Salomón Toledano se jactaba de hablar doce lenguas y poder interpretarlas todas en las dos direcciones. Era un hombre bajito y esmirriado, medio perdido en unos trajes bolsudos que, se diría, se compraba a propósito para que le quedaran grandes, y unos ojos de tortuga indecisos entre la vigilia y el sueño. Le raleaban los cabellos y se afeitaba sólo cada dos o tres días, de modo que siempre andaba con una sombra grisácea ensuciándole la cara. Nadie que lo viera así, tan poca cosa, el perfecto don nadie, hubiera podido imaginarse la extraordinaria facilidad de que estaba dotado para los idiomas y su fabulosa aptitud para interpretarlos. Las organizaciones internacionales se lo disputaban y también transnacionales y gobiernos, pero él no aceptó nunca un puesto fijo, porque como free lance se sentía más libre y ganaba más. No sólo era el mejor intérprete que conocí en todos los años en que me gané la vida ejerciendo la «profesión de fantasmas» -así la llamaba él-; también, el más original.
Todo el mundo lo admiraba y lo envidiaba, pero muy pocos de nuestros colegas lo querían. Los abrumaban su locuacidad, su falta de tacto, sus chiquillerías y la avidez con que acaparaba la conversación. Hablaba de manera ostentosa y a veces vulgar, porque, aunque sabía las generalidades de los idiomas, ignoraba los matices, tonos y usos locales, lo que a menudo lo hacía parecer torpe o grosero. Pero podía ser entretenido contando anécdotas, recuerdos de familia y sus andanzas por el mundo. A mí me fascinaba su personalidad de genio aniñado y, como me pasaba horas escuchándolo, llegó a tenerme bastante estima. Cada vez que coincidíamos en las cabinas de intérpretes de alguna conferencia o congreso yo sabía que tendría a Salomón Toledano prendido de mí como una lapa.
Había nacido en una familia sefardí de Esmirna que hablaba ladino y por eso se consideraba «más español que turco, aunque con cinco siglos de atraso». Su padre debía de haber sido un comerciante y banquero muy próspero porque envió a Salomón a estudiar en colegios privados de Suiza e Inglaterra, y a hacer estudios universitarios en Boston y Berlín. Antes de obtener sus diplomas hablaba ya turco, árabe, inglés, francés, español, portugués, italiano y alemán, y, luego de graduarse en filologías románica y germánica, vivió unos años en Tokio y Taiwán, donde aprendió japonés, mandarín y el dialecto taiwanés. Conmigo hablaba siempre en un español masticado y ligeramente arcaizante, en el que, por ejemplo, a los «intérpretes» nos llamaba «trujimanes». Por eso, lo habíamos apodado el Trujimán. A veces, sin darse cuenta, pasaba del español al francés o al inglés o a lenguas más exóticas y entonces yo tenía que interrumpirlo y pedirle que se confinara en mi (comparado con el suyo) pequeñito mundo lingüístico. Cuando lo conocí, estaba aprendiendo ruso, y en un año de esfuerzos llegó a leerlo y hablarlo con más desenvoltura que yo, que llevaba cinco escudriñando los misterios del alfabeto cirílico.
Aunque generalmente traducía al inglés, cuando hacía falta interpretaba también al francés, al español y a otros idiomas, y siempre me maravilló la fluidez con que se expresaba en mi lengua, sin haber vivido jamás en un país hispanohablante. No era un hombre con muchas lecturas, ni demasiado interesado en la cultura, salvo en las gramáticas y los diccionarios, y de pasatiempos inusitados, como la filatelia y los soldaditos de plomo, temas en los que decía ser tan versado como en lenguas. Lo más extraordinario era oírlo hablar en japonés, porque entonces, sin advertirlo, adoptaba las posturas, venias y ademanes de los orientales, como un verdadero camaleón. Gracias a él, descubrí que la predisposición para los idiomas es tan misteriosa como la de ciertas personas para las matemáticas o la música, no tiene nada que ver con la inteligencia ni el conocimiento. Es algo aparte, un don que algunos poseen y otros no. Salomón Toledano lo tenía tan desarrollado que, con todo su aire inofensivo y anodino, a sus colegas nos parecía algo monstruoso. Porque, cuando no se trataba de idiomas, era de una ingenuidad desarmante, un hombre-niño.
Aunque habíamos coincidido antes por razones de trabajo, mi amistad con él nació de veras en la época en que, una vez más en la vida, perdí el contacto con la niña mala. Su separación de David Richardson fue una catástrofe cuando éste pudo demostrar ante el tribunal que veía la demanda de divorcio que Mrs. Richardson era bígama, pues estaba casada con todas las de la ley también en Francia con un funcionario del Quai d'Orsay del que nunca se divorció. La niña mala, viendo la batalla perdida, optó por escapar de Inglaterra y de los odiados caballos de Newmarket con rumbo desconocido. Pero pasó por París -por lo menos, es lo que quiso que yo creyera- y, desde el flamante aeropuerto de Charles de Gaulle, en marzo de 1974 me llamó por teléfono para despedirse. Me contó que las cosas le habían ido muy mal, que su ex marido había salido ganando en todos los sentidos, y que, harta de tribunales y de abogados que le habían volatilizado la poca plata que tenía, se iba a donde nadie pudiera fregarle más la paciencia.
– Si quieres quedarte en París, mi casa es tuya -le dije, muy en serio-. Y si quieres casarte otra vez, casémonos. A mí me importa un pito que seas bígama o trígama.
– ¿Quedarme en París para que monsieur Robert Arnoux me denuncie a la policía o cosas peores? Ni loca. Gracias, de todos modos, Ricardito. Ya nos veremos alguna vez, cuando pase la tormenta.
Sabiendo que no me lo diría, le pregunté dónde se iba a instalar, qué pensaba hacer ahora con su vida.
– Te lo cuento la próxima vez que nos veamos. Un besito y no me metas muchos cuernos con las francesas.
También esta vez estuve seguro de que nunca volvería a saber de ella. Como las veces anteriores, me hice el firme propósito, a mis treinta y ocho años, de enamorarme de alguien menos evasivo y complicado, una chica normal, con la que pudiera tener una relación sin sobresaltos, acaso hasta casarme con ella y tener hijos. Pero, no ocurrió así, porque en esta vida rara vez ocurren las cosas como los pichiruchis las planeamos.
Pronto entré en una rutina de trabajo que, aunque a ratos me aburría, tampoco me desagradaba. Ser intérprete me parecía una profesión anodina, pero, también, la que menos problemas morales plantea a quien la ejerce, Y me permitía viajar, ganar bastante bien y tomarme el tiempo libre que quisiera.
Mi único contacto con el Perú, pues ya muy rara vez veía a peruanos en París, seguían siendo las cartas del tío Ataúlfo, cada día más desesperanzadas. Su mujer, la tía Dolores, siempre me ponía a mano un recuerdo y yo le enviaba de tanto en tanto partituras, pues tocar el piano era la gran distracción de su vida de inválida. Los ocho años de la dictadura militar del general Velasco, con las nacionalizaciones, la reforma agraria, la comunidad industrial, los controles y el dirigismo económico, me decía el tío Ataúlfo, habían dado soluciones erróneas al problema de las injusticias sociales y las grandes desigualdades, así como a la explotación de las mayorías por la minoría de privilegiados, y esto sólo había servido para enconar y empobrecer todavía más a unos y otros, ahuyentar las inversiones, acabar con el ahorro y aumentar la crispación y la violencia. Aunque en la segunda etapa de la dictadura, dirigida en sus últimos cuatro años por el general Francisco Morales Bermúdez, se frenó algo el populismo, los diarios y las estaciones de televisión y de radio seguían estatizados, la vida política cancelada y no había asomo de que fuera a restablecerse la democracia. La amargura que destilaban las cartas del tío Ataúlfo me apenaba por él y por los peruanos de su generación que, al llegar a la vejez, veían que su antiguo sueño de que el Perú progresara, en vez de materializarse, retrocedía. La sociedad peruana se iba sumiendo cada vez más en la pobreza, la ignorancia y la brutalidad. Había hecho bien viniéndome a Europa, aunque mi vida fuera algo solitaria y la de un oscuro trujimán.
También me fui desinteresando de la actualidad política francesa, que antes seguía con pasión. En los setenta, durante los gobiernos de Pompidou y de Giscard d'Estaing, apenas leía las informaciones de actualidad. Buscaba en los diarios y los semanarios casi exclusivamente las páginas culturales. Iba siempre a exposiciones y conciertos pero ya no tanto al teatro, que decayó mucho en relación con la década pasada, y, en cambio, sí, hasta dos veces por semana, al cine. Felizmente, París seguía siendo un paraíso para los cinéfilos. En lo que concierne a la literatura, dejé de estar al día porque, al igual que el teatro, la novela y el ensayo cayeron en picada en Francia. Nunca pude leer con entusiasmo a los ídolos intelectuales de esas décadas, Barthes, Lacan, Derrida, Deleuze y otros, cuyos libros verbosos se me caían de las manos; sólo a Michel Foucault. Su historia de la locura me impresionó mucho y también su ensayo sobre el régimen carcelario (Surveiller et punir), aunque no me convenció su teoría según la cual la historia del occidente europeo era la de las múltiples represiones institucionalizadas -la cárcel, los hospitales, el sexo, la justicia, las leyes- de un poder que colonizaba todos los espacios de libertad para aniquilar la disensión y la inconformidad. En verdad, todos esos años leí sobre todo a los muertos, y, en especial, a escritores rusos.
Aunque andaba siempre muy ocupado trabajando y haciendo cosas, por primera vez, en los setenta, cuando la examinaba tratando de ser objetivo, mi vida empezó a parecerme bastante estéril, y mi futuro el de un irremediable solterón y un fuereño que nunca se integraría de veras a la Francia de sus amores. Y recordaba siempre un apocalíptico desplante de Salomón Toledano, que, un día, en la sala de intérpretes de la Unesco, nos interpeló así: «Si, de repente, nos sentimos morir y nos preguntamos: ¿Qué huella dejaremos de nuestro paso por esta perrera?, la respuesta honrada sería: Ninguna, no hemos hecho nada, salvo hablar por otros. ¿Qué significa, si no, haber traducido millones de palabras de las que no recordarnos una sola, porque ninguna merecía ser recordada?». No era extraño que el Trujimán fuera impopular entre la gente de la profesión.
Un día le dije que lo odiaba, porque aquella frase, que me volvía de tanto en tanto a la memoria, me había convencido de la total inutilidad de mi existencia.
– Los trujimanes sólo somos inútiles, querido -me consoló-. Pero, no hacemos perjuicio a nadie con a nuestro trabajo. En todas las otras profesiones se puede causar grandes estragos a la especie. Piensa en los abogados y los médicos, por ejemplo, y no se diga los arquitectos o los políticos.
Estábamos tomando una cerveza en un bistrot de l'avenue Suffren, luego de una jornada de trabajo en la Unesco, que celebraba su conferencia anual. Yo, en un arranque confidencial, le acababa de contar, sin detalles ni nombres, que hacía muchos años estaba enamorado de una mujer que aparecía y desaparecía en mi vida como un fuego fatuo, incendiándola de felicidad por cortos períodos, y, después, dejándola seca, estéril, vacunada contra cualquier otro entusiasmo o amor.
– Enamorarse es un error -sentenció Salomón Toledano, haciéndole eco a mi desaparecido amigo Juan Barreto, que compartía esa filosofía, aunque sin los amaneramientos verbales de mi colega-. A la mujer, atrápala por los cabellos, arróllala y a la colcha. Hazla vislumbrar todas las estrellas del firmamento en un dos por tres. Ésa es la teoría correcta. Yo no puedo practicarla, por mi físico endeble, helas. Alguna vez intenté una machada con una hembra brava y me desbarató la cara de un bofetón. Por eso, pese a mi tesis, trato a las damas, sobre todo a las rameras, como a reinas.
– No te creo que no te hayas enamorado nunca, Trujimán.
Reconoció que se había enamorado una vez en la vida, cuando era estudiante universitario en Berlín. De una chica polaca, tan católica que cada vez que hacían el amor tenía remordimientos con llanto. El Trujimán le propuso matrimonio. La muchacha aceptó. Les costó un triunfo obtener el beneplácito cié las familias. Lo consiguieron luego de una complicada negociación en la que se decidió una doble boda, por el rito judío y por el católico. En plenos preparativos matrimoniales, la novia, súbitamente, se fugó con un oficial norteamericano que concluía su servicio en Berlín. El Trujimán, enloquecido de despecho, hizo una extraña inquisición: quemó su magnífica colección de estampillas. Y decidió que nunca volvería a enamorarse. En el futuro el amor para él sería sólo mercenario. Había cumplido. Desde aquel episodio, sólo frecuentaba prostitutas. Y, en vez de estampillas, coleccionaba ahora soldaditos de plomo.
