variopinta masa de peruanos -estudiantes, artistas, aventureros, bohemios- que merodeaban por el Barrio Latino. Entre ellos, el más original resultó mi amigo Alfonso el Espiritista, enviado a Francia por una secta teosófica de Lima a seguir estudios de parapsicología y teosofía, a quien la elocuencia de Paúl arrebató a los espíritus e instaló en el mundo de la revolución. Era un muchacho blancón y tímido, que apenas abría la boca, y había en él algo descarnado e ido, de espíritu precoz. En nuestras conversaciones de mediodía en Le Cluny o La Petite Source yo le insinuaba a Paúl que muchos de esos becarios que el MIR mandaba a Cuba, y a veces a Corea del Norte o China Popular, aprovechaban la ocasión para hacer un poco de turismo, y que jamás subirían a los Andes o se sumirían en la Amazonia con un fusil al hombro y una mochila en la espalda.

– Todo está calculado, mi viejo -me respondía Paúl, posando de magíster que tiene de su lado las leyes de la historia-. Si la mitad nos responde, la Revolución es pan comido.

Cierto, el MIR hacía las cosas con un poco de prisa, pero ¿cómo podía darse el lujo de dormirse? La historia, después de andar tantos años a paso de tortuga, de pronto, gracias a Cuba, se volvió un bólido. Había que actuar, aprendiendo, tropezando, levantándose. No estaban los tiempos para reclutar a los jóvenes guerrilleros haciéndoles pasar exámenes de conocimiento, pruebas físicas y tests psicológicos. Lo importante era sacar partido a esas cien becas antes de que Cuba las ofreciera a otros grupos -el Partido Comunista, el Frente de Liberación, los trotskistas- que competían por ser los primeros en poner en marcha la revolución peruana.

La mayoría de becarios que fui a recoger a Orly para llevarlos a los hotelitos y pensiones donde pasarían encerrados la escala de París, eran varones y muy jóvenes, algunos adolescentes. Un día descubrí que también había mujeres entre ellos.

– Recógelas y llévatelas a este hotelito de la rué Gay-Lussac -me pidió Paúl-. Camarada Ana, camarada Arlette y camarada Eufrasia. Trátalas bien.

Una regla sobre la que los becarios venían bien aleccionados era no dar a conocer sus verdaderos nombres. Incluso entre ellos sólo usaban sus apodos o nombres de guerra. Apenas aparecieron las tres chicas tuve la impresión de que a la camarada Arlette la había visto en alguna parte.

La camarada Ana era una morochita de ademanes vivos, algo mayor que las otras, y por las cosas que le oí aquella mañana y las dos o tres veces que la vi, debía de haber sido dirigente del sindicato de maestras. La camarada Eufrasia, una chinita de huesos frágiles, parecía quinceañera. Venía muerta de fatiga porque en el largo viaje no había pegado los ojos y vomitó un par de veces por las turbulencias. La camarada Arlette tenía una silueta graciosa, una cintura delgadita, una piel pálida, y aunque vestía, como las otras, con gran sencillez -faldas y chompas toscas, blusas de percala y unos zapatones sin taco y con pasadores de esos que venden en los mercados-, había en ella algo muy femenino en la manera como caminaba y se movía, y, sobre todo, en el modo de fruncir sus gruesos labios al hacer preguntas sobre las calles que el taxi atravesaba. En sus ojos oscuros, expresivos, titilaba algo ansioso contemplando los bulevares arbolados, los edificios simétricos y la muchedumbre de jóvenes de ambos sexos con bolsas, libros y cuadernos que merodeaban en las calles y bistrots de los alrededores de la Sorbona, mientras nos acercábamos a su hotelito de la rué Gay-Lussac. Les dieron un cuarto sin baño ni ventanas, con dos camas que debían compartir las tres. Al despedirme, les repetí las instrucciones de Paúl: no moverse de aquí hasta que él, en algún momento de la tarde, pasara a verlas y les explicara su plan de trabajo en París.

Estaba en la puerta del hotel, encendiendo un cigarrillo antes de partir, cuando me tocaron el hombro:

– Ese cuartito me da claustrofobia -me sonrió la camarada Arlette -. Y, además, una no llega todos los días a París, caramba.

Entonces, la reconocí. Había cambiado mucho, por supuesto, sobre todo su manera de hablar, pero seguía manando de toda ella esa picardía que yo recordaba muy bien, algo atrevido, espontáneo y provocador, que si traslucía en su postura desafiante, el pechito y la cara adelantados, un pie algo atrás, el culito en alto, y una mirada burlona que dejaba a su interlocutor sin saber si hablaba en serio o bromeando. Era menuda, de pies y manos pequeños y unos cabellos, ahora negros en vez de claros, sujetos con una cinta, que le llegaban a los hombros. Y aquella miel oscura en sus pupilas.

Advirtiéndole que lo que íbamos a hacer estaba terminantemente prohibido y que por esto el camarada Jean (Paúl) nos reñiría, la llevé a dar una vuelta por el Panteón, la Sorbona, el Odeón y el Luxemburgo y por fin -¡un dispendio para mi economía!- a almorzar en L'Acropole, un restaurancito griego de la rué de l'Ancienne Comedie. En esas tres horas de conversación me contó, violando las reglas del secretismo revolucionario, que había estudiado Letras y Derecho en la Universidad Católica, que llevaba años militando en la clandestina Juventud Comunista y que, al igual que otros camaradas, se había pasado al MIR porque éste era un movimiento revolucionario de verdad y, aquél, un partido esclerotizado y anacrónico en los tiempos que corrían. Me decía esas cosas de manera algo mecánica, sin mucha convicción. Yo le conté mis trajines en busca de trabajo para poder quedarme en París y le dije que ahora tenía puestas todas mis esperanzas en un concurso para traductores de español, convocado por la Unesco, que pasaría al día siguiente.

– Cruza los dedos y toca así la mesa tres veces, para que lo apruebes -me dijo la camarada Arlette, muy seria, mirándome fijamente.

¿Eran compatibles semejantes supersticiones con la doctrina científica del marxismo-leninismo?, la provoqué.

– Para conseguir lo que se quiere, todo vale -me repuso en el acto, muy resuelta. Pero, de inmediato, encogiendo los hombros, sonrió-: También rezaré un rosario para que pases el examen, aunque no sea creyente. ¿Me denunciarás al partido por supersticiosa? No creo. Tienes una carita de buena gente…

Lanzó una risita y, al reírse, se le formaron en sus mejillas los mismos hoyuelos que cuando niña. La acompañé de regreso a su hotel. Si estaba de acuerdo, le pediría permiso al camarada Jean para sacarla a conocer otros lugares de París antes de que continuara su viaje revolucionario. «Regio», apuntó, extendiéndome una mano lánguida que demoró en separarse de la mía. Era muy bonita y muy coqueta la guerrillera.

A la mañana siguiente pasé el examen para traductores en la Unesco con una veintena de postulantes. Nos dieron a traducir media docena de textos del inglés y del francés, bastante fáciles. Vacilé con la expresión «art román», que traduje primero como «arte romano», pero luego, en la revisión, comprendí que se trataba de «arte románico». Al mediodía fui con Paúl a comer una salchicha con papas fritas a La Petite Source y, sin preámbulos, le pedí permiso para sacar a la camarada Arlette mientras estuviera en París. Me quedó mirando de manera socarrona y simuló darme un sermón:

– Está terminantemente prohibido tirarse a las camaradas. En Cuba y en China Popular, durante la revolución, un polvo a una guerrillera podía costarte el paredón. ¿Por qué quieres sacarla? ¿Te gusta la muchacha?

– Supongo que sí -le confesé, algo avergonzado-. Pero, si eso te puede traer problemas…

– ¿Te aguantarías las ganas? -se rió Paúl-. ¡No seas hipócrita, Ricardo! Sácala, sin que yo me entere. Eso sí, después me lo cuentas todo. Y, sobre todo, usa condón.

Esa misma tarde fui a buscar a la camarada Arlette a su hotelito de la rué Gay-Lussac y la llevé a comer un steak frites a La Petite Hostellerie, de la rué de l'Harpe. Y, luego, a una pequeña boíte de nuit de la rué Monsieur le Prince, L'Escale, donde en esos días una chica española, Carmencita, vestida toda de negro a la manera de Juliette Greco, acompañándose de una guitarra cantaba, o mejor dicho decía, poemas antiguos y canciones republicanas de la época de la guerra civil. Tomamos unas copas de ron con coca-cola, una bebida que había empezado a llamarse ya cubalibre. El local era pequeño, oscuro, humoso, cálido, las canciones épicas o melancólicas, no había mucha gente todavía, y, antes de habernos terminado el trago y después de contarle que gracias a sus artes brujeriles y a su rosario me había ido bien en el examen de la Unesco, le cogí la mano y entrecruzándole los dedos le pregunté si se había dado cuenta de que estaba enamorado de ella desde hacía diez años.

Se echó a reír:

– ¿Enamorado de mí sin conocerme? ¿Quieres decir que desde hace diez años esperabas que un día se apareciera en tu vida una chica como yo?

– Nos conocemos muy bien, sólo que tú no te acuerdas -le respondí, muy despacio, espiando su reacción-. Entonces, te llamabas Lily y te hacías pasar por chilenita.

Pensé que la sorpresa haría que apartara su mano o que la cerrara crispada, en un movimiento nervioso, pero nada de eso. La dejó quieta en las mías, sin alterarse lo más mínimo.

– ¿Qué dices? -murmuró. En la penumbra, se inclinó y su cara se acercó tanto a la mía que sentí su aliento. Sus ojitos me escrutaban, tratando de adivinarme.

– ¿Todavía sabes imitar tan bien el cantito de las chilenas? -le pregunté, mientras le besaba la mano-, No me digas que no sabes de qué hablo. ¿Tampoco te acuerdas que me declaré tres veces y que siempre me diste calabazas?

– ¡Ricardo, Ricardito, Richard Somocurcio! -exclamó, divertida, y ahora sí sentí la presión de su mano-. ¡El flaquito! Ese mocoso tan arregladito, que parecía haber hecho la víspera la sagrada comunión. ¡Ja, ja! Eras tú. ¡Ay, qué risa! Ya entonces tenías carita de santurrón.

Sin embargo, un momento después, cuando le pregunté cómo y por qué se les había ocurrido a ella y su hermana Lucy hacerse pasar por chilenitas al mudarse a la calle Esperanza, en Miraflores, me negó con firmeza que supiera de qué le hablaba. ¿De dónde me había inventado semejante cosa? Se trataba de otras personas. Ni ella se había llamado nunca Lily, ni tenía hermana, ni había vivido jamás en ese barrio pituco. Ésa sería en adelante su actitud: negarme la historia de las chilenitas, aunque, a veces, como aquella noche en L'Escale, cuando me dijo reconocer en mí al mocosito medio bobo de diez años atrás, algo se le salía -una imagen, una alusión- que la delataba como la falsa chilenita de nuestra adolescencia.

Nos quedamos en L'Escale hasta las mil quinientas y yo pude besarla y acariciarla, pero sin ser correspondido. No me apartaba los labios cuando yo se los buscaba; pero no hacía el menor movimiento de respuesta, se dejaba besar con indiferencia, y, por supuesto, nunca abría la boca para que yo pudiera sorber su saliva. También su cuerpo parecía un témpano cuando mis manos le acariciaban la cintura, los hombros, y se detenían en los duros pechitos de botones erectos. Permaneció quieta, pasiva, resignada a aquellas efusiones como una reina a los homenajes de un vasallo, hasta que, por fin, con naturalidad, advirtiendo que mis caricias tomaban un rumbo atrevido, me apartó.

– Ésta es mi cuarta declaración de amor, chilenita -le dije, en la puerta del hotelito de la rué Gay-Lussac -. ¿La respuesta es sí, por fin?

– Ya veremos -me echó un beso volado, alejándose-. No pierdas las esperanzas, niño bueno.

Los diez días que siguieron a este encuentro, la camarada Arlette y yo tuvimos algo parecido a una luna de miel. Nos vimos todos los días y yo quemé en ellos todo el dinero que me quedaba de los giros de la tía Alberta. La llevé al Louvre y el Jeu de Paume, al museo Rodin y las casas de Balzac y de Víctor Hugo, la Cinémathéque de la rué d'Ulm, a una función del Teatro Nacional Popular que dirigía Jean Vilar (vimos Cefou de Platonov, de Chéjov, en que el propio Vilar encarnaba al protagonista) y, el domingo, tomamos el tren a Versalles, donde, luego de visitar el palacio, dimos un largo paseo por el bosque en el que nos sorprendió la lluvia y terminamos empapados. En esos días cualquiera nos habría tomado por amantes, pues andábamos todo el tiempo de la mano y yo la besaba y acariciaba con cualquier pretexto. Ella me dejaba hacer, divertida a veces, otras indiferente, y siempre terminaba poniendo fin a mis efusiones con un mohín de impaciencia: «Y ahora basta, Ricardito». Alguna rara vez, ella tomaba la iniciativa de peinarme o despeinarme un mechón con su mano o pasarme un dedo afilado por la nariz o por la boca como queriendo alisarlas, una caricia que se parecía a la de una ama afectuosa a su caniche.

De esa intimidad de diez días saqué una certeza: a la camarada Arlette, la política en general, y la revolución en particular, le importaban un comino. Era probablemente un cuento chino su militancia en la Juventud Comu nista y después en el MIR, así como sus estudios en la Universidad Católica. No sólo no hablaba jamás de temas políticos ni universitarios; cuando yo llevaba la conversación a ese terreno, no sabía qué decir, ignoraba las cosas más elementales y se las arreglaba para cambiar de tema muy de prisa. Era evidente que se había conseguido esta beca de guerrillera para salir del Perú y viajar por el mundo, algo que de otro modo, siendo una chica de origen muy humilde -saltaba a la vista-, jamás hubiera podido hacer. Pero sobre nada de esto me atreví a interrogarla para no ponerla en aprietos, ni obligarla a contarme otro cuento chino.

Al día octavo de nuestra púdica luna de miel accedió, de manera inesperada, a pasar la noche conmigo en el Hotel du Sénat. Era algo que yo le había pedido -rogado- en vano todos los días anteriores. Esta vez, ella tomó la iniciativa:

– Hoy te acompaño yo, si quieres -me dijo, en la noche, mientras comíamos un par de sándwiches de pan baguette con queso gruyere (ya no me quedaban recursos para un restaurante) en un bistrotát la rué de Tournon. Mi pecho se aceleró como si acabara de correr la maratón.

