V. El niño sin voz

Hasta que Simón y Elena Gravoski vinieron a vivir al edificio art déco de la rué Joseph Granier, pese a todos los años que llevaba allí no hice amigos entre mis vecinos. Creí que había llegado a serlo de monsieur Dourtois, funcionario de la SNCF, los ferrocarriles franceses, casado con una mujer de cabellos amarillentos y gesto adusto, maestra de escuela jubilada. Vivía frente a mí y, en el rellano, la escalera o el vestíbulo de la entrada cambiábamos venias o buenos días y al cabo de los años llegamos a darnos la mano e intercambiar comentarios sobre el tiempo, perenne preocupación de los franceses. Por esas fugaces conversaciones llegué a pensar que éramos amigos, pero descubrí que no una noche en que, al regresar a mi casa luego de un concierto de Victoria de los Angeles en el Théátre des Champs-Ély-sées, advertí que había olvidado la llave en el departamento. A esa hora, no había cerrajero que pudiera auxiliarme. Me instalé lo mejor que pude en el rellano y esperé las cinco de la mañana, hora en que mi puntualísimo vecino salía rumbo a su trabajo. Supuse que al descubrirme allí, me haría pasar a su casa hasta que fuera de día. Pero cuando, a las cinco, monsieur Dourtois apareció y le expliqué por qué estaba allí con los huesos molidos por la trasnochada, se limitó a compadecerse de mí, mirando su reloj y advirtiéndome:

– Va a tener que esperar unas tres o cuatro horas todavía, hasta que abra una cerrajería, mon pauvre ami.

Tranquilizada así su conciencia, se marchó. A los otros vecinos del edificio los cruzaba a veces en la escalera y olvidaba sus caras de inmediato y sus nombres se me eclipsaban apenas los conocía. Pero, cuando la pareja Gravoski, y Yilal, su hijo adoptado de nueve años, se vinieron al edificio porque los Dourtois habían partido a instalarse en la Dordogne, fue otra cosa. Simón, un físico belga, trabajaba como investigador en el Instituto Pasteur, y Elena, venezolana, era médico pediatra en el Hospital Cochin. Eran joviales, simpáticos, campechanos, curiosos, cultos, y, desde el día en que los conocí, en plena mudanza, y me ofrecí a echarles una mano y darles informaciones sobre el barrio, nos hicimos amigos. Tomábamos café después de la cena, nos prestábamos libros y revistas, y alguna vez íbamos al cine La Pagode, que estaba cerca, o llevábamos a Yilal al circo, al Louvre y a otros museos de París.

Simón raspaba la cuarentena, aunque la poblada barba rojiza y la barriguita prominente lo hacían parecer algo mayor. Andaba vestido de cualquier manera y con un sacón de bolsillos hinchados de libretas y papeles, y un maletón lleno de libros. Calzaba unos anteojos de miope que con frecuencia limpiaba en su arrugada corbata. Era la encarnación del sabio descuidado y distraído. Elena, en cambio, algo más joven, era coqueta y atildada y no recuerdo haberla visto nunca de mal humor. Todo la entusiasmaba en la vida: su trabajo en el Hospital Cochin y sus pueriles pacientes, de los que contaba anécdotas divertidas, pero también el artículo que acababa de leer en Le Monde o en L'Express, y se preparaba para ir al cine o a cenar en un restaurante vietnamita el próximo sábado como para asistir a la entrega de los Osear. Era bajita, menuda, expresiva y rezumaba simpatía por todos los poros de su cuerpo. Entre ellos hablaban en francés, pero conmigo lo hacían en español, que Simón dominaba a la perfección.

Yilal había nacido en Vietnam y eso era lo único que sabían de él. Lo habían adoptado cuando el niño tenía cuatro o cinco años -ni siquiera sobre su edad tenían certeza absoluta- a través de Caritas, después de una tramitación kafkiana sobre la cual Simón, en risueños soliloquios, fundaba su teoría de la inevitable desintegración de la humanidad debido a la gangrena burocrática. Le habían puesto Yilal por un ancestro polaco de Simón, un personaje mítico que, según mi vecino, fue decapitado en la Rusia pre-revolucionaria por haber sido sorprendido en flagrante adulterio nada menos que con la zarina. Además de fornicador real, aquel ancestro había sido teólogo cabalista, místico, contrabandista, falsificador de moneda y ajedrecista. El niño adoptado era mudo. Su mudez no se debía a deficiencias orgánicas -tenía las cuerdas vocales intactas- sino a algún trauma de infancia, acaso un bombardeo o alguna otra escena terrible de esa guerra de Vietnam que hizo de él un huérfano. Lo habían visto especialistas y todos coincidían en que, con el tiempo, recuperaría el uso de la palabra, pero que no valía la pena, por el momento, imponerle más tratamientos. Las sesiones terapéuticas lo atormentaban y parecían reforzar, en su lastimado espíritu, su voluntad de aferrarse al silencio. Había estado unos meses en un colegio para sordomudos, pero lo sacaron de allí, pues los propios profesores aconsejaron a sus padres que lo enviaran a un colegio normal. Yilal no era sordo. Tenía un oído fino y la música lo entretenía; seguía los compases con el pie y movimientos de las manos o la cabeza. Elena y Simón se dirigían a él de viva voz y él le* contestaba por signos y gestos expresivos y, a veces, por escrito, en una pizarra que llevaba colgada del cuello.

Era delgadito y algo enclenque, pero no porque comiera con desgana. Tenía excelente apetito y cuando yo me aparecía por su casa con una cajita de chocolates o un pastel, le brillaban los ojos y devoraba esas golosinas dando muestras de felicidad. Pero, salvo escasas ocasiones, era un niño retraído y daba la impresión de perderse en una somnolencia que lo alejaba de la realidad circundante. Podía permanecer mucho rato con la mirada perdida, encerrado en su mundo privado, como si todo lo que lo rodeaba se hubiera esfumado.

No era muy cariñoso, más bien daba la impresión de que los mimos lo empalagaban y que se sometía a ellos más resignado que contento. De su figura emanaba algo suave y frágil. Los Gravoski no tenían televisión -todavía en esa época muchos parisinos de la clase intelectual consideraban que la televisión no debía entrar a sus casas porque era anticultural-, pero Yilal no compartía esos prejuicios y pedía a sus padres que compraran un televisor, como las familias de sus compañeros de clase. Yo les propuse que, si se empeñaban en que ese objeto empobrecedor de la sensibilidad no entrara a su casa, Yilal viniera de vez en cuando a la mía a ver algún partido de fútbol o un programa infantil. Aceptaron y desde entonces, tres o cuatro veces por semana, después de hacer sus tareas, Yilal cruzaba el rellano y se metía a mi casa a ver el programa que sus padres, o yo, le sugeríamos. Esa hora que pasaba en mi salita comedor, con los ojos prendidos en la pequeña pantalla, viendo dibujos animados, un programa de adivinanzas o de depones, parecía petrificado. Sus gestos y expresiones delataban su total entrega a las imágenes. A veces, al terminar el programa, se quedaba todavía un rato conmigo y conversábamos. Es decir, él me hacía preguntas sobre todas las cosas imaginables y yo le contestaba, o le leía un poema o un cuento de su libro de lecturas o de mi propia biblioteca. Le llegué a tomar cariño, pero procuraba no demostrárselo demasiado, pues Elena me había prevenido: «Tienes que tratarlo como a un niño normal. Nunca como a una víctima o un inválido, porque le harías un gran daño». Cuando yo no estaba en la Unesco y tenía contratos de trabajo fuera de París dejaba la llave de mi piso a los Gravoski para que Yilal no perdiera sus programas.

A mi regreso de uno de esos viajes de trabajo, a Bruselas, Yilal me mostró en su pizarrón este mensaje: «Cuando estabas de viaje, te llamó la niña mala». La frase estaba escrita en francés, pero niña mala en español.

Era la cuarta vez que me llamaba, en el par de años transcurridos desde aquel episodio de Japón. La primera fue a los tres o cuatro meses de mi desalada partida de Tokio, cuando todavía andaba luchando por recomponerme de aquella experiencia que había dejado en mi memoria una llaga que aún supuraba a veces. Hacía una consulta en la biblioteca de la Unesco y la bibliotecaria me transfirió una llamada de la sala de intérpretes. Antes de decir «¿aló?» reconocí su voz:

– ¿Todavía estás enojado conmigo, niño bueno? Corté, sintiendo que me temblaba la mano.

– ¿Malas noticias? -me preguntó la bibliotecaria, una georgiana con la que solíamos hablar en ruso-. Qué pálido te has puesto.

Tuve que encerrarme en un bañito de la Unesco a vomitar. El resto del día estuve aturdido por aquella llamada. Pero había tomado la decisión de no volver a ver a la niña mala, ni hablar con ella, e iba a cumplir. Sólo así me curaría de ese lastre que había condicionado mi vida desde aquel día en que, para echar una mano a mi amigo Paúl, fui a recoger a aquellas tres aspirantes a guerrilleras al aeropuerto de Orly. Conseguía olvidarla sólo a medias. Entregado a mi trabajo, a las obligaciones que me imponía -entre las que primaba siempre la de perfeccionar el ruso-, pasaba a veces semanas sin recordarla. Pero, de pronto, algo me la traía a la memoria y era como si una solitaria se aposentara en mis entrañas y comenzara a devorarme el entusiasmo, las energías. Caía en el abatimiento y no había manera de quitarme de la cabeza aquella imagen de Kuriko, abrumándome de caricias con un fuego que jamás me mostró antes, para complacer a su amante japonés, que nos contemplaba, masturbándose, desde las sombras.

Su segunda llamada me sorprendió en el Hotel Sacher, de Viena, en la única aventura que tuve en esos dos años, con una compañera de trabajo en una conferencia de la Junta de Energía Atómica. Mi inapetencia sexual había sido absoluta desde el episodio de Tokio, tanto que llegué a preguntarme si no me había quedado impotente. Estaba casi acostumbrado a vivir sin sexo, cuando, el mismo día que nos conocimos, Astrid, una intérprete danesa, me propuso con desarmante naturalidad: «Si quieres, esta noche podemos vernos». Era alta, pelirroja, atlética, sin complicaciones, de unos ojos tan claros que parecían líquidos. Fuimos a cenar unos tafelspitz con cerveza al Café Central, en el Palais Ferstel, Herrengasse, de columnas de mezquita turca, techo abovedado y mesas de mármol enrojecido, y luego, sin necesidad de concertación previa, a acostarnos al lujoso Hotel Sacher, donde estábamos alojados los dos pues el hotel hacía descuentos importantes a los participantes en la conferencia. Era una mujer atractiva todavía, aunque la edad comenzaba a dejar algunas huellas en su blanquísimo cuerpo. Hacía el amor sin que la sonrisa se retirara de su cara, incluso en el momento del orgasmo. Gocé y ella gozó también, pero me pareció que esa manera de hacer el amor, tan sana, tenía que ver más con la gimnasia que con lo que el difunto Salomón Toledano llamaba en una de sus cartas «el perturbante y lascivo placer de las gónadas». La segunda y última vez que nos acostamos, sonó el teléfono en mi velador cuando acabábamos de terminar las acrobacias y Astrid empezaba a contarme la proeza de una hija suya que, en Copenhague, de bailarina de ballet pasó a acróbata de circo. Descolgué el auricular, dije «¿aló?», y escuché la voz de gatita cariñosa:

– ¿Me vas a cortar otra vez, pichiruchi?

Retuve unos segundos el aparato, mientras maldecía mentalmente a la Unesco por haberle dado mi teléfono en Viena, pero corté cuando ella, luego de una pausa, comenzó a decir: «Vaya, por lo menos esta vez…».

– ¿Historias de un viejo amor? -adivinó Astrid-. ¿Me voy al baño para que hables más tranquilo?

No, no, era una historia requeteacabada. Desde aquella noche, no había vuelto a tener ninguna relación sexual, y, la verdad, el asunto no me preocupaba en absoluto. A mis cuarenta y siete años había llegado a la comprobación de que un hombre podía llevar una vida perfectamente normal sin hacer el amor. Porque mi vida era bastante normal, aunque vacía. Trabajaba mucho y cumplía con mi trabajo, para llenar el tiempo y cobrar un sueldo, no porque me interesara -eso me ocurría ya muy rara vez-, y hasta mis estudios de ruso y la casi infinita traducción de los cuentos de Iván Bunín, que deshacía y rehacía, resultaron un quehacer mecánico, que sólo muy de cuando en cuando se volvía entretenido. Incluso el cine, los conciertos, la lectura, los discos, eran más maneras de ocupar el tiempo que actividades que me entusiasmaran, como antes. También por eso le guardaba rencor a Kuriko. Por su culpa, las ilusiones que hacen de la existencia algo más que una suma de rutinas, se me habían apagado. A ratos, me sentía un viejo.

Tal vez por ese estado de ánimo, la llegada de Elena, Simón y Yilal Gravoski al edificio de la rué Joseph Granier fue providencial. La amistad de mis vecinos inyectó un poco de humanidad y emoción a mi desangelada existencia. La tercera llamada de la niña mala fue a mi casa de París, por lo menos un año después de la de Viena.

Era el amanecer, las cuatro o cinco de la mañana, y los timbrazos del teléfono me sacaron del sueño, asustado. Timbró tantas veces que, por fin, abrí los ojos y a tientas busqué el auricular:

– No me cortes -en su voz se mezclaban la súplica y la cólera-. Necesito hablar contigo, Ricardo.

Le corté y, por supuesto, ya no pude pegar los ojos el resto de la noche. Estuve angustiado, sintiéndome mal, hasta que vi rayar un alba color ratón en el cielo de París a través de la claraboya sin cortinas de mi dormitorio. ¿Para qué insistía en llamarme, cada cierto tiempo? Porque, en su intensa vida yo debía de ser una de las pocas cosas estables, el idiota fiel y enamorado, siempre allí, esperando la llamada para hacer sentir al ama que era todavía lo que sin duda ya estaba dejando de ser, lo que pronto no sería más: joven, bella, amada, codiciable. ¿O, tal vez, necesitaba algo de mí? No era imposible. De pronto había aparecido en su vida algún huequito que el pichiruchi podía llenar. Y con ese helado carácter suyo, no vacilaba en buscarme, convencida de que no había dolor, humillación, que ella, con su infinito poder sobre mis sentimientos, no fuera capaz de borrar en dos minutos de conversación. Conociéndola, era seguro que no daría su brazo a torcer; seguiría insistiendo, cada cierto número de meses, de años. No, esta vez te equivocabas. No volvería a contestarte el teléfono, peruanita.

Ahora había llamado por cuarta vez. ¿De dónde? Se lo pregunté a Elena Gravoski pero, para mi sorpresa, me repuso que ella no había respondido esa llamada ni ninguna otra durante mi viaje a Bruselas.

– Entonces, fue Simón. ¿No te ha dicho nada?

– El ni siquiera pone los pies en tu piso, llega del Instituto cuando Yilal ya está cenando.

Pero, entonces, ¿era Yilal quien había hablado con la niña mala?

Elena palideció ligeramente.

– No se lo preguntes -me dijo, bajando la voz. Estaba blanca como el papel-. No le hagas la menor alusión a ese recado que te dio.

¿Era posible que Yilal hubiera hablado con Kuriko? ¿Era posible que, cuando sus padres no estaban cerca ni podían verlo ni oírlo, el niño rompiera su mudez?

– No pensemos en eso, no hablemos de eso -repitió Elena, haciendo un esfuerzo por componer la voz y aparentar naturalidad-. Lo que tiene que ocurrir, ocurrirá. A su debido tiempo. Si tratamos de forzarlo, lo empeoraríamos todo. Siempre he sabido que iba a ocurrir, que va a ocurrir. Cambiemos de tema, Ricardo. ¿Qué es eso de la niña mala? ¿Quién es? Cuéntame de ella, más bien.

Estábamos tomando café en su casa, después de la cena, y hablando quedo para no distraer a Simón, que, en el cuarto contiguo, su estudio, revisaba un informe que debía presentar al día siguiente en un seminario. Hacía rato que Yilal se había ido a dormir.

– Una vieja historia -le respondí-. No se la he contado a nadie, nunca. Pero, mira, creo que a ti sí te la voy a contar, Elena. Para que te olvides de lo que ha ocurrido con Yilal.

Y se la conté. De principio a fin, desde los ya lejanos días de mi niñez, cuando la llegada de Lucy y Lily, las falsas chilenitas, alborotó las tranquilas calles de Miraflores, hasta aquella noche de amor apasionado, en Tokio -la más hermosa noche de amor de mi vida-, que bruscamente se cortó con la visión, en las sombras de aquella habitación, del señor Fukuda observándonos con sus anteojos oscuros y las manos trajinando su bragueta. No sé cuánto rato estuve hablando. No sé en qué momento apareció Simón y se sentó junto a Elena y, silencioso y atento como ella, se puso a escucharme. No sé en qué momento se me saltaron las lágrimas y, avergonzado por esa efusión sentimental, me callé. Tardé un buen rato en serenarme. Mientras balbuceaba unas disculpas vi a Simón ponerse de pie y volver con vasos y una botella de vino.

– Es lo único que tengo, vino, y, además, un Beaujolais muy barato -se excusó, dándome una palmada en el hombro-. Supongo que en casos como éste, corresponde un trago más noble.

– ¡Whisky, vodka, ron o cognac, por supuesto! -dijo Elena-. Esta casa es un desastre. Nunca tenemos lo que deberíamos tener. Somos unos anfitriones lamentables, Ricardo.

– Te he fregado tu informe de mañana con mi numerito, Simón.

– Algo mucho más interesante que mi informe -afirmó él-. Por lo demás, ese apodo te calza como un guante. No en el sentido peyorativo, sino en el literal. Eso eres tú, mon vieux, aunque no te guste: un niño bueno.

– ¿Sabes que es una maravillosa historia de amor?

– exclamó Elena, mirándome sorprendida-. Porque, eso es lo que es, en el fondo. Una maravillosa historia de amor. Este belga triste nunca me ha querido así. Quién como ella, chico.

– Me gustaría conocer a esa Mata Hari -dijo Simón.

– Pasarás antes sobre mi cadáver -lo amenazó Elena, tirándole de la barba-. ¿Tienes fotos de ella? Nos las muestras?

– No tengo ni una sola. Que recuerde, jamás nos tomamos una foto juntos.

– La próxima vez que llame, te ruego que contestes ese teléfono -dijo Elena-. Esta historia no puede terminar así, con un teléfono sonando y sonando, como en la peor película de Hitchcock.

– Y, además -bajó la voz Simón-, tienes que preguntarle si Yilal habló con ella.

– Estoy muerto de vergüenza -me disculpé, por segunda vez-. El llanto y todo eso, quiero decir.

– Tú no te diste cuenta, pero Elena también derramó unos lagrimones -dijo Simón-. Hasta yo los hubiera acompañado, si no fuera belga. Mis ancestros judíos me inclinaban al llanto. Pero, prevaleció el valón. Un belga no cae en emotividades de sudamericanos tropicales.

– ¡Por la niña mala, por esa fantástica mujer! -alzó su copa Elena-. Qué vida tan aburrida he tenido yo, santo Dios.

Nos bebimos la botella entera de vino y, con las risas y bromas, me sentí mejor. Ni una sola vez, en los días y semanas siguientes, mis amigos Gravoski, para evitar que me sintiera incómodo, hicieron la menor referencia a lo que les conté. Y, entretanto, yo decidí, en efecto, que si la peruanita volvía a llamar, le contestaría. Para que me dijera si, la vez anterior que llamó, había hablado con Yilal. ¿Sólo por eso? No sólo por eso. Desde que confesé a Elena Gravoski mis amores, como si compartir con alguien esa historia la limpiara de toda la carga de rencor, celos, humillación y susceptibilidad que arrastraba, empecé a esperar aquella llamada con ansia y a temer que, debido a mis desaires de dos años, no ocurriera. Aplacaba mis sentimientos de culpa diciéndome que en ningún caso significaría una recaída. Le hablaría como un amigo distante y mi frialdad sería la mejor prueba de que me había librado de ella de verdad.