Pocos días después, creyendo hacerme un favor, me embarcó en una salida de fin de semana con dos cortesanas rusas que, según él, además de permitirme practicar mi ruso, me harían conocer los «efluvios y moretones del amor eslavo». Fuimos a cenar a un restaurante de Batignolles, Le Grand Samovar, y, después, a una boite de nuit, estrecha, oscura y humosa hasta la asfixia, cerca de la place de Clichy, donde encontramos a las ninfas. Bebimos mucho vodka, de manera que mis recuerdos perdían nitidez casi desde que entramos al antro llamado Les Cosaques y sólo me quedó claro que de las dos rusas, la suerte, o mejor dicho el Trujimán, me deparó a mí a Natacha, la más gorda y la más maquillada de las dos rubensianas cuarentonas. Mi pareja andaba embutida en un vestido rosado brillante, con filos de gasa, y cuando reía y accionaba, sus tetas se mecían como dos globos belicosos. Parecía escapada de un cuadro de Botero. Hasta que mis recuerdos se eclipsaban en vapores alcohólicos, mi amigo estuvo hablando como un loro, en un ruso mechado de palabrotas que las dos cortesanas celebraban a carcajadas.
A la mañana siguiente me desperté con dolor de cabeza y los huesos molidos: había dormido en el suelo, al pie de la cama donde roncaba, vestida y calzada, la supuesta Natacha. De día era todavía más gorda que de noche. Durmió plácidamente hasta el mediodía y, cuando despertó, miró asombrada la habitación, la cama que ocupaba, y a mí, que le daba las buenas tardes, inmediatamente empezó a exigirme tres mil francos, unos seiscientos dólares de la época, lo que ella cobraba por una noche entera. Yo no tenía semejante cantidad y siguió una desagradable discusión en la que, al fin, la convencí de que se quedara con todo lo que yo llevaba en efectivo, la mitad de aquella suma, más unas figuritas de porcelana que adornaban la salita. Se fue vociferando vulgaridades y yo me metí largo rato a la ducha, jurándome no volver a incurrir en semejantes aventuras trujimanescas.
Cuando le conté a Salomón Toledano mi fiasco nocturno me dijo que, en cambio, él y su amiga habían hecho el amor hasta el desmayo, en una demostración de fuerzas que merecía las páginas del Libro Guinness. Nunca más se atrevió a proponerme otra salida nocturna con señoras exóticas.
Lo que me distrajo y ocupó muchas horas en esos últimos años de la década de los setenta fueron los cuentos de Chéjov, en particular, y, en general, la literatura rusa. Nunca había pensado hacer traducciones literarias, porque sabía que estaban muy mal pagadas en todas las lenguas y seguramente peor en español que en otras. Pero en 1976 o 1977 conocí en la Unesco, por un amigo común, a un editor español, Mario Muchnik, del que me hice amigo. Al enterarse de que sabía ruso y era muy aficionado a la lectura, me animó a preparar una pequeña antología de cuentos de Chéjov, de los que yo le había hablado maravillas, asegurándole que era tan buen cuentista como dramaturgo, aunque, por las mediocres traducciones que circulaban de sus cuentos, estuviera poco valorado como narrador. Muchnik era un caso interesante. Había nacido en Argentina, estudiado ciencias e iniciado una carrera de investigador y académico que de pronto abandonó para dedicarse a editar, su pasión secreta. Era un editor vocacional, que amaba los libros y sólo editaba literatura de calidad, lo que, decía, le aseguraba todos los fracasos del mundo económicamente hablando, pero las más grandes satisfacciones personales. Hablaba de los libros que editaba con un entusiasmo tan contagioso que, después de pensarlo un poco, terminé por aceptar su oferta de una antología de cuentos de Chéjov, para la que le pedí tiempo ilimitado. «Lo tienes», me dijo, «y, además, aunque ganarás una miseria, gozarás como un marrano».
Me demoré una infinidad de tiempo, pero, en efecto, lo pasé muy bien, leyendo todo Chéjov, escogiendo sus cuentos más bellos, y trasladándolos al español. Era algo más delicado que traducir los discursos y las intervenciones a las que estaba habituado en mi trabajo. Como traductor literario, me sentí menos fantasmal que como intérprete. Tenía que tomar decisiones, explorar el español en busca de matices y cadencias que correspondieran a las sutilezas y veladuras semánticas -el maravilloso arte de la alusión y la elusión de la prosa de Chéjov- y también a las suntuosidades retóricas de la lengua literaria rusa. Un verdadero placer, en el que invertía sábados y domingos enteros. Le envié a Mario Muchnik la antología prometida casi dos años después de habérmela contratado. Me había hecho pasar tan buenos ratos que estuve a punto de no aceptarle el cheque que me hizo llegar como honorarios. «Tal vez te alcance para comprarte una bonita edición de algún buen escritor, por ejemplo Chéjov», me decía.
Cuando, un tiempo después, me llegaron ejemplares de la antología, le regalé uno de ellos, dedicado, a Salomón Toledano. Nos tomábamos un trago de cuando en cuando y a veces lo acompañaba a recorrer tiendas de soldaditos de plomo, filatelistas o anticuarios, que él registraba con minucia, aunque rara vez compraba algo. Me agradeció el libro, pero me desaconsejó vivamente que perseverara en ese «peligrosísimo camino».
– Tu ganapán está en peligro -me advirtió-. Un traductor literario es un aspirante a escritor, es decir, casi siempre, un plumífero frustrado. Alguien que no se resignaría jamás a desaparecer en su oficio, como hacemos los buenos intérpretes. No renuncies a tu condición de caballero inexistente, querido, a menos que quieras terminar de clochard.
Contrariamente a lo que yo creía, que las personas políglotas lo eran por su buen oído musical, Salomón Toledano no sentía el menor interés por la música. En su departamento de Neuilly ni siquiera descubrí un tocadiscos. Su finísimo oído lo era, específicamente, para los idiomas. Me contó que en su familia, en Esmirna, se hablaba indistintamente el turco y el español -bueno, el ladino, del que se había desprendido del todo en un verano que pasó en Salamanca- y que la aptitud lingüística se la había heredado a su padre, que llegó a dominar una media docena de idiomas, algo que le sirvió mucho para sus negocios. Desde niño había soñado con viajar, conocer ciudades, y ése había sido el gran incentivo para aprender idiomas, gracias a lo cual se convirtió en lo que era ahora: un ciudadano del mundo. Esa misma vocación trashumante había hecho de él el precoz coleccionista de estampillas que fue, hasta su traumatizado noviazgo de Berlín. Coleccionar sellos era otra manera de recorrer los países, de aprender geografía e historia.
Los soldaditos de plomo no lo hacían viajar, pero lo divertían mucho. Su departamento estaba colmado de ellos, desde el pasillo de la entrada hasta el dormitorio, incluida la cocina y el cuarto de baño. Se había especializado en las batallas de Napoleón. Las tenía muy bien dispuestas y ordenadas, con cañoncitos, caballos, estandartes, de manera que recorriendo su departamento uno seguía la historia militar del primer imperio hasta Waterloo, cuyos protagonistas rodeaban su cama por los cuatro costados. Además de soldaditos de plomo, la casa de Salomón Toledano estaba llena de diccionarios y gramáticas de todas las lenguas posibles. Y, una extravagancia, el pequeño aparato de televisión reposaba en una repisa frente al excusado. «La televisión es para mí un purgante formidable», me explicó.
¿Por qué llegué a tenerle a Salomón Toledano tanta simpatía mientras todos nuestros colegas lo esquivaban como a un pesado insoportable? Tal vez porque su soledad se parecía a la mía, aunque fuéramos distintos en muchas otras cosas. Los dos nos habíamos dicho que nunca podríamos volver a vivir en nuestros países, pues yo en el Perú y él en Turquía nos hallaríamos seguramente más extranjeros que en Francia, donde, sin embargo, nos sentíamos también forasteros. Y ambos éramos muy conscientes de que nunca nos integraríamos al país en el que habíamos elegido vivir y que nos había concedido incluso un pasaporte (los dos habíamos adquirido la nacionalidad francesa).
– No es culpa de Francia si seguimos siendo un par de extranjeros, querido. Es culpa nuestra. Una vocación, un destino. Como nuestra profesión de intérpretes, otra manera de ser siempre un extranjero, de estar sin estar, de ser pero no ser.
Sin duda tenía razón cuando me decía estas lúgubres cosas. Esas conversaciones con el Trujimán me dejaban siempre algo desmoralizado y a veces me producían desvelos. Ser un fantasma no era cosa que me dejara impávido; a él no parecía importarle mucho..
Por eso, en 1979, cuando Salomón Toledano, muy excitado, me anunció que había aceptado una oferta para viajar a Tokio y trabajar durante un año como intérprete exclusivo de la Mitsubishi, me sentí algo aliviado. Era una buena persona, un espécimen interesante, pero algo había en él que me entristecía y alarmaba, porque me revelaba ciertos secretos derroteros de mi propio destino.
Fui a despedirlo a Charles de Gaulle y al estrecharle la mano junto al mostrador de Japan Air Lines sentí que me dejaba entre los dedos un pequeño objeto metálico. Era un húsar de la guardia del Emperador. «Lo tengo repetido», me explicó. «Te traerá suerte, querido.» Lo puse en mi velador, junto a mi amuleto, aquella escobillita primorosa, marca Guerlain.
Pocos meses después, terminó por fin la dictadura militar en el Perú, hubo elecciones, y los peruanos, en 1980, como desagraviándolo, volvieron a elegir Presidente a Fernando Belaunde Terry, el mandatario depuesto por el golpe militar de 1968. El tío Ataúlfo, feliz, decidió celebrar el acontecimiento echando la casa por la ventana: un viaje a Europa, donde nunca había puesto los pies. Trató de que lo acompañara la tía Dolores, pero ella alegó que su invalidez le impediría gozar del viaje y la convertiría en un estorbo. De modo que el tío Ataúlfo vino solo. Llegó a tiempo para que celebráramos juntos mis 45 años.
Lo alojé en mi departamento de la Ecole Militaire, cediéndole el dormitorio y durmiendo yo en el sofá cama de la salita. Había envejecido mucho desde la última vez que lo vi en persona, tres lustros atrás. Los setenta y pico de años le pesaban. Se había quedado casi sin pelo, arrastraba los pies y se fatigaba con facilidad. Tomaba pastillas para la presión y la dentadura postiza debía incomodarle pues todo el tiempo estaba moviendo la boca como si quisiera encajarla mejor en sus encías. Pero se lo veía encantado de conocer por fin París, un viejo anhelo. Miraba las calles, los muelles del Sena y las viejas piedras arrobado, repitiendo entre dientes: «Todo es más bello que en las fotos». Acompañé al tío Ataúlfo a Notre Dame, al Louvre, a les Invalides, al Panteón, al Sacre Coeur, a galerías y museos. En efecto, esta ciudad era la más bella del mundo y el haber pasado aquí tantos años había hecho que lo olvidara. Vivía rodeado de tantas cosas hermosas casi sin verlas. Así que por unos días gocé tanto como él haciendo turismo en mi ciudad de adopción. Tuvimos largas conversaciones, sentados en las terrazas de los bistrots, tomándonos una copita de vino de aperitivo. Estaba contento con el fin del régimen militar y la restauración de la democracia en el Perú, pero no se hacía muchas ilusiones en lo inmediato. Según él, la sociedad peruana era un hervidero de tensiones, odios, prejuicios y resentimientos, que se habían agravado mucho en los doce años de gobierno militar. «Ya no reconocerías tu país, sobrino. Hay en el aire una amenaza latente, la sensación de que en cualquier momento algo gravísimo puede estallar.» Sus palabras fueron proféticas también esta vez. A poco de regresar al Perú, luego de su viaje a Francia y un pequeño recorrido que hizo en ómnibus por Castilla y Andalucía, el tío Ataúlfo me envió unos recortes de periódicos de Lima con unas fotos truculentas: unos desconocidos maoístas habían ahorcado, en los postes eléctricos del centro de la capital, unos pobres perros a los que les habían pegado unos carteles con el nombre de Teng Hsiao-ping, al que acusaban de traicionar a Mao y de haber puesto fin a la revolución cultural en China Popular. Así comenzaba la rebelión armada de Sendero Luminoso, que duraría toda la década de los ochenta y provocaría un baño de sangre sin precedentes en la historia peruana: más de sesenta mil muertos y desaparecidos.