Después de una pesada negociación con el guardián del Hotel du Sénat -«Pos de visites nocturnes a l´hotel, monsieur!»-, que a la camarada Arlette la dejó impávida, pudimos subir los cinco pisos sin ascensor hasta mi buhardilla. Se dejó besar, acariciar, desnudar, siempre con esa curiosa actitud de prescindencia, sin permitirme acortar la invisible distancia que guardaba frente a mis besos, abrazos y cariños, aunque me abandonara su cuerpo. Me emocionó verla desnuda, sobre la camita colocada en el rincón del cuarto donde el techo se inclinaba y apenas llegaba el resplandor de la única bombilla. Era muy delgada, de miembros bien proporcionados, con una cintura tan estrecha que, me pareció, yo hubiera podido ceñirla con mis dos manos. Bajo la pequeña mancha de vellos en el pubis, la piel lucía más clara que en el resto de su cuerpo. Su piel, olivácea, de reminiscencias orientales, era suave y fresca. Se dejó besar largamente de la cabeza a los pies, manteniendo la pasividad de costumbre, y escuchó como quien oye llover el poema Material nupcial, de Neruda, que le recité al oído, y las palabras de amor que le balbuceaba, de manera entrecortada: ésta era la noche más feliz de mi vida, nunca había deseado a nadie tanto como a ella, siempre la querría.

– Metámonos bajo la frazada porque hace mucho frío -me interrumpió, bajándome a la pedestre realidad-. Cómo no te hielas acá.

Estuve a punto de preguntarle si debía cuidarme, pero no lo hice, amoscado por su actitud tan desenvuelta, como si tuviera siglos de experiencia en estas lides y fuera yo más bien el primerizo. Hicimos el amor con dificultad. Ella se entregaba sin el menor embarazo, pero resultó ser muy estrecha y, en cada uno de mis esfuerzos para penetrarla, se encogía, con una mueca de dolor: “Más despacito, más despacito”. Al final, la amé y fui feliz amándola. Era cierto que nada me hacía tanta ilusión como estar allí con ella, era cierto que en mis escasas y siempre fugaces aventuras nunca había sentido esa mezcla de ternura y deseo que ella me inspiraba, pero dudo que fuera también el caso de la camarada Arlette. Todo el tiempo me dio más bien la impresión de hacer lo que hacía sin que en el fondo le importara.

A la mañana siguiente, cuando abrí los ojos, la vi, aseada y vestida, al pie de la cama, observándome con una mirada que traslucía una profunda inquietud.

– ¿De veras estás enamorado de mí?

Asentí varias veces y estiré la mano para coger la suya, pero ella no me la alcanzó.

– ¿Quieres que me quede a vivir contigo, aquí en París? -me preguntó, con el tono de voz con que me hubiera podido proponer ir al cine ver una de las películas de la Nouvelle Vague, de Godaid, Truffaut o de Louis Malle, que estaban en pleno apogeo.

Volví a asentir, totalmente desconcertado. ¿Significaba eso que la chilenita también se había enamorado de mí?

– No es por amor, para qué te voy a mentir -me respondió, con frialdad-. Pero, no quiero ir a Cuba, y menos volver al Perú. Quisiera quedarme en París. Tú puedes ayudarme a que me libre del compromiso con el MIR. Háblale al camarada Jean y, si me libera, me vendré a vivir contigo -vaciló un momento y, suspirando, hizo una concesión-: Capaz termino enamorándome de ti.

El día noveno le hablé al gordo Paúl, en nuestro encuentro del mediodía, esta vez en Le Cluny, ante dos croque monsieur y dos cafés expresos. Fue categórico:

– No puedo liberarla, sólo la dirección del MIR podría. Pero, aun así, con sólo proponerlo a mí se me crearía un problema del carajo. Que vaya a Cuba, que siga el curso. Que demuestre no tener condiciones físicas ni psicológicas para la lucha armada. Entonces, yo podría sugerirle a la dirección que ella se quede aquí, ayudándome. Díselo y, sobre todo, que no comente esto con nadie. El jodido sería yo, mi viejo.

Con el dolor de mi alma fui a transmitirle a la camarada Arlette la respuesta de Paúl. Y, lo peor, la animé a que siguiera su consejo. Me apenaba más que a ella tener que separarnos. Pero, no podíamos reventar a Paúl, ni ella debía indisponerse con el MÍR, podría traerle problemas en el futuro. El curso duraba unos pocos meses. Que, desde el primer momento, mostrara una total incapacidad para la vida guerrillera, simulando desmayos inclusive. Mientras, yo, aquí en París, encontraría trabajo, tomaría un departamentito, estaría esperándola…

– Ya sé, llorarás, me extrañarás y pensarás en mí día y noche -me interrumpió, con ademán impaciente, los ojos duros y la voz helada-. Bueno, ya veo que no hay otro remedio. Nos veremos dentro de tres meses Ricardito.

– ¿Por qué te despides desde ahora?

– ¿El camarada Jean no te contó? Parto a Cuba mañana temprano, vía Praga. Ya puedes empezar a derramar las lágrimas de la despedida.

Partió al día siguiente, en efecto, y yo no pude acompañarla al aeropuerto, porque Paúl me lo prohibió. En nuestro próximo encuentro, el gordo me dejó totalmente desmoralizado anunciándome que no podría escribirle a la camarada Arlette, ni recibir cartas de ella, porque, por razones de seguridad, los becados debían cortar todo tipo de comunicación durante el entrenamiento. Paúl ni siquiera estaba seguro de que, terminado el curso, la camarada Arlette volviera a pasar por París en su ruta de regreso a Lima.

Estuve muchos días convertido en un zombie, reprochándome día y noche no haber tenido el coraje de decirle a la camarada Arlette que, pese a la prohibición de Paúl, se quedara conmigo en París, en vez de exhortarla a continuar esa aventura que sabe Dios cómo terminaría. Hasta que, una mañana, al salir de mi buhardilla a tomar el desayuno en el Café de la Marie en la place Saint Sulpice, madame Auclair me entregó un sobre con el sello de la Unesco. Había aprobado el examen y el jefe del departamento de traductores me citaba en su oficina. Era un español canoso y elegante, apellidado Chames. Fue muy amable. Se rió de buena gana cuando me preguntó por mis «planes a largo plazo» y le respondí: «Morirme de viejo en París». No había aún ninguna vacante para un puesto permanente, pero podía contratarme como «temporero» durante la asamblea general y en los períodos en que la institución estuviera sobrecargada de trabajo, algo que ocurría con cierta frecuencia. Desde ese momento tuve la seguridad de que mi sueño de siempre -bueno, desde que tuve uso de razón-, vivir en esta ciudad el resto de mi vida, comenzaba a hacerse realidad.

Mi existencia dio un salto mortal a partir de ese día. Empecé a cortarme el pelo dos veces al mes y a ponerme saco y corbata todas las mañanas. Tomaba el metro en Saint Germain o el Odeón para ir hasta la estación de Segur, la más cercana a la Unesco, y permanecía allí de nueve y media a una y de dos y media a seis de la tarde, en un pequeño cubículo, traduciendo al español documentos generalmente plúmbeos sobre el traslado de los templos de Abu Sirnbel en el Nilo o la preservación de los restos de escritura cuneiforme descubiertos en unas cavernas del desierto de Sahara, a la altura de Mali.

Curiosamente, al mismo tiempo que la mía, también cambió la vida de Paúl. Seguía siendo mi mejor amigo, pero empezamos a vernos de manera cada vez más espaciada, por mis obligaciones recién contraídas de burócrata y porque él comenzó a recorrer el mundo, representando al MIR en congresos o encuentros para la paz, por la liberación del Tercer Mundo, por la lucha contra el armamentismo nuclear, contra el colonialismo y el imperialismo y mil causas progresistas más. Paúl se sentía a veces aturdido, viviendo un sueño, cuando me contaba -vez que volvía a París me llamaba y comíamos o tomábamos un café dos o tres veces por semana mientras se quedaba en la ciudad- que acababa de regresar de Pekín, de El Cairo, de La Habana, de Pyongyang o de Hanoi, donde había tenido que hablar sobre las perspectivas de la revolución en América Latina ante 1.500 delegados de 50 organizaciones revolucionarias de una treintena de países en nombre de una revolución peruana que ni siquiera había comenzado.

Si no hubiera conocido tan bien esa integridad que rezumaba por todos sus poros, muchas veces habría creído que exageraba, para impresionarme. ¿Cómo iba a ser posible que este sudamericano de París que hacía unos meses se ganaba la vida como pinche de cocina del México Lindo fuera ahora un personaje de la jet-set revolucionaria, que hacía vuelos trasatlánticos y se codeaba con los líderes de China, Cuba, Vietnam, Egipto, Corea de! Norte, Libia, Indonesia? Pero, era verdad. Paúl, por los imponderables y la extraña madeja de relaciones, intereses y confusiones de que estaba hecha la revolución, se había convertido en un personaje internacional. Lo confirmé en aquellos días de 1962 en que hubo un pequeño alboroto periodístico con motivo de un intento de asesinato al líder revolucionario marroquí Ben Barka, apodado el Dínamo, al que tres años después, en octubre de 1965, secuestrarían y desaparecería para siempre al salir de Chez Lipp, un restaurante de Saint Germain-des-Prés. Paúl vino a buscarme al mediodía a la Unesco y fuimos a la cafetería a comer un sandwich. Estaba pálido, ojeroso y con la voz alterada, un nerviosismo insólito en él. Ben Barka presidía un congreso internacional de fuerzas revolucionarias en cuya directiva estaba también Paúl. Ambos habían estado viéndose mucho y viajando juntos en las últimas semanas. El intento de asesinato de Ben Barka sólo podía ser obra de la CÍA y el MIR se sentía ahora en peligro, en París. ¿Podía yo, por unos días, mientras tomaban las providencias debidas, guardar un par de maletas en mi buhardilla?

– No te pediría una cosa así, si tuviera alguna alternativa. Si me dices que no, ningún problema, Ricardo.

Lo haría, si me decía qué contenían las maletas.

– Una, papeles. Dinamita pura: planes, direcciones, preparativos de las acciones en el Perú. La otra, dólares.

– ¿Cuántos?

– Cincuenta mil.

Estuve pensando, un momento.

– ¿Si entrego esas maletas a la CÍA me dejarán quedarme con los cincuenta mil?

– Piensa que, cuando la revolución triunfe, te podríamos nombrar embajador ante la Unesco -me siguió la cuerda Paúl.

Bromeamos un rato y al anochecer me llevó las dos maletas, que metimos debajo de mi cama. Pasé una semana con los pelos de punta, pensando que si a cualquier ladrón se le ocurría robarse ese dinero, el MIR nunca se creería lo del robo y yo me convertiría en un blanco de la revolución. Al sexto día, Paúl vino con tres desconocidos a llevarse esos incómodos huéspedes.

Cada vez que nos veíamos yo le preguntaba por la camarada Arlette y él nunca trató de engañarme dándome noticias falsas. Lo sentía mucho pero no había podido averiguar nada. Los cubanos eran muy estrictos en cuestiones de seguridad y guardaban la más absoluta reserva sobre su paradero. Lo único seguro era que todavía no había pasado por París, pues él tenía todo el registro de los becados que retornaban al Perú.

– Cuando pase, serás el primero en saberlo. La muchacha te agarró fuerte, ¿no? Pero, por qué, viejito, ni que fuera tan bonita.

– No sé por qué, Paúl. Pero, la verdad, me agarró fuerte, sí.

Con el nuevo tipo de vida que Paúl llevaba, el medio peruano de París comenzó a hablar mal de él. Eran escritores que no escribían, pintores que no pintaban, músicos que no tocaban ni componían y revolucionarios de café que desahogaban su frustración, envidia y aburrimiento diciendo que Paúl se había «sensualizado›, vuelto un «burócrata de la revolución». ¿Qué hacía en París? ¿Por qué no estaba allá, con esos muchachos a los que mandaba a recibir entrenamiento militar y metía luego a escondidas al Perú para que comenzaran las acciones guerrilleras en los Andes? Yo lo defendía, en acaloradas discusiones. Me constaba que, a pesar de su nuevo estatuto, Paúl seguía viviendo con absoluta modestia. Hasta hacía muy poco, su mujer había trabajado limpiando casas para sostener la economía familiar. Ahora, el MIR, aprovechando su pasaporte de española, la tenía de correo y la enviaba con frecuencia al Perú, acompañando a los becados que volvían o llevando dinero e instrucciones, en unos viajes que a Paúl lo llenaban de zozobra. De otro lado, por sus confidencias, sabía que esta vida que le habían impuesto las circunstancias y que su jefe le exigía siguiera llevando, cada día lo irritaba más. Estaba impaciente por regresar al Perú, donde las acciones empezarían muy pronto. Él quería ayudar a prepararlas, sobre el terreno. La dirección del MIR no se lo autorizaba y esto lo enfurecía. «Son las consecuencias de saber idiomas, maldita sea», protestaba, riendo en medio de su malhumor.

Gracias a Paúl, en esos meses y años de París, conocí a los principales dirigentes del MIR, empezando por su líder y fundador, Luis de la Puente Uceda, y terminando por Guillermo Lobatón. El líder del MIR era un abogado trujillano, nacido en 1926, disidente del Partido Aprista, delgado y con anteojos, de tez y cabellos claros, que llevaba siempre alisados hacia atrás como un actor argentino. Las dos o tres veces que le vi iba vestido muy formal, con corbata y una casaca de cuero marrón. Hablaba con suavidad, como un abogado en funciones, dando precisiones legalísticas y usando un vocabulario elaborado, de alegato jurídico. Siempre lo vi rodeado de dos o tres tipos fortachones, que debían ser sus guardaespaldas, unos hombres que lo contemplaban con veneración y que jamás opinaban. Había en todo lo que decía algo tan cerebral, tan abstracto, que me costaba trabajo imaginármelo de guerrillero, con una metralleta al hombro, trepando y bajando los riscos de los Andes. Y, sin embargo, había estado varias veces preso, exiliado en México, y viviendo en la clandestinidad. Daba la impresión, más bien, de haber nacido para brillar en el foro, en el parlamento, en las tribunas y en las negociaciones políticas, es decir, en todo aquello que él y sus camaradas despreciaban como las triquiñuelas de la democracia burguesa.

