VII. Marcella en Lavapiés

Hace cincuenta años el barrio madrileño de Lavapiés, antaño enclave de judíos y moriscos, era considerado todavía uno de los barrios más castizos de Madrid, donde se conservaban, como curiosidades arqueológicas, el chulapo y la chulapa y demás personajes de las zarzuelas, guapos de chaleco, gorra, pañuelo al cuello y pantalones ajustados, y manólas embutidas en vestidos de lunares, grandes aretes y sombrillas y pañuelos ceñidos sobre unas cabelleras recogidas en moños esculturales.

Cuando vine a vivir en Lavapiés, el barrio había cambiado de tal manera que a ratos me preguntaba si en esa Babel quedaba todavía algún madrileño de cepa o todos los vecinos éramos, como Marcella y yo, madrileños importados. Los españoles del barrio procedían de todos los rincones de España y con sus acentos y su variedad de tipos físicos contribuían a dar a esa mazamorra de razas, lenguas, dejes, costumbres, atuendos y nostalgias de Lavapiés el semblante de un microcosmos. La geografía humana del planeta parecía representada en su puñado de manzanas.

Al salir de la calle Ave María, donde vivíamos en el tercer piso de un edificio descolorido y averiado, se hallaba uno en una Babilonia en la que convivían mercaderes chinos y paquistaníes, lavanderías y tiendas hindúes, saloncitos de té marroquíes, bares repletos de sudamericanos, narcos colombianos y africanos y, por doquier, formando grupos en los zaguanes y las esquinas, cantidad de rumanos, yugoslavos, moldavos, dominicanos, ecuatorianos, rusos y asiáticos. Las familias españolas del barrio oponían a las transformaciones los viejos usos haciendo tertulia de balcón a balcón, poniendo a secar la ropa en cordeles tendidos en aleros y ventanas, y, los domingos, yendo en parejas, ellos con corbatas y ellas de negro, a oír misa a la iglesia de San Lorenzo, en la esquina de las calles del Doctor Piga y del Salitre.

Nuestro piso era más pequeño que el que yo tenía en la rué Joseph Granier, o me lo parecía, por lo atestado que estaba con los modelos en cartón, papel y madera balsa de los decorados de Marcella, que, como los soldaditos de plomo de Salomón Toledano, invadían los dos cuartitos y hasta la cocina y el bañito de la casa. Pese a ser tan diminuto y estar repleto de libros y discos, no resultaba claustrofóbico gracias a las ventanas a la calle por las que entraba a chorros la vivísima luz blanca de Castilla, tan distinta de la parisina, y porque tenía un balconcito, donde, en las noches, podíamos colocar una mesa y cenar bajo las estrellas madrileñas, que existen, aunque difumina-das por el reflejo de las luces de la ciudad.

Marcella conseguía trabajar en el piso, tumbada en la cama si dibujaba, o sentada sobre la alfombra afgana de la salita comedor si armaba sus modelos con pedazos de cartón, tablitas, goma, engrudo, cartulinas y lápices de colores. Yo prefería irme a hacer las traducciones que me conseguía el editor Mario Muchnik, a un cafecito vecino, el Café Barbieri, donde pasaba varias horas al día, traduciendo, leyendo y observando la fauna que frecuentaba el café y que nunca me aburría, porque encarnaba todo lo multicolor de esta naciente Arca de Noé en el corazón del viejo Madrid.

El Café Barbieri estaba en la misma calle Ave María y parecía -así me lo dijo Marcella la primera vez que me llevó allí y ella sabía de esas cosas- un decorado expresionista del Berlín de los años veinte o un grabado de Grosz o de Otto Dix, con sus paredes desportilladas, sus rincones oscuros, sus medallones de damas romanas en el cielorraso y sus cubículos misteriosos donde, parecería, se podían cometer crímenes sin que los parroquianos se enteraran, apostar sumas enloquecidas en partidas de póquer en las que salieran a relucir cuchillos, o celebrar misas negras. Era enorme, anguloso, lleno de vericuetos, techos sombríos con plateadas telarañas, mesitas enclenques y sillas cojas, bancas y repisas a punto de desmoronarse de puro gastadas, oscuro, humoso, siempre lleno de gente que parecía disfrazada, una masa de extras de una comedia bufa apretujada entre bambalinas esperando salir a escena. Procuraba sentarme en una mesita del fondo, a la que llegaba un poco más de luz y porque allí, en vez de sillas, había un sillón bastante cómodo, forrado de un terciopelo que alguna vez fue rojizo y que se estaba desintegrando con los huecos abiertos por las quemaduras de cigarrillos y el roce de tantos traseros. Una de mis distracciones, cada vez que entraba al Café Barbieri, consistía en identificar los idiomas que oía desde la puerta hasta la mesa del fondo, y alguna vez conté media docena en esa brevísima trayectoria de una treintena de metros.

También camareras y camareros representaban la diversidad del barrio: suecos, belgas, norteamericanos, marroquíes, ecuatorianos, peruanos, etcétera. Cambiaban todo el tiempo, porque debían de estar mal pagados, y las ocho horas que hacían de corrido, en dos turnos, los clientes los tenían llevando y trayendo cervezas, cafés, tes, chocolates, copas de vino y bocadillos. Apenas me veían instalado en la mesa habitual, con mis cuadernos y mis plumas y el libro que estaba traduciendo, se apresuraban a traerme el cafecito cortado y la botella de agua mineral sin gas.

En esa mesita hojeaba los periódicos de la mañana, y, en las tardes, cuando me cansaba de traducir, me ponía a leer, ya no por trabajo sino por placer. Los tres libros que llevaba traducidos, de Doris Lessing, de Paul Auster y de Michel Tournier, no me habían costado gran esfuerzo, pero tampoco me divertí mucho vertiéndolos en español. Aunque sus autores estaban de moda, las novelas que me dieron a traducir no eran las mejores que habían escrito. Como siempre sospeché, las traducciones literarias estaban pésimamente pagadas, muy por debajo de las comerciales. Pero yo ya no estaba en condiciones de hacer estas últimas, pues, debido al cansancio mental que me venía cuando hacía un esfuerzo de concentración prolongado, avanzaba muy despacio. De todas maneras, estos magros ingresos me permitían ayudar a Marcella con los gastos de la casa y no sentirme un mantenido. Mi amigo Muchnik había tratado de ayudarme a conseguir alguna traducción del ruso -era lo que más me ilusionaba-, y estuvimos a punto de convencer a un editor a que se animara a publicar Padres e hijos de Turgueniev, o el estremecedor Réquiem de Anna Ajmátova, pero no resultó porque la literatura rusa interesaba todavía poco a los lectores españoles e hispanoamericanos y aún menos la poesía.

No podría decir si Madrid me gustaba o no. Conocía poco los otros barrios de la ciudad, en los que apenas me había aventurado las veces que iba a un museo o a los espectáculos acompañando a Marcella. Pero me sentía a gusto en Lavapiés, a pesar de haber sido atracado en sus calles por primera vez en mi vida, por un par de árabes que me robaron el reloj, un monedero con algo de sencillo y mi lapicero Mont Blanc, mi último lujo. La verdad, allí me sentía en casa, inmerso en una vida búlleme. A veces, en las tardes, Marcella venía a buscarme al Barbieri y dábamos un paseo por el barrio, que llegué a conocer como la palma de mi mano. Siempre le descubría alguna curiosidad o extravagancia. Por ejemplo, la tienda-locutorio del boliviano Alcérreca, quien, para poder atender mejor a sus clientes africanos, había aprendido a hablar swahili. Si daban algo interesante, nos íbamos a la Filmoteca a ver una película clásica.

En esos paseos, Marcella hablaba sin descanso y yo escuchaba. Intervenía muy de cuando en cuando para darle un respiro y, mediante una pregunta u observación, animarla a que continuara contándome en qué proyecto le gustaría estar metida. A veces no prestaba mucha atención a lo que me contaba, por fijarme tanto en la manera como lo hacía: con pasión, convicción, ilusión y alegría. Nunca conocí a nadie que se entregara de manera tan total -tan fanática, diría, si la palabra no tuviera reminiscencias tenebrosas- a su vocación, que supiera de manera tan excluyente lo que quería hacer en la vida.

Nos habíamos conocido años atrás, en París, en una clínica de Passy donde yo me iba a hacer unos análisis y ella a visitar a una amiga recién operada. En la media hora que compartimos la sala de espera me habló con tanto entusiasmo de una obra de Moliere, El burgués gentilhombre, montada en un teatrito de Nanterrc, cuyos decorados había hecho ella, que fui a verla. Encontré a Marcella en el teatro y, al terminar la función, le propuse que tomáramos una copa en un bistrot vecino a la estación del metro.

Hacía dos años y medio que vivíamos juntos, el primer año en París y, luego, en Madrid. Marcella era italiana, veinte años más joven que yo. Estudió arquitectura en Roma para dar gusto a sus padres, ambos arquitectos, y desde estudiante comenzó a trabajar como decoradora de teatro. Que no ejerciera nunca la arquitectura resintió a sus padres y durante unos años estuvieron distanciados. Se reconciliaron cuando ellos comprendieron que lo de su hija no era un capricho sino una verdadera vocación. De cuando en cuando, iba a pasar unas temporadas con sus padres, en Roma, y, como tenía pocos ingresos -era la persona más trabajadora del mundo, pero los decorados que le encargaban eran de poca monta, en teatros marginales, y le pagaban poco y a veces nada-, sus padres, bastante acomodados, le enviaban de tanto en tanto unos giros gracias a los cuales ella podía dedicar su tiempo y su energía al teatro. No había triunfado, y no era algo que le importara mucho, porque ella tenía -y yo también- la seguridad absoluta de que tarde o temprano la gente de teatro de España, de Italia, de toda Europa, terminaría por reconocer su talento. Aunque hablaba muchísimo, moviendo las manos como una italiana de caricatura, a mí no me aburría nunca. Me quedaba embebido oyéndola describirme las ideas que le revoloteaban en la cabeza para revolucionar la ambientación de El jardín de los cerezos, Esperando a Godot, Arlequín, servidor de dos amos o La Celestina. Alguna vez la contrataron en el cine como ayudante de decoradores y hubiera podido abrirse camino en ese medio, pero a ella le gustaba el teatro y no estaba dispuesta a sacrificar su vocación, aunque fuera más difícil salir adelante decorando obras de teatro que películas o programas de televisión. Gracias a Marcella, aprendí a ver los espectáculos con otros ojos, a prestar atención cuidadosa no sólo a las historias y a los personajes, también a los lugares, a la luz dentro de la cual se movían y a lis cosas que los rodeaban.