Un par de meses después de su partida, Salomón Toledano me escribió una larga carta. Estaba muy contento con su estancia en Tokio, aunque la gente de la Mitsubishi lo hacía trabajar tanto que en las noches se desplomaba en su cama, exhausto. Pero había actualizado su japonés, conocido gente simpática, y no extrañaba nada al lluvioso París. Estaba saliendo con una abogada de la firma, divorciada y bella, que no tenía las piernas zambas como tantas japonesas sino muy bien torneadas y una mirada directa y profunda que «escarbaba el alma». «No temas, querido, fiel a mi promesa no me enamoraré de esta Jezabel nipona. Pero, excluyendo el enamoramiento, me propongo hacer con Mitsuko todo lo demás.» Debajo de su firma había puesto una lacónica posdata: «Saludos de la niña mala». Cuando llegué a esta frase, la carta del Trujimán se me cayó de las manos y tuve que sentarme, presa de un vértigo.
¿Estaba, pues, en Japón? ¿Cómo demonios se habían podido encontrar Salomón y la peruanita traviesa en la populosa Tokio? Descarté la idea de que fuera ella la abogada de mirada tenebrosa de la que parecía prendado mi colega, aunque con la ex chilenita, ex guerrillera, ex madame Arnoux y ex Mrs. Richardson, nada era imposible, incluso que anduviese ahora camuflada de abogada japonesa. Aquello de «niña mala» revelaba que entre Salomón y ella existía cierto grado de familiaridad; la chilenita tenía que haberle contado algo de nuestra larga y sincopada relación. ¿Habrían hecho el amor? Descubrí, en los días siguientes, que la malhadada posdata me había alborotado la vida y devuelto al enfermizo y estúpido amor-pasión que me consumió tantos años, impidiéndome vivir normalmente. Y, sin embargo, pese a mis dudas, a los celos, a los angustiosos interrogantes, saber que la niña mala estaba allí, real, viva, en un lugar concreto, aunque fuera lejísimos de París, me llenó la cabeza de fantasías. Otra vez. Fue como salir del limbo en que había vivido estos últimos cuatro años, desde que me llamó del aeropuerto Charles de Gaulle (bueno, me dijo que me llamaba de allí) para anunciarme que se fugaba de Inglaterra.
¿Seguías, pues, enamorado de tu escurridiza compatriota, Ricardo Somocurcio? Sin la menor duda. Desde aquella posdata del Trujimán, día y noche se me aparecía todo el tiempo la carita morena, la expresión insolente, sus ojos color miel oscura, y todo el cuerpo me ardía de deseos de tenerla en los brazos.
La carta de Salomón Toledano no llevaba remitente y el Trujimán no se dignaba darme su dirección ni su teléfono. Hice averiguaciones en la oficina parisina de la Mitsubishi y me aconsejaron que le escribiera al departamento de Recursos Humanos de la empresa en Tokio, cuya dirección me dieron. Así lo hice. Mi carta daba muchos rodeos, hablándole primero de mi propio trabajo; le decía que el húsar del Emperador me trajo suerte, porque había tenido en las últimas semanas excelentes contratos y lo felicitaba por su flamante conquista. Por fin, entraba en materia. Me había sorprendido agradablemente saber que conocía a esa vieja amiga mía. ¿Estaba ella viviendo en Tokio? Yo le había perdido la pista hacía años. ¿Podía enviarme su dirección? ¿Su teléfono? Me gustaría retomar el contacto con esa compatriota, después de tanto.
Envié la carta sin muchas esperanzas de que llegara a sus manos. Pero llegó y la respuesta casi se extravía por los caminos de Europa. Pues la carta del Trujimán aterrizó en París cuando yo estaba en Viena, trabajando en la Junta de Energía Atómica, y mi portera de la École Militaire, siguiendo mis instrucciones en caso de que llegara carta de Tokio, me la remitió a Viena. Cuando la carta arribó a Austria ya estaba yo de regreso en París. En fin, lo que normalmente hubiera demorado una semana, tardó cerca de tres.
Cuando por fin tuve en mis manos la respuesta de Salomón Toledano, temblaba de pies a cabeza, como atacado de tercianas. Y me entrechocaban los dientes. Era una carta de varias páginas. La leí despacio, deletreándola, para no perder una sílaba de lo que decía. Desde las primeras líneas se enfrascaba en una apasionada apología de Mitsuko, su abogada japonesa, confesándome, algo avergonzado, que su promesa de no volver a enamorarse, contraída en razón del «percance sentimental berlinés», se había hecho añicos, luego de treinta años de haber sido rigurosamente respetada, por la belleza, la inteligencia, la delicadeza y la sensualidad de Mitsuko, una mujer con la que las divinidades sintoístas habían querido revolucionarle la vida desde que tuvo la bendita idea de volver a esta ciudad, donde, desde hacía pocos meses, era el hombre más feliz de la tierra.
Mitsuko lo había hecho rejuvenecer, llenarse de bríos. Ni siquiera en la flor de su juventud había hecho el amor con los ímpetus de ahora. El Trujimán había redescubierto la pasión. ¡Qué terrible haber malgastado tantos años, dinero y espermatozoides en amoríos mercenarios! Pero, tal vez, no; tal vez todo lo que había hecho hasta ahora había sido una ascesis, un adiestramiento de su espíritu y de su cuerpo para merecer a Mitsuko.
Apenas volviera a París, lo primero que haría sería echar al fuego y ver cómo se fundían esos coraceros, húsares, jinetes empenachados, zapadores, artilleros en los que, a lo largo de años, en una actividad tan onerosa y absorbente como inútil, había malgastado su existencia, retrayéndola a la felicidad del amor. Nunca más volvería a coleccionar nada; su único pasatiempo sería aprender de memoria, en todos los idiomas que sabía, poemas eróticos, para murmurarlos al oído de Mitsuko. A ella le gustaba oírlos, aunque no los entendiera, después de los maravillosos «disfrutes» que tenían cada noche, en escenarios distintos.
Pasaba luego, en una prosa que se cargaba de fiebre y de pornografía, a describirme las proezas amatorias de Mitsuko, y sus encantos secretos, entre los que figuraba una forma muy amainada e inofensiva, tierna y sensual, de la temible vagina dentada de la mitología grecorromana. Tokio era la ciudad más cara del mundo y, aunque alto, su salario se estaba desintegrando con las correrías nocturnas por Ginza, el barrio de la noche tokiota, que el Trujimán y Mitsuko realizaban, visitando restaurantes, bares, cabarets, y, sobre todo, las casas de cita, florón de la corona de la night life japonesa. ¡Pero, a quién le importaba el dinero cuando la dicha estaba en la balanza! Porque todo el exquisito refinamiento de la cultura japonesa no destellaba, como seguramente creía yo, en los grabados de la época Meiji, ni en el teatro Nó, ni en el Kabuki, ni en los muñecos del Bunruku. Sino en las casas de cita o maisons claoes, allá bautizadas con el afrancesado nombre de Cháteaux, el más famoso de los cuales era el Cháteau Meguru, un verdadero paraíso de los placeres carnales, donde se había volcado a manos llenas el genio japonés para combinar la tecnología más avanzada con la sabiduría sexual y los ritos ennoblecidos por la tradición. Todo era posible en los aposentos del Cháteau Meguru: los excesos, las fantasías, los fantasmas, las extravagancias tenían un escenario y un instrumental para materializarse. Mitsuko y él habían vivido experiencias inolvidables en los discretos reservados del Cháteaux Meguru: «Allí nos sentimos dioses, querido, y, por mi honor, no exagero ni desvarío».
Por fin, cuando yo me temía que el enamorado no dijese una palabra de la niña mala, el Trujimán se ocupaba de mi encargo. La había visto sólo una vez, después de recibir mi carta. Le costó mucho trabajo hablar con ella a solas, porque, «por razones obvias», no quiso referirse a mí «delante del señor con el que vive, o por lo menos con quien anda y se la suele ver», un «ente» que tenía mala fama y peor aspecto, alguien al que bastaba ver para sentir escalofríos y decirse: «A este sujeto no quisiera tenerlo yo como enemigo».
Pero, al fin, ayudado por Mitsuko, había conseguido hacer un aparte con la susodicha y transmitirle mi encargo. Ella le dijo que, «como su petit ami era celoso», mejor que yo no le escribiera directamente a ella, para que aquél no le hiciera una escena (o la acogotara). Pero, si yo quería hacerle llegar unas líneas a través del Trujimán, estaría encantada de recibir noticias mías. Salomón Toledano añadía: «¿Necesito decirte, querido, que nada me haría tan feliz como servirte de Celestino? Nuestra profesión es una forma disimulada de la tercería, alcahuetería o celestinazgo, así que estoy preparado para tan noble misión. Lo haré tomando todas las precauciones del mundo, para que tus cartas no lleguen nunca a manos de ese forajido con el que anda la niña de tus sueños. Perdóname, querido, pero lo he adivinado todo: ella es el amor de toda tu vida, ¿o me equivoco? Y, a propósito, felicitaciones: no será Mitsuko -nadie es Mitsuko-, pero en su belleza exótica luce un aura de misterio en la faz que resulta muy seductor. ¡Cuídate!». Firmaba: «¡Te abraza el Trujimán de Chuteax Meguru!».
¿Con quién andaba enredada ahora la peruanita? Un japonés, sin la menor duda. Acaso un gángster, uno de los jefazos de los Yakuza que tendría amputado parte del dedo meñique, el santo y seña de la banda. No era de extrañar, por lo demás. Lo habría conocido, sin duda, en los viajes que hacía al Oriente acompañando a Mr. Richardson, otro gángster, sólo que éste de cuello, corbata y establos en Newmarket. El japonés era un personaje siniestro, a juzgar por las bromas del Trujimán. ¿Se refería sólo a su físico cuando decía que había en él algo que asustaba? ¿A sus antecedentes? Lo único que faltaba en el prontuario de la chilenita: amante de un jefe de mafia japonés. Un hombre con poder y dinero, por supuesto, prendas indispensables para conquistarla. Y unos cuantos cadáveres a la espalda, además. Me carcomían los celos y, al mismo tiempo, se había adueñado de mí un curioso sentimiento en el que se mezclaban la envidia, la curiosidad y la admiración. Estaba visto, la niña mala nunca dejaría de sorprenderme con sus indescriptibles audacias.
Veinte veces me dije que no debía ser tan idiota de escribirle, de tratar de reanudar con ella alguna forma de relación, porque saldría escaldado y escupido como siempre. Pero, antes de un par de días de leer la carta del Trujimán, le escribí unas líneas y comencé a maquinar la manera de dar un salto al país del sol naciente.
Mi carta era totalmente hipócrita, pues no quería meterla en aprietos (estaba seguro de que esta vez, en Japón, había hundido los pies en aguas más cenagosas que otras veces). Me alegraba mucho haber tenido noticias de ella por mi colega, nuestro amigo común, saber que le iba tan bien y que estaba tan contenta en Tokio. Le contaba de mi vida en París, la rutina de trabajo que me llevaba a veces a otras ciudades europeas, y le anunciaba que, vaya casualidad, en un futuro no lejano viajaría a Tokio, contratado como intérprete en una conferencia internacional. Esperaba verla, para rememorar los viejos tiempos. Como no sabía qué nombre utilizaba ahora, me limité a encabezar la carta así: «Querida peruanita». Y la acompañé con un ejemplar de mi antología de Chéjov, que le dediqué: «A la niña mala, con el cariño invariable del pichiruchi que tradujo estos cuentos». Despaché carta y libro a la dirección de Salomón Toledano, con unas líneas en que agradecía a éste sus gestiones, le confesaba mi envidia por saberlo tan feliz y enamorado, y le rogaba que si sabía de alguna conferencia o congreso que necesitara buenos intérpretes que hablaran español, francés, inglés y ruso (aunque no japonés) me avisara, porque de pronto me hablan invadido unas ganas tremebundas de conocer Tokio.