Guillermo Lobatón era otra cosa. De la muchedumbre de revolucionarios que gracias a Paúl me tocó conocer en París, ninguno me pareció tan inteligente, culto y resuelto como él. Era aún muy joven, apenas vencida la treintena, pero tenía ya un rico pasado de hombre de acción. Había sido el líder de la gran huelga de la Universidad de San Marcos de 1952 contra la dictadura de Odría (desde entonces era amigo de Paúl), a raíz de la cual fue apresado, enviado al Frontón y torturado. De esta manera se truncaron sus estudios de filosofía, en los que, se decía en San Marcos, competía con Li Carrillo, futuro discípulo de Heidegger, en ser el más brillante estudiante de la Facultad de Letras. En 1954 fue expulsado del país por el gobierno militar y, luego de mil pellejerías, llegó a París, donde, a la vez que se ganaba la vida con las manos, retomó sus estudios de filosofía en la Sorbona. El Partido Comunista le consiguió luego una beca en Alemania Oriental, en Leipzig, donde continuó sus estudios de filosofía y estuvo en una escuela de cuadros del Partido. Allí lo sorprendió la Revolución Cubana. Lo sucedido en Cuba lo llevó a reflexionar de manera muy crítica sobre la estrategia de los partidos comunistas latinoamericanos y el espíritu dogmático del estalinismo. Antes de conocerlo en persona yo había leído un trabajo suyo, que circuló en París impreso a mimeógrafo, en que acusaba a aquellos partidos de haberse cortado de las masas por su sumisión a los dictados de Moscú, olvidando que, como había escrito el Che Guevara, «el primer deber de un revolucionario era nacer la revolución». En ese trabajo, en el que exaltaba el ejemplo de Fidel Castro y sus compañeros como modelos revolucionarios, había una cita de Trotski. Por esta cita fue sometido a un tribunal de disciplina en Leipzig y expulsado de manera infamante de AlemaniaOriental y del Partido Comunista peruano. Así llegó a París, donde se había casado con una muchacha francesa. Jacqueline, también militante revolucionaria. En París encontró a Paúl, su viejo amigo de San Marcos, y se afilió al MIR. Había recibido formación guerrillera en Cuba y contaba las horas para regresar al Perú y pasar a la acción. Durante los días de la invasión a Cuba en Bahía de Cochinos, lo vi multiplicarse, asistiendo a todas las manifestaciones de solidaridad con Cuba y hablando en un par de ellas, en un buen francés, con una arrolladora retórica.

Era un muchacho delgado y alto, de piel ébano claro, con una sonrisa que mostraba su magnífica dentadura. A la vez que podía discutir horas, con gran solvencia intelectual, sobre temas políticos, era capaz de enfrascarse en apasionantes diálogos sobre literatura, arte o deportes, en especial el fútbol y las proezas de su cuadro, el Alianza Lima. Había en su manera de ser algo que contagiaba su entusiasmo, su idealismo, el desprendimiento y sentido acerado de la justicia que guiaban su vida, algo que no creo haber advertido -sobre todo, de manera tan genuina- en ninguno de los revolucionarios que pasaban por París en los sesenta. Que hubiera aceptado ser apenas un militante de! MIR, donde no había nadie que tuviera su talento y su carisma, decía muy a las claras la pureza de su vocación revolucionaria. Las tres o cuatro veces que conversé con él quedé convencido, pese a mi escepticismo, de que, si alguien con la lucidez y la energía de Lobatón estaba al frente de los revolucionarios, el Perú podía ser la segunda Cuba de América Latina.

Fue por lo menos seis meses después de su partida cuando volví a tener noticias de la camarada Arlette, a través de Paúl. Como mi contrato de «temporero» me dejaba muchos períodos libres, me había puesto a estudiar ruso, pensando que si llegaba a traducir también de esta lengua -una de las cuatro oficiales de la ONU y sus filiales en esa época- mi trabajo de traductor sería más seguro, y a seguir un curso de interpretación simultánea. Los intérpretes tenían un trabajo más intenso y difícil que el de los traductores, pero, por eso mismo, eran más buscados. Uno de esos días, al salir de mi clase de ruso en la Escuela Berlitz, en el boulevard des Capucines, encontré al gordo Paúl esperándome en la puerta del edificio de la Escuela.

– Noticias de la muchacha, por fin -me dijo, a modo de saludo, con la cara larga-. Lo siento, pero no son buenas, mi viejo.

Lo invité a uno de los bistrots de los alrededores de l'Opéra, a tomarnos un trago, para digerir mejor la mala noticia. Nos sentamos en la terraza, al aire libre. Era un anochecer primaveral, cálido, con estrellas tempraneras, y todo París parecía haberse volcado a la calle para gozar del buen tiempo. Pedimos dos cervezas.

– Supongo que después de tanto tiempo ya no sigues enamorado de ella -me preparó Paúl.

– Supongo que no -le respondí-. Cuéntamelo de una vez y no jodas, Paúl.

Acababa de pasar unos días en La Habana y la camarada Arlette estaba en la boca de todos los muchachos peruanos del MIR porque, según rumores efervescentes, protagonizaba unos amores afiebrados con el comandante Chacón, el segundo de Osmani Cienfuegos, el hermano menor de Camilo, el gran héroe desaparecido de la Revolución. El comandante Osmani Cienfuegos era el jefe de la organización que prestaba la ayuda a todos los movimientos revolucionarios y partidos hermanos y el que coordinaba las acciones rebeldes en todos los rincones del mundo. El comandante Chacón, sobreviviente de la Sierra Maestra, era su brazo derecho.

– ¿Te das cuenta del notición con que me recibieron? -se rascaba la cabeza Paúl- lisa flaquita sin pena ni gloria ¡en amores con uno de los comandantes históricos! ¡Nada menos que el comandante Chacón!

– ¿No será un simple chisme, Paúl? Movió la cabeza, compungido, y me palmeó el brazo, dándome ánimos.

– Estuve con ellos yo mismo, en una reunión en la Casa de las Américas. Viven juntos. La camarada Arlette, aunque no te lo creas, se ha convertido en una persona influyente, de cama y mesa con los comandantes.

– Para el MIR es cojonudo -dije yo.

– Pero, para ti, una mierda -me dio otra palmada Paúl-. Maldita sea el tener que darte esta noticia, mi viejo. Pero, era mejor que lo supieras, ¿no? Bueno, el mundo no se va a acabar. Además, París está lleno de hembras del carajo. Mira, nomás.

Después de intentar algunas bromas, sin el menor éxito, le pregunté a Paúl por la camarada Arlette.

– Como compañera de un comandante de la revolución no le falta nada, supongo -se escabulló-. ¿Es eso lo que quieres saber? ¿O si está más rica o más fea que cuando pasó por aquí? Igual, creo. Un poco más quemadita por el sol del Caribe. Tú ya sabes, a mí ella nunca me pareció cosa del otro mundo. En fin, no pongas esa cara que no es para tanto, mi viejo.

Muchas veces, en los días, semanas y meses que siguieron a aquel encuentro con Paúl, traté de imaginarme a la chilenita convertida en la pareja del comandante Chacón, vestida de guerrillera y con una pistola en la cintura, boina azul y botas, alternando con Fidel y Raúl Castro en los grandes desfiles y manifestaciones de la revolución, haciendo trabajo voluntario los fines de semana y sudando la gota gorda en los cañaverales mientras sus pequeñas manos de dedos delicados hacían esfuerzos para sostener el machete, y, acaso, con esa facilidad para la metamorfosis, fonética que yo le conocía, hablando ya con la musiquita demorada y sensual de los caribeños. La verdad, no conseguía adivinarla en su nuevo papel: su figurita se me escurría como si fuera líquida. ¿Se habría enamorado del tal comandante? ¿O había sido este un instrumento para librarse del entrenamiento guerrillero y, sobre todo, del compromiso con el MIR para ir luego a hacer la guerra revolucionaria en el Perú? No me hacía nada bien pensar en la camarada Arlette, cada vez sentía como si se me abriera una úlcera en la boca del estómago. Para evitarlo, algo que conseguí sólo a medias, me entregué a mis clases de ruso y de interpretación simultánea con verdadero ahínco, todos los períodos en que el señor Chames, con quien hice excelentes migas, no me ofrecía un contrato. Y a la tía Alberta, a quien en una carta había cometido la debilidad de confesarle que estaba enamorado de una chica llamada Arlette y que siempre me pedía una foto de ella, le conté que habíamos roto, que se olvidara del asunto para siempre.

Habrían pasado unos seis u ocho meses de aquella tarde en que Paúl me dio las malas noticias de la camarada Arlette, cuando, una mañana muy temprano, el gordo, a quien no veía hacía tiempo, vino a buscarme al hotel para que desayunáramos juntos. Fuimos a Le Tournon, un bistrot en la calle de ese nombre, en la esquina de Vaugirard.

– Aunque no te lo debería decir, he venido a despedirme -me anunció-. Dejo París. Sí, mi viejo, parto al Perú. Nadie lo sabe aquí, así que no sabes nada tú tampoco. Mi mujer y Jean-Paul ya están allá.

La noticia me dejó mudo. Y, de pronto, me entró un miedo espantoso, que traté de ocultar.

– No te preocupes -me tranquilizó Paúl, con esa sonrisa que le inflaba los cachetes y daba a su cara un aspecto

de payaso-. No me pasará nada, ya verás. Y, cuando la revolución triunfe, te mandaremos de embajador a la Unesco. ¡Prometido!

Durante un rato estuvimos sorbiendo nuestras tazas de café, en silencio. Mi croissant se había quedado intacto sobre la mesa y Paúl, empeñado en bromear, me dijo que, como por lo visto algo me estaba quitando el apetito, él se sacrificaría dando cuenta de esa crujiente medialuna.

– A donde voy los croissants deben ser malísimos -añadió.

Entonces, sin poder contenerme más, le dije que iba a hacer una imperdonable estupidez. No iba a ayudar a la revolución, ni al MIR, ni a sus camaradas. El lo sabía tan bien como yo. Su gordura, que lo dejaba acezando apenas caminaba una cuadra en Saint Germain, sería en los Andes un estorbo tremendo para la guerrilla, y, por eso mismo, él sería uno de los primeros a quienes los soldados matarían apenas se iniciara el alzamiento.

– ¿Te vas a hacer matar por los chismes estúpidos de cuatro resentidos de París que te acusan de oportunista? Recapacita, gordo, no puedes hacer una cojudez así.

– Lo que digan los peruanitos de París me importa un carajo, compadre. No se trata de ellos, se trata de mí. Es una cuestión de principio. Mi obligación es estar allá.

Y pasó otra vez a bromear y a asegurarme que, a pesar de sus 120 kiios, en el entrenamiento militar había pasado todas las pruebas y, además, mostrado una excelente puntería. Su decisión de volver al Perú le había traído discusiones con Luis de la Puente y la dirección del MIR. Todos querían que siguiera en Europa, como representante del movimiento ante las organizaciones y gobiernos hermanos, pero él, con su terquedad a prueba de balas, terminó por imponerse. Viendo que no había nada que hacer y que mi mejor amigo de París había decidido poco menos que suicidarse, le pregunté si su partida significaba que la insurrección estallaría pronto.

– Cuestión de un par de meses, acaso menos.

Tenían tres campamentos montados en la sierra, uno en el departamento del Cuzco, otro en Piura y otro en la región del centro, en la vertiente oriental de la Cordillera, por la ceja de selva de Junín. Contrariamente a mis profecías, me aseguró que la gran mayoría de los becados se habían internado en los Andes. Las deserciones habían sido menos del diez por ciento. Con un entusiasmo que a ratos se volvía euforia, me dijo que la operación retorno de los becados había sido un éxito. Estaba feliz, porque la había dirigido él mismo. Habían vuelto de uno en uno o de dos en dos, en complicadas trayectorias que a algunos muchachos, para borrar las pistas, les hicieron dar la vuelta al mundo. Nadie había sido descubierto. En el Perú, De la Puente, Lobatón y los demás habían tendido redes urbanas de apoyo, formado equipos médicos, instalado en los campamentos estaciones de radio, así como escondites dispersos para el parque y los explosivos. Los contactos con los sindicatos campesinos, sobre todo en el Cuzco, eran excelentes y esperaban que, una vez iniciada la rebelión, muchos comuneros se incorporaran a la lucha. Hablaba con alegría, convencido de lo que decía, con seguridad, exaltado. Yo no podía disimular mi tristeza.

– Ya sé que no me crees nada, don incrédulo -murmuró, al fin.

– Te juro que nada me gustaría más que creerte, Paúl. Y tener el entusiasmo que tú.

Él asintió, observándome con su afectuosa sonrisa de luna llena.

– ¿Y tú? -me preguntó, cogiéndome el brazo-. ¿Tú qué, mi viejo?

– Yo, nada -le respondí-. Yo, aquí, de traductor en!a Unesco, en París.

Vaciló un momento, temeroso de que lo que iba a decir pudiera lastimarme. Era una pregunta que, sin duda, había estado comiéndole la lengua hacía tiempo.

– ¿Eso es lo que quieres ser en la vida? ¿Nada más que eso? Todos los que vienen a París aspiran a ser pintores, escritores, músicos, actores, directores de teatro, a hacer un doctorado o la revolución. ¿Tú sólo quieres eso, vivir en París? Nunca me lo he tragado, viejito, te confieso.

– Ya sé que no. Pero, es la pura verdad, Paúl. De chiquito, decía que quería ser diplomático, pero era sólo para que me mandaran a París. Eso es lo que quiero: vivir aquí. ¿Te parece poco?

Le señalé los árboles del Luxemburgo: cargados de verdura, desbordaban las rejas del jardín y lucían airosos bajo el cielo encapotado. ¿No era lo mejor que podía pasarle a una persona? ¿Vivir, como en el verso de Vallejo, entre «los frondosos castaños de París»?

– Reconoce que escribes poesías a escondidas -insistió Paúl-. Que es tu vicio secreto. Muchas veces hemos hablado de eso, con otros peruanos. Todos creen que escribes y que no te atreves a confesarlo por tu espíritu autocrítico. O por timidez. Todos los sudamericanos vienen a París a hacer grandes cosas ¿Quieres hacerme creer que tú eres la excepción a la regla?

– Te juro que lo soy, Paúl. No tengo más ambiciones que seguir aquí, como ahora.

Lo acompañé a tomar el metro en el Carrefour del Odeón. Cuando nos abrazamos, no pude evitar que se me mojaran los ojos.

– Cuídate, gordo. No hagas cojudeces alla arriba, por favor.

– Sí, sí, claro que sí, Ricardo -me volvió a abrazar. Y vi que él también tenía los ojos húmedos.