La espera, por lo demás, tuvo un efecto bastante bueno sobre mi estado de ánimo. Entre contrato y contrato en la Unesco o fuera de París, retomé la traducción de los cuentos de Iván Bunín, les di la última revisión y escribí un pequeño prólogo antes de enviarle el manuscrito a mi amigo Mario Muchnik. «Ya era hora», me contestó. «Temía que la arterioesclerosis o la demencia senil me llegaran antes que tu Bunín.» Cuando estaba en casa a la hora en que Yílal veía su programa de televisión, le leía cuentos. Los traducidos por mí no le gustaron mucho y los escuchó más por educación que interés. En cambio, le encantaban las novelas dé Julio Verne. A un ritmo de un par de capítulos por día, le leí varias en el curso de aquel otoño. La que más le gustó -los episodios lo hacían dar saltos de alegría- fue La vuelta al mundo en ochenta días. Aunque también le fascinó Miguel Strogoff, el correo del zar. Tal como me lo había pedido Elena, nunca le pregunté por aquella llamada que sólo él podía haber recibido, aunque la curiosidad me devoraba. En ¡las semanas y meses que siguieron a aquel mensaje que me escribió en su pizarra, nunca advertí ej menor indicio de que Yilal fuera capaz de hablar.

La llamada sobrevino dos meses y medio después de la anterior. Yo estaba en la ducha, preparándome para ir a la Unesco, cuando sentí repiquetear el teléfono y tuve el palpito: «Es ella». Corrí al dormitorio y descolgué el auricular, dejándome caer sobre la cama, mojado como estaba:

– ¿Vas a colgarme también esta vez, niño bueno?

– ¿Cómo estás, niña mala?

Hubo un pequeño silencio y, por fin, una risita:

– Vaya, vaya, por fin te dignas contestarme. A qué se debe este milagro, ¿se puede saber? ¿Ya se te pasó el colerón o me odias todavía?

Tuve ganas de colgarle, al advertir el tonito ligeramente burlón y un relente de triunfo en sus palabras.

– Para qué me llamas -le pregunté-. Para qué me has llamado todas esas veces.

– Necesito hablar contigo -dijo ella, cambiando de tono.

– ¿Dónde estás?

– Estoy aquí, en París, hace algún tiempo. ¿Podemos vernos un momento?

Me quedé helado. Tenía la seguridad de que ella seguía en Tokio, o en algún país lejano, y que nunca volvería a poner los pies en Francia. Saber que estaba aquí y que podía verla en cualquier momento, me sumió en una confusión total.

– Sólo un ratito -insistió, pensando que mi silencio anticipaba una negativa-. Lo que tengo que decirte es muy personal, prefiero no hacerlo por teléfono. Media hora, nada más. No es mucho para una vieja amiga, ¿no?

La cité para dos días después, a la salida de la Unesco, a las seis de la tarde, en La Rhumerie, de Saint Germain-des-Prés (ese bar se había llamado siempre La Rhumerie Martiniquaise, pero en los últimos tiempos, por alguna misteriosa razón, había perdido el gentilicio). Cuando colgué, mi corazón tronaba en mi pecho. Antes de volver a la ducha debí quedarme sentado un rato, con la boca abierta, hasta que se normalizara mi respiración. ¿Qué hacía ella en París? ¿Trabajitos especiales por encargo de Fukuda? ¿Abrir el mercado europeo a los afrodisíacos exóticos de colmillos de elefante y cuernos de rinoceronte? ¿Me necesitaba para que le echara una mano en sus operaciones de contrabando, lavado de dinero y otros negocios mañosos? Había hecho una estupidez contestando el teléfono. La vieja historia iba a repetirse. Conversaríamos, yo volvería a rendirme a ese poder que ella había tenido siempre sobre mí, viviríamos un breve y falso idilio, yo me haría toda clase de ilusiones, y, en el momento menos pensado, se desaparecería y yo quedaría maltrecho y alelado, lamiendo mis heridas como en Tokio. ¡Hasta el próximo capítulo!

No les conté a Elena y Simón la llamada ni la cita y pasé esas cuarenta y ocho horas en estado sonambúlico, entre espasmos de lucidez y una niebla mental que se levantaba de tanto en tanto para que pudiera entregarme a una sesión de masoquismo con insultos: imbécil, cretino, te mereces todo lo que te pasa, te ha pasado y te va a pasar.

El día de la cita fue uno de esos días grises y mojados de fines del otoño parisino, en los que ya casi no quedan hojas en los árboles ni luz en el cielo, el mal humor de la gente aumenta con el mal tiempo y se ve a hombres y mujeres por la calle emboscados en sus abrigos, bufandas, guantes y paraguas, apurados y repletos de odio contra el mundo. Al salir de la Unesco busqué un taxi, pero, como llovía y no había esperanza de encontrarlo, opté por el metro. Bajé en la estación de Saint Germain y desde la puerta de La Rhumerie la vi, sentada en la terraza, ante una taza de té y una botellita de Perrier. Al verme, se puso de pie y me alcanzó las mejillas:

– ¿Podemos darnos la accolade o tampoco?

El local estaba cubierto con la gente típica del barrio: turistas, playboys con cadenas en el cuello y coquetos chalecos y casacas, muchachas de audaces escotes y minifaldas, algunas maquilladas como para una función de gala. Pedí un grog. Estuvimos callados, mirándonos con cierta incomodidad, sin saber qué decir.

La transformación de Kuriko era notable. No sólo parecía haber perdido diez kilos -estaba convertida en un esqueletito de mujer- sino envejecido diez años desde la inolvidable noche de Tokio. Vestía con la modestia y el descuido con que sólo recordaba haberla visto aquella remota mañana en que la recogí en el aeropuerto de Orly por encargo de Paúl. Llevaba un sacón raído que podía ser de hombre y un pantalón de franela descolorido, del que emergían unos zapatones gastados y sin lustre. Estaba despeinada y, en sus dedos delgadísimos, las uñas aparecían mal cortadas, sin limar, como si se las hubiera mordido. Los huesos de la frente, de los pómulos, del mentón, sobresalían, estirando la piel, muy pálida y con los visajes verdosos acentuados. Sus ojos habían perdido la luz y había en ellos algo asustadizo, que recordaba a ciertos animalitos tímidos. No tenía un solo adorno ni el menor maquillaje.

– Qué trabajo me ha costado llegar a verte -dijo, por fin. Estiró la mano, me tocó el brazo e intentó una de esas sonrisas coquetas de antaño que esta vez no le salió bien-. Por lo menos, dime si se te ha pasado ya la furia y me odias un poquito menos.

– De eso, no vamos a hablar -le respondí-. Ni ahora ni nunca. ¿Para qué me has llamado tantas veces?

– Me diste media hora: ¿no? -dijo ella, soltándome el brazo y enderezándose-. Tenemos tiempo. Cuéntame de ti. ¿Te va bien? ¿Tienes una amante? ¿Siempre te ganas la vida haciendo lo mismo?

– Pichiruchi hasta la muerte -me reí yo, sin ganas, pero ella seguía muy seria, examinándome.

– Con los años, te has vuelto susceptible, Ricardo. Antes, el rencor no te hubiera durado tanto tiempo -en sus ojitos, un segundo, titiló la antigua luz-. ¿Dices siempre huachaferías a las mujeres o ya no?

– ¿Desde cuándo estás en París? ¿Qué haces aquí? ¿Trabajando para el gángster japonés?

Negó con la cabeza. Me pareció que iba a reírse, pero, más bien, se le endureció la expresión y le temblaron esos labios gruesos que seguían destacando nítidamente en su cara, aunque ahora parecían también algo mustios, como toda ella.

– Fukuda me largó, hace más de un año. Por eso me vine a París.

– Ahora comprendo por qué estás en ese estado calamitoso -ironicé-. Nunca me hubiera imaginado verte así, tan deshecha.

– Estuve bastante peor -reconoció ella, con aspereza-. En algún momento, creí que me iba a morir. Las dos últimas veces que intenté hablar contigo, fue por eso. Para que, por lo menos, fueras tú quien me enterrara. Quería pedirte que me hicieras cremar. Me horroriza la idea de que los gusanos se coman mi cadáver. En fin, ya pasó.

Hablaba con tranquilidad, aunque dejando entrever en sus palabras una furia contenida. No parecía hacer un número de autocompasión, para impresionarme, o lo hacía con soberbia destreza. Más bien, describir un estado de cosas con objetividad, a distancia, como un policía o un notario.

– ¿Intentaste suicidarte cuando el gran amor de tu vida te dejó?

Negó con la cabeza y encogió los hombros:

– Siempre me dijo que un día se cansaría de mí y me largaría. Estaba preparada. Él no hablaba por hablar. Pero, el momento en que lo hizo no fue el mejor, ni tampoco las razones que me dio para despedirme.

Le tembló la voz y la boca se le deformó en una mueca de odio. Los ojos se le llenaron de chispas. ¿Era todo eso una farsa más, para conmoverme?

– Si ese tema te incomoda, hablemos de otra cosa -le dije-. ¿Qué haces en París, de qué vives? ¿El gángster te dio por lo menos una indemnización que te permita pasar un tiempo sin apuros?

– Estuve presa en Lagos, un par de meses que me parecieron un siglo -dijo ella, como si yo, de pronto, hubiera dejado de estar allí-. La ciudad más horrible, más fea, y la gente más malvada del mundo. Nunca se te ocurra ir a Lagos. Cuando por fin pude salir de la cárcel, Fukuda me prohibió volver a Tokio. «Estás quemada, Kuriko.» Quemada en los dos sentidos de la palabra, quería decir. Porque estaba ya fichada por la policía internacional. Y quemada, porque, probablemente, los negros de Nigeria me habían contagiado el sida. Me cortó el teléfono, sin más, después de decirme que no debía verlo, ni escribirle, ni llamarlo, nunca jamás. Me largó así; como a una perra sarnosa. Ni siquiera me pagó el pasaje a París. El es un hombre frío y práctico, que sabe lo que le conviene. Yo ya no le convenía. El es lo más opuesto a ti que hay en el mundo. Por eso, Fukuda es rico y poderoso y tú eres y serás siempre un pichiruchi.

– Gracias. Después de todo, lo que has dicho es un elogio.

¿Era verdad todo eso? ¿U otra de esas fabulosas mentiras que jalonaban todas las etapas de su vida? Se había recompuesto. Sostenía su taza de té con las dos manos, bebiendo a sorbitos, soplando el líquido. Era penoso verla tan arruinada, tan mal vestida, con tantos años encima.

– ¿Es cierto semejante dramón? ¿No es otro de tus cuentos? ¿Estuviste presa, de verdad?

– Presa y, encima, violada por la policía de Lagos -precisó ella, clavándome los ojos como si yo fuera el culpable de su desgracia-. Unos negros cuyo inglés no se entendía, porque hablaban Pidgin English. Eso decía David que era mi inglés, cuando quería insultarme: Pidgin English, Pero, no me pegaron e! sida. Sólo ladillas y un chancro. Horrible palabra, ¿no? ¿L;›. habías oído alguna vez? A lo mejor tú ni sabes lo que es eso, santito. Chancro, úlceras infecciosas. Algo asqueroso, pero no grave, si se cura a tiempo con antibióticos. Sólo que, en la maldita Lagos a mí me curaron mal y la infección casi me mata. Creí que me iba a morir. Por eso te llamé. Ahora, felizmente, ya estoy bien.

Lo que contaba podía ser cierto o falso, pero no era pose la ira inconmensurable que impregnaba todo lo que decía. Aunque, con ella, siempre era posible la representación. ¿Una formidable pantomima? Me sentía desconcertado, confuso. Esperaba cualquier cosa de esta entrevista, menos semejante historia.

– Siento que hayas pasado por ese infierno -dije por fin, por decir algo, porque, ¿qué se puede decir ante una revelación semejante?-. Si es verdad lo que me cuentas. Ya ves, me ocurre una cosa tremenda contigo. Me has contado tantos cuentos en la vida, que ya me resulta difícil creerte nada.

– No importa que no me creas -dijo, cogiéndome otra vez del brazo y esforzándose por mostrarse cordial-. Ya sé que sigues ofendido, que nunca me vas a perdonar lo de Tokio. No importa. No quiero que me compadezcas. No quiero plata, tampoco. Lo que quiero, en realidad, es llamarte de vez en cuando y que, de tanto en tanto, nos tomemos un café juntos, como ahora. Nada más.

– ¿Por qué no me dices la verdad? Por una vez en tu vida. Anda, dime la verdad.

– La verdad es que, por primera vez, me siento insegura, sin saber qué hacer. Muy sola. No me había pasado hasta ahora, pese a que he tenido momentos muy difíciles. Para que lo sepas, vivo enferma de miedo -hablaba con una sequedad orgullosa, en un tono y una actitud que parecían desmentir lo que decía. Me miraba a los ojos, sin pestañear.

– El miedo es una enfermedad, también. Me paraliza, me anula. Yo no lo sabía y ahora lo sé. Conozco algunas personas aquí en París, pero no me fío de nadie. De ti, sí. Ésa es la verdad, me creas o no. ¿Puedo llamarte, de tiempo en tiempo? ¿Podremos vernos de cuando en cuando, en un bistrot, así como hoy?

– No hay ningún problema. Claro que sí.

Conversamos cerca de una hora todavía, hasta que oscureció del todo y se encendieron las vitrinas de las tiendas, las ventanas de los edificios de Saint Germain y los faroles rojos y amarillos de los autos formaron un río de luces que fluía despacio por el boulevard, frente a la terraza de La Rhumerie. Entonces, me acordé. ¿Quién le había contestado el teléfono de mi casa la vez anterior que me llamó? ¿Lo recordaba?

Me miró intrigada, sin entender. Pero, luego, asintió:

– Sí, una mujercita. Pensé que tenías una amante, pero después me di cuenta que era más bien una sirvienta. ¿Una filipina?

– Un niño. ¿Habló contigo? ¿Estás segura?

– Me dijo que estabas de viaje, creo. Nada, dos palabras. Le dejé un mensaje, ya veo que te lo dio. ¿A qué viene eso, ahora?

– ¿Habló contigo? ¿Estás segura?

– Dos palabras -repitió ella, asintiendo-. ¿De dónde salió ese niño? ¿Lo has adoptado?

– Se llama Yilal. Tiene nueve o diez años. Es vietnamita, hijo de dos vecinos, amigos míos. ¿Estás segura de que habló contigo? Porque, ese niño es mudo. Ni sus padres ni yo le hemos oído nunca la voz.

Se desconcertó y por un buen momento, entrecerrando los ojos, consultó su memoria. Hizo varios gestos afirmativos con la cabeza. Sí, sí, lo recordaba clarísimo. Habían hablado en francés. Su voz era tan delgadita que a ella le pareció femenina. -Medio chillona, medio exótica. Cambiaron muy pocas palabras. Que yo no estaba, que estaba de viaje. Y cuando ella le pidió que me dijera que había llamado «la niña mala» -se lo dijo en español-, la vocecita la interrumpió: «¿Qué, qué?». Tuvo que deletrearle «niña mala». Se acordaba muy bien. El niño le había hablado, no tenía la menor duda.

– Entonces, hiciste un milagro. Gracias a ti, Yilal se ha puesto a hablar.

– Si tengo esos poderes, los voy a usar. Las brujas deben ganar un montón de plata en Francia, me figuro.

Cuando, un rato después, nos despedimos en la boca del metro Saint Germain y le pedí su teléfono y su dirección, no quiso dármelos. Ella me llamaría.

– No cambiarás nunca. Siempre misterios, siempre cuentos, siempre secretos.

– Me ha hecho bien verte y hablar contigo, por fin -me calló-. Ya no me volverás a colgar el teléfono, espero.

– Dependerá de cómo te portes.

Se alzó en puntas de pie y sentí que su boca se fruncía en Un rápido beso en mi mejilla.

La vi desaparecer en la boca del metro. De espaldas, tan delgadita, sin tacos, no parecía haber envejecido tanto como de frente.

Aunque seguía lloviznando y hacía algo de frío, en vez de tomar el metro o un ómnibus, preferí caminar. Era mi único deporte ahora; mis idas al gimnasio duraron pocos meses. Los ejercicios me aburrían y más todavía el tipo de gente con la que me codeaba haciendo la cinta, las barras o los aerobics. En cambio, andar por esa ciudad llena de secretos y maravillas me entretenía, y en días de emociones fuertes como éste, una larga caminata,.aunque fuera bajo el paraguas, la lluvia y el viento, me haría bien.

De las cosas que la niña mala me había contado, lo único absolutamente cierto, sin duda, era que Yilal había cambiado algunas frases con ella. El niño de los Gra-voski, pues, podía hablar; acaso ya lo había hecho antes, con gente que no lo conocía, en el colegio, en la calle. Era un pequeño misterio que tarde o temprano revelaría a sus padres. Imaginé la alegría de Simón y Elena cuando escucharan esa vocecita delgada, un poco chillona, que me había descrito la niña mala. Remontaba el boulevard Saint Germain rumbo al Sena, cuando, poco antes de la librería Julliard, descubrí una pequeña tienda de soldaditos de plomo que me recordó a Salomón Toledano y sus desgraciados amores japoneses. Entré y le compré a Yilal una cajita con seis jinetes de la guardia imperial rusa.

¿Qué más habría de cierto en la historia de la niña mala? Probablemente, que Fukuda la había largado de mala manera y que estuvo -acaso lo estaba todavía- enferma. Saltaba a la vista, bastaba ver esos huesos salientes, su palidez, sus ojeras. ¿Y la historia de Lagos? Tal vez fuera verdad que tuvo problemas con la policía. Era un riesgo que corría en los negocios sucios en que la había enredado su amante japonés. ¿No me lo dijo ella misma en Tokio, entusiasmada? La ingenua creía que esas aventuras de contrabandista y traficante, jugarse la libertad en los viajes africanos, condimentaban la vida, la hacían más suculenta y divertida. Me acordaba de sus palabras: «Haciendo estas cosas, vivo más». Bueno, quien juega con fuego tarde o temprano termina por chamuscarse. Si de veras había estado presa, era posible que la policía la violara. Nigeria tenía fama de ser el paraíso de la corrupción, una satrapía militar, su policía debía de ser putrefacta. Violada por sabe Dios cuántos, brutalizada horas de horas en un cubil inmundo, contagiada de una enfermedad venérea y de ladillas y, luego, curada por matasanos que usaban sondas sin desinfectar. Me asaltó una sensación de vergüenza y de cólera. Si le había pasado todo aquello, incluso sólo algo de aquello, y estuvo al borde de la muerte, mi reacción tan fría, de incrédulo, había sido mezquina, la de un resentido que sólo quería desfogar su orgullo herido por aquel mal rato de Tokio. Hubiera debido decirle algo cariñoso, simular que la creía. Porque, aun cuando lo de la violación y la cárcel fueran mentiras, era cierto que andaba hecha una ruina física. Y, sin duda, medio muerta de hambre. Te habías portado mal, Ricardito. Muy mal-si era verdad que recurría a mí porque se sentía sola e insegura y yo era la única persona en el mundo en quien confiaba. Esto último debía ser exacto. Ella nunca me había amado, pero me tenía confianza, el cariño que despierta un criado leal. Entre-sus amantes y compinches de ocasión, yo era el más desinteresado, el más devoto. El abnegado, el dócil, el huevón. Por eso te eligió para que cremaras su cadáver. ¿Y echaras sus cenizas al Sena o las guardaras en una pequeña urna de porcelana de Sévres, en tu velador?