Era menuda, de cabellos claros, ojos verdes y una piel muy blanca y tersa, con una sonrisa muy alegre. Transpiraba dinamismo. Andaba vestida de cualquier manera, con sandalias, vaqueros y una chamarra gastada la mayor parte del tiempo, y usaba anteojos para leer y para el cine, unas minúsculas gafas sin montura que daban a su expresión un aspecto algo payaso. Era desinteresada, falta de cálculo, generosa, capaz de dedicar mucho tiempo a trabajos insignificantes, como una única representación de una comedia de Lope de Vega por los estudiantes de un colegio, en cuyo.decorado de cuatro cachivaches y un par de lonas pintadas se volcaba con la obstinación con que lo haría el decorador al que por primera vez le encargaba un decorado l'Opéra de París. La satisfacción que sentía la compensaba con creces por lo poco o nada que le reportaba aquella aventura. Si a alguien le convenía aquello de «trabajar por amor al arte» era a Marcella.

De los modelos que asfixiaban nuestro piso, menos de la décima parte habían subido a un escenario. La mayoría se frustraron por falta de financiación, ideas que tuvo al leer una obra que le gustó y para la que concibió ese decorado que no pasó del dibujo y la maqueta. Nunca discutía los honorarios cuando la contrataban y era capaz de rechazar un encargo importante si el director o el productor le parecían unos fariseos, desinteresados de lo estético y atentos sólo a lo mercantil. En cambio, cuando aceptaba el encargo -por lo general de grupos de vanguardia, sin acceso a los teatros establecidos-, se entregaba en cuerpo y alma. No sólo se desvivía por hacer bien lo suyo, colaboraba en todo lo demás, ayudando a sus compañeros a buscar patrocinios, conseguir local, donativos y préstamos de mobiliario y atuendo, y trabajaba hombro a hombro con carpinteros y electricistas y, si hacía falta, barriendo el escenario, vendiendo entradas y acomodando al público. Siempre me maravillaba verla volcada de ese modo en su trabajo, al extremo de que yo tuviera que recordarle, en esos períodos de fiebre, que no sólo de decorados teatrales vivía un ser humano, también de comer, dormir e interesarse un poco por las demás cosas de la vida.

Nunca entendí por qué Marcella estaba conmigo, qué agregaba yo a su vida. En lo que a ella más le interesaba en el mundo, su trabajo, yo podía ayudarla muy poco. Todo lo que sabía de escenografía teatral me lo había enseñado ella, y las opiniones que podía darle eran superfluas, porque, como todo auténtico creador, ella sabía muy bien lo que quería hacer sin necesidad de asesoría. Sólo podía ser para ella una oreja atenta vez que necesitaba verter en voz alta el chorro de imágenes, posibilidades, alternativas y dudas que la asaltaban cuando se embarcaba en un proyecto. Yo la escuchaba con envidia, todo el tiempo que hiciera falta. La acompañaba a la Biblioteca Nacional a consultar grabados y libros, a visitar artesanos y anticuarios, al infalible recorrido dominical al Rastro. No lo hacía sólo por cariño, sino porque lo que decía era siempre novedoso, sorprendente, a veces genial. A su lado cada día aprendía algo nuevo. Nunca hubiera adivinado, sin conocerla, cómo en una historia teatral pueden influir de manera tan determinante, aunque siempre discreta, el decorado, la iluminación, la presencia o la ausencia del objeto más corriente, una escoba, un simple florero.

La diferencia de veinte años de edad entre nosotros no parecía preocuparla. A mí, sí. Siempre me decía que la buena relación que teníamos se empobrecería cuando yo fuera sesentón y, ella, todavía una mujer joven. Entonces, se enamoraría de alguien de su edad. Y partiría. Era atractiva, pese a lo poco que se ocupaba de su físico, en la calle los hombres la seguían con los ojos. Un día que estábamos haciendo el amor me preguntó: «¿Te importaría que tuviéramos un hijo?». No. Si a ella le hacía ilusión, yo encantado. Pero me asaltó de inmediato la angustia. ¿Por qué tuve esa reacción? Tal vez porque, dadas mis prolongadas aventuras y desventuras con la niña mala, me resultaba imposible a mis cincuenta y pico de años creer en la perennidad de una pareja, incluso la nuestra, que funcionaba sin altibajos. ¿No era absurda esa duda? Nos llevábamos tan bien que en esos dos años y medio juntos no habíamos tenido una sola pelea. Pequeñas discusiones y enojos pasajeros a lo más. Pero nunca algo que pudiera semejarse a una ruptura. «Me alegra que no te importe», me dijo Marcella aquella vez. «No te lo pregunté para que encarguemos un bambino ahora, sino cuando hayamos hecho algunas cosas importantes.» Hablaba por ella, que, sin duda, haría en el futuro cosas dignas de ese calificativo. Yo me contentaría con que, en los años siguientes, Maño Muchnik me consiguiera algún libro ruso que me diera mucho esfuerzo y entusiasmo traducir, algo más creativo que esas novelitas light que se me iban desvaneciendo de la memoria a la velocidad con que las iba reescribiendo en español.

Sin duda estaba conmigo porque me quería; no tenía ninguna otra razón. Yo, incluso, le resultaba en cierta medida una carga económica. ¿Cómo había podido enamorarse de mí, siendo yo para ella un viejo, nada apuesto, sin vocación, algo disminuido en mis facultades intelectuales y cuya única finalidad en la vida había sido, desde niño, instalarse para el resto de sus días en París? Cuando le conté a Marcella que ésa había sido mi única vocación, se echó a reír: «Bueno, caro, lo conseguiste. Estarás contento, has vivido en París toda tu vida». Lo decía con cariño, pero sus palabras me sonaron algo siniestras.

Marcella se interesaba en mí más que yo mismo: que tomara las pastillas para la presión, que caminara a diario por lo menos media hora, que no me excediera nunca de las dos o tres copitas diarias de vino. Y siempre repetía que, cuando consiguiera una buena comisión, nos gastaríamos ese dinero haciendo un viaje al Perú. Ella, antes que el Cusco y Machu Picchu, quería conocer el barrio limeño de Miraflores del que tanto le había hablado. Yo le seguía la cuerda, aunque, en el fondo, sabía que nunca haríamos ese viaje, pues yo me encargaría de darle largas hasta el infinito. No pensaba volver al Perú. Desde la muerte del tío Ataúlfo mi país se me había desvanecido como los espejismos en el arenal. Ya no tenía allá ni parientes ni amigos y hasta se me habían ido esfumando los recuerdos de mi juventud.

Me enteré de la muerte del tío Ataúlfo varias semanas después de ocurrida, a los seis meses de estar viviendo en Madrid, por una carta de Alberto Lamiel. Me la trajo Marcella al Barbieri y, aunque sabía que iba a ocurrir en cualquier momento, la noticia me causó tremenda impresión. Dejé de trabajar y me fui a caminar como un sonámbulo por los caminitos del Retiro. Desde mi último viaje al Perú, a finales de 1984, nos habíamos escrito todos los meses, y, en su letra temblorosa, que había que descifrar como un paleógrafo, yo había seguido paso a paso los desastres económicos que acarreaban al Perú las políticas de Alan García, la inflación, las nacionalizaciones, la ruptura con los organismos de crédito, el control de precios y de cambios, la caída del empleo y de los niveles de vida. Las cartas del tío Ataúlfo delataban la amargura con que esperaba la muerte. Había fallecido en el sueño. Alberto Lamiel añadía que él estaba haciendo gestiones para irse a Boston, donde, gracias a los padres de su mujer norteamericana, tenía posibilidades de trabajo. Me decía que había sido un imbécil creyendo en las promesas de Alan García, por quien había votado en las elecciones del 85, como tantos profesionales incautos. Confiado en la palabra del Presidente de que no los tocaría, había conservado los certificados en dólares en que tenía todos sus ahorros. Cuando el flamante mandatario decretó la conversión forzosa de los certificados de divisas en soles

peruanos, el patrimonio de Alberto se deshizo. Fue sólo el principio de una cadena de reveses. Lo mejor que podía hacer era «seguir tu ejemplo, tío Ricardo, y partir en busca de mejores horizontes, porque en este país ya no es posible trabajar si uno no está conchabado con el gobierno».

Ésta fue la última noticia que tuve de las cosas en el Perú. Desde entonces, como en Madrid no veía prácticamente a ningún peruano, sólo me enteraba de lo que ocurría allí las rarísimas veces que alguna noticia se filtraba en los periódicos madrileños, generalmente el nacimiento de quintillizos, un terremoto o el desbarrancamiento de un ómnibus en la Cordillera de los Andes con una treintena de muertos.

Nunca le conté al tío Ataúlfo que mi matrimonio había naufragado, de modo que él, en sus cartas, hasta el final siguió mandándole saludos a «mi sobrina» y yo, en las mías, devolviéndole los de ella. No sé por qué se lo oculté. Tal vez porque hubiera tenido que explicarle lo ocurrido y cualquier explicación le hubiera parecido absurda e incomprensible, como me lo parecía a mí.

Nuestra separación ocurrió de manera inesperada y brutal, como habían ocurrido siempre las desapariciones de la niña mala. Aunque esta vez no se trató propiamente de una fuga, sino de una separación urbana, conversada. Por eso mismo supe que, a diferencia de las otras, ésta sí era definitiva.

La luna de miel que tuvimos, desde que volví a París de Lima, aterrado de que se hubiera ido porque no me contestó el teléfono tres o cuatro días, duró algunos meses. Al principio, ella estuvo tan cariñosa come la tarde que me recibió con aquellas demostraciones de amor. Conseguí un contrato de la Unesco de un mes y, al regresar a la casa, ella había vuelto de su oficina antes y tenía preparada la cena. Una noche me esperó con la luz de la salita apagada y la mesa iluminada por unas velas románticas. Luego, tuvo que hacer dos viajes de un par de días cada uno a la Costa Azul enviada por Martine y me llamó todas las noches. ¿Qué más podía desear? Tenía la impresión de que a la niña mala le había llegado la edad de la razón y de que nuestro matrimonio era ya irrompible.