Me quedé allí, en la boca de la estación, viéndolo bajar las escaleras con lentitud, estorbado por su redondo corpachón. Tuve la seguridad absoluta de que era la última vez que lo veía.

La partida del gordo Paúl me dejó algo vacío, porque él fue el mejor compañero de aquellos tiempos inciertos de mi instalación en París. Felizmente, los contratos de «temporero» en la Unesco y mis clases de ruso y de interpretación simultánea me tenían muy ocupado y en las noches llegaba a mi buhardilla del Hotel du Sénat casi sin fuerzas para pensar en la camarada Arlette o el gordo Paúl. A partir de esa época, creo, sin habérmelo propuesto, fui insensiblemente apartándome de los peruanos de París, a los que antes veía con cierta frecuencia. No buscaba la soledad, pero ésta no era problema para mí desde que quedé huérfano y mi tía Alberta me tomó a su cargo. Gracias a la Unesco ya no tenía angustias de supervivencia; el sueldo de traductor y los giros esporádicos de mi tía me alcanzaban para vivir y pagarme mis placeres parisinos: el cine, las exposiciones, el teatro y los libros. Era un cliente asiduo de la librería La Joie de Lire, de la rué Saint Séverin, y de los bouquinistes de los muelles del Sena. Iba al TNP, a la Comedie Francaise, al Odeón y, de vez en cuando, a los conciertos en la Sala Pleyel.

Y por esa época tuve también el amago de un romance con Carmencita, la muchacha española que, vestida de negro de pies a cabeza como Juliette Greco, cantaba, acompañándose de una guitarra, en L'Escale, el barcito de la rue Monsieur le Prince frecuentado por españoles y sudamericanos. Era española pero no había pisado nunca su país, porque sus padres, republicanos, no podían o no querían volver allá mientras viviera Franco. Esa ambigua situación la atormentaba y aparecía con frecuencia en su conversación. Carmencita era alta, delgada, con una melenita a lo garcón y unos ojos melancólicos. No tenía una gran voz, pero sí muy melodiosa, y sobre todo decía maravillosamente, susurrándolas y con unas pausas y énfasis de mucho efecto, canciones adaptadas de letrillas, poemas, refranes y decires del Siglo de Oro. Había vivido un par de años con un actor y la ruptura con él la dejó tan afectada que -me lo dijo con esa brusquedad que tanto me chocaba al principio en mis colegas españoles de la Unesco- «no quería liarse con ningún tío por el momento» Pero aceptaba que la invitara al cine, a cenar y, una noche, fuimos al Olympia a oír a Leo Ferré, al que los dos preferíamos a los otros cantantes de moda del momento; Charles Aznavour y Georges Brassens. Al despedirnos¡ luego del concierto, en el metro de l'Opéra, me dijo, rozándome los labios: «Estás empezando a gustarme, peruanito». Absurdamente, cada vez que salía con Carmencita me invadía un malestar, el sentimiento de estar siendo desleal con la amante del comandante Chacón, un personaje al que me imaginaba de grandes bigotes y contoneando en las caderas un par de pistolones. Mi relación con la española no pasó de ahí porque una noche la descubrí en un rincón de L'Escale muy acarameladita en brazos de un señor enchalinado y patilludo.

Unos meses después de la partida de Paúl el señor Chames, cuando no había trabajo para mí en la Unesco, comenzó a recomendarme para que me contrataran también de traductor en conferencias y congresos internacionales en París o en otras ciudades europeas. Mi primer contrato fue en la Junta de Energía Atómica, en Viena, y, el segundo, en Atenas, un congreso internacional del algodón. Esos viajes de pocos días, bien pagados, me permitían conocer lugares donde de otro modo nunca hubiera ido. Aunque los nuevos trabajos recortaron algo mi tiempo, no abandoné mi estudios de ruso ni las prácticas de interpretación, pero seguí con ellos de manera interrumpida.

Fue a la vuelta de uno de esos viajecitos de trabajo, esta vez a Glasgow, una conferencia sobre tarifas aduaneras en Europa, que me encontré en el Hotel du Sénat una carta de un primo hermano de mi padre, el Dr. Ataúlfo Lamiel, abogado de Lima. Este tío segundo, al que apenas había tratado, me informaba que mi tía Alberta había muerto, de una pulmonía, y me había hecho su heredero universal. Era indispensable que fuera a Lima para acelerar los trámites de la sucesión. El tío Ataúlfo me ofrecía adelantarme el pasaje en avión, a cuenta de aquella herencia, que, me anunciaba, no haría de mí un millonario pero sería una buena ayuda en mi estancia parisina. Fui a la oficina de correos de Vaugirard a enviarle un telegrama, diciéndole que yo me pagaría el pasaje y que viajaría a Lima lo antes posible.

La muerte de la tía Alberta me dejó hecho una noche muchos días. Era una mujer sana y no había cumplido setenta años. Aunque conservadora y prejuiciosa a más no poder, esta tía solterona, hermana mayor de mi padre, había sido siempre muy cariñosa conmigo y, sin su generosidad y cuidados, no sé qué hubiera sido de mí. A la muerte de mis padres, en un estúpido accidente automovilístico, atropellados por un camión que se dio a la fuga, cuando viajaban a Trujillo, a la boda de la hija de unos íntimos amigos -yo tenía diez años-, ella los reemplazó. Hasta que terminé la carrera de abogado y me vine a París, viví en su casa y, aunque sus anacrónicas manías a menudo me exasperaban, la quería mucho. Ella, desde que me adoptó, se dedicó a mí en cuerpo y alma. Sin la tía Alberta, me iba a quedar solo como un hongo y mis vínculos con el Perú tarde o temprano se eclipsarían.

Esa misma tarde fui a las oficinas de Air France a comprar un pasaje de ida y vuelta a Lima, y luego pasé por la Unesco a explicarle al señor Chames que debía tomar unas vacaciones forzosas. Cruzaba el hall de la entrada cuando me di con una elegante señora de tacones de aguja, envuelta en una capa negra con filos de piel, que me quedó mirando como si nos conociéramos.

– Vaya, vaya, qué chiquito es el mundo -me dijo, acercándose y tendiéndome la mejilla-. ¿Qué haces tú por acá, niño bueno?

– Trabajo aquí, de traductor -alcancé a balbucear, totalmente desconcertado por la sorpresa, y muy consciente del perfume a esencia de lavanda que me entró por las narices al besarla. Era ella, pero había que hacer un gran esfuerzo para reconocer en esa cara tan bien maquillada, en esos labios rojos, en esas cejas depiladas, en esas pestañas sedosas y curvas que sombreaban unos ojos picaros que el lápiz negro había alargado y profundizado y en esas manos de largas uñas que parecían recién salidas de la manicurista, a la camarada Arlette.

– Cómo has cambiado desde la última vez -le dije, mirándola de arriba abajo-. ¿Hace como tres años, no?

– ¿Cambiado para mejor o para peor? -me preguntó, totalmente dueña de sí misma, haciendo sobre el sitio, con las manos en la cintura, una media vuelta de modelo.

– Para mejor -reconocí, sin reponerme todavía de la impresión- La verdad, estás lindísima. Supongo que ya no te puedo llamar Lily ni chilenita, ni camarada Arlette la guerrillera. ¿Cómo diablos te llamas ahora?

Ella se rió, mostrándome la sortija de oro de su mano derecha:

– Ahora llevo el nombre de mi marido, como se usa en Francia: madame Robert Arnoux.

Me atreví a preguntarle si podíamos tomar un café, para recordar los viejos tiempos.

– Ahora no, mi marido me está esperando -se excusó, con burla-. Es diplomático y trabaja aquí, en la delegación francesa. Mañana a las once, en Les Deux Magots. ¿Conoces, no?

Esa noche estuve largamente desvelado, pensando en ella y en la tía Alberta. Cuando al fin pesqué el sueño tuve una disparatada pesadilla en que ambas aparecían agrediéndose con ferocidad, indiferentes a mis súplicas para que resolvieran su diferendo como personas civilizadas. La pelea se debía a que mi tía Alberta acusaba a la chilenita de haberle robado su nuevo nombre a un personaje de Flaubert. Me desperté agitado, sudando, todavía oscuro, entre maullidos de gato.

Cuando llegué a Les Deux Magots, madame Roben Arnoux estaba ya allí, en una mesa de la terraza protegida por una vidriera, fumando con boquilla de marfil, y tomándose un café. Parecía un maniquí de Vogue vestida toda de amarillo, con unos zapatitos blancos y una sombrilla floreada. El cambio era extraordinario, en verdad.

– ¿Todavía sigues enamorado de mí? -me dijo de entrada, rompiendo el hielo.

– Lo peor es que creo que sí -admití, sintiendo calor en las mejillas-. Y, si no lo estuviera, volvería a estarlo desde hoy mismo. Te has convertido en una mujer bellísima, además de elegantísima. Te veo y no creo lo que veo, niña mala.

– Ya ves lo que te perdiste por cobarde -replicó, sus ojitos color miel constelados de chispas burlonas- mientras me echaba una bocanada de humo a la cara con toda intención-. Si aquella vez que te propuse quedarme contigo me hubieras dicho sí, ahora sería tu mujer. Pero no querías quedar mal con tu amigo, el camarada Jean, y me despachaste a Cuba. Perdiste la ocasión de tu vida, Ricardito.

– ¿No tiene compostura? ¿No puedo hacer examen de conciencia, dolor de corazón y propósito de enmienda?

– Ahora ya es tarde, niño bueno. ¿Qué partido puede ser para la esposa de un diplomático francés un pichiruchi traductor de la Unesco?

Hablaba sin dejar de sonreír, moviendo su boca con una coquetería más refinada que la que yo le recordaba. Contemplando sus labios tan marcados y sensuales, arrullado por la música de su voz, tuve unos deseos enormes de besarla. Sentí que se me apuraba el corazón.

– Bueno, si ya no puedes ser mi mujer, queda siempre la posibilidad de que seamos amantes.

– Soy una esposa fiel, la perfecta casada -me aseguró, simulando ponerse seria. Y, sin transición-: ¿Qué fue del camarada Jean?. ¿Regresó al Perú a hacer la revolución?

– Hace varios meses. No he sabido nada de él ni de los otros. Ni he leído ni oído que haya guerrillas por allá. A lo mejor todos esos castillos en el aire revolucionarios se hicieron humo. Y todos los guerrilleros se volvieron a sus casas y se olvidaron del asunto.

Conversamos cerca de dos, horas. Naturalmente, me aseguró que aquella historia de amor con el comandante Chacón eran puras habladurías de los peruanos de La Habana; en realidad, con el tal comandante sólo habían tenido una buena amistad. No me quiso contar nada sobre su entrenamiento militar y, como siempre, evadió todo comentario político y darme detalles sobre su vida en la isla. Su único amor cubano había sido el encargado de negocios de la embajada francesa, ahora promovido a ministro consejero, Roben Arnoux, su esposo. Muerta de risa y de cólera retrospectiva, me relató los obstáculos burocráticos que debieron vencer para casarse, porque era casi impensable en Cuba que una becada abandonara el entrenamiento. Pero, en esto sí, el comandante Chacón había sido «amoroso» y la había ayudado a derrotar a la maldita burocracia.

– Apuesto lo que quieras a que te acostaste con ese maldito comandante.

– ¿Te da celos?

Le dije que sí, muchos. Y que estaba tan linda que vendería mi alma al diablo, cualquier cosa, con tal de hacerle el amor o, siquiera, besarla. Le cogí la mano y se la besé.

– Estate quieto -me dijo, mirando en torno, con falsa alarma-. ¿Te olvidas que soy una señora casada? ¿Y si alguno de éstos conociera a Robert y le fuera con el chisme?

Le dije que sabía perfectamente que su matrimonio con el diplomático era un mero trámite al que había tenido que resignarse para poder salir de Cuba e instalarse en París. Lo que me parecía muy bien, porque yo también creía que por París uno podía hacer todos los sacrificios. Pero que, cuando estuviéramos solos, no me hiciera el número de la esposa fiel y enamorada, porque los dos sabíamos muy bien que eso era puro cuento. Sin enojarse lo más mínimo, cambió de tema y me contó que aquí también la burocracia era maldita y que no podría obtener la nacionalidad francesa antes de dos años, pese a estar casada en toda regla con un ciudada no francés. Y que acababan de alquilar un pisito en Passy. Estaba ahora arreglándolo y, una vez que estuviera presentable, me invitaría, para presentarme a mi rival, quien, además de simpático, era un hombre cultísimo.

– Me voy mañana a Lima -le conté-. ¿Cómo haré para verte a mi vuelta?

Me dio su teléfono, la dirección de su casa, y me preguntó si seguía viviendo en ese cuartito, en el que se pasaba tanto frío, en la buhardilla del Hotel du Sénat.

– Me cuesta trabajo dejarlo porque la mejor experiencia de mi vida la tuve allí. Por eso, para mí, ese cuchitril es un palacio.

– ¿Esa experiencia es la que me figuro? -me preguntó, adelantando la carita en la que a la curiosidad y a la coquetería se mezclaba siempre la malicia.

– Esa misma.

– Por eso que has dicho, te debo un beso. Hazme recuerdo, la próxima vez que nos veamos.

Pero, un momento después, al despedirnos, olvidando las precauciones maritales, en vez de la mejilla me ofreció sus labios. Los tenía gruesos y sensuales y los segundos que los tuve apoyados en los míos los sentí moverse despacito, en una caricia suplementaria, llenos de incitaciones. Cuando ya había cruzado Saint Germain rumbo a mi hotel, me volví a verla y seguía allí, en la esquina de Les Deux Magots, una figurita clara y dorada, de zapatos blancos, observándome alejarme. Le hice adiós y ella agitó la mano en que llevaba la sombrilla floreada. Me bastó verla para descubrir que, en estos años, no la había olvidado un solo momento, que estaba tan enamorado de ella como el primer día.

Cuando llegué a Lima, en marzo de 1965, poco antes de cumplir treinta años, las fotos de Luis de la Puente, Guillermo Lobatón, el gordo Paúl y otros dirigentes del MIR estaban en todos los periódicos y en la televisión -ahora ya había televisión en el Perú-, y todo el mundo hablaba de ellos. La rebelión del MIR tenía un semblante romántico a más no poder. Las fotos las habían enviado los mismos miristas a los medios anunciando que el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, en vista de las condiciones inicuas de explotación de que eran víctimas los campesinos y los obreros, y el sometimiento del gobierno de Belaunde Terry al imperialismo, había decidido pasar a la acción. Los dirigentes del MIR mostraban sus caras y aparecían con los cabellos largos y la barba crecida, con fusiles en las manos y unos uniformes de campaña de chompas negras de cuello subido, pantalón caqui y botas. Noté a Paúl tan gordo como siempre. En la foto que Correo publicaba en primera página, él, rodeado de otros cuatro, era el único que sonreía.