Llegué a la rué Joseph Granier mojado de pies a cabeza y muerto de frío. Me di una ducha caliente, me puse ropa seca y me preparé un sandwich de queso y jamón que acompañé con un yogur de frutas. Con mi cajita de soldaditos de plomo bajo el brazo, fui a tocar la puerta a los Gravoski. Yilal estaba ya acostado y ellos terminaban de cenar unos espaguetis con albahaca. Me ofrecieron un plato pero sólo les acepté una taza de café. Mientras Simón examinaba los soldaditos de plomo y bromeaba que con esos regalos yo quería hacer de Yilal un militarista, Elena advirtió en mi cautela algo raro.

– A ti te ha pasado algo, Ricardo -me dijo, escrutándome los ojos-. ¿La niña mala te llamó?

Simón alzó la cabeza de los soldaditos y me clavó la vista.

– Acabo de pasar con ella una hora, en un bistrot. Está viviendo en París. Es una ruina humana y pasa apuros, anda vestida como pordiosera. Dice que el japonés la largó, después de que la policía de Lagos la detuvo, en uno de esos viajes que hacía por África, ayudándolo en sus tráficos. Y que la violaron. Que le contagiaron ladillas y un chancro. Y que, después, en un hospital de mala muerte, casi la rematan. Puede ser cierto. Puede ser falso. No lo sé. Dice que Fukuda la largó temiendo que la Interpol la tuviera fichada y que los negros le hubieran contagiado el sida. ¿Verdad o invención? No tendré nunca maneras de saberlo.

– La saga se pone cada día más interesante -exclamó Simón, estupefacto-. Sea o no cierto, es una historia formidable.

Él y Elena se miraron y me miraron y yo sabía muy bien en qué pensaban. Asentí:

– Se acuerda muy bien de la llamada que hizo a mi casa. Le contestó, en francés, una vocecita delgada, chillona, que le pareció la de una asiática. Le hizo repetir varias veces «niña mala», en español. Eso no se lo puede haber inventado.

Vi que Elena se demudaba. Pestañeaba, muy rápido.

– Yo siempre creí que era cierto -murmuró Simón. Tenía la voz alterada y había enrojecido, como si se ahogara de calor. Se rascaba la barba pelirroja con insistencia-. Le di todas las vueltas del mundo y llegué a la conclusión de que tenía que ser cierto. Cómo se iba a inventar Yilal lo de «niña mala». Qué felicidad nos das con esta noticia, mon vieux.

Elena asentía, cogida de mi brazo. Sonreía y hacía pucheros, a la vez.

– Yo también supe siempre que Yilal había hablado con ella -dijo, deletreando cada palabra-. Pero, por favor, no hay que hacer nada. Ni decirle nada al niño. Todo vendrá solo. Si tratamos de forzarlo, puede haber un retroceso. Debe hacerlo él, romper esa barrera por su propio esfuerzo. Lo hará, en el momento debido, lo hará muy pronto, verán.

– Este es el momento de sacar el cognac -me guiñó un ojo Simón-. Ya ves, mon vieux, tomé mis precauciones. Ahora estamos preparados para las sorpresas que nos das, de tanto en tanto. ¡Un excelente Napoleón, verás!

Tomamos esa copa de cognac, sin hablar casi, sumidos en nuestras propias reflexiones. El licor me hizo bien, pues la caminata bajo la lluvia me había enfriado. Al despedirme, Elena salió conmigo hasta el rellano:

– No sé, se me acaba de ocurrir -dijo-. Tal vez tu amiga necesite un examen médico. Pregúntale. Si ella quiere, yo lo puedo arreglar en el Hospital Cochin, con los copains. Sin que le cueste nada, quiero decir. Me imagino que no tiene seguro, ni nada que se le parezca.

Se lo agradecí. Se lo consultaría, la próxima vez que habláramos.

– Si es verdad, debió ser terrible para la pobre -murmuró-. Una cosa así deja cicatrices atroces en la memoria.

Al día siguiente, regresé rápido de la Unesco, para alcanzar a Yilal. Veía en la televisión un programa de dibujos animados y tenía a su lado los seis jinetes de la guardia imperial rusa, formados en línea. Me mostró su pizarra: «Gracias por el lindo regalo, tío Ricardo». Me estiró la mano, sonriendo. Me puse a leer Le Monde mientras él, con la atención hipnótica de costumbre, se enfrascaba en su programa. Después, en vez de leerle algo, le hablé de Salomón Toledano. Le conté de su colección de soldaditos de plomo, que yo había visto invadiendo todos los vericuetos de su casa, y de su increíble facilidad para aprender idiomas. Era el mejor intérprete que había habido en el mundo. Cuando, en su pizarra, me preguntó si podía llevarlo a casa de Salomón a ver sus batallas napoleónicas y le expliqué que había fallecido muy lejos de París, en Japón, Yilal se entristeció. Le mostré el húsar que guardaba en mi velador y que me había regalado el día que partió a Tokio. Al poco rato, Elena vino a llevárselo.

Para no pensar mucho en la niña mala me fui a un cine, en el Barrio Latino. En la sala oscura y cálida, llena de estudiantes, de un cinema de la rué Champollion, mientras seguía distraído las aventuras de un western clásico de John Ford, La diligencia, en mi cabeza aparecía y reaparecía la imagen deteriorada, desastrada, de la chile-nita. Ese día y todo el resto de la semana, su figura estuvo siempre en mi memoria, igual que la pregunta para la que no hallaba nunca respuesta: ¿Me había dicho la verdad? ¿Era cierto lo de Lagos, lo de Fukuda? Me atormentaba el convencimiento de que nunca lo sabría con certeza total.

Me llamó a los ocho días, a mi casa, también muy de mañana. Después de preguntarle cómo estaba -«Bien, ahora ya bien, como te dije»- le propuse que comiéramos juntos, esa misma noche. Aceptó y quedamos en encontrarnos en el viejo Le Procope, de la rué de l'Ancienne Comedie, a las ocho. Llegué antes que ella y la esperé en una mesita junto a la ventana que daba al pasaje de Rohan. Llegó casi enseguida. Mejor vestida que la última vez, pero también pobremente: bajo el feo sacón asexuado llevaba un vestido azul oscuro, sin escote ni mangas, y calzaba unos zapatos de medio taco, llenos de resquebrajaduras, recién lustrados. Me resultaba extrañísimo verla sin anillos, ni reloj, ni pulseras, ni pendientes, ni maquillaje. Al menos, se había limado las uñas. ¿Cerno había podido enflaquecer tanto? Parecía que podía trizarse, con un simple resbalón.

Pidió un consomé y un pescado a la plancha y apenas probó un sorbo de vino durante la comida. Masti-.caba muy despacio, con desgana, y le costaba tragar. ¿Era cierto que se sentía bien?

– Se me ha reducido el estómago y casi no tolero la comida -me explicó-. Con dos o tres bocados, me siento llena. Pero este pescado está muy rico.

Acabé tomándome yo solo toda la jarra de Cotes du Rhóne. Cuando el mozo trajo el café para mí y la infusión de verbena para ella, le dije, cogiéndole la mano:

– Por lo que más quieras, te suplico, júrame que es verdad todo lo que me contaste el otro día en La Rhu-merie.

– Nunca más me vas a creer nada de lo que te diga, ya lo sé -tenía un aire fatigado, de hastío, y no parecía importarle lo más mínimo que la creyera o no-. No hablemos más de eso. Te lo conté para que me permitieras verte, de cuando en cuando. Porque, aunque tampoco me lo creas, hablar contigo me hace bien.

Tuve ganas de besarle la mano, pero me contuve. Le transmití la propuesta de Elena. Se me quedó mirando, desconcertada.

– Pero ¿ella sabe de mí, de nosotros?

Asentí. Elena y Simón sabían todo. En un arranque, les había contado toda «nuestra» historia. Eran muy buenos amigos, no tenía nada que temer de ellos. No la denunciarían a la policía como traficante de afrodisíacos.

– No sé por qué les hice esas confidencias. Tal vez porque, como todo el mundo, necesito de vez en cuando compartir con alguien las cosas que me angustian o me hacen feliz. ¿Aceptas la propuesta de Elena?

No parecía muy animada. Me miraba inquieta, como temiendo que fuera una celada. Aquella luz, color miel oscura, había desaparecido de sus ojos. También la picardía, la burla.

– Déjame pensarlo -me dijo, al fin-. Veremos cómo me siento. Ahora, ya estoy bien. Lo único que necesito es tranquilidad, descanso.

– No es verdad que estés bien -insistí-. Eres un fantasma. En la flacura en que estás, una simple gripe te puede llevar a la tumba. Y no tengo ganas de cargar con ese trabajito siniestro de incinerarte, etcétera. ¿No quieres ponerte bonita otra vez?

Se echó a reír.

– Ah, o sea que ahora te parezco fea. Gracias por la franqueza -me apretó la mano que yo le tenía siempre cogida y, un segundo, se animaron sus ojos-. Pero sigues enamorado de mí, ¿no es cierto, Ricardito?

– No, ya no. Tampoco volveré a enamorarme nunca de ti. Pero no quiero que te mueras.

– Debe ser cierto que ya no me quieres, cuando no me has dicho ni una sola huachafería esta vez -reconoció, haciendo una mueca medio cómica-. ¿Qué tengo que hacer para reconquistarte?

Se rió con la coquetería de los viejos tiempos y sus ojos se llenaron de brillos traviesos pero, de pronto, sin transición, sentí que la presión de su mano en la mía se aflojaba. Se le blanquearon los ojos, se puso lívida y abrió la boca, como si le faltara el aire. Si no hubiera estado yo a su lado, sosteniéndola, hubiera rodado al suelo. Le froté las sienes con la servilleta mojada, le hice beber un poquito de agua. Se recuperó algo, pero siguió muy pálida, blanca casi. Y, ahora, en sus ojos había un pánico animal.

– Me voy a morir -balbuceó, clavándome las uñas en el brazo.

– No te vas a morir. Te he permitido todas las canalladas del mundo desde que éramos niños, pero esta de morirte no. Te la prohíbo.

Sonrió, sin fuerzas.

– Ya era hora de que me dijeras alguna cosa bonita -su voz era apenas audible-. Me hacía falta, aunque tampoco me lo creas.

Cuando, un rato después, intenté que se pusiera de pie, le temblaron las piernas y se dejó caer en la silla, exhausta. Hice que un camarero de Le Procope trajera un taxi del paradero de la esquina de Saint Germain hasta la puerta del restaurante y que me ayudara a sacarla a la calle. La llevamos entre los dos, alzada en peso de la cintura. Cuando me oyó decirle al taxi que nos condujera al hospital más cercano -«¿el Hotel Dieu, en la Cité, no?»- se me prendió con desesperación: «No, no, a un hospital de ninguna manera, no, no». Me vi obligado a rectificar y pedirle al taxista que nos llevara más bien a la rué Joseph Granier. En el trayecto hasta mi casa -la tenía apoyada en mi hombro- volvió a perder el sentido por unos segundos. Su cuerpo se ablandó y se chorreó en el asiento. Al enderezarla, sentí todos los huesecillos de su espalda. En la puerta del edificio art déco, llamé por el intercomunicador a Simón y Elena, a pedirles que bajaran para ayudarme.

La subimos entre los tres a mi departamento y la acostamos en mi cama. Mis amigos no me preguntaron nada, pero miraban a la niña mala con una curiosidad voraz, como a un resucitado. Elena le prestó un camisón y le tomó la temperatura y la presión arterial. No tenía fiebre, pero su presión estaba bajísima. Cuando recuperó del todo el conocimiento, Elena le hizo beber a sorbos una taza de té hirviendo, con dos pastillas que, le dijo, eran simples reconstituyentes. Al despedirse, me aseguró que no veía ningún peligro inminente, pero que si, en el curso de la noche, se sentía mal, la despertara. Ella misma llamaría al Hospital Cochin para que enviaran una ambulancia. En vista de esos desvanecimientos, era indispensable un examen médico completo. Ella lo arreglaría todo, pero tomaría por lo menos un par de días.

Cuando regresé al dormitorio, la encontré con los ojos muy abiertos.

– Debes estar maldiciendo la hora en que me contestaste el teléfono -dijo-. Sólo he venido a crearte problemas.

– Desde que te conozco, no has hecho más que crearme problemas. Es mi destino. Y no hay nada que hacer contra el destino. Mira, aquí tienes, por sí la necesitas. Es la tuya. Eso sí, me la devuelves.

Y saqué del velador la escobillita de Guerlain. La examinó, divertida.

– ¿O sea que la sigues guardando? Es la segunda galantería de la noche. Qué lujo. ¿Dónde vas a dormir tú, se puede saber?

– El sofá de la salita es un sofá cama, así que no te hagas ilusiones. No hay la menor posibilidad de que duerma contigo.

Se rió otra vez. Pero ese pequeño esfuerzo la fatigó y, encogiéndose bajo las sábanas, cerró los ojos. La abrigué con las frazadas y le puse también mi bata de levantar, a los pies. Fui a lavarme los dientes, a ponerme el piyama y a estirar el sofá cama de la salita. Cuando volví al dormitorio, ella dormía, respirando con normalidad. El resplandor de la calle que se filtraba por la claraboya iluminaba su cara: siempre muy pálida, con la nariz afilada y, entre sus cabellos, asomaban sus lindas orejitas. Tenía la boca entreabierta, le palpitaban las aletas de la nariz y su expresión era lánguida, de total abandono. AI rozarle los cabellos con mis labios sentí en mi cara su aliento. Me fui a acostar. Casi de inmediato caí dormido, pero me desperté un par de veces en la noche y las dos me levanté en puntas de pie para ir a verla. Dormía, respirando parejo. Tenía la piel de la cara muy estirada y resaltaban sus huesos. Con la respiración, su pecho subía y bajaba las frazadas, ligeramente. Estuve adivinando su pequeño corazón, imaginando cómo palpitaba cansado.

A la mañana siguiente, preparaba el desayuno cuando la sentí levantarse. Apareció en la cocinita donde yo pasaba el café, envuelta en mi bata. Le quedaba enorme y parecía un payaso. Sus pies descalzos eran los de una niña.

– He dormido casi ocho horas -dijo, asombrada-. No me ocurría hace siglos. Anoche me desmayé, ¿no es cierto?

– Pura pose, para que te trajera a mi casa. Y, ya ves, lo conseguiste. Y hasta te metiste a mi cama. Sabes las de Kiko y Caco, niña mala.

– ¿Te fregué la noche, no, Ricardito?

– Y me vas a fregar el día, también. Porque te vas a quedar aquí, en cama, mientras Elena arregla las cosas en el Hospital Cochin y pueden hacerte ese chequeo completo. No se admiten discusiones. Ha llegado el momento de que imponga mi autoridad sobre ti, niña mala.

– Caramba, qué progresos. Hablas como si fueras mi amante.

Pero esta vez no logré que sonriera. Me miraba con la cara desencajada y los ojos mustios. Estaba muy cómica así, con sus pelos revueltos y esa bata que arrastraba por el suelo. Me acerqué a ella y la abracé. La sentí muy frágil, temblando. Pensé que si apretaba un poco el abrazo, se quebraría, como un pajarito.

– No te vas a morir -le aseguré en el oído, besándole apenas los cabellos-. Te van a hacer ese examen y, si algo anda mal, te vas a curar. Y vas a ponerte bonita otra vez, a ver si así consigues que me enamore de nuevo de ti. Y, ahora, ven, vamos a desayunar, no quiero llegar tarde a la Unesco.

Cuando estábamos tomando el café con tostadas, vino Elena, ya de salida a su trabajo. Volvió a tomarle la temperatura y la tensión y la encontró mejor que la noche

anterior. Pero le indicó que guardara cama todo el día y comiera cosas ligeritas. Trataría de prepararlo todo en el hospital para que pudiera trasladarse allí mañana mismo. Le preguntó a la niña mala qué le hacía falta y ella le encargó una escobilla para el pelo.

Antes de partir, le mostré las provisiones en la nevera y el aparador, más que suficientes para que se preparara al mediodía una dieta de pollo o unos fideos con mantequilla. Yo me encargaría de la cena, al volver. Si se sentía mal, debía llamarme de inmediato a la Unesco. Asentía sin decir nada, mirándolo todo con expresión ida, como si no acabara de comprender las cosas que le pasaban.

La llamé a comienzos de la tarde. Se sentía bien. El baño con espuma en mi bañera la había hecho feliz, porque hacía lo menos seis meses que sólo tomaba duchas en baños públicos, siempre a la carrera. En la tarde, al regresar, los encontré a ella y a Yilal absorbidos en una película de Laurel y Hardy que, doblada al francés, sonaba absurda. Pero ambos parecían divertirse y festejaban las payasadas del gordo y el flaco. Ella se había puesto uno de mis piyamas y, encima, la gran bata dentro de la cual parecía perdida. Estaba bien peinada, con la cara fresca y sonriente.

Yilal me preguntó en su pizarrón, señalando a la niña mala: «¿Te vas a casar con ella, tío Ricardo?».

– Ni muerto -le dije, poniendo cara de espanto-. Eso es lo que ella quisiera Hace años que trata de seducirme. Pero yo no le hago c?so.

«Hazle caso», me respondió Yilal, escribiendo de prisa en su pizarra. «Es simpática y será buena esposa.»

– ¿Qué has hecho para comprarte a esta criatura, guerrillera?

– Le he contado cosas de Japón y de África. Es buenísimo en geografía. Se sabe las capitales mejor que yo.

Los tres días que la niña mala permaneció en mi casa, antes de que Elena consiguiera sitio para ella en el Hospital Cochin, mi alojada y Yilal se hicieron íntimos. Jugaban a las damas, se reían y bromeaban como si fueran de la misma edad. Se divertían tanto juntos que, aunque para guardar las apariencias mantenían prendida la televisión, en realidad ni miraban la pantalla, concentrados en el Yan-Ken-Po, un juego de manos que yo no había vuelto a ver jugar desde mi niñez miraflorina: la piedra chanca la tijera, el papel envuelve a la piedra y la tijera corta el papel. A veces, ella empezaba a leerle a Yilal historias de Julio Verne, pero, después de unos cuantos renglones, se apartaba del texto y comenzaba a disparatar la historia hasta que Yilal le arrancaba el libro de las manos, sacudido por las carcajadas. Las tres noches cenamos donde los Gravoski. La niña mala ayudaba a Elena a cocinar y a lavar la vajilla. Y, mientras, conversaban y cambiaban bromas. Era como si los cuatro fuésemos dos parejas amigas de toda la vida.

La segunda noche, ella se empeñó en dormir en el sofá cama y en devolverme el dormitorio. Tuve que darle gusto, porque me amenazó con que, si no, se largaba de la casa. Esos dos primeros días estuvo bien de ánimo; por lo menos, así me lo parecía, al anochecer, cuando volvía de la Unesco y la encontraba jugando de tú a tú con Yilal. El tercer día, todavía oscuro, me desperté, seguro de haber oído a alguien llorando. Escuché y no había duda: era un llanto bajito, entrecortado, con paréntesis de silencio. Fui a la sala comedor y la encontré encogida en su cama, tapándose la boca, empapada de lágrimas. Temblaba de pies a cabeza. Le limpié la cara, le alisé los cabellos, le traje un vaso de agua.

– ¿Te sientes mal? ¿Quieres que despierte a Elena?