Entonces, en algún momento que mi memoria no podría precisar, su humor y sus maneras comenzaron a cambiar. Fue un cambio discreto, que ella disimulaba, tal vez porque todavía tenía dudas, del que sólo retroactivamente tomé conciencia. No me llamó la atención que la actitud tan apasionada de las primeras semanas cediera poco a poco el paso a una actitud más distante, ella había sido siempre así y lo inusitado era que se mostrara efusiva. Advertí que se distraía, que se perdía en unas cavilaciones que parecían llevársela fuera de mi alcance, con el ceño fruncido. De esas fugas volvía asustada, dando un respingo, cuando yo la regresaba a la realidad con una broma: «¿Qué tendrá la princesa de la boca de fresa? ¿Por qué estará tan pensativa? ¿Estará enamorada la princesa?». Se ruborizaba y me respondía con una risita forzada.

Una tarde, al regresar yo de la antigua oficina del señor Chames -éste se había retirado a pasar su vejez en el sur de España-, donde por tercera o cuarta vez me dijeron que no tenían para mí trabajo alguno por el momento, apenas abrí la puerta del departamento de la rué Joseph Granier y la vi, sentada en la sala, con el trajéate sastre marrón y el maletín de mano que llevaba siempre en sus viajes, comprendí que ocurría algo grave, Estaba desencajada.

– ¿Qué te pasa?

Suspiró, tomando fuerzas -tenía unas ojeras azules, le brillaban los ojos-, y, sin rodeos, me soltó la frase que sin duda había preparado con mucha antelación:

– No he querido irme sin hablar contigo, para que no pienses que me estoy escapando -la dijo de un tirón, con la voz helada que solía poner para las ejecuciones sentimentales-. Por lo que más quieras, te ruego que no me hagas una escena ni me amenaces con suicidarte. Ya no estamos ninguno en edad para esas cosas. Perdona que te hable con tanta crudeza, pero creo que es lo mejor.

Me dejé caer sobre el sillón, frente a ella. Sentí infinita fatiga. Tuve la sensación de estar oyendo un disco que repetía, cada vez más deformada, la misma frase musical. Ella estaba muy pálida siempre, pero, ahora, su expresión era irritada, como si tener que estar allí dándome explicaciones la hubiera llenado de resentimiento contra mí.

– Te consta que he tratado de adaptarme a este tipo de vida, para darte gusto, para pagarte lo que me ayudaste cuando estuve enferma -su frialdad parecía ahora hirviendo de furor-. No puedo más. Esto no es vida para mí. Si me sigo quedando contigo por compasión, terminaría odiándote. Yo no quiero odiarte. Trata de comprenderme, si puedes.

Calló, esperando que yo le dijera algo, pero me sentía tan cansado que no tenía fuerzas ni ganas de decirle nada.

– Aquí me asfixio -añadió, echando una ojeada a su alrededor-. Estos dos cuartitos son una cárcel y ya no los soporto. Yo sé cuál es mi límite. Me está matando esta rutina, esta mediocridad. Yo no quiere» que el resto de mi vida sea así. A ti no te importa, tú estás contento, mejor para ti. Pero yo no soy como tú, yo no sé conformarme. He tratado, has visto que he tratado. No puedo. No voy a pasarme el resto de la vida a tu lado por compasión. Perdona que te hable con esta franqueza. Es mejor que sepas la verdad y que la aceptes, Ricardo.

– ¿Quién es él? -le pregunté, al ver que callaba otra vez-. ¿Puedo saber al menos con quién te vas?

– ¿Me vas a hacer una escena de celos? -reaccionó, indignada. Y con sarcasmo me recordó-: Yo soy una mujer libre, Ricardito. Nuestro matrimonio fue sólo para conseguirme los papeles. Así que no vengas a tomarme cuentas de nada.

Me desafiaba, encrespada como un gallito. Al cansancio, ahora, se añadía una sensación de ridículo. Tenía razón: ya estábamos viejos para estas escenas.

– Ya veo que lo tienes todo decidido y que no hay mucho más que hablar -la interrumpí, poniéndome de pie-. Me voy a dar una vuelta, para que hagas con calma tus maletas.

– Ya están hechas -me repuso, con el mismo tonito exasperado.

Lamenté que no se hubiera ido como otras veces, dejándome unas líneas. Cuando me dirigía hacia la puerta, la oí decir a mis espaldas con una vocecita que quería ser apaciguadora:

– Por si acaso, no voy a reclamarte nada de lo que me corresponde por ser tu mujer. Ni un centavo.

«Eres muy amable», pensé, cerrando despacito la puerta de calle. «Pero, lo único que podrías reclamarme serían deudas y la hipoteca de este piso que, al paso que vamos, muy pronto me van a embargar.» Al salir a la calle comenzó a llover. No había sacado paraguas, de manera que fui a refugiarme en el café de la esquina, donde estuve mucho rato, tomando a sorbitos una taza de té que ‹ fue enfriando hasta volverse insípida. La verdad, había en ella algo que era imposible no admirar, por esas razones que nos llevan a apreciar las obras bien hechas, aunque sean perversas. Había logrado una conquista, con todo cálculo, para, una vez más, conseguir un estatuto social y económico que le diera mayor seguridad, que la sacara de los dos cuartitos carceleros de la rué Joseph Granier. Y, ahora, sin un pestañeo, se mandaba mudar, echándome al tarro de la basura. ¿Quién sería esta vez el galán? Alguien que habría conocido gracias a su trabajo con Martine, en uno de esos congresos, conferencias y celebraciones que organizaban. Un buen trabajo de seducción, sin duda. Ella se conservaba muy bien, pero, de todos modos, ya tenía más de cincuenta años. Chapeau! ¿Un vejete, sin duda, al que mataría acaso de placer para heredarlo, como la heroína de La Rabouilleuse, de Balzac? Cuando escampó di una caminata por los alrededores de la École Militaire, haciendo tiempo.

Regresé cerca de las once de la noche, y ya había partido, dejando las llaves en la salita comedor. Se había llevado toda su ropa en las dos maletas que teníamos y echado a las bolsas de basura lo que estaba viejo o le sobraba: unas zapatillas, unas enaguas, una bata de levantarse y algunas medias y blusas, así como muchos pomos de cremas y de maquillaje. No había tocado los francos que guardábamos en la pequeña caja fuerte en un armario de la sala.

¿Alguien que conoció en el gimnasio de l'avenue Montaigne, tal vez? Era un local caro, allí iban a rebajar la barriga viejos prósperos que podían asegurarle una vida más divertida y cómoda. Sabía que lo peor que podía ocurrirme era seguir barajando hipótesis de esta índole y que, por salud mental, tenía que olvidarme de ella cuanto antes. Porque, esta vez sí, la separación era definitiva, el fin de esa historia de amor. ¿Se podía llamar historia de amor a esa payasada de treinta y pico de años, Ricardito?

Conseguí no pensar mucho en ella los días, semanas y meses siguientes, en los que, sintiéndome una bolsa de huesos, piel y músculos desprovista de alma, andaba todo el día buscando trabajo. Me urgía porque necesitaba afrontar las deudas y los gastos diarios y porque sabía que la mejor manera de pasar este período era entregándome con afán a una obligación.

Durante algunos meses sólo conseguí traducciones mal pagadas. Por fin, un día me llamaron para un reemplazo en una conferencia internacional sobre derechos de autor patrocinada por la Unesco. Desde hacía algunos días tenía continuas neuralgias, que achaqué a mi mal estado de ánimo y a lo poco que dormía. Las combatía con analgésicos que me recetaba el boticario de la esquina. Mi reemplazo al intérprete de la Unesco fue un desastre. Las neuralgias me impedían hacer bien mi trabajo, y, a los dos días, tuve que rendirme y explicarle al jefe de intérpretes lo que me ocurría. El médico de la Seguridad Social me diagnosticó una otitis y me envió a un especialista. Tuve que hacer una cola de varias horas en el Hospital de la Salpétriére y volver varias veces hasta poder ingresar al consultorio del doctor Pennau, un otorrinolaringólogo. Éste me confirmó que tenía una pequeña infección en un oído y me la curó en una semana. Pero, como las neuralgias y los mareos no cedieron, me derivó a un nuevo médico internista del mismo hospital. Luego de examinarme, este último me hizo tomar toda clase de análisis, incluida una resonancia magnética. Tengo un feo recuerdo de los treinta o cuarenta minutos que pasé en ese tubo metálico, enterrado vivo, inmóvil como una momia y con los oídos atormentados por rachas de ruidos atontadores.

La resonancia estableció que yo había padecido un pequeño ataque cerebral. Esa era la verdadera razón de las neuralgias y los mareos. Nada muy grave; el peligro había pasado. En adelante, debería cuidarme, hacer ejercicios, dietas equilibradas, controlarme la presión, poco alcohol y una vida tranquila. «De jubilado», prescribió el doctor. Mi trabajo podría verse disminuido, cabía esperar una merma de la concentración y de la memoria.

Afortunadamente para mí, en esa época los Gravoski vinieron a pasar un mes a París, esta vez con Yilal. Había crecido mucho y en su manera de hablar y de vestirse se había, vuelto un gringuito cabal. Cuando le expliqué que la niña mala y yo nos habíamos separado, puso una cara apenada: «Por eso no me contesta las cartas hace tiempo», susurró.

La compañía de esos amigos fue muy oportuna. Hablar con ellos, bromear, salir a cenar, al cine, me devolvió un poco el gusto a la vida. Una noche, tomando una cerveza en la terraza de un bistrot del boulevard Raspail, Elena dijo, de pronto:

– Esa loquita estuvo a punto de matarte, Ricardo. Y a mí que me caía tan simpática con todas sus locuras. Ésta, no se la voy a perdonar. Te prohíbo que te vuelvas a amistar con ella.

– Nunca más -le prometí-. He aprendido la lección. Además, como soy ahora una ruina humana, no hay el menor riesgo de que vuelva a meterse en mi vida.

– ¿Así que las penas de amor causan los derrames cerebrales? -dijo Simón-. ¿El romanticismo, otra vez?