– Estos loquitos no durarán ni un mes -pronosticó el Dr. Ataúlfo Lamiel, en su estudio del centro de Lima, en la calle Boza, la mañana que fui a verlo-. ¡Convertir al Perú en una segunda Cuba! A tu pobre tía Alberta le hubiera dado un patatús al ver las caras de forajidos de nuestros flamantes guerrilleros.

Mi tío no tomaba muy en serio el anuncio de las acciones armadas y este sentimiento parecía muy extendido. La gente pensaba que era una iniciativa descabellada, que terminaría en un dos por tres. Las semanas que pasé en el Perú estuve abatido por una sensación opresiva y sintiéndome un huérfano en mi propio país. Viví en el departamento de mi tía Alberta, en la calle Colón, de Miraflores, impregnado de ella todavía, donde todo me la recordaba, así como a mis años universitarios y mi adolescencia sin padres. Me emocionó encontrar en su velador, ordenadas cronológicamente, todas las cartas que le escribí desde París. Vi a algunos de mis viejos amigos miraflorinos del Barrio Alegre y con media docena de ellos fuimos un sábado a comer al chifa Kuo Wha, junto a la Vía Expresa, a rememorar los viejos tiempos. Salvo los recuerdos no teníamos ya mucho en común, pues sus vidas de jóvenes profesionales y hombres de negocios -dos de ellos trabajaban en las empresas de sus padres- no tenían nada que ver con lo que yo hacía allá, en Francia. Tres se habían casado, uno había comenzado ya a reproducirse, y los otros tres tenían unas enamoradas que pronto se convertirían en sus novias. En las bromas que intercambiábamos -una manera de llenar los vacíos de la conversación- todos fingían envidiarme por vivir en la ciudad de los placeres, tirándome a esas francesas que tenían fama de ser unas fieras en la cama. La sorpresa que se llevarían si les confesaba que, en mis años en París, la única muchacha con la que me había acostado había sido una peruana, y nada menos que Lily, la falsa chilenita de nuestra infancia. ¿Qué pensaban de las guerrillas que se anunciaban en los periódicos? Como el tío Ataúlfo, no les daban importancia. Esos castristas enviados por Cuba no durarían mucho. ¿Quién se podía creer que en el Perú iba a triunfar una revolución comunista? Si el gobierno de Belaunde no era capaz de pararlos, vendrían otra vez los militares a poner orden, algo que tampoco les hacía mucha gracia. Eso era también lo que temía el Dr. Ataúlfo Lamiel:

– Estos idiotas lo único que van a conseguir jugando a las guerrillas es servir en bandeja a los militares el pretexto para un golpe de Estado. Y enchufarnos otros ocho o diez años de dictadura militar. A quién se le ocurre hacerle una revolución a un gobierno civil y democrático al que, por lo demás, toda la oligarquía peruana, empezando por La Prensa y El Comercio, acusan de comunista por querer hacer una reforma agraria. El Perú es la confusión, sobrino, has hecho bien en irte a vivir al país de la claridad cartesiana. El tío Ataúlfo era un cuarentón alargado y bigotudo que vestía siempre con chaleco, corbatita michi, casado con la tía Dolores, una señora bondadosa y pálida, que llevaba inválida cerca de diez años y a la que él cuidaba con devoción. Vivían en una casita simpática, con libros y discos, en el Olivar de San Isidro, adonde me invitaron a almorzar y a comer. La tía Dolores sobrellevaba su enfermedad sin amargura y se distraía tocando el piano y viendo sus telenovelas. Cuando recordamos a la tía Alberta, se echó a llorar. No tenían hijos y él, además de su estudio de abogado, daba clases de Derecho Mercantil en la Universidad Católica. Tenía una buena biblioteca y se interesaba mucho por la política local, sin ocultar sus simpatías por el reformismo democrático que a sus ojos encarnaba Belaunde Terry. Se portó muy bien conmigo, acelerando todo lo que pudo los trámites de la sucesión y negándose a cobrarme un centavo por sus servicios: «No faltaba más, yo quería mucho a Alberta y a tus padres, sobrino». Fueron unos días pesados, con sórdidas comparecencias ante notarios y jueces, llevando y trayendo documentos al laberíntico Palacio de Justicia, que, en las noches, me dejaban desvelado y cada vez más impaciente por regresar a París. En los huecos libres, releía La educación sentimental, de Flaubert, porque, ahora, la madame Arnoux de la novela tenía para mí no sólo el nombre, también la cara de la niña mala. Una vez deducidos los impuestos a la sucesión y hechos los pagos pendientes que dejó la tía Alberta, el tío Ataúlfo me anunció que, vendido el departamento y rematados los muebles, yo podría disponer de unos sesenta mil dólares, acaso algo más. Una linda suma, que no pensé llegar a tener nunca. Gracias a la tía Alberta podría comprarme un pisito en París.

Apenas regresé a Francia, luego de subir a mi buhardilla del Hotel du Sénat y aun antes de desempacar, lo primero que hice fue llamar por teléfono a madame Robert Arnoux.

Me dio cita al día siguiente y me dijo que, si quería, podíamos almorzar juntos. La recogí a la salida de la Alliance Francaise, en el boulevard Raspail, donde estaba siguiendo un curso acelerado de francés, y fuimos a almorzar un curry d'agneau a La Coupole, en el boulevard Montparnasse. Estaba vestida con sencillez, pantalones y sandalias y una casaca ligera. Llevaba unos pendientes de colores que hacían juego con su collar y su pulsera y un bolso colgado al hombro, y cada vez que movía la cabeza sus cabellos ondeaban con alegría. La besé en las mejillas y en las manos y ella me saludó con un «Creí que vendrías más quemadito del verano limeño, Ricardito». Se había vuelto una mujercita muy elegante, en verdad: combinaba los colores con gusto y se maquillaba con mucha gracia. Yo la observaba, todavía estupefacto con su mudanza. «No quiero que me cuentes nada del Perú», me advirtió, de modo tan categórico que no le pregunté por qué. Más bien, le conté lo de mi herencia. ¿Me ayudaría a buscar un pisito donde mudarme?

Aplaudió, entusiasmada:

– Me encanta la idea, niño bueno. Y te ayudaré a amueblarlo y decorarlo. Ya tengo práctica, con el mío. Está quedando lindo, verás.

Luego de una semana de trajines, en las tardes, después de sus clases de francés, que nos llevaban a recorrer agencias y pisos en el Barrio Latino, Montparnasse y el XIVéme, encontré un departamento de dos cuartos, baño y cocina en la rué Joseph Granier, en un edificio art déco de los años treinta, con dibujos geométricos -rombos, triángulos y círculos- en la fachada, por las vecindades de la École Militaire, en el VIIéme, muy cerca de la Unesco. Estaba en buen estado y, aunque daba a un patio interior y por ahora había que subir a pie los cuatro pisos del edificio -el ascensor estaba en construcción-, tenía mucha luz, pues, además de dos ventanales, una gran claraboya cóncava lo exponía al cielo de París. Costaba cerca de setenta mil dólares pero no tuve dificultad en que la Société Genérale, el banco donde tenía mi cuenta, me concediera un préstamo por lo que me faltaba. Aquellas semanas, buscando piso y, luego, mientras lo hacía vivible, -limpiándolo, pintándolo y amueblándolo con cuatro cachivaches comprados en La Samaritaine y en el Marché aux Puces, veía a madame Robert Arnoux todos los días, de lunes a viernes -sábados y domingos ella los pasaba con su marido, en el campo-, desde la salida de sus clases hasta las cuatro o cinco de la tarde. Se divertía ayudándome en mis trajines, practicando su francés con corredores inmobiliarios y porteras, y mostraba tan buen humor que -se lo dije- parecía que aquel departamentito al que estaba dando vida fuera para que lo compartiéramos.

– Es lo que te gustaría, ¿no, niño bueno?

Estábamos en un bistrot de l'avenue de Tourville, junto a les Invalides, y yo le besaba las manos y le buscaba la boca, loco de amor y de deseo. Asentí, varias veces.

– El día que te mudes, lo estrenaremos -me prometió.

Cumplió su promesa. Fue la segunda vez que hicimos el amor, esta vez a plena luz de un día que entraba a chorros por la ancha claraboya desde la cual unas palomas curiosas nos observaban desnudos y abrazados sobre el colchón sin sábanas, recién liberado del plástico en que lo había traído envuelto el camión de La Samaritaine. Las paredes olían a pintura fresca. Su cuerpo seguía tan delgadito y bien formado como en mi memoria, con su estrecha cintura que parecía caber en mis manos y su pubis de ralos vellos, más blanco que el terso vientre o los muslos donde la piel se oscurecía y matizaba con un viso verdoso pálido. Toda ella despedía una fragancia delicada, pero se acentuaba en el nido tibio de sus axilas depiladas, tras de sus orejas y en su sexo pequeñito y húmedo. En sus arqueados empeines la piel dejaba traslucir unas venitas azules y a mí me enternecía imaginar la sangre fluyendo despacito por ellas. Como la vez anterior, se dejó acariciar con total pasividad y escuchó callada, fingiendo una exagerada atención o como si no oyera nada y pensara en otra cosa, las palabras intensas, atropelladas, que yo le decía al oído o a la boca mientras pugnaba por separarle los labios.

– Hazme venir, primero -me susurró, con un tonito que escondía una orden-. Con tu boca. Después, será más fácil que entres. No te vayas a venir todavía. Me gusta sentirme irrigada.

Hablaba con tanta frialdad que no parecía una muchacha haciendo el amor sino un médico que formula una descripción técnica y ajena del placer. No me importaba nada, era totalmente feliz, como no lo había sido en mucho tiempo, acaso nunca. «Jamás podré pagarte tanta felicidad, niña mala.» Estuve largo rato con mis labios aplastados contra su sexo fruncido, sintiendo que los vellos de su pubis me cosquilleaban la nariz, lamiendo con avidez, con ternura, su clítoris pequeñito, hasta que la sentí moverse, excitada, y terminar con un temblor de su bajo vientre y sus piernas.

– Entra, ahora -susurró, con la misma vocecita mandona.

Tampoco esta vez fue fácil. Era estrecha, se encogía, me resistía, se quejaba, hasta que por fin lo conseguí. Sentí mi sexo como fracturado por esa viscera palpitante que lo estrangulaba. Pero era un dolor maravilloso, un vértigo en el que me hundía, trémulo. Casi inmediatamente eyaculé.

– Te vienes muy rápido -me riñó la señora Arnoux, jalándome los cabellos-. Tienes que aprender a demorarte, si quieres hacerme gozar.

– Aprenderé todo lo que tú quieras, guerrillera, pero ahora calla y bésame.

Ese mismo día, al despedirnos, me invitó a cenar, para presentarme a su marido. Tomamos una copa en su bonito departamento de Passy, decorado de la manera más burguesa que cabía imaginar, con cortinajes de terciopelo, mullidas alfombras, muebles de época, mesitas con figuritas de porcelana y, en las paredes, unos grabados de Gavarni y de Daumier con escenas picantes. Fuimos a cenar a un bistrot de la vecindad cuya especialidad, según el diplomático, era coq au vin. Y, de postre, sugería la tarte tatin.

Monsieur Robert Arnoux era bajito, calvo, con un bigotito mosca que se movía cuando hablaba, de anteojos de espesos cristales, y debía doblarle la edad a su mujer. La trataba con grandes miramientos, poniéndole o retirándole la silla y ayudándola con el impermeable. Toda la noche estuvo alerta, sirviéndole vino cuando se le vaciaba la copa y alcanzándole la panera si le hacía falta pan. No era muy simpático, más bien algo estirado y cortante, pero parecía muy culto, en efecto, y hablaba de Cuba y de América Latina con gran seguridad. Su español era perfecto, con un ligero deje en el que se advertían los años que había servido en el Caribe. En verdad, no estaba en la delegación francesa de la Unesco sino cedido por el Quai d'Orsay como asesor y director de gabinete del director general, René Maheu, un compañero de Jean-Paul Sartre y de Raymond Aron en la École Nórmale, del que se decía que era un discreto genio. Yo lo había visto algunas veces, siempre escoltado por ese calvito bizco que resultó ser el marido de madame Arnoux. Cuando le conté que trabajaba como traductor «temporero» para el departamento de español, me ofreció recomendarme a «Chames, una excelente persona». Me preguntó qué pensaba de lo que ocurría en el Perú y yo le dije que hacía tiempo no recibía noticias de Lima.

– Bueno, esas guerrillas en la sierra -dijo, encogiéndose de hombros, como si no les diera mucha importancia-. Esos atracos a haciendas y asaltos a la policía. ¡Qué absurdo! Justamente en el Perú, uno de los pocos países latinoamericanos que está tratando de construir una democracia.

Así, pues, ya habían ocurrido las primeras acciones de la guerrilla mirista.

– Tienes que dejar a ese caballero cuanto antes y casarte conmigo -le dije a la chilenita, la próxima vez que nos vimos-. ¿Me vas a hacer creer que estás enamorada de un Matusalén que, además de parecer tu abuelo, es feísimo?

– Otra calumnia contra mi marido y no me verás nunca más -me amenazó, y, en una de esas fulminantes mudanzas que eran su especialidad, se rió-: ¿De veras parece viejísimo a mi lado?

Esta mi segunda luna de miel con madame Arnoux terminó poco después de aquella cena porque, apenas me mudé al barrio de la Ecole Militaire, el señor Chames me renovó mi contrato. Entonces, debido a mis horarios, ya no pude verla sino a ratitos, algún mediodía en que, en esa hora y media libre entre la una y las dos y media, en vez de subir al restaurante de la Unesco, me iba a comer un sandwich con ella en cualquier bistrot, o algunas tardes en que, no sé con qué pretextos, ella se libraba de monsieur Arnoux para ir a un cine conmigo. Veíamos la película tomados de la mano y yo la besaba en la oscuridad. “Tu m´embetes”, practicaba ella su francés. «Je veux voír le film, grosse béte.» Había hecho rápidos progresos en la lengua de Montaigne; se lanzaba a hablarla sin el menor pudor y sus faltas de sintaxis y de fonética resultaban divertidas, una gracia más de su personalidad. No volvimos a hacer el amor hasta muchas semanas después, luego de un viaje de ella a Suiza, sola, del que volvió a París varias horas antes de lo previsto para pasar un rato conmigo en su departamento de la rué Joseph Granier.