– Me voy a morir -dijo, muy quedo, lloriqueando-. Me contagiaron algo, allá en Lagos, que nadie sabe qué es. Dicen que no es el sida pero qué es, entonces. Ya casi no tengo fuerzas para nada. Ni para comer, ni para andar, ni para levantar un brazo. Así le pasaba a Juan Barreto, allá en Newmarket, ¿no te acuerdas? Y estoy todo el tiempo con una secreción abajo que parece pus. No es sólo el dolor. Es que, además, tengo tanto asco de mi cuerpo y de todo desde lo de Lagos.

Estuvo sollozando un buen rato, quejándose de frío, a pesar de lo abrigada que estaba. Yo le secaba los ojos, le daba a beber sorbitos de agua, abatido por una sensación de impotencia. ¿Qué darle, qué decirle, para sacarla de ese estado? Hasta que por fin sentí que se quedaba dormida. Regresé a mi dormitorio con el pecho encogido. Sí, estaba gravísima, acaso con el sida y a lo mejor terminaría como el pobre Juan Barreto.

Esa tarde, cuando regresé del trabajo, ella estaba preparada para ingresar al Hospital Cochin a la mañana siguiente. Había ido a traer sus cosas en un taxi y tenía una maleta y un maletín metidos en el clóset. La reñí. ¿Por qué no me había esperado para que la acompañara a recoger su equipaje? Sin más, me repuso que le daba vergüenza que yo viera el cuchitril donde había estado viviendo.

A la mañana siguiente, llevándose sólo el pequeño maletín, partió con Elena. Al despedirse, me murmuró al oído algo que me hizo feliz:

– Tú eres lo mejor que me ha pasado en la vida, niño bueno.

Los dos días que iba a durar el examen médico se alargaron a cuatro y en ninguno de ellos la pude ver. El hospital era muy estricto con el horario y cuando yo salía de la Unesco ya era tarde para las visitas. Tampoco pude hablar por teléfono con ella. En las noches, Elena me informaba lo que había logrado averiguar. Soportaba con entereza los exámenes, análisis, interrogatorios y pinchazos. Elena trabajaba en otro pabellón pero se arreglaba para pasar a verla un par de veces al día. Además, el profesor Bourrichon, un internista, una de las luminarias del hospital, había tomado su caso con interés. En las tardes, cuando alcanzaba a Yilal frente al aparato de televisión, encontraba en su pizarrón la pregunta: «¿Cuándo va a volver?».

El cuarto día en la noche, después de dar de cenar y acostar a Yilal, Elena volvió a mi casa a traerme noticias. Aunque todavía quedaba por conocer el resultado de un par de pruebas, esa tarde el profesor Bourrichon le había adelantado algunas conclusiones. El sida estaba descartado, de manera categórica. Padecía de desnutrición extrema y un estado de agudo abatimiento depresivo, de pérdida del impulso vital. Requería un tratamiento psicológico inmediato, que la ayudara a recobrar la «ilusión de vida»; sin ella todo programa de recuperación física sería ineficaz. Lo de la violación probablemente era cierto; tenía huellas de desgarros y cicatrices tanto en la vagina como en el recto, y una herida supurante, producto de un instrumento metálico o de madera -ella no lo recordaba- introducido por la fuerza, que le había rajado una de las paredes vaginales, muy cerca de la matriz. Resultaba sorprendente que esta lesión, mal cuidada, no le hubiera provocado una septicemia. Era necesaria una intervención quirúrgica para limpiar el absceso y suturar la herida. Pero lo más delicado de su cuadro clínico era el fuerte estrés que, a consecuencia de aquella experiencia de Lagos y de lo incierto de su situación actual, la tenía agobiada, insegura, inapetente y presa de ataques de terror. Los desmayos eran consecuencia de aquel trauma. Corazón, cerebro, estómago funcionaban con normalidad.

– Le harán esa pequeña operación en la matriz mañana temprano -añadió Elena-. El doctor Pineau, el cirujano, es un amigo y no cobrará nada. Sólo habrá que pagar el anestesista y las medicinas. Unos tres mil francos, más o menos.

– Ningún problema, Elena.

– Después de todo, las noticias no son tan malas, ¿no es cierto? -me animó ella-. Hubiera podido ser mucho peor, teniendo en cuenta la carnicería que hicieron con la pobre esos salvajes. El profesor Bourrichon recomienda que pase un tiempo en una clínica de absoluto reposo, donde haya buenos psicólogos. Que no caiga en manos de uno de esos lacanianos que la podrían meter en un laberinto y enredarla más de lo que está. El problema es que esas clínicas suelen ser bastante caras.

– Ya me ocuparé yo de conseguir lo que haga falta. Lo importante es encontrarle un buen especialista, que la saque de esto y vuelva a ser la que era, no el cadáver en que está convertida.

– Lo encontraremos, te prometo -me sonrió Elena, dándome una palmada en el brazo-. ¿Es el gran amor de tu vida, no, Ricardo?

– El único, Elena. La única mujer que yo he querido, desde que era una niña. He hecho lo imposible por olvidarla, pero, la verdad, es inútil. La querré siempre. La vida no tendría sentido para mí si ella se muere.

– Vaya suerte de esa chica, inspirar un amor así

– se rió mi vecina-. Chapeau! Le pediré la receta. Simón tiene razón: te cae como anillo al dedo ese apodo que ella te ha puesto.

A la mañana siguiente pedí permiso en la Unesco para estar en el Hospital Cochin durante la pequeña operación. Esperé en un pasillo ófrico, de techos altísimos, por el que corría un viento helado y circulaban enfermeras, médicos, pacientes y, de rato en rato, enfermos tumbados en camillas con bombas de oxígeno o botellas de plasma suspendidas sobre sus cabezas. Había un cartelito de «Prohibido fumar» al que nadie parecía hacerle caso.

El doctor Pineau habló conmigo unos minutos, delante de Elena, mientras se quitaba los guantes de goma y se lavaba minuciosamente las manos con un jabón espumoso en un chorro de agua que despedía humo. Era un hombre bastante joven, seguro de sí mismo, que no usaba remilgos al hablar:

– Quedará perfectamente bien. Pero, eso sí, ya está usted al corriente de su estado. Tiene la vagina dañada, propensa a inflamarse y sangrar. También el recto está lastimado. Cualquier cosa puede irritarla y abrirle las heridas. Tendrá que controlarse, mi amigo. Hacer el amor con mucho cuidado y no muy seguido. Por lo menos estos dos primeaos meses, le recomiendo contención. De preferencia, ni ¡tocarla. Y, si no es posible, una delicadeza extremada. La señora ha sufrido una experiencia traumática. No fue una simple violación, sino, para que lo entienda, una verdadera masacre.

Estuve junto a la niña mala cuando la trajeron del quirófano a la gran sala común donde la tenían, -en un espacio aislado por dos biombos. Era un local muy amplio, de paredes de piedra y techos cóncavos y oscuros que hacían pensar en nidos de murciélagos, de baldosas implacablemente limpias y un fuerte olor a desinfectante y a lejía, mal iluminado. Estaba mucho más pálida todavía, cadavérica y con los ojos entrecerrados. Al-reconocerme, me estiró la mano. Cuando la tuve entre las mías, me pareció tan delgadita y pequeña como la de Yilal.

– Estoy bien -me dijo, con fuerza, antes de que le preguntara cómo se sentía-. El doctor que me operó era muy simpático. Y buen mozo.

La besé en los cabellos, en sus lindas orejitas.

– Espero que no te pusieras a coquetear con él. Tú eres muy capaz.

Me hizo presión con su mano y, casi al instante, se quedó dormida. Durmió toda la mañana y sólo al comienzo de la tarde se despertó, quejándose de dolor. Por instrucciones del médico, una enfermera vino a ponerle una inyección. Poco después apareció Elena, de guardapolvo blanco, trayéndole una chompita. Se la puso sobre el camisón. La niña mala le preguntó por Yilal y sonrió cuando supo que el hijo de los Gravoski preguntaba todo el tiempo por ella. Estuve a su lado buena parte de la tarde y la acompañé mientras comía, en una pequeña bandeja de plástico: una sopita de verduras y una presa de pollo hervida con papas cocidas. Se llevaba las cucharadas a la boca sin ganas, sólo debido a mi insistencia.

– ¿Sabes por qué se porta todo el mundo tan bien conmigo? -me dijo-. Por Elena. Enfermeras y médicos la adoran. Es de lo más popular en el hospital.

Poco después nos echaron a las visitas. Esa noche, donde los Gravoski, Elena me tenía noticias. Había hecho averiguaciones y consultado con el profesor Bourrichon. Éste le había sugerido una pequeña clínica privada, en Petit Clamart, no muy lejos de París, donde había enviado ya a algunos pacientes, víctimas de depresión y desequilibrios nerviosos debidos a maltratos, con buenos resultados. El director era un compañero de estudios suyo. Si queríamos, podía recomendarle el caso de la niña mala.

– No sabes cuánto te agradezco, Elena. Parece el lugar indicado. Procedamos, cuanto antes.

Elena y Simón se miraron. Estábamos tomando la consabida taza de café, después de cenar una tortilla, un poco de jamón y una ensalada, con un vaso de vino.

– Hay dos problemas -dijo Elena, incómoda-. El primero, ya lo sabes, es una clínica privada y será bastante cara.

– Tengo algunos ahorros y, si no alcanzan, pediré un préstamo. Y, si es necesario, venderé este piso. El dinero no es un problema, lo importante es que se cure. ¿Cuál es el otro?

– El pasaporte que presentó en el Hospital Cochin es falso -me explicó Elena, con una expresión y un tono de voz como si me pidiera disculpas-. He tenido que hacer malabares para que la administración no la denuncie a la policía. Pero ella tiene que dejar mañana el hospital y no volver a poner los pies allí, por desgracia. Y no descarto que, apenas salga, den el soplo a las autoridades.

– Esa dama no dejará nunca de asombrarme -exclamó Simón-. ¿Ustedes se dan cuenta lo mediocres que son nuestras vidas comparadas con la de ella?

– ¿Eso de los papeles se podría arreglar? -me preguntó Elena-. Me imagino que será difícil, claro. No sé, podría ser un gran obstáculo en la clínica del doctor Zilacxy, de Petit Clamart. No la aceptarán si descubren que su situación en Francia es ilegal. Y hasta podrían denunciarla a la policía.

– No creo que nunca en su vida la niña mala haya tenido sus papeles en regla -dije yo-. Estoy segurísimo que no tiene un pasaporte, sino varios. Puede que alguno parezca menos falso que los otros. Le preguntaré.

– Terminaremos todos presos -lanzó una carcajada Simón-. A Elena le impedirán ejercer la medicina y a mí me echarán del Instituto Pasteur. Bueno, así empezaremos por fin a vivir la verdadera vida.

Terminamos riéndonos los tres y esa risa compartida con mis dos amigos me hizo bien. Fue la primera noche en los últimos cuatro días que dormí de corrido hasta que sonó el despertador. Al día siguie-Ote, al volver de la Unesco, encontré a la niña mala instalada en mi cama, con el ramo de flores que yo le había enviado puesto en un jarrón con agua, en el velador. Se sentía mejor, sin dolores. Elena la había traído del Hospital Cochin y ayudado a subir, pero luego regresó a su trabajo. La acompañaba Yilal, muy contento con la recién llegada. Cuando el niño partió, la niña mala me habló, en voz baja, como si el hijo de los Gravoski todavía pudiera oírla:

– Diles a Simón y a Elena que vengan a tomar el café aquí, esta vez. Después que acuesten a Yilal. Te ayudaré a prepararlo. Quiero agradecerles todo lo que Elena ha hecho por mí.

No dejé que se levantara a ayudarme. Preparé e! café y poco después tocaron la puerta los Gravoski. Llevé a la niña mala, cargada -no pesaba nada, acaso tanto como Yilal-, a sentarse con nosotros en la salita y la cubrí con una manta. Entonces, sin siquiera saludarlos, ella, con los ojos radiantes, les soltó la noticia:

– No se caigan muertos de la impresión, por favor. Esta tarde, después que Elena nos dejó solos, Yilal me abrazó y me dijo en español, clarito: «Te quiere mucho, niña mala». Dijo «quiere», no quiero.

Y, para que no quedara la menor duda de que nos decía la verdad, hizo algo que yo no había visto hacer desde mis tiempos de alumno del Colegio Champagnat, en Miraflores: se llevó los dedos en cruz a la boca y los besó a la vez que decía: «Les juro, me lo dijo tal cual, con todas las letras».

Elena se echó a llorar y, mientras derramaba esos lagrimones, se reía, abrazada a la niña mala. ¿Había dicho Yilal algo más? No. Cuando trató de iniciar con él una conversación, el niño volvió a su mutismo y a responderle en francés valiéndose de su pequeña pizarra. Pero, esa frase, pronunciada con la misma vocecita de hilo que ella recordaba del teléfono, demostraba de una vez por todas que Yilil no era mudo. Durante un buen rato no hablamos de otra cosa. Tomamos el café, y Simón, Elena y yo bebimos un vaso de un whisky malteado que yo tenía en mi aparador desde tiempo inmemorial. Los Gravoski fijaron la estrategia a seguir. Ni ellos ni yo debíamos darnos por enterados. Como el niño había tomado la iniciativa de dirigirse a la niña mala, ésta, de la manera más natural, sin hacer presión alguna sobre él, trataría de entablar de nuevo un diálogo, haciéndole preguntas, dirigiéndose a él sin mirarlo, de manera distraída, evitando a toda costa que Yilal fuera a sentirse vigilado o sometido a una prueba.

Luego, Elena le habló a la niña mala de la clínica del doctor Zilacxy, en Petit Clamart. Era más bien pequeña, en un parque cuidado y lleno de árboles, y el director, amigo y compañero de estudios del profesor Bourrichon, psicólogo y psiquiatra prestigioso, especializado en tratar pacientes que sufrían depresiones y trastornos nerviosos resultantes de accidentes, maltratos o traumas diversos, así como anorexia, alcoholismo y drogadicción. Las conclusiones del examen eran terminantes. La niña mala necesitaba aislarse por un tiempo en un lugar apropiado., de descanso absoluto, donde, a la vez que seguía un tratamiento dietético y de ejercicios que le devolviera las fuerzas, recibiera apoyo psicológico que la ayudara a borrar las reverberaciones en su mente de aquella horrible experiencia.

– ¿Quiere decir que estoy loca? -preguntó.

– Siempre lo estuviste -asentí yo-. Pero, ahora, además, estás anémica y deprimida, y eso te lo pueden curar en esa clínica. Loca de remate vas a seguir hasta el fin de tus días, si eso es lo que te preocupa.

No me festejó, pero, aunque algo reticente, se rindió ante mi insistencia y aceptó que Elena pidiera una cita al director de la clínica de Petit Clamart. Nuestra vecina nos acompañaría. Cuando los Gravoski partieron, la niña mala me miró acongojada y llena de reproches:

– ¿Y quién me va a pagar esa clínica, a mí, si sabes muy bien que no tengo dónde caerme muerta?

– Quién va a ser sino el cacaseno de costumbre -le dije, acomodándole las almohadas-. Tú eres mi mantis religiosa, ¿no lo sabías? Un insecto hembra que devora al macho mientras él le hace el amor. Él muere feliz, por lo visto. Mi caso, exactamente. No te preocupes por la plata. ¿No sabes que soy rico?

Se prendió de uno de mis brazos con las dos manos.

– No eres rico, sino un pobre pichiruchi -dijo, furiosa-. Si lo fueras, no me hubiera ido ni a Cuba, ni a Londres ni a Japón. Me hubiera quedado contigo desde aquella vez, cuando me hiciste conocer París y me llevabas a esos restaurantes horribles, para mendigos. Siempre te he estado dejando por unos ricos que resultaron unas basuras. Y así he terminado, hecha un desastre. ¿Estás contento que lo reconozca? ¿Te gusta oírlo? ¿Haces todo esto para demostrarme lo superior que eres a todos ellos, lo que me perdí contigo? ¿Por qué lo haces, se puede saber?

– Por qué va a ser, niña mala. Tal vez quiero ganar indulgencias e irme al cielo. También pudiera ser que esté enamorado de ti, todavía. Y, ahora, basta de adivinanzas. A dormir. El profesor Bourrichon dice que, hasta que estés repuesta del todo, debes tratar de dormir ocho horas diarias por lo menos.

Dos días después terminó mi contrato temporal con la Unesco y pude dedicarme a cuidarla todo el día. En el Hospital Cochin le habían prescrito una dieta a base de verduras, pescados y carnes hervidas, frutas y menestras, y prohibido el alcohol, incluso el vino, así como el café y todos los aderezos picantes. Debía hacer ejercicios y caminar cuando menos una hora al día. En las mañanas, luego del desayuno -yo iba a comprar mediaslunas recien salidas del horno a una panadería de la École Militaire -, dábamos un paseo, tomados del brazo, al pie de la Tour Eiffel, por el Champs de Mars, y, a veces, si el tiempo lo permitía y ella estaba con ánimos, nos alejábamos por los muelles del Sena hasta la place de la Concorde. Yo dejaba que ella dirigiera la conversación, evitando, eso sí, que me hablara de Fukuda o del episodio de Lagos. No siempre era posible. Entonces, si ella se empecinaba en tocar el tema, me limitaba a escuchar lo que quería contarme, sin hacerle preguntas. Por las cosas que, de tanto en tanto, insinuaba en esos semimonólogos, deduje que su captura, en Nigeria, había tenido lugar el día que ella partía del país. Pero su historia, deshilachada, siempre transcurría en una especie de nebulosa. Había pasado ya la aduana del aeropuerto y estaba en la cola de pasajeros, dirigiéndose al avión. Un par de policías la sacaron de allí, de buenas maneras; su actitud cambió por completo apenas la subieron a una camioneta con los vidrios pintados de negro y, sobre todo, cuando la bajaron en un edificio maloliente, donde había calabozos con rejas y olía a excremento y a orines.

– Yo creo que no me descubrieron, esa policía no era capaz de descubrir nada -decía, una y otra vez-. Me denunciaron. Pero ¿quién, quién? A veces, pienso que el propio Fukuda. Pero ¿por qué lo hubiera hecho? No tiene pies ni cabeza, ¿no es cierto?

– Qué importa eso ahora. Ya pasó. Olvídalo, entiérralo. No te hace bien torturarte con esos-recuerdos. Lo único que importa es que has sobrevivido y que pronto estarás completamente curada. Y que nunca te volverás a meter en esos enredos en que has perdido media vida.

Al cuarto día, un jueves, Elena nos dijo que el doctor Zilacxy, director de la clínica de Petit Clamart, nos recibiría el lunes al mediodía. El profesor Bourrichon había hablado con él por teléfono y le había pasado todos los resultados del examen médico de la niña mala, así como sus prescripciones y consejos. El viernes, fui a hablar con el señor Chames, que me había hecho llamar por la secretaria de la agencia de traductores e intérpretes que dirigía. Me ofreció un contrato de trabajo de dos semanas, en Helsinki, bien pagado. Lo acepté. Cuando regresé a la casa, apenas abrí la puerta, oí voces y risitas en el dormitorio. Permanecí quieto, con la puerta entreabierta, escuchando. Hablaban en francés y una de las voces era la de la niña mala. La otra, delgadita, chillona, un poco vacilante, sólo podía ser la de Yilal. Se me mojaron las manos, de golpe. Permanecí extático. No alcancé a entender lo que decían, pero estaban jugando a algo, tal vez a las damas, tal vez al Yan-Ken-Po, y, a juzgar por las risitas, la pasaban muy bien. No me habían oído entrar. Cerré la puerta de calle despacio y avancé hasta el dormitorio, exclamando en voz alta, en francés:

– Apuesto a que juegan a las damas y que gana la niña mala.

