En la segunda mitad de los sesenta, Londres desplazó a París como la ciudad de las modas que, partiendo de Europa, se desparramaban por el mundo. La música reemplazó a los libros y a las ideas como centro de atracción de los jóvenes, sobre todo a partir de los Beatles, pero también de Cliff Richard, los Shadows, los Rolling Stones con Mick Jagger y otras bandas y cantantes ingleses, y de los hippies y la revolución psicodélica de los flower children. Como antes a París a hacer la revolución, muchos latinoamericanos emigraron a Londres a enrolarse en las huestes del cannabis, la música pop y la vida promiscua. Carnaby Street sustituyó a Saint Germain como ombligo del mundo. En Londres nacieron la minifalda, los largos cabellos y los estrafalarios atuendos que consagraron los musicales Hair y Jesus Christ Superstar, la popularización de las drogas, comenzando por la marihuana y terminando por el ácido lisérgico, la fascinación por el espiritualismo hindú, el budismo, la práctica del amor libre, la salida del ropero de los homosexuales y las campañas del orgullo gay, así como un rechazo en bloque del establishment burgués, no en nombre de la revolución socialista a la que los hippies eran indiferentes, sino de un pacifismo hedonista y anárquico, amansado por el amor a la naturaleza y a los animales y una abjuración de la moral tradicional. Ya no fueron los debates de la Mutualité, el Nouveau Román, refinados cantautores como Leo Ferré o Georges Brassens, ni los cinemas de arte parisino, los puntos de referencia para los jóvenes rebeldes, sino Trafalgar Square y los parques donde, detrás de Vanessa Redgrave y Tariq Alí, se manifestaban contra la guerra de Vietnam entre conciertos multitudinarios de los grandes ídolos y soplidos de hierba colombiana, y con los pubs y las discotecas como símbolos de la nueva cultura que tenía a millones de jóvenes de ambos sexos imantados por Londres. Aquellos años fueron también, en Inglaterra, de esplendor teatral, y el montaje del Marat-Sade, de Peter Weiss, que en 1964 dirigió Peter Brook, hasta entonces conocido sobre todo por sus revolucionarias escenificaciones de Shakespeare, fue un acontecimiento en toda Europa. Nunca volví a ver en un escenario nada que se me grabara con tanta fuerza en la memoria.
Por una de esas extrañas conjugaciones que trama el azar, resulté, en los años finales de los sesenta, pasando muchas temporadas en Inglaterra y viviendo en el corazón mismo del swinging London: en Earl's Court, una zona muy animada y cosmopolita de Kensington que, por la afluencia de neozelandeses y australianos, era conocida como el Valle del Canguro (Kangaroo Valley). Precisamente, la aventura de mayo de 1968, en que los jóvenes de París llenaron el Barrio Latino de barricadas y declararon que había que ser realistas eligiendo lo imposible, a mí me sorprendió en Londres, donde, debido a las huelgas que paralizaron las estaciones y aeropuertos de Francia, quedé varado un par de semanas, sin poder averiguar si le había ocurrido algo a mi pisito de la Ecole Militaire.
Al volver a París descubrí que estaba intacto, pues la revolución de mayo del 68 en realidad no había desbordado el perímetro del Barrio Latino y Saint Germain-des-Prés. Contrariamente a lo que muchos profetizaron en aquellos días de euforia, no tuvo mayor trascendencia política, salvo acelerar la caída de De Gaulle, inaugurar la breve era de cinco años de Pompidou y revelar la existencia de una izquierda más moderna que la del Partido Comunista francés («la crapule stalinienne», según expresión de Cohn-Bendit, uno de los líderes del 68). Las costumbres se volvieron más libres, pero, desde el punto de vista cultural, con la desaparición de toda una ilustre generación -Mauriac, Camus, Sartre, Aron, Merleau Ponty, Malraux-, en aquellos años vino una discreta retracción cultural, en la que, en vez de creadores, los maitres à penser pasaron a ser los críticos, estructuralistas primero, a la manera de Michel Foucault y Roland Barthes, y luego los deconstructivistas, tipo Gilíes Deleuze y Jacques Derrida, de arrogantes y esotéricas retóricas, aislados en sus cabalas de devotos y alejados del gran público, cuya vida cultural, a consecuencia de esa evolución, resultó banalizándose cada vez más.
Aquéllos fueron unos años de mucho trabajo para mí, aunque, como hubiera dicho la niña mala, de mediocres logros: saltar de traductor a intérprete. Como la primera vez, llené el hueco de su desaparición abrumándome de obligaciones. Retomé mis clases de ruso y de interpretación simultánea, a las que me dediqué con tesón, después de las horas que pasaba en la Unesco. Estuve dos veranos en la URSS, por dos meses cada vez, la primera en Moscú y la segunda en Leningrado, siguiendo cursos intensivos en lengua rusa especiales para intérpretes, en unos recintos universitarios desolados, donde nos sentíamos como en un internado de jesuítas.
Unos dos años después de mi última cena con Robert Arnoux, tuve una relación sentimental un tanto apagada con Cécile, funcionaria de la Unesco, atractiva y simpática, pero abstemia, vegetariana y católica a machamartillo, con la que la compenetración era perfecta sólo cuando hacíamos el amor, pues en todo lo demás encarnábamos las antípodas. En algún momento contemplamos la posibilidad de vivir juntos, pero los dos nos asustamos -sobre todo, yo- con la perspectiva de la cohabitación siendo tan diferentes y no existiendo, en el fondo, entre nosotros, ni sombra de verdadero amor. Nuestra relación se marchitó por aburrimiento y un buen día dejamos de vernos y llamarnos.
Me costó trabajo obtener mis primeros contratos como intérprete, a pesar de superar todas las pruebas y tener los diplomas correspondientes. Pero este circuito era más cerrado que el de los traductores y las asociaciones del gremio, verdaderas mafias, admitían nuevos miembros a cuentagotas. Sólo lo conseguí cuando, al ingles y al francés, pude añadir el ruso entre los idiomas que traducía al español. Los contratos como intérprete me hicieron viajar mucho por Europa y con frecuencia a Londres, sobre todo para conferencias y seminarios económicos. Un buen día de 1970, en el consulado del Perú, en Sloane Street, donde había ido a renovar mi pasaporte, me encontré con un amigo de infancia y compañero del Colegio Champagnat de Miraflores que hacía lo mismo: Juan Barreto,
Estaba convertido en un hippy, pero no del género zarrapastroso, sino elegante. Llevaba sueltos hasta los hombros y pintando algunas canas unos cabellos sedosos, y exhibía una barbita algo rala que formaba en torno a su boca un cuidado bozal. Yo lo recordaba gordito y chato, pero ahora me sobrepasaba por unos centímetros y lucía delgado como un figurín. Vestía unos pantalones de terciopelo color guinda y unas sandalias que, en vez de cuero, parecían de pergamino, un blusón oriental de seda con figurillas estampadas, una llamarada de color emir as dos batientes de su chaleco abierto y campanudo, que me recordó los de unos pastores turcomanos de un documental sobre Mesopotamia que vi en el Palais de Chaillot, dentro de la serie Connaissance du monde, que yo seguía cada mes.
Fuimos a tomar un café, en los alrededores del consulado, y la conversación resultó tan amena que lo invité a almorzar a un pub de Kensington Gardens. Estuvimos juntos más de dos horas, él hablando y yo escuchando e intercalando monosílabos.
Su historia era novelable. Yo recordaba que, en los últimos años de colegio, Juan había comenzado a colaborar en Radio El Sol como comentarista y locutor de fútbol, y que sus compañeros maristas le augurábamos un gran futuro de periodista deportivo. «Pero, en realidad, eso era un juego de niños», me dijo, «mi verdadera vocación fue siempre la pintura». Estuvo en la Escuela de Bellas Artes de Lima y llegó a participar en una exhibición colectiva en el Instituto de Arte Contemporáneo del jirón Ocoña. Luego su padre lo envió a seguir un curso de diseño y color a la St. Martin School of Arts de Londres. Apenas llegó a Inglaterra, decidió que esa ciudad era la suya («Parecía que me estaba esperando, hermano») y que no la abandonaría nunca más. Cuando anunció a su padre que no regresaría al Perú, aquél le cortó los viáticos. Inició entonces una existencia paupérrima, de artista callejero, haciendo retratos a turistas en Leicester Square o en las puertas de Harrods, y pintando con tiza en las veredas el Parlamento, el Big Ben o la Torre de Londres y pasando luego la gorra a los mirones. Durmió en el YMCA y en bed and breakfast miserables y, como otros drop outs, las noches de invierno se refugió en asilos religiosos para desechos humanos e hizo largas colas en las parroquias e instituciones de beneficencia donde repartían dos veces al día un plato de sopa caliente. Muchas veces pernoctó a la intemperie, en los parques o, envuelto en cartones, en los vestíbulos de las tiendas. «Llegué a estar desesperado, pero, ni una sola vez en todo ese tiempo me sentí tan jodido como para pedirle a mi padre el pasaje de regreso al Perú.»
Pese a su insolvencia, con otros hippies vagabundos se las arregló para llegar a Katmandú, donde descubrió que en el espiritualizado Nepal era más difícil sobrevivir sin dinero que en la materialista Europa. La solidaridad de sus compañeros de trashumancia fue decisiva para que no se muriera de hambre ni de enfermedad, porque en la India tuvo una fiebre de malta que lo puso en un tris de partir al otro mundo. La chica y los dos chicos que viajaban con él se turnaron a su cabecera, mientras convalecía en un inmundo hospital de Madras donde las ratas se paseaban entre los enfermos tendidos en el suelo sobre esteras.
– Ya me había acostumbrado totalmente a esa vida de tramp, a que mi casa fuera la calle, cuando cambió mi suerte.
Estaba pintando retratos a carboncillo, por un par de libras esterlinas cada uno, a las puertas del Victoria amp; Albert Museum, en Brompton Road, cuando, inesperadamente, una señora con una sombrilla para el sol y unos guantes de gasa le pidió que retratara a la perrita que paseaba, una King Charles de manchas blancas y cafés, cepillada, lavada y peinada con aires de lady. La perrita se llamaba Esther. El dibujo doble que le hizo Juan, «de frente y de perfil», encantó a la señora. Cuando iba a pagarle descubrió que no llevaba consigo ni un centavo, porque le habían robado la cartera o la había olvidado en casa. «No importa», le dijo Juan. «Ha sido un honor trabajar para una modelo tan distinguida.» La señora, confundida y llena de agradecimiento, se fue. Pero luego de dar unos pasos, regresó y alcanzó a Juan una tarjeta. «Si alguna vez pasa por aquí, toque la puerta, para que salude a su nueva amiga.» Le señalaba a la perrita.
Mrs. Stubard, enfermera jubilada, viuda y sin hijos, se convirtió en el hada madrina cuya varita mágica sacó a Juan Barrete de las calles de Londres y, poco a poco, lo fue limpiando («Una de las consecuencias de ser un tramp es que no te bañas nunca y ni hueles lo hediondo que estás»), alimentando, vistiendo, y, finalmente, catapultando al medio más inglés de los ingleses: el mundo de los dueños de establos, jinetes, preparadores y aficionados a la hípica de Newmarket, donde nacen, crecen, mueren y se entierran los caballos de carreras más famosos de Gran Bretaña y acaso del mundo.
Mrs. Stubard vivía sola, con la pequeña Esther, en una casita de ladrillos rojos y un pequeño jardín que ella rnisma cuidaba y mantenía primoroso, en una sección tranquila y próspera de Saint John's Wood. La había heredado de su marido, un pediatra que se pasó toda su vida en los pabellones y consultorios del Charing Cross Hospital cuidando niños ajenos y que nunca pudo tener uno propio. Juan Barreto tocó la puerta de la viuda un mediodía en que tenía más hambre, soledad y angustia que otros. Ella lo reconoció enseguida.
– He venido a saber cómo anda mi amiga Esther. Y, si no es mucho pedir, a que me convide un pedazo de pan.
– Pase, artista -le sonrió ella-. ¿Le importaría sacudirse un poco esas asquerosas sandalias que lleva? Y aproveche también para lavarse los pies en el caño del jardín.
«Mrs. Stubard era un ángel caído del cielo», según Juan Barreto. «Había enmarcado mi carboncillo de la perrita y lo tenía en una mesita de la sala. Se veía muy bien.» Hizo que Juan se lavara también las manos con agua y jabón («Desde el primer momento adoptó ese aire de mamá mandona que todavía tiene conmigo») y le preparó un par de sandwiches de tomate, queso y pepinillos y una taza de té. Estuvieron conversando un buen rato y ella exigió que Juan le contara su vida de pe a pa. Era alerta y ávida por saberlo todo sobre el mundo, e insistía en que Juan le describiera con lujo de detalles cómo eran, de dónde salían y qué vidas llevaban los hippies.
«Aunque no te lo creas, el que resultó fascinado por la viejita fui yo. Iba a verla no sólo para que me diera de comer, sino porque la pasaba bacán conversando con ella. Tenía un cuerpo de setenta, pero un espíritu de quince. Y, muérete, la volví una hippy.»
Juan caía por la casita de St. John's Wood una vez por semana, bañaba y peinaba a Esther, ayudaba a Mrs. Stubard a podar y regar el jardín, y, a veces, la acompañaba a hacer la compra al vecino almacén de Sainsbury. Los aburguesados residentes de St. John's Wood observarían extrañados a la asimétrica pareja. Juan la ayudaba a cocinar -le enseñó las recetas peruanas de la papa rellena, el ají de gallina y el ceviche-, le lavaba los platos y luego tenían conversadas sobremesas en las que Juan le hacía oír conciertos de los Beatles y los Rolling Stones, le contaba sus mil y una aventuras y anécdotas de los chicos y chicas hippies que había conocido en sus peregrinaciones por Londres, la India y el Nepal. La curiosidad de Mrs. Stubard no se contentó con las explicaciones de Juan sobre cómo el cannabis agudizaba la lucidez y la sensibilidad, principalmente para la música. Al final, venciendo sus prejuicios -era una metodista practicante-, dio dinero a Juan para que le hiciera probar la marihuana. «Era tan inquieta que, te juro, hubiera sido capaz de aventarse una cápsula de LSD si yo la animaba.» La sesión de marihuana se hizo con el fondo musical de la banda sonora de Yellow Submarine, la película de los Beatles que Mrs. Stubard y Juan fueron a ver del brazo a un cine de estreno en Picadilly Circus. Mi amigo estaba asustado de que a su protectora y amiga el viaje le sentara mal, y, en efecto, terminó quejándose de dolor de cabeza y quedándose dormida patas arriba sobre la alfombra de la sala, después de dos horas de
una excitación extraordinaria, en las que habló como una lora, lanzando carcajadas y haciendo unas figuras de ballet ante los ojos estupefactos de Juan y Esther.
La relación se convirtió en algo más que amistad, en un compañerismo cómplice y fraterno, pese a las diferencias de edad, lengua y procedencia. «Con ella me sentía como si fuera mi mamá, mi hermana, mi compinche y mi ángel de la guarda.»
Como si los testimonios de Juan sobre la subcul-tura hippy no le bastaran, Mrs. Stubard le propuso un día que invitara a dos o tres de sus amigos a tomar el té. Él tenía toda clase de dudas. Temía las consecuencias de aquel intento de mezclar el agua y el aceite, pero, al final, organizó la reunión. Seleccionó a tres entre las más presentables de sus amistades hippies y Íes advirtió que si hacían pasar un mal rato a Mrs. Stubard, o se robaban algo de su casa, él, rompiendo su vocación pacifista, les apretaría el pescuezo. Las dos chicas y el muchacho -Rene, Jody y Aspern- vendían incienso y unos bolsos tejidos según supuestos modelos afganos en las calles de Earl's Court. Se comportaron más o menos bien y dieron buena cuenta de la torta de fresas inflada de crema y de los pastelillos que les preparó Mrs. Stubard, pero, cuando encendieron un palito de incienso explicando a la dueña de casa que así se purificaría espiritualmente el ambiente y el karma de cada uno de los presentes se manifestaría mejor, resultó que Mrs. Stubard tenía un organismo alérgico a las nubéculas purificaderas: le vinieron unas ruidosas e imparables rachas de estornudos que le enrojecieron los ojos y la nariz y dispararon los ladridos de Esther. Superado este incidente, la velada procedió más o menos bien hasta que Rene, Jody y Aspern explicaron a Mrs. Stubard que formaban un triángulo amoroso y que hacer el amor a tres era rendir culto a la Santísima Trinidad -Dios Padre, Dios Hijo y Espíritu Santo- y una manera todavía más firme de poner en práctica la divisa «Hagan el amor, no la guerra», que había aprobado en la última demostración de Trafalgar Square contra la guerra de Vietnam nada menos que el filósofo y matemático Bertrand Russell. Para la moral metodista en la que había sido educada, aquello del amor tripartito resultó algo que Mrs. Stubard no había imaginado ni en la pesadilla más escabrosa. «A la pobre se le descolgó la mandíbula y el resto de la tarde estuvo mirando con un estupor catatónico al trío que le llevé. Después, me confesó, con aire melancólico, que, educándola como se educaban las inglesas de su generación, a ella la habían privado de muchas cosas curiosas de la vida. Y me contó que nunca había visto desnudo a su marido, porque, desde el primero hasta el último día, hicieron el amor a oscuras.»
De visitarla una vez por semana, Juan pasó a dos, a tres y, finalmente, a vivir con Mrs. Stubard, quien le arregló el cuartito que había sido el de su finado esposo, pues en los últimos años tuvieron cuartos separados. La convivencia, contrariamente a lo que Juan temía, fue perfecta. La dueña de casa no intentaba entrometerse para nada en la vida de Juan, ni le preguntaba por qué algunas noches se quedaba a dormir afuera o llegaba a acostarse cuando los vecinos de St. John's Wood partían al trabajo. Le dio llave de la casa. «Lo único que le preocupaba es que me diera un baño un par de veces por semana», se reía Juan. «Porque, aunque no te lo creas, casi tres años de hippy callejero me quitaron la costumbre de la ducha. En casa de Mrs. Stubard, poco a poco, fui redescubriendo la perversión miraflorina de la ducha diaria.»
Además de ayudarla en el jardín, en la cocina, a pasear a Esther y sacar a la calle el tarro de la basura, Juan tenía con Mrs. Stubard largas pláticas familiares, cada uno con una taza de té en las manos y una fuente de galletitas de jengibre frente a ellos. Él le contaba cosas del Perú y ella de una Inglaterra que, desde la perspectiva del swinging London, parecía prehistórica: niños y niñas que hasta los dieciséis años permanecían en severos internados y donde, salvo en los barrios mal afamados de Soho, St. Paneras y el East End, la vida cesaba a las nueve de la noche. La única diversión que se permitían Mrs. Stubard y su esposo era ir de vez en cuando a algún concierto o a alguna ópera en el Covent Carden. En las vacaciones de verano pasaban una semana en Bristol, en casa de unos cuñados, y otra en los lagos de Escocia, que a su esposo le encantaban. Mrs. Stubard nunca había salido de Gran Bretaña. Pero se interesaba por las cosas del mundo: leía The Times con atención, empezando por las necrológicas, y escuchaba en la radio las noticias de la BBC a la una y a las ocho de la noche. Nunca se le había pasado por la cabeza comprar un aparato de televisión e iba al cine rara vez. Pero tenía un tocadiscos, donde oía sinfonías de Mozart, de Beethoven y de Benjamín Britten.
Un buen día vino a tomar el té con ella su sobrino Charles, el único pariente cercano que le quedaba. Era preparador de caballos en Newmarket, todo un personaje según su tía. Y debía de serlo, a juzgar por el Jaguar rojo que estacionó en la puerta de la casa. Joven y jovial, de rubios pelos crespos y cachetes encarnados, se sorprendió de que en la casa no hubiera una sola botella de good Scotch y que tuviera que contentarse con una copa de un vinito dulce de moscatel que, después del té y los consabidos pastelitos de pepino y la torta de queso y limón, sacó Mrs. Stubard para agasajarlo. Se mostró muy cordial con Juan, aunque tuvo dificultad para situar en el mundo el exótico país del que procedía el hippy de la casa -confundía al Perú con México-, algo que él mismo se censuró con espíritu deportivo: «Me compraré un mapamundi y un manual de geografía para no volver a meter la pata como hoy». Se quedó hasta el anochecer, contando anécdotas de los pura sangre que preparaba en Newmarket para las carreras. Y les confesó que había resultado preparador porque no pudo ser jockey, debido a su contextura robusta. «Ser jockey es terriblemente sacrificado, pero, también, la profesión más hermosa del mundo. ¡Ganar el Derby, triunfar en Ascot, imagínense! Mejor que sacarse el primer premio de la lotería.»
Antes de irse estuvo contemplando, complacido, el carboncillo que Juan Barreto le había hecho a Esther. «Ésta es una obra de arte», dictaminó. «Yo, en mis adentros, me reía de él tomándolo por un palurdo», se recriminaba Juan Barreto.
Algún tiempito después mi amigo recibió unas líneas que, luego del encuentro callejero con Mrs. Stubard y Esther, cambiaron definitivamente el rumbo de su vida. ¿Se animaría el «artista» a pintar un retrato de Primrose, la yegua estrella del establo de Mr. Patrick Chick, a la que él preparaba, y cuyo dueño, feliz con las satisfacciones que le daba en los hipódromos, quería eternizarla en un óleo? Le ofrecía 200 libras si el retrato le gustaba; si no, Juan podría quedarse con la tela y recibiría 50 pounds por el esfuerzo. «Todavía me zumban las orejas del vértigo que tuve leyendo aquella carta de Charles.» Juan revolvía los ojos con excitación retrospectiva.
Gracias a Primrose, a Charles y a Mr. Chick, Juan Barreto dejó de ser un hippy insolvente y pasó a ser un hippy de salón, al que su talento para inmortalizar en las telas a potrancas, yeguas, reproductores y corredores («bichos de los que yo era completamente ignorante») fue abriendo poco a poco las puertas de las casas de los dueños y criadores de caballos de Newmarket. A Mr. Chick el óleo de Primrose le gustó y le alcanzó al maravillado Juan Barreto las 200 libras prometidas. Lo primero que hizo Juan fue comprarle a Mrs. Stubard un sombrerito con flores y un paraguas que hacía juego con él.
Habían pasado cuatro años desde entonces. Juan no se acababa de creer del todo la fantástica mutación de su fortuna. Había pintado por lo menos un centenar de óleos de caballos e innumerables dibujos, apuntes, bocetos a lápiz y a carboncillo y tenía tanto trabajo que los dueños de establos de Newmarket debían esperar semanas para que atendiera sus pedidos. Se había comprado una casita en el campo a medio camino entre Cambridge y Newmarket y un pied-à-terre en Earl's Court, para sus temporadas en Londres. Todas las veces que venía a la ciudad iba a visitar a su hada madrina y a sacar de paseo a Esther. Cuando.la perrita murió él y Mrs. Stubard la enterraron en el jardín de la casa.
Vi a Juan Barreto varias veces en el curso de aquel año, en todas mis idas a Londres, y lo tuve alojado unos días en mi piso de París durante unas vacaciones que se tomó para ver en el Grand Palais una exposición dedicada a «El Siglo de Rembrandt». La moda hippy había entrado en Francia apenas y las gentes se volvían en la calle a mirar a Juan por su indumentaria. Era una excelente persona. Cada vez que yo iba a Londres a trabajar le avisaba con antelación y él se las arreglaba para dejar Newmarket y darme por lo menos una noche de música pop y disipación londinense. Gracias a él hice cosas que nunca había hecho, pasar noches blancas en discotecas o en fiestas hippies en las que el olor de la hierba impregnaba el aire y se servían unos pasteles preparados con hachís que disparaban al novato que era yo en unos gelatinosos viajes suprasensibles, a veces divertidos y a veces pesadillescos.
Lo que resultó para mí más sorprendente -y agradable, por qué no- fue lo fácil que resultaba en esas fiestas acariciar y hacer el amor a cualquier chica. Sólo entonces descubrí hasta qué punto se habían ensanchado los marcos morales en los que yo había sido educado por mi tía Alberta y que, en cierta forma, seguían regulando más o menos mi vida en París. Las francesas tenían, en el imaginario universal, la fama de ser libres, desprejuiciadas y de no oponer demasiados remilgos a la hora de irse a la cama con un varón, pero, en verdad, quienes llevaron esa libertad a un extremo sin precedentes fueron las chicas y los chicos de la revolución hippy londinense, que, por lo menos en el círculo de conocidos de Juan Barreto, se iban a la cama con el desconocido o la desconocida con quien acababan de bailar y volvían al poco rato como si nada a seguir la fiesta y repetir el plato.
– La vida que has llevado en París es la de un funcionario de la Unesco, Ricardo -se burlaba Juan-, la de un miraflorino puritano. Te aseguro que en muchos ambientes de París hay la misma libertad que aquí.
Seguramente era verdad. Mi vida parisina -mi vida, en general- había sido bastante sobria, incluso en los períodos sin contrato de trabajo, en los que, casi siempre, en lugar de echar una cana al aire, me dedicaba a perfeccionar el ruso con un profesor particular, porque, aunque podía interpretarlo, no me sentía tan seguro con la lengua de Tolstoi y Dostoievski como con el inglés y el francés. Le había tomado el gusto y leía en ruso más que en ningún otro idioma. Aquellos esporádicos fines de semana en Inglaterra, participando en las noches de música pop, hierba y sexo del swinging London, marcaron una inflexión en lo que había sido antes (y seguiría siendo después) una vida muy austera. Pero en aquellos fines de semana londinenses, que me regalaba a mí mismo luego de terminar un contrato de trabajo, gracias al retratista de caballos terminé haciendo cosas en las que no me reconocía: bailar como un desmelenado y sin zapatos, fumar hierba o mascar pepitas de peyote y, casi siempre, como remate de esas noches agitadas, hacer el amor, a menudo en los lugares más inaparentes, bajo las mesas, en cuartos de baño minúsculos, en clósets, en jardines, con alguna chica, a veces muy joven, con la que apenas cambiábamos palabra y de cuyo nombre no volvería a acordarme después de aquella vez.
Juan insistió mucho, desde nuestro primer encuentro, en que cada vez que fuera a Londres me quedara en su pied-à-terre de Earl's Court. Él lo ocupaba apenas porque la mayor parte del tiempo la pasaba en Newmarket transfiriendo equinos de la realidad a las telas. Yo le haría un favor desapolillando el pisito de cuando en cuando. Si coincidíamos en Londres, tampoco habría problema porque él podía dormir donde Mrs. Stubard -seguía conservando su cuarto- y, en último caso, en su pied-à-terre se podía instalar una cama plegable en el único dormitorio. Insistió tanto que, al final, acepté. Como no permitió que le pagara ni un centavo por el alquiler, yo trataba de compensarlo trayéndole cada vez, de París, alguna buena botella de Bordeaux, unos quesos Camembert o Brie y unas latitas de páté de foie que le hacían brillar los ojos. Juan era ahora un hippy que no hacía dietas ni creía en el vegetarianismo.
Me gustó mucho Earl's Court, me enamoré de su fauna. El barrio respiraba juventud, música, unas vidas sin orejeras ni cálculos, grandes dosis de ingenuidad, la voluntad de vivir al día, fuera de la moral y los valores convencionales, buscando un placer que rehuía los viejos mitos burgueses de la felicidad -el dinero, el poder, la familia, la posición, el éxito social- y lo encontraba en formas simples y pasivas de existencia: la música, los paraísos artificiales, la promiscuidad y un absoluto desinterés por el resto de los problemas que sacudían a la sociedad. Con su hedonismo tranquilo, pacífico, los hippies no hacían daño a nadie; tampoco ejercían el apostolado, no querían convencer ni reclutar a esas gentes con las que habían roto para llevar su vida alternativa: querían que los dejaran en paz, absortos en su egoísmo frugal y su sueño psicodélico.
Yo sabía que nunca sería uno de ellos, porque, pese a creerme una persona bastante libre de prejuicios, jamás me sentiría natural dejándome crecer los pelos hasta los hombros o vistiéndome con capas, collares y blusas tornasoladas, ni practicando entreveros sexuales colectivos. Pero sentía una gran simpatía y hasta una envidia melancólica por esos muchachos y muchachas, entregados sin la menor aprensión al confuso idealismo que guiaba sus conductas y sin imaginar los riesgos que por todo ello estaban obligados a correr.
Todavía en esos años, aunque no por mucho tiempo más, los empleados de los bancos, aseguradoras y compañías financieras de la City vestían el atuendo tradicional de pantalón a rayas, chaqueta negra, sombrerito bombín y el infaltable paraguas negro bajo el brazo. Pero, en las callecitas de casas de dos o tres pisos, con jardincillos a la entrada y en la parte trasera, de Earl's Court, se veía a las gentes vestidas como si fueran a un baile de disfraces, incluso en harapos, a menudo descalzas, pero siempre con un sentido estético aguzado, buscando lo llamativo, lo exótico, lo distinto, y con detalles de picardía y humor. A mí me maravillaba mi vecina, Marina, una colombiana que había venido a Londres a estudiar danza. Tenía un hámster que constantemente se le escapaba al pied-à-terre de Juan y a mí me daba tremendos sustos pues solía treparse a la cama y acurrucarse entre las sábanas. Marina, aunque vivía con grandes apuros de dinero y debía de tener muy poca ropa, rara vez se vestía dos veces de la misma manera: aparecía un
día con unos grandes overoles de payaso y un tongo en la cabeza y al día siguiente con una minifalda que prácticamente no dejaba ningún secreto de su cuerpo librado a la fantasía de los paseantes. Un día me la encontré en la estación de Earl's Court montada en unos zancos y con la cara desfigurada por la Unionjack, la bandera británica, pintada de oreja a oreja.
Muchos hippies, acaso la mayoría, procedían de la clase media o alta, y su rebelión era familiar, dirigida contra la regulada vida de sus padres, contra lo que consideraban la hipocresía de sus costumbres puritanas y las fachadas sociales tras las que escondían su egoísmo, su espíritu insular y su falta de imaginación. Eran simpáticos su pacifismo, su naturismo, su vegetarianismo, su afanosa búsqueda de una vida espiritual que diera trascendencia a su rechazo de un mundo materialista y roído por prejuicios clasistas, sociales y sexuales con el que no querían saber nada. Pero todo ello era anárquico, espontáneo, sin centro ni dirección, ni siquiera ideas, porque los hippies -por lo menos los que conocí y observé de cerca-, aunque decían identificarse con la poesía de los beatniks-Alien Ginsberg hizo un recital de sus poemas en Trafalgar Square en el que cantó y bailó danzas hindúes y al que asistieron miles de jóvenes-, lo cierto es que leían muy poco o no leían nada. Su filosofía no estaba basada en el pensamiento y la razón sino en los sentimientos: en el feeling.
Una mañana en que me hallaba en el pied-à-terre de Juan dedicado a la prosaica tarea de planchar unas camisas y calzoncillos que acababa de lavar en la Laundromat de Earl's Court, me tocaron la puerta. Abrí y me encontré con media docena de muchachos rapados al coco, que llevaban botas comando, pantalones cortos y casacas de cuero de corte militar, algunos de ellos con cruces y medallas guerreras en el pecho. Me preguntaron por el pub Swag and Tails, que estaba a la vuelta de la esquina. Fueron los primeros skin heads (cabezas rapadas) que vi. Desde entonces, esas pandillas aparecían de cuando en cuando por el barrio, a veces armados de garrotes, y los benignos hippies que habían extendido en las veredas sus mantas para vender sus chucherías artesanales tenían que salir volando, algunos con sus criaturas en los brazos, porque los skin heads les profesaban un odio cerril. No era sólo un odio a su modo de vida sino también clasista, porque esos matones, jugando a los SS, procedían de sectores obreros y marginales y encarnaban su propio tipo de rebelión. Se convirtieron en las fuerzas de choque de un partido minúsculo, el National Front, racista, que pedía la expulsión de los negros de Inglaterra. Su ídolo era Enoch Powell, un parlamentario conservador que, en un discurso que causó revuelo, había profetizado de manera apocalíptica que «correrían ríos de sangre en Gran Bretaña» si no se atajaba la inmigración. La aparición de los cabezas rapadas creó cierta tensión y hubo algunos hechos de violencia en el barrio, pero aislados. En lo que a mí concierne, todas esas cortas estancias en Earl's Court fueron muy gratas. Hasta el tío Ataúlfo lo advirtió. Nos escribíamos con cierta frecuencia; yo le contaba mis descubrimientos londinenses y él me daba sus quejas sobre los desastres económicos que la dictadura del general Velasco Alvarado comenzaba a causar en el Perú. En una de sus cartas, me dijo: «Veo que lo pasas muy bien en Londres, que esa ciudad te hace feliz».
El barrio se había llenado de pequeños cafés y restaurantes vegetarianos, y casas donde se ofrecían todas las variedades de té de la India, atendidas por chicas y chicos hippies que preparaban ellos mismos esas perfumadas infusiones a la vista del cliente. El desprecio de los hippies al mundo industrial los había incitado a resucitar la artesanía en todas sus formas y a mitificar el trabajo manual: tejían bolsas, confeccionaban sandalias, aros, collares, túnicas, turbantes, colguijos. A mí me encantaba ir a sentarme a leer allí, como lo hacía en los bistrots de París -pero qué distinto era el ambiente de cada sitio-, sobre todo a un garaje con cuatro mesitas, donde atendía Annette, una chica francesa de largos cabellos sujetados en trenza y unos pies muy bonitos, con la que solíamos tener largas conversaciones sobre las diferencias entre el yoga asanas y el yoga pranayama, de los que ella parecía saber todo y yo nada.
El pied-à-terre de Juan era minúsculo, alegre y acogedor. Estaba en el primer piso de una casa de dos plantas, dividida y subdividida en pequeños apartamentos, y constaba de un solo dormitorio, con un bañito y una cocinilla empotrada. La habitación era amplia, con dos ventanales que le aseguraban una buena ventilación y una excelente vista sobre Philbeach Gardens, callecita en forma de medialuna, y sobre el jardín interior, al que la falta de cuidado había convertido en un hirsuto bosquecillo. En una época, en ese jardín hubo una carpa sioux en la que vivía una pareja de hippies con dos niñitos que gateaban. Ella venía al pied-à-terre a calentar los biberones de sus hijos y me enseñaba una manera de respirar reteniendo el aire y paseándolo por todo el cuerpo que, me decía muy seria, evaporaba todas las tendencias belicosas del instinto humano.
Además de la cama, el cuarto tenía una gran mesa llena de objetos raros comprados por Juan Barreto en Portobello Road y, en las paredes, multitud de grabados, algunas imágenes del Perú -el inevitable Machu Picchu en lugar preferente- y fotos de Juan con gentes diversas y en lugares distintos. Y un alto de cajas donde guardaba libros y revistas. Había también algunos libros en una repisa, pero lo que abundaba en el lugar eran los discos: tenía una excelente colección de rock-and-roll y de música pop, inglesa y norteamericana, en torno a un aparato de radio y tocadiscos de primera calidad.
Un día en que por tercera o cuarta vez examinaba las fotografías de Juan -la más divertida era una tomada en el paraíso equino de Newmarket, en la que mi amigo aparecía montado en un pura sangre de soberbia estampa coronado con una herradura de flores de acanto cuyas riendas sujetaban un jockey y un señor rozagante, sin duda el propietario, ambos riéndose del pobre jinete que parecía muy inseguro arriba de ese Pegaso-, una de las fotos me llamó la atención. Tomada en medio de una fiesta, las personas risueñas que miraban a la cámara, tres o cuatro parejas, iban muy bien vestidas y con copas en las manos. ¿Qué? Un mero parecido. Volví a escudriñarla y deseché la idea. Ese día regresaba a París. Los dos meses que estuve sin volver a Londres aquella sospecha me estuvo rondando hasta volverse una idea fija. ¿Podía ser que la ex chilenita, la ex guerrillera, la ex madame Arnoux, estuviera ahora en Newmarket? Me lo pregunté muchas veces, acariciando entre los dedos la escobillita Guerlain que ella dejó en mi departamento el último día que la vi y que yo llevaba siempre conmigo, como un amuleto. Demasiado improbable, demasiada casualidad, demasiado todo. Pero no conseguí arrancarme la sospecha -la ilusión- de la cabeza. Y empecé a contar los días para que un nuevo contrato me devolviera al pied-à-terre de Earl's Court.
– ¿La conoces? -se sorprendió Juan, cuando por fin pude señalarle la foto e interrogarlo-. Es Mrs. Richardson, la mujer de ese tipo tan flamboyant que ves allí, medio zampado. De origen mexicano, creo. Habla un inglés graciosísimo, te morirías de risa si la oyes. ¿Seguro que la conoces?
– No, no es la persona que creía.
Pero estuve totalmente seguro de que sí era. Aquello del «inglés graciosísimo» y su origen «mexicano» me convencieron. Tenía que ser ella. Y aunque, muchas veces, en los cuatro años corridos desde que desapareció de París me había dicho que era mucho mejor que hubiera sido así, porque aquella peruanita aventurera había causado ya bastantes desarreglos en mi vida, cuando tuve la certidumbre de que había reaparecido en una nueva encarnación de su mudable identidad, apenas a cincuenta millas de Londres, sentí un desasosiego, una urgencia irresistibles de ir á Newmarket y volver a verla. Pasé muchas noches -Juan dormía donde Mrs. Stubard- íntegramente despierto, en un estado de ansiedad que me hacía latir el corazón como atacado de taquicardia. ¿Era posible que hubiera llegado allá? ¿Qué aventuras, enredos, temeridades, la habían catapultado a ese enclave de la sociedad más exclusiva del mundo? No me atreví a hacerle más preguntas a Juan Ba-rreto sobre Mrs. Richardson. Temía que si confirmaba la identidad de nuestra compatriota, ésta se viera en un embrollo de los mil diablos. Si se hacía pasar por mexicana en Newmarket, por algo turbio sería. Concebí una estrategia sinuosa. De una manera indirecta, sin volver a mencionar para nada a la dama de la fotografía, trataría de que Juan me llevara a conocer ese edén de la hípica. Aquella larga noche de palpitaciones y desvelo, e, incluso, de una violenta erección, llegué, en un momento, a tener un ataque de celos con mi amigo. Imaginaba que el retratista equino no sólo pintaba óleos en Newmarket, sino que además entretenía en sus ratos de ocio a las aburridas esposas de los dueños de establos y, acaso, entre sus conquistas figuraba Mrs. Richardson.
¿Por qué no tenía Juan una pareja estable, como tantos otros hippies? En las fiestas a las que me llevaba casi siempre terminaba desapareciéndose con una chica, y a veces hasta con dos. Pero, una noche, me sorprendí viéndolo acariciar y besar en la boca con mucho ímpetu a un muchachito pelirrojo, delgado como un canuto, al que estrujaba en sus brazos con furia amorosa.
– Espero que no te haya chocado lo que has visto -me dijo después, algo amoscado.
Le contesté que a mis treinta y cinco años ya nada me chocaba en el mundo y aún menos que otras cosas que los seres humanos hicieran el amor al derecho o al revés.
– Yo lo hago de las dos maneras y así soy feliz, viejo -me confesó, distendiéndose-. Creo que me gustan más las chicas que los chicos, pero en todo caso no me enamoraría de una ni de otro. El secreto de la felicidad, o, por lo menos, de la tranquilidad, es saber separar el sexo del amor. Y, si es posible, eliminar el amor romántico de tu vida, que es el que hace sufrir. Así se vive más tranquilo y se goza más, te aseguro.
Una filosofía que hubiera suscrito con puntos y comas la niña mala, pues la venía practicando sin duda desde siempre. Creo que ésa fue la única vez que hablamos -mejor dicho, habló él- de cosas íntimas. Llevaba una vida totalmente libre y promiscua, pero, al mismo tiempo, había conservado ese prurito tan extendido entre peruanos de evitar las confidencias en materia sexual y tocar siempre el tema de manera velada e indirecta. Nuestras conversaciones versaban principalmente sobre el lejano Perú, del que nos llegaban noticias cada vez más ruinosas sobre las grandes nacionalizaciones de haciendas y empresas de la dictadura militar del general Velasco, que, según las cartas de mi tío Ataúlfo, cada día más desmoralizadas, nos iban a retroceder a la Edad de Piedra. Aquella vez, Juan me confesó también que, aunque en Londres buscaba todas las ocasiones de aplacar sus apetitos («Ya lo he visto», le bromeé), en Newmarket se comportaba como un casto varón, pese a que no le faltaban posibilidades de diversión. Pero no quería, por algún enredo de cama, comprometer el ganapán que le había dado una seguridad y unos ingresos que no pensó alcanzar jamás. «Yo también tengo treinta y cinco años, y, ya lo habrás visto, esa edad, aquí en Earl's Court, es la ancianidad.» Era cierto: la juventud física y mental de los pobladores de ese barrio londinense a ratos me hacían sentirme prehistórico.
Me costó buen tiempo y una delicada maraña de insinuaciones y preguntas de apariencia anodina, ir empujando a Juan Barrete a que me llevara a conocer Newmarket, el célebre lugar de Suffolk que desde mediados del siglo XVIII encarnaba la pasión albiónica por los pura sangre. Le hacía muchas preguntas. Cómo eran las gentes de allí, las casas donde vivían, los rituales y tradiciones de que se rodeaban, las relaciones entre propietarios, jockeys y preparadores. Y en qué consistían las subastas en el Tattersalls en que se pagaban esas sumas extraordinarias por los caballos estrellas y cómo era posible que se subastara un caballo por partes, como si fuera desarmable. A todo lo que él me contaba, yo poco menos que aplaudía -«qué interesante, hombre»-, poniendo una cara entusiasmada: «Qué suerte que hayas podido conocer por adentro un mundo así, hermano».
Al fin, dio resultado. Había una subasta de caballos de cierre de temporada y, luego, un criador italiano casado con una inglesa, el signar Ariosti, daba una cena en su casa a la que invitó a Juan. Mi amigo le preguntó si podía llevar a un compatriota y aquél dijo que encantado. Los diecisiete días que debí esperar para que llegara aquella fecha los recuerdo como unas nebulosas con súbitos ataques de sudor frío y exaltaciones de adolescente, imaginando que iba a ver a la peruanita, y unas noches insomnes en las que no hacía otra cosa que recriminarme: era un imbécil reincidente por seguir enamorado de una loca, de una aventurera, de una mujercita sin escrúpulos con la que ningún hombre, y yo menos que cualquier otro, podría mantener una relación estable, sin terminar pisoteado. Pero, en los intervalos de esos soliloquios masoquistas, sobrevenían otros, de alegría e ilusión: ¿habría cambiado mucho? ¿Conservaría esa manerita atrevida que tanto me atraía, o vivir en el mundo estratificado de los caballistas ingleses la habría domesticado y anulado? El día que tomamos el treft a Newmarket -había que cambiar de línea en la estación de Cambridge- me asaltó la idea de que todo aquello era una elucubración fantasiosa y que la tal Mrs. Richardson era efectivamente nada más y nada menos que una pinche señora de origen mexicano. «Y qué tal si has estado todo este tiempo corriéndote una paja, Ricardito.»
La casa de Juan Barreto en el campo, a un par de millas de Newmarket, de madera, de un solo piso, rodeada de sauces y hortensias, más parecía taller de artista que vivienda. Atestada de botes de pintura, caballetes, telas montadas sobre bastidores, cuadernos de bocetos y libros de arte, también había muchos discos regados por el suelo, alrededor de un estupendo aparato para oírlos. Juan tenía un Mini Minor, que nunca llevaba a Londres, y aquella tarde me dio una vuelta en su pequeño vehículo por todo Newmarket, misteriosa ciudad dispersa, que prácticamente carecía de centro. Me llevó a conocer el encopetado Jockey Club y el Museo de Horse Racing. La verdadera ciudad no era el puñado de casas alrededor de Newmarket High Street donde había una iglesia, algunos comercios y una que otra lavandería con monedas y un par de restaurantes, sino las bellas viviendas diseminadas por la chata campiña, en torno de las cuales se divisaban los establos, las caballerizas y sus pistas de entrenamiento, que Juan me iba señalando, nombrándome a sus dueños y dueñas y contándome anécdotas sobre ellos. Yo apenas lo oía. Toda mi atención estaba concentrada en las gentes que cruzábamos con la esperanza de que apareciera de pronto entre ellas la silueta femenina que buscaba.
No apareció, ni en ese paseo, ni en el pequeño restaurante indio donde Juan me llevó esa noche a comer un curry tandoori, ni tampoco al día siguiente, en la larga, interminable subasta de yeguas y potrancas y caballos de carrera y sementales en el Tattersalls, que se celebró bajo una gran carpa de lona. Yo me aburrí soberanamente. Me sorprendió el número de árabes que había allí, algunos en chilabas, pujando en cada remate y pagando a veces sumas astronómicas, que yo nunca sospeché pudieran pagarse por un cuadrúpedo. Ninguna de las muchas personas que Juan me presentó durante la subasta, y en los descansos en que los asistentes tomaban champagne y comían zanahorias, pepinos y arenques en vasos y platos de cartón, pronunció el nombre que esperaba: Mr. David Richardson.
Pero, esa noche, nada más entrar a la suntuosa mansión del signar Ariosti, sentí que de golpe se me secaba la garganta y que me dolían las uñas de manos y pies. Ahí estaba, a menos de diez metros, sentada en el brazo de un sofá, con una larga copa en la mano. Me miraba como si no me hubiera visto nunca en la vida. Antes de que yo pudiera dirigirle la palabra o acercarle la cara para besarle la mejilla, me estiró una mano desganada y me saludó en inglés como al perfecto extranjero: «How do you do?». Y, sin darme tiempo a responderle, me volvió la espalda y se enfrascó de nuevo en la charla con la gente que la rodeaba. Al poco rato la oí contar, con el más absoluto desparpajo y en un inglés aproximado pero muy expresivo, cómo su padre la llevaba a ella de niña en la Ciudad de México, todas las semanas, a un concierto o a una ópera. Así le había inculcado una pasión precoz por la música clásica.
No había cambiado mucho en estos cuatro años. Tenía siempre la fachita esbelta, bien formada, de cintura estrecha, las piernas delgaditas y torneadas y los tobillos tan finos y quebradizos como las muñecas. Parecía más segura de sí misma y más desenvuelta que antes y movía la cabeza al final de cada frase con estudiada displicencia. Se había aclarado algo el pelo y lo llevaba más largo que en París, con unas ondas que no le recordaba; su maquillaje era más sencillo y natural que el recargado que acostumbraba llevar madame Arnoux, Vestía una falda muy corta, según la moda, que mostraba sus rodillas y una blusita escotada que dejaba al aire sus lindos hombros lisos y sedosos y destacaba su cuello, airoso estambre cercado por una cadenita de plata de la que colgaba una piedra preciosa, un zafiro tal vez, que con sus movimientos se balanceaba con picardía sobre la abertura donde asomaban sus senos paraditos. Divisé su anillo de casada en el anular de su mano izquierda, a la manera protestante. ¿Se habría convertido a la religión anglicana, también? Mr. Richardson, a quien Juan me presentó en la sala contigua, era un sesentón exuberante, con una camisa amarilla eléctrica y un pañuelo del mismo color que rebalsaba sobre su elegantísimo traje azul. Ebrio y eufórico, contaba chistes sobre sus andanzas por Japón que divertían mucho al corro de invitados que lo rodeaba, al mismo tiempo que les llenaba las copas con una botella de Dom Perignon que aparecía y reaparecía en sus manos como por arte de magia. Juan me explicó que era un hombre muy rico, que pasaba parte del año haciendo negocios en Asia, pero que el norte de su vida era la pasten aristócrata por excelencia: los caballos.
El centenar de personas que llenaba las estancias y el porche, frente al que se abría un vasto jardín con una piscina de azulejos iluminada, respondía más o menos a lo que Juan Barreto me había anunciado: un mundo muy inglés, al que se habían integrado algunos caballistas forasteros, como el dueño de casa, el signar Ariosti, o mi exótica compatriota disfrazada de mexicana, Mrs. Richardson. Todo el mundo andaba bastante bebido, y todos parecían conocerse mucho y comunicarse en un lenguaje cifrado cuyo tema recurrente era la hípica. En un momento en que conseguí sentarme en el grupo que rodeaba a Mrs. Richardson, entendí que varias de esas personas, entre ellas la niña mala y su marido, habían ido hacía poco a Dubai, invitados en el avión privado de un jeque árabe, a la inauguración de un hipódromo. Los habían tratado a cuerpo de rey. Eso de que los musulmanes no bebían alcohol, decían, sería cierto para los musulmanes pobres, pero los otros, los caballistas de Dubai por ejemplo, bebían y atendían a sus huéspedes con los vinos y el champagne más exquisitos de Francia.
Pese a mis esfuerzos, no conseguí en el curso de la larga noche cambiar palabra con Mrs. Richardson. Cada vez que, guardando ciertas formas, me le acercaba, ella se alejaba, con el pretexto de ir a saludar a alguien, llegarse al buffet o al bar, o poniéndose a secretearse con una amiga. Y tampoco conseguí cruzar con ella una mirada, pues, aunque no me cabía la menor duda de que era perfectamente consciente de que yo estaba siempre persiguiéndola con la vista, no me daba la cara jamás, y, por el contrario, siempre se las arreglaba para ofrecerme la espalda o el perfil. Era verdad lo que me había dicho Juan Barreto: su inglés era primario y a ratos incomprensible, trufado de incorrecciones, pero lo hablaba con tanta frescura y convicción y con una musiquita latinoamericana tan simpática, que resultaba gracioso, además de expresivo. Para llenar los vacíos, acompañaba sus palabras con una gesticulación incesante y unos visajes y expresiones que eran un consumado espectáculo de coquetería.
Charles, el sobrino de Mrs. Stubard, resultó un muchacho encantador. Me contó que, por culpa de Juan, había comenzado a leer libros de viajeros ingleses por el Perú y que estaba planeando ir a pasar unas vacaciones en el Cusco y hacer el trekking hasta Machu Picchu. Quería convencer a Juan para que lo acompañara. Si yo quería sumarme a la aventura, welcome.
A eso de las dos de la mañana, cuando la gente comenzaba a despedirse del signor Ariosti, en un súbito arranque al que debieron incitarme las numerosas copas de champagne que llevaba encima, me aparté de una pareja que me interrogaba sobre mis experiencias como intérprete profesional, y esquivé a mi amigo Juan Barreto, que por cuarta o quinta vez en la noche quería arrastrarme a una salita a admirar el retrato de cuerpo entero que había pintado de Belicoso, una de las estrellas del establo del dueño de casa, y crucé el salón hacia el grupo donde estaba Mrs. Richardson. La cogí del brazo con fuerza, y, sonriéndole, la obligué a apartarse de quienes la rodeaban. Me miró con un desagrado que le torció la boca y le oí proferir las primeras palabrotas desde que la conocí:
– Suéltame, fucking beast-murmuró, entre dientes-. Suéltame, me vas a meter en un lío.
– Si no me llamas por teléfono, le diré a Mr. Richardson que estás casada en Francia y que te persigue la policía de Suiza por vaciar la cuenta secreta de monsieur Arnoux.
Y le puse en la mano un papelito con el teléfono del pied-à-terre de Juan en Earl's Court. Después de un instante de pasmo y mudez -su carita se volvió un rictus- lanzó una carcajada, abriendo mucho los ojos:
– Oh, my God! You are learning, niño bueno -exclamó, reponiéndose de la sorpresa, con un tonito de aprobación profesional.
Dio media vuelta y regresó al grupito del que yo la había arrancado.
Estuve segurísimo de que no me llamaría. Yo era un testigo incómodo de un pasado que ella quería borrar a toda costa; si no, jamás hubiera actuado como lo había hecho toda la noche, esquivándome de esa manera. Sin embargo, me llamó a Earl's Court dos días después, muy temprano. Apenas pudimos hablar porque, como solía hacerlo antaño, se limitó a darme órdenes:
– Te espero mañana, a las tres, en el Russell Hotel. ¿Conoces? En Russell Square, cerca del Museo Británico. Puntualidad inglesa, por favor.
Estuve allí con media hora de anticipación. Me sudaban las manos y respiraba con dificultad. El lugar no podía haber sido mejor elegido. El viejo hotel belle époque, con su fachada y sus largos pasillos estilo pompier oriental, parecía semivacío, y todavía más el bar de techo altísimo y paredes forradas de madera, con mesitas muy separadas y, algunas, escondidas entre tabiques y gruesas alfombras que apagaban las pisadas y la conversación. Detrás del mostrador, un mozo hojeaba el Evening Standard.
Llegó con unos minutos de atraso, vestida con un trajecito sastre de gamuza color malva, unos zapatitos y una cartera de cocodrilo negros, un collar de perlas de una vuelta y, en las manos, un solitario que relampagueaba. Llevaba en el brazo un impermeable gris y un paraguas de la misma tela y color. ¡Cuánto había progresado la camarada Arlette! Sin saludarme, ni sonreír, ni estirarme la mano, se sentó en el asiento frente a mí, cruzó las piernas y comenzó a reñirme:
– La otra noche hiciste una estupidez que no te perdono. No debiste dirigirme la palabra, no debiste cogerme del brazo, no debiste hablarme como si me conocieras. Has podido comprometerme, ¿no te dabas cuenta que tenías que disimular? ¿Dónde tienes la cabeza, Ricardito?
Era ella, tal cual. No nos veíamos hacía cuatro años y no se le ocurría preguntarme cómo estaba, qué había hecho todo este tiempo, echarme siquiera una sonrisa o una palabra simpática por el reencuentro. Iba a lo suyo, sin distraerse en nada más.
– Estás muy linda -le dije, hablando con cierta dificultad, debido a la emoción-. Más todavía que hace cuatro años, cuando te llamabas madame Arnoux. Te perdono tus insultos de la otra noche y tus majaderías de ahora, por lo linda que estás. Y, además, por si quieres saberlo, sí, sigo enamorado de ti. A pesar de todo. Loco por ti. Más que nunca antes. ¿Te acuerdas de la escobillita que me dejaste de recuerdo la última vez que nos vimos? Es ésta. Desde entonces la llevo conmigo a todas partes, en el bolsillo. Me he vuelto un fetichista, por ti. Gracias por estar tan linda, chilenita.
No se reía, pero en sus ojos color miel oscura había brotado la lucecita irónica de épocas pasadas. Cogió la escobillita, la examinó y me la devolvió, murmurando: «No sé de qué me hablas». Dejaba, sin la más mínima incomodidad, que la contemplara, a la vez que me observaba, estudiándome. Mis ojos la recorrían despacio, de abajo arriba, de arriba abajo, deteniéndose en sus rodillas, en su cuello, en sus orejitas semicubiertas por mechones de sus ahora claros cabellos, en sus manos tan cuidadas, de uñas largas pintadas color natural, y en su nariz que parecía haberse afilado. Dejó que le cogiera las manos y se las besara, pero con su proverbial indiferencia, sin hacer el menor gesto de reciprocidad.
– ¿Iba en serio tu amenaza de la otra noche? -me preguntó, al fin.
– Muy en serio -le dije, besándole, dedo por dedo, las junturas, el dorso, la palma de cada mano-. Con los años, me he vuelto como tú. Todo vale para conseguir lo que uno quiere. Son tus palabras, niña mala. Y yo, lo sabes de sobra, lo único que de veras quiero en este mundo eres tú.
Zafó una de sus dos manos de las mías y me la pasó por la cabeza, despeinándome, en esa semicaricia un poco compasiva que ya me había hecho otras veces:
– No, tú no eres capaz de esas cosas -dijo, a media voz, como lamentando esa carencia de mi personalidad-. Pero, sí, debe ser cierto que todavía estás enamorado de mí.
Pidió té con scones para los dos y me explicó que su marido era un hombre muy celoso, y, lo peor, enfermo de celos retrospectivos. Husmeaba en su pasado como un lobo rapaz. Por eso, estaba obligada a ser muy cuidadosa. Si hubiera sospechado la otra noche que nos conocíamos, le habría hecho una escena. ¿No habría yo cometido la imprudencia de decirle a Juan Barreto quién era ella, no?
– No hubiera podido decírselo aunque hubiera querido -la tranquilicé-. Porque, la verdad, todavía no tengo la menor idea de quién eres tú.
Terminó por reírse. Dejó que le cogiera la cabeza con mis dos manos y le juntara los labios. Bajo los míos, que la besaban con avidez, con ternura, con todo el amor que le tenía, los suyos permanecieron inconmovibles.
– Te deseo -le susurré en el oído, mordisqueándole el borde de la oreja-. Estás más bella que nunca, peruanita. Te quiero, te deseo con toda mi alma, con todo mi cuerpo. En estos cuatro años no he hecho otra cosa que soñar contigo, que quererte y desearte. Y también maldecirte. Cada día, cada noche, todos los días.
Luego de un momento, me apartó con sus manos.
– Tú debes ser la última persona en el mundo que todavía dice esas cosas a las mujeres -sonreía, divertida, mirándome como a un bicho raro-. ¡Qué huachaferías me dices, Ricardito!
– Lo peor no es que las diga. Lo peor es que las siento. Sí, son verdad. Tú me conviertes en un personaje de telenovela. Nunca se las he dicho a nadie más que a ti.
– No debe vernos así nadie, jamás -dijo de pronto, cambiando de tono, ahora muy seria-. Lo último que quisiera es una pataleta de celos del pesado de mi marido. Y, ahora, tengo que irme, Ricardito.
– ¿Tendré que esperar otros cuatro años para verte de nuevo?
– El viernes -precisó de inmediato, con una risita picara, pasándome otra vez la mano por el pelo. Y, luego de una pausa efectista-: Aquí mismo. Tomaré un cuarto a tu nombre. No te preocupes, pichiruchi, lo pagaré yo. Tráete algún maletín, para disimular.
Le dije que estaba muy bien, pero que yo mismo me pagaría la habitación. No pensaba cambiar mi honesta profesión de intérprete por la de cafiche.
Echó una carcajada, ahora sí espontánea:
– ¡Claro! -exclamó-. Tú eres un caballerote miraflorino y los caballeros no aceptan dinero de las mujeres.
Por tercera vez volvió a pasarme la mano por el pelo y esta vez yo se la cogí y la besé.
– ¿Creías que iba a ir a acostarme contigo en ese cuchitril que te ha prestado el mariquita de Juan Barreto en Earl's Court? Todavía no te has dado cuenta que ahora yo estoy at the top.
Un minuto después se había ido, luego de indicarme que no saliera del Russell Hotel antes de un cuarto de hora, porque con David Richardson todo era posible, incluso que la hiciera seguir cada vez que venía a Londres por uno de esos detectives especializados en adulterios.
Esperé los quince minutos y, luego, en vez de tomar el metro, di un larguísimo paseo bajo un cielo encapotado y amagos de una lluviecita menuda. Fui hasta Trafalgar Square, crucé St. James Park, Green Park, oliendo la hierba mojada y viendo gotear las ramas de los gruesos robles, bajé casi todo Brompton Road y una hora y media después llegué a la medialuna de Philbeach Gardens, fatigado y feliz. La larga caminata me había serenado y me permitía pensar, sin el tumulto de ideas y sensaciones caóticas en el que había vivido desde mi visita a Newmarket. ¿Cómo era posible que volver a verla después de tanto tiempo te trastornara así, Ricardito? Porque, era cierto todo lo que le había dicho: seguía loco por ella. Me bastó verla para reconocer que, aun a sabiendas de que cualquier relación con la niña mala estaba condenada al fracaso, lo único que realmente deseaba yo en la vida con esa pasión con que otros persiguen la fortuna, la gloria, el éxito, el poder, era tenerla a ella, con todas sus mentiras, sus enredos, su egoísmo y sus desapariciones. Una huachafería, sin duda, pero era verdad que hasta el viernes no haría otra cosa que maldecir la lentitud con que pasaban las horas que faltaban para el nuevo encuentro.
El viernes, cuando llegué al Russell Hotel, con un maletín de mano, el recepcionista, un hindú, me confirmó que la habitación estaba reservada a mi nombre por el día. Ya había sido pagada. Añadió que «mi secretaria» les había advertido que yo vendría de París con cierta frecuencia y que, si era así, el hotel vería la forma de hacerme un precio especial, como a los clientes fijos, «salvo en la estación alta». El cuarto tenía vista sobre Russell Square y, aunque no era pequeño, lo parecía, por lo atestado que estaba de objetos, mesillas, lamparillas, animalitos, grabados, y unas telas con guerreros mogoles de ojos desorbitados, retorcidas barbas y curvas cimitarras que parecían precipitarse sobre el lecho con muy malas intenciones.
La niña mala llegó media hora después que yo, envuelta en un entallado abrigo de cuero, un sombrerito que le hacía juego y unos botines hasta las rodillas. Además del bolso llevaba un cartapacio lleno de cuadernos y libros de unos cursos sobre arte moderno que, me explicó después, seguía tres veces por semana en Christie's. Antes de mirarme, echó una ojeada a la habitación e hizo un pequeño signo de asentimiento, aprobando. Cuando, por fin, se dignó mirarme, ya la tenía yo en mis brazos y había comenzado a desvestirla.
– Ten cuidado -me instruyó-. No me vayas a arrugar la ropa.
La desnudé con todas las precauciones del mundo, estudiando, como objetos preciosos y únicos, las prendas que llevaba encima, besando con unción cada centímetro de piel que aparecía a mi vista, aspirando el aura suave, ligeramente perfumada, que brotaba de su cuerpo. Ahora tenía una pequeña cicatriz casi invisible cerca de la ingle, pues la habían operado del apéndice, y llevaba el pubis más escarmenado que antaño. Sentía deseo, emoción, ternura, mientras besaba sus empeines, sus axilas fragantes, los insinuados huesecillos de la columna en su espalda y sus nalgas paraditas, delicadas al tacto como el terciopelo. Le besé los menudos pechos, largamente, loco de dicha.
– No te habrás olvidado lo que me gusta, niño bueno -me susurró al oído, por fin.
Y, sin esperar mi respuesta, se puso de espaldas, abriendo las piernas para hacer sitio a mi cabeza, a la vez que se cubría los ojos con el brazo derecho. Sentí que comenzaba a apartarse más y mejor de mí, del Russell Hotel, de Londres, a concentrarse totalmente, con esa intensidad que yo no había visto nunca en ninguna mujer, en ese placer suyo, solitario, personal, egoísta, que mis labios habían aprendido a darle. Lamiendo, sorbiendo, besando, mordisqueando su sexo pequeñito, la sentí humedecerse y vibrar. Se demoró mucho en terminar. Pero qué delicioso y exaltante era sentirla ronroneando, meciéndose, sumida en el vértigo del deseo, hasta que, por fin, un largo gemido estremeció su cuerpecito de pies a cabeza. «Ven, ven», susurró, ahogada. Entré en ella con facilidad y la apreté con tanta fuerza que salió de la inercia en que la había dejado el orgasmo. Se quejó, retorciéndose, tratando de zafarse de mi cuerpo, quejándose: «Me aplastas».
Con mi boca pegada a la suya, le rogué:
– Por una vez en tu vida, dime que me quieres, niña mala. Aunque no sea cierto, dímelo. Quiero saber cómo suena, siquiera una vez.
Después, cuando habíamos terminado de hacer el amor, y conversábamos, desnudos sobre la colcha amarilla, amenazados por los fieros guerreros mogoles y yo le acariciaba los pechos, la cintura, besaba la casi invisible cicatriz y jugaba con su liso vientre, pegando el oído a su ombligo y escuchando los rumores profundos de su cuerpo, le pregunté por qué no me había dado gusto, diciéndome esa pequeña mentira al oído. ¿No la había dicho tantas veces, a tantos?
– Por eso -me respondió en el acto, sin piedad-. Yo nunca he dicho «te quiero», «te amo», sintiéndolo de verdad. A nadie. Sólo he dicho esas cosas de a mentiras. Porque yo nunca he querido a nadie, Ricardito. Les he mentido a todos, siempre. Creo que el único hombre al que nunca le he mentido en la cama has sido tú.
– Vaya, viniendo de ti, eso es toda una declaración de amor. ¿Había conseguido por fin eso que había buscado tanto, ahora que estaba casada con un hombre rico y poderoso?
Una sombra veló sus ojos y su voz se empañó:
– Sí y no. Porque, aunque ahora tengo seguridad y puedo comprarme lo que quiero, estoy obligada a vivir en Newmarket y a pasarme la vida hablando de caballos.
Lo dijo con una amargura que parecía salirle del fondo del alma. Y, entonces, de pronto, se sinceró conmigo de una manera inesperada, como si no pudiera ya guardar adentro todo aquello. Odiaba los caballos con todas sus fuerzas y también a todas sus amistades y relaciones de Newmarket, propietarios, preparadores, jockeys, empleados, palafreneros, perros y gatos y todas las personas que directa o indirectamente tenían que ver con los equinos, malditos engendros que, además, eran el único tema de conversación y preocupación de esa horrible gente que la rodeaba. No sólo en los hipódromos, en las pistas de entrenamiento, en los establos, también en las cenas, las recepciones, los matrimonios, los cumpleaños y en los encuentros casuales las gentes de Newmarket hablaban de las enfermedades, accidentes, aprontes, proezas o desgracias de los horribles cuadrúpedos. A ella esta vida había conseguido amargarle los días, y hasta las noches, porque, últimamente, tenía pesadillas con los caballos de Newmarket. Y, aunque no me lo dijo, era fácil adivinar que de su odio inconmensurable hacia los caballos y Newmarket tampoco se libraba su marido. Mr. David Richardson, compadecido de las angustias y depresiones de su mujer, le había dado permiso desde hacía algunos meses para que viniera a Londres -ciudad a la que la fauna de Newmarket detestaba y en la que rara vez ponía los pies- a seguir cursillos de historia del arte en Christie's y Sotheby's, a tomar clases de arreglos florales en Out of the Bloom, en Camden, y hasta sesiones de yoga y de meditación trascendental en un ashram de Chelsea que la distrajeran un poco de los estragos psicológicos que le causaba la hípica.
– Vaya, vaya, niña mala -me burlé yo, encantado de oír lo que me contaba-. ¿Descubriste que no siempre el dinero es la felicidad? ¿Tengo esperanzas, pues, de que un día de éstos despidas a Mr. Richardson y te cases conmigo? París es más divertido que el infierno caballuno de Suffblk, como sabes.
Pero ella no tenía ganas de bromear. Su disgusto por Newmarket era todavía más grave de lo que me pareció aquella vez, un verdadero trauma. Creo que ni una sola tarde, de las muchas en que nos vimos e hicimos el amor en el curso de los dos años siguientes en las distintas habitaciones del Russell Hotel -llegué a tener la impresión de que las conocía todas de memoria-, dejó la niña mala de desfogarse conmigo, vociferando contra los caballos y la gente de Newmarket, cuya vida le parecía monótona, estúpida, la más tonta del mundo. ¿Por qué, si era tan infeliz con la existencia que llevaba, no le ponía término? ¿Qué esperaba para separarse de David Richardson, un hombre con el que evidentemente no se había casado por amor?
– No me atrevo a pedirle el divorcio -me reconoció, una de esas tardes-. No sé qué me pasaría.
– No te pasaría nada. ¿Estás casada con todas las de la ley, no? Aquí las parejas se descasan sin ningún problema.
– No lo sé -me dijo ella, yendo en las confidencias un poco más lejos que de costumbre-. Nos casamos en Gibraltar y no estoy segura de que mi matrimonio tenga la misma validez aquí. Tampoco sé cómo averiguarlo sin que David se entere. Tú no conoces a los ricos, niño bueno. Y menos a David. Para casarse conmigo, tramó con sus abogados un divorcio en el que dejó a su primera mujer poco menos que en la calle. No quiero que me pase lo mismo. Él tiene los mejores abogados, las mejores relaciones. Y yo, en Inglaterra, soy menos que nadie, una pobre shit.
Nunca pude averiguar cómo lo había conocido, cuándo y de qué manera surgió ese romance con David Richardson que la catapultó de París a Newmarket. Era evidente que había hecho un mal cálculo creyendo que, con semejante conquista, conquistaría también esa libertad ilimitada que ella asociaba con la fortuna. No sólo no era feliz; a simple vista, más lo había sido como esposa del funcionario francés al que abandonó. Cuando, otra de esas tardes, ella misma me habló de Robert Arnoux y me exigió que le relatara con pelos y señales la conversación que tuvimos la noche que me invitó a cenar a Chez Eux, lo hice, sin omitirle nada, contándole incluso cómo a su ex marido se le llenaron los ojos de lágrimas al referirme que ella se había fugado con todos los ahorros de la cuenta conjunta que tenían en un banco suizo.
– Como buen francés, lo único que le dolía era la plata -me comentó, sin impresionarse lo más mínimo-. ¡Sus ahorros! Cuatro reales ridículos que no me alcanzaron ni para un año de vida. Me usó para sacar plata de Francia a escondidas. No sólo la suya, también la de sus amigos. Habrían podido meterme presa, si me pescaban. Además, era un tacaño, lo peor que puede ser alguien en la vida.
– Ya que eres tan fría y tan perversa, por qué no matas a David Richardson, niña mala. Te evitarás los; riesgos del divorcio y heredarás su fortuna.
– Porque no sabría cómo hacerlo sin que me metan presa -me contestó, sin sonreír-. ¿Te animarías tú? Te ofrezco el diez por ciento de su herencia. Es mucha, mucha plata.
Jugábamos, pero yo no podía evitar, cuando le oía decirme esas barbaridades con tanta soltura, un escalofrío. Ya no era aquella muchachita vulnerable que, pasando mil pellejerías, había salido adelante gracias a una audacia y una determinación poco comunes; ahora era una mujer hecha y derecha, convencida de que la vida era una jungla donde sólo triunfaban los peores, dispuesta a todo para no ser vencida y seguir escalando posiciones. ¿Incluso a despachar al otro mundo a su marido para heredarlo, si podía hacerlo con absoluta garantía de impunidad? «Por supuesto», me decía, con esa miradita burlona y feroz. «¿Te doy miedo, niño bueno?»
Sólo cuando David Richardson la llevaba con él en sus viajes de negocios por Asia, se divertía. Por lo que me contó, algo bastante vago, su marido era broker, intermediario de diversas commodities, que Indonesia, Corea, Taiwán, Tailandia y Japón exportaban a Europa y por eso hacía viajes frecuentes allá a entrevistarse con los proveedores. No siempre lo acompañaba; cuando lo hacía, sentía una gran liberación. Seúl, Bangkok, Tokio, eran las compensaciones que le permitían soportar Newmarket. Mientras él celebraba sus cenas y reuniones de negocios, ella hacía turismo, visitaba templos y museos y se compraba ropa o adornos para su casa. Por ejemplo, tenía una maravillosa colección de kimonos japoneses y gran variedad de muñecos articulados del teatro balines. ¿Me permitiría, alguna vez, cuando su marido estuviera de viaje, ir a Newmarket y echar un vistazo a su casa? No, nunca. Yo no debía asomar por allá jamás, aunque Juan Barreto volviera a invitarme. Salvo, claro, que me decidiera a tomar en serio su propuesta homicida.
Esos dos años, en los cuales pasé largas temporadas en el swinging London, pernoctando en el pied-à-terre de Juan Barreto en Earl's Court, y viendo a la niña mala una o dos veces por semana, fueron los más felices de mi vida hasta entonces. Gané menos dinero como intérprete, porque, por Londres, deseché muchos contratos en París y otras ciudades europeas, incluida Moscú, donde las conferencias y congresos internacionales se hicieron más frecuentes hacia fines de los años sesenta y comienzos de los setenta, y, en cambio, acepté trabajos bastante mal pagados cuyo único atractivo era que me llevaban a Inglaterra. Pero por nada del mundo hubiera cambiado la felicidad de llegar al Russell Hotel, donde a todos los camareros y camareras llegué a conocerlos por sus nombres, y esperar, en estado de trance, la llegada de Mrs. Richardson. Cada vez me sorprendía con un vestido, una ropa interior, un perfume o unos zapatitos nuevos. Una de aquellas tardes, como yo le había pedido, se trajo en una bolsa varios kimonos de su colección y me hizo una exhibición, andando y moviéndose por el cuarto, con los piececitos muy juntos y la sonrisa estereotipada de una geisha. Siempre noté, en su cuerpo menudo y en el viso ligeramente verdoso de su piel, una huella oriental, herencia de algún ancestro del que ella no tenía noticia, y que aquella tarde se me hizo más evidente que nunca.
Hacíamos el amor, conversábamos desnudos, mientras yo jugaba con sus cabellos y su cuerpo, y, algunas veces, si lo permitía el tiempo, antes de que regresara a Newmarket dábamos un paseo por un parque. Si llovía, nos metíamos a algún cine, y veíamos la película de la mano. Otrjas veces íbamos a tomar té con los scones que a ella le gustaban, a Fortnum and Masón, y, una vez, a los célebres y opulentos tes del Hotel Ritz, pero no. volvimos porque al salir ella divisó en una mesa a una pareja de Newmarket. La vi ponerse pálida. En esos dos años yo me convencí de que, en mi caso al menos, era falso que el amor se empobreciera o desapareciera con el uso. El mío crecía cada día. Yo estudiaba minuciosamente las galerías, los museos, los cinemas de arte, las exposiciones, los itinerarios recomendados -los pubs más antiguos de la ciudad, las ferias de anticuarios, los escenarios de las novelas de Dickens-, para proponerle paseos que pudieran divertirla, y, cada vez, también, la sorprendía con algún regalito de París, que, si no por su precio, podía impresionarla por su originalidad. A veces, contenta con el regalo, me decía «te mereces un besito» y, por un segundo, me juntaba los labios. Apoyados en los míos, quietos, se dejaban besar por mí, sin responder.
¿Llegó a quererme un poco en aquellos dos años? Nunca me lo dijo, desde luego, eso habría sido una demostración de debilidad que no se hubiera, ni me hubiera, perdonado. Pero creo que llegó a acostumbrarse a mi devoción, a sentirse halagada por el amor que yo vertía sobre ella a manos llenas más de lo que se atrevía a confesarse a sí misma. Le gustaba que la hiciera gozar con mi boca, y que luego, apenas había alcanzado el orgasmo, la penetrara y «la irrigara». Y, también, que le dijera de todas las formas posibles y de mil maneras que la amaba. «¿Qué cursilerías me vas a decir hoy día?» era a veces su saludo.
– Que lo más excitante que hay en ti, después de este clítoris enanito, es tu manzana de Adán. Cuando sube, pero, principalmente, cuando baja bailando por tu garganta.
Si conseguía hacerla reír, me sentía colmado, como, de niño, tras aquella acción buena que los hermanos del Colegio Champagnat de Miraflores nos recomendaban hacer a diario, para santificar el día. Una tarde tuvimos un curioso incidente, de larga cola. Yo estaba trabajando en un congreso organizado por British Petroleum, en una sala de conferencias de Uxbridge, en las afueras de Londres, y me fue imposible salir a reunirme con ella -había pedido permiso para ausentarme en la tarde- porque el compañero que debía reemplazarme se enfermó. La llamé por teléfono al Russell Hotel, dándole toda clase de disculpas. Sin responderme una palabra, me cortó. Volví a llamar y ya no estaba en la habitación.
El viernes siguiente -nos veíamos los miércoles y los viernes, por lo general, los días de sus supuestas clases de arte en Christie's- me hizo esperar más de dos horas, sin llamar para explicarme su tardanza. Apareció, por fin, con la cara fruncida, cuando yo ya no creía que vendría.
– ¿No podías llamarme? -protesté-. Me has tenido con los nervios…
No pude terminar porque una cachetada, lanzada con todas sus fuerzas, me cerró la boca.
– Tu a mí no me dejas plantada, pichiruchi -vibraba de indignación y tenía la voz descompuesta-. Tú, si tienes una cita conmigo…
No la dejé acabar la frase porque me abalancé sobre ella y con todo el peso de mi cuerpo la hice rodar sobre la cama. Se defendió un poco al principio, pero, no mucho después, dejó de resistir. Y, casi de inmediato, sentí que me besaba y abrazaba también, y me ayudaba a desnudarla. Nunca antes había hecho algo así. Por primera vez sentí su cuerpecito enredándose en el mío, trenzándome las piernas, sus labios apretándose contra los míos y su lengua pugnando con la mía. Sus manos se hundían en mi espalda, en mi cuello. Le rogué que me perdonara, jamás volvería a ocurrir, le agradecí que me hiciera tan feliz, que por primera vez me demostrara que también me quería. Entonces, la sentí sollozar y vi sus ojos mojados.
– Amor mío, corazón, no llores, y por esa tontería -la acariñé, sorbiéndole las lágrimas-. No volverá a ocurrir, te lo prometo. Te amo, te amo.
Después, cuando nos vestíamos, ella permanecía muda, con una expresión rencorosa, arrepentida de su debilidad. Traté de mejorarle el humor, bromeando:
– ¿Ya dejaste de quererme, tan rápido?
Me miró con cólera, un buen rato, y cuando habló su voz sonó muy dura:
– No te equivoques, Ricardito. No creas que te he hecho esa escena porque me muero por ti. Ningún hombre me importa mucho y tú no eres la excepción. Pero tengo mi amor propio y a mí nadie me deja plantada en un cuarto de hotel.
Le dije que estaba dolida de que yo hubiera descubierto que, a pesar de todas sus paradas, desplantes e insultos, algo sentía por mí. Fue el segundo error grave que cometí con la niña mala desde aquel día que, en vez de retenerla en París, la animé a partir a Cuba a seguir su entrenamiento de guerrillera. Me miró muy seria, sin decir nada un buen rato y, por fin, murmuró, llena de altivez y desprecio:
– ¿Eso crees? Ya verás que no es así, pichiruchi.
Salió de la habitación, sin despedirse. Pensé que sería un malhumor pasajero, pero no supe de ella toda la semana siguiente. Pasé el miércoles y el viernes esperándola en vano, acompañado en mi soledad por los beligerantes mogoles. El siguiente miércoles, al llegar al Russell Hotel, el conserje hindú me entregó una cartita. Muy escueta, me informaba que estaba partiendo a Japón con «David». Ni siquiera me decía por cuánto tiempo ni que me llamaría apenas regresara a Inglaterra. Me llené de malos presagios y maldije mi metida de pata. Conociéndola, esta notita de dos frases podía ser una larga y, acaso, definitiva despedida.
En aquellos dos años mi amistad con Juan Barrero se había estrechado. Pasé muchos días en su pied-à-terre
de Earl's Court, ocultándole siempre, por supuesto, mis encuentros con la niña mala. Por esa época, 1972 o 1973, el movimiento hippy entró en una rápida desintegración y pasó a convertirse en una moda burguesa. La revolución psicodélica resultó menos profunda y seria de lo que creían sus cultores. Lo más creativo que produjo, la música, fue rápidamente integrada por el establishment y entró a formar parte de la cultura oficial y a hacer millonarios y multimillonarios a los antiguos rebeldes y marginales, a sus representantes y a las empresas discográficas, empezando por los propios Beatles y terminando por los Rolling Stones. En vez de la liberación de los espíritus, «la expansión indefinida de la mente humana», según aseguraba el gurú del ácido lisérgico, el antiguo profesor de Harvard, doctor Timothy Leary, las drogas, la vida promiscua y sin frenos, trajeron buen número de problemas y algunas desgracias personales y familiares. Nadie vivió tan visceralmente este cambio de circunstancias como mi amigo Juan Barrete.
Había sido siempre muy sano y, de repente, empezó a quejarse de gripes y resfríos que se abatían sobre él con mucha frecuencia, acompañados de fortísimas neuralgias. Su médico, en Cambridge, le aconsejó unas vacaciones en un clima más cálido que el inglés. Estuvo diez días en Ibiza y volvió a Londres tostado y risueño, lleno de anécdotas picantes sobre las hot nights de Ibiza, «algo que nunca hubiera podido imaginar en un país con la fama de cucufato que tiene España».
Fue en esta época que Mrs. Richardson partió a Tokio, acompañando a su marido. Dejé de ver a Juan cerca de un mes. Estuve trabajando en Ginebra y Bruselas y ninguna de las veces que lo llamé, a Londres y a Newmarket, contestó el teléfono. Esas cuatro semanas tampoco recibí noticia alguna de la niña mala. Cuando regresé a Londres, mi vecina de Earl's Court, la colombiana Marina, me dijo que Juan llevaba varios días internado en el Westminster Hospital. Lo tenían en el pabellón de enfermedades infecciosas, sometido a toda clase de exámenes. Se había adelgazado mucho. Lo encontré con la barba crecida, abrigadísimo bajo un alto de mantas y angustiado porque «estos médicos chambones no consiguen diagnosticar mi enfermedad». Le habían dicho primero que tenía un herpes genital, que se le había complicado, y, luego, que se trataba más bien de una especie de sarcoma. Ahora sólo le decían vaguedades. Se le encendieron los ojos cuando me vio asomar junto a su cama:
– Me siento más solo que un perro, mi hermano -me confesó-. No sabes cuánto me alegra verte. He descubierto que, aunque conozco a un millón de gringos, tú eres el único amigo que tengo. Amigo de amistad a la peruana, la que llega hasta el tuétano, quiero decir. Las amistades aquí son muy superficiales, la verdad. Los ingleses no tienen tiempo para la amistad.
Mrs. Stubard había dejado hacía algunos meses la casita de St. John's Wood. Estaba delicada de salud y se había retirado a un asilo de ancianos en Suffolk. Vino a visitar a Juan una vez, pero era demasiado trajín para ella y no había vuelto. «La pobre sufre de la espalda y fue un verdadero acto de heroísmo llegar hasta aquí.» Juan era otra persona; la enfermedad le había hecho perder el optimismo, la seguridad, y lo había llenado de miedos:
– Me estoy muriendo y no saben de qué -me dijo, con voz cavernosa, la segunda o tercera vez que fui a verlo-. No creo que me lo oculten para no asustarme, los médicos ingleses te dicen siempre la verdad, aunque sea espantosa. Lo que pasa es que no saben qué me pasa.
Los exámenes no daban nada preciso, los médicos empezaron de pronto a hablar de un virus escurridizo, no bien identificado, que atacaba el sistema inmunológico, lo que había vuelto a Juan propenso a toda clase de infecciones. Se hallaba en un estado de extrema debilidad, con los ojos hundidos, la piel cerúlea, los huesos saltados. Todo el tiempo se pasaba las maños por la cara, como para comprobar que todavía estaba allí. Yo lo acompañaba todas las horas en que estaban autorizadas las visitas. Lo veía consumirse cada día más, al tiempo que se hundía en la desesperación. Un día me pidió que le consiguiera un cura católico, porque quería confesarse. No me fue fácil. El párroco del Brompton Oratory con el que hablé me dijo que le era imposible desplazarse a los hospitales. Pero me dio el teléfono de un convento de dominicos, que prestaban este servicio. Tuve que ir en persona a gestionar el asunto. Vino a ver a Juan un curita irlandés, colorado y simpático, con el que mi amigo sostuvo una larga conversación. El dominico volvió a verlo dos o tres veces. Esos diálogos lo serenaban, por unos días. Y de ellos resultó la decisión trascendental que tomó: escribir a su familia, con la que no había vuelto a tener relación hacía más de diez años.
Estaba muy débil para escribir, de modo que me dictó una carta larga, sentida, en la que resumía a sus padres su carrera de pintor en Newmarket, con detalles de humor. Les decía que, aunque había tenido muchas veces deseo de escribirles y de hacer las paces con ellos, lo había atajado siempre un estúpido prurito de amor propio, del que estaba arrepentido. Porque los quería y extrañaba mucho. En una posdata añadía algo que, estaba seguro, los alegraría: después de haber estado alejado muchos años de la Iglesia, Dios le había permitido volver a la fe en que había sido criado, lo que ahora daba paz a su vida. No les decía palabra sobre su enfermedad.
Sin comunicárselo a Juan, pedí una cita al jefe del departamento de enfermedades infecciosas del Westminster Hospital. El doctor Rotkof, hombre bastante mayor y un poco seco, de barbita entrecana y nariz tuberosa, antes de contestar mis preguntas quiso saber qué grado de parentesco tenía con el enfermo.
– Somos amigos, doctor. Él no tiene familiares aquí en Inglaterra. Me gustaría poder escribir a sus padres, allá en el Perú, diciéndoles cuál es el verdadero estado de Juan.
– No le puedo decir gran cosa, salvo que es muy grave -me espetó, sin rodeos-. Puede morir en cualquier momento. Su organismo carece de defensas y un resfrío podría acabar con él.
Se trataba de una enfermedad nueva, de la que se habían detectado ya bastantes casos, en Estados Unidos y en el Reino Unido. Atacaba con especial dureza a las comunidades de homosexuales, a los adictos a la heroína y a todas las drogas intravenosas, así como a los hemofílicos. Salvo que la esperma y la sangre eran las vías principales para la transmisión del «síndrome» -nadie hablaba del sida todavía-, se sabía poca cosa de su origen y naturaleza. Devastaba el sistema inmunológico y exponía al paciente a todas las enfermedades. Una constante eran esas llagas en las piernas y el abdomen que atormentaban tanto a mi amigo. Aturdido con lo que acababa de oír, pregunté al doctor Rotkof qué me aconsejaba que hiciera. ¿Decírselo a Juan? Se encogió de hombros e hizo una especie de puchero. Eso dependía enteramente de mí. Tal vez sí, tal vez no. Aunque, acaso sí, si mi amigo debía tomar algunas disposiciones en relación con su deceso.
Quedé tan afectado por la conversación con el doctor Rotkof que no me atreví a volver a la habitación de Juan, seguro de que por mi cara adivinaría todo. Tenía mucha pena por él. Qué hubiera dado por ver aquella tarde a Mrs. Richardson y sentirla, aunque fuera por un par de horas, a mi lado. Juan Barreto me había dicho una gran verdad: aunque yo también conocía a cientos de personas aquí en Europa, el único amigo que tenía «a la peruana» se me iba a morir en cualquier momento. Y la mujer que quería estaba en el otro extremo del mundo, con su marido, y, fiel a su costumbre, hacía más de un mes que no daba señales de vida. Cumplía su amenaza, demostrando al pichiruchi insolente que no estaba enamorada en absoluto, que podía prescindir de él como de una baratija inservible. Desde hacía días me angustiaba la sospecha de que, una vez más, iba a desaparecer sin dejar rastro. ¿Para esto habías soñado tanto desde niño con escapar del Perú y vivir en Europa, Ricardo Somocurcio? En esos días londinenses me sentí solo y triste como un perro vagabundo.
Sin decir nada a Juan, escribí una carta a sus padres, explicándoles que se encontraba muy delicado, víctima de una enfermedad desconocida, y lo que me había advertido el doctor Rotkof: que un desenlace fatal podía sobrevenir en cualquier momento. Les decía que, aunque yo habitaba en París, permanecería en Londres todo el tiempo que hiciera falta para acompañar a Juan. Les di el teléfono y la dirección del pied-à-terre de Earl's Court y les pedí instrucciones.
Me llamaron apenas recibieron mi carta, que les llegó al mismo tiempo que la que Juan me dictó para ellos. Su padre estaba destrozado con la noticia, pero, al mismo tiempo, feliz de recuperar al hijo pródigo. Hacían arreglos para venir a Londres. Me pidió que les reservara un hotelito modesto, pues no disponían de mucho dinero. Lo tranquilicé; se quedarían en el pied-à-terre de Juan donde podrían cocinar, de modo que la estancia londinense les resultara menos cara. Quedamos en que yo prepararía a Juan sobre su próxima llegada.
Dos semanas después, el ingeniero Clímaco Barreto y su esposa Eufrasia estaban instalados en Earl's Court y yo me había mudado a un bed and breakfast de Bayswater. La llegada de sus padres tuvo un efecto enormemente positivo sobre Juan. Recuperó la esperanza, el humor y pareció reponerse. Hasta lograba retener algunos de los alimentos que le traía mañana y tarde la enfermera, en tanto que, antes, todo lo que se llevaba a la boca le producía arcadas. Los señores Barreto eran bastante jóvenes -él había trabajado toda su vida en la hacienda Paramonga, hasta que el gobierno del general Velasco la expropió a sus dueños, y entonces renunció y consiguió un puestecito de profesor de matemáticas en una de las nuevas universidades que brotaban en Lima como hongos-, o estaban muy bien conservados, pues apenas parecían en la cincuentena. Él era alto y con el aspecto deportivo de quien se ha pasado la vida en el campo y, ella, una mujercita menuda y enérgica, cuya manera de hablar, el tono suave, la abundancia de diminutivos y la música de mi viejo barrio miraflorino, me puso nostálgico. Oyéndola, sentía larguísimo el tiempo transcurrido desde que salí del Perú a vivir la aventura europea. Pero, alternando con ellos, confirmé también que me sería imposible volver allá, para hablar y pensar como hablaban y pensaban los padres de Juan. Sus comentarios sobre lo que veían en Earl's Court, por ejemplo, me revelaban de manera muy gráfica cuánto había cambiado yo en todos estos años. No era una revelación entusiasmante. Había dejado de ser un peruano en muchos sentidos, sin duda. ¿Qué era, entonces? Tampoco había llegado a ser un europeo, ni en Francia, ni mucho menos en Inglaterra. ¿Qué eras, pues, Ricardito? Tal vez, lo que en sus rabietas me decía Mrs. Richardson: un pichiruchi, nada más que un intérprete, alguien que, como le gustaba definirnos a mi colega Salomón Toledano, sólo es cuando no es, un homínido que existe cuando deja de ser lo que es para que por él pasen mejor las cosas que piensan y dicen los otros.
Con los padres de Juan Barreto en Londres, pude regresar a París, a trabajar. Acepté los contratos que me proponían, aunque fueran de uno o dos días, pues, debido al tiempo que permanecí en Inglaterra acompañando a Juan, mis ingresos habían caído en picada.
Aunque Mrs. Richardson me lo había prohibido, comencé a llamar a su casa de Newmarket para averiguar cuándo regresarían los esposos de su viaje a Japón. La persona que me respondía, una empleada filipina, no lo sabía. Yo me hacía pasar cada vez por una persona diferente, pero tenía la sospecha de que la filipina me reconocía y me daba con el teléfono en las narices: «They are not yet back».
Hasta que un día, cuando ya desesperaba de encontrarla nunca, la propia Mrs. Richardson me contestó el teléfono. Me reconoció al instante pues hubo un largo silencio. «¿Puedes hablar?», le pregunté. Me contestó con voz cortante, llena de furia contenida: «No. ¿Estás en París? Te llamaré a la Unesco o a tu casa, apenas pueda». Y me cortó, con un golpe que subrayaba su disgusto. Me llamó ese mismo día, en la noche, a mi pisito de la Ecole Militaire.
– Por haberte dejado plantada una vez, me pegaste y me hiciste aquel escándalo -me quejé, con acento cariñoso-. ¿Qué tendría que hacerte yo por dejarme sin noticias tuyas cerca de tres meses?
– No vuelvas a llamar a Newmarket nunca más en tu vida -me riñó, con un desagrado que rechinaba en sus palabras-. Esto no es broma. Estoy en un problema muy serio con mi marido. No debemos vernos ni hablarnos, por un tiempo. Por favor. Te ruego. Si es verdad que me quieres, haz eso por mí. Nos veremos cuando todo esto pase, te prometo. Pero no me llames nunca más. Estoy en un lío y tengo que cuidarme.
– Espera, espera, no cortes. Dime al menos cómo sigue Juan Barreto.
– Ya se murió. Sus padres se han llevado los restos a Lima. Vinieron a Newmarket a poner en venta su casita. Otra cosa, Ricardo. Evita venir a Londres por un tiempo, si no te importa. Porque, si vienes, sin quererlo me puedes crear un problema muy serio. No te puedo decir más, ahora.
Y me cortó, sin decir adiós. Me quedé vacío y descompuesto. Sentí tanta cólera, tanta desmoralización, tanto desprecio de mí mismo, que tomé -¡una vez más!- la resolución de arrancarme de la memoria y, para decirlo con una de esas huachaferías que la hacían reír, de mi corazón, a Mrs. Richardson. Era estúpido seguir amando a una personita tan insensible, que estaba harta de mí, que jugaba conmigo como si fuera un pelele, que jamás me había demostrado la menor consideración. ¡Esta vez sí te librarías de la peruanita, Ricardo Somocurcio!
Varias semanas después recibí unas líneas, desde Lima, de los padres de Juan Barreto. Me agradecían que les hubiera echado una mano y se disculpaban por no haberme escrito ni llamado, como yo les pedí. Pero, la muerte de Juan, tan súbita, los dejó aturdidos, enloquecidos, sin atinar a nada. Los trámites para repatriar los restos fueron horribles, y, si no hubiera sido por la gente de la embajada peruana, jamás habrían conseguido llevárselo y enterrarlo en el Perú como él quería. Por lo menos, habían conseguido darle ese gusto al hijo adorado de cuya pérdida nunca se consolarían. De todas maneras, en medio de su dolor, era un consuelo saber que Juan había muerto corno un santo, reconciliado con Dios y con la religión, en verdadero estado angélico. Así se lo había dicho el padre dominico que le administró los últimos sacramentos.
La muerte de Juan Barreto me afectó mucho. Volví a quedar sin otro amigo íntimo, el que en cierta forma había reemplazado al gordo Paúl. Desde que éste desapareció en las guerrillas, no había vuelto a tener en Europa una persona a la que estimara tanto y con la que me sintiera tan próximo como el hippy peruano que llegó a ser retratista de caballos en Newmarket. Londres, Inglaterra, no serían los mismos sin él. Otra razón para no volver allá, por un buen tiempo.
Traté de poner en práctica mi decisión con la receta de costumbre: cargándome de trabajo. Aceptaba todos los contratos y me pasaba semanas y meses viajando de una ciudad europea a otra, trabajando como intérprete, en conferencias y congresos sobre todos los temas imaginables. Había adquirido la destreza del buen intérprete, que consiste en conocer las equivalencias de las palabras sin necesariamente entender sus contenidos (según Salomón Toledano entenderlos era un inconveniente), y seguí perfeccionando el ruso, lengua con la que estaba encariñado, hasta adquirir en ella una segundad y una desenvoltura equivalentes a las que tenía en francés y en inglés.
Pese a que, hacía años, había obtenido el permiso de residencia en Francia, comencé a gestionar la nacionalidad francesa pues con un pasaporte francés se me abrirían mayores posibilidades de trabajo. El pasaporte peruano despertaba desconfianza en algunas organizaciones a la hora de contratar un intérprete, pues tenían dificultad para situar al Perú en el mundo y averiguar el estatuto del país en el concierto de las naciones. Además, desde los años setenta, empezó a crecer en toda Europa occidental una actitud de rechazo y hostilidad hacia los inmigrantes de países pobres
Un domingo de mayo, mientras me afeitaba y me disponía a aprovechar el día primaveral para dar un paseo por los muelles del Sena hasta el Barrio Latino, donde pensaba almorzar un couscous en uno de los restaurantes árabes de la rué St. Séverin, sonó el teléfono. Sin decirme «hola» o «buenos días», la niña mala me gritó:
– ¿Le has contado tú a David que yo estaba casada con Robert Arnoux en Francia?
Estuve a punto de colgarle el teléfono. Habían pasado cuatro o cinco meses desde nuestra última conversación. Pero disimulé mi enojo.
– Debí hacerlo, pero no se me ocurrió, señora bígama. No sabes cuánto lamento no haberlo hecho. Ahora estarías presa, ¿no?
– Contéstame y no te hagas el idiota -insistió su voz, echando chispas-. No estoy para bromas ahora. ¿Has sido tú? Una vez me amenazaste con contárselo, no creas que me he olvidado.
– No, no he sido yo. ¿Qué te pasa? ¿En qué líos andas ahora, salvajita?
Hizo una pausa. La sentí respirar, ansiosa. Cuando volvió a hablar, parecía quebrada, llorosa.
– Estábamos divorciándonos y la cosa iba bien. Pero, de pronto, no sé cómo, en estos días ha aparecido lo de mi matrimonio con Robert. David tiene los mejores abogados. El mío es un don nadie y ahora dice que si se prueba que estoy casada en Francia, mi matrimonio con David en Gibraltar queda nulo, de manera automática, y que puedo verme en un gran lío. David no me dará un centavo y, si se pone de acuerdo con Robert, pueden entablar contra mí una acción criminal, pedirme daños y perjuicios y no sé qué más. Hasta ir a la cárcel, de repente. Y me expulsarían del país. ¿No has sido tú el del chisme, seguro? Bueno, me alegro, tú no me parecías de los que hacen esas cosas.
Hizo otra larga pausa y suspiró, como si se aguantara un sollozo. Mientras me decía todo aquello, parecía sincera. Había hablado sin pizca de autocompasión.
– Lo siento mucho -le dije-. La verdad, tu última llamada me dejó tan dolido que decidí no verte, ni hablarte, ni buscarte, ni acordarme de tu existencia nunca más.
– ¿Ya no estás enamorado de mi? -se rió.
– Sí lo estoy, por lo visto. Para mi desgracia. Me parte el alma lo que me has contado. No quiero que te pase nada, quiero que sigas haciéndome todas las maldades del mundo. ¿Puedo ayudarte de algún modo? Haré lo que me pidas. Porque te sigo queriendo con toda mi alma, niña mala.
Volvió a reírse.
– Por lo menos, me quedan tus huachaferías -exclamó-. Te llamaré, para que me lleves naranjas a la cárcel.