Todo en la vida de la señora Arnoux seguía siendo bastante misterioso, como lo había sido en la de Lily la chilenita y en la de la guerrillera Arlette. Si era cierto lo que me contaba, hacía ahora una intensa vida social, de recepciones, cenas y cócteles, donde se codeaba con el tout París, y, por ejemplo, ayer había conocido a Maurice Couve de Murville, ministro de Relaciones Exteriores del general De Gaulle, y la semana pasada vio a Jean Cocteau presentarse, en una proyección privada de Morir en Madrid, un documental de Frédéric Rossif, del brazo de su amante, el actor Jean Marais, que, dicho sea de paso, era guapísimo, y mañana iría a un té que le daban sus amigas a Farah Diba, la esposa del Sha de Irán, en visita privada a París. ¿Meros delirios de grandeza y esnobismo o, en efecto, su marido la había introducido en ese mundillo de luminarias y frivolidades que la deslumbraba? Por otra parte, constantemente estaba haciendo, o me decía que estaba haciendo, viajes a Suiza, a Alemania, a Bélgica, de apenas dos o tres días, por razones nunca claras: exposiciones, galas, fiestas, conciertos. Como sus explicaciones me parecían tan evidentemente fantasiosas opté por no hacerle más preguntas sobre sus viajes, simulando creerle al pie de la letra las razones que se dignaba darme a veces de esos centelleantes desplazamientos.

Una tarde de mediados de 1965, en la Unesco, un compañero de oficina, un viejo republicano español que hacía años escribía «una novela definitiva sobre la guerra civil que corregiría las inexactitudes de Hemingway», y que se titularía Por quién no doblan las campanas, me alcanzó el ejemplar de Le Monde que hojeaba. Los guerrilleros de la columna Túpac Amaru del MIR, que dirigía Lobatón y operaba en las provincias de La Concepción y Satipo, en el departamento de Junín, habían saqueado el polvorín de una mina, volado un puente sobre el río Moraniyoc, ocupado la hacienda Runatullo y repartido los víveres entre los campesinos. Y, un par de semanas después, emboscado a un destacamento de la Guardia Civil en el

desfiladero de Yahuarina. Nueve guardias civiles, entre ellos el mayor al mando de la patrulla, murieron en el combate. En Lima, había habido atentados con bombas en el Hotel Crillón y el Club Nacional. El gobierno de Belaunde había decretado el estado de sitio en toda la sierra central. Sentí que se me encogía el corazón. Ese día y los siguientes estuve desasosegado, con la cara del gordo Paúl estampillada en mi mente.

El tío Ataúlfo me escribía de cuando en cuando -había reemplazado a la tía Alberta como mi único corresponsal en el Perú- unas cartas llenas de comentarios sobre la actualidad política. Por él me enteré de que, aunque la guerrilla actuaba de manera muy esporádica en Lima, las acciones militares en el centro y el sur de los Andes tenían convulsionado al país. El Comercio y La Prensa, y apristas y odriístas, ahora aliados contra el gobierno, acusaban a Belaunde Terry de debilidad frente a los rebeldes castristas, y hasta de secretas complicidades con la insurrección. El gobierno había encargado al Ejército la represión de los rebeldes. «Esto se está poniendo feo, sobrino, y me temo que en cualquier momento haya golpe. Se oye ruido de sables en el ambiente. ¡Cuándo no será Pascua en diciembre en nuestro Perú!» En sus cariñosas cartas, la tía Dolores ponía siempre un recuerdo de su puño y letra.

De una manera totalmente inesperada, resulté haciendo buenas migas con monsieur Robert Arnoux. Se presentó un día en la oficina de español de la Unesco a proponerme, a la hora del almuerzo, que subiéramos a la cafetería a tomar un bocado juntos. Por ninguna razón especial, para charlar un poco, el tiempo de despachar un Gitanes con filtro, la marca que fumábamos los dos. Desde entonces caía a veces, cuando sus compromisos se lo permitían, e íbamos a tomar un café y un bocadillo mientras comentábamos la actualidad política en Francia y en América Latina, y la vida cultural parisina, de la que estaba también muy al día. Era un hombre con lecturas e ideas y se quejaba de que, aunque trabajar junto a Rene Maheu era interesante, tenía el inconveniente de que sólo le quedaba tiempo para leer los fines de semana e ir muy rara vez al teatro y a conciertos.

Gracias a él tuve que alquilar un esmoquin y vestirme de etiqueta, por primera y sin duda última vez en mi vida, para asistir a un ballet, seguido de cena y baile, a beneficio de la Unesco, en l'Opéra de París. Nunca había entrado en el imponente local, engalanado con los frescos para la cúpula pintados por Chagall. Todo me pareció hermoso y elegante. Pero aún me lo pareció más la ex chilenita y ex guerrillera, que, con un vaporoso vestido de gasa blanca con flores estampadas que le dejaba los hombros descubiertos, y un peinado alto, llena de alhajas en el cuello, las orejas y las manos, me dejó boquiabierto de admiración. Toda la noche los vejetes conocidos de monsieur Arnoux se le acercaban, le besaban la mano y la miraban con brillos codiciosos en los ojos. «Quelle beauté exotiqué!», le oí decir a uno de esos excitados moscardones. Por fin pude sacarla a bailar. Apretándola, le dije al oído que nunca había imaginado siquiera que podía estar alguna vez tan bella como en ese momento. Y que me desgarraba las entrañas pensar que, luego del baile, en su casa de Passy sería su marido y no yo quien la desnudaría y amaría. La beauté exotiqué se dejaba adorar con una sonrisita condescendiente, que remató con un comentario cruel: «Qué huachaferías me dices, Ricardito». Yo aspiraba la fragancia que manaba de toda ella y sentía tanto deseo de poseerla que apenas podía respirar.

¿De dónde sacaba dinero para esos vestidos y joyas? Aunque yo no era un experto en lujos, me daba cuenta de que, para lucir esos modelos exclusivos y para cambiar de vestuario de ese modo -cada vez que la veía estaba con un vestido nuevo y estrenando unos primorosos zapatitos-, se necesitaban más ingresos de los que podía tener un funcionario de la Unesco, por más que fuera el brazo derecho del Director. Se lo traté de sonsacar, preguntándole si, además de engañar de vez en cuando a monsieur Robert Arnoux conmigo, no lo engañaba también con algún millonario gracias al cual podía vestirse con modelos de las grandes tiendas y con joyas de las mil y una noches.

– Si sólo te tuviera como amante a ti, andaría como una pordiosera, pichiruchi -me respondió, y no bromeaba.

Pero inmediatamente me dio una explicación que parecía impecable, aunque yo estaba seguro de que era falsa. Los vestidos y las joyas que llevaba no eran comprados sino prestados por los grandes modistos de l'avenue Montaigne y los joyeros de la place Vendóme, que, a manera de publicidad para sus creaciones, los hacían lucir por las damas chic que frecuentaban el gran mundo. De modo que gracias a sus relaciones sociales ella podía vestirse y adornarse como las elegantes de París. ¿O me creía yo que con el sueldito de un diplomático francés podía ella competir en lujos con las grandes damas de la Ciudad Luz?

Algunas semanas después de aquel baile de l'Opera recibí una llamada de la niña mala en la oficina de la Unesco.

– Robert tiene que acompañar a su jefe a Varsovia este fin de semana -me anunció-. ¡Te sacaste la lotería, niño bueno! Te puedo dedicar sábado y domingo a ti sólito. A ver qué programa me preparas.

Dediqué horas a imaginar qué podía sorprenderla y divertirla, qué lugares curiosos de París no conocía, a estudiar qué espectáculos daban ese sábado y qué restaurante, bar o bistrot podía llamarle la atención por su originalidad o carácter secreto y exclusivo. Al final, después de barajar mil posibilidades y descartarlas todas, terminé eligiendo, para la mañana del sábado, si hacía buen tiempo, un paseo al cementerio de perros de Asniéres, situado en una islita de árboles frondosos en medio del río, y una cena en Chez Allard, de la rué de Saint André des Arts, en la misma mesa en la que yo había visto una noche a Pablo Neruda cenando con dos cucharas, una en cada mano. Para prestigiar el local a sus ojos, diría a la señora Arnoux que ése era el restaurante favorito del poeta y le inventaría el menú que ordenaba siempre. La idea de pasar una noche entera con ella, de hacerle el amor, gustar en mis labios el parpadeo de «su sexo de pestañas nocturnas» (un verso del poema Material nupcial, de Neruda, que yo le había recitado al oído la primera noche que pasamos juntos, en mi buhardilla del Hotel du Sénat), sentir que se dormía en mis brazos y despertar en la mañana del domingo con su cuerpecito tibio acurrucado contra el mío, me tuvo los tres o cuatro días que faltaban para el sábado en un estado en el que la ilusión, la alegría y el miedo a que algo frustrara el plan apenas me permitían concentrarme en el trabajo. El revisor de mis traducciones debió enmendarme la plana un par de veces.

Ese sábado fue esplendoroso. En mi flamante Dauphine, comprada hacía un mes, llevé a madame Arnoux a media mañana al cementerio de perros de Asniéres, que ella no conocía. Estuvimos más de una hora curioseando entre las tumbas -además de perros, había gatos, conejitos y loros enterrados allí- y leyendo los epitafios sentidos, poéticos, risueños y absurdos con que los dueños habían despedido a sus animales queridos. Ella parecía de veras divertida. Sonreía, su mano abandonada en la mía, con sus ojos color miel oscura encendidos por el sol primaveral y los cabellos agitados por una brisa que corría con el río. Llevaba una blusa ligera, transparente, que dejaba ver la orilla de sus pechos, una casaca suelta que aleteaba con sus movimientos y unos botines de taco alto color ladrillo. Se quedó un buen rato contemplando la estatua al perro desconocido de la entrada y, con aire melancólico, lamentó tener una vida «tan complicada», si no, le hubiera gustado adoptar un cachorrito. Tomé nota, mentalmente: ése sería mi regalo el día de su cumpleaños, si conseguía averiguarlo.

La estreché por la cintura, la atraje hacia mí y le dije que si se decidía a dejar a monsieur Arnoux y casarse conmigo me comprometía a que tuviera una vida normal y criara todos los perros que se le antojara. En vez de contestarme, me preguntó, burlándose:

– ¿La idea de pasar la noche conmigo te hace el hombre más feliz del mundo, miraflorino? Te lo pregunto, para que me digas una de esas huachaferías que tanto te gusta decirme.

– Nada podría hacerme más feliz -le dije, apretando mis labios contra los suyos-. Hace años que sueño con eso, guerrillera.

– ¿Cuántas veces me vas a hacer el amor? -siguió ella, con el mismo tonito burlón.

– Todas las que pueda, niña mala. Diez, si me da el cuerpo.

– Te permito sólo dos -me advirtió, mordiéndome la oreja-. Una al acostarnos y otra al despertarnos. Eso sí, nada de levantarse tempranito. Para no tener nunca arrugas, necesito ocho horas de sueño como mínimo.

Nunca había estado tan juguetona como esa mañana.Y creo que nunca lo estaría después, tampoco. No la recordaba tan natural, abandonándose al instante, sin posar, sin inventarse un rol, mientras aspiraba la tibieza del día y se dejaba invadir por la luz que tamizaban las copas de los sauces llorones y adorar. Parecía más muchachita de lo que era, casi una adolescente, y no una mujer de cerca de treinta años. Comimos un sandwich de jamón con pepinillos y un vaso de vino en un bistrot de Asniéres, a orillas del río, y luego fuimos a la Cinémathéque de la rué d'Ulm a ver Les enfants du Paradis, de Marcel Carné, que yo había visto pero ella no. A la salida, habló de lo jovencitos que aparecían Jean-Louis Barrault y María Casares, ya no se hacían películas así, y me confesó que el final la había hecho lagrimear. Le propuse que fuéramos a mi departamento a descansar hasta la hora de la cena, pero no quiso, meternos en la casa ahora me daría malas ideas. Más bien, aprovechando la tarde tan bonita, que camináramos un poco. Estuvimos entrando y saliendo de las galerías de la rué de Seine y luego nos sentamos a tomar un refresco en una terraza de la rué de Buci. Le conté que una mañana había visto por allí, comprando pescado fresco, a André Bretón. Las calles y los cafés estaban repletos y los parisinos tenían esas expresiones distendidas y simpáticas que ponen los días de buen tiempo, esa rareza. Hacía mucho que no me sentía tan contento, optimista y esperanzado. Entonces, el diablo sacó la cola y divisé el titular de Le Monde que leía mi vecino: «El Ejército destruye el cuartel general de la guerrilla peruana». El subtítulo decía: «Mueren Luis de la Puente y varios líderes del MIR». Corrí a comprar el periódico al quiosco de la esquina. Firmaba la noticia el corresponsal del diario en América del Sur, Marcel Niedergang, y había un recuadro de Claude Julien explicando qué era el MIR peruano y dando información sobre Luis de la Puente y la situación política del Perú. En agosto de 1965, fuerzas especiales del Ejército peruano habían cercado Mesa Pelada, una montaña al este de la ciudad de Quillabamba, en el valle cusqueño de La Convención, y capturado el campamento Illarec ch'aska (lucero del alba), dando muerte a muchos guerrilleros. Luis de la Puente, Paúl Escobar y un puñado de seguídores habían conseguido huir pero los comandos, luego de una larga cacería, los cercaron y les dieron muerte. La información precisaba que aviones militares habían bombardeado Mesa Pelada, usando napalm. Los cadáveres no habían sido entregados a los familiares ni exhibidos a la prensa. Según el comunicado oficial, fueron enterrados en un lugar desconocido, para evitar que sus tumbas se convirtieran en sitios de peregrinación revolucionaria. El Ejército mostró a los periodistas las armas, los uniformes y muchos documentos, así como mapas y equipos de radio que los guerrilleros tenían en Mesa Pelada. De este modo, la columna Pachacútec, uno de los focos rebeldes de la revolución peruana, quedaba aniquilada. El Ejército esperaba que la columna Túpac Amaru, dirigida por Guillermo Lobatón, también cercada, cayera pronto.