Hubo un instantáneo silencio y cuando di un paso más y entré al dormitorio vi que tenían desplegado el tablero de damas en medio de la cama y que estaban sentados en las dos orillas opuestas, ambos inclinados sobre las fichas. La figurita de Yilal me miraba con los ojos relampagueando de orgullo. Y entonces, abriendo mucho la boca, dijo en francés:

– ¡Gana Yilal!

– Me gana siempre, no hay derecho -aplaudió la niña mala-. Este niñito es un campeón.

– A ver, a ver, quiero ser juez de este partido -dije yo, dejándome caer en una esquina de la cama y escrutando el tablero. Trataba de fingir la más absoluta naturalidad, como si nada extraordinario estuviera pasando, pero apenas podía respirar.

Inclinado sobre las fichas, Yilal observaba, estudiando el siguiente movimiento. Un instante, mi mirada y la de la niña mala se cruzaron. Ella sonrió y me guiñó un ojo.

– ¡Gana otra vez! -exclamó Yilal, aplaudiendo.

– Pues sí, mon vieux, ella no tiene dónde moverse. Ganaste. ¡Choca esos cinco!

Le estreché la mano y la niña mala le dio un beso.

– No volveré a jugar damas contigo, estoy harta de recibir estas palizas -dijo ella.

– Se me ha ocurrido un juego más divertido todavía, Yilal -improvisé yo-. ¿Por qué no les damos a Elena y Simón la sorpresa de la vida? Vamos a montarles un espectáculo del que tus padres se acordarán el resto de sus días. ¿Te gustaría?

El niño había adoptado una expresión cautelosa y esperaba inmóvil que yo continuara, sin comprometerse. Mientras yo desplegaba ante sus ojos ese plan que iba inventando a medida que se lo describía, me escuchaba, intrigado y algo intimidado, sin atreverse a rechazarlo; atraído y repelido a la vez por mi propuesta. Cuando terminé, estuvo quieto y mudo un buen rato todavía, mirando a la niña mala, mirándome a mí.

– ¿Qué te parece, Yilal? -insistí, siempre en francés-. ¿Les damos esa sorpresa a Simón y a Elena? Te aseguro que no se olvidarán el resto de sus vidas.

– Bueno -dijo la vocecita de Yilal, mientras su cabeza asentía-. Les damos esa sorpresa.

Lo hicimos tal como yo lo había improvisado, en medio de la emoción y el desconcierto en que me sumió oír a Yilal. Cuando Elena vino a recogerlo, la niña mala y yo le rogamos que, luego de cenar, volvieran, ella, Simón y el niño, porque teníamos un postre riquísimo que queríamos convidarles. Elena, un poco sorprendida, dijo que bueno, sólo un ratito, porque, si no, al día siguiente al dormilón de Yilal le costaba mucho despertar. Salí como alma que lleva el diablo a la esquina de la École Militaire, a la pastelería de los croissants, en l'avenue de la Bourdonnais. Por fortuna, estaba abierta. Compré una torta que tenía mucha crema, y, encima, unas fresas gordas y rojísimas. Con la excitación en que estábamos, apenas si probamos la dieta de verduras y pescado que yo compartía con la convaleciente.

Cuando Simón, Elena y Yilal -ya en zapatillas y bata- llegaron, teníamos listo el café y la torta partida en tajadas, esperándolos. De inmediato advertí por la expresión de Elena que maliciaba algo. Simón, en cambio, preocupado por un artículo de un científico y disidente ruso que había leído esa tarde, estaba en la luna y nos contaba, mientras la crema del empalagoso postre le ensuciaba la barba, que aquél había visitado no hacía mucho el Instituto Pasteur y que todos los investigadores y científicos habían quedado impresionados por su modestia y su valía intelectual. Entonces, de acuerdo al disparatado guión fraguado por mí, la niña mala preguntó, en español:

– ¿Cuántos idiomas creen ustedes que habla Yilal?

Advertí que, en el acto, Simón y Elena, inmóviles, abrían un poco los ojos, como diciendo: «¿Qué está pasando aquí?».

– Yo creo que dos -aseguré-. Francés y español. ¿Y ustedes, qué creen? ¿Cuántos idiomas habla Yilal, Elena? ¿Cuántos crees tú, Simón?

Los ojitos de Yilal iban de sus padres a mí, de mí a la niña mala y de nuevo a sus padres. Estaba muy serio.

– No habla ninguno -balbuceó Elena, mirándonos y evitando volver la cabeza hacia el niño-. Todavía no, por lo menos.

– Yo creo que… -dijo Simón y se calió, abrumado, rogando con la mirada que le indicáramos lo que debía decir.

– En realidad, qué importa lo que nosotros creamos -intervino la niña mala-. Sólo importa lo que diga Yilal. ¿Qué dices tú, Yilal? ¿Cuántos hablas?

– Habla francés -dijo la voz delgadita y chillona. Y, después de una brevísima pausa, cambiando de idioma-: Yilal habla español.

Elena y Simón se habían quedado mirándolo, enmudecidos. La torta que Simón tenía en la mano se deslizó del plato al suelo y aterrizó en su pantalón. El niño se echó a reír, llevándose una mano a la boca y, señalando la pierna de Simón, exclamó, en francés:

– Ensucias pantalón.

Elena se había puesto de pie y ahora, junto al niño, mirándolo con arrobo, le acariciaba los cabellos con una mano y le pasaba la otra por los labios, una y otra vez, como una beata acaricia la imagen de su santo patrono. Pero, de los dos, el más conmovido era Simón. Incapaz de decir nada, miraba a su hijo, a su mujer, a nosotros, alelado, como pidiendo que no lo despertáramos, que lo dejáramos soñar.

Yilal no dijo nada más esa noche. Sus padres se lo llevaron poco después y la niña mala, oficiando de dueña de casa, hizo un paquetito con la media torta que sobraba e insistió para que los Gravoski se lo quedaran. Yo le di la mano a Yilal al despedirnos:

– Nos salió muy bien, ¿no, Yilal? Te debo,a regalo, por lo bien que te has portado. ¿Otros seis soldaditos de plomo, para tu colección?

Él hizo movimientos afirmativos con la cabeza. Cuando cerramos la puerta tras ellos, la niña mala exclamó:

– En este momento, son la pareja más feliz de la tierra.

Mucho más tarde, cuando ya estaba cogiendo el sueño, vi una silueta que se deslizaba en la salita comedor y, silente, se acercaba a mi sofá cama. Me tomó de la mano:

– Ven, ven conmigo -me ordenó.

– No puedo ni debo -le dije yo, levantándome y siguiéndola-. El doctor Pineau me lo ha prohibido. Por dos meses al menos, no puedo tocarte ni menos hacerte el amor. Y no te tocaré, ni te haré el amor, hasta que estés sanita. ¿Entendido?

Nos habíamos metido ya a su cama y ella se acurrucó contra mí y apoyó su cabeza en mi hombro. Sentí su cuerpo que era sólo hueso y pellejo y sus pequeños pies helados frotándose contra mis piernas y un escalofrío me corrió de la cabeza a los talones.

– No quiero que me hagas el amor -susurró, besándome en el cuello-. Quiero que me abraces, que me des calor y que me quites el miedo que siento. Me estoy muriendo de terror.

Su cuerpecito, una forma llena de aristas, temblaba como una hoja. La abracé, le froté la espalda, los brazos, la cintura, y mucho rato estuve diciéndole cosas dulces al oído. Nunca dejaría que nadie volviera a hacerle daño, tenía que poner mucho de su parte para que se restableciera pronto y recuperase las fuerzas, las ganas de vivir y de ser feliz. Y para que se pusiera bonita de nuevo. Me escuchaba muda, soldada a mí, recorrida a intervalos por sobresaltos que la hacían gemir y retorcerse. Mucho después, sentí que se dormía. Pero a lo largo de toda la noche, en mi duermevela, la sentí estremecerse, quejarse, presa de esos recurrentes ataques de pánico. Cuando la veía así, tan desamparada, me venían a la cabeza imágenes de, lo sucedido en Lagos y sentía tristeza, cólera, feroces deseos de venganza contra sus victimarios.

La visita a la clínica de Petit Clamart, del doctor André Zilacxy, francés de ascendencia húngara, resultó un paseo campestre. Ese día salió un sol radiante que hacía brillar los altos álamos y plátanos de la floresta. La clínica estaba al fondo de un parque con estatuas desportilladas y un estanque con cisnes. Llegamos allí al mediodía y el doctor Zilacxy nos hizo pasar de inmediato a su despacho. El local era una antigua casa señorial del siglo XIX, de dos plantas, con escalinata de mármol y balcones enrejados, modernizada por dentro, a la que le habían añadido un pabellón nuevo, con grandes ventanales de vidrio, tal vez un solárium o un gimnasio con piscina. Por las ventanas del despacho del doctor Zilacxy se veía a lo lejos gentes que se movían bajo los árboles y, entre ellas, batines blancos de enfermeras o médicos. Zilacxy parecía también provenir del siglo XIX, con su barbita recortada en cuadrado, que enmarcaba un rostro enteco y una calva reluciente. Vestía de negro, con un chaleco gris, un cuello duro que parecía postizo, y, en lugar de corbata, una cinta doblada en cuatro a la que sujetaba un prendedor bermellón. Tenía un reloj de bolsillo, con leontina dorada.

– He hablado con mi colega Bourrichon y he leído el informe del Hospital Cochin -dijo, entrando en materia de golpe, como si no pudiera permitirse perder el tiempo en banalidades-. Tienen ustedes suerte, la clínica está siempre llena y hay gente que espera mucho para ser admitida. Pero, como la señora es un caso especial pues viene recomendada por un viejo amigo, le podernos hacer un sitio.

Tenía una voz muy bien timbrada y unas maneras elegantes, algo teatrales, de moverse y de lucir las manos. Dijo que la «paciente» recibiría una alimentación especial, de acuerdo con una dietista, para que recobrara el peso perdido, y que un monitor personal dirigiría sus ejercicios físicos. Su médico de cabecera sería la doctora Roullin, especialista en traumas de la índole del que la señora había sido víctima. Podría recibir visitas dos veces por semana, entre las cinco y las siete de la noche. Además del tratamiento con la doctora Roullin, participaría en sesiones de terapia de grupo, que él dirigía. A menos que hubiera alguna objeción de su parte, la hipnosis podría ser empleada en el tratamiento, bajo su control. Y que -hizo una pausa para que supiéramos que venía una aclaración importante- si la paciente, en cualquier instancia del tratamiento, se sentía «decepcionada», podría interrumpirlo de inmediato.

– No nos ha ocurrido jamás -añadió, haciendo chasquear la lengua-. Pero la posibilidad está ahí, por si alguna vez sucede.

Dijo que, luego de charlar con el profesor Bourrichon, ambos habían coincidido en que la paciente debería permanecer en la clínica, en principio, un mínimo de cuatro semanas. Luego, se vería si era aconsejable prolongar su permanencia o podía continuar su recuperación en casa.

Respondió a todas las preguntas de Elena y mías -la niña mala no abrió la boca, se limitaba a escuchar como si la cosa no fuese con ella- sobre el funcionamiento de la clínica, sus colaboradores y, luego de una broma sobre Lacan y sus fantasiosas combinaciones de estructuralismo y Freud que, apuntó sonriendo para tranquilizarnos, «no ofrecemos en nuestro menú», hizo que una enfermera llevara a la niña mala al despacho de la doctora Roullin, La estaba esperando, para conversar con ella y mostrarle el establecimiento.

Cuando nos quedamos solos con el doctor Zilacxy, Elena abordó con precaución el delicado asunto de cuánto costaría el mes de tratamiento. Y se apresuró a precisar que «la señora» no tenía ningún seguro ni un patrimonio personal y que asumiría el costo de la cura el amigo que estaba aquí presente.

– Cien mil francos, aproximadamente, sin contar los medicamentos que, bueno, difícil saberlo de antemano, deberían significar un veinte o treinta por ciento más, en el peor de los casos -hizo una pequeña pausa y tosió antes de añadir-: Se trata de un precio especial, dado que la señora viene recomendada por el profesor Bourrichon.

Miró su reloj, se puso de pie y nos indicó que, si nos decidíamos, pasáramos por la administración a rellenar los formularios.

Tres cuartos de hora después apareció la niña mala. Estaba contenta de su conversación con la doctora Roullin, que le había parecido muy juiciosa y amable, y con la visita a la clínica. El cuartito que ocuparía era pequeño, cómodo, muy bonito, con vistas sobre el parque, y todas las instalaciones, el comedor, el salón de gimnasia, la piscina temperada, el pequeño auditorio donde se impartían las charlas y se pasaban documentales y películas, eran modernísimos. Sin discutirlo más, fuimos a la administración. Firmé un documento por el cual me comprometía a asumir todos los gastos y entregué un cheque de diez mil francos como depósito. La niña mala alcanzó un pasaporte francés a la administradora y ésta, una mujer muy delgadita, con moño y una mirada inquisidora, le pidió más bien su carné de identidad. Elena y yo nos mirábamos inquietos, esperando una catástrofe.

– No lo tengo todavía -dijo la niña mala, con absoluta naturalidad-. He vivido muchos años en el extranjero y acabo de volver a Francia. Ya sé que debo sacarlo. Lo haré cuanto antes.

La administradora apuntó los datos del pasaporte en una libreta y se lo devolvió.

– Se interna mañana -nos despidió-. Llegue antes del mediodía, por favor.

Aprovechando el precioso día, algo frío pero dorado y con un cielo limpísimo, dimos una larga caminata por la floresta del Petit Clamart, sintiendo crujir bajo nuestros pies las hojas muertas del otoño. Almorzamos en un pequeño bistrot a la orilla del bosque, donde una chimenea chisporroteante calentaba el local y enrojecía las caras de los parroquianos. Elena tenía que ir a trabajar, de manera que nos dejó en las puertas de París, en la primera estación de metro que encontramos. En todo el viaje hasta la École Militaire, ella estuvo callada, con su mano en la mía. A ratos la sentía estremecerse. En la casita de Joseph Granier, apenas entramos, la niña mala me hizo sentar en el sillón de la sala y se dejó caer en mis rodillas. Tenía la nariz y las orejas heladas y temblaba de tal manera que no podía articular palabra. Le entrechocaban los dientes.

– La clínica te va a hacer bien -le dije yo, acariciándole el cuello, los hombros, calentándole con mi aliento las orejitas heladas-. Te van a cuidar, te van a engordar, te van a quitar estos ataques de miedo. Te van a poner bonita y podrás convertirte otra vez en el diablito que has sido siempre. Y, si la clínica no te gusta, te vienes aquí, al instante. En el momento que tú digas. No es una cárcel, sino un lugar de reposo.

Apretada a mí no respondía nada, pero tembló mucho rato antes de calmarse. Entonces, preparé una taza de té con limón para los dos. Conversamos, mientras ella iba alistando su maleta para la clínica. Le alcancé un sobre donde había puesto mil francos en billetes para que se llevara consigo.

– No es un regalo, sino un préstamo -le bromeé-. Me lo pagarás cuando seas rica. Te cobraré intereses altos.

– ¿Cuánto te va a costar todo esto? -me preguntó, sin mirarme.

– Menos de lo que yo pensaba. Unos cien mil francos. ¿Qué me importan cien mil francos si puedo verte bonita de nuevo? Lo hago por puro interés, chilenita.

No dijo nada un buen rato y siguió haciendo su maleta, enfurruñada.

– ¿Tan fea me he puesto? -dijo, de pronto.

– Horrible -le dije yo-. Perdóname, pero te has convertido en un verdadero espanto de mujer.

– Mentira -me dijo, lanzándome de media vuelta una sandalia que se estrelló contra mi pecho-. No debo estar tan fea cuando ayer, en la cama, tuviste el pajarito parado toda la noche. Estuviste aguantándote las ganas de hacerme el amor, santurrón.

Se echó a reír y a partir de ese momento estuvo de mejor ánimo. Apenas terminó de hacer su maleta vino otra vez a sentarse en mis rodillas, a que la abrazara y le hiciera unos masajes suavecitos en la espalda y en los brazos. Allí estaba todavía, profundamente dormida, cuando, a eso de las seis, entró Yilal a ver su programa de televisión. Desde la noche de la sorpresa a sus padres, se soltaba a hablar con ellos y con nosotros, pero sólo por momentos, porque el esfuerzo lo dejaba muy cansado. Y, entonces, volvía a la pizarra, que seguía llevando colgada del cuello, junto a un par de tizas en una bolsita. Esa noche no le oímos la voz hasta que se despidió, en español, con un: «Buenas noches, amigos».

Después de cenar, fuimos a tomar café donde los Gravoski y ellos le prometieron que irían a visitarla a la clínica y le pidieron que los llamara si necesitaba cualquier cosa mientras yo estuviera en Finlandia. Cuando regresamos a la casa, no me dejó estirar el sofá cama:

– ¿Por qué no quieres dormir conmigo?

La abracé y la apreté contra mi cuerpo.

– Sabes muy bien por qué. Es un martirio tenerte desnuda a mi lado, deseándote como te deseo, y no poder tocarte.

– Tú no tienes remedio -dijo ella, indignada, como si la hubiera insultado-. Si tú fueras Fukuda, me harías el amor toda la noche, sin importarte un pito que me desangrara o me muriera.

– Yo no soy Fukuda. ¿Tampoco te has dado cuenta, todavía?

– Claro que me doy -repitió ella, echándome los brazos al cuello-. Y, por eso, esta noche vas a dormir conmigo. Porque nada me gusta tanto como martirizarte. ¿No te habías dado cuenta?

– Hélas, sí -le dije yo, besándola en los cabellos-. Me he dado cuenta de sobra, hace una punta de años, y lo peor es que no escarmiento. Hasta parecería que me gusta. Somos la pareja perfecta: la sádica y el masoquista.

Dormimos juntos y cuando ella intentó acariciarme yo le cogí las manos y se las aparté.

– Hasta que estés completamente restablecida, castos como dos angelitos.

– Es verdad, eres un vrai con. Abrázame fuerte para que se me quite el miedo, por lo menos.

A la mañana siguiente fuimos a tomar el tren a la estación Saint Lazare y todo el viaje hasta Petit Clamart ella estuvo muda y cabizbaja. Nos despedimos en la puerta de la clínica. Se me prendió como si no nos fuéramos a ver nunca más y me mojó la cara con sus lágrimas.

– A este paso, en cualquier momento terminarás enamorándote de mí.

– Te apuesto lo que quieras a que nunca, Ricardito.

Partí a Helsinki esa misma tarde y las dos semanas que estuve allí, trabajando, hablé ruso sin parar todos los días, mañana y tarde. Se trataba de una conferencia tripartita, con delegados de Europa, Estados Unidos y Rusia, para trazar una política de ayuda y cooperación de los países occidentales a lo que iba quedando de las ruinas de la Unión Soviética. Había comisiones que trataban de economía, de instituciones, de política social, de cultura y deportes, y, en todas ellas, los delegados rusos se expresaban con una libertad y espontaneidad inconcebibles hacía muy poco tiempo en esos monótonos robots que eran los apparatchik que mandaban a las conferencias internacionales los gobiernos de Brezhnev e, incluso, el de Gorbachov. Las cosas estaban cambiando allá, era evidente. Tuve ganas de volver a Moscú y a la rebautizada San Petersburgo, donde no había estado desde hacía algunos años.

Los intérpretes teníamos mucho trabajo y no nos quedaba casi tiempo para pasear. Era mi segundo viaje a Helsinki. El primero había sido en primavera, cuando era posible andar por las calles y salir al campo a ver los bosques de abetos salpicados de lagos y las lindas aldeas de casas de madera de ese país donde todo era bello: la arquitectura, la naturaleza, la gente y, en especial, los viejos. Ahora, en cambio, con la nieve y la temperatura de veinte grados bajo cero, prefería, en las horas libres, quedarme en el hotel leyendo o practicando los misteriosos rituales de la sauna, que me producían un delicioso efecto anestésico.

A los diez días de estar en Helsinki recibí una carta de la niña mala. Estaba bien instalada en la clínica de Petit Clamart a la que se adaptaba sin dificultad. No le daban dieta sino sobrealimentación, pero, como tenía que hacer bastante ejercicio en el gimnasio -y, además, nadaba, ayudada por un profesor, porque ella nunca había aprendido a nadar, sólo a flotar y a moverse en el agua como un perrito-, eso le abría el apetito. Había asistido ya a dos sesiones con la doctora Roullin, que era bastante inteligente y la llevaba muy bien. No había tenido casi ocasión de charlar con los otros pacientes; sólo cambiaba saludos con algunos a la hora de las comidas. La única paciente con la que había conversado dos o tres veces era una chica alemana, anoréxica, muy tímida y asustadiza, pero buena gente. De la sesión de hipnosis con el doctor Zilacxy sólo recordaba que, al despertar, se sintió muy serena y descansada. Me decía, también, que me extrañaba y que no hiciera «muchas porquerías en esas saunas finlandesas que, como todo el mundo sabe, son unos grandes centros de degeneración sexual».

Cuando regresé a París, luego de las dos semanas, la agencia del señor Chames me consiguió casi de inmediato otro contrato de cinco días, en Alejandría. Apenas estuve un día en Francia, de modo que no pude ir a visitar a la niña mala. Pero hablamos por teléfono, al atardecer. La encontré de buen ánimo, contenta sobre todo con la doctora Roullin, que, me dijo, le estaba haciendo «un bien enorme», y divertida con la terapia de grupo que dirigía el profesor Zilacxy, «algo así como las confesiones de los curas, pero en grupo, y con sermones del doctor». ¿Qué quería que le trajera de Egipto? «Un camello.» Añadió, en serio: «Ya sé qué: uno de esos vestidos de baile con la barriga al aire de las bailarinas árabes». ¿Pensaba gratificarme, cuando saliera de la clínica, con un espectáculo de danza del vientre para mí sólito? «Cuando salga te voy a hacer unas cosas que ni sabes que existen, santito.» Cuando le dije que la echaba mucho de menos, me repuso: «Yo también, creo». Estaba mejorando, sin duda.

Esa noche cené donde los Gravoski y le llevé a Yilal una docena de soldaditos de plomo que le había comprado en una tienda de Helsinki. Elena y Simón no cabían en sí de felicidad. Aunque e! niño, a veces, se sumía en el mutismo y no renunciaba a su pizarrón, cada día se soltaba un poco más, no sólo con ellos, también en el colegio, donde los compañeros, que antes lo apodaban «el Mudo» le decían ahora «Cotorrita». Era cuestión de paciencia; pronto seria totalmente normal. Los Gravoski habían ido a visitar a la niña mala un par de veces y la encontraron perfectamente aclimatada en la clínica. Elena había hablado una vez por teléfono con el profesor Zilacxy y éste le leyó unas líneas en que la doctora Roullin le daba un informe muy positivo sobre los progresos de la enferma. Había subido de peso y tenía cada día más control sobre sus nervios.

A la tarde siguiente partí a El Cairo, donde, luego de cinco pesadas horas de vuelo, tuve que tomar otro avión, de una línea egipcia, para Alejandría. Llegué rendido. Apenas instalado en mi pequeño cuarto de un hotelito misérrimo llamado The Nile -era mi culpa, yo había elegido el más barato que nos ofrecían a los intérpretes-, sin ánimos para desempacar, caí dormido cerca de ocho horas seguidas, algo que me ocurría muy rara vez.

Al día siguiente, que tenía libre, di una vuelta por la antigua ciudad fundada por Alejandro y visité su museo de antigüedades romanas, las ruinas de su anfiteatro y di un largo paseo por la bellísima avenida costera, salpicada de cafés, restaurantes, hoteles y tiendas para turistas, donde hormigueaba una multitud rumorosa y cosmopolita. Sentado en una de esas terrazas que me hacían pensar en el poeta Kavafis -su casa, en el desaparecido y ahora arabizado barrio griego, no se podía visitar, un cartelito en inglés indicaba que estaba siendo rehabilitada por el consulado de Grecia-, escribí una larga carta a la enferma, diciéndole cuánto me alegraba saber que estaba contenta en la clínica de Petit Clamart y ofreciéndole, si se portaba bien y salía totalmente restablecida de la clínica, llevarla una semana a alguna playa del sur de España para que se tostara al sol. ¿Le gustaría tener una luna de miel con este pichiruchi?

En la tarde, me dediqué a revisar toda la documentación sobre la conferencia que comenzaba al día siguiente. Versaba sobre cooperación y desarrollo económico de todos los países de la cuenca del Mediterráneo: Francia, España, Grecia, Italia, Turquía, Chipre, Egipto, Líbano, Argelia, Marruecos, Libia y Siria. Israel había sido excluido. Fueron cinco días agotadores, sin tiempo para nada, inmerso en ponencias y debates confusos y aburridos, que, pese a producir montañas de papel impreso, me pareció que no servirían para nada práctico. Uno de los intérpretes árabes de la conferencia, natural de Alejandría, me ayudó, el último día, a conseguir el encargo de la niña mala: un vestido de danzarina árabe, lleno de velos y pedrerías. Me la imaginé con él puesto, cimbreándose como una palmera sobre la arena del desierto, bajo la luna, al compás de chirimías, flautas, crótalos, tamborines, mandolinas, címbalos y demás instrumentos musicales árabes, y la deseé.

Al día siguiente de llegar a París, antes incluso de haberme entrevistado con los Gravoski, fui a visitarla a la clínica de Petit Clamart. Era un día gris y lluvioso y la floresta vecina había sido deshojada y quemada casi enteramente por el invierno. El parque de la fuente de piedra, ahora sin cisnes, estaba cubierto por una neblina húmeda y tristona. Me hicieron pasar a un salón bastante amplio donde había algunas personas sentadas en sillones, en lo que parecían grupos familiares. Esperé, junto a una ventana, desde la que se divisaba la fuente, y de pronto la vi entrar, en bata de baño, una toalla en la cabeza a modo de turbante y sandalias.

– Te hice esperar, perdona, estaba en la piscina, nadando -me dijo, empinándose para besarme en la mejilla-. No tenía idea que ibas a venir. Sólo ayer recibí tu cartita de Alejandría. ¿De veras vamos a ir en luna de miel a una playa del sur de España?

Nos sentamos en esa misma esquina y ella acercó su silla a la mía hasta que nuestras rodillas se tocaron. Me estiró las dos manos para que se las cogiera y así estuvimos, con los dedos entrelazados, la hora que duró nuestra conversación. El cambio era notable. Se había repuesto, en efecto, y otra vez su cuerpo tenía formas y la piel de su cara ya no transparentaba los huesos ni lucía los pómulos hundidos. En sus ojos color miel oscura asomaban otra vez la vivacidad y la picardía de antaño y en su frente culebreaba la venita azul. Movía sus gruesos labios con una coquetería que me recordaba a la niña mala de los tiempos prehistóricos. La noté segura, tranquila, contenta por lo bien que se sentía y porque, me aseguró, ya no le venían sino muy de vez en cuando esos ataques de miedo que los dos últimos años la habían puesto al borde de la locura.

– No necesitas decirme que estás mejor -le dije, besándole las manos y devorándola con los ojos-. Basta verte. Estás linda otra vez. Estoy tan impresionado que apenas sé lo que digo.

– Y eso que me has pescado saliendo de la piscina -me respondió, mirándome a los ojos de manera provocadora-. Espérate que me veas arreglada y maquillada. Te vas a caer de espaldas, Ricardito.

Esa noche les conté a los Gravoski, con quienes cené, la increíble mejora de la niña mala luego de tres semanas de tratamiento. Ellos la habían visitado el domingo anterior y tenían la misma impresión. Seguían felices con Yilal. El niño se animaba cada vez más a hablar, en casa y en el colegio, aunque ciertos días se encerraba de nuevo en el silencio. Pero, no cabía la menor duda: no era posible una vuelta atrás. Había salido de esa prisión en la que se había refugiado él mismo y estaba cada vez más reintegrado a la comunidad de los seres hablantes. En la tarde, me había saludado en español: «Tienes que contarme de las pirámides, tío Ricardo».

Los días siguientes me dediqué a limpiar, ordenar y embellecer el piso de Joseph Granier para recibir a la paciente. Hice lavar y planchar las cortinas y las sábanas, contraté a una señora portuguesa para que me ayudara a barrer y encerar los pisos, sacudir las paredes, lavar la ropa, y compré flores para los cuatro jarrones de la casa. Puse el paquete con el vestido de baile egipcio en la cama del dormitorio, con una tarjetita risueña. La víspera del día en que ella iba a dejar la clínica estaba yo tan ilusionado como un chiquillo que sale con una chica por primera vez.

Fuimos a recogerla en el auto de Elena, acompañados por Yilal, que no tenía clases ese día. Pese a la lluvia y a la grisura del aire yo tenía la sensación de que el cielo enviaba chorros de luz dorada sobre Francia. Ella estaba ya lista, esperándonos a la entrada de la clínica, con su maleta a los pies. Se había peinado con cuidado, pintado un poco los labios, echado algo de colorete en las mejillas, arreglado las manos y alargado las pestañas con rímel. Tenía puesto un abrigo que yo no le había visto hasta entonces, color azul marino, con un cinturón de gran hebilla. Cuando la vio, a Yilal se le iluminaron los ojos y corrió a abrazarla. Mientras el portero instalaba el equipaje en el auto de Elena, pasé por la administración y la mujer del moño me alcanzó la factura. El total ascendía más o menos a lo que había previsto el doctor Zilacxy: 127.315 francos. Yo tenía depositados 150.000 en mi cuenta, para ese fin. Había vendido todos los bonos del Tesoro en que guardaba mis ahorros y obtenido dos préstamos, uno de la mutual gremial de la que era miembro, cuyos intereses eran mínimos, y, otro, de mi propio banco, la Société Ge nérale, con -intereses más elevados. Todo indicaba que era una excelente inversión, la paciente lucía muchísimo mejor. La administradora me dijo que llamara a la secretaria del director a pedirle a éste una cita, pues el doctor Zilacxy quería verme. Añadió: «A solas».

Aquélla fue una noche muy hermosa. Cenamos donde los Gravosky muy ligero, aunque con una botella de champagne, y, apenas regresamos a la casa, nos abrazamos y nos besamos mucho rato. Al principio con ternura, luego con avidez, con pasión, con desesperación. Mis manos auscultaban todo su cuerpo y la ayudaron a desnudarse. Era maravilloso: su silueta, siempre delgada, tenía otra vez curvas, formas sinuosas, y era delicioso sentir en mis manos y en mis labios, cálidos, suaves, bien formados, sus pechitos de pezones erectos y pequeñas corolas granuladas. No me cansaba de aspirar el perfume de sus axilas depiladas. Cuando estuvo desnuda la levanté en brazos y la llevé al dormitorio. Me miró desnudarme con una de esas sonrisitas burlonas de antaño:

– ¿Me vas a hacer el amor? -me provocó, hablando como si cantara-. Pero si todavía no se han cumplido los dos meses que ordenó el médico.

– Esta noche no me importa -le respondí-. Estás demasiado linda, y si no te hiciera el amor me moriría. Porque yo te quiero con toda mi alma.

Ya me parecía raro que no me hubieras dicho todavía ninguna huachafería -se rió ella.

Mientras le besaba todo el cuerpo, despacio, empezando por los cabellos y terminando en la planta de los pies, con infinita delicadeza e inmenso amor, la sentí ronronear, encogerse y estirarse, excitada. Cuando besé su sexo lo sentí muy húmedo, latiendo, hinchado. Sus piernas se apretaron en torno a mí, con fuerza. Pero, apenas la penetré, dio un aullido y rompió en llanto, haciendo muecas de dolor.

– Me duele, me duele -lloriqueó, retirándome con las dos manos-. Quería darte gusto esta noche, pero no puedo, me desgarra, me duele.

Lloraba besándome en la boca con angustia y sus cabellos y sus lágrimas se me metían por los ojos y por la nariz. Se había echado a temblar como cuando le sobrevenían los ataques de terror. Yo le pedí perdón a mi vez, por haber sido un bruto, un irresponsable, un egoísta. La amaba, nunca la haría sufrir, ella era para mí lo más precioso, lo más dulce y tierno de la vida. Como el dolor no cedía, me levanté, desnudo, y traje del baño una toallita empapada en agua tibia y con ella le repasé el sexo con suavidad, hasta que, poco a poco, el dolor fue cediendo. Nos abrigamos con la frazada y ella quiso que terminara en su boca pero me resistí. Estaba arrepentido de haberla hecho sufrir. Hasta que estuviera completamente bien no se volvería a repetir lo de esta noche: haríamos una vida casta, su salud era más importante que mi placer. Me escuchaba sin decir nada, pegada a mí y totalmente inmóvil. Pero, mucho rato después, antes de quedarse dormida, con sus brazos alrededor de mi cuello y sus labios pegados a los míos, me susurró: «Tu car-tita de Alejandría la leí diez veces, por lo menos. Dormía con ella todas las noches, apretadita entre mis piernas».

A la mañana siguiente llamé desde la calle a la clínica de Petit Clamart y la secretaria del doctor Zilacxy me dio una cita para dos días después. También ella me precisó que el director quería verme a solas. En la tarde fui a la Unesco a explorar qué posibilidades había de un contrato, pero el jefe de intérpretes me dijo que por el resto del mes no había nada y me propuso más bien recomendarme para una conferencia de tres días, en Burdeos. No acepté. Tampoco la agencia del señor Charnés tenía nada para mí de inmediato en París o alrededores, pero, como mi antiguo patrón vio que andaba necesitado de trabajo, me confió un alto de documentos para traducir, del ruso y del inglés, bastante bien pagados. Así que me instalé a trabajar en la salita comedor de mi casa, con mi máquina de escribir y mis diccionarios. Me impuse un horario de oficina. La niña mala me preparaba tacitas de café y se ocupaba de las comidas. De tanto en tanto, como lo haría una recién casada llena de atenciones por su marido, se venía a colgar de mis hombros y a darme un beso por la espalda, en el cuello o la oreja. Pero cuando llegaba Yilal se olvidaba por completo de mí y se dedicaba a jugar con el niño como si fueran de la misma edad. En las noches, después de la cena, oíamos discos antes de dormir, y a veces ella se quedaba dormida en mis brazos.

No le dije que tenía cita en la clínica de Petit Clamart y salí de casa con el pretexto de una entrevista para un posible trabajo en una empresa de las afueras de París. Llegué a la clínica media hora antes de lo convenido, muerto de frío, y esperé en la sala de visitas, viendo caer una nieve floja sobre el césped. El mal tiempo había desaparecido a la fuente de piedra y a los árboles.

El doctor Zilacxy, vestido de idéntica manera a como lo vi por primera vez, un mes antes, estaba acompañado por la doctora Roullin. Me cayó simpática de entrada. Era una mujer gruesa, todavía joven, con unos ojos inteligentes y una sonrisa amable que casi no se apartaba de sus labios. Tenía en el brazo un cartapacio, que pasaba de una manó a otra, rítmicamente. Me habían recibido de pie y, aunque había en el despacho unos asientos, no me invitaron a sentarme.

– ¿Cómo la ha encontrado? -me preguntó el director a manera de saludo, dándome la misma impresión que la primera vez: alguien que no estaba para perder tiempo en circunloquios.

– Magníficamente bien, doctor -le respondí-. Es otra persona. Se ha repuesto, le han vuelto las formas y los colores. La noto muy tranquila. Y han desaparecido esos ataques de terror que la atormentaban tanto. Ella les está muy agradecida. Y yo también, por supuesto.

– Bien, bien -dijo el doctor Zilacxy, barajando las manos como un ilusionista y moviéndose en el sitio-. Sin embargo, le prevengo que, en estas cosas, uno no puede fiarse nunca de las apariencias.

– ¿En qué cosas, doctor? -lo interrumpí intrigado.

– En las cosas de la mente, mi amigo -sonrió él-. Si usted prefiere llamarlo el espíritu, no tengo objeción. La señora está físicamente bien. Su organismo se ha recuperado, en efecto, gracias a la vida disciplinada, el buen régimen alimenticio y los ejercicios. Ahora, hay que procurar que siga las instrucciones que le hemos dado sobre comidas. No debe abandonar la gimnasia y la natación, que le han hecho mucho bien. Pero, en el aspecto psíquico, tendrá usted que mostrar mucha paciencia. Está bien orientada, me parece, aunque el camino que le queda por recorrer será largo.

Miró a la doctora Roullin, que hasta entonces no había abierto la boca. Ella asintió. Sus ojos penetrantes tenían algo que me sobresaltó. Vi que abría el cartapacio y lo hojeaba, de prisa. ¿Me iban a dar una mala noticia? Sólo ahora, el director me señaló las sillas. Ellos se sentaron también.

Su amiga ha sufrido mucho -dijo la doctora Roullin, con tanta amabilidad que parecía querer decir algo muy distinto--. Ella tiene una verdadera olla de grillos en la cabeza. A consecuencia de lo lastimada que está. De lo que sufre todavía, más bien.

– Pero, también psicológicamente la encuentro mucho mejor -dije yo, por decir algo. Los preámbulos de los dos médicos habían terminado por asustarme-. Bueno, supongo que, después de una experiencia como lo de Lagos, ninguna mujer se recupera nunca del todo.

Hubo un pequeño silencio y otro rápido cambio de miradas entre el director y la doctora. Por el gran ventanal que daba al parque, los copos que caían eran ahora más densos y más blancos. El jardín, los árboles, la fuente habían desaparecido.

– Esa violación probablemente nunca ocurrió, señor -sonrió la doctora Roullin, con afabilidad. E hizo un gesto como disculpándose.

– Es una fantasía construida para proteger a alguien, para borrar las pistas -añadió el doctor Zilacxy, sin darme tiempo a reaccionar-. La doctora Roullin lo sospechó en la primera entrevista que tuvieron. Y luego lo confirmamos cuando la dormí. Lo curioso es que inventó eso para proteger a alguien que, durante mucho tiempo, años, usó y abusó de ella de manera sistemática. Usted estaba al tanto, ¿no es verdad?

– ¿Quién era el señor Fukuda? -preguntó la doctora Roullin, con suavidad-. Ella habla de él con odio y, a la vez, reverencia. ¿Su marido? ¿Una aventura?

– Su amante -balbuceé yo-. Un personaje sórdido, de negocios turbios, con el que vivió en Tokio varios años. Ella me explicó que la había abandonado cuando supo que, en Lagos, los policías que la detuvieron la violaron. Porque creyó que le habían contagiado el sida.

– Otra fantasía, ésta para protegerse a sí misma -volatineó las manos el director de la clínica-. Ese señor no la echó, tampoco. Ella escapó de él. Sus terrores vienen de ahí. Una mezcla de miedo y de remordimiento, por haber huido de una persona que ejercía un dominio absoluto sobre ella, que la había privado de soberanía, de orgullo, de autoestima y, casi, de razón.

Yo había abierto la boca, pasmado. No sabía qué decir.

– Miedo de que él pudiera perseguirla para vengarse y castigarla -encadenó la doctora Roullin, con el mismo tono amable y discreto-. Pero, que osara escapar de él, fue una gran cosa, señor. Un indicio de que el déspota no había destruido por completo su personalidad. Ella conservaba, en el fondo, su dignidad. Su libre albedrío.

– Pero, esas heridas, esas llagas -pregunté, y me arrepentí al instante, adivinando lo que me iban a responder.