Mis averiguaciones a ver si conseguía algún trabajo que me llevara a Japón no tuvieron éxito. No saber japonés me excluía de muchas conferencias locales y no había por el momento en Tokio reuniones de algún organismo de la ONU donde sólo se exigieran los idiomas oficiales de las Naciones Unidas. Ir por mi cuenta, como turista, costaba un ojo de la cara. ¿Iba a volatilizar en unos pocos días buena parte de los ahorros que había podido reunir en los últimos años? Decidí hacerlo. Pero apenas había tomado la decisión y me disponía a ir a la agencia de viajes, recibí una llamada de mi antiguo jefe de la Unesco, el señor Charnés. Ya estaba retirado, pero trabajaba por su cuenta como director de una oficina privada de traductores e intérpretes con la que yo estaba siempre en contacto. Me había conseguido una conferencia en Seúl, de cinco días. Ya tenía, pues, el pasaje de ida y vuelta. De Corea sería más barato darme un salto a Tokio. Mi vida, a partir de ese momento, entró en trompo: gestiones para los visados, guías sobre Corea y Japón, y repetirme todo el tiempo que estaba cometiendo un total desatino pues lo más probable era que, en Tokio, ni siquiera lograra verla. La niña mala ya se habría mandado mudar con la música a otra parte, o me evitaría para que el jefe Yakuza no la cortara en canal y echara su cadáver a los perros, como hacía el malvado en una película japonesa que acababa de ver.
En esos días afiebrados, el teléfono me despertó una madrugada.
– ¿Todavía estás enamorado de mí?
Su misma voz, el mismo tonito burlón y risueño de antaño, y, en el fondo, aquel deje del habla limeña que nunca había perdido del todo.
– Debo estarlo, niña mala -le repuse, despertando del todo-. Si no, no se explica que, desde que supe que estás en Tokio, toque todas las puertas para conseguir un contrato que me lleve allá aunque sea por un día. He conseguido uno, por fin, para Seúl. Iré dentro de un par de semanas. De ahí me daré un salto a Tokio, a verte. Aunque me mate a balazos ese jefe de los Yakuza con el que andas, según me han dicho mis espías. ¿Son, ésos, síntomas de que estoy enamorado?
– Sí, creo que sí. Menos mal, niño bueno. Creía que, después de tanto tiempo, te habrías olvidado de mí. ¿Eso te dijo tu colega Toledano? ¿Que estoy con un jefe de la mafia?
Se echó a reír, encantada de semejante credencial. Pero, casi de inmediato, cambió de tema y me habló con una manerita cariñosa:
– Me alegro de que vengas. Aunque no nos veamos mucho, siempre me estoy acordando de ti. ¿Te digo por qué? Porque eres el único amigo que me queda.
– Yo no soy ni seré nunca tu amigo. ¿No te has dado cuenta todavía? Soy tu amante, tu enamorado, la persona que desde chiquito está loco por la chilenita, la guerrillera, la esposa del funcionario, la del criador de caballos, la amante del gángster. El pichiruchi que sólo vive para desearte y pensar en ti. En Tokio no quiero que recordemos nada. Quiero tenerte en mis brazos, besarte, olerte, morderte, hacerte el amor.
Se volvió a reír, ahora con más ganas.
– ¿Todavía haces el amor? -me preguntó- -» Bueno, menos mal. Nadie me había vuelto a decir esas cosas desde la última vez que nos vimos. ¿Me vas a decir muchas cuando vengas, Ricardito? Anda, dime otra, por ejemplo.
– Las noches de luna llena salgo a ladrar al cielo y entonces veo tu carita retratada allá arriba. Ahora mismo, daría los diez años de vida que me quedan por verme reflejado en el fondo de tus ojitos color miel oscura.
Se estaba riendo, divertida, pero de pronto me interrumpió, asustada:
– Tengo que cortar.
Oí el clic del aparato. Ya no pude pegar los ojos, presa de una mezcla de alegría e inquietud que me tuvieron desvelado hasta las siete de la mañana, hora en que me levantaba a prepararme el desayuno de costumbre -un café puro y una tostada con miel-, cuando no iba a tomarlo en el mostrador de un café vecino, en l'avenue de Tourville.
Las dos semanas que faltaban para mi viaje a Seúl las pasé dedicado a cosas que, supongo, hacían esos ilusionados novios de antaño en los días que precedían a la boda, en la que los dos iban a perder la virginidad: comprarme ropa, zapatos, cortarme los cabellos (no con el peluquero rascuachi a la espalda de la Unesco donde lo hacía siempre sino en una peluquería de lujo de la rué St. Honoré) y, sobre todo, recorrer boutiques y tiendas de señoras para elegir un regalo discreto, que la niña mala pudiera disimular en su propio vestuario, y a la vez original, delicado, que le dijera esas cosas tiernas y bonitas que yo ansiaba decirle al oído. Todas las horas que dediqué a buscarle el regalo me decía que yo era ahora todavía más imbécil de lo que había sido nunca antes y que me merecía ser tratado una vez más con la punta del zapato y revolcado en la mugre por la amante del jefe Yakuza. Al final, después de tanto buscar, terminé comprando una de las primeras cosas que vi y que me gustaron, donde Vuitton: un neceser con una colección de frasquitos de cristal para perfumes, cremas y lápices de labios, y una agenda y un lápiz de concheperla que se ocultaban en un falso fondo. Había algo vagamente adulterino en ese escondrijo del coqueto neceser.
La conferencia de Seúl fue agotadora. Era sobre patentes y tarifas y los oradores recurrían a un vocabulario muy técnico, que me duplicaba el esfuerzo. La excitación de los últimos días, el jet lag y la diferencia de horas entre París y Corea me tuvieron desvelado y con los nervios de punta. El día que llegué a Tokio, al comienzo de la tarde, caí rendido de sueño en la minúscula habitación que me había reservado el Trujimán en un hotelito del centro de la ciudad. Dormí cuatro o cinco horas de corrido y a la noche, después de una larga ducha fría para despertar, salí a cenar con mi amigo y su amor japonés. Desde el primer momento presentí que Salomón Toledano estaba mucho más enamorado de Mitsuko que ella de él. Al Trujimán se lo veía rejuvenecido y exaltado. Llevaba una corbata pajarita que nunca le había visto antes y un traje de corte moderno y juvenil. Hacía bromas, multiplicaba los gestos de atención a su amiga y con cualquier pretexto la besaba en las mejillas o la boca y le pasaba el brazo por la cintura, algo que a ella parecía incomodarle. Era mucho más joven que él, simpática y bastante agraciada, en efecto: lindas piernas y una carita de porcelana en la que titilaban unos ojos grandes y vivarachos. No podía disimular una expresión de desagrado cada vez que Salomón se le arrimaba. Hablaba muy bien el inglés y su naturalidad y cordialidad experimentaban una especie de parón cada vez que mi amigo le hacía esas ostentosas demostraciones de cariño. Él parecía no advertirlo. Fuimos primero a un bar en Kabuki-cho, en Shinjuku, un barrio lleno de cabarets, tiendas eróticas, restaurantes, discotecas y casas de masajes entre los que circulaba una espesa muchedumbre. De todos los lugares salía una música desaforada y había un verdadero bosque aéreo de luces, enseñas y avisos publicitarios. Me sentí mareado. Después, cenamos en un sitio más tranquilo, en Nishi-Azabu, donde, por primera vez, probé comida japonesa y bebí el tibio y áspero sake. A lo largo de toda la noche se acentuó mi impresión de que la relación entre Salomón y Mitsuko estaba lejos de funcionar tan bien como aseguraba el Trujimán en sus cartas. Pero, me decía, ello se debe sin duda a que Mitsuko, parca en sus demostraciones de afecto, no se acostumbra todavía a la manera expansiva, mediterránea, de Salomón de exhibir ante el mundo la pasión que ha despertado en él. Ya se habituará.
Mitsuko tomó la iniciativa de hablar de la niña mala. Lo hizo a la mitad de la cena y de la manera más natural del mundo, preguntándome si quería que llamara a mi compatriota para avisarle de mi llegada. Le rogué que lo hiciera y que le diera el número de mi hotel. Mejor eso que telefonearla yo mismo, teniendo en cuenta que el caballero con el que vivía era, por lo visto, un Otelo japonés y, acaso, un asesino.
– ¿Eso te ha contado este señor? -se rió Mitsuko-. Vaya tontería. El señor Fukuda es un hombre un poco raro, se dice que anda metido en negocios no muy claros, en África. Pero nunca he oído que se trate de un delincuente, ni nada parecido. Es muy celoso, eso sí. Por lo menos, es lo que dice Kuriko.
– ¿Kuriko?
– La niña mala.
Dijo la «niña mala» en español y se celebró ella misma su pequeña proeza lingüística, aplaudiendo. O sea que ahora se llamaba Kuriko. Vaya, pues. Esa noche, al despedirnos, el Trujimán se las arregló para hacer un brevísimo aparte conmigo. Me preguntó, señalando a Mitsuko:
– ¿Qué te parece?
– Muy linda, Trujimán. Tenías toda la razón del mundo. Es un encanto.
– Y eso que sólo la estás viendo vestida -dijo él, guiñando un ojo y golpeándose el pecho-. Tenemos que hablar largo, querido. Te asombrarás con los planes que tengo en agraz. Mañana te llamaré. Duerme, sueña y resucita.
Pero quien me llamó, temprano, fue la niña mala. Me dio una hora para afeitarme, bañarme y vestirme. Cuando bajé, ya estaba esperándome, sentada en uno de los sillones de la recepción. Llevaba un impermeable claro y, debajo, una blusita color ladrillo y una falda marrón. Se le veían las rodillas, redondas y pulidas, y las piernas finitas. Estaba más delgada que en mi recuerdo y con los ojos algo cansados. Pero nadie en el mundo hubiera creído que tenía ya más de cuarenta años. Se la veía fresca y bella. A la distancia, se la hubiera podido tomar por una de esas japonesas delicadas y menudas que pasaban por la calle, silentes y flotantes. Se le alegró la cara cuando me vio y se puso de pie para que la abrazara. La besé en las mejillas y no me apartó sus labios cuando se los rocé con los míos.
– Te quiero mucho -balbuceé-. Gracias por seguir tan joven y tan linda, chilenita.
– Ven, vamos a tomar el ómnibus -me dijo, cogiéndome del brazo-. Conozco un sido bonito, para conversar. Es un parque al que va todo Tokio a hacer picnic y a emborracharse cuando salen las flores de los cerezos. Allí podrás decirme algunas huachaferías.
Prendida de mi brazo me llevó hasta un paradero, a dos o tres cuadras del hotel, donde subimos a un ómnibus que brillaba de limpio. Tanto el conductor como la boletera llevaban esos tapabocas con los que me sorprendió ver a mucha gente caminando por la calle. En muchos sentidos, Tokio parecía una clínica. Le entregué el neceser de Vuitton que le había traído y lo recibió sin excesivo entusiasmo. Me examinaba, entre divertida y curiosa.
– Te has vuelto una japonesita. En tu manera de vestirte, incluso en tus rasgos, en tus movimientos, hasta en el color de la piel. ¿Desde cuándo te llamas Kuriko?
– Así me han puesto mis amistades, no sé a quién se le ocurrió. Será que tengo algo de oriental. Tú me lo dijiste una vez en París, ¿no te acuerdas?
– Claro que me acuerdo. ¿Sabes que tenía miedo de que te hubieras puesto fea?
– En cambio, tú te has llenado de canas. Y de algunas arruguitas, aquí, debajo de los párpados -me apretó el brazo y los ojos se le llenaron de malicia. Bajó la voz-: ¿Te gustaría que fuera tu geisha, niño bueno?
– Sí, también. Pero, sobre todo, mi mujer. He venido a Tokio a ofrecerte matrimonio por enésima vez. Esta vez te convenceré, te lo advierto. Y, a propósito, desde cuándo andas en ómnibus tú. ¿El jefe de los Yakuza no te puede poner un auto con chofer y guardaespaldas?
– Aunque pudiera, no lo haría -me dijo, siempre prendida de mi brazo-. Sería ostentación, lo que más odian los japoneses. Aquí está mal visto diferenciarse de los demás, en lo que sea. Por eso, los ricos se disfrazan de pobres y los pobres de ricos.
Bajamos en un parque lleno de gente, oficinistas que aprovechaban el descanso del mediodía para comer unos sandwiches y tomar unos refrescos bajo los árboles, rodeados de césped y estanques con pececillos de colores. La niña mala me llevó a un salón de té, en una esquina del parque. Había unas mesitas con cómodos sillones, entre biombos que guardaban una cierta privacidad. Apenas nos sentamos le besé las manos, la boca, los ojos. Estuve observándola largamente, respirándola.
– ¿Paso el examen, Ricardito?
– Con sobresaliente. Pero, te veo algo cansada, japonesita. ¿La emoción de verme, después de cuatro años de tenerme completamente abandonado?
– Y la tensión en la que vivo, también -añadió, muy seria.
– ¿Qué maldades haces para vivir tan tensa?
Se quedó mirándome, sin responderme, y me pasó la mano por los cabellos, en ese cariño medio amoroso y medio maternal que acostumbraba.
– Cuántas canas te han salido -repitió, examinándome-. ¿Yo te saqué algunas, no? Pronto tendré que decirte viejo bueno en vez de niño bueno.
– ¿Estás enamorada del tal Fukuda? Tenía la esperanza de que estuvieras con él sólo por interés. ¿Quién es? ¿Por qué tiene tan mala fama? ¿Qué hace?
– Muchas preguntas a la vez, Ricardito. Dime primero alguna de esas cosas de las telenovelas. Nadie me las dice, hace años.
Le hablé bajito, mirándola a los ojos y besándole de tanto en tanto la mano que tenía entre las mías.
– No he perdido las esperanzas, japonesita. Aunque te parezca un redomado cretino, voy a insistir y a insistir hasta que te vengas a vivir conmigo. A París, y, si no te gusta París, donde tú quieras. Como intérprete puedo trabajar en cualquier parte del mundo. Te juro que te haré feliz, japonesita. Ya han pasado muchos años para que te quepa la menor duda: te amo tanto que haré cualquier cosa para retenerte a mi lado, cuando estemos juntos. ¿Te gustan los gángsters? Me haré asaltante, secuestrador, estafador, narco, lo que quieras. Cuatro años sin saber de ti y, ahora, apenas puedo hablar, apenas pensar, de lo conmovido que estoy al sentirte tan cerquita.
– No está mal -se rió ella y adelantó la cara y me dio en los labios el beso rápido de un pajarito.
Pidió té y unas pastas en un japonés que la camarera le hizo repetir un par de veces. Después que trajeron lo pedido, y de servirme una taza, tardíamente respondió a mi pregunta:
– No sé si es amor lo que siento por Fukuda. Pero, nunca en mi vida he dependido tanto de nadie como dependo de él. La verdad es que puede hacer conmigo lo que quiera.
No lo decía con la alegría ni la euforia de alguien, como el Trujimán, que ha descubierto el amor-pasión. Más bien, alarmada, sorprendida de que le ocurriera algo así a una persona como ella que se creía más allá de esas flaquezas. En sus ojos color miel oscura había algo angustioso.
– Bueno, si puede hacer contigo lo que quiera, es que te has enamorado, por fin. Espero que el tal Fukuda te haga sufrir como me haces sufrir tú a mí desde hace tantos años, mujer glacial…
Sentí que me cogía la mano y me la restregaba.
– No es amor, te lo juro. No sé qué es, pero esto no puede ser amor. Una enfermedad, un vicio, más bien. Eso es Fukuda para mí.
La historia que me contó era tal vez cierta, aunque seguramente dejó muchas cosas en la sombra, y disimuló, suavizó y embelleció otras. Me era difícil creerle ya nada de lo que me decía, porque desde que la conocí me había contado siempre más mentiras que verdades. Y creo que, a diferencia del común de los mortales, a estas alturas de su vida, a la flamante Kuriko le era ya muy difícil diferenciar el mundo en que vivía de aquel en el que decía vivir. Como me imaginé, había conocido a Fukuda años atrás, en uno de los viajes que hizo a Oriente con David Richardson, quien, en efecto, tenía negocios con el japonés. Este le había dicho a la niña mala alguna vez que era una lástima que una mujer como ella, de tanto carácter, tan mundana, se contentara con ser Mrs. Richardson, porque en el mundo de los negocios podría haber hecho una gran carrera. La frase le quedó rondando en los oídos. Cuando sintió que el mundo se le venía abajo porque su ex marido había descubierto su matrimonio con Robert Arnoux, llamó a Fukuda, le contó lo que le ocurría y le propuso trabajar a sus órdenes, en lo que fuera. El japonés le mandó un pasaje de avión de Londres a Tokio.
– ¿Cuando me llamaste del aeropuerto de París para despedirte venías a reunirte con él? Asintió.
– Sí, pero en realidad te llamé desde el aeropuerto de Londres.
La misma noche que llegó a Japón, Fukuda la hizo su amante. Pero no la llevó a vivir con él hasta un par de años después. Hasta entonces vivió sola, en una pensión, en un cuartito minúsculo, con un baño y una cocina empotrada, “más enano que el cuarto que tenía mi criada filipina en Newmarket”. Si no hubiera viajado tanto, “haciendo los mandados de Fukuda”, se habría vuelto loca de claustrofobia y de soledad. Era la amante de Fukuda, pero una entre varias. El japonés nunca le ocultó que se acostaba con distintas mujeres. La llevaba a veces a pasar la noche con él, pero luego podían transcurrir semanas sin que la invitara a su casa. Sus relaciones eran, en esos períodos, estrictamente las de una empleada y su patrón. ¿En qué consistían los «mandados» del señor Fukuda? ¿Contrabandear drogas, diamantes, cuadros, armas, dinero? Muchas veces, ella ni siquiera lo sabía. Llevaba y traía lo que él le preparaba, en maletas, paquetes, bolsas o carteras, y hasta ahora -tocó la madera de la mesa- siempre había pasado las aduanas, las fronteras y los policías sin mucho problema. Viajando de ese modo por Asia y África, había descubierto lo que era el miedo pánico. Al mismo tiempo, nunca había vivido antes con tanta intensidad y esa energía que, en cada viaje, le hacían sentir que la vida era una maravillosa aventura. «¡Qué distinto vivir así que en ese limbo, en esa muerte lenta rodeada de caballos en Newmarket!» A los dos años de trabajar con él, Fukuda, satisfecho con sus servicios, la premió con un ascenso: «Mereces venir a vivir bajo mi mismo techo».
– Vas a terminar acuchillada, asesinada, encerrada años de años en una horrible cárcel -le dije-. ¿Te has vuelto loca? Si me estás contando la verdad, lo que haces es una estupidez. Cuando te pesquen contrabandeando drogas o algo peor, ¿crees que este gángster se va a ocupar de ti?
– Ya sé que no, él mismo me lo ha advertido -me interrumpió-. Por lo menos, es muy franco conmigo, ya ves. Si alguna vez te cogen, allá tú. Yo no te conozco ni te he conocido nunca. Allá tú.
– Cuánto te debe querer, ya se ve.
– A mí él no me quiere. Ni a mí, ni a nadie. Es como yo, en eso. Pero, tiene más carácter y es más fuerte que yo.
Había pasado más de una hora desde que estábamos allí y comenzaba a oscurecer. Yo no sabía qué decirle. Me sentía desmoralizado. Era la primera vez que me parecía totalmente entregada en cuerpo y alma a un hombre. Ahora sí, estaba clarísimo: la niña mala nunca sería tuya, pichiruchi.
– Has puesto una carita triste -me sonrió-. ¿Te apena lo que te conté? Eres la única persona a la que hubiera podido contárselo. Y, además, necesitaba decírselo a alguien. Pero, tal vez, he hecho mal. ¿Me perdonas si te doy un beso?
– Me apena que, por primera vez en tu vida, ames de verdad a alguien y que no sea yo.
– No, no, no es amor -repitió, moviendo la cabeza-. Es más complicado, una enfermedad más bien, ya te he dicho. Me hace sentirme viva, útil, activa. Pero no feliz. Es como una posesión. No te rías, no bromeo, a veces siento que estoy poseída por Fukuda.
– Si le tienes tanto miedo, me imagino que no te atreverás a hacer el amor conmigo. Y yo que vine expresamente a Tokio a pedirte que me lleves al Chateau Meguru.
Había estado muy seria mientras me contaba su vida con Fukuda pero, ahora, abriendo mucho los ojos, soltó una carcajada:
– ¿Y cómo diablos sabes tú, recién llegado a Tokio, qué es el Chuteau Meguru?.
– Por mi amigo, el intérprete. Salomón se llama a sí mismo «el Trujimán del Cháteau Meguru» -le cogí la mano y se la besé-. ¿Te atreverías, niña mala?
Miró su reloj y estuvo unos momentos pensativa, calculando. De pronto, resuelta, pidió a la camarera que nos llamara un taxi.
– No tengo mucho tiempo -me dijo-. Pero me da no sé qué verte con esa cara de perrito apaleado. Vamos, aunque me arriesgo mucho haciendo esto.
El Cháteau Meguru era una casa de citas que funcionaba en un edificio laberíntico, lleno de pasillos y escaleras oscuras que conducían a unos cuartos equipados con saunas, jacuzzis, camas con colchones de agua, espejos en las paredes y en el techo, y aparatos de radio y de televisión, junto a los cuales había pilas de vídeos pornográficos con fantasías para todos los gustos imaginables y una preferencia marcada por el sadomasoquismo. También, en una pequeña vitrina, preservativos y vibradores de distintos tamaños y con aditamentos coma crestas de gallo, penachos y mitras, así como una rica parafernalia de juegos sadomasoquistas, látigos, antifaces, esposas y cadenas. Al igual que los ómnibus, las calles y el parque, también aquí la limpieza era meticulosa y enfermiza. Al entrar a la habitación, tuve la sensación de estar en un laboratorio o en una estación espacial. La verdad, me costó entender el entusiasmo de Salomón Toledano, que llamaba el edén de los placeres a estas alcobas tecnológicas y mini sex shops.
Cuando empecé a desnudar a Kuriko, y vi y toqué su piel suavecita, y olí su aroma, pese a mis esfuerzos por contenerme, la angustia que me cerraba el pecho desde que me contó su rendición incondicional a Fukuda, me venció. Rompí en llanto. Ella me dejó llorar un buen rato, sin decir nada. Sobreponiéndome, balbuceé unas disculpas, y sentí que me volvía a acariciar los cabellos.
– Aquí no hemos venido a ponernos tristes -me dijo-. Hazme cariños y dime que me quieres, zonzito.
Cuando estuvimos los dos desnudos vi que, en efecto, se había adelgazado mucho. En el pecho y en la espalda se le distinguían las costillas y la pequeña cicatriz de su vientre se había alargado. Pero sus formas eran siempre armoniosas y sus pechitos firmes. La besé despacio, mucho rato, por todo el cuerpo -el tenue perfume que despedía su piel parecía emanar de sus entrañas-, susurrándole palabras de amor. No me importaba nada. Ni siquiera que estuviera hechizada por ese japonés. Me aterraba que, por las tareas en que éste la había metido, terminara despanzurrada a balazos o en una cárcel africana. Pero yo movería cielo y tierra para rescatarla. Porque, para qué negarlo, la amaba cada día más. Y la amaría siempre, aunque me engañara con mil fukudas, porque ella era la mujercita más delicada y más bella de la creación: mi reina, mi princesita, mi torturadora, mi mentirosita, mi japonesita, mi único amor. Kuriko se había cubierto la cara con el brazo y no decía nada, ni siquiera me escuchaba, totalmente concentrada en su placer.
– Lo que me gusta, niño bueno -me ordenó al fin, abriendo las piernas y atrayendo mi cabeza hacia su sexo.
Besarlo, sorberlo, gustar la fragancia que salía del fondo de su vientre me hizo tan feliz como antaño. Por unos minutos eternos me olvidé de Fukuda y de las mil y una aventuras que me había contado, sumido en una exaltación quieta y febril, tragando los jugos dulces que succionaba de sus entrañas. Después de sentirla gozar, me encaramé sobre ella y, con la misma dificultad de tantas veces, la penetré, sintiendo que se quejaba y se fruncía. Estaba muy excitado pero conseguí demorarme en ella, sumido en un frenesí de vértigo hasta que por fin eyaculé. La tuve largo rato soldada a mí, apretándola con fuerza. La acaricié, mordí sus cabellos, sus perfectas orejas, la besé, le pedí perdón por no haber podido retenerme más tiempo.
– Hay un remedio para que no termines tan rápido, para seguir con la erección mucho rato, horas -me dijo al fin, en el oído, con la vocecita traviesa de otros tiempos-. ¿Sabes cuál? No, tú qué vas a saber esas cosas, santito. Unos polvos que se preparan con los colmillos molidos de los elefantes y el cuerno de los rinocerontes. No te rías, no es brujería, es verdad. Te regalaré un pomito para que te lo lleves de recuerdo mío a París. En toda Asia valen una fortuna, te advierto. Así te acordarás de Kuriko cada vez que te acuestes con una francesa.
Alcé la cabeza de su cuello para verle la cara: estaba muy bella así, pálida, con esas ojeras azuladas y la languidez en que la sumía el amor.
– ¿Eso es lo que contrabandeas en tus viajes por Asia y África? ¿Afrodisíacos preparados con colmillos de elefantes y cuernos de rinocerontes para estafar incautos? -le pregunté, sacudido por las carcajadas.
– Es el mejor negocio del mundo, aunque no lo creas -se rió, contagiada-. Por culpa de los ecologistas, que han hecho prohibir la caza de elefantes, rinocerontes y qué sé yo cuántos animales más. Ahora, esos colmillos y cuernos valen un ojo de la cara, en los países de por acá. También hago pasar otras cosas que no pienso decirte. Pero el gran negocio de Fukuda es ése. Y, ahora, tengo que irme, niño bueno.
– No pienso regresar a París -le advertí, mientras la veía, desnuda, de espaldas, yendo en puntas de pie hacia el baño-. Me quedaré a vivir en Tokio y, si no puedo matar a Fukuda, me contentaré con ser tu perro, así como tú eres la perra de ese gángster.
– Guau, guau -ladró la chilenita.
Al regresar a mi hotel, me di con un mensaje de Mitsuko. Quería verme a solas, para un asunto urgente. ¿Podía llamarla a su oficina, mañana temprano?
La llamé apenas me levanté y, entre interminables cortesías japonesas, la amiga del Trujimán me pidió que nos tomáramos un café en la cafetería del Hotel Hilton, a media mañana, porque tenía que comunicarme algo importante. Apenas había colgado cuando sonó el teléfono. Era Kuriko. Le había contado a Fukuda que un viejo amigo peruano estaba en Tokio y el jefe Yakuza me invitaba esta noche, junto con el Trujimán y su novia, a tomar una copa en su casa y luego a una cena-espectáculo, en el musical más popular de Ginza. ¿Había oído bien?
– Y, además, le he dicho que estos días te iba a llevar a hacer un poco de turismo. No me ha puesto ningún pero.
– Qué generoso, qué galante -le contesté, indignado con lo que me acababa de contar-. ¡Tú, pidiéndole permiso a un hombre! No te reconozco, niña mala.
– Me has hecho poner colorada -susurró, algo confundida-. Creí que estarías feliz sabiendo que podremos vernos todos los días que estés en Tokio.
– Estoy celoso. ¿No te has dado cuenta? Antes, no me importaba, porque tus amantes o maridos tampoco te importaban a ti. Pero, este japonés sí te importa. No debiste decirme nunca que él puede hacer contigo lo que quiera. Ese puñal en el corazón me va a acompañar hasta la tumba.
Se rió, como si yo le hubiera hecho un chiste.
– Ahora no tengo tiempo para tus huachaferías, niño bueno. Yo te voy a quitar los celos. Te he preparado un programa regio para todo el día, ya verás.
Le pedí que me recogiera en la cafetería del Hilton a mediodía y fui a la cita con Mitsuko. Cuando llegué, ella estaba ya allí, fumando. Parecía muy nerviosa. Volvió a pedirme disculpas por su atrevimiento de llamarme, pero, me dijo, no tenía a quién dirigirse, «la situación se ha vuelto muy difícil y ya no sé qué hacer». Tal vez yo pudiera aconsejarla.
– ¿Te refieres a tu relación con Salomón? -le pregunté, sospechando lo que se venía.
– Yo pensé que lo nuestro sería un pequeño flirt -asintió, echando humo por la nariz y por la boca a la vez-. Una aventura agradable, pasajera, de esas que no comprometen. Pero Salomón no lo entiende así. Quiere convertir esto en una relación para toda la vida. Se empeña en que nos casemos. Yo no volveré a casarme nunca. Ya pasé por un fracaso matrimonial y sé lo que es eso. Además, tengo una carrera por delante. La verdad, me está volviendo loca con su obstinación. No sé qué hacer para que esto termine de una vez.
No me alegró que mis sospechas se confirmaran. El Trujimán había construido castillos en el aire y se iba a llevar la frustración de su vida.
– Como ustedes son tan amigos y él te estima tanto, pensé, en fin, espero que no te importe. Pensé que podrías ayudarme.
– Pero, en qué forma te puedo ayudar, Mitsuko.
– Hablándole. Explicándole. Que yo no me voy a casar nunca con él. Que yo no quiero ni puedo continuar esta relación de la manera en que él se empeña. La verdad, me atosiga, me abruma. Yo tengo muchas responsabilidades en la compañía y este asunto está afectando mi trabajo. A mí me ha costado mucho llegar a donde estoy, en la Mitsubishi.
Todos los fumadores de Tokio parecían haberse concentrado en la impersonal cafetería del Hotel Hilton. Nubéculas de humo y un fuerte olor a tabaco impregnaban el local. Se oía hablar inglés en casi todas las mesas. Había tantos extranjeros como japoneses.
– Lo siento mucho, Mitsuko, pero no lo haré. Éste no es un asunto donde deban intervenir terceras personas, sino algo entre tú y él. Debes hablarle, con franqueza, y cuanto antes. Porque Salomón está muy enamorado de ti. Como no lo ha estado nunca antes de nadie. Y se hace muchas ilusiones. Él cree que tú lo quieres, también.
Le conté algo de lo que el Trujimán me decía de ella en sus cartas. Cómo, conocerla, lo había hecho cambiar de manera de pensar sobre el amor desde aquella lejana experiencia de su juventud berlinesa, cuando la novia polaca lo dejó en plenos preparativos de boda. Advertí que lo que yo le decía no la apenaba en absoluto: debía estar ya harta del pobre Trujimán.
– Yo la comprendo a esa muchacha -comentó, glacial-. Tu amigo puede ser, no sé cómo decirlo en inglés, abrumador, sofocante. A veces, cuando estamos juntos, me siento en una prisión. No me deja ningún espacio para ser yo misma, para respirar. Quiere tocarme todo el tiempo. A pesar de que le he explicado que aquí, en Japón, no se acostumbran esas expansiones en público.
Hablaba de tal manera que, a los pocos minutos, pensé que el problema era todavía más grave: Mitsuko se sentía tan empalagada de los besos y manoseos a la vista de todo el mundo del Trujimán, y vaya usted a saber de qué asedios privados, que había llegado a detestarlo.
– Entonces, ¿crees que debo hablarle?
– No lo sé, Mitsuko, no me hagas darte un consejo sobre algo tan personal. Yo lo único que quisiera es que mi amigo sufra lo menos posible. Y creo que, si no vas a seguir con él, si has decidido romper la relación, es preferible que lo hagas cuanto antes. Después, será peor.
Cuando se despidió, entre nuevas disculpas y cortesías, me sentí incómodo y desagradado. Hubiera preferido no haber tenido esa conversación con Mitsuko, no enterarme de que mi amigo iba a ser brutalmente despertado del sueño en que estaba y devuelto a la cruda realidad. Felizmente, no tuve que esperar mucho: Kuriko apareció en la entrada de la cafetería y fui a su encuentro, feliz de salir de este antro humoso. Llevaba un sombrerito y un impermeable de la misma tela clara, a cuadritos, unos pantalones de franela oscura, con una chompa granate de cuello alto y unos mocasines deportivos. Tenía la cara más fresca y más joven que la víspera. Una adolescente de cuarenta y pico de años. Me bastó verla para que se me disipara la desazón. Ella misma me alcanzó los labios para que la besara, cosa que no solía hacer, siempre era yo el que le buscaba la boca.
– Ven, vamos, te voy a llevar a los templos sintoístas, los más bonitos de Tokio. En todos hay animales sueltos, caballos, gallos, palomas. Los consideran sagrados, reencarnaciones. Y, mañana, a los templos budistas zen, con sus jardines de arena y rocas, que los monjes rastrillan y cambian cada día. Preciosos, también.
Fue un día de intenso trajín, subiendo y bajando de ómnibus, del aerodinámico metro, a veces de taxis. Entré y salí de templos y pagodas, y de un enorme museo donde había huacos peruanos imitados porque -lo indicaba un cartel- la institución, respetuosa de las prohibiciones que existían en el Perú para sacar fuera del país objetos del patrimonio arqueológico, no exhibía piezas originales. Pero no creo haber puesto mayor atención en lo que veía, porque mis cinco sentidos estaban concentrados en Kuriko, que me tenía casi todo el tiempo de la mano y se mostraba insólitamente cariñosa. Me hacía bromas y coqueterías, y se reía a sus anchas, con los ojos brillantes, cada vez que me pedía al oído «Ahora, otra huachafería, niño bueno», y yo le daba gusto. A media tarde nos sentamos en una mesita apartada de la cafetería del Museo de Antropología, a comer un sandwich. Se quitó el sombrerito a cuadros y se arregló los cabellos. Los llevaba muy cortos y lucía todo su cuello, airoso, en el que se insinuaba la culebrita verde de una vena.
– Cualquiera que no te conozca diría que estás enamorada de mí, niña mala. Creo que nunca, desde que te conocí en Miraflores, de chilenita, has estado así de cariñosa.
– A lo mejor me he enamorado de ti y no me acabo de dar cuenta -me dijo, pasándome la mano por los cabellos y acercándome la cara, para que viera lo irónicos e insolentes que eran sus ojos-. ¿Qué harías si te dijera que lo estoy y que nos podemos ir a vivir juntos?
– Me daría un infarto y me quedaría tieso aquí mismo. ¿Lo estás, Kuriko?
– Estoy contenta, porque podremos vernos todos los días que pases en Tokio. Tenía esa preocupación, cómo hacer para verte a diario. Por eso me atreví a contárselo a Fukuda. Y ya ves qué bien salió.
– El gángster magnánimo te dio permiso para que muestres a tu compatriota los encantos de Tokio. Odio a tu maldito jefe Yakuza. Hubiera preferido no conocerlo, no verlo nunca. Esta noche voy a pasar un mal rato horrible viéndote con él. ¿Te puedo pedir un favor? No lo toques, no lo beses, delante de mí.
Kuriko se echó a reír y me tapó la boca con la mano.
– Calla, tonto, él no haría nunca esas cosas, ni conmigo ni con nadie. Ningún japonés las haría. Aquí hay una diferencia tan grande entre lo que se hace en público y en privado que las cosas más naturales para nosotros, a ellos les chocan. Él no es como tú. Fukuda, a mí, me trata como a su empleada. A veces, como a su puta. En cambio, tú, la verdad es la verdad, me has tratado siempre como a una princesa.
– Ahora, eres tú la que dice huachaferías.
Le cogí la carita con las manos y la besé.
– Tampoco debiste decirme que ese japonés te trata como a su puta -le susurré al oído-. ¿No ves que es como si me despellejaras vivo?
– No te lo he dicho. Olvidémoslo, borrémoslo.
Fukuda vivía en un barrio alejado del centro, una zona residencial donde alternaban edificios de seis, ocho pisos, muy modernos, con casitas tradicionales, de techos de tejas y jardines minúsculos, que parecían a punto de ser aplastadas por sus altísimos vecinos. Tenía un apartamento en el sexto piso de un edificio con un portero engalonado, que me acompañó hasta el ascensor. Este se abría en el interior de la casa, y, luego de un pequeño recibidor desnudo, apareció una sala comedor amplia, con un gran ventanal por el que se divisaba un manto infinito de lucecitas titilantes, bajo un cielo sin estrellas. La sala estaba sobriamente amueblada y tenía en las paredes unos platos de cerámica azul, en unas repisas unas esculturas polinesias, y, sobre una mesa chata y larga, objetos tallados en marfil. Mitsuko y Salomón ya estaban allí con copas de champagne en las manos. La niña mala llevaba un vestido largo, color mostaza, que le dejaba los hombros descubiertos, y una cadenita de oro en el cuello. Estaba maquillada como para una fiesta y sus cabellos recogidos en dos bandas. El peinado, que no le había visto antes, acentuaba su apariencia oriental. Se la hubiera podido tomar por una japonesa, ahora más que nunca. Me besó en la mejilla y le dijo en español al señor Fukuda:
– Éste es Ricardo Somocurcio, el amigo del que te hablé.
El señor Fukuda hizo la consabida venia de saludo japonesa. Y, en un español bastante comprensible, me saludó así, alargándome la mano:
– El jefe Yakuza le da la bienvenida.
El chiste me dejó totalmente desconcertado, no sólo porque no lo esperaba -no me imaginaba que Kuriko pudiera contarle lo que yo le decía sobre él- sino porque el señor Fukuda bromeó -¿bromeó?- sin sonreír, con la misma cara inexpresiva y neutral, apergaminada, que conservó toda la noche. Una cara que parecía una máscara. Cuando atiné a decirle «Ah, habla usted español», me negó con la cabeza, y, a partir de ese momento, sólo habló en un inglés muy pausado y difícil, las pocas veces que habló. Me alcanzó una copa de champagne y me señaló un asiento, al lado de Kuriko.
Era un hombre bajito, más todavía que Salomón Toledano, casi esquelético, tanto que, comparado con la esbelta y menuda niña mala, parecía un alfeñique. Me había hecho una idea tan distinta de él que me dio la impresión de estar ante un impostor. Llevaba unos anteojos oscuros, de cristales redondos y montura de metal, que no se quitó en toda la noche, lo que aumentaba el malestar que me producía su persona, pues no sabía si sus ojitos -los imaginaba fríos y pugnaces- me estaban observando o no. Tenía unos cabellos grises, aplastados contra el cráneo, acaso engominados y peinados hacia atrás a la manera de los cantantes argentinos de tango de los años cincuenta. Vestía un traje y una corbata oscuros, que le daban cierto aire funeral, y podía permanecer inmóvil y mudo mucho rato, con las pequeñas manos sobre las rodillas, como petrificado. Pero, tal vez, el rasgo más acusado de su físico era su boca sin labios, que apenas se movía cuando hablaba, como los ventrílocuos. Me sentía tan tenso e incómodo que, contra mi costumbre -nunca pude beber mucho porque el alcohol se me subía rápido-, esa noche bebí en exceso. Cuando el señor Fukuda se puso en pie, indicando de este modo que debíamos partir, yo llevaba tres copas de champagne en el cuerpo y me había comenzado a dar vueltas la cabeza. Y, algo ajeno a la conversación que mantenía casi sólo el Trujimán hablando de las variantes regionales del japonés que estaba comenzando a distinguir, me preguntaba, estupefacto: «¿Qué tiene este hombrecillo insignificante y viejo para que la niña mala hable así de él?». ¿Qué le decía, qué le hacía para que dijera que es su vicio, su enfermedad, que está poseída por él, que puede hacer lo que quiere con ella? Como no encontraba la respuesta, sentía más celos, más furia, más desprecio por mí mismo, y me maldecía por haber cometido la insensatez de venir a Japón. Sin embargo, un segundo después, mirándola de reojo, me decía que sólo aquella vez, en el baile de l'Opéra de París, la había visto tan deseable como esta noche.
Había dos taxis esperando en la puerta del edificio. A mí me tocó ir solo con Kuriko, porque así lo indicó, con un simple gesto imperativo, el señor Fukuda, quien se metió en el otro taxi con el Trujimán y Mitsuko. Apenas partimos sentí que la niña mala me cogía la mano y se la llevaba a las piernas, para que yo la tocara.
– ¿No es acaso tan celoso? -dije, señalando al otro taxi, que nos rebasaba-. ¿Cómo te deja venir sola conmigo?
Ella no se dio por entendida.
– No pongas esa cara, zonzito -me dijo-. ¿Ya no me quieres, entonces?
– Te odio -le dije-. Nunca he sentido tantos celos como ahora. ¿O sea que ese enano, ese aborto de hombre, es el gran amor de tu vida?
– Deja de decir tonterías y, más bien, bésame.
Me echó los brazos al cuello, me ofreció su boca y sentí la puntita de su lengua enredándose en la mía. Me dejó besarla largamente, y ella respondía a mis besos con alegría.
– Te quiero, maldita sea, te quiero, te amo -le imploré, en el oído-. Vente conmigo, japonesita, ven, te juro que seremos muy felices.
– Cuidado, ya estamos llegando -dijo ella. Se apartó de mí, sacó un kleenex de su cartera y se retocó la boca-. Limpíate los labios, te he dejado un poco de rouge.
El teatro restaurante era un music hall de gigantesco escenario con mesas y mesitas escalonadas en una rampa que se abría como un abanico, bajo unos candelabros inmensos que arrojaban una luz potente sobre el enorme local. La mesa reservada por Fukuda estaba bastante cerca del escenario y desde ella se tenía una perspectiva magnífica. El espectáculo comenzó casi inmediatamente después de nuestra llegada. Rememoraba los grandes éxitos de Broadway, con números a veces paródicos, a veces miméticos, de zapateos y figuras de un. cuerpo de bailarines multitudinario. Había también números de payasos, ilusionistas, contorsionistas, y canciones, en inglés y japonés. El presentador parecía saber casi tantas lenguas como el Trujimán aunque, según éste, las hablaba todas mal.
También esta vez el señor Fukuda, con gestos imperativos, decidió nuestros sitios. A mí volvió a sentarme junto a Kuriko. Apenas se apagaron las luces -la mesa quedaba iluminada por unos focos semiocultos entre los arreglos florales-, sentí el pie de la niña mala sobre él mío. La miré y, con el aire más natural del mundo, estaba hablando con Mitsuko en un japonés que, a juzgar por los esfuerzos que hacía aquélla para entenderla, debía ser tan aproximado como su francés y su inglés. Estaba muy linda, en esa media oscuridad, con su piel bruñida, ligeramente pálida, sus hombros redondos, su cuello alto, sus ojitos color miel llenos de brillos y sus labios marcados. Se había descalzado para hacerme sentir la planta de su pie, que estuvo casi toda la cena sobre el mío, moviéndose a ratos para frotarme el tobillo y hacerme sentir que estaba allí, sabiendo lo que hacía, desafiando a su amo y señor. Éste, hierático, miraba el espectáculo o conversaba con el Trujimán moviendo apenas la boca. Sólo una vez, creo, se dirigió a mí para preguntarme en inglés cómo iban las cosas en el Perú y si conocía a gente de la colonia japonesa de allá, que, por lo visto, era bastante grande. Le respondí que hacía muchos años que no iba al Perú y que no sabía gran cosa de lo que pasaba en el país en el que había nacido. Y que no había conocido a ningún japonés peruano, aunque, sí, había muchos, pues el Perú había sido el segundo país en el mundo, luego de Brasil, que abrió sus fronteras a la inmigración japonesa a fines del siglo XIX.
La cena ya estaba ordenada y los platos, unas miniaturas muy bien presentadas y bastante insípidas de verduras, mariscos y carnes, se sucedían, sin fin. Yo apenas los probaba, para cumplir. En cambio, bebí varias minúsculas tacitas de porcelana en que el gángster nos servía el cálido y almibarado salce. Me sentí mareado, antes de que terminara la primera parte de la función. Pero, al menos, se me había evaporado el malestar del principio. Al encenderse las luces, para mi sorpresa, el piececito descalzo de la niña mala siguió allí, tocándome. Pensé: «Sabe que estoy sufriendo horriblemente de celos y trata de desagraviarme». Ya lo estaba: cada vez que, procurando no delatar lo que sentía, me volvía a mirarla, me decía que nunca la había visto tan bella ni deseable. Por ejemplo, esa oreji-ta era un prodigio de arquitectura minimalista, con sus suaves curvas y el pequeño respingo del lóbulo en la parte superior.
En un momento de la noche, hubo un pequeño incidente entre Salomón y Mitsuko que no sé cómo comenzó. De improviso, ella se puso de pie y se marchó sin despedirse de nadie ni dar explicación alguna. El Trujimán se levantó de un salto y la siguió.
– ¿Qué ha pasado? -pregunté al señor Fukuda, pero éste se quedó mirándome, inmutable, sin decir nada.
– A ella no le gusta que la toquen ni la besen en público -dijo Kuriko-. Tu amigo es un mano larga. En cualquier momento, Mitsuko lo dejará. Me lo ha dicho.
– Salomón se va a morir, si lo deja. Está enamorado de Mitsuko como un becerro. Templado hasta el cien.
La niña mala se rió, con esa boca abierta de labios gruesos que tenía ahora muy enrojecidos por el maquillaje:
– ¡Enamorado como un becerro! ¡Templado hasta el cien! -repitió-. Hace siglos que no oía esas cosas tan chistosas. ¿Se dirán todavía en el Perú o habrá otros peruanismos para el enamoramiento?
Y, pasando del español al japonés, se puso a explicar a Fukuda lo que querían decir aquellas expresiones. El la escuchaba, rígido e inescrutable. De tanto en tanto, como un muñeco articulado, cogía su copa, se la llevaba a la boca sin mirarla, bebía un sorbo y la devolvía a la mesa. Inesperados, poco después el Trujimán y Mitsuko volvieron. Se habían reconciliado, pues sonreían e iban cogidos de la mano.
– No hay como las peleas para mantener vivo el amor -me dijo Salomón, con una sonrisa de hombre colmado, guiñándome el ojo-. Pero, a la mujer el macho debe castigarla de vez en cuando, para que no se le suba hasta la coronilla.
A la salida, había otra vez dos taxis esperando y, como al venir, el señor Fukuda decidió con un ademán que yo subiera solo con Kuriko a uno de ellos. El se fue con Salomón y Mitsuko. El odiado japonés empezaba a caerme simpático con los privilegios que me concedía.
– Por lo menos, déjame llevarme el zapatito del pie con el que has estado tocándome toda la noche. Me acostaré con él, ya que no puedo hacerlo contigo. Y lo guardaré junto con la escobillita de Guerlain.
Pero, ante mi sorpresa, cuando llegamos al edificio de Fukuda, Kuriko, en lugar de despedirme, me cogió de la mano y me invitó a subir con ella a tomar en su departamento «la copa del estribo». En el ascensor la besé, con desesperación. Le dije mientras la besaba que nunca le perdonaría que estuviera tan bella precisamente esta noche, cuando había descubierto que sus orejitas eran unas prodigiosas creaciones minimalistas. Yo las adoraba y me gustaría cortárselas, embalsamarlas y llevarlas por e mundo en el bolsillo de mi saco más cercano al corazón.
– Sigue, sigue con tus huachaferías, huachafito -se la veía halagada, risueña, muy dueña de sí misma.
Fukuda no estaba en la sala, «Voy a ver si ha llegado», murmuró ella después de servirme un vaso de whisky en las rocas. Regresó al momento, con la cara encendida en una expresión provocadora:
– No ha venido. Te armaste, niño bueno, eso significa que no vendrá. Va a pasar la noche afuera.
No parecía muy apenada de que su enfermedad, su vicio, la hubiera abandonado. Por el contrario, la noticia parecía alegrarla. Me explicó que Fukuda se desaparecía así, de pronto, luego de una cena o de un cine, sin decirle nada. Y que al día siguiente, al volver, no le daba la menor explicación.
– ¿Quieres decir que se irá a pasar la noche con otra? ¿Teniendo a la mujer más bella del mundo en su casa, el imbécil es capaz de irse a pasar la noche con otra?
– No todos los hombres tienen tan buen gusto como tú -dijo Kuriko, dejándose caer sentada en mis rodillas y echándome los brazos al cuello.
Mientras la abrazaba y la acariciaba y la besaba en el cuello, en los hombros, en las orejas, me decía que no podía ser posible que la suerte, o los dioses, o lo que fuera, hubieran sido tan generosos conmigo, espantando al jefe Yakuza y concediéndome tanta felicidad.
– ¿Estás segura que no va a volver? -le pregunté en un momento, en un sobresalto de lucidez.
– No, yo lo conozco, si no ha venido es que va a pasar la noche afuera. ¿Por qué, Ricardito? ¿Tienes miedo?
– No, miedo no. Si hoy me pides que lo mate, lo mataré. Nunca he estado tan feliz en la vida, japonesita. Y tú no has estado nunca tan linda como esta noche.
– Ven, ven.
La seguí, resistiendo el vértigo. Los objetos de la sala se movían a mi alrededor, en cámara lenta. Me sentía tan feliz que, al pasar junto al gran ventanal desde el que se divisaba la ciudad, pensé que si corría uno de los cristales y me lanzaba al vacío flotaría como una pluma sobre aquel interminable manto de luces. Un pasillo en la semioscuridad con grabados eróticos en las paredes. Una habitación en penumbra, alfombrada, en la que tropecé y caí sobre una cama grande y mullida, con muchas almohadas. Sin que yo se lo pidiera, Kuriko había empezado a desnudarse. Y una vez que terminó me ayudó a hacerlo a mí.
– ¿Qué esperas, zonzito?
– ¿Estás segura que no va a volver?
En vez de responderme, juntó su cuerpecito al mío, se enroscó en mí y, buscándome ¡a boca, me la llenó con su saliva. Nunca me había sentido tan excitado, tan conmovido, tan dichoso. ¿Estaba ocurriendo realmente todo esto? La niña mala jamás había sido tan ardiente, tan entusiasta, jamás había tomado tantas iniciativas en la cama. Siempre había adoptado una actitud pasiva, casi indiferente, en la que parecía resignarse a ser besada, acariciada y amada, sin poner nada de su parte. Ahora, era ella la que me besaba y mordisqueaba por todo el cuerpo y respondía a mis caricias con prontitud y una resolución que me maravillaba. «¿No quieres que te haga lo que te gusta?», le murmuré. «Primero yo a ti», me contestó, empujándome con unas manecitas cariñosas para que me tendiera de espaldas y abriera las piernas. Se acuclilló entre mis rodillas y, por primera vez desde que hicimos el amor en aquella chambre de bonne del Hotel du Sénat, hizo lo que yo le había rogado tantas veces que hiciera y nunca quiso hacer: meter mi sexo en su boca y chuparlo. Yo mismo me sentía gemir, agobiado por el inconmensurable placer que me iba desintegrando a poquitos, átomo por átomo, convirtiéndome en sensación pura, en música, en llama que crepita. Entonces, en uno de esos segundos o minutos de suspenso milagroso, cuando sentía que mi ser entero estaba concentrado en ese pedazo de carne agradecido que la niña mala lamía, besaba, chupaba y sorbía, mientras sus deditos me acariciaban los testículos, vi a Fukuda.
Estaba medio cubierto por las sombras, junto a un gran aparato de televisión, como segregado por la oscuridad de ese rincón del dormitorio, a dos o tres metros a lo más de la cama donde Kuriko y yo hacíamos el amor, sentado en una silla o banquito, inmóvil y mudo como una esfinge, con sus eternos anteojos oscuros de gángster de película y con las dos manos en la bragueta.
Cogiéndola de los cabellos, obligué a la niña mala a soltar el sexo que tenía en su boca -la sentí quejarse del jalón- y, completamente alterado por la sorpresa, el miedo y la confusión, le dije al oído, en voz muy bajita, estúpidamente: «Pero, ahí está, ahí está Fukuda». En vez de saltar de la cama, poner cara de espanto, echar a correr, alocarse, gritar, después de un segundo de vacilación en que comenzó a volver la cabeza hacia el rincón pero se arrepintió, la vi hacer lo único que nunca hubiera sospechado, ni querido, que hiciera: rodearme con los brazos y, adhiriéndose a mí con todas sus fuerzas para clavarme en esa cama, buscarme la boca y mordiéndome, pasarme la saliva manchada con mi semen y decirme, desesperada, de prisa, con angustia:
– ¿Y qué te importa que esté o no esté, zonzito? ¿No estás gozando, no te estoy haciendo gozar? No lo mires, olvídate de él.
Paralizado por el asombro, entendí todo: Fukuda no nos había sorprendido, estaba allí en complicidad con la niña mala, gozando de un espectáculo preparado por los dos. Yo había caído en una emboscada. Las sorprendentes cosas que habían venido ocurriendo se aclaraban, habían sido cuidadosamente planeadas por el japonés y ejecutadas por ella, sumisa a las órdenes y deseos de aquél. Entendí la razón de lo efusiva que había sido conmigo Kuriko estos dos días, y, sobre todo, esta noche. No lo había hecho por mí, ni por ella, sino por él. Para complacer a su amo. Para que gozara su señor. El corazón me latía como si me fuera a reventar y apenas podía respirar. Se me había quitado el mareo y sentía mi falo flaccido, escurriéndose, empequeñeciéndose, como avergonzado. La aparté de un empujón y me incorporé a medias, retenido por ella, gritando:
– ¡Te voy a matar, hijo de puta! ¡Maldito!
Pero Fukuda ya no estaba en ese rincón, ni en el cuarto, y la niña mala, ahora, había cambiado de humor y me insultaba, la voz y la cara descompuestas por la rabia:
– ¡Qué te pasa, idiota! ¡Por qué haces ese escándalo! -me golpeaba en la cara, en el pecho, donde podía, con las dos manos-. No seas ridículo, no seas provinciano. Siempre has sido y serás un pobre diablo, qué otra cosa se podía esperar de ti, pichiruchi.
En la media oscuridad, a la vez que trataba de apartarla, yo buscaba mi ropa en el suelo. No sé cómo la encontré, ni cómo me vestí y me calcé, ni cuánto duró esta escena farsesca. Kuriko había dejado de golpearme pero, sentada en la cama, chillaba, histérica, intercalando sollozos y agravios:
– ¿Te creías que iba a hacer esto por ti, muerto de hambre, fracasado, imbécil? Pero, quién eres tú, quién te has creído tú. Ah, te morirías si supieras cuánto te desprecio, cuánto te odio, cobarde.
Por fin, terminé de vestirme y casi corriendo desanduve el pasillo de los grabados eróticos, deseando que en la sala me estuviera esperando Fukuda con un revólver en la mano y con dos guardaespaldas armados de garrotes, pues igual me precipitaría sobre él, tratando de arrancarle esos odiosos anteojos y de escupirlo, para que me mataran cuanto antes. Pero tampoco había nadie en la sala, ni en el ascensor. Abajo, en la puerta del edificio, temblando de frío y de cólera, tuve que esperar largo rato el taxi que me llamó el portero engalonado.
En mi cuarto de hotel, me tendí sobre la cama, vestido. Me sentía fatigado, dolido y ofendido, y no tenía ánimo ni para quitarme la ropa. Estuve horas con la mente en blanco, desvelado, sintiéndome una porquería humana impregnada de estúpida inocencia, de ingenua imbecilidad. Todo el tiempo, me repetía, como un manirá: «Es tu culpa, Ricardo. La conocías. Sabías de lo que era capaz. Nunca te quiso, siempre te despreció. De qué lloras, pichiruchi. De qué te quejas, de qué te lamentas, huevón, cojudo, imbécil. Eso eres, todo lo que ella te ha dicho y más. Deberías estar feliz, y, como hacen los pendejos, los modernos, los inteligentes, decirte que te saliste con la tuya. ¿No te la tiraste? ¿No te chupó el pájaro? ¿No te vaciaste en su boca? Qué más quieres. Qué te importa que el alfeñique ese, el Yakuza ese, estuviera allí, mirando cómo te tirabas a su puta. Qué te importa lo que haya pasado. ¿Quién te mandó enamorarte de ella? Tú tienes la culpa de todo y nadie más, Ricardito».
Cuando despuntó el día me afeité, me bañé, preparé mi maleta y llamé a Japan Air Lines, para adelantar mi regreso a París, que tenía obligatoriamente que hacer vía Corea. Conseguí sitio en el avión del mediodía a Seúl, de modo que tenía tiempo justo para llegar al aeropuerto de Narita. Llamé al Trujimán para despedirme, explicándole que debía regresar de urgencia a París, por un buen contrato de trabajo que acababan de ofrecerme. Él insistió en acompañarme a pesar de que hice todo lo que pude para disuadirlo.
Cuando estaba en la recepción, pagando la cuenta, me llamaron por teléfono. Apenas escuché en el auricular la voz de la niña mala diciendo «Aló, aló», colgué. Salí a la calle a esperar al Trujimán. Tomamos un ómnibus, que iba recogiendo a pasajeros de distintos hoteles, de modo que tardamos más de una hora en llegar a Narita. En el trayecto, mi amigo me preguntó si había tenido algún problema con Kuriko o con Fukuda, y yo le aseguré que no, que mi intempestiva partida se debía a ese contrato excelente que me había propuesto por fax el señor Chames. No me creyó pero no insistió.
Y, entonces, yendo a lo suyo, empezó a hablarme de Mitsuko. Siempre había sido alérgico al matrimonio, lo consideraba una abdicación para cualquier ser libre como él. Pero, como Mitsuko se empeñaba tanto en que se casaran, y había resultado tan buena chica, y se había portado tan bien con él, estaba considerando sacrificar su libertad, darle gusto y casarse. «Por el rito sintoísta, si es preciso, querido.»
No me atreví a insinuarle siquiera que a lo mejor le convendría esperar un poco antes de dar un paso tan trascendental. Mientras me hablaba, me sentía traspasado hasta el tuétano pensando en lo mucho que iba a sufrir cuando, cualquiera de estos días, Mitsuko se atreviera a decirle que quería romper con él, porque no. lo amaba y había llegado incluso a detestarlo.
En Narita, al dar un abrazo al Trujimán cuando llamaron a mi vuelo a Seúl, sentí, absurdamente, que se me llenaban los ojos de lágrimas cuando le oí decirme:
– ¿Aceptarías ser testigo de mi boda, querido?
– Claro, viejo, será un gran honor.
Llegué dos días después a París, hecho una ruina física y moral. No había pegado los ojos ni probado bocado en las últimas cuarenta y ocho horas. Pero llegué, también -había rumiado esa resolución durante todo el viaje-, decidido a no dejarme abatir del todo, a vencer la depresión que me socavaba. Conocía la receta. Aquello se curaba trabajando y ocupando el tiempo libre en quehaceres absorbentes, si no podían ser creativos ni útiles. Teniendo la sensación de que mi voluntad arrastraba mi cuerpo, rogué al señor Chames que me consiguiera muchos contratos, porque necesitaba amortizar una deuda importante. Él lo hizo, con la benevolencia que me demostró siempre, desde que lo conocí. En los siguientes meses estuve poco en París. Trabajé en conferencias y encuentros de toda índole, en Londres, Viena, Italia, en los países nórdicos, y, un par de veces, en África, en Ciudad del Cabo y en Abidyán. En todas las ciudades, después del trabajo iba a sudar la gota gorda en un gimnasio, haciendo abdominales, corriendo en la cinta, pedaleando en la bicicleta fija, nadando o haciendo aerobics. Y continué perfeccionando mi ruso, por mi cuenta, y traduciendo, despacito, para entretenerme, los cuentos de Iván Bunín, que, después de los de Chéjov, eran los que más me gustaban. Cuando tuve traducidos tres, se los mandé a mi amigo Mario Muchnik, a España. «Con mi empeño en publicar sólo obras maestras, he quebrado ya cuatro editoriales», me contestó. «Y, aunque te parezca mentira, estoy convenciendo a un empresario suicida para que me financie la quinta. Allí publicaré tu Bunín y hasta te pagaré unos derechos que te alcanzarán para unos cuantos cafés con leche. Va el contrato.» Esta actividad incesante me sacó, poco a poco, del desbarajuste emocional que me causó el viaje a Tokio. Pero no me quitó cierta tristeza íntima, cierta decepción profunda, que me acompañó mucho tiempo como un doble y que corroía como un ácido cualquier entusiasmo o interés que empezara a sentir por algo o por alguien. Y muchas noches tuve la misma sucia pesadilla en la que. en un fondo espeso de sombras, veía la figurita enclenque de Fukuda, inmóvil en su banquito, inexpresivo como un Buda, masturbándose y eyaculando una lluvia de semen que caía sobre la niña mala y sobre mí.
Luego de unos seis meses, al regresar a París de una de esas conferencias, me dieron en la Unesco una carta de Mitsuko. Salomón se había quitado la vida tomando un frasco de barbitúricos en el pisito alquilado donde vivía. Su suicidio había sido una sorpresa para ella, porque, cuando, a poco de partir yo de Tokio, Mitsuko, siguiendo mi consejo, se animó a hablarle, explicándole que no podían continuar juntos porque ella quería dedicarse a fondo a su profesión, Salomón lo entendió muy bien. Se mostró muy comprensivo y no hizo ninguna escena. Habían mantenido una amistad distante, lo que era inevitable con los trajines de Tokio. Se veían de vez en cuando en un salón de té o un restaurante y hablaban con frecuencia por teléfono. Salomón le hizo saber que, terminado su contrato con la Mitsubishi, no pensaba renovarlo; regresaría a París, «donde tenía un buen amigo». Por eso, a ella y a todos los que lo conocían, los había desconcertado su decisión de acabar con su vida. La empresa había corrido con todos los gastos del sepelio. Felizmente, en su carta, Mitsuko no mencionaba para nada a Kuriko. No le contesté ni le di el pésame. Me limité a guardar su carta en el cajoncito del velador donde tenía el húsar de plomo que el Trujimán me regaló el día que partió a Tokio y la escobillita de dientes de Guerlain.