– No sé por qué pones esa cara, tú sabías que esto ocurriría tarde o temprano -se sorprendió madame Arnoux-. Tú mismo me dijiste muchas veces que eso sólo podía terminar así.

– Lo decía como un conjuro, para que no ocurriera.

Se lo había dicho y lo había pensado y temido, por supuesto, pero otra cosa era saber que había ocurrido y que Paúl, el buen amigo y compañero de mis primeros tiempos en París, era ahora un cadáver pudriéndose en algún despoblado de los Andes orientales, tal vez después de haber sido ejecutado, y sin duda torturado si los soldados lo cogieron vivo. Haciendo de tripas corazón, le propuse a la chilenita que nos olvidáramos del tema y que no dejáramos que esa noticia estropeara el regalo de los dioses que era tenerla para mí todo un fin de semana. Ella lo consiguió sin dificultad; el Perú, me parecía, era para ella algo que con toda deliberación había expulsado de su memoria como una masa de malos recuerdos (¿pobreza, racismo, discriminación, postergación, frustraciones múltiples?), y, tal vez, hacía tiempo que había tomado la decisión de cortar para siempre con su tierra natal. Yo, en cambio, pese a mis esfuerzos por olvidarme de la maldita noticia de Le Monde y concentrarme en la niña mala, no pude. A lo largo de toda la cena en Chez Allard el fantasma de mi amigo estuvo quitándome el apetito y el humor.

– Me parece que no estás para faire la fète -me dijo, compasiva, a la hora del postre-. ¿Quieres que lo dejemos para otra vez, Picardito?

Protesté que no y le besé las manos y le juré que, pese a la horrible noticia, pasar una noche con ella era lo más maravilloso que me había ocurrido nunca. Pero, cuando llegamos a mi departamento de Joseph Granier y ella sacó de su maletín de mano un coqueto baby doll, su escobilla de dientes y una muda de ropa para el día siguiente, y nos tendimos sobre la cama -yo había comprado flores para la salita y el dormitorio- y comencé a acariciarla, me di cuenta, avergonzado y humillado, que no estaba en condiciones de hacerle el amor.

– A esto, los franceses le llaman un fiasco -dijo, riéndose-. ¿Sabes que es la primera vez que me pasa con un hombre?

– ¿Cuántos has tenido? Deja que adivine. ¿Diez? ¿Veinte?

– Soy pésima en matemáticas -se enojó. Y se vengó con una orden-: Más bien, hazme terminar con tu boca. Yo no tengo por qué guardar luto. Apenas conocí a tu amigo Paúl, y, además, acuérdate, por su culpa tuve que ir a Cuba.

Y, sin más, con la misma naturalidad con que hubiera encendido un cigarrillo, abrió las piernas y se tendió de espaldas, con un brazo sobre los ojos, en esa inmovilidad total, de concentración profunda en que, olvidándose de mí y del mundo circundante, acostumbraba sumirse a esperar su placer. Tardaba siempre mucho en excitarse y terminar, pero esa noche tardó todavía más que de costumbre, y, dos o tres veces, con la lengua acalambrada, debí parar unos instantes de besarla y sorberla. Cada vez, su mano me amonestaba, tirándome de los cabellos o pellizcándome la espalda. Al fin, la sentí moverse y oí ese ronroneo suavecito que parecía subirle a la boca desde el vientre, y sentí el encogimiento de sus miembros y su largo suspiro complacido. «Gracias, Ricardito», murmuró. Casi de inmediato, se quedó dormida. Yo estuve desvelado mucho rato, con una angustia que me estrujaba la garganta. Tuve un sueño difícil, con pesadillas que al día siguiente apenas recordaba.

Desperté cerca de las nueve de la mañana. Ya no había sol. Por la claraboya se divisaba el cielo encapotado, color panza de burro, el eterno cielo parisino. Ella dormía, dándome la espalda. Parecía muy joven y frágil, con ese cuerpecito de niña, ahora sosegado, apenas conmovido por una respiración ligera y espaciada. Nadie, viéndola así, se hubiera imaginado la vida difícil que debió haber llevado desde que nació. Traté de imaginarme la infancia que tuvo, por ser pobre en ese infierno que es el Perú para los pobres, y su adolescencia, acaso todavía peor, las mil pellejerías, entregas, sacrificios, concesiones, que habría debido de hacer, en el Perú, en Cuba, para salir adelante y llegar donde había llegado. Y lo dura y fría que la había vuelto el tener que defenderse con uñas y dientes contra el infortunio, todas las camas por las que debió pasar para no ser aplastada en ese campo de batalla que sus experiencias la habían convencido era la vida. Sentía una inmensa ternura por ella. Estaba seguro que la querría siempre, para mi dicha y también mi desdicha. Verla y sentirla respirar me inflamaron. Comencé a besarle la espalda, muy despacio, el culito respingado, el cuello y los hombros, y, haciéndola ladearse, los pechos y la boca. Ella simulaba dormir, pero estaba ya despierta, pues se acomodó de espaldas de manera que pudiera recibirme. La sentí húmeda, y, por primera vez, pude entrar en ella sin dificultad, sin sentirme haciendo el amor a una virgen. La quería, la quería, no podía vivir sin ella. Le rogué que dejara a monsieur Arnoux y se viniera conmigo, ganaría mucho dinero, la engreiría, le costearía todos los caprichos, le…

– Vaya, te has redimido -se echó a reír-, y hasta te aguantaste más que otras veces. Creí que te habías vuelto impotente, después del fiasco de anoche.

Le propuse prepararle el desayuno, pero ella prefirió que saliésemos a tomarlo a la calle, estaba antojada de un croissant croustillant. Nos duchamos juntos, me dejó jabonarla y secarla y, sentado en la cama, verla vestirse, peinarse y arreglarse. Yo mismo le calcé los mocasines, besándole antes, uno por uno, los dedos de los pies. Fuimos de la mano a un bistrot de l'avenue de la Bourdonnais, donde, en efecto, las mediaslunas crujían como si acabaran de salir del horno.

– Si esa vez, en lugar de despacharme a Cuba, me hubieras hecho quedar contigo aquí en París, ¿cuánto habríamos durado, Ricardito?

– Toda la vida. Te habría hecho tan feliz que no me hubieras dejado nunca.

Dejó de hablar en broma y me miró, muy seria y algo despectiva:

– Qué ingenuo y qué iluso eres -silabeó, desafiándome con sus ojos-. No me conoces. Yo sólo me quedaría para siempre con un hombre que fuera muy, muy rico y poderoso. Tú nunca lo serás, por desgracia.

– ¿Y si el dinero no fuera la felicidad, niña mala?

– Felicidad, no sé ni me importa lo que es, Ricardito. De lo que sí estoy segura es que no es esa cosa romántica y huachafa que es para ti. El dinero da seguridad, te defiende, te permite gozar a fondo de la vida sin preocuparte por el mañana. La única felicidad que se puede tocar.

Se me quedó mirando, con esa expresión fría que se agudizaba a veces de manera extraña y parecía congelar la vida a su alrededor.

– Tú eres buena gente, pero tienes un terrible defecto: tu falta de ambición. Estás contento con lo que has conseguido, ¿no? Pero eso es nada, niño bueno. Por eso no podría ser tu mujer. Yo nunca estaré contenta con lo que tenga. Siempre querré más.

No supe qué contestarle, porque, aunque me doliese, había dicho algo cierto. Para mí la felicidad era tenerla a ella y vivir en París. ¿Significaba eso que eras un irredimible mediocre, Ricardito? Sí, probablemente. Antes de regresar al departamento, madame Robert Arnoux se levantó a telefonear. Volvió con la cara preocupada.

– Lo siento, pero tengo que irme, niño bueno. Se me han complicado las cosas.

No me dio más explicaciones ni aceptó que la llevara a su casa o donde tenía que ir. Subimos a que recogiera su maletín de mano y la acompañé a tomar un taxi a la estación, junto al metro de la Ecole Militaire.

– Pese a todo, fue un bonito fin de semana -se despidió, rozándome los labios-. Chau, mon amour.

Al volver a mi casa, sorprendido por su brusca partida, descubrí que había dejado olvidada su escobilla de dientes en el cuarto de baño. Una preciosa escobillita que llevaba impresa en el estuche la firma del fabricante: Guer-lain. ¿Olvidada? A lo mejor, no. A lo mejor era un olvido deliberado para dejarme un recuerdo de esa noche triste y ese despertar feliz.

Esa semana no pude verla ni hablar con ella y, la siguiente, sin conseguir tampoco despedirme -su teléfono no contestaba a ninguna hora-, partí a Viena, a trabajar una quincena de días en la Junta de Energía Atómica. Me encantaba esa ciudad barroca, elegante y próspera, pero

el trabajo de un «temporero» en esos períodos en que las organizaciones internacionales tienen congresos, juntas generales o la conferencia anual -que es cuando necesitan traductores e intérpretes extras- es tan intenso que no me dejaba tiempo para museos, conciertos y funciones de ópera, salvo, algún mediodía, una visita a la carrera al Albertina. En las noches, muerto de cansancio, apenas alcanzaba a meterme en uno de esos antiguos cafés, el Central, el Landtmann, el Hawelka, el Frauenhuber, que parecían decorados belle époque, a tomar un wiener schnitzel, la versión austriaca del bistec apañado que preparaba mi tía Alberta, y un vaso de espumosa cerveza. Llegaba a mi cama medio grogui. Varias veces llamé a la niña mala, pero nadie contestaba el teléfono o sonaba siempre ocupado. No me atrevía a telefonear a Robert Arnoux a la Unesco para no despertar sus sospechas. Terminados los quince días, el señor Chames me telegrafió proponiéndome diez días de contrato en Roma, en un seminario seguido de una conferencia de la FAO, de modo que viajé a Italia sin pasar por París. Tampoco desde Roma pude hablar con ella. Apenas volví a Francia, la llamé. Sin éxito, por supuesto. ¿Qué pasaba? Empecé a pensar, angustiado, en un accidente, una enfermedad, una tragedia doméstica.

Estaba tan nervioso por la imposibilidad de comunicarme con madame Arnoux, que tuve que leer dos veces la última carta del tío Ataúlfo, que encontré esperándome en París. No podía concentrarme, sacar de la cabeza a la chilenita. El tío Ataúlfo me daba largas explicaciones sobre la situación política peruana. La columna Túpac Amaru del MIR, encabezada por Lobatón, no había sido capturada aún, aunque los comunicados del Ejército daban parte de choques constantes en los que siempre tenían bajas los guerrilleros. Según la prensa, Lobatón y su gente se habían internado en la selva y conseguido aliados entre las tribus amazónicas, principalmente los ashaninka, diseminados en la región encuadrada por los ríos Ene, Perene, Satipo y Anapati. Había rumores de que comunidades ashaninka, seducidas por la personalidad de Lobatón, lo identificaban con un héroe mítico, el justiciero atávico Itomi Pava, que, según la leyenda, volvería alguna vez para restaurar el poderío de esa nación. La aviación militar había bombardeado aldeas selváticas, sospechando que ocultaban a los miristas.

Después de nuevos intentos infructuosos de hablar con madame Arnoux, decidí ir a la Unesco a buscar a su marido, con el pretexto de invitarlos a cenar. Pasé antes a saludar al señor Chames y a los colegas de la oficina de español. Luego subí al sexto piso, el sanctasanctórum, donde estaban los despachos de los jefes. Desde la puerta divisé la cara desmoronada y el bigotito mosca de monsieur Arnoux. Dio un extraño respingo al verme, y lo noté más hosco que nunca, como si mi presencia le desagradara. ¿Estaba enfermo? Parecía haber envejecido diez años en las pocas semanas que no lo veía. Me estiró una mano encogida sin decir una palabra, y esperó que yo hablara, clavándome una mirada perforante ton sus ojitos de roedor.

– He estado trabajando fuera de París, en Viena y en Roma, este último mes. Me gustaría invitarlos a cenar una de estas noches que tengan libre.

Me siguió mirando, sin responder. Estaba muy pálido ahora, tenía una expresión desolada y fruncía la boca, como si le costara esfuerzo hablar. Me temblaron las manos. ¿Me iba a decir que su mujer había muerto?

– Entonces, usted no está enterado -murmuró, con sequedad-. ¿O juega una comedia?

Desconcertado, no supe qué responderle.

– Toda la Unesco lo sabe -añadió, bajito, con sorna-. Soy el hazmerreír de la organización. Mi mujer me ha dejado, y ni siquiera sé por quién. Pensé que era por usted, señor Somocurcio.

Se le cortó la voz antes de terminar de decir mi apellido. La barbilla le temblaba y me pareció que le chocaban los dientes. Balbuceé que lo sentía, no estaba al corriente de nada, repetí tontamente que este mes había estado trabajando fuera de París, en Viena y Roma. Y me despedí, sin que monsieur Arnoux me devolviera el hasta luego.

La sorpresa y el disgusto fueron tan grandes que, en el ascensor, me vino una arcada y, en el bañito del pasillo, vomité. ¿Con quién se había ido? ¿Seguiría viviendo en París con su amante? Un pensamiento me acompañó todos los días siguientes: ese fin de semana que me regaló era una despedida. Para que yo tuviera algo especial que añorar. Las sobras que se echan al perro, Ricardito. Unos días siniestros siguieron a aquella brevísima visita a monsieur Arnoux. Por primera vez en mi vida, padecí de insomnio. Me pasaba las noches sudando, con la mente en blanco, apretando la escobülita de dientes de Guerlain que había guardado como un amuleto en mi velador, rumiando mi despecho y mis celos. Al día siguiente estaba hecho una ruina, el cuerpo cortado por escalofríos y sin ánimos para nada, ni ganas de comer. El médico me recetó unos Nembutales que, más que dormirme, me desmayaban. Tenía un despertar desasosegado y con muñecos, como si arrastrara una resaca feroz. Todo el tiempo me maldecía por lo estúpido que fui aquella vez, despachándola a Cuba, anteponiendo mi amistad con Paúl al amor que sentía por ella. Si la hubiera retenido, seguiríamos juntos y la vida no sería este desvelo, este vacío, esta bilis.