– Él la sometía a toda clase de vejaciones, para su diversión -explicó el director, sin demasiados rodeos-. Era un exquisito y un técnico a la vez, en la administración de sus placeres. Usted debe hacerse una idea clara de lo que ella soportó, para poder ayudarla. No tengo más remedio que ponerlo al tanto de detalles desagradables. Sólo así estará en condiciones de darle todo el apoyo que necesita. La azotaba con unos cordones que no dejan marcas. La prestaba a sus amigos y guardaespaldas, en medio de orgías, para verlos, porque era también un voyeur. Lo peor, quizás, lo que ha dejado una marca más fuerte en su memoria, eran los vientos. Lo excitaban mucho, por lo visto. La hacía beber unos polvos que la llenaban de gases. Era una de las fantasías con que se gratificaba ese excéntrico señor: tenerla desnuda, a cuatro patas, como un perro, soltando vientos.

No sólo le destrozó el recto y la vagina, señor

– dijo la doctora Roullin, con la misma suavidad y sin renunciar a la sonrisa-. Le destrozó la personalidad. Todo lo que había en ella de digno y de decente. Por eso, se lo repito: ella ha sufrido y sufrirá aún muchísimo, aunque las apariencias digan lo contrario. Y actuará a veces de una manera irracional.

Se me había secado la garganta y, como si me hubiera leído el pensamiento, el doctor Zilacxy me alcanzó un vaso de agua con burbujas.

– Ahora bien, hay que decirlo todo. No se equivoque usted. Ella no fue engañada. Fue una víctima voluntaria. Aguantó todo eso sabiendo muy bien lo que hacía -los ojitos del director, de pronto, se pusieron a escrutarme con insistencia, midiendo mi reacción-. Llámelo usted amor retorcido, pasión barroca, perversión, pulsión masoquista o, simplemente, sumisión ante una personalidad aplastante, a la que no conseguía oponer ninguna resistencia. Ella fue una víctima complaciente y aceptó de buena gana todos los caprichos de ese caballero. Eso, ahora, cuando toma conciencia de ello, la enfurece, la desespera.

– Será la convalecencia más lenta, la más difícil

– dijo la doctora Roullin -. Recuperar su autoestima. Ella aceptó, quiso ser una esclava, o poco menos, y fue tratada como tal, ¿comprende? Hasta que, un buen día, no sé cómo, no sé por qué, ella no lo sabe tampoco, se dio cuenta del peligro. Sintió, adivinó que, si seguía así, iba a acabar muy mal, lisiada, loca o muerta. Y, entonces., se fugo. No sé de dónde sacó fuerzas para hacerlo. Hay que admirarla por ello, le aseguro. Quienes llegan a ese extremo de dependencia, no suelen liberarse casi nunca.

– El pánico fue tan grande que se inventó toda esa historia de Lagos, la violación de los policías, que su verdugo la echó por temor al sida. Y llegó a creérsela, incluso. Vivir en esa ficción le daba razones para sentirse más segura, menos amenazada, que vivir en la verdad. Pa ra todo el mundo es más difícil vivir en k verdad que en la mentira. Pero, más para alguien en su situación. Le va a costar mucho acostumbrarse de nuevo a la verdad.

Se calló y la doctora Roullin también permaneció con la boca cerrada. Ambos me miraban con una curiosidad indulgente. Yo bebía el agua a sorbitos, incapaz de decir nada. Me sentía congestionado y transpirando.

– Usted puede ayudarla -dijo la doctora Rou llin, después de un momento-. Más todavía, señor. Usted, le sorprenderá oír esto, probablemente sea la única persona en el mundo que puede ayudarla. Mucho más que nosotros, le aseguro. El peligro es que ella se repliegue en su yo profundo, en una suerte de autismo. Usted puede ser su puente de comunicación con el mundo.

– Ella confía en usted, y creo que en nadie más -asintió el director-. Ella, ante usted, se siente, cómo le diré…

– Sucia -dijo, bajando los ojos un instante, educadamente, la doctora Roullin -. Porque, para ella, aunque no se lo crea, usted es una especie de santo.

La risita que solté sonó muy falsa. Me sentí tonto, estúpido, tuve ganas de mandar al diablo a ese par y decirles que ambos justificaban la desconfianza que había tenido toda la vida por psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas, curas, brujos y chamanes. Ellos me miraban como si leyeran mis pensamientos y me perdonaran. La imperturbable sonrisa de la doctora Roullin seguía allí.

– Si tiene usted paciencia y, sobre todo, mucho cariño, ella puede reponer también su espíritu, así como se ha repuesto físicamente -dijo el director.

Les pregunté, porque no sabía ya que más preguntarles, si la niña mala necesitaba volver a la clínica.

– Más bien, lo contrario -dijo la sonriente doctora Roullin-. Ella debe olvidarse de nosotros, que estuvo aquí, que esta clínica existe. Empezar su vida de nuevo y desde cero. Una vida muy distinta de la que ha tenido, con alguien que la quiera y la respete. Como usted.

– Una cosa más, señor-dijo el director, poniéndose de pie e indicándome así que la entrevista se acababa-. A usted le parecerá raro. Pero, ella, y todos quienes viven buena parte de su vida encerrados en fantasías que se construyen para abolir la verdadera vida, saben y no saben lo que están haciendo. La frontera se les eclipsa por períodos y, luego, reaparece. Quiero decir: a veces saben y otras no saben lo que hacen. Éste es mi consejo: no trate usted de forzarla a aceptar la realidad. Ayúdela, pero no la obligue, no la apresure. Ese aprendizaje es largo y difícil.

– Podría ser contraproducente y provocar una recaída -dijo, con una sonrisa críptica, la doctora Rou llin-. Ella, poco a poco, por su propio esfuerzo, tiene que ir reacomodándose, aceptando de nuevo la vida verdadera.

No entendí muy bien lo que querían decirme, pero tampoco traté de averiguarlo. Quería irme, salir de allí y no volver a acordarme de lo que había oído. Sabiendo muy bien que sería imposible. En el tren de cercanías, de regreso a París, me vino una desmoralización profunda. La angustia me cerraba la garganta. No era sorprendente que hubiera inventado lo de Lagos. ¿No se había pasado la vida inventando cosas? Pero me dolía saber que las heridas en la vagina y en el recto se las había causado Fukuda, al que me puse a odiar con todas mis fuerzas. ¿Sometiéndola a qué prácticas? ¿La sodomizaba con fierros, con esos vibradores dentados que ponían a disposición de los clientes en Cháteau Meguru? Sabía que la imagen de la niña mala, desnuda, a cuatro patas, con el estómago hinchado por aquellos polvillos, soltando sartas de pedos, porque esa visión y esos ruidos y olores le producían erecciones al gángster japonés -¿a él sólo, o eran espectáculos que ofrecía también a sus compinches?-, me perseguiría meses, años, acaso el resto de la vida. ¿Eso era lo que la niña mala llamaba, y con qué excitación febril me lo había dicho en Tokio, vivir intensamente? Ella se había prestado a todo eso. Al mismo tiempo que víctima, había sido una cómplice de Fukuda. En ella anidaba pues algo tan sinuoso y avieso como en el horrendo japonés. ¡Cómo no iba a parecerle un santo un imbécil que se acababa de endeudar para que ella sanara y pudiera, pasado algún tiempo, mandarse mudar con alguien más rico o más interesante que el pobre pichiruchi! Y pese a todos esos rencores y furias sólo quería llegar pronto a la casa para verla, tocarla, y hacerle saber que la amaba más que nunca. Pobrecita. Cuánto había sufrido. Era un milagro que estuviera viva. Yo dedicaría todo el resto de mi vida a sacarla de ese pozo. ¡Imbécil!

En París, mi preocupación fue esforzarme por poner una cara natural y evitar que la niña mala recelara lo que me rondaba por la cabeza. Cuando entré a la casa, encontré a Yilal enseñándole a jugar ajedrez. Ella se quejaba de que era muy difícil y exigía pensar mucho, más sencillo y divertido era el juego de damas. «No, no, no», insistía la vocecita chillona del niño. «Yilal te va a aprender.» «Yilal te va a enseñar, no aprender», lo corregía ella.

Cuando el niño se fue, para disimular mi estado de ánimo, me puse a trabajar en las traducciones y estuve tecleando en la máquina hasta la hora de la cena. Co mo tenía la mesa del comedor ocupada con mis papeles, comíamos en la cocinita, en un pequeño tablero con dos taburetes. Ella había preparado una tortilla de queso y una ensalada.

– ¿Qué te pasa? -me preguntó de pronto, mientras comíamos-. Te noto raro. ¿Fuiste a la clínica, no? ¿Por qué no me has contado nada? ¿Te han dicho algo malo?

– No, al contrario -le aseguré-. Estás bien. Lo que me han dicho es que, ahora, necesitas olvidarte de la clínica, de la doctora Roullin y del pasado. Me lo dijeron ellos mismos: que los olvides, para que tu restablecimiento sea total.

En sus ojos vi que sabía que le ocultaba algo, pero no insistió". Fuimos a tomar el café donde los Gravoski. Nuestros amigos andaban muy excitados. Simón había recibido una oferta para pasar un par de años en la Universidad de Princeton, haciendo investigación, en un programa de intercambio con el Instituto Pasteur. A ambos les hacía ilusión ir a New Jersey: en dos años en Estados Unidos Yilal aprendería inglés y Elena podría hacer prácticas en el Hospital de Princeton. Estaban averiguando si el Hospital Cochin le daría una excedencia de un par de años, sin goce de sueldo. Como ellos hablaban todo el tiempo, yo casi no tuve necesidad de abrir la boca, sólo escuchar, o, más bien, simular que escuchaba, por lo que les quedé muy agradecido.

Las semanas y meses que siguieron fueron de mucho trabajo. Para ir pagando los préstamos y al mismo tiempo mantener los gastos corrientes que, ahora, viviendo la niña mala conmigo, habían aumentado, tuve que aceptar todos los contratos que se presentaban y, al mismo tiempo, en las noches, o muy temprano en las mañanas, dedicar dos o tres horas a traducir documento: que me encargaba la oficina del señor Chames, quien, fiel a su costumbre, siempre estaba esforzándose por echarme una mano. Iba y venía por Europa, trabajando en conferencias y congresos de toda índole, y acarreaba conmigo las traducciones, que continuaba en las noches, en hoteles y pensiones, en una maquinita portátil. No me importaba el exceso de trabajo. La verdad es que me sentía feliz viviendo con la mujer que amaba. Ella parecía restablecida del todo. Jamás hablábamos de Fukuda, ni de Lagos, ni de la clínica de Petit Clamart. íbamos al cine, alguna vez a oír música a una cave de jazz de Saint Germain y, los sábados, a cenar en algún restaurante no muy caro.

Mi único derroche era el gimnasio, porque estaba seguro que a la niña mala le hacía mucho bien. La inscribí en un gimnasio de l'avenue Montaigne, que tenía una piscina temperada, y ella iba allí, de buena gana, varias veces por semana, a hacer clases de aerobics con un monitor y a nadar. Ahora que había aprendido, la natación era su deporte favorito. Cuando yo no estaba, solía pasar buena parte del tiempo con los Gravoski, quienes, finalmente, obtenido el permiso de Elena, preparaban viaje a Estados Unidos para la primavera. Ellos la llevaban de tanto en tanto a ver una película, una exposición o a cenar en la calle. Yilal había conseguido enseñarle el ajedrez y le daba las mismas palizas que en las damas.

Un día, la niña mala me dijo que, como se sentía ya perfectamente bien, lo que parecía cierto dado su buen aspecto y el amor a la vida que parecía haber recobrado, quería buscar un trabajo, para no perder el tiempo y para ayudarme con los gastos de la casa. Le mortificaba que yo me matara trabajando y que ella no hiciera otra cosa que ir al gimnasio y jugar con Yilal.

Pero, cuando empezó a buscar trabajo, surgió el problema de los papeles. Tenía tres pasaportes, uno peruano caducado, otro francés y otro inglés, los dos últimos falsos. En ninguna parte le darían un trabajo en regla, siendo ilegal. Y menos en esos tiempos en que, en toda Europa occidental, y sobre todo en Francia, había aumentado la paranoia contra los inmigrantes de países del tercer mundo. Los gobiernos restringían las visas y comenzaban a perseguir a los extranjeros sin permiso de trabajo.

El pasaporte inglés, que lucía una foto suya con un maquillaje que le cambiaba casi totalmente el semblante, estaba extendido a nombre de Mrs. Patricia Steward. Me explicó que, desde que su ex esposo David Richardson demostró la bigamia que anulaba su matrimonio inglés, perdió de manera automática la ciudadanía británica que obtuvo al casarse. El pasaporte francés que consiguió gracias a su marido anterior no se atrevía a utilizarlo porque no sabía si monsieur Robert Arnoux se había decidido finalmente a denunciarla, le había abierto un juicio penal o acusado de bigamia o cualquier otra cosa para vengarse. Fukuda le había procurado para sus viajes africanos, al igual que el inglés, un pasaporte francés con el nombre de madame Florence Milhoun; en él, la fotografía la mostraba muy joven y con un peinado muy distinto del que llevaba normalmente. Con este pasaporte había entrado a Francia la última vez. Yo temía que si la descubrían la echaran del país o algo peor.

Pese a este obstáculo, la niña mala siguió haciendo averiguaciones, contestando a los avisos de ofertas de empleos en Les Échos de oficinas de turismo, relaciones públicas, galerías de arte y compañías que trabajaban con España y América Latina y necesitaban personal con conocimientos de español. No me parecía nada fácil que, dada su precaria condición legal, encontrara un trabajo regular, pero no quería desilusionarla y la animaba a continuar sus búsquedas.

Unos días antes del viaje de los Gravoski a los Estados Unidos, en una cena de despedida que les ofrecimos en La Closerie des Lilas, de pronto, después de escuchar a la niña mala contar lo difícil que le estaba resultando conseguir un trabajo donde la aceptaran sin papeles, a Elena se le ocurrió una idea:

– ¿Y por qué no se casan? -se dirigió a mí-: ¿Tienes la nacionalidad francesa, no es cierto? Pues, te casas con ella y le das la nacionalidad a tu mujer. Se acabaron los problemas legales, chico. Será una francesita con todas las de la ley.

Lo dijo sin pensarlo, bromeando, y Simón le siguió la cuerda: ese matrimonio debía esperar, él quería estar presente y ser testigo del novio, y, como no volverían a Francia antes de dos años, teníamos que encarpetar el proyecto hasta entonces. A menos que decidiéramos ir a casarnos a Princeton, New Jersey, en cuyo caso él no sólo sería el testigo sino el padrino, etcétera. De vuelta a la casa, medio en serio medio en juego, le dije a la niña mala, que se estaba desvistiendo:

– ¿Y si seguimos el consejo de Elena? Ella tiene razón: si nos casamos, tu situación queda resuelta en el acto.

Terminó de ponerse el camisón y se volvió a mirarme, con las manos en la cintura, una sonrisita burlona y una actitud de gallito peleador. Me habló con toda la ironía de que era capaz:

– ¿Me estás pidiendo en serio que me case contigo?

– Bueno, creo que sí -intenté bromear-. Si tú quieres. Para resolverte los problemas legales, pues. No vaya a ser que cualquier día te expulsen de Francia por ilegal.

– Yo sólo me caso por amor -dijo ella, asaeteándome con sus ojos y taconeando con el pie derecho adelantado-. No me casaría nunca con un patán que me hiciera una propuesta de matrimonio tan grosera como la que me acabas de hacer tú.

– Si quieres, me pongo de rodillas y, con una mano sobre el corazón, te ruego que seas mi mujercita adorada hasta el fin de los tiempos -dije, confundido, sin saber si ella siempre jugaba o se había puesto a hablar en serio.

El pequeño camisón de organdí transparentaba sus pechos, su ombligo, y la matita oscura de vellos de su pubis. Le llegaba sólo hasta las rodillas y dejaba descubiertos sus hombros y sus brazos. Estaba con los cabellos sueltos y la cara encendida por la representación que había iniciado. El resplandor de la lámpara del velador le caía a la espalda y formaba un nimbo dorado en torno a su silueta. Se la veía muy atractiva, audaz, y yo la deseaba.

– Hazlo -me ordenó-. De rodillas, con las manos en el pecho. Dime las mejores huachaferías de tu repertorio, a ver si me convences.

Me dejé caer dé rodillas y le rogué que se casara conmigo, mientras besaba sus pies, sus tobillos, sus rodillas, acariciaba sus nalgas, y la comparaba a la Virgen Ma na, a las diosas del Olimpo, a Semíramis y a Cleopatra, a la Nausícaa de Ulises, a la Dulcinea del Quijote y le decía que era más bella y deseable que Claudia Cardinale, Erigirte Bardot y Catherine Deneuve juntas. Por fin la cogí de la cintura y la obligué a tumbarse en la cama. Mientras la acariciaba y amaba, la sentí reírse, a la vez que me decía al oído: «Lo siento, pero he recibido mejores peticiones de mano que la suya, señor pichiruchi». Siempre que hacíamos el amor, yo debía tomar grandes precauciones para no dañarla. Y, aunque simulaba creerle que estaba cada vez mejor, el paso del tiempo me había convencido de que no era así y que aquellas heridas de su vagina nunca desaparecerían del todo y limitarían para siempre nuestra vida sexual. Muchas veces evitaba penetrarla y, cuando no, lo hacía con gran cuidado, retirándome apenas sentía que su cuerpo se crispaba y su cara se deformaba en una mueca de dolor. Pero, aun así, esos amores difíciles y a veces incompletos me hacían gozar inmensamente. Darle placer con mi boca y mis manos, y recibirlo de las suyas, me justificaban la vida, me hacían sentir el más privilegiado de los mortales. Ella, aunque a menudo mantenía esa actitud distante que había sido siempre la suya en la cama, a veces parecía animarse y participaba con entusiasmo y ardor, y yo se lo decía: «Aunque no te guste reconocerlo, creo que has empezado a quererme». Aquella noche, cuando ya, exhaustos, estábamos hundiéndonos en el sueño, la amonesté:

– No me has dado una respuesta, guerrillera. Ésta debe ser la decimoquinta declaración de amor que te hago. ¿Te vas a casar conmigo, sí o no?

– No lo sé -me respondió, muy en serio, abrazada a mí-. Tengo que pensarlo todavía.

Los Gravoski partieron a Estados Unidos un día soleado, primaveral y con los primeros brotes verdes en los castaños, las hayas y los chopos de París. Fuimos a despedirlos al aeropuerto de Charles de Gaulle. Cuando abrazó a Yilal a la niña mala los ojos se le llenaron de lágrimas. Los Gravoski nos habían dejado la llave de su piso para que le echáramos un vistazo de cuando en cuando y evitáramos que lo invadiera el polvo. Eran muy buenos amigos, los únicos con los que teníamos esa amistad visceral a la sudamericana, y esos dos años de ausencia los íbamos a echar mucho de menos. Como vi a la niña mala tan abatida por la partida de Yilal, le propuse que, en vez de volver a la casa, diéramos un paseo o fuéramos a un cine. Luego la llevaría a cenar a un pequeño bistrot de la Ile Saint Louis que le gustaba mucho. Se había encariñado tanto con Yilal que, mientras dábamos un paseo por los alrededores de Notre Dame, rumbo al restaurante, le dije bromeando que, si quería, una vez que nos casáramos podíamos adoptar un niño.

– Te he descubierto una vocación de mamá. Siempre creí que no querías tener hijos.

– Cuando estaba en Cuba, con ese comandante Chacón, me hice anudar las trompas porque él quería un hijo y a mí me horrorizaba la idea -me contestó, con sequedad-. Ahora me arrepiento.

– Adoptemos uno -la animé-. ¿No es lo mismo, acaso? ¿No has visto la relación que tiene Yilal con sus padres?

– No sé si es lo mismo -murmuró y sentí que su voz se había vuelto hostil-. Además, ni siquiera sé si me voy a casar contigo. Cambiemos de tema, por favor.

Se había puesto de muy mal humor y yo comprendí que, sin quererlo, había tocado algún rincón lastimado de su intimidad. Traté de distraerla, y la llevé a ver la catedral, un espectáculo que, con todos los años que llevaba en París, nunca dejaba de deslumbrarme. Y, esa noche, más que otras veces. Una luz débil, con un aura levemente rosada, bañaba las piedras de Notre Dame. La mole parecía ligera por la simetría perfecta de sus partes, que se equilibraban y sostenían con delicadeza, para que nada se desajustara ni soltara. La historia y la luz tamizada cargaban esa fachada de alusiones y resonancias, de imágenes y referencias. Había muchos turistas, tomándose fotos. ¿Era la misma catedral escenario de tantos siglos de la historia de Francia, la misma que inspiró la novela de Víctor Hugo que me había exaltado tanto cuando la leí, de niño, en Miraflores, en casa de mi tía Alberta? Era la misma y otra, añadida de mitologías y sucesos más recientes. Bellísima, transmitía una impresión de estabilidad y permanencia, de haber escapado a la usura del tiempo. La niña mala me oía alabar a Notre Dame como si oyera llover, sumida en sus pensamientos. En la comida estuvo cabizbaja, enfurruñada, y apenas probó bocado. Y esa noche se durmió sin darme las buenas noches, como si yo tuviera la culpa de la partida de Yilal. Dos días después, viajé a Londres, con un contrato de una semana de trabajo. Al despedirme de ella, muy de mañana, le dije:

– No importa que no nos casemos si no quieres, niña mala. Tampoco hace falta. Tengo que decirte una cosa, antes de partir. En mis cuarenta y siete años de vida, nunca he sido tan feliz como en estos meses que llevamos juntos. No sabría cómo pagarte la felicidad que me has dado.

– Apúrate, vas a perder el avión, empalagoso -me fue empujando ella hacia la puerta.

Estaba todavía de mal humor, recluida en sí misma mañana y tarde. Desde la partida de los Gravoski casi no había podido conversar con ella. ¿Tanto la afectaba la ida de Yilal?

Mi trabajo en Londres fue más interesante que el de otras conferencias y congresos. Era una reunión convocada con uno de esos títulos anodinos que se repiten sin descanso con temas diferentes: «África: impulso al desarrollo». Lo auspiciaban el Commonwealth, las Naciones Unidas, la Unión de Países Africanos y varios institutos independientes. Pero a diferencia de otros certámenes, hubo muy serios testimonios de dirigentes políticos, empresariales o académicos de países africanos sobre el estado calamitoso en que habían quedado las antiguas colonias francesas e inglesas al alcanzar la independencia, y los obstáculos que encontraban ahora para ordenar la sociedad, estabilizar las instituciones, liquidar el militarismo y el caudillismo, integrar en una unidad armónica a las distintas etnias de cada país y despegar económicamente. La situación de casi todas las naciones representadas era crítica; y, sin embargo, la sinceridad y la lucidez con que esos africanos, la mayoría muy jóvenes, exhibían su realidad tenían algo vibrante, que inyectaba un ímpetu esperanzador a esa trágica condición. Aunque usaba también el español, me tocó interpretar sobre todo del francés al inglés o viceversa. Y lo hice con interés, curiosidad y ganas, alguna vez, de hacer un viaje de vacaciones por África. Aunque no podía olvidar que por ese continente había hecho sus correrías la niña mala, al servicio de Fukuda.

Cada vez que salía en viaje de trabajo fuera de París, hablábamos cada dos días. Me llamaba ella, pues era más barato; los hoteles y pensiones recargaban bárbaramente las llamadas internacionales. Pero, a pesar de que yo le había dejado el teléfono del Hotel Shoreham, en Bayswater, los dos primeros días en Londres la niña mala no me llamó. Al tercero, lo hice yo, temprano, antes de salir al Instituto del Commonwealth, donde se celebraba la conferencia.

La noté muy rara. Lacónica, evasiva, irritada. Me asusté, pensando que a lo mejor le habían vuelto los antiguos ataques de pánico. Me aseguró que no, se sentía bien. ¿Extrañaba a Yilal, entonces? Claro que lo extrañaba. ¿Y a mí también me extrañaba un poquito?

– A ver, déjame pensarlo -me dijo, pero el tono de su voz no era el de una mujer que bromea-. No, francamente, no te extraño mucho todavía.

Me quedó un mal gustito en la boca cuando colgué. Bueno, todo el mundo tenía sus períodos de neurastenia, en los que prefería mostrarse antipático para dejar sentado su disgusto con el mundo. Ya se le pasaría. Como dos días después tampoco me llamó, lo hice yo de nuevo, también muy temprano. No contestó el teléfono. Era imposible que saliera de la casa a las siete de la mañana: no lo hacía jamás. La única explicación era que seguía de mal humor -pero ¿de qué?- y que no quería.contestarme, pues sabía muy bien que era yo quien la llamaba. Volví a llamarla en la noche y tampoco levantó el teléfono. Llamé cuatro o cinco veces en el curso de una noche de desvelo: silencio total. Los chirridos intermitentes del teléfono me persiguieron las veinticuatro horas siguientes hasta que, apenas terminada la última sesión, corrí al aeropuerto de Heathrow a tomar mi avión a París. Toda clase de pensamientos tenebrosos me hicieron infinito el viaje y, luego, el recorrido del taxi de Charles de Gaulle a la rué Joseph Granier.

Eran las dos y pico de la madrugada, cuando, bajo una lluviecita persistente, abrí la puerta de mi departamento. Estaba a oscuras, vacío, y sobre la cama había una cartita escrita a lápiz sobre ese papel amarillo rayado que teníamos en la cocina para anotar los asuntos del día. Era un modelo de hielo y laconismo: «Ya me cansé de jugar al ama de casa pequeñoburguesa que te gustaría que fuera. No lo soy ni lo seré. Te agradezco mucho lo que has hecho por mí. Lo siento. Cuídate y no sufras mucho, niño bueno».

Desempaqué, me lavé los dientes, me acosté. Y estuve el resto de la noche pensando, divagando. ¿Esto habías estado esperando, temiendo, no? Sabías que iba a ocurrir tarde o temprano, desde que, siete meses atrás, instalaste a la niña mala en la rué Joseph Granier. Aunque, por cobardía, hubieras tratado de no asumirlo, de esquivarlo, engañándote, diciéndote que ella, por fin, después de esas horribles experiencias con Fukuda, había renunciado a las aventuras, a los peligros, y se había resignado a vivir contigo. Pero siempre supiste, en el fondo de los fondos, que aquel espejismo duraría sólo lo que durase su convalecencia. Que la vida mediocre y aburrida que llevaba contigo la cansaría y que, una vez que recobrase la salud, la confianza en sí misma y se le evaporara el remordimiento o el miedo a Fukuda, se las arreglaría para encontrar a alguien más interesante, más rico y menos rutinario que tú, y emprendería una nueva travesura.

Apenas hubo algo de luz en la claraboya, me levanté, me preparé un café y abrí la pequeña cajita de seguridad donde tenía siempre una cantidad de dinero en efectivo para los gastos del mes. Se lo había llevado todo, naturalmente. Bueno, por lo demás no era gran cosa. ¿Quién sería, esta vez, el dichoso mortal? ¿Cuándo y cómo lo habría conocido? Durante alguno de mis viajes de trabajo, sin duda. Tal vez en el gimnasio de l'avenue Montaigne, mientras hacía aerobics y nadaba. Acaso uno de esos playboys sin pizca de grasa en el cuerpo y buenos músculos, esos que se dan baños ultravioletas para tostarse la piel y se hacen arreglar las uñas y masajear el cuero cabelludo en las peluquerías. ¿Habrían hecho el amor ya, mientras ella, a la vez que mantenía la pantomima de seguir conmigo, preparaba en secreto la ruga? Seguramente. Y, sin duda, el nuevo galán tendría menos miramientos que tú, Ricardito, con su vagina lastimada.

Revisé todo el departamento y no quedaba rastro de ella. Se había llevado hasta el último imperdible. Se diría que nunca había estado acá. Me bañé, me vestí y salí a la calle, huyendo de esos dos cuartitos y medio donde, tal como se lo dije al despedirme, había sido más feliz que en ninguna otra parte, y donde sería a partir de ahora -¡una vez más!- inmensamente desgraciado. Pero ¿no lo tenías bien merecido, peruanito? ¿No sabías, acaso, cuando no le contestabas sus llamadas por teléfono, que, si lo hacías y sucumbías de nuevo a esa pasión testaruda, todo terminaría como ahora? No había de qué sorprenderse: había ocurrido lo que siempre supiste iba a ocurrir.

Hacía un día bonito, sin nubes, con un sol algo frío, y la primavera había llenado de verdura las calles de París. Los parques ardían de flores. Caminé horas, por los muelles, por las Tullerías, por el Luxemburgo, metiéndome, cuando sentía que me iba a desmayar de fatiga, a un café a tomar algo. Al atardecer, comí un sandwich con una cerveza y luego entré a un cine, sin saber siquiera qué película daban. Me quedé dormido apenas me senté y desperté sólo cuando encendieron las luces. No recordaba una sola imagen.

En la calle era ya de noche. Sentía mucha angustia y temía que se me salieran las lágrimas. No sólo eres capaz de decir huachaferías sino también de vivirlas, Ricardito. La verdad, la verdad, esta vez no iba a tener las fuerzas necesarias para, como había hecho las otras veces, recomponerme, reaccionar, y seguir jugando a que me olvidaba de la niña mala.

Subí por los muelles del Sena hasta el lejano Pont Mirabeau, tratando de recordar los primeros versos del poema de Apollinaire, repitiéndolos entre dientes:

Sous le Pont Mirabeau

Coule la Seine

Faut-il qu 'tí m 'en souvienne

de nos amours

Ou apres tajóte

Venait toujours la peine?

Había decidido, con frialdad, sin dramatismo, que ésa era después de todo una manera digna de morir: saltando desde ese puente dignificado por la buena poesía modernista y la voz intensa de Juliette Greco a las aguas sucias del Sena. Aguantando la respiración o tragando agua a borbotones, perdería rápidamente la conciencia -tal vez la perdería con el golpe, al estrella! se mi cuerpo en el agua- y la muerte seguiría al instante. Si no podías tener lo único que querías en la vida, que era ella, mejor acabar de una vez y de este modo, pichiruchi.

Llegué al Pont Mirabeau literalmente hecho una sopa. Ni siquiera había advertido que llovía. Ni transeúntes ni coches aparecían por las cercanías. Avancé hasta la mitad del puente y sin vacilar me encaramé al borde metálico, donde, al empinarme para saltar -juro que iba a hacerlo-, sentí un golpe de viento en la cara y, al mismo tiempo, dos manzanas que me rodeaban las piernas y de un jalón me hacían trastabillar y caer de espaldas, en el asfalto del puente:

– Faispos le con, imbécile!

Era un clochard que olía a vino y mugre, medio perdido dentro de un gran impermeable de plástico que le cubría la cabeza Tenía una enorme barba que parecía entre gris y blancuzca. Sin ayudarme a levantarme, me puso la botella de vino en la boca y me hizo beber un trago: algo caliente y fuerte, que me removió las entrañas. Un vino pasado, que se volvía ya vinagre. Tuve una arcada, pero no vomité.

– Fais fas le con, mon vieux-repitió. Y vi que, dando media vuelta, se alejaba, tambaleándose, con su botella de vino agrio bailoteando en la mano. Supe que recordaría siempre su facha amorfa, esos ojos saltones y congestionados y su voz ronca, humana.

Regresé caminando hasta la rué Joseph Granier, riéndome de mí mismo, lleno de gratitud y admiración por ese vagabundo borracho del Pont Mirabeau que me había salvado la vida. Iba a.saltar, lo hubiera hecho si él no me lo impedía. Me sentía estúpido, ridículo, avergonzado, y había comenzado a estornudar. Toda esta payasada barata terminaría en un resfrío. Me dolían los huesos de la espalda con el porrazo en el pavimento y quería dormir, dormir el resto de la noche y de la vida.

Cuando estaba abriendo la puerta de mi departamento descubrí una rayita de luz dentro. Crucé de dos saltos la salita comedor. Desde la puerta del dormitorio vi a la niña mala, de espaldas, probándose ante el espejo de la cómoda el vestido de bailarina árabe que le compré en El Cairo y que no creo que se hubiera puesto antes. Aunque tenía que haberme sentido, no se volvió a mirarme, como si hubiera entrado en el cuarto un fantasma.

– ¿Qué haces tú acá? -dije, grité o rugí, paralizado en el umbral, sintiendo mi voz rarísima, como la de un hombre al que estrangulan.

Con mucha calma, como si no pasara nada y toda esta escena fuera la más trivial del mundo, la figurita morena, semidesnuda, envuelta en velos, de cuya cintura colgaban unas cintas que podían ser de cuero o cadenas, se volvió de medio lado y me miró, sonriendo:

– Cambié de idea y aquí me tienes de regreso -hablaba como si me revelara un chisme de salón. Y, pasando a cosas más importantes, me señaló su vestido y explicó-: Me estaba un poco grande, pero creo que ahora va bien. ¿Cómo me queda?

No pudo decir más porque yo, no sé cómo, había cruzado la habitación de un salto y la había abofeteado con todas mis fuerzas. Vi un brillo de terror en sus ojos, la vi remecerse, apoyarse en la cómoda, caer al suelo y la oí decir, acaso gritar, sin perder del todo la serenidad, esa calma teatral:

– Estás aprendiendo a tratar a las mujeres, Ricardito.

Yo me había dejado caer al suelo junto a ella y la tenía cogida de los hombros y la sacudía, enloquecido, vomitando mi despecho, mi furia, mi estupidez, mis celos:

– Es un milagro que no esté en el fondo del Sena, por tu culpa, por ti -se atropellaban las palabras en mi boca, se me trababa la lengua-. Estas últimas veinticuatro /horas me has hecho morir mil veces. A qué juegas tú conmigo, dime a qué. ¿Para eso me llamaste, me buscaste, cuando ya me había librado de ti? ¿Hasta cuándo crees que voy a aguantar? Yo también tengo un límite. Te podría matar.

En ese momento me di cuenta de que, en efecto, hubiera podido matarla si seguía sacudiéndola así. Asustado, la solté. Ella estaba lívida y me miraba, boquiabierta, protegiéndose con los dos brazos levantados.

– No te reconozco, no eres tú -murmuró y se le cortó la voz. Se había comenzado a sobar la mejilla y la sien derecha, que, en la media luz, me parecieron hinchadas.

– Estuve a punto de matarme por ti -repetí, la voz impregnada de rencor y de odio-. Me subí a la baranda del puente para tirarme al río y me salvó un clochard. Un suicida, lo que faltaba en tu currículo. ¿Tú crees que vas a seguir jugando así conmigo? Está visto que sólo matándome o matándote me libraré para siempre de ti.

– Mentira, tú no quieres matarte ni matarme -dijo, arrastrándose hacia mí-. Sino cacharme. ¿No es verdad? Yo también quiero que me caches. O, si esa lisura te molesta, que me hagas el amor.

Era la primera vez que le oía esa palabrota, un verbo que no escuchaba hacía siglos. Ella se había incorporado a medias para echarse en mis brazos y me tocaba la ropa, escandalizada: «Estás empapadito, te vas a resfriar, quítate esta ropa mojada, zonzito». «Si quieres, después me matas, pero, ahorita, hazme el amor.» Había recuperado la serenidad y ahora era dueña de la situación. El corazón se me salía por la boca y apenas podía respirar. Pensé que sería estúpido que precisamente en este momento me diera un síncope. Me ayudó a quitarme el saco, el pantalón, los zapatos, la camisa -todo parecía recién salido del agua- y, a la vez que me ayudaba a desvestirme, me pasaba la mano por los cabellos en esa rara, única caricia que se dignaba hacerme algunas veces. «Cómo te late el corazón, tontito», me dijo, un momento después, pegando su oreja a mi pecho. «¿Yo lo he puesto así?» Yo había comenzado a acariciarla también, sin que por ello hubiera dominado la rabia. Pero, a esos sentimientos se mezclaba ahora un deseo creciente que ella atizaba -se había arrancado el vestido de bailarina y tendida sobre mí me secaba moviéndose sobre mi cuerpo-, metiéndome la lengua en la boca, haciéndome tragar su saliva, atrapando mi sexo, acariciándolo con las dos manos, y, por fin, encogiéndose como una anguila sobre sí misma, llevándoselo a la boca. La besé, la acaricié, la abracé, sin la delicadeza de otras veces, más bien con rudeza, todavía herido, dolido, y, por fin, la obligué a sacar mi sexo de su boca y a ponerse debajo de mí. Abrió las piernas, dócilmente, cuando sintió que mi sexo tieso forcejeaba para entrar en ella. La penetré con brutalidad y la sentí aullar de dolor. Pero no me rechazó y, con el cuerpo tenso, esperó, quejándose, gimiendo despacito, que eyaculara. Sus lágrimas mojaban mi cara y yo las lamía. Estaba demacrada, con los ojos desorbitados y la cara descompuesta por el dolor.

– Es mejor que te vayas, que me dejes de verdad -le imploré, temblando de pies a cabeza-. Hoy he estado a punto de matarme y casi te mato a ti. No quiero eso. Anda, búscate otro, uno que te haga vivir intensamente, como Fukuda. Uno que re azote, que te preste a sus compinches, te haga tragar polvos para que le sueltes pedos en su inmunda jeta. Tú no eres para vivir con un santurrón aburrido como yo.

Ella me había pasado los brazos alrededor del cuello y me besaba en la boca mientras yo le hablaba. Todo su cuerpo se restregaba para ajustarse más al mío.

– No pienso irme ni ahora ni nunca -me susurró en el oído-. No me preguntes por qué, porque ni muerta te lo voy a decir. Nunca te voy a decir que te quiero aunque te quiera.

En ese momento debo de haberme desmayado, o dormido de golpe, aunque ya, desde sus últimas palabras, sentí que me abandonaban las fuerzas y todo comenzaba a darme vueltas. Me desperté mucho después, en la habitación a oscuras, sintiendo una forma tibia metida dentro de mí. Estábamos acostados, bajo las sábanas y frazadas, y por la gran claraboya del techo vi titilar alguna estrella. Había cesado de llover hacía rato, sin duda, porque los cristales ya no estaban empañados. La niña mala estaba soldada a mi cuerpo, sus piernas enredadas a las mías y su boca apoyada en mi mejilla. Sentí su corazón; latía, acompasado, dentro de mí. Se me había evaporado la cólera y ahora estaba lleno de arrepentimiento por haberla golpeado y haberla hecho sufrir mientras la amaba. La besé con ternura, tratando de no despertarla, y susurré sin ruido en su oído: «Te amo, te amo, te amo». No estaba dormida. Se apretó a mí y me habló poniendo sus labios sobre los míos, mientras entre palabra y palabra, su lengua picoteaba la mía:

– Tú nunca vas a vivir tranquilo conmigo, te lo advierto. Porque no quiero que te canses de mí, que te acostumbres a mí. Y, aunque vamos a casarnos para arreglar mis papeles, no seré nunca tu esposa. Yo quiero ser siempre tu amante, tu perrita, tu puta. Como esta noche. Porque así te tendré siempre loquito por mí.

Decía esas cosas besándome sin tregua y tratando de meterse enterita dentro de mi cuerpo.

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