– En este caso sí, belga sin alma -replicó Elena-. Ricardo no es como tú. Él es un romántico, un hombre sensible. Ella ha podido matarlo con su última gracia. No se lo voy a perdonar, te juro. Y espero que tú, Ricardo, no seas tan cacaseno de irte tras ella como un perrito cuando te vuelva a llamar para que la saques de un nuevo enredo.

– Está visto que tú me quieres más que la niña mala, amiga -le besé la mano-. Cacaseno es una palabra que me va perfecta, por lo demás.

– En eso todos estamos de acuerdo -sentenció Simón.

– ¿Qué es un cacaseno? -preguntó el gringuito.

A instancias de los Gravoski fui a ver a un neurocirujano, en una clínica privada de Passy. Mis amigos insistieron en que, por pequeño que hubiera sido, un derrame cerebral podía tener consecuencias y que debía saber a qué atenerme. Yo, sin muchas esperanzas, había pedido un nuevo préstamo a mi banco, para hacer frente a los intereses de la hipoteca y de los dos préstamos anteriores, y, para mi sorpresa, me lo concedieron. Me puse en manos del doctor Fierre Joudret, un hombre encantador y, hasta donde yo podía juzgar, un profesional competente. Me volvió a someter a toda clase de análisis y me prescribió un tratamiento para controlar la presión arterial y mantener una buena circulación de la sangre. En su consultorio, en esos días, conocí una tarde a Marcella.

Aquella noche, en Nanterre, luego de la función de El burgués gentilhombre, en que fuimos a tomar una copa de vino a un bistrot, la decoradora italiana me pareció muy simpática y, fascinantes, el ardor y la convicción con que hablaba de su trabajo. Me contó su vida, las peleas y reconciliaciones con sus padres, las escenografías que había diseñado en pequeños teatros de España y de Italia. La de Nanterre era una de las primeras que hacía en Francia. En un momento dado, entre otras mil cosas, me aseguró que los mejores decorados teatrales que había visto en París no estaban en los escenarios sino en los escaparates de las tiendas. ¿Me gustaría hacer un recorrido para que se me quitara la cara de escéptico con que la escuchaba?

Nos despedimos en la estación del metro con besos en las mejillas y quedamos en vernos el sábado siguiente. La excursión fue muy divertida, no tanto por las vitrinas que me llevó a ver sino por sus explicaciones e interpretaciones. Me mostró, por ejemplo, que aquel arenal con palmeras, de luz blanca, de La Samaritaine serviría maravillosamente para Oh, les beaux jours! de Beckett, la marquesina de rojos encendidos de un restaurante árabe de Montparnasse como telón de fondo de Orfeo en los infiernos y la vitrina de una zapatería popular cerca de la iglesia de Saint Paul, en Le Marais, como la casa de Gepetto, en una adaptación teatral de Pinocho. Todo lo que decía era ingenioso, inesperado, y su entusiasmo y su alegría me tuvieron entretenido y contento. Durante la cena, en La Petite Périgourdine, un restaurante de la rué des Écoles, le dije que me gustaba y la besé. Ella me confesó que desde el día que conversamos en la sala de espera de la clínica de Passy supo que «algo había pasado entre nosotros». Me contó que había vivido cerca de dos años con un actor y que habían roto hacía poco, aunque seguían siendo buenos amigos.

Fuimos al pisito de Joseph Granier e hicimos el amor. Tenía un cuerpo menudo, con unos pechitos delicados, y era tierna, ardiente y sin complicaciones. Examinó mis libros y me riñó por tener sólo poesía, novelas y algunos ensayos pero ni un solo libro de teatro. Ella se encargaría de ayudarme a llenar ese vacío. «Has llegado a punto a mi vida, caro», añadió. Tenía una sonrisa ancha, que parecía salir no sólo de sus ojos y su boca, también de su frente, su nariz y sus orejas.

Marcella debía regresar a Italia un par de días después, por un posible trabajo en Milán, y la acompañé a la estación, porque viajaba en tren (tenía pavor al avión). Hablamos por teléfono varias veces y cuando regresó a París se vino a mi casa en vez de ir al hotelito del Barrio Latino en el que se alojaba. Trajo consigo una bolsa con un puñado de pantalones, blusas, chompas y sacones arrugados, y un baúl con libros, revistas, figurines y maquetas de sus montajes.

La instalación de Marcella en mi vida fue tan rápida que casi no tuve tiempo de reflexionar, de preguntarme si no daba un paso precipitado. ¿No hubiera sido más sensato esperar un poco, conocerse mejor, ver si la relación iba a funcionar? Después de todo, ella era una chiquilla y yo podía ser su padre..Pero, la relación funcionó, gracias a su manera de ser tan adaptable, tan sencilla en sus gustos, tan dispuesta a poner buena cara ante cualquier contrariedad. No hubiera podido decir que la quería, no en todo caso como había querido a la niña mala, pero me sentía bien a su lado, agradecido de que estuviera conmigo y hasta enamorada de mí. Me rejuvenecía y me ayudaba a echar tierra a los recuerdos.

A Marcella le salían de cuando en cuando algunos encargos, escenografías en teatros de barrio, subsidiados por los ayuntamientos. Entonces, se dedicaba con tanto enloquecimiento a su trabajo que se olvidaba de mi existencia. Yo tenía cada vez más dificultad para conseguir traducciones. Había renunciado a la interpretación, no me sentía capaz de hacer ese trabajo con la seguridad de antes. Y, tal vez porque se había corrido la voz sobre mis problemas de salud en el medio, cada vez me confiaban menos textos para traducir. Y los que conseguía tarde, mal y nunca, me tomaban mucho tiempo, porque a la hora u hora y media de estar trabajando, recomenzaban los mareos y los dolores de cabeza. En los primeros meses de vida en común con Marcella, mis ingresos se redujeron casi a nada y volví a verme angustiado con los pagos de la hipoteca y los intereses de los préstamos.

El administrador de la oficina de la Société Genérale, a quien expliqué el problema, me dijo que la solución era vender el piso. Se había valorizado y podía obtener un precio que, luego de canceladas la hipoteca y las deudas, me dejaría una cantidad que, administrada con prudencia, podía darme un desahogo por un buen tiempo. Lo consulté con Marcella y ella me animó también a que lo vendiera. Que me sacara de la cabeza la preocupación por esos pagos que me desvelaban cada mes. «No te preocupes por el futuro, caro. Pronto empezaré a tener buenas comisiones. Si nos quedamos sin un centavo, nos iremos donde mis padres, a Roma. Nos instalaremos en una buhardilla donde, de chiquita, yo daba funciones de ilusionismo y magia para mis amistades, y donde guardo toda clase de cachivaches. Te llevarás muy bien con mi padre, que es casi de tu edad.» Vaya perspectiva, Ricardito.

Vender el departamento nos tomó algún tiempo. Era verdad, su precio se había triplicado, pero los candidatos a comprarlo que traían las agencias inmobiliarias ponían peros, pedían rebajas o arreglos y las cosas se alargaron cerca de tres meses. Por fin, llegué a un acuerdo con un funcionario del Ministerio de las Fuerzas Armadas, un señor atildado que llevaba monóculo. Empezaron entonces los aburridos trámites con notarías y abogados y la venta de los muebles. El día que firmamos la minuta de venta e hicimos el traspaso, al salir yo de la notaría, en una transversal de l'avenue de Suffren, una señora al verme se detuvo en seco y me quedó mirando. Sin reconocerla, la saludé con una inclinación de cabeza.

– Soy Martine -dijo ella, secamente, sin estirarme la mano-. ¿No me recuerda?

– Estaba distraído -me disculpé-. Claro que la recuerdo muy bien. Cómo está, Martine.

– Muy mal, cómo voy a estar -repuso ella. El disgusto le avinagraba la cara. No me quitaba la vista-. Pero, sepa que yo no me dejo pisotear. Sé muy bien defenderme. Le aseguro que este asunto no se va a quedar así.

Era una mujer alta y reseca, de cabellos grises. Llevaba impermeable y me escudriñaba como si quisiera romperme en la cabeza el paraguas que tenía en la mano.

– No sé de qué me habla, Martine. ¿Ha tenido usted problemas con mi esposa? Nosotros nos separamos hace algún tiempo, ¿no se lo dijo?

Se quedó muda y me examinó, desconcertada. Su mirada me decía que yo le parecía un bicho muy raro.

– ¿Usted no sabe nada, entonces? -murmuró-. ¿Vive en las nubes, entonces? ¿Con quién cree usted que se largó esa mosquita muerta? ¿No sabe que fue con mi marido?

No supe qué responderle. Me sentí estúpido, un bicho raro, sí. Haciendo un esfuerzo, musité:

– No, no lo sabía. Ella sólo me dijo que se iba y se fue, No he vuelto a saber nada de ella. Lo siento mucho, Martine.

– Yo le di todo, trabajo, amistad, mi confianza, pasando por alto lo de sus papeles, que nunca estuvieron muy claros. Le abrí mi casa. Y así me pagó, quitándome a mi marido. No porque se enamorara de él, sino por codicia. Por puro interés. No le importó destrozar a toda una familia.

Me pareció que, si no me iba de allí, Martine me abofetearía, como responsable de su desgracia familiar. Tenía la voz rajada por la indignación.

– Le advierto que esto no se va a quedar así -repitió, accionando con el paraguas a unos centímetros de mi cara-. Mis hijos no lo van a permitir. Ella sólo quiere esquilmarlo, porque eso es lo que es, ana cazafortunas. Mis hijos han emprendido ya las acciones legales y la llevarán a la cárcel. Y usted hubiera hecho mejor vigilando un poco más a su mujer.

– Lo siento mucho, debo partir, esta conversación no tiene sentido -le dije, alejándome a largos trancos.

En vez de regresar a recoger a Marcella, que estaba despachando al depósito los enseres de la casa que no habíamos conseguido vender, fui a sentarme a un café de la Ecole Militaire. Traté de poner en orden mi cabeza. Se me debía haber subido algo la presión porque me sentía congestionado y aturdido. No conocía al marido de Martine, pero sí a uno de sus hijos, un hombre hecho y derecho al qué había visto de paso, una sola vez. La nueva conquista de la niña mala debía de ser, pues, muy mayor, un vejestorio como imaginé. Por supuesto que no se había enamorado de él. Nunca se había enamorado de nadie, salvo, acaso, de Fukuda. Lo había hecho para escapar del aburrimiento y la mediocridad de la vida en el pisito de la École Militaire, y en busca de aquello que había sido su primera prioridad desde que, de niñita, descubrió la vida de perro de los pobres y lo bien que vivían los ricos: esa seguridad que sólo el dinero garantizaba. Una vez más se había engatusado a sí misma con el espejismo del hombre rico; después de oír a Martine decir, con acento de trágica griega, «Mis hijos han iniciado acciones legales», era seguro que también esta vez las cosas no acabarían como ella creía. Le guardaba rencor pero, ahora, imaginándola con aquel vejete, también cierta compasión.

Encontré a Marcella extenuada. Había despachado ya el camioncito al depósito con lo que no pudimos vender y algunos cajones de libros. Sentado en el suelo de la salita, examiné las paredes y el espacio vacío con nostalgia. Nos fuimos a instalar a un hotelito de la rué de Cher-che-Midi. Allí vivimos muchos meses, hasta la partida a España. Teníamos un cuarto pequeño y claro, con una ventana bastante amplia desde la que se divisaban los techos vecinos y a cuyo alféizar venían a comer las palomas los granos de maíz que les ponía Marcella (a mí me tocaba limpiar las cagarrutas). Pronto se llenó de libros, discos, y, sobre todo, de dibujos y maquetas de Marcella. Tenía una mesa larga, que en teoría compartíamos, pero, en verdad, la ocupaba sobre todo Marcella. Ese año me fue todavía más difícil conseguir traducciones, de modo que la venta del piso resultó muy conveniente. Había colocado el dinero sobrante en una cuenta a plazo fijo, y la pequeña mensualidad que cobraba nos exigía vivir con gran modestia. Tuvimos que suprimir restaurantes caros, conciertos, ir al cine no más de una vez por semana y sólo a los espectáculos para los que Marcella conseguía invitaciones. Pero era un alivio vivir sin deudas.

La idea de mudarnos a España nació luego de que un conjunto italiano de danza moderna, de Barí, con el que Marcella había trabajado, y al que habían invitado a presentar un espectáculo en un festival de Granada, le pidió que se encargara de la iluminación y el decorado. Viajó allá con ellos y dos semanas después volvió encantada. El espectáculo había marchado muy bien, había conocido a gente de teatro y se le habían abierto algunas posibilidades. En los meses siguientes hizo decorados para dos conjuntos jóvenes, uno en Madrid y otro en Barcelona, y de ambos viajes volvió a París eufórica. Decía que en España había una vitalidad cultural extraordinaria y que todo el país estaba lleno de festivales y de directores, actores, bailarines y músicos ansiosos por poner a la sociedad española al día, de hacer cosas nuevas. Había allí más espacio para los jóvenes que en Francia, donde el medio estaba sobre-saturado. Además, en Madrid se podía vivir mucho más barato que en París.

No me apenó dejar la ciudad que, desde niño, yo asociaba con la idea del paraíso. En los años que llevaba en París había tenido experiencias maravillosas, de esas que parecen justificar toda una vida, pero todas ellas vinculadas a la niña mala, a la que yo para entonces, creo, recordaba ya sin amargura, sin odio, con cierta ternura incluso, sabiendo muy bien que mis infortunios sentimentales se debían más a mí que a ella, por haberla querido de una manera que ella nunca hubiera podido quererme a mí, aunque, en algunas contadas ocasiones, lo intentara: ésos eran mis recuerdos más gloriosos de París. Ahora que aquella historia estaba definitivamente cerrada, mi vida futura en esta ciudad sería una paulatina decadencia agravada por la falta de trabajo, una vejez con estrecheces y muy solitaria cuando la cara Marcella encontrara que tenía mejores cosas que hacer que cargar a cuestas con un hombre mayor, que tenía la cabeza bastante débil y que podía volverse gagá -una manera educada de decir imbécil- si le repetía el ataque cerebral. Mejor irme y empezar en otro lado.

Marcella encontró el pisito en Lavapiés y, como se lo alquilaron amueblado, yo terminé por regalar a organizaciones caritativas los restos de los muebles que teníamos en el depósito así como los libros de mi biblioteca. Me llevé a Madrid sólo un puñadito de títulos preferidos, casi todos rusos y franceses, y mis gramáticas y diccionarios.

Al año y medio de estar viviendo en Madrid tuve el palpito de que, esta vez sí, Marcella iba a dar el gran salto. Una tarde cayó muy excitada al Café Barbieri a contarme que había conocido a un bailarín y coreógrafo formidable y que iban a trabajar juntos en un proyecto fantástico: Metamorfosis, un ballet moderno inspirado en uno de los textos reunidos por Borges en su Manual de Zoología Fantástica: «A Bao A Qu», una leyenda recogida por uno de los traductores ingleses de Las mil y una noches. El muchacho era un alicantino, formado en Alemania, donde había trabajado profesionalmente hasta hacía poco tiempo. Ahora había reunido un grupo de diez bailarines, cinco mujeres y cinco hombres, y diseñado la coreografía de Metamorfosis. El cuento en cuestión, traducido y acaso enriquecido por Borges, refería la historia de un maravilloso animalito que vivía en lo alto de una torre en estado letárgico y sólo despertaba a la vida activa cuando alguien subía la escalera. Dotado de la propiedad de transformarse, cuando alguien bajaba o ascendía los peldaños el animalito empezaba a moverse, a iluminarse, a cambiar de forma y color. Víctor Almeda, el alicantino, había concebido un espectáculo en el que, emulando aquel prodigio, los bailarines y bailarinas, subiendo y bajando aquellas escaleras mágicas que diseñaría Marcella y gracias a los efectos de las luces también a su cargo, irían cambiando de personalidad, de movimiento, de expresiones, hasta convertir el escenario en un pequeño universo en el que cada danzante sería muchos, en que cada hombre y mujer contendría a innumerables seres humanos. La Sala Olimpia, un viejo cine convertido en teatro de la plaza de Lavapiés, donde funcionaba el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, había aceptado la propuesta de Víctor Almeda e iba a patrocinar el espectáculo.

Nunca vi a Marcella trabajar con tanta felicidad en una escenografía como en ésta, ni hacer tantos bocetos y maquetas. Cada día me contaba con regocijo el torrente de ideas que alborotaban su cabeza y los progresos que hacía el elenco. Un par de veces la acompañé al ruinoso Olimpia y, una tarde, nos tomamos un café en la misma plaza con Víctor Almeda, un muchacho muy moreno, de cabellos largos que sujetaba en cola de caballo, y un cuerpo atlético que delataba muchas horas de gimnasio y de ensayos. A diferencia de Marcella, no era exuberante ni extrovertido, más bien reservado, pero sabía muy bien lo que quería hacer en la vida. Y lo que quería es que Metamorfosis fuera un éxito. Tenía cultura literaria y pasión por Borges. Para este espectáculo había leído y visto mil cosas sobre el tema de la metamorfosis, empezando por Ovidio, y la verdad es que, aunque hablaba poco, lo que decía era inteligente y, para mí, novedoso: nunca había escuchado antes hablar a un coreógrafo y bailarín de su vocación. Esa noche, en casa, después de decirle a Marcella la buena impresión que me había hecho Víctor Almeda, le pregunté si era gay. Reaccionó indignada. No lo era. Qué prejuicio tan tonto creer que todos los bailarines eran gays. Ella estaba segura, por ejemplo, de que en el gremio de los intérpretes y traductores había un porcentaje tan grande de gays como entre los bailarines. Le pedí disculpas, le aseguré que no tenía el menor prejuicio, que mi pregunta había sido hecha por pura curiosidad, sin la menor trastienda.

El éxito de Metamorfosis fue total y merecido. Víctor Almeda consiguió mucha publicidad anticipada y la noche del estreno el Olimpia reventaba, había incluso gente de pie y predominaban los jóvenes. Las escaleras en que las cinco parejas evolucionaban se metamorfoseaban igual que los bailarines, y eran, con las luces, los verdaderos protagonistas del espectáculo. No había música. El ritmo lo marcaban los propios danzantes con las manos, los pies, y emitiendo sonidos agudos, guturales, roncos o silbantes, según cambiaban1 de identidad. Los mismos bailarines anteponían por turnos a los reflectores unas pantallas que cambiaban la intensidad y el color de la luz, gracias a lo cual los personajes parecían efectivamente tornasolar, cambiar de piel. Era bonito, sorprendente, imaginativo, un espectáculo de una hora que el público seguía inmóvil, expectante, sin que se oyera el zumbido de una mosca. El grupo iba a dar cinco funciones y terminó dando diez. Hubo artículos muy positivos en la prensa y en todos se mencionaba, con elogios, la escenografía de Marcella. La televisión lo filmó para pasar un fragmento en un programa dedicado a las artes.

Fui a ver el espectáculo tres veces. Siempre lo encontré lleno de público y el entusiasmo era idéntico al del día del estreno. La tercera vez, al terminar la función, cuando trepaba la tortuosa escalerilla del Olimpia hacia los camerines en busca de Marcella, me di poco menos que de bruces con ella, en brazos del apuesto y sudoroso Víctor Almeda. Se besaban con cierta furia y, al sentirme llegar, se soltaron, muy confundidos. Me hice el que no había advertido nada extraño y los felicité, asegurándoles que la función me había gustado todavía más que las dos veces anteriores.

Más tarde, camino a la casa, Marcella, a quien notaba muy incómoda, me encaró:

– Bueno, supongo que te debo una explicación por lo que has visto.

– No me debes ninguna, Marcella. Tú eres una persona libre y yo lo soy también. Vivimos juntos y nos llevamos muy bien. Pero, eso no debe recortar en lo más mínimo nuestra libertad. No hablemos más del asunto.

– Sólo quiero que sepas que lo siento mucho -me dijo-. Aunque las apariencias digan otra cosa, te aseguro que no ha pasado absolutamente nada entre Víctor y yo. Lo de esta noche ha sido una tontería sin ninguna importancia. Y no se va a repetir.

– Te creo -le dije yo, cogiéndola de la mano, porque me apenaba ver lo mal que se sentía-. Olvidemos todo esto. Y no pongas esa cara, por favor. Tú eres bonita sobre todo cuando sonríes.

En efecto, los días siguientes no volvimos a hablar del tema, y ella hizo muchos esfuerzos para mostrarse cariñosa. La verdad, no me afectó mucho saber que probablemente había surgido un romance entre Marcella y el coreógrafo alicantino. Nunca me había hecho muchas ilusiones sobre lo que duraría nuestra relación. Y ahora, además, sabía que mi amor por ella, si eso era amor, era un sentimiento bastante superficial. No me sentía herido ni humillado; sólo curioso por saber cuándo tendría que mudarme a vivir solo una vez más. Y desde entonces empecé a preguntarme si me quedaría en Madrid o volvería a París. Dos o tres semanas después, Marcella me anunció que habían invitado a Víctor Almeda a presentar Metamorfosis en Frankfurt, en un festival de danza moderna. Era una ocasión importante para que ella diera a conocer su trabajo en Alemania. ¿Qué me parecía?

– Magnífico -le dije-. Estoy seguro que Metamorfosis tendrá allá tanto éxito como en Madrid.

– Por supuesto que vendrás conmigo -se apresuró a decir ella-. Allá podrás seguir con las traducciones y…

Pero yo la acariñé y le dije que no fuera tonta ni pusiera esa cara de angustia. Yo no iría a Alemania, no teníamos dinero para eso. Me quedaría en Madrid trabajando en mi traducción. Yo tenía confianza en ella. Que preparara su viaje y se olvidara de todo lo demás, porque podía ser decisivo para su carrera. Se le salieron unos lagrimones al abrazarme y decirme al oído: «Te juro que aquella tontería no se repetirá jamás, caro».

«Por supuesto, por supuesto, bambina», la besé.

El mismo día que Marcella partió a Frankfurt, por tren -yo fui a despedirla a la estación de Atocha-, Víctor Almeda, que debía viajar dos días después por avión con el resto de la compañía, vino a tocarme la puerta del pisito de la calle Ave María. Traía una cara muy seria, como si lo devoraran profundas cuestiones. Supuse que venía a darme alguna explicación por el episodio del Olimpia y le propuse que tomáramos un café en el Barbieri.

En realidad, venía a decirme que él y Marcella estaban enamorados y que él consideraba su obligación moral hacérmelo saber. Marcella no quería hacerme sufrir y por eso se sacrificaba siguiendo a mi lado a pesar de amarlo a él. Ese sacrificio, además de hacerla desdichada, iba a perjudicar su carrera.

Le agradecí su franqueza y le pregunté si, contándome todo eso, esperaba que yo les resolviera el problema.

– Bueno -vaciló un momento-, en cierta forma, sí. Si usted no toma la iniciativa, ella no la tomará nunca.

– ¿Y por qué tomaría yo la iniciativa de romper con una muchacha a la que tengo tanto cariño?

– Por generosidad, por altruismo -dijo él en el acto, con una solemnidad tan teatral que tuve ganas de reírme-. Porque usted es un caballero. Y porque ahora ya sabe que ella me ama a mí.

En ese momento me di cuenta que el coreógrafo me trataba ahora de usted. Las veces anteriores, siempre nos habíamos tuteado. ¿Pretendía de este modo recordarme los veinte años que yo le llevaba a Marcella?

– Tú no eres franco conmigo, Víctor -le dije-. Confiésame toda la verdad. ¿Marcella y tú planearon esta visita tuya? ¿Te pidió ella que me hablaras porque ella no se atrevía?

Lo vi removerse en el asiento y negar con la cabeza. Pero, al abrir la boca, asintió:

– Lo decidimos entre los dos -reconoció-. Ella no quiere que tú sufras. Tiene toda clase de remordimientos. Pero yo la he convencido de que la primera lealtad no es con el qué dirán sino con los sentimientos.

Estuve a punto de decirle que lo que acababa de oír era una huachafería, y explicarle ese peruanismo, pero no lo hice porque ya estaba harto de él y quería que se fuera. De modo que le pedí que me dejara a solas, reflexionando sobre todo lo que me había dicho. Pronto tomaría una decisión al respecto. Le deseé muchos éxitos en Frankfurt y le di un apretón de mano. En realidad ya había decidido dejar a Marcella con su bailarín y regresarme a París. Entonces, ocurrió lo que tenía que ocurrir.

Dos días después, mientras trabajaba en la tarde en mi querencia del fondo del Café Barbieri, una elegante silueta femenina se sentó de pronto en la mesa, frente a mí:

– No te voy a preguntar si sigues enamorado de mí, porque ya sé que no -dijo la niña mala-. Infanticida.

La sorpresa fue tan mayúscula que, no sé cómo, eché al suelo la botella de agua mineral medio llena, que se quebró en pedazos y salpicó a un muchacho con pelo de puercoespín y tatuajes de la mesa del lado. Mientras la camarera andaluza se afanaba levantando los pedazos de vidrio, yo examinaba a la dama que, de la manera más inesperada, luego de tres años, bruscamente resucitaba en el momento y el lugar más inesperado del mundo: el Café Barbieri de Lavapiés.

A pesar de que estábamos a fines de mayo y hacía calor, ella llevaba un saquito de media estación azul claro sobre una blusa blanca abierta, y alrededor de la garganta le bailaba una cadenita de oro. El cuidado maquillaje no ocultaba lo demacrado de su rostro, los huesos salidos de sus pómulos y las pequeñas bolsas alrededor de los ojos. Habían pasado sólo tres, pero a ella le habían caído diez años encima. Era una vieja. Mientras la chica andaluza estuvo limpiando el suelo, ella tamborileaba en la mesa con una de sus manos, dé uñas cuidadosamente arregladas y pintadas, como si acabaran de pasar por la manicurista. Sus dedos se habían alargado y enflaquecido. Me miraba sin pestañear, sin humor y-¡colmo de los colmos!- me tomaba cuentas por mi mal comportamiento:

– Nunca hubiera creído que te pondrías a vivir con una mocosa que puede ser tu hija -repitió, indignada-. Y, además, una hippy que seguro no se baña nunca. Qué bajo has caído, Ricardo Somocurcio.

Tenía ganas de apretarle el pescuezo y de echarme a reír a carcajadas. No, no era broma: ¡me estaba haciendo una escena de celos! ¡Ella a mí!

– Tú tienes ya 53 o 54 años, ¿no? -prosiguió, tamborileando siempre en la mesa-. ¿Y cuántos esa lolita? ¿Veinte?

– Treinta y tres -le dije yo-. Representa menos, es verdad. Porque es una chica feliz y la felicidad rejuvenece a la gente. Tú no pareces muy feliz, en cambio.

– ¿Se baña alguna vez? -se exasperó ella-. ¿O a la vejez te ha dado por eso, por la suciedad?

– He aprendido del Yakuza Fukuda -le dije yo-. He comprobado que las porquerías tienen también su gracia, en la cama.

– Por si quieres saberlo, en este momento te odio con toda mi alma y quisiera que te murieras -dijo ella, sordamente. No me había quitado la vista ni había pestañeado una sola vez.

– Cualquiera que no te conociera diría que estás celosa.

– Por si quieres saberlo, sí lo estoy. Pero, sobre todo, decepcionada de ti.

Le cogí la mano y la obligué a acercarse un poco, para decirle, sin que oyera nuestro vecino, el puercoespín tatuado:

– ¿Qué significa esta payasada? ¿Qué haces aquí? Me clavó las uñas en la mano antes de contestarme. Lo hizo bajando también la voz:

– No sabes cómo lamento haberte buscado todo este tiempo. Pero ya. sé que esa hippy te va a hacer pasar las de Caín, te va a meter cuernos y te va a dejar tirado como un trapo sucio. Y no sabes cuánto me alegro.

– Estoy perfectamente entrenado para eso, niña mala. En cuestión de cuernos y abandonos, sé todo lo que hay que saber y todavía más.

Le solté la mano pero, en el acto, ella me la volvió a coger.

– Me había jurado no decirte nada sobre esa hippy -dijo, suavizando la voz y la expresión-. Pero, apenas te vi, no pude contenerme. Todavía me dan ganas de rasguñarte. Sé un poco más galante y pídeme una taza de té.

Llamé a la camarera andaluza y traté de soltarle la mano, pero la suya seguía aferrada a la mía.

– ¿La quieres a esa hippy asquerosa? -me preguntó-. ¿La quieres más de lo que me querías a mí?

– A ti yo no creo que te haya querido nunca -le aseguré-. Tú eras para mí lo que era Fukuda para ti: una enfermedad. Ahora me he curado, gracias a Marcella.

Me examinó un rato y, sin soltarme la mano, sonrió con ironía por primera vez, mientras me decía:

– Si no me quisieras no te habrías puesto tan pálido ni tendrías tan quebrada la voz. ¿No irás a ponerte a llorar, Ricardito? Porque tú eres bastante lloroncito, si mal no recuerdo.

– Te prometo que no. Tienes la maldita costumbre de aparecer de pronto, como una pesadilla, en los momentos menos pencados. Ya no me hace gracia. La verdad, no esperaba volver a verte nunca más. ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué haces acá en Madrid?

Cuando le trajeron la taza de té, pude examinarla un poco mientras ella le echaba un terrón de azúcar, movía el líquido, y escudriñaba la cucharilla, el platito y la taza haciendo ascos. Llevaba una falda blanca y unos zapatos también blancos y calados, que dejaban ver sus pequeños pies, de uñas pintadas con un esmalte transparente. Sus tobillos eran otra vez dos cañitas de bambú. ¿Habría estado enferma de nuevo? Sólo en la época de la clínica de Pétit Clamart la había visto tan delgada. Llevaba los cabellos echados hacia atrás en dos bandas y sujetos con unos prendedores a la altura de las orejas, que lucían airosas como siempre. Se me ocurrió que, sin el enjuague al que probablemente debían su negrura, sus cabellos debían ser ya grises, acaso blancos como los míos.

– Todo parece sucio aquí -dijo, de pronto, mirando a su alrededor y exagerando la expresión de disgusto-. La gente, el local, hay telarañas y polvo por todas partes. Hasta tú pareces sucio.

– Esta mañana me duché y me jaboné de arriba abajo, palabra.

– Pero estás vestido como un pordiosero -dijo ella, cogiéndome la mano otra vez.

– Y tú como una reina -le dije yo-. ¿No tienes miedo de que te asalten y te roben en un sitio de muertos de hambre como éste?

– En esta nueva etapa de mi vida estoy dispuesta a correr cualquier peligro por ti -se rió ella-. Además, tú, que eres un caballero, me defenderías hasta la muerte, ¿no? ¿O desde que te juntas con hippies ya dejaste de ser un caballerito miraflorino?

Se le había pasado la furia de un momento atrás y, ahora, apretándome la mano con firmeza, se reía. En sus ojos había una lejana reminiscencia de aquella miel oscura, una lucecita que encendía su cara demacrada y envejerida.

– ¿Cómo me has encontrado?

– Me costó mucho trabajo. Meses. Mil averiguaciones, por todas partes. Y un montón de plata. Estaba muerta de susto, llegué a pensar que te habías suicidado. Esta vez de verdad.

– Esas estupideces se hacen sólo una vez, cuando uno está imbecilizado de amor por alguna mujer. Ya no es mi caso, felizmente.

– Tratando de encontrarte, me he peleado con los Gravoski -me dijo de pronto, enfureciéndose otra vez-. Elena me trató muy mal. No me quiso dar tu dirección ni decirme nada sobre ti. Y se puso a tomarme cuentas. Que yo te había hecho desgraciado, que estuve a punto de matarte, que tuve la culpa de que te diera un ataque cerebral, que he sido la tragedia de tu vida.

– Elena te dijo la pura verdad. Tú has sido la desgracia de mi vida.

– La mandé a la mierda. No pienso hablarle ni verla nunca más. Lo siento por Yilal, porque ya no creo que vuelva a verlo tampoco a él. Quién se ha creído esa idiota para tomarme cuentas a mí. ¿No estará enamorada de ti, ésa?

Se movió en el asiento y, de repente, me pareció que empalidecía.

– ¿Se puede saber para qué me has buscado?

– Quería verte y hablar contigo -dijo, sonriendo otra vez-. Te extrañaba. ¿Tú también a mí, un poquito?

– Tú reapareces y me buscas siempre entre dos amantes -le dije, tratando de zafarme de su mano. Esta vez lo logré-. ¿Te ha echado el marido de Martine? ¿Vienes a hacer un intermedio en mis brazos hasta que caiga en tus redes el próximo vejete?

– Ya no -me interrumpió, volviendo a cogerme la mano y adoptando el tonito burlón de antaño-. He decidido poner punto final a mis locuras. Voy a pasar mis últimos años con mi marido. Siendo una esposa modelo.

Me eché a reír y ella se rió también. Me rascaba la mano con sus deditos y yo tenía cada vez más ganas de sacarle los ojos.

– ¿Tienes un marido, tú? ¿Se puede saber quién es?

– Todavía soy tu mujer y puedo probarlo, tengo los certificados -dijo, poniéndose seria-. Tú eres mi marido. ¿Ya no te acuerdas que nos casamos en la mairie del Cinquiéme?

– Fue una farsa, para conseguirte papeles -le recordé-. Nunca has sido mi mujer de verdad. Has estado conmigo por épocas, cuando tenías problemas, mientras no conseguías algo mejor. ¿Me vas a decir para qué me has buscado? Esta vez, si es que estás en problemas, no podría ayudarte aunque quisiera. Pero tampoco quiero. No tengo un centavo y vivo con una muchacha a la que quiero y que me quiere.

– Una hippy mugrienta que te va a largar en cualquier momento -dijo, enojándose otra vez-. Que no se ocupa dé ti para nada, a juzgar por la manera como andas vestido. En cambio, de ahora en adelante yo te voy a cuidar. Me voy a ocupar de ti las veinticuatro horas del día. Como una esposa modelo. Para eso he venido, ya lo sabes.

Hablaba con la carita de burla de otros tiempos, desmintiendo con el irónico brillo de sus ojos las palabras que me iba diciendo. De tanto en tanto, tomaba un sorbito de té. Ese jueguecito estúpido consiguió irritarme.

– ¿Sabes una cosa, niña mala? -le dije atrayéndola un poco para poder hablarle en voz muy baja, con toda la cólera que tenía acumulada-. ¿Te acuerdas de esa noche, en el departamento, en que estuve a punto de apretarte el pescuezo? Mil veces he lamentado no haberlo hecho.

– Todavía tengo ese vestido de bailarina árabe -susurró, con toda la picardía que le quedaba-. Me acuerdo muy bien de esa noche. Me pegaste y después hicimos el amor riquísimo. Me dijiste unas cositas muy bonitas. Hoy, no me has dicho ni una sola todavía. Estoy por creer que es verdad que ya no me quieres.

Tenía ganas de abofetearla, de sacarla del Café Barbieri a puntapiés, de hacerle todo el daño físico y moral que un ser humano puede hacer a otro, y, al mismo tiempo, gran imbécil, tenía ganas de tomarla en mis brazos, preguntarle por qué estaba tan delgadita y acabada, y acariñarla y besarla. Me ponía los pelos de punta imaginar que ella pudiera leer mis pensamientos.

– Si quieres que reconozca que me he portado mal contigo y que he sido una egoísta, lo reconozco -me susurró, acercándome la cara, pero yo le alejé la mía-. Si quieres que me pase el resto de la vida diciéndote que Elena tiene razón, que te he hecho daño y no he sabido valorar tu amor y esas idioteces, bueno, lo haré. ¿Eso es lo que quieres para que se te quite el rencor, Ricardito?

– Quiero que te vayas. Que de una vez por todas y para siempre desaparezcas de mi vida.

– Vaya, una huachafería. Ya era hora, niño bueno.

– No te creo una palabra de lo que dices. Sé muy bien que me buscas porque crees que te puedo echar una mano en alguno de tus enredos, ahora que ese pobre vejete te ha echado.

– No me echó, lo eché yo a él -me corrigió, con mucha calma-. Mejor dicho, se lo entregué enterito a sus hijitos que tanto extrañaban a su papito. Debías estarme agradecido, niño bueno. Si supieras los dolores de cabeza y la plata que te ahorré yéndome con él, me besarías las manos. No sabes lo cara que le ha costado al pobre esta aventura.

Lanzó una risita penetrante, burlona, malvada a más no poder.

– Me acusaron de haberlo secuestrado -añadió, como festejándose una gracia-. Presentaron certificados médicos falsos al juez, diciendo que su padre tenía demencia senil, que no sabía lo que hacía cuando se escapó conmigo. La verdad, no valía la pena perder el tiempo peleando por él. Se lo devolví encantada. Que ellos y Martine le limpien los mocos y le tomen la presión arterial dos veces al día.

– Eres la persona más perversa que he conocido, niña mala. Un monstruo de egoísmo y de insensibilidad. Capaz de apuñalar con la mayor frialdad a las personas que mejor se portan contigo.

– Bueno, sí, tal vez sea así -asintió ella-. A mí también me han dado muchas puñaladas en la vida, te aseguro. No me arrepiento de nada de lo que he hecho. Bueno, salvo de haberte hecho sufrir a ti. He decidido cambiar. Por eso estoy aquí.

Se me quedó mirando con una carita de mosquita muerta que me irritó todavía más.

– Quien no te conozca que te compre. ¿Se te ocurre que voy a tomar en serio ese numérico de esposa arrepentida? ¿Tú, niña mala?

– Sí, yo. He venido a buscarte porque te quiero. Porque te necesito. Porque no puedo vivir con nadie que no seas tú. Aunque te parezca un poco tarde, ahora ya lo sé. Por eso, de ahora en adelante, aunque me muera de hambre y tenga que vivir como una hippy, voy a vivir contigo. Y con nadie más. ¿Te gustaría que me vuelva una hippy y deje de bañarme? ¿Que me vista como el espantapájaros con el que andas? Lo que tú quieras.

Tuvo un ataque de tos y se le enrojecieron los ojos por el fuerte espasmo. Bebió un trago de mi vaso de agua.

– ¿No te importa que salgamos de aquí? -me dijo, tosiendo de nuevo-. Con este humo y este polvo no puedo respirar. Todo el mundo fuma aquí en España. Es una de las cosas que no me gusta de este país. Donde vayas, la gente te echa encima bocanadas de humo.

Pedí la cuenta, pagué y salimos. Cuando llegamos a la calle y la vi a la luz del día, me quedé espantado con su flacura. Sentada, sólo había advertido la delgadez de su cara. Pero, ahora, de pie, sin penumbra, era un desecho humano. Se había curvado un poco y caminaba insegura, como sorteando obstáculos. Sus pechos parecían haberse reducido hasta casi desaparecer y los huesitos de los hombros resaltaban, nítidos, por debajo de la blusa. Además de una cartera llevaba una carpeta abultada.

– Si te parece que me he vuelto muy flaca, muy fea y muy vieja, no me lo digas, por favor. ¿Dónde podemos ir?

– A ningún sitio. Aquí, en Lavapiés, todos los cafés son tan viejos y polvorientos como éste. Y todos están llenos de fumadores. Así que mejor nos despedimos aquí.

– Necesito hablar contigo. No será muy largo, te prometo.

Estaba cogida de mi brazo y sus dedos, tan delgaditos, tan huesudos, parecían los de una niñita.

– ¿Quieres ir a mi casa? -le dije, arrepintiéndome al tiempo que se lo proponía-. Vivo aquí cerca. Pero, te advierto, te dará más asco que este café.

– Vamos a donde sea -dijo ella-. Eso sí, si aparece esa hippy maloliente, le sacaré los ojos.

– Ella está en Alemania, no te preocupes.

La subida de los cuatro pisos fue larga y complicada. Subía los peldaños muy despacio y en cada rellano se detenía a descansar. En ningún momento se soltó de mi brazo. Cuando llegamos al último piso había palidecido todavía más y tenía la frente con brillos de sudor.

Apenas entramos, se dejó caer en el silloncito de la sala y respiró hondo. Luego, sin decir palabra, ni moverse del sitio, comenzó a examinar todo lo que tenía alrededor, con los ojos muy graves y el ceño y la frente fruncidos: los modelos y los dibujos y los trapos de Marcella desparramados por doquier, las revistas y los libros apilados en los rincones y en los estantes, el desbarajuste generalizado. Cuando llegó a la cama desarreglada, vi que su semblante se demudaba. Fui a la cocinita a traerle una botella de agua mineral. La encontré en el mismo sitio, mirando fijamente la cama.

– Tú tenías la manía del orden y de la limpieza, Ricardito -musitó-. Me parece increíble que vivas en semejante pocilga.

Me senté a su lado y me invadió una gran tristeza. Lo que decía era cierto. Mi pisito de la École Militaire, pequeño y modesto, siempre estuvo impecablemente limpio y ordenado. En cambio, este burdel reflejaba muy bien tu irreversible decadencia, Ricardito.

– Necesito que firmes algunos papeles -dijo la niña mala, señalándome la carpeta, que había puesto en el suelo.

– El único papel que te firmaría a ti sería el del divorcio, si ese matrimonio todavía vale -le respondí-. Conociéndote, no me extrañaría que me hagas firmar cualquier embrollo y que termine en la cárcel. Hace cuarenta años que te conozco, chilenita.

– Me conoces mal -dijo ella, muy tranquila-. Tal vez, a otros les podría hacer maldades. Pero a ti, no.

– A mí me has hecho las peores maldades que puede hacerle una mujer a un hombre. Me has hecho creer que me querías, mientras que, con toda la tranquilidad del mundo, seducías a otros caballeros porque tenían más dinero, y me largabas sin el menor cargo de conciencia. No lo has hecho una sino dos, tres veces. Dejándome destrozado, aturdido, sin ánimos de nada. Y, encima, tienes una vez más el atrevimiento de volver a decirme, con la cara más fresca, que quieres que vivamos juntos de nuevo. La verdad, eres como para exhibirte en los circos.

– Estoy arrepentida. No volveré a hacerte ninguna mala pasada.

– No tendrás ocasión, porque nunca volveré a vivir contigo. A ti nadie te ha querido como yo, nadie ha hecho todo lo que yo… Bueno, me siento estúpido dicién-dote estas tonterías. ¿Qué es lo que quieres de mí?

– Dos cosas -dijo ella-. Que dejes a esa hippy sucia y te vengas a vivir conmigo. Y que firmes esos papeles. No hay ninguna trampa. Te he traspasado todo lo que tengo. Una casita en el sur de Francia, cerca de Séte, y unas acciones de la Electricidad de Francia. Todo está puesto a tu nombre. Pero tienes que firmar esos papeles para que el traspaso valga. Léelos, consulta un abogado. No lo hago por mí, sino por ti. Para dejarte todo lo que tengo.

– Muchas gracias, pero no te puedo aceptar ese regalo tan generoso. Porque, probablemente, esa casita y esas acciones son robadas a mañosos y no tengo ninguna gana de ser testaferro tuyo o del gángster de turno para el que estás trabajando. ¿No será otra vez el famoso Fukuda, espero?

Entonces, antes de que yo pudiera atajarla, me echó los brazos al cuello y se prendió de mí con todas sus fuerzas.

– Deja de reñirme y de decirme maldades -se quejó, mientras me besaba el cuello-. Dime más bien que estás contento de verme. Dime que me has extrañado y que me quieres a mí, no a esta hippy con la que vives en este chiquero.

Yo no me atrevía a apartada, aterrado de sentir el esqueleto que era su cuerpo, una cintura, unas espaldas, unos brazos en los que parecían haber desaparecido todos los músculos, quedar sólo los huesos y el pellejo. La frágil, delicada personita que se apretaba contra mí despedía una fragancia que me hacía pensar en un jardín lleno de flores. No pude seguir simulando más.

– ¿Por qué estás tan flaquita? -le pregunté al oído.

– Dime primero que me quieres. Que a esta hippy no la quieres, que te pusiste a vivir con ella sólo por despecho, porque te dejé. Dímelo. Desde que supe que estabas con ella me estoy muriendo de celos a poquitos.

Yo sentía ahora su pequeño corazón, latiendo contra el mío. Le busqué la boca y la besé, largamente. Sentía su lengüita enredada en la mía, y tragaba su saliva. Cuando metí la mano por debajo de su blusa y le acaricié la espalda sentí en mis dedos todas sus costillas y la columna vertebral, como si no los separara de mis dedos ni una ínfima película de carne. No tenía pechos; sus pezones, diminutos, estaban a ras de piel.

– ¿Por qué estás tan flaquita? -le volví a preguntar-. ¿Has estado enferma? ¿Qué has tenido?

– No puedo hacer el amor contigo, no me toques ahí. Me han operado, me han sacado todo. No quiero que me veas desnuda. Tengo el cuerpo lleno de cicatrices. No quiero que tengas asco de mí.

Lloraba con desesperación y no conseguía calmarla. Entonces, la senté en mis rodillas y la acaricié mucho rato, como solía hacerlo en París, cuando tenía los ataques de miedo. También su potito se había escurrido, como sus pechos, y sus muslos eran tan delgaditos como sus brazos. Parecía uno de esos cadáveres vivientes que muestran las fotografías de los campos de concentración. La acariñaba, la besaba, le decía que la quería, que yo la cuidaría, y, al mismo tiempo, tenía un indescriptible horror porque estaba absolutamente seguro de que ella no había estaco grave, que lo estaba ahora y que muy pronto iba a morir. Nadie podía enflaquecer así y recuperarse.

– Todavía no me has dicho que me quieres más que a esa hippy, niño bueno.

– Claro que te quiero más que a ella y que a nadie, niña mala. Tú eres la única mujer que yo he querido y quiero en el mundo. Y, aunque me has hecho maldades, me has dado también una felicidad maravillosa. Ven, quiero tenerte en mis brazos desnuda y hacerte el amor.

La llevé a la cama, la tendí y la desnudé. Ella, con los ojos cerrados, se dejó desnudar, ladeándose, para exponerme su cuerpo lo menos posible. Pero, yo, acariciándola, besándola, la hice desencogerse y estirarse. No la habían operado sino destrozado. Le habían sacado los pechos y repuesto los pezones con torpeza, dejando las gruesas cicatrices circulares, como dos rojizas corolas. Pero, la cicatriz peor arrancaba de su vagina y subía hasta el ombligo, serpenteando, una costra entre marrón y rosada que parecía reciente. La impresión que tuve fue tan grande que, sin darme cuenta de lo que hacía, la cubrí con la sábana. Y supe que nunca más podría hacerle el amor.

– Yo no quería que me vieras así y que tuvieras asco de tu mujer -dijo ella-. Pero…

– Pero yo te quiero y añora te voy a cuidar hasta que estés completamente curada. ¿Por qué no me llamaste, para que yo te acompañara?

– No te encontraba por ninguna parte. Hace meses que te busco. Era lo que más me desesperaba: morirme sin volver a verte".

La habían operado la segunda vez apenas hacía tres semanas, en un hospital de Montpellier. Los médicos habían sido muy francos. El tumor en la vagina había sido detectado muy tarde y aunque lo extrajeron, el examen postoperatorio indicó que la metástasis había comenzado y que prácticamente no había nada que hacer. La quimioterapia sólo retardaría lo inevitable y además, en el estado de debilidad extrema en que se encontraba, probablemente no la resistiría. La operación de los pechos fue un año antes, en Marsella. Por su extrema debilidad no habían podido intervenirla de nuevo, para reconstruirle el busto. Ella y el marido de Martine, desde que se fugaron, habían vivido en la costa mediterránea, en Frontignan, cerca de Séte, donde él tenía propiedades. Se había portado muy bien con ella cuando le detectaron el cáncer. Había sido generoso y atento y la había colmado de atenciones, sin hacerle notar, cuando le sacaron los pechos, que se sentía decepcionado. Por el contrario, fue ella la que poco a poco lo convenció de que, en vista de que su suerte estaba echada, lo mejor que podía hacer era reconciliarse con Martine y acabar el pleito con sus hijos, del que sólo iban a sacar buena tajada los abogados. El caballero volvió donde su familia, despidiéndose de la niña mala con generosidad: le compró la casita en Séte que ahora ella pretendía traspasarme y le colocó en el banco unas acciones de la Electricidad de Francia que le permitieran vivir sin angustias económicas lo que le quedaba de vida. Ella había comenzado a buscarme hacía un año por lo menos, hasta dar conmigo en Madrid, gracias a una agencia de detectives, «que me sacó un ojo de la cara». Cuando le comunicaron mi paradero, estaba en plenos exámenes en el hospital de Montpellier. Como los dolores en la vagina los tenía desde los tiempos de Fukuda, ella no les había hecho mucho caso.

Me contó todo esto en una larguísima conversación que duró toda la tarde y buena parte de la noche, echados en la cama, ella apretada contra mí. Se había vuelto a vestir. A ratos se callaba para que yo pudiera besarla y decirle que la quería. Me contó esa historia-¿Cierta? ¿Muy adornada? ¿Totalmente falsa?- sin dramatismo, con aparente objetividad, sin autocompasión, pero, eso sí, con alivio, contenta, como si luego de contármela pudiera morirse en paz.

Duró 37 días más, en los que se portó, tal como me había jurado que lo haría en el Café Barbieri, como una esposa modelo. Por lo menos, cuando los terribles dolores no la tenían acostada y sedada con morfina. Me trasladé a vivir con ella a un aparthotel de Los Jerónimos, donde estaba alojada, llevándome una sola maleta con cuatro cosas que ponerme y algunos libros, y dejé a Marcella una carta muy hipócrita y digna, diciéndole que había decidido partir, devolviéndole la libertad, porque no quería ser un obstáculo para una felicidad que, lo comprendía muy bien, no podía darle yo, dada la diferencia de edad y de vocaciones, sino un joven de su edad y de disposición afín como Víctor Almeda. A los tres días partimos la niña mala y yo, en tren, a su casita de las afueras de Séte, en lo alto de una colina, desde la que se veía el hermoso mar cantado por Valéry en El cementerio marino. Era una casita pequeña, austera, bonita, bien arreglada, con un pequeño jardín. Durante dos semanas, ella estuvo tan bien, tan contenta, que, contra toda razón, pensé que podía recuperarse. Una tarde, sentados en el jardín, a la hora del crepúsculo, me dijo que, si algún día se me ocurría escribir nuestra historia de amor, que no la hiciera quedar muy mal porque, entonces, su fantasma vendría a jalarme los pies todas las noches.

– ¿Y por qué se te ha ocurrido eso?

– Porque siempre has querido ser un escritor y no te atrevías. Ahora que te vas a quedar sólito, puedes aprovechar, así no me extrañarás tanto. Por lo menos, confiesa que te he dado tema para una novela. ¿No, niño bueno?

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