El señor Chames me ayudó a salir de la lenta disolución emocional en que me hallaba, dándome un contrato de un mes. Tuve ganas de agradecérselo de rodillas. Gracias a la rutina del trabajo en la Unesco fui saliendo poco a poco de la crisis en que me dejó la desaparición de la ex chilenita, la ex guerrillera, la ex madame Arnoux. ¿Cómo se llamaba ahora? ¿Qué personalidad, qué nombre, qué historia había adoptado en esta nueva etapa de su vida? Su nuevo amante debía ser muy importante, bastante más que ese asesor del Director de la Unesco, ya muy modesto para sus ambiciones, al que había dejado hecho un trapo. Me lo había advertido claramente aquella última mañana: «Yo sólo me quedaría para siempre con un hombre que fuera muy rico y poderoso». Estaba seguro de que, esta vez sí, no la vería más. Tenías que sobreponerte y olvidar a la peruanita milcaras, convencerte de que ella fue sólo un mal sueño, niño bueno.

Pero a los pocos días de haber retomado el trabajo en la Unesco, monsieur Arnoux se presentó en el cubículo que era mi oficina, mientras yo traducía un informe sobre la educación bilingüe en los países del África subsahariana.

– Lamento haber sido brusco con usted el otro día -me dijo, incómodo-. Estaba en muy mal estado de ánimo en aquel momento.

Me propuso que cenáramos juntos. Y, aunque sabía que aquella cena sería catastrófica para mi estado de ánimo, la curiosidad, oír hablar de ella, saber qué pasó, fueron más fuertes, y acepté.

Fuimos a Chez Eux, un restaurante en el VIIème, no lejos de mi casa. Fue la cena más tensa y difícil a la que he asistido nunca. Pero, también, fascinante, porque en ella descubrí muchas cosas de la ex madame Arnoux, y supe, asimismo, lo lejos que había llegado ya en su búsqueda de esa seguridad que ella identificaba con la riqueza.

Pedimos un whisky con hielo y Perrier como aperitivo y, luego, vino tinto, con una comida que apenas probamos. Chez Eux tenía un menú fijo, compuesto de exquisiteces que venían en unos cazos hondos, y nuestra mesa se fue llenando de patés, caracoles, ensaladas, pescados y carnes, que los sorprendidos camareros se iban llevando casi intactos para hacer sitio a una gran variedad de postres, uno bañado en chocolate hirviendo, sin entender por qué desairábamos todos esos manjares.

Robert Arnoux me preguntó desde cuándo la conocía. Le mentí que sólo desde 1960 o 1961, en París, cuando pasó rumbo a Cuba como una de las becadas del MIR para recibir entrenamiento guerrillero.

– Es decir, no sabe usted nada de su pasado, de su familia -asintió el señor Arnoux, como hablando solo-. Yo siempre supe que me mentía. Respecto a su familia y a su infancia, quiero decir. Pero, la excusaba. Me parecían mentiras piadosas, para disimular una niñez y una juventud que la avergonzaban. Porque ella debe ser de una clase social muy modesta, ¿no es verdad?

– No le gustaba hablar de eso. Nunca me contó nada de su familia. Pero, sin duda, sí, de una clase muy modesta.

– A mí me daba pena, adivinaba toda esa montaña de prejuicios de la sociedad peruana, los grandes apellidos, el racismo -me interrumpió-. Que había estado en el Sophianum, el mejor colegio de monjas de Lima, donde se educaban las chicas de la alta sociedad. Que su padre era dueño de una hacienda algodonera. Que había roto con su familia por idealismo, para hacerse revolucionaria ¡Nunca le interesó la revolución, estoy seguro! Jamás le oí una sola opinión política desde que la conocí. Hubiera hecho cualquier cosa para salir de Cuba. Hasta casarse conmigo. Cuando salimos, le propuse un viaje al Perú, para conocer a su familia. Me contó otras fábulas, por supuesto. Que, por haber estado en el MIR y en Cuba, si ponía los pies en el Perú la meterían presa. Yo le perdonaba esas fantasías. Comprendía que nacían de su inseguridad. Le habían contagiado esos prejuicios sociales y raciales, tan fuertes en los países sudamericanos. Por eso me inventó esa biografía de niña aristócrata que nunca fue.

A ratos tenía la impresión de que monsieur Arnoux se olvidaba de mí. Incluso su mirada se perdía en algún punto del vacío y bajaba tanto la voz que sus palabras se volvían un murmullo inaudible. Otras veces, volviendo en sí, me miraba con desconfianza y odio y me urgía a decirle si yo estaba enterado de que ella tenía un amante. Yo era su compatriota, su amigo, ¿no me había hecho nunca confidencias?

– Jamás me dijo una palabra. Nunca lo sospeché. Yo creía que ustedes se llevaban muy bien, que eran felices.

– Yo también lo creía -murmuró, cabizbajo. Pidió otra botella de vino. Y añadió, con la vista velada y la voz acida-: No tenía necesidad de hacer lo que hizo. Fue feo, fue sucio, fue desleal actuar así conmigo. Yo le había dado mi nombre, me desvivía por hacerla feliz. Puse en peligro mi carrera para sacarla de Cuba. Aquello fue un verdadero víacrucis. La deslealtad no puede llegar a esos extremos. Tanto cálculo, tanta hipocresía, es inhumano.

Se calló de golpe. Movía los labios sin emitir sonido y su bigotito cuadriculado se retorcía y estiraba. Había empuñado el vaso vacío y lo estrujaba como si quisiera hacerlo añicos. Tenía los ojitos inyectados y húmedos.

No sabía qué decirle, cualquier frase de consuelo me saldría falsa y ridícula. De pronto, comprendí que tanta desesperación no sólo se debía al abandono. Había algo más que quería contarme, pero le costaba trabajo.

– Los ahorros de toda mi vida -susurró monsieur Arnoux, mirándome de manera acusadora, como si yo fuera culpable de su tragedia-. ¿Usted se da cuenta? Soy un hombre mayor, no estoy en condiciones de rehacer toda una vida. ¿Lo comprende? No sólo engañarme vaya usted a saber con quién, un gángster con el que debió planear la fechoría. Además, eso: mandarse mudar con todo el dinero de la cuenta que teníamos en Suiza. Yo le había dado esa prueba de confianza, ¿lo ve usted? Una cuenta conjunta. Por si tenía yo un accidente, una muerte súbita. Para que los impuestos a la sucesión no se llevaran todo lo que había ahorrado en una vida de trabajo y sacrificio. ¿Se da cuenta qué deslealtad, qué vileza? Fue a Suiza a hacer un depósito y se llevó todo, todo, y me dejó en la ruina. Chapean, un coup de maitre! Ella sabía que no podía denunciarla sin delatarme, sin arruinar mi reputación y mi cargo. Sabía que si la denunciaba sería el primer perjudicado, por tener cuentas secretas, por evadir impuestos. ¿Se da cuenta qué bien planeado? ¿Cree usted posible tanta crueldad, con alguien que sólo le dio amor, devoción?

Iba y volvía sobre el mismo tema, con intervalos en los que bebíamos vino, callados, cada uno absorto en sus propios pensamientos. ¿Era perverso preguntarme qué le dolía más, el abandono o el robo de su cuenta secreta en Suiza? Yo sentía lástima por él, y remordimientos de conciencia, pero no sabía cómo animarlo. Me limitaba a intercalar frases breves, amistosas, de tiempo en tiempo. En realidad, no quería conversar conmigo. Me había invitado porque necesitaba que alguien lo escuchara, decir en voz alta ante un testigo cosas que desde la desaparición de su mujer le quemaban el corazón.

– Disculpe usted, necesitaba desahogarme -me dijo al fin, cuando, partidos todos los comensales, quedamos solitarios, observados con miradas impacientes por los mozos de Chez Eux-. Le agradezco su paciencia. Espero que esta catarsis me haga bien.

Le dije que, dentro de un tiempo, todo esto quedaría atrás, que no había mal que durara cien años. Y, mientras hablaba, me sentí completamente hipócrita, tan culpable como si yo hubiera planeado la fuga de la ex madame Arnoux y el saqueo de su cuenta secreta.

– Si se la encuentra alguna vez, dígaselo, por favor. No necesitaba hacer eso. Yo le hubiera dado todo. ¿Quería mi dinero? Se lo hubiera dado. Pero, no así, no así.

Nos despedimos en la puerta del restaurante, bajo el resplandor de las luces de la Torre Eiffel. Fue la última vez que vi al maltratado monsieur Robert Arnoux.

La columna Túpac Amaru del MIR comandada por Guillermo Lobatón duró unos cinco meses más que la que tenía su cuartel general en Mesa Pelada. Como había ocurrido con Luis de la Puente, Paúl Escobar y los miristas que perecieron en el valle de La Convención, tampoco el Ejército dio precisiones sobre la manera como aniquiló a todos los miembros de esa guerrilla. A lo largo de todo el segundo semestre de 1965, ayudados por los ashaninka del Gran Pajonal, Lobatón y sus compañeros estuvieron eludiendo la persecución de las fuerzas especiales del Ejército que se movilizaban en helicópteros y por tierra y escarmentaban con ferocidad a los caseríos indígenas que los escondían y alimentaban. Al final, la columna en ruinas, doce hombres destrozados por los mosquitos, la fatiga y las enfermedades, el 7 de enero de 1966 cayó en las cercanías del río Sotziqui. ¿Murieron en combate o los capturaron vivos y ejecutaron? Nunca se encontraron sus tumbas. Según rumores inverificables, Lobatón y su segundo fueron subidos a un helicóptero y arrojados a la selva para que los animales desaparecieran sus cadáveres. La compañera francesa de Lobatón, Jacqueline, intentó a lo largo de varios años, a través de campañas en el Perú y en el extranjero, que el gobierno revelara dónde estaban las tumbas de los alzados de esa guerrilla efímera, sin conseguirlo. ¿Hubo sobrevivientes? ¿Llevaban una existencia clandestina en ese Perú convulsionado y dividido de los últimos tiempos de Belaunde Terry? Yo, mientras poquito a poquito me reponía de la desaparición de la niña mala, seguía aquellos lejanos sucesos a través de las cartas del tío Ataúlfo. Lo notaba cada vez más pesimista sobre la posibilidad de que no se desplomara la democracia en el Perú. «Los mismos militares que derrotaron a las guerrillas se preparan ahora para derrotar al Estado de Derecho y dar otro cuartelazo», me aseguraba.

Un buen día, de la manera más inesperada, me di de bruces en Alemania con un sobreviviente de Mesa Pelada: nada menos que Alfonso el Espiritista, aquel muchacho enviado a París por un grupo teosófico de Lima al que el gordo Paúl arrebató a los espíritus y a la ultratumba para hacer de él un guerrillero. Yo estaba en Frankfurt, trabajando en una conferencia internacional sobre comunicaciones; y, en un descanso, escapé a un almacén a hacer unas compras. Junto a la caja, alguien me cogió del brazo. Lo reconocí al instante. En los cuatro años que no lo veía había engordado y se había dejado el pelo muy largo -la nueva moda en Europa-, pero su cara blancona, de expresión reservada y algo triste, era la misma. Estaba en Alemania desde hacía unos meses. Había obtenido el estatuto de refugiado político y vivía con una chica de Frankfurt a la que había conocido en París, en los tiempos de Paúl. Fuimos a tomar un café en la misma cafetería del almacén, llena de señoras con niños regordetes y atendida por turcos.

Alfonso el Espiritista se salvó de milagro del ataque de los comandos del Ejército que arrasaron Mesa Pelada. Había sido enviado a Quillabamba pocos días antes por Luis de la Puente; las comunicaciones no estaban funcionando bien con las bases de apoyo urbanas y en el campamento no se tenía noticias de un grupo de cinco muchachos ya entrenados cuya venida estaba prevista para semanas atrás.

– La base de apoyo cusqueña estaba infiltrada -me explicó, hablando con la misma calma que yo le recordaba-. Capturaron a varios, y, en la tortura, alguno habló. Así llegaron a Mesa Pelada. Nosotros no habíamos empezado las operaciones, en verdad. Lobatón y Máximo Velando se adelantaron a los planes, allá en Junín. Y, luego de esa emboscada de Yahuarina en que mataron a tantos policías, nos echaron al Ejército encima. Nosotros, en el Cuzco, todavía no habíamos empezado a movernos. La idea de De la Puente no era quedarse en el campamento, sino ir de un lado al otro. «El foco guerrillero es el movimiento perpetuo», la enseñanza del Che. Pero no nos dieron tiempo y quedamos encerrados en la zona de seguridad.

El Espiritista hablaba con una curiosa distancia sobre lo que decía, como si aquello hubiera ocurrido hacía siglos. No sabía por qué conjunción de circunstancias no cayó en las redadas que desmantelaron las bases de apoyo del MIR en Quillabamba y en el Cuzco. Estuvo escondido en casa de una familia cuzqueña, a la que conocía de antaño, por su secta teosófica. Se portaron muy bien con él, pese al miedo que tenían. Luego de un par de meses, lo sacaron de la ciudad, oculto en un camión de mercancías, hasta Puno. De allí, le fue fácil pasar a Bolivia, donde, luego de un largo trámite, consiguió que Alemania Occidental lo admitiera como refugiado político.

– Cuéntame del gordo Paúl, allá arriba, en Mesa Pelada.

Se había adaptado bien a esa vida y a los 3.800 metros de altura, por lo visto. Su ánimo no decayó nunca, aunque a veces, en las marchas explorando el territorio en torno al campamento, su corpachón le jugaba malas pasadas. Sobre todo cuando había que trepar montañas o bajar precipicios bajo lluvias diluviales. Una vez se cayó, en una cuesta que era un lodazal, y rodó veinte, treinta metros. Sus compañeros creían que se había abierto la cabeza, pero se levantó de lo más fresco, bañado en barro de pies a cabeza.

– Adelgazó bastante -añadió Alfonso-. La mañana en que me despedí de él, en Illarec ch'aska, estaba casi tan delgado como tú. Algunas veces hablábamos de ti. «¿Qué estará haciendo nuestro embajador en la Unesco?», decía. «¿Se habrá animado a publicar esas poesías que escribe a escondidas?» Nunca perdió el humor. Siempre ganaba los concursos de chistes que hacíamos en las noches, para no aburrirnos. Su mujer y su hijo están viviendo ahora en Cuba.

Hubiera querido quedarme un buen rato con Alfonso el Espiritista, pero tenía que volver a la conferencia. Nos despedimos con un abrazo y le di mi teléfono para que me llamara si alguna vez pasaba por París.

Poco antes o poco después de esta conversación, se cumplieron las torvas profecías del tío Ataúlfo. El 3 de octubre de 1968 los militares, encabezados por el general Juan Velasco Alvarado, dieron el cuartelazo que acabó con la democracia que presidía Belaunde Terry, éste fue despachado al exilio y se inauguró una nueva dictadura militar en el Perú que duraría doce